Responsabilidades éticas ante los Ancianos
Eduardo López Azpitarte
1. Obligaciones personales: la creación de una nueva imagen
No quisiera, con lo dicho hasta ahora, dar la impresión de que
nuestra actitud ante los viejos es completamente negativa y
generalizada. Muchas familias, que saben comportarse con sus
ancianos como un modelo de atención y cariño, podrían sentirse
molestas, si sólo insistiéramos en el olvido, negligencia y descuido del
trato que se les ofrece.
Hay también un mundo impresionante de sacrificio, generosidad y
preocupación sincera, que posibilita una vida más agradable y suaviza
los achaques inevitables de la vejez, pero nadie negará tampoco la
objetividad de lo que hemos afirmado. De cualquier forma, a todos nos
viene bien acentuar esta conciencia de responsabilidad, sabiendo, por
otra parte, que todo el empeño que se ponga en mejorar su servicio
nunca será suficiente.
Quisiera, por tanto, subrayar las obligaciones éticas que recaen
sobre cada uno de nosotros. Su cumplimiento no está condicionado
por los otros factores sociales y políticos, de los que hablábamos al
comienzo, y no es posible apoyarse en ellos para justificar nuestra
apatía o despreocupación. La sinceridad de cada uno sabrá valorar
hasta qué punto su respuesta está transida de humanismo y
fomentada aún más por su fe cristiana.
El primer intento debería consistir en un esfuerzo social y colectivo
para crear una actitud radicalmente distinta ante el anciano. Como un
deseo de recuperar la estima y aprecio que pudo existir en otras
épocas y que, aunque se mantenga en muchas familias y ambientes,
ha disminuido de forma llamativa en la actualidad.
Aun en la hipótesis de su ineficacia absoluta, su figura debe
recuperar el prestigio y relieve que conserva en otras culturas,
consideradas falsamente como inferiores a la nuestra. Un
denominador común a todas ellas era la consideración del anciano
como persona henchida de experiencia, que merece la obediencia por
su sabiduría y consejo. Por eso, antes, el misterio de Dios se
simbolizaba con la imagen de un anciano, con largas y blancas
barbas, como expresión de plenitud y eternidad, mientras que ahora
semejante símbolo ha perdido vigencia en nuestra cultura, a no ser
que manifieste, al mismo tiempo, la caducidad y desinterés de lo
religioso en nuestro mundo de hoy.
2. El recuerdo de una historia: gratitud y solidaridad
La senilidad viene etimológicamente, como todos sabemos, de
senior, el señor, como una etapa por encima del junior, que equivale a
una persona más joven. La edad produce el desgaste y el deterioro
del individuo, pero sin que ello tenga por qué destruir su aprecio y
dignidad. En su retiro y aparente ineficacia puede ofrecer aún su
sabiduría amontonada con los años, sus pequeñas colaboraciones y
ayudas, el recuerdo de una historia que no conviene tampoco
olvidar.
Pero la estima social no se funda en su rentabilidad utilitaria,
aunque reducida por sus limitaciones. Es curioso constatar que el
cambio generalizado de imagen en torno al anciano se opera, cuando
los esquemas económicos comienzan a ser prioritarios y la
productividad se convierte en el principal objetivo. Una visión
demasiado mercantil, donde su presencia se hace inútil e inoperante y
quedan, por ello, desposeídos de todo valor.
Habría, entonces, que subrayar con fuerza su plena vinculación
con la historia. Ellos forman parte de esa larga cadena que hizo
posible lo que nosotros ahora somos y tenemos. El presente está
tejido con la pequeña colaboración que aportaron, como la que ahora
realizan otros, para mantener y aumentar el patrimonio histórico del
que todos nos aprovechamos. Una siembra que ya abandonaron,
pero sin perder el derecho a la cosecha que también les pertenece.
Su estado actual es el fruto de la lucha que mantuvieron, como un
trofeo que valora y manifiesta su esfuerzo anterior.
Esta nueva visión del anciano sería suficiente para levantar un
sentimiento de gratitud y solidaridad, que evitara su abandono y
marginación. Allí, donde no estuviera presente, habría que inventarlo,
como inspirador de estas actitudes tan humanas. Se merecen nuestro
respeto, admiración y cariño, a pesar de sus pobres condiciones
actuales.
Aunque fuera sólo por motivaciones egoístas, deberíamos de
tratarlos como desearíamos que los demás hiciesen con nosotros,
dentro de algunos años que se pasan corriendo. La pena es que, con
anterioridad a ese momento -a no ser que se haya vivido muy en
contacto con ellos-, no se experimentan las resonancias afectivas y
dolorosas que sufren silenciosamente en su interior, por este
aislamiento que se les impone.
El respeto y veneración con que se rodeaba al anciano en otras
épocas no hay, sin embargo, que dibujarlo con un optimismo excesivo.
Sin negar esta afirmación genérica, la historia demuestra también el
desprecio, rechazo y dureza con que se les trataba, incluso dentro de
la propia familia.
En el teatro y en la novela de todos los tiempos han sido objeto de
descripciones peyorativas y motivo de entretenimiento y diversión por
su figura decrépita y sus reacciones un tanto ridículas, pero
ciertamente existía una cultura, donde el anciano encontraba una
mejor acogida y afecto.
3. Un esfuerzo para que se sientan queridos
Es un punto fundamental en nuestra relación con los mayores.
Muchos de los achaques de la vejez son inevitables y no tienen
solución, pero desde fuera pueden darse muchas ayudas que los
suavizan, sobre todo en el plano psicológico.
De acuerdo con lo que venimos diciendo, el regalo mayor es
hacerles tomar conciencia de que la preocupación y los servicios
prestados no son ninguna obligación impuesta, sino el gesto sincero.
y espontáneo de un agradecimiento por los méritos adquiridos en su
dilatada vida. La sintonía afectiva y la sensibilidad humana sabrán
inventar las múltiples formas para que los sentimientos de molestia,
inutilidad y estorbo, que les amenazan y entristecen, se alejen lo más
posible de su psicología.
En el fondo, las quejas del anciano son con frecuencia demandas
inconscientes para ver si aún se sienten queridos y aceptados.
Cuando una persona mayor descubre, a través de los mensajes
implícitos y ordinarios, que constituye una riqueza y un privilegio para
los que le cuidan, goza de una tranquilidad básica, en medio de todos
los inconvenientes que soporta. Ha sufrido ya mucho con la pérdida
de múltiples cosas para que ahora, en esta última etapa, también se
dé cuenta de que nadie lo quiere y acepta. La muerte afectiva le
resulta más dolorosa que el desenlace final.
Por eso, la familia sigue siendo, en teoría, el espacio más
adecuado para cumplir con estas funciones. En un mundo
tecnoburocratizado, anónimo e impersonal, donde sólo se busca la
eficacia de la producción, y las relaciones humanas se superficializan
en las grandes masas, el hogar aparece como uno de los pocos
espacios en el que se puede descubrir la dimensión personal, el
contacto cercano y la aceptación amorosa; sentirse, en una palabra,
como persona y no como simple instrumento.
Si el amor es lo único que puede llenar de felicidad el corazón del
ser humano, la familia es la institución que mejor puede ofrecer esta
experiencia afectiva. Es cierto que la comunión del anciano con sus
familiares cercanos no tiene la misma fuerza y densidad que la
existente entre los cónyuges, pero percibir el agradecimiento y cariño
de sus propios hijos es la recompensa y el alivio mayor que desean.
4. La búsqueda de otras alternativas
Este ideal, por desgracia, no se da con bastante frecuencia. Son
múltiples los factores que, sin tener como origen la mala voluntad o el
desafecto, impiden este cumplimiento: conflictos familiares anteriores,
lejanía de los hijos, dificultades de espacio, o simplemente la falta de
familia por muerte de los hijos o porque nunca tuvieron, como
acontece también en la vida sacerdotal y religiosa.
La comunidad humana o religiosa, en estos últimos casos, debería
entonces suplir esta función protectora, para que nadie sufra por este
abandono social. Los vínculos no nacen con la fuerza de la sangre,
pero una fe compartida y hasta una filantropía auténtica son capaces
de responder a estas ausencias psicológicas. Hay ejemplos
encantadores de cómo la amistad entre los propios vecinos se ha
convertido en una ayuda formidable. La misma muerte del anciano se
llega a vivir como una adversidad cercana y dolorosa.
Otras veces, la convivencia no está exenta de pequeños conflictos,
que impiden satisfacer por completo a las exigencias humanas que
mutuamente se oponen. La presencia de un anciano supone para él y
para los que le rodean la renuncia a determinados deseos y gustos
legítimos, que no sería necesaria si todos gozaran de una mayor
autonomía. No hay que ignorar este hecho ni pretender encubrirlo.
Las soluciones hechas no existen, ni podrán siempre encontrarse
sin una dosis grande de comprensión y sacrificio, pero tampoco es
conveniente que ninguna de las partes se convierta en la única
víctima, para que nunca pueda echar en cara, entre otras razones, la
molestia grande que implica la convivencia. Semejante afirmación que
tiene peligro de escaparse en las circunstancias más inoportunas,
como un acto fallido que no se controla, destruye en sus raíces más
profundas todos los buenos intentos realizados con anterioridad y
dificulta seriamente cualquier armonía para el futuro.
Sin embargo cuando el clima de cariño y aceptación se ha palpado,
el diálogo amistoso descubre siempre, a través de las mutuas
concesiones, los caminos de solución más adecuados. También aquí,
el amor sabe inventar las mejores conductas posibles, aunque nunca
se alcance la plena satisfacción.
Ahora se explica mejor por qué el anciano recluido en una
residencia, por muy atendido que esté material y sanitariamente, tiene
un dejo de abandono y tristeza, cuando ha sido apartado de la propia
familia y comprende que ya quedará vacía y sin respuesta su
demanda afectiva más profunda: sentirse querido y que no estorba.
Incluso si la decisión mejor, por una serie de causas, fuera esta para
su mayor bien, no debería tomarse sin tener en cuenta su deseo y
visión personal, no como algo que le imponen al margen de sus
intereses.
Por eso, lo importante, en cualquier caso, no es la palabra o el
detalle que se ofrece, sino el mensaje afectivo e implícito que se
transmite. También él forma parte de una comunidad en la que ha de
sentirse acogido.
5. Respuesta a las demandas psicológicas: el valor de los
pequeños gestos
Se dice que los ancianos vuelven de nuevo a ser como niños. En
cierto sentido, es verdad. Tanto al comienzo como al final de la vida
son pocas las expectativas inmediatas que tienen por delante. El niño
porque no ve más allá de lo que, en este momento, le entretiene y
gratifica. Privarle de ese consuelo es como una herida pequeña, pero
en una piel demasiado sensible que reacciona con dolor. No sabe que
existen otras compensaciones para el alivio de su despojo. También al
anciano le quedan cada vez menos posibilidades y gratificaciones,
que la vida ha ido destrozando.
Por eso, no caemos en la cuenta de que las pequeñas negativas o
frustraciones tienen para su psicología una importancia mucho mayor
que para el adulto, sabedor de que existen otros muchos recursos y
alternativas. De la misma forma que los gestos de atención, por muy
insignificantes que sean, revisten una importancia mayor de lo que a
veces suponemos. Un anciano me recordaba con pena: "Me
arrepiento de no haber visitado a los mayores con más frecuencia.
Ahora comprendo lo que valen esas visitas".
De ahí que, cuando se le priva de alguna cosa, aunque parezca
pequeña, la viven como una pérdida significativa. Privarle de su
programa favorito, quitarle el periódico a la hora en que está
acostumbrado a leerlo, no ponerle la comida como a él le gusta y
desea, decidir sin contar para nada con su opinión..., son
insignifícancias ridículas, pero que para él constituyen una gran parte
del pequeño patrimonio que le resta.
Lo que a veces juzgamos como gestos egoístas, son mecanismos
espontáneos de defensa, para que no le quiten lo poco que aún
posee. El niño, además, va tomando conciencia de que sube y se
enriquece, mientras que el anciano experimenta, por el contrario, que
su descenso es constante e irreversible.
6. Otras ayudas externas
Incluso desde el punto de vista psicológico, habría que fomentar
una laborterapia para las personas mayores, creando los servicios
adecuados para que cada una, de acuerdo con su capacidad limitada,
se sienta incluso útil en la medida de lo posible. La sensación de estar
ocupado y de que todavía presta alguna colaboración, no sólo
entretiene, sino dinamiza y estimula para no darse por vencido. No
deja de ser admirable ver a personas que un día alcanzaron un fuerte
relieve social y ahora se conforman con prestar pequeñas ayudas sin
apenas resonancia.
No hay regalo mejor para la psicología del anciano que fomentarle
de esta manera el sentimiento alegre de que, a pesar de sus
achaques, continúa siendo provechoso. A alguno le he oído decir,
cuando se le ofrecía retirarse de su trabajo para su mayor comodidad,
que prefiere el cansancio y esfuerzo de una tarea que no permanecer
aburrido y sentirse por completo inútil.
Por eso, hay que tener la sensibilidad suficiente para no ayudarles
más de la cuenta. Una caridad mal entendida podría ofrecer
demasiados servicios que aún no necesitan, aunque provoquen
alguna pequeña molestia, cuando lo mejor es respetarles la mayor
autonomía posible, para que vivan con una independencia limitada,
sin recordarles con esos gestos su creciente incapacidad.
En otras ocasiones, es también un espléndido recurso que tales
personas, cuando ya están desligadas de otros compromisos,
encuentren nuevas salidas que fomenten su cultura y su desarrollo
humano. El cultivo de las aficiones personales, cuando la educación y
cultura anterior ha permitido descubrirlas, juega un papel importante
para el nivel de bienestar y satisfacción, como se ha constatado en
algunos estudios.
En caso contrario, las aulas y cursillos para la tercera edad, que
van multiplicándose por todas partes, buscan cumplir con este
objetivo. Es una forma de potenciar los valores personales, de instruir
sobre los problemas específicos que se avecinan, de evitar que maten
el tiempo con el aburrimiento y la rutina. La inversión económica que
tales organizaciones requieren, produce una rentabilidad en riqueza
humana por encima del interés mercantilista y, aun en la hipótesis de
que así no fuera, es un gasto social que tal colectivo se merece.
La gran tarea, por tanto, de todos los que rodean a estas personas
es responder a estas demandas psicológicas y profundas. Son
prestaciones que no se dan cuando el cuidado brota simplemente de
una obligación ética o de un contrato profesional, sino cuando nacen
del aprecio y del cariño hacia tales personas.
Semejante obligación no afecta sólo a los individuos particulares
que se relacionan con los mayores, sino también a todos los miembros
de la sociedad para que colaboremos, con un esfuerzo común, al
cambio profundo que necesita nuestra cultura actual frente a este
fenómeno de la vejez. Que la gerontofobia tan universal y extendida
evolucione progresivamente hacia una verdadera gerontofilia, donde
el anciano ocupe el puesto que se merece.
E. López
Azpitarte
¿La edad inútil? Para ayudar y prepararse a la vejez
Edic. Paulinas 1993