LOS
LIBROS CANÓNICOS
HISTORIA DEL CANON DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS
I.
Nociones Preliminares
1.
El tratado de la inspiración e inerrancia de las Sagradas Escrituras nos ha
hecho ver que existen Libros Sagrados, que tienen a Dios por autor, en cuanto
que fueron escritos bajo la moción del Espíritu santo. Dios es el autor
principal de dichos libros, y, en consecuencia, no pueden contener ningún
error. En esta sección se estudia el tratado del canon, que nos da a conocer cuáles
y cuántos son los libros inspirados. El tratado
del canon tiende a probar la existencia
del catálogo sagrado de los libros inspirados, que nos ha sido transmitido por
el Magisterio de la Iglesia, y, al mismo tiempo, se propone exponer la historia
de la formación del canon, es decir, la evolución y peripecias por las que
tuvo que pasar antes de que la Iglesia determinase oficialmente su canon. La
Iglesia tuvo gran cuidado, ya desde el principio, en distinguir los libros
inspirados de los que no lo eran, pues pronto comenzaron a aparecer libros apócrifos
que pretendían pasar como inspirados.
En este tratado estudiaremos la lenta formación
del canon de las Sagradas Escrituras y las causas que contribuyeron más
directamente a su fijación.
2. Etimología y significado de “canon”. La palabra canon
que proviene del griego “kanón”, significaba primitivamente una caña
recta que servía para medir, una regla,
un modelo. El término griego “kanón”
es afín a los vocablos “káne”, “kánne”, “kánna” = caña, que probablemente proceden de las lenguas semíticas, en las
que hallamos la misma raíz. Así tenemos en hebreo “qaneh” = “vara para
medir”[1],
en asirio “kanú”, en sumerio-acádico “qin”[2].
Por consiguiente, la voz “kanón” transcrita al latín bajo la forma de canon
designaba en sentido propio una vara recta de madera, una regla
que era empleada por los carpinteros. En sentido metafórico indicaba cierta
medida, ley o norma de obrar, de hablar y de proceder. Esta es la razón de que
los gramáticos alejandrinos llamasen “kanón” a la colección de obras clásicas
que, por su pureza de lengua, eran dignas de ser consideradas como modelos[3].
También los cánones gramaticales
constituían los modelos de las declinaciones y conjugaciones y las reglas de la
sintaxis. Según Plinio, existía el llamado canon
de Policleto, con cuyo nombre se designaba la estatua del Doríforo,
del escultor Policleto (s. V a.C.), que por su perfección fue considerada como
la regla de las proporciones del cuerpo humano. Epicteto designaba con el epíteto
de “kanón” al hombre que podía servir de modelo a los demás a causa de su
rectitud de vida. También nos hablan los antiguos de los “jronikói kanónes”
de Plutarco, que eran fechas o épocas principales de la historia que servían
de puntos de referencia de los acontecimientos humanos.
La palabra “kanón” se encuentra cuatro
veces en el Nuevo Testamento. Pero solamente es empleada en los escritos de San
Pablo. En tres ocasiones se usa en sentido pasivo de
cosa medida: se trata del campo de apostolado señalado por Dios al Apóstol
de los Gentiles[4].
En otro lugar se emplea en el sentido de regla de vida, de acción[5].
Los autores eclesiásticos antiguos dieron a
la voz canon significaciones muy
variadas. A partir de la mitad del siglo II se emplea “kanón” en sentido
moral, para designar la regla de la fe
(“ho kanón tes písteos”), la regla de la verda (“ho kanón tes alethéias”),
la regla de la tradición (“ho kanón tes paradóseos”) la regla de la vida
cristiana o de la disciplina eclesiástica (“ho kanón tes ekklesías”,
“ho ekklesiastikós kanón”)[6].
Los Padres latinos emplean también fórmulas
idénticas a las de los Padres griegos: regula fidei, regula veritatis, como se puede ver ya desde el siglo
III en los escritos de Tertuliano y Novaciano.
