Gentileza
de http://apologetica.org para la
BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL
El Señor ha resucitado!
El hecho
fundamental de la religión cristiana.
Colaboración de Fernando Renau (apologetica.org)
“¡Es verdad! ¡El Señor ha
resucitado!” (Lc 24,34). Con
esta fórmula resume Lucas la afirmación decisiva de nuestra fe. El movimiento
de Jesús hubiera concluido con el fracaso de la cruz y la dispersión de sus
seguidores si no hubiera sido por ese acontecimiento excepcional con el cual
todo comenzó de nuevo. La proclamación de la resurrección de Jesús es
absolutamente fundamental y sin ella no habría fe cristiana. Y es en la
veracidad de esta afirmación donde nuestra fe se juega su ser o no ser. Porque,
como señaló ya en los primeros tiempos el apóstol Pablo, si Jesús no hubiese
resucitado la predicación sería vana y seríamos los hombres más dignos de
compasión (1 Cor 15, 14.19).
El mensaje sobre la resurrección de Jesús contradice nuestra
experiencia diaria sobre la muerte, que se nos presenta como algo definitivo,
sin posibilidad de retorno. Es por eso por
lo que su aceptación no ha estado exenta de problemas. Ya en los relatos evangélicos
podemos descubrir huellas de las dudas y de la incredulidad con la que algunos
recibieron la noticia. Dos mil años después de aquellos hechos, ¿es posible
sostener razonablemente nuestra fe sobre la resurrección de Jesús? ¿Fue la
resurrección un acontecimiento real, o se trata de algo meramente simbólico,
de un mito legendario? ¿Qué razones podemos ofrecer para que no se nos acuse
de que nuestra fe en la resurrección de Jesús carece de todo fundamento?
La resurrección de Jesús es un acontecimiento real que tuvo
manifestaciones históricamente comprobadas. Se trata, ciertamente, de un
acontecimiento único, difícil de reducir a esquemas o conceptos conocidos.
Pero, pese a todo, dejó huellas que aún podemos reconocer y que nos permiten
afirmar que nuestra fe en la resurrección de Jesús no es irracional, sino que
se puede fundamentar sólidamente de un modo racional. Vamos a reflexionar
brevemente sobre algunas huellas, signos y testimonios que nos pueden servir
para fundamentar racional y críticamente nuestra fe en la resurrección de Jesús.
a.- El enigma del origen del movimiento cristiano.
Es un hecho incuestionable, incluso
para los historiadores no cristianos, que el movimiento de los seguidores
de Jesús comenzó a tener importancia tras su muerte. Del mismo modo, es también
indudable que la muerte de Jesús en la cruz (cuyo carácter histórico hoy
nadie discute) significó, de modo inmediato, el fracaso de la causa de Jesús y
el abandono y la fuga de sus seguidores. Sin embargo, es también un dato histórico
indiscutible el que, poco tiempo después de la muerte de Jesús y de la fuga de
sus seguidores, éstos regresaron y proclamaron con un entusiasmo que nada tenía
que ver con su abandono anterior, que Jesús había resucitado. ¿Cómo explicar
históricamente esta situación? ¿De dónde sacaron sus seguidores la fuerza
para llevar la buena noticia hasta los confines del Imperio Romano? Un examen
histórico del origen del cristianismo nos conduce inevitablemente a la conclusión
de que algo excepcional, como una gran explosión, aconteció tras el fracaso
absoluto de la muerte en la cruz. ¿Cuál fe la “chispa” que, tras la catástrofe,
desencadenó el desarrollo del nuevo movimiento? La única explicación que da
razón suficiente de este espectacular comienzo es la de que fue el
convencimiento de los seguidores de Jesús de que éste realmente había
resucitado lo que desencadenó el comienzo del nuevo movimiento. Tal y como
sucedieron las cosas, no es razonable sostener que fue la fe de los discípulos
en Jesús lo que originó su fe en la resurrección, sino que fue más bien la
experiencia de éstos de que Jesús vivía lo que desencadenó la nueva fe en
Jesús. La resurrección de Jesús sorprendió completamente a sus discípulos
y, además, se situaba totalmente fuera de lo que éstos razonablemente podían
esperar. En definitiva, sólo si la resurrección fue algo real para los discípulos
es posible explicar razonablemente los orígenes del movimiento de Jesús, tras
su muerte.
b.- Los primeros testimonios.
