LOS PROBLEMAS DE LA TERCERA EDAD
Y MARÍA
SUMARIO
I. Los problemas de la tercera edad y María:
1. Ancianidad o tercera edad, viejo o anciano:
a) Desde el punto de vista sociológico,
b) Desde el punto de vista religioso
2. Psicología del anciano y María
II. Devoción de los ancianos a María:
1. Motivos psicológicos;
2. Motivos religioso-teológicos -
III. María y los ancianos. Datos bíblicos.
IV. El anciano y el evangelio
V. Indicaciones pastorales.
I. ANCIANIDAD O TERCERA EDAD, VIEJO O ANCIANO.
En el mundo médico, ia rama de la medicina que se ocupa de la
última etapa de la vida humana se denomina geriatría; pero en el
lenguaje usual los términos ancianidad o vejez son sustituidos por el
de tercera edad y por anciano: una manera, que le gustaría ser gentil
y delicada, de evitar vocablos que se consideran hoy incluso
ofensivos para los que viven esa etapa de la vida y para quienes les
rodean y se ven afectados por su situación a veces dramática.
Se prefiere hablar de juventud del espíritu, de seguir siendo
jóvenes por dentro, contraponiendo la vejez a la juventud, pero con
una indiscutible preferencia por la segunda. Nuestros veinte siglos de
cristianismo no han añadido nada a la trágica afirmación pagana: la
vejez es en sí misma una enfermedad. Y la mentalidad nueva le ha
quitado al anciano su aureola de patriarca, de hombre sabio, de
consejero prudente y de guía seguro. Un concepto tradicional acogido
universalmente como axioma de verdad.
a) Desde el punto de vista sociológico.
El anciano tiene que ceder su lugar al joven: el único criterio de
valoración es la productividad. Él no puede ya acumular derechos, ya
que la colectividad lo mantiene; con pensión o atendido, es un peso
social. Su experiencia ha quedado superada, la sociedad de hoy tiene
necesidad de algo muy distinto. Por tanto, si no es autosuficiente, que
se contente con lo que la sociedad hace por él en instituciones
apropiadas en las que no le falte nada; y si es autosuficiente, que se
quede en su propia casa, sin meterse en la de sus hijos o en la de sus
nietos, que tienen derecho a su propia autonomía.
La verdad es que no es posible generalizar las cosas ni condenarlo
todo; pero en ello hay mucho de verdad. Lo cierto es que el anciano
es un marginado.
El ritmo de una parroquia de hoy no consiente muchas veces
interesar ni comprometer a los ancianos: demasiado pacíficos,
demasiado lentos, demasiado cansados, incluso con un cansancio
mental, o quizá demasiado prudentes y por eso mismo menos
preparados para acoger iniciativas apresuradas con las que se
desearía reaccionar contra las necesidades reales, que ellos apenas
consiguen intuir y captar. El anciano está excluido normalmente de los
momentos más fundamentales de la pastoral de la parroquia
-programación, estudio-ejecución- o se le confían tareas marginales e
insignificantes. Con la excusa de que el anciano es incapaz de
ponerse al día, se le deja fuera del proceso de formación,
permitiéndole vincularse cada vez más a las formas tradicionales,
tanto en su vida como en sus oraciones.
2. PSICOLOGíA DEL ANCIANO Y MARÍA.
La tercera edad abarca un periodo de vida desde los sesenta y
cinco años -edad de la jubilación- en adelante: un período que a su
vez puede subdividirse en tiempos muy diversos. Los cambios en la
psicología del anciano pueden estar ligados a múltiples factores: a la
edad real o a la edad que uno siente que tiene (dos edades que no
siempre se corresponden), al sexo, a la cultura, a la profesión
anterior, al estilo de vida, a los intereses, así como al hecho de que
un anciano sea huesped de una institución (y de qué tipo), o esté solo
en el mundo, o se sienta olvidado, o bien querido y rodeado por el
cariño de personas amadas o por un personal asistente capaz de
amor, de atención, de saber escuchar.
En el anciano se da una frecuente regresión afectiva por la que
fácilmente tiende a establecer de nuevo una antigua relación de
dependencia de alguien que lo proteja, que comprenda su necesidad
acentuada de afecto, de seguridad, y que le haga sentir que no es
inútil para la sociedad, sino que sigue teniendo su propio valor por sí
mismo, el valor de todo ser humano en cualquier momento y condición
de la vida: un hombre capaz todavía de amar, de servir, de dar. Tiene
necesidad de encontrar una respuesta a sus frecuentes crisis: miedo
o deseo de morir dificultades profundas de fe, sobre todo con el paso
de los años y con la cercanía de la muerte; crisis de esperanza, dudas
sobre la vida eterna, tensiones debidas a la reviviscencia de la
sensualidad, choque entre la necesidad de compañía y la tendencia al
aislamiento, pavor ante el debilitamiento progresivo, las deficiencias
físicas y psíquicas, la soledad verdadera o sufrida como tal, dureza
contra los demás, dificultad para compadecer y perdonar.
Por este estado psicológico en que se encuentran los ancianos, en
lo que se refiere al contenido y a la experiencia de su fe, se sienten
impulsados a recurrir a María; su piedad es a menudo mariana más
bien que cristológica, de la que es propedéutica, ya que María es la
madre, capaz de protección y de cariño. Y la relación del anciano con
María, más que una devoción, es una perspectiva de fe.
II. Devoción de los ancianos a María
1. MOTIVOS PSICOLÓGICOS.
María es la madre. Pues bien, precisamente en el momento en que se hace más vivo en
él el sentimiento de inseguridad, la conciencia de su propia incapacidad de solucionar las
cosas por sí mismo, la constatación de su propia fragilidad, de la necesidad de depender en
todo y de todos, el sentimiento por el abandono de las personas queridas -aun cuando esto
no responda a la verdad-, el anciano mira hacia María. Se siente niño ante ella. Ella es la
madre por excelencia. Puede ofrecer una protección no puramente casual, sino perenne. Si
no puede, como es lógico, refugiarse en una maternidad física, el anciano la sublima y la
vive en un contexto espiritual con una profundidad que recupera todas las carencias y los
límites de la tercera edad. Se sabe protegido, asistido, bendecido, no
sólo ahora, sino también en la hora de la muerte. María invita a la
confianza y a la esperanza, más allá de toda frustración y de todo
abandono.
María se le presenta también al anciano como símbolo de una
perenne juventud. Es la toda hermosa, pero con una belleza que
conforta, que recuerda una juventud lejana y ahora ajada. Pero con
ella no hay tensiones: se la acoge en su belleza. cariñosamente. Y
con cariño se piensa en un José, esposo de María, llamado a
protegerla -se le suele imaginar anciano- en su juventud y en su
maternidad misteriosa. Y ella seguirá siendo joven; se la imaginarán
joven, preservada, quién sabe, de la decadencia de la ancianidad.
2. MOTIVOS RELIGlOSO-TEOLÓGICOS.
Los ancianos de hoy no han recibido una formación centrada en el
misterio de Cristo. Los menos avanzados en edad, los que viviendo en
su propio ambiente están aún en condiciones de participar de alguna
manera en la vida parroquial, han tenido sin duda la posibilidad de ver
no pocos cambios e incluso de aceptar y acoger algunos de ellos: el
rosario que no se reza ya durante las celebraciones eucarísticas,
algunos viejos cánticos que ya no están en el repertorio, ciertas
devociones marianas caídas en desuso... Hay que adaptarse a los
jóvenes. Pero la nostalgia de un tipo de piedad mariana perdura
todavía en estos ancianos: de aquella piedad mariana a la que
permanecen todavía más ligados aquellos ancianos que, por diversas
circunstancias, viven en una institución o no pueden de todos modos
participar en la vida de una parroquia de hoy. De esta forma la
devoción de María cataliza la espiritualidad del anciano. Ella es la
creyente a la que los de la tercera edad pueden tomar como modelo.