En este mismo sentido, los decretos de los
conciliios se llamaron cnánones, en
cuanto que eran las normas, las reglas que la Iglesia establecía para la más
perfecta regulación de su vida. Tal vez se les haya dado este nombre por
contraposición a las leyes (“nómoi”) de los reyes y emperadores, como
también más tarde se llamaron cánones a las leyes eclesiásticas, para
distinguirlas de las leyes civiles.
La fe, o sea la doctrina revelada, es la
regla que ha de servir para juzgarlo todo; es la norma a la cual han de adaptar
su vida los fieles[7].
Y como la Sagrada Escritura fue considerada, ya desde los orígenes de la
Iglesia, como el libro que contenía la Revelación, la regla de fe y de vida,
se llegó de un modo natural a hablar del canon de las Escrituras para designar
esta regla escrita, y se comenzó a dar el nombre de canon a la colección de los libros inspirados.
La palabra canon,
aplicada a la Sagrada Escritura, empieza a usarse en el siglo III. El primero
que la emplea tal vez sea Orígenes, el cual afirma que la Asunción
de Moisés “in canone non habetur” (“no está en el canon”)[8].
El Prólogo monarquiano, que unos
atribuyen al siglo III y otros al siglo IV, afirma queel canon empieza con el Génesis y termina con el Apocalipsis. El
primero que con seguridad aplica el término canon
a la Sagrada Escritura es San Atanasio (hacia el año 350), el cual observa que
el Pastor de Hermas no forma parte del
canon (“kaítoi me on ek tou kanónos”)[9].
Después de San Atanasio, el término se hace común entre los escritores
griegos y latinos[10].
Del sustantivo canon
se deriva el adjetivo canónico (“kanonikós”).
El primero que lo usó parece que fue Orígenes[11],
el cual quiería designar con dicho adjetivo los libros que eran los reguladores
de la fe, la regla propiamente dicha de la fe, y constituían una colección
bien determinada por la autoridad de la Iglesia. El término canónico también aparece con certeza en el canon 59 del concilio
de Laodicea (hacia el año 360), en el cual se establece que, en la Iglesia, no
se lean “los libros acanónicos sino tan sólo los canónicos del N. y del A.
T.”[12].
A partir de la mitad del siglo IV se hace común el llamar a las Sagradas
Escrituras canónicas (“kanonikai”)[13].
Y puesto que ya en aquel tiempo existían muchos libros apócrifos, que constituían
un grave peligro para la Iglesia y para los fieles porque se presentaban como
inspirados, fue necesario fijar el catálogo de los Libros Sagrados con el fin
de que los fieles pudieran distinguir los libros inspirados de los que no lo
eran. Esto dio lugar a la formación de otras expresiones derivadas de canon,
como canonizar (“kanonízein”), canonizado
(“kanonizómenos”), que en el lenguaje eclesiástico de aquella época
significaba que algún libro había sido “recibido en el catálogo de los
Libros Sagrados”[14].
Y, por contraposición, “apokanonízein” designaba un libro “excluido del
canon”.
Finalmente, del adjetivo canónico
se formó el término abstracto canonicidad,
que expresa la cualidad de algún libro que por su autoridad y origen es divino
y, en cuanto tal, ha sido introducido por la Iglesia en el canon de los Libros
Sagrados.
3. Canonicidad e inspiración. – Si bien los términos canónico
e inspirado son equivalentes bajo muchos conceptos, sin embargo, canonicidad
e inspiración se distinguen formalmente. De hecho, todos los libros
canónicos están inspirado, y parece que no existe ningún libro inspirado que
no haya sido recibido en el canon de las Sagradas Escrituras. Sin embargo, un
libro es inspirado por el hecho de
tener a Dios por autor, y canónico,
en cuento que fue reconocido por la Iglesia como inspirado. Por consiguiente, la
canonicidad supone, además del hecho
de la inspiración, la declaración oficial de la Iglesia del carácter
inspirado de un libro. Esta declaración de la Iglesia no añade nada al valor
interno del libro, cuyo valor canónico procede precisamente de su inspiración,
pero confiere al libro sagrado una autoridad absoluta desde el punto de vista de
la fe y lo convierte en regla infalible de la fe y de las costumbres. Pero no
por eso se le puede llamar, sin más, canónico
sino después de la declaración de la Iglesia, hecha implícita o explícitamente.
Según esto, los libros deuterocanónicos
(en el próximo punto tratamos sobre ellos), que eran inspirados y tenían
verdadera virtud reguladora, no fueron reconocidos por todos como canónicos
sino en un segundo tiempo, después que la Iglesia los recibió en el canon[15].
Esta es la doctrina enseñada por el concilio Vaticano I: “La Iglesia tiene los (libros del Antiguo y Nuevo Testamento) por sagrados y canónicos no porque, habiendo sido escritos por la sola industria humana, hayan sido después aprobados por su autoridad, ni sólo porque contengan la revelación sin error, sino porque, habiendo sido escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales han sido entregados a la misma Iglesia”[16]. Lo mismo afirman León XIII en su encíclica Providentissimus Deus (18 noviembre 1893) y Pío XII en la encíclica Divino afflante Spiritu (30 septiembre 1943).
4. Libros protocanónicos y deuterocanónicos. – La distinción de
los Libros Sagrados en protocanónicos y deuterocanónicos trae a la mente el
recuerdo de controversias que surgieron en la antigüedad a propósito de la
canonicidad de ciertos libros de la Biblia. Pero con ella no se intenta
establecer una distinción del valor canónico y normativo, ni desde el punto de
vista de la dignidad, entre los proto y deuterocanónicos. Bajo este aspecto,
todos los Libros Sagrados contenidos en la Biblia tienen el mismo valor y
dignidad, pues todos tienen igualmente a Dios por autor. La distinción es legítima
sólo desde el punto de vista histórico,
del tiempo, en cuanto que los libros deuterocanónicos fueron recibidos en el
canon de las Sagradas Escrituras sólo más tarde a causa de ciertas dudas
surgidas a propósito de su origen divino
Los escritores eclesiásticos griegos suelen
designar los libros protocanónicos con el término “homologoúmenoi”, o sea
libros “universalmente aceptados”, y los deuterocanónicos con las palabras
“antilegómenoi”, es decir, libros “discutidos”, o también con “amfiballómenoi”,
a saber, libros “dudosos”[17].
Sin embargo, en el siglo XVI fue Sixto de Siena (+ 1596) el primero que empleó
los términos protocanónicos para
designar los libros que ya desde un principio
fueron recibidos en el canon, pues todos los consideraban como canónicos, y deuterocanónicos,
para significar aquellos libros que, si bien gozaban de la misma dignidad y
autoridad, sólo en tiempo posterior fueron recibidos en el canon de las
Sagradas Escrituras, porque su origen divino fue puesto en tela de juicio por
muchos[18].
Los libros deuterocanónicos son siete
en el Antiguo Testamento y siete también
en el Nuevo Testamento:
En
el Antiguo Testamento: Tobías, Judit,
Sabiduría, Eclesiástico, Baruc, 1 y 2 Macabeos. Y los siete últimos capítulos
de Ester: 10,4-16,24, según la Vulgata; así como los capítulos de Daniel
3,24-90; 13; 14.
En el Nuevo Testamento: Epístola a los Hebreos, epíst. de Santiago, epíst.
2 de San Pedro, epíst. 2-3 de San Juan, epíst. de San Judas y Apocalipsis.
También es bastante frecuente considerar como deuterocanónicos los fragmentos
siguientes de los Evangelios: Mc 16,9-20; Lc 22,43-44; Jn 7,53-8,11. Sin
embargo, las dudas acerca de estos textos han surgido tan sólo en nuestros días
entre los críticos, por el hecho de que dichos pasajes faltan en algunos códices
y versiones antiguas.
Los protestantes emplean una nomenclatura un
poco distinta de la de los católicos, al hablar de los libros deuterocanónicos.
Entre ellos, los libros deuterocanónicos del Antiguo Testamento reciben el
apelativo de apócrifos, que nosotros
damos a los libros que, teniendo ciertas semejanzas con los libros inspirados,
nunca fueron recibidos en el canon. Y los protestantes llaman pseudoepigrafa
a los libros que nosotros designamos con el término de apócrifos. Por lo que
se refiere a los deuterocanónicos del Nuevo Testamento, coinciden católicos y
protestantes en su designación.
5. El criterio de canonicidad. – Del criterio de canonicidad podemos
decir casi lo mismo que del criterio de la inspiración (tratado en otro lugar).
La diferencia estriba tan sólo en el hecho de que el criterio de la inspiración
mira a la Sagrada Escritura en general; en cambio, el criterio de canonicidad
mira a cada libro en particular. Lo mismo que para conocer el hecho de la
inspiración el único criterio suficiente y eficaz era el testimonio del
Magisterio de la Iglesia, igualmente el único criterio propio de canonicidad es
la testificación de la Iglesia.
Porque la Iglesia es la única autoridad legítima que puede determinar con
certeza infalible si tal libro es canónico o no lo es. Esta es doctrina que
enseñan ya los Padres antiguos, como Orígenes[19]
y Tertuliano[20] y otros. Son bien conocidas las palabras de San Agustín:
“Ego vero evangelio non crederem, nisi me catholicae Ecclesiae commoveret
auctoritas... In locum autem traditoris Christi quis successerit, in Actibus
legimus: cui libro necesse est me credere, si credo evangelio, quoniam utramque
Scripturam similiter mihi catholica commendat auctoritas” (“No creería en
el evangelio si no me moviese a ello la autoridad de la Iglesia católica...
Leemos en los Hechos de los Apóstoles quién sucedió al que entregó a Cristo;
y debo creer en este libro, si creo en el evangelio, porque la autoridad católica
es la que me recomienda una y otra Escritura”) [21].
El testimonio de la Iglesia se ha ido
manifestando a todos los fieles bajo diversos conductos: por los testimonios
explícitos de los escritores eclesiásticos, por las decisiones sinodales, por
la proposición solemne del Magisterio universal u ordinario de la Iglesia, por
la lectura litúrgica y por todos aquellos medios que la Iglesia suele emplear
para proponer a los fieles la doctrina cristiana.
Y como la canonicidad de un libro constituye
un hecho sobrenatural, que sólo podemos conocer por revelación divina, a través
de la tradición de la Iglesia, de ahí que sea necesaria la testificación
del Magisterio eclesiástico para saber con certeza si un libro
determinado es canónico e inspirado. La simple lectura litúrgica no parece ser
criterio suficiente, pues sabemos por el testimonio de diversos Padres antiguos
que también se leían en las asambleas litúrgicas otros escritos que nunca
formaron parte del canon de la Sagrada Escritura[22].
Tampoco basta que la doctrina de un libro concuerde con la doctrina de los apóstoles,
para determinar su canonicidad, porque pueden encontrarse muchos libros que
concuerden perfectamente con la doctrina revelada y, sin embargo, no son
inspirados. Ni siquiera parece ser criterio suficiente el origen
apostólico de un libro, puesto que en el Nuevo Testamento hay libros que no
fueron escritos por los mimos apóstoles, sino por discípulos de éstos.
Los judíos también poseían el canon de los
Libros Sagrados del Antiguo Testamento. ¿Cuál era entre ellos la autoridad a
la cual competía distinguir los Libros Sagrados de los que no lo eran?
Probablemente fue el colegio sacerdotal,
encarnado principalmente en los príncipes de los sacerdotes, que eran los que
ejercían vigilancia sobre las cosas religiosas. Otros autores piensan que serían
los profetas los que gozaban de
autoridad para juzgar si un libro era inspirado. Pero hay que tener presente que
no siempre hubo profetas en Israel. Y precisamente en la época en que se fijó
el canon del Antiguo Testamento, la máxima autoridad religiosa la ostentaba el
sacerdocio, como veremos más adelante en este trabajo.
Los protestantes, al rechazar la Tradición,
se vieron obligados a juzgar de la canonicidad de los Libros Sagrados por criterios
propiamente internos. Para Calvino
este criterio sería “el testimonio secreto del Espíritu”[23];
para Lutero, la concordia de la enseñanza
de un libro con la doctrina de la
justificación por la sola fe[24].
Los protestantes ortodoxos posteriores, además de los criterios internos,
admiten también criterios subsidiarios externos, como el carisma profético o
apostólico del autor, el testimonio de la Iglesia antigua, la historia del
canon críticamente estudiada. Para los protestantes liberales, al no admitir prácticamente
la inspiración, tampoco tiene interés la cuestión de la canonicidad de los
libros bíblicos. Los libros que la Iglesia ha conservado serían únicamente
aquellos que se impusieron prácticamente en la lectura pública como más aptos
para la edificación de los fieles. De este hecho se habría pasado a la
afirmación de la inspiración.
La renovación teológica protestante moderna
ha conducido a algunos de sus principales exponentes a adoptar nuevas
posiciones. Una de las que merecen mayor atención es la de O. Cullmann[25], el cual se declara “absolutamente conforme con la
teología católica en la afirmación de que la misma Iglesia fue la que
constituyó el canon”. Pero él ve en esta decisión de la Iglesia la
manifestación explícita y definitiva de la conciencia que ella fue adquiriendo
de la inspiración de los Libros Sagrados. Esta decisión eclesiástica iba
dirigida a distinguir claramente la tradición apostólica de las demás que se
le pudieran juntar. Entre todos los escritos cristianos que corrían en la
Iglesia primitiva, se fueron imponiendo aquellos que habían de formar el canon
por su autoridad apostólica intrínseca. El Antiguo Testamento fue aceptado en
el canon en cuanto era el testimonio de la historia de la salvación que había
preparado la encarnación. La Iglesia siguió en esto el sentir de Cristo y de
los apóstoles.
La posición de O. Cullmann se parece
bastante a la de ciertos autores católicos modernos, como Karl Rahner, Norbert
Lohfink, etc.
6. Importancia actual de la cuestión del canon. – En la teología
actual, de marcada tendencia eclesiológica, ha adquirido gran importancia el
problema del canon de las Sagradas Escrituras. Varios han sido los que han
tratado la cuestión. Varios han sido los que han tratado la cuestión; pero a
nosotros nos interesan de modo especial las ideas de K. Rahner y N. Lohfink por
la relativa novedad que representan. Digo relativa, porque en parte siguen las
ideas ya expuestas por O. Cullmann y algún otro autor protestante.
a) Karl Rahner define la inspiración de la Sagrada Escritura de
la siguiente manera: “Inspiración de la Escritura es aquella causalidad
absolutamente singular mediante la cual Dios se convierte en autor de la
Iglesia, en cuanto que una tal causalidad tiene por objeto el elemento
constitutivo de la Iglesia apostólica, que es la Escritura”[26].
Los Libros Sagrados proceden de modo vital de
la vida íntima de la Iglesia naciente. Y en cuanto tales constituyen una
manifestación de la vida de la Iglesia. Cuando la Iglesia apostólica consigna
por escrito su fe, su espíritu, su tradición, su vida íntima, crea la Sagrada
Escritura. Y ésta es, según Rahner, un elemento constitutivo de la Iglesia.
Por el hecho mismo de que los Libros Sagrados
sean un producto de la vida íntima de la Iglesia primitiva se puede deducir que
la Iglesia esté en inmejorables condiciones para conocer la inspiración de
ellos. La Iglesia, por una cierta connaturalidad, advirtió que dichos escritos
estaban en perfecta conformidad con su naturaleza y que eran al mismo tiempo
“apostólicos”, es decir, como un pedazo de la vida de la Iglesia primitiva.
La Iglesia, en cuento custodia del depósito de la fe, recibió del Espíritu
Santo el don de discernir lo que realmente pertenece a dicho depósito. Y este
acto de discernimiento, según Rahner, pudo ser hecho incluso después de la época
apostólica, sin necesidad de admitir una nueva revelación o una afirmación
explícita de los apóstoles. Pero esto sólo lo podía hacer la Iglesia con
absoluta certeza en cuanto que era dirigida por el Espíritu Santo. De hecho, la
Iglesia sólo en el siglo IV reconoció como inspirados y canónicos todos los
libros de la Biblia, lo que resultaría difícil de explicar en el caso de
admitir una revelación explícita sobre la inspiración de cada libro sagrado
transmitida por los apóstoles.
Por lo que se refiere al Antiguo Testamento,
Rahner admite que la Iglesia recibió de la sinagoga un cierto canon. Pero la
sinagoga no poseía una autoridad doctrinal infalible para determinar con
absoluta certeza el canon. Además, el canon del Antiguo Testamento no podía
considerarse coma definitivamente cerrado antes del nacimiento de la Iglesia.
Esta, en cuento heredera y continuadora legítima del pueblo elegido, cuya
historia consideraba como su propia prehistoria, podía proseguir y concluir la
formación oficial del canon del Antiguo Testamento. Esto explicaría por qué
la Iglesia pudo aceptar en el canon del Antiguo Testamento los libros deuterocanónicos
y por qué introdujo en el canon diversos libros del Nuevo Testamento sobre cuya
autenticidad y canonicidad habían surgido graves dudas en los primeros siglos
de la Iglesia.
b) Norbert Lohfink, en un artículo publicado en la revista Stimmen
der Zeit[27],
presenta algunas ideas que tienen importancia para comprender mejor la cuestión
del canon. Par él el proceso e canonización
de los libros Sagrados tiene gran importancia. El canon presupone un largo
proceso de formación, pues los diversos libros son tan sólo partes integrantes
de todo el complejo. Una vez juntadas estas partes integrantes para formar el
complejo total de la Biblia, ya no pueden tener existencia separada e
independiente, sino que se condicionan mutuamente. Esto significa que el sentido
final y decisivo de cada libro y de cada una de las enseñanzas que contienen
depende del contexto total en el que han sido introducidos. Este contexto ese el
de la revelación entera, que estuvo en progreso continuo y llegó a su fin sólo
con la promulgación del canon de la Sagrada Escritura. El Nuevo Testamento es
la última etapa de este progreso y es el que da la clave para la perfecta
inteligencia de todo el complejo y de cada una de sus partes.
La colección o reunión de todos los Libros
Sagrados en el canon, con lo cual quedó constituido como norma de la Iglesia,
confirió a estos libros una nueva orientación, una finalidad y un
intencionalidad nuevas, que fueron consideradas como definitivas para la
comunidad de los files. Cristo y los apóstoles dieron al Antiguo Testamento el
sentido último y definitivo.
La inspiración de las Escrituras presupone
un largo proceso que empezó en el A. T. Y terminó en el Nuevo. Este largo
proceso estuvo siempre ordenado a la composición de todo el complejo de la
Biblia. Dentro de este complejo, los libros y las doctrinas particulares reciben
su sentido definitivo del contexto de todo el conjunto.
En efecto, la inspiración y la interpretación del a Sagrada Escritura finalizó con el último libro del N. T. Y con la inclusión de todos los libros inspirados en el canon. Desde entonces se puede afirmar que la inerrancia pertenece a la Sagrada Escritura como un todo indivisible y formando una unidad intrínseca.
7. ¿Se ha perdido algún libro inspirado? – Por el testimonio de la misma Sagrada Escritura conocemos algunos escritos provenientes de algún profeta o apóstol que no han llegado hasta nosotros. En el Antiguo Testamento se habla repetidas veces del “libro del Justo” (cf. Jos 10,13; 2 Sam 1,18), del “libro de Samuel, vidente”, de las “crónicas de Natán, profeta, y de las de Gad, vidente” (cf. 1 Crón 29,29), de las “profecías de Ido, vidente” y de “los libros de Semeyas, profeta” (2 Crón 9,29; 12,15). El Nuevo Testamento también habla de una epístola de San Pablo a los Corintios (cf. 1 Cor 5,9)[28] que parece haberse perdido, y de otra a los Laodicenses (cf. Col 4,16)[29]. Si consideramos estos escritos como inspirados, tendríamos que admitir que se han perdido de hecho libros inspirados. Pero para conocer su inspiración habría que poseer el testimonio de la Iglesia, que es el único criterio suficiente para saberlo. El Magisterio de la Iglesia, sin embargo, no ha dicho absolutamente nada sobre la inspiración de dichos libros. Y como el criterio del profeta o del apostolado no es suficiente para conocer la inspiración o la canonicidad de un determinado libro, de ahí que no estemos en grado de afirmar que se han perdido de hecho algunos libros inspirados.
Algunos autores católicos niegan firmemente
la posibilidad de que se hayan perdido ciertos libros inspirados. Su
razonamiento es el siguiente: la inspiración bíblica no es un carisma privado,
dado para el bien de un individuo, sino que es un carisma social,
destinado al bien de una sociedad, que es la Iglesia fundada por Cristo. En
consecuencia, la destinación del
escrito inspirado para la Iglesia entraría en los elementos esenciales de la inspiración bíblica, como enseña
claramente el concilio Vaticano I[30].
Teniendo en cuenta este principio, no parece posible afirmar que se haya dado un
libro inspirado perdido antes de
llegar a la Iglesia. Ni tampoco se podría decir que la perdida haya tenido lugar después
de ser recibido por la Iglesia, ya que sería acusar a la Iglesia de infidelidad
a su misión divina de guardiana de las fuentes de la revelación. Sin embargo,
a nuestro parecer, hay que distinguir en esta cuestión entre libro tan sólo
inspirado y libro inspirado y canónico. Por lo que se refiere a esto último,
no parece posible que un libro reconocido y declarado como inspirado por la
Iglesia se haya perdido. En este caso habría que admitir que la Iglesia no fue
la fiel guardiana del depósito revelado. En cambio, se podría admitir que un
libro inspirado se haya perdido antes del reconocimiento oficial y universal de
la Iglesia. Es cierto que la inspiración, como carisma, ha sido dada al autor
humano con vistas al bien religioso de la comunidad, pero es muy posible que un
libro inspirado haya sido destinado exclusivamente
a una determinada comunidad religiosa de los primero siglos, y una vez cumplida
su finalidad haya desaparecido antes de que llegara el reconocimiento de la
Iglesia universal.
También se podría admitir que en el decurso
de los siglos se hayan podido perder algunos fragmentos de los libros
inspirados. Pero a condición de que estos fragmentos no sean de importancia
sustancial para la revelación. Por otra parte, la historia del texto demuestra
claramente que el texto sagrado ha llegado hasta nosotros sustancialmente íntegro.
[1] Cf. Ez 40,3.5. Los LXX traducen, en este lugar, qaneh por “kanón”.
[2] Cf. W. Gesenius-F. Buhl, Hebräisches und Arämaisches Handwörterbuch17 (Leipzig 1921).
[3] Cicerón, en una carta dirigida a su amigo Tirón, le dice: “Tu, qui “kanón” esse soles meorum scriptorum” (Epist. Ad famil. l. 16 epíst. 17). Véase también Aristóteles, Ethica ad Nichomacum 3.4.5.
[4] Cf. 2 Cor 10,13.15-16.
[5] Cf. Gál. 6,16.
[6] Cf. S. Clemente Romano, S. Policrates (según Eusebio), S. Ireneo. Hay autores que suelen dar al término canon el sentido de catálogo, lista, elenco, y se acostumbra a citar como ejemplos el “kanón basiléon”, de Claudio Ptolomeo (hacia el año 150 d.C.), que es un catálogo de los reyes asirios, babilónicos y persas, y los “jronikói kanónes” de Eusebio, que comprenden tablas sincronizadas de los varios pueblos de la antigüedad. Sin embargo, aun cuando estos “kanónes” de Ptolomeo y de Eusebio sean listas, tienen más bien el significado de regla, pues eran fechas, medidas cronológicas, que servían de base a sistemas cronológicos. Si canon tiene ahora en el lenguaje eclesiástico el sentido de lista, catálogo, éste es relativamente reciente y, además, es un significado secundario. El significado formal es el de regla, norma, modelo.
[7] En este sentido dice San Ireneo: “Teniendo por regla a la misma verdad”, “la verdad, que es predicada por la Iglesia” (Adv. Haer. 2,28,1; 1,9,5)
[8] In Iosue hom. 2,1. Pero de esta obra de Orígenes sólo tenemos una traducción latina; por eso no sabemos si empleaba el término “kanón” o bien “endiáthetos”.
[9] Decr. Nic. Syn. 18.
[10] Conc. Laodicense, San Anfiloquio, Orígenes, Rufino, San Jerónimo, San Agustín, etc.
[11] In Cant. Prol.. Solamente poseemos la traducción latina hecha por San Jerónimo.
[12] Cf. Enchiridion Biblicum (EB) 4° edición (Roma 1961), n. 11.
[13] Cf. San Jerónimo, Praef. In libro. Salom.; Prisciliano, Lib. Apol.. 27, etc.
[14] Cf. Orígenes, In Matth. 28.
[15] La declaración de la Iglesia sobre la canonicidad de un libro no es necesario que sea hecha solemne ni explícitamente; basta que la Iglesia en la práctica los haya tenido siempre como inspirados.
[16] EB n. 77.
[17] Cf. Eusebio, Histo. Eccl. 3,25,4; San Cirilo de Jerusalén, Catech. 4,33.
[18] Cf. Bibliotheca Sancta ex praecipuis catholicae Ecclesiae auctoribus collecta (Nápoles 1742) vol. 1, 2s.
[19] In Lc. Hom., 1; Cf. en Eusebio, Histo. Eccl. 6,25,35.
[20] Adv. Marc. 4,5.
[21] Contra Epist. Manichaei 5,6.
[22] Por San Diosinios de Corinto sabemos que la epíst. de San Clemente Romano a los Corintios era leída en las asambleas litúrgicas (cf. en Eusebio, Hist. Eccl. 4,23,11). En las iglesias del Asia se leía la carta de San Policarpo (cf. S. Jerónimo, De viris illustribus, 17).
[23] Cf. J. Calvino, Institutio religionis christianae, l. 1, c. 6-8 (Basilea 1536).
[24] Cf. O. Scheel, Luthers Stellung zur hl. Schrift (Tübinga 1902), p. 42-45; M. Meinertz, Luthers Kritik am Jakobusbreife nachdem Urteile seiner Anhänger: BZ 3 (1905) 273-286.
[25] La Tradition (Paris-Neuchatel 1953) p. 41-52.
[26] Cf. K. Rahner, Über die Schriftinspiration. Questiones disputatae I (Herder, Friburgo de Br. 1958) p. 58.
[27] Über die Irrtumslosigkeit und die Einheit der Schrift, Stimmen der Zeit 174 (1964) 161-181.
[28] Ciertos autores quieren descubrir vestigios de esta carta perdida de San Pablo en 2 Cor 6,14-7,1.
[29] La epístola a los Laodicenses habría que identificarla, según bastantes autores, con la epístola a los Efesios, que originariamente llevaría en el saludo inicial “en Laodikéia”. Estas palabras habrían sido suprimidas –según el P. J. Vosté- por la terrible reprensión que lanza contra la iglesia de Laodicea el autor del Apocalipsis (Apoc 3,14ss).
[30] EB n. 77.