Los exégetas coinciden en señalar que el texto escrito más antiguo que
proclama la resurrección de Jesús se halla en la primera carta a los Corintios
de Pablo, capítulo 15, versículo 3 y siguientes: “Porque
os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por
nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al
tercer día, según las Escrituras; que se
apareció a Cefás y luego a los Doce; después se apareció a más de
quinientos hermanos a la vez a la vez, de los cuales todavía la mayor parte
viven y otros murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde a los apóstoles”.
Es sabido que Pablo escribió la primera Carta a los Corintios hacia el año
56 o 57 a más tardar y, probablemente, hacia el año 54. En ella les recuerda
lo que ya les había dicho en su estancia en esa ciudad, estancia que se produjo
hacia el año 50. El tiempo en el que Pablo recibió esa catequesis (no
olvidemos que dice que “os transmití
(...) lo que a mi vez recibí”)
debió ser entre los años 35 y 37, cuando visitó en Jerusalén a Pedro y
Santiago. Esto significa que la formula que se expresa en este texto se había
ya fraguado tan sólo de tres a
seis años después de la muerte de Jesús. Ni que decir tiene la gran
trascendencia de todo esto, pues ello supone que esta primitiva formulación de
la resurrección de Jesús se remonta a muy pocos años después de la muerte de
Jesús y se apoya en el testimonio de numerosas personas que todavía vivían y
a las que se podía consultar. Difícilmente la buena noticia hubiera podido
extenderse si la palabra de esos testigos no hubiera sido digna de crédito para
quienes la escucharon, todo lo cual apunta a que esos testimonios expresaban un
acontecimiento que, para ellos, era absolutamente real.
De otro lado, los relatos evangélicos sobre las apariciones constituyen
también un testimonio sobre la resurrección de Jesús. Si bien su elaboración
es seguramente mas tardía y en estos relatos son numerosos los datos
contradictorios, lo cierto es que
es
posible la reconstrucción de estos acontecimientos pascuales, cuyo último núcleo
histórico no es posible desconocer.
c.- El sepulcro vacío.
Es cierto que el sepulcro vacío ni es en sí mismo una prueba de la
resurrección de Jesús ni fue interpretada, en el primer momento, en ese
sentido por quienes lo descubrieron. Pero no es posible tampoco dudar de su carácter
histórico. En su favor no sólo está el testimonio múltiple de los cuatro
evangelistas, sino también un dato obvio: sin tumba vacía no se habría podido
anunciar la resurrección de Jesús en el ámbito judío, sobre todo en Jerusalén;
además, los judíos, en polémica con los cristianos, no negaron el hecho del
sepulcro vacío, sino que lo interpretaron de otro modo. La historicidad del
sepulcro vacío encuentra también un buen apoyo en los textos históricos sobre
el redescubrimiento del sepulcro en el siglo IV, tras la conversión del
emperador Constantino. En definitiva, el sepulcro vacío es también, a su
manera, un “signo” o “huella” de la resurrección de Jesús.
d.- Otro testigo mudo de la resurrección: la Sábana Santa de Turín.
En Turín se conserva un lienzo, conocido como la Síndone o Sábana
Santa, que, según resulta de los numerosos estudios científicos a los que ha
sido sometido, fue el utilizado en la sepultura de Jesús de Nazaret. Este
lienzo refleja con un realismo aterrador las torturas y tormentos a que fue
sometido Jesús antes y durante la crucifixión. Pero, igualmente, en la Sábana
Santa de Turín los científicos han encontrado huellas sorprendentes que
indican que este lienzo es el testimonio silencioso pero elocuente
de la resurrección de Jesús.
Con la muerte de la primera generación de cristianos desaparecieron los
testigos directos de la resurrección, lo que debió contribuir a que surgieran
dudas entre los nuevos seguidores, a las que se dedica la conocida admonición
“dichosos los que no han visto y
han creído” (Jn 20,29). Sin embargo, y pese a los dos mil años
transcurridos, como hemos visto brevemente en estas líneas, todavía es posible
hoy, sin que ello contravenga nuestra inteligencia, gritar con júbilo como
aquellos primeros discípulos “¡Es
verdad! ¡El Señor ha resucitado! “.