El anciano se siente atraído por sus actitudes interiores de fe: por su
silencio y por su acogida, por su abandono continuado a los designios
de Dios, por la reserva de María y por su soledad, por sus ánimos en
el sufrimiento. Todos estos estados de ánimo y todas estas actitudes
son las que el anciano siente como suyas y hace suyas. Desaparecen
las distancias entre él y la joven María de los evangelios. Si Cristo es
juez, aunque juez misericordioso, María, por el contrario, es y sigue
siendo madre. Una madre nunca es severa. Aunque su hijo sea el Hijo
de Dios, María está cerca de cada uno de nosotros; nunca da miedo.
El anciano se siente atraído por María, a la que el evangelio
presenta en actitud de escuchar el anuncio misterioso del ángel.
Esclava del Señor, le responde con su sí. Se hace fecunda. Se hace
madre. Es esposa de un hombre justo que la defiende y protege:
también ella tuvo necesidad de defensa y de protección; lo mismo que
él en su ancianidad. Luego, incluso antes de dar a luz a su Hijo, María
acude en ayuda de Isabel, una anciana misteriosamente madre del
precursor; y allí hubo una conversación maravillosa entre las dos
primas. María pudo entonar su Magníficat. Y el Magníficat es uno de
los cánticos de siempre, que el anciano vuelve a encontrar -cuando lo
encuentra- en la oración litúrgica de hoy, mientras que no encuentra
ya aquellos otros cánticos de antaño que le llegaban al alma: el
Stabat mater dolorosa, el Tota pulchra es, María (entonces sí que
daba gusto acompañar cantando el Via crucis, caminando con ella,
con la Virgen, detrás del Hijo).
El anciano se encuentra de nuevo al lado de María, que presenta
en el templo al Hijo y lo rescata, dentro de su pobreza, con la ofrenda
de dos pichones; y en el templo se encuentra con otros dos ancianos:
Simeón -a quien la tradición presenta cargado de años- y Ana, la
profetisa anciana. Y se reconoce también en María, que se quedó
viuda, sola, aguardando a que su Hijo volviera de sus viajes
apostólicos por Palestina, y sobre todo en María al pie de la cruz,
cuando el Hijo nos la da a los hombres como madre.
Por eso el anciano acoge de buena gana la invitación a ir en
peregrinación a algún santuario de la Virgen; se trata desde luego de
una evasión de la monotonía cotidiana, pero es también una
posibilidad de encuentro con María, sea cual fuere su venerable
imagen, muchas veces iluminada y adornada de una forma para él
maravillosa: como en otros tiempos. Por eso le gustan todas las
imágenes de María. Se siente feliz, muchas veces, de tener bien a la
vista, en su mesita de noche, una botellita con la forma de la Virgen,
de tapón azul en forma de corona llena de agua de Lourdes. Y
agradece el regalo de un rosario de cuentas gruesas que cuelga de la
pared. Y sobre todo desgrana su rosario que le permite revivir, etapa
tras etapa, el camino de María en la vida terrena de su Hijo y luego
compartiendo su gloria.
Siguen vivas en el ánimo de muchos ancianos ciertas devociones
de otros tiempos. Y el gusto por las velas encendidas, vistas como
una plegaria que se va consumiendo delante de la imagen de la
Virgen. Para el anciano es realmente más fácil rezarle a la Virgen que
a Dios; es una oración que siente más humana, más concreta. Y
además es una manera de ir a Dios a través de María. El Hijo no
puede menos de agradecerlo.
III. María y los ancianos. Datos bíblicos
María es una mujer judía que hizo suya la orden del Dios de su
pueblo: "¡Escucha, Israel!" (Dt 5,1). La palabra de Dios es su alimento
constante, hasta llegar a identificarse con ella: "He aquí la esclava del
Señor hágase en mi según tu palabra (Lc 1,38).
María aparece pocas veces en los evangelios. Pero varias veces se
habla de su encuentro con algunos ancianos. La iconografía nos
presenta a Joaquín y Ana como padres de María, según una antigua
tradición del s. II; no ya como jóvenes, sino más bien como ancianos.
Si Simeón estaba probablemente bastante entrado en años,
ciertamente eran ya mayores Zacarías e Isabel, y especialmente se
nos dice que la profetisa Ana tenia más de ochenta años. Con ellos
trató María; y no podía ser de otro modo, ya que estos ancianos
estaban impregnados de la esperanza de Israel y vivían en la espera
confiada del mesías. Ellos son los primeros testigos de Cristo, que se
hace salvación en la historia de una forma común a todos los
hombres, es decir en el seno de una mujer. En su corazón iluminado
por la fe en el Dios de Abrahán, esos ancianos procuran captar la
presencia del Altísimo en todos los acontecimientos de la vida incluso
en el hecho tan sencillo y natural que significa el nacimiento de un
niño. La edad, rica de paz y de sabiduría, les lleva a considerar las
cosas serenamente. En ellos se con densa todo el AT, es el mismo
Israel el que, en la plenitud de los tiempos reconoce en María la
nueva y definitiva arca de la alianza y, en ella, no ya las tablas de la
ley, sino al tres veces Santo, al Hijo mismo de Dios.
María le pide al ángel un signo de su maternidad divina, y se le
concede ese signo: otra maternidad, la de una mujer estéril en su
ancianidad, Isabel (Lc 1,36). María intuye la alegría de esa
maternidad y capta también sus consecuencias, la necesidad de
ayudar a sus parientes en ese acontecimiento que afecta con Isabel
también a Zacarías: anciano él y avanzada en años ella, tal como le
dice Zacarías al ángel (Lc 1,18). María acude con presteza: un largo
viaje por la montaña. Por otro lado, cualquier servicio a Dios exige la
disponibilidad para el servicio a los demás. Como se había declarado
dispuesta a lo que la Palabra quería de ella, también María se
muestra ahora dispuesta a compartir la vida de la anciana Isabel. No
se trata de palabras, sino de obras: María se pone en camino. Isabel
sabe que ahora no está sola; su soledad se ve colmada de la
presencia de Dios, que se le manifiesta en María. María lleva a la
anciana Isabel una presencia viva que su prima siente llena de júbilo:
"He aquí que tan pronto como tu saludo sonó en mis oídos, el infante
saltó de alegría en mi seno (literalmente: bailó de gozo)" (Lc 1,44). De
esta forma María acudió al lado de los dos ancianos, felices de su
paternidad-maternidad tan anhelada y esperada y preocupados sin
duda, como todos los ancianos, frente a aquello tan absolutamente
nuevo e inesperado; y les ayuda a recibir en plenitud el don del Dios
de Israel.
Lucas nos presenta otro encuentro de María con ocasión de la
presentación de su Hijo en el templo y de su rescate. El Espíritu Santo
mueve a Simeón a dirigirse al templo en el mismo momento en que
María llega a él, acompañada de José. Un encuentro imprevisto, pero,
como otros muchos encuentros que tampoco se han previsto, puede
ser el momento de Dios, el momento de la salvación. Simeón, del que
ignoramos la edad, pero que ciertamente había dejado de ser joven,
puesto que le pide a Dios que lo deje ya morir en paz según la
palabra del mismo Espíritu se dirige al niño y a María. Ella calla y
escucha; pero lo que escucha la llena de estupor (Lc 2,33). Se deja
bendecir: es Dios el que le habla una vez más, y su silencio tiene que
permitir a la Palabra que penetre en ella como una espada. Delante
de Dios sólo vale el silencio.
Otra persona mayor, esta vez una mujer anciana, sale también a su
encuentro en el templo. Nos dice el evangelio que tenía ochenta y
cuatro años. Es profetisa. Ahora su morada es el templo, ya que
nunca se aleja de él ni de noche ni de día, pasando su vida en
ayunos y oraciones (Lc 2,36-38). Pero mientras que Simeón, lleno de
júbilo, le dirige la palabra a María teniendo al niño en sus brazos, Ana,
como mujer valiente y llena de alegría, no se dirige a María sino que
habla del niño a todos los que estaban esperando la redención de
Israel. Dos actitudes distintas entre el hombre y la mujer, a pesar de
que es el mismo su júbilo espiritual. Y María guarda silencio,
escuchando también en esta ocasión la palabra de Dios y rumiándola
luego en su propio corazón. Eso mismo es lo que hará luego, cuando
encuentre al niño perdido en el templo, en medio de los ancianos
doctores.
IV. El anciano y el evangelio
No siempre los ancianos están habituados a manejar el evangelio;
la formación cristiana de otros tiempos les permitía conocer algunas
páginas evangélicas -las de los domingos-, pero a menudo el latín les
impedía comprender otras páginas que no se explicaban en la
predicación. La traducción a las lenguas vulgares ha permitido al
anciano acercarse, aunque mucho más tarde, a otros trozos y
pasajes, pero no es raro que el evangelio entero sea para ellos un
libro desconocido, incluso porque faltan traducciones escritas con
caracteres suficientemente grandes para sus ojos.
No obstante el trato del anciano con los evangelios se lleva a cabo
en la sencillez. Interviene entonces la "sabiduría del corazón", que
permanece viva, aunque falle a veces la sabiduría del cerebro.
Ordinariamente no se acoge el evangelio con sentido crítico, sino con
un alma abierta, como la del niño: es la vida de Jesús, es la
enseñanza más alta de vida moral. A veces el anciano lee ciertas
páginas con la misma simplicidad con que cuenta sus contenidos a
sus nietos, mezclando a veces su contenido verdadero con la
leyenda.
No todos los pasajes del evangelio encierran para el anciano el
mismo interés. Entre otros, los que se refieren a María ejercen sobre
su ánimo una fascinación indudable: no solamente los relatos de la
infancia de Jesús, sino el milagro de Caná dentro del alegre contexto
de las bodas, o los versículos dolorosos que presentan a María junto
a la cruz. Al anciano el Via crucis todavía le sigue diciendo muchas
cosas. Algo le dicen también las parábolas de la misericordia: el padre
con los brazos abiertos ante el hijo pródigo, el pastor que se marcha a
buscar a la oveja perdida... O también el fragmento de la mujer
adúltera y de sus acusadores, que se van marchando uno tras otro
empezando por los más viejos..., porque sabían que eran los más
pecadores o porque, precisamente por el hecho de ser más
prudentes, no se sentían con ánimos de tirar la primera piedra de la
condenación.
Como todo el mundo, también el anciano se siente aludido en
algunos pasajes de los evangelios: encuentra en ellos su propia vida,
se ensimisma en su lectura, participa de sus ideas. Aun sin
mediaciones culturales, se siente la presencia del Espíritu, porque el
anciano tiende a tomar muy en serio lo que le dice el evangelio y lo
interpreta muchas veces de manera ingenua, aunque fruto de una fe
transparente al estilo antiguo.
V. Indicaciones pastorales
Quizá la indicación pastoral más importante sea la siguiente: es
menester respetar al anciano por los valores que, sea cual fuere su
estado de decadencia, sigue llevando consigo por la fe que expresa,
aunque sea a su manera, y además por el misterio de una vida larga,
vivida y sufrida, y que se está acercando ya a la luz de la eternidad. El
anciano es una persona ante la cual está a punto de rasgarse el velo
que separa la vida eterna presente de la vida eterna futura.
Pero no basta con el respeto si éste no va acompañado de una
ayuda sincera. No basta con acercarse al anciano de vez en cuando,
ni hacerle llegar las simpatías y el recuerdo de la comunidad
parroquial, ni siquiera visitarle con cierta frecuencia, si esto no se
dirige ante todo a ayudarle al anciano a ser él mismo, un hombre que
sentía antes o comienza a sentir la estima por sí mismo, a mirar cara a
cara su propia realidad, a no replegarse en la vida pasada, a no
compararse con los demás, lamentando todo lo que ya no puede ser.
La visita al anciano por parte del pastor -sacerdote o laico- tiene que
atender también a comunicarle una esperanza profunda, Cristo
esperanza, el único cuya comunión puede consentir que asuma su
propia edad, con sus achaques y sus derrumbamientos, con sus
legítimas aspiraciones y sus valores concretos, asumiendo finalmente
su propia muerte, quizá no muy lejana, no ya con la resignación estéril
que puede dejar en el espíritu un fondo de amargura, sino con la paz
y con la confianza de la salvación y de la resurrección.
María no puede entonces ser extraña a estos encuentros con los
ancianos, ya que ella es a quien la iglesia, en el concilio Vat II, ha
definido como "signo de segura esperanza y de consolación" (LG 68),
y la que continuamente nos recuerda cuál es la esperanza a la que
hemos sido llamados todos los hombres. La visita al anciano con
ocasión de alguna solemnidad de María, que todavía sigue viva en la
vida eclesial aun cuando no se la reconozca oficialmente, o incluso en
alguna solemnidad secundaria que en otros tiempos -¡sus tiempos!-
se recordaba con verdadera alegría filial, puede ser un modo de
mantener viva una piedad mariana que, si no se la cultiva o no se la
alimenta, corre el peligro de debilitarse también en el anciano, más
apegado a las antiguas devociones. El hecho de que semejante
piedad se sienta hoy mucho menos incluso en los ambientes
cristianos -justamente orientados hacia el misterio de Cristo- es algo
que choca muchas veces al anciano. En otros tiempos, como él
recuerda a menudo, era más fácil y espontáneo recogerse junto a una
persona mayor para decir el rosario, mientras que hoy incluso resulta
raro que el sacerdote se despida con el rezo de un Avemaría o con
alguna otra bendición que recuerde a la Virgen; y esto es para el
anciano un empobrecimiento, algo que a veces lo deja
desconcertado. Por el contrario, una alusión a algún tiempo litúrgico y
a la presencia de María en el mismo puede resultar preciosa para el
anciano: el tiempo de adviento, por ejemplo, o el tiempo de Navidad,
la solemnidad de la Inmaculada Concepción y la que debería
celebrarse mejor y que todavía es poco conocida en honor de María,
la de la Madre de Dios o la Anunciación del Señor, la Asunción o la
Natividad de María, la Visitación o la Presentación del Señor, e incluso
la fiesta de la Virgen de los Dolores, tan apreciada por los ancianos...
Si hojeamos el calendario romano, encontraremos en él toda una
riqueza de fiestas marianas que podrían ser otras tantas citas serenas
para el encuentro pastoral entre el sacerdote o el laico y el anciano.
Ir a casa del anciano no para entretenerlo con un diálogo insulso,
sino para enriquecerlo en ese momento de su vida con los grandes
valores ofrecidos de manera siempre nueva: ofrecerle siempre algo
que pueda dejar en él una aspiración positiva y la convicción de que
no es objeto de una asistencia y de una visita piadosa, sino sujeto de
su propia vida, un hombre abierto todavía a los grandes valores;
ahora, hasta la hora serena de su muerte, capaz todavía de intereses
vivos, de pensamientos solemnes y no de veleidades juveniles que no
están hechas para él, sino de grandes valores, de paz profunda. Si en
la pastoral de hoy se tienen también en cuenta los momentos
recreativos -lo cual es perfectamente justo y humano-, no son éstos
precisamente los que más desea el anciano. Aunque a veces resulta
difícil de afrontar, el anciano espera un diálogo de fe que lo
comprometa también en la vida eclesial en la que no puede ya
participar o en la que no ha participado nunca. Celebrar la eucaristía
a su lado cuando ha permanecido mucho tiempo lejos de la vida
parroquial, aprovechar esa ocasión para recoger en torno a él a otros
fieles, rezar junto a él con brevedad, para no cansar su atención, pero
de manera espontánea. Y María tendrá, como es lógico una parte
singular en la vida de ese anciano.
Él será entonces para los demás un sacramento del cariño del
Padre y a su vez el pastor tendrá que ser para él un testigo de la
mansedumbre de María, la madre. Habrá entonces un regalo mutuo,
ya que el anciano, con su fragilidad y sus limitaciones, y el que lo
visita -también él con su fragilidad y con sus limites- podrán
comprender cómo cada uno tiene necesidad del otro para ser él
mismo hasta el fondo y para asumir la vida, la enfermedad los años ya
prolongados y la muerte con un ánimo abierto a la esperanza.
G.
Sommaruga
DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 74-81