La «tercera edad» también ora a su estilo
Algunas notas características de la oración de nuestros
mayores
1. Edades cronológicas y etapas de oración
ORA/ANCIANOS: Al describir el progreso de nuestra vida espiritual
se le compara con frecuencia con el recorrido de un camino. Un
camino que hacemos en etapas sucesivas con características, a su
vez, muy diferenciadas. Pues bien, a medida que las vamos
recorriendo, vamos también avanzando por las que corresponden a
nuestros diversos modos de orar.
Hay una etapa de iniciación, otra de formación, viene luego una
tercera consistente en orar la propia vida, para terminar en un orar
amoroso, espontáneo, sencillo. Estas etapas, como alguien habrá ya
adivinado, se corresponden, más o menos, con las de toda vida
humana: infancia, juventud, vida adulta y ancianidad.
Los niños están capacitados como nadie para el encuentro y
diálogo con Dios. Son sencillos, abiertos, dispuestos. Y por lo mismo
tienden a colocarse espontáneamente en las manos de un ser al que
juzgan superior. El niño es, por definición, pobre, vacío, limpio. No hay
obstáculos entre él y Dios. Su capacidad para aceptar y recibirlo todo
es proverbial. Los niños poseen como nadie el sentido de la
gratuidad. No echan cálculos. No esperan nada a cambio. Y eso
facilita también este trato amoroso que es toda oración.
Total, que los niños son capaces de orar y cuando lo hacen emiten
siempre en esa onda y desde esas claves sicológicas que les son
propias.
De los jóvenes podemos decir otro tanto. Orar para el joven es
descubrir que Dios es alguien, no algo abstracto. Es, por lo mismo,
iniciar y mantener un verdadero trato de amistad, porque están
ansiosos de cultivar ese valor. Es orar con el espíritu, pero también
con el cuerpo. Aman a éste lo suficiente como para no dejarle en la
percha antes de entrar en oración. Es un orar más allá del simple
lugar sagrado y por eso les encanta hacerlo al aire libre y hasta en el
cuchitril en el que a veces se reúnen. Es un orar, en fin, que tiende
necesariamente al compromiso. No quieren sólo bellas teorías,
tienden a la acción.
Tocando, pues, o estudiando estos resortes, potenciaremos o
conoceremos la oración joven.
Y lo mismo les sucede a los adultos. Para éstos la oración es un
jirón de la propia vida, que viene motivada por la vida y que tiene que
desembocar forzosamente en ella. El adulto grita, suplica, intercede,
agradece o alaba al compás de cada una de sus vivencias
personales. Su peligro es olvidar que el orar no es algo que se hace a
cambio de algo. Buscar, en una palabra, esa finalidad que busca para
todo. Y sus mayores dificultades vendrán de «no tener tiempo y de no
tener valentía» para plantarse -desnudo- ante sí mismo y ante su
Dios.
Esta es la oración adulta: La de ese hombre moderno con una sed
increíble de felicidad, con una capacidad incansable de fabricarse sus
propios dioses que logren saciársela, y con una sorpresa siempre a
punto: la de descubrir que el pozo lo lleva dentro.
2. Y esa «oración de atardecer», ¿cómo se conoce? Tiene también
-¡como no!- sus notas peculiares. Me las han ido descubriendo ellos
mismos en esos diálogos íntimos y sostenidos que he mantenido con
ellos. Que me perdonen, sin embargo, si me he equivocado a la hora
de sintetizarlas. Pero, en líneas generales, creo que son éstas:
a) Es una oración difícil
Para explicar este calificativo valen argumentos parecidos a los
que empleábamos al analizar la oración del enfermo o de quien pasa
por la prueba del dolor físico o moral. Oramos en «cuerpo y alma» por
tanto cuando esta colaboración mutua, no sólo no se da, sino que lo
corporal se convierte en rémora y en lastre, nuestra oración brota
mucho más dificultosamente. Eso les sucede a menudo a los
ancianos.
Para el joven o el adulto, por ejemplo, la soledad es oasis, área de
descanso, paréntesis en medio del ajetreo del vivir diario. Y por eso
es el momento más oportuno para orar. Para el anciano, en cambio,
la soledad es abandono de casi todos y de casi todo. Es pan amargo
de demasiadas comidas. Es -puede incluso llegar a ser- noche oscura
en el camino de su misma fe. Por eso mismo... ¡qué difícil le resulta
orar en y desde esa soledad!
«No nos acordamos de Santa Bárbara sino cuando truena», dice el
refrán. Pero cuando esa tormenta se ceba en el anciano en forma de
flaqueza síquica, de desvalimiento físico y de toda una panoplia de
sinsabores sociales ¡qué arduo resulta en medio de ella el diálogo
amoroso con quien se dice y tenemos por Padre!
Pese a ese estereotipo del anciano beaturrón y rezador, hay que
convenir en que «orar al atardecer» es tarea en ocasiones bien
difícil.
b) Una oración de «última instancia»
No diría que es fruto del miedo, pero sí que tiene mucho de último
cartucho o de tabla de salvación.
En muchas ocasiones -nadie habla aquí de porcentajes mayores o
menores- el anciano pide a Dios que, al menos El no le abandone.
Que sea El su roca y su consuelo, el bastón donde pueda apoyarse
cuando todo le falla a su alrededor. Quiere mantener viva, ante todo,
la llama de la esperanza.
/SAL/071: Quizás sea el salmo 71 el que mejor describa la
situación angustiosa del hombre que ve cómo terminan sus días. Es la
oración de un anciano que se siente cabizbajo, triste y enfermo;
despreciado por los demás; abandonado. Un anciano al que sólo le
queda Dios como tabla de salvación.
En la única elegía bíblica claramente atribuible a un anciano, se
nombran las fuerzas que van desapareciendo y los múltiples y serios
achaques que van minando su espíritu. El, que se va haciendo viejo,
teme ser rechazado y quedarse solo. Teme hasta el abandono de
Dios; por eso le pide: «Ahora en la vejez y las canas, no me
abandones, Dios mío». Porque aún le queda una tarea que cumplir:
anunciar a la generación futura la fuerza y la justicia que Dios mismo
le ha enseñado desde su juventud.
e) Una oración discontinua
Esta característica es en parte fruto de lo que llevamos dicho. En la
vejez, cuando ya no se es dueño de la suficiente dosis de fuerzas
físicas, resultan demasiado pesados esos artilugios que llamamos
«métodos», «dinámicas» o «esquemas de oración. Pudieron ser muy
útiles en otros tiempos; pero ahora se da un proceso regresivo que
lleva al mayor a una situación anímica parecida a la infancia. El
anciano, como el niño, es incapaz de seguir un proceso estructurado
que sirva de falsilla a su oración.
Y es aquí donde resulta útil la que podríamos llamar su oración
discontinua.
Cuando resulta utópico fijar la imaginación o no cansar la mente.
Las personas mayores acuden a la estratagema de orar
intermitentemente. Mientras leen, pasean, hacen alguna que otra
labor manual y hasta dan una cabezadita... oran por medio de un
suspiro amoroso, una jaculatoria, alguna frase espontánea dirigida a
Dios, María o algún santo, o la repetición mecánica de sus
oraciones.
Aun en los días negros, en esos en los que uno no se siente vivir
más que para sufrir, tiene eficacia para los mayores esta oración
intermitente que, lejos de reducir el clásico tiempo dedicado a la
oración, lo incrementa al convertir poco a poco la vida en un acto
constante de presencia de Dios.
El que la mente fatigada por los años no aguante ya la hora, la
media hora o el cuarto de hora de oración diarios, no quiere decir que
exima al anciano de orar. Suple su debilidad mediante este estilo de
oración.
d) Una oración de sencillez y abandono
Propia de quien, como decíamos, carece de fuerzas para la lucha.
Y propia, mejor aún, de quien tras haber sido fiel en su empeño de
subir la cuesta empinada de su vida material y espiritual, es premiado
con el placer de poder contemplar en directo todo el paisaje.
Atrás quedan los razonamientos de la meditación, ahora se goza
ya únicamente con la satisfacción de ponerse ante la mirada del
propio Señor, regustar la seguridad de que él me mira, y terminar en
una actitud de completo abandono en su Providencia.
Ponemos esta característica como típica de la tercera edad; pero
no como sucedáneo o premio de consolación, sino como premio de
primerísima categoría. Así nos lo explicaba Santa Teresa al hablar de
su oración de recogimiento y de contemplación. Y así la explica
Bossuet al hablar de la oración de sencillez:
«Hay que acostumbrarse -dice- a alimentar el alma con una
sencilla y amorosa mirada a Dios y a Jesús, el Señor. Y para esto hay
que separarla suavemente del razonamiento y del discurso... para
mantenerla en sencillez, respeto y atención, y acercarla así cada vez
más a Dios ... ».
«Así como los rayos del sol hacen crecer, florecer y fructificar las
plantas, del mismo modo el alma que está atenta y expuesta en
tranquilidad a estos rayos de la mirada divina, recibe mejor todas sus
influencias ... ».
Muchos de nuestros confidentes ancianos nos describían de este
mismo modo el estilo de su oración cotidiana. Un tumbarse en la playa
de sus últimos días, al lado del mar de su eternidad, expuestos
simplemente a los rayos benéficos de la mirada de su Señor.
e) Es una oración «a tres bandas» o, si se quiere, «en tercera
dimensión»
Creo haberles entendido y, por lo mismo, pienso que me
explicaré:
El niño piensa siempre en «cuando sea mayor». El joven, en que
se «está haciendo mayor». El adulto, en el trozo de «lucha cotidiana».
Y como «donde está nuestro tesoro ahí suele estar nuestro corazón»,
lo cierto es que nuestro corazón orante también está por las mismas
latitudes.
Sólo el anciano mima el baúl de sus recuerdos, hace cada día una
edición corregida y aumentada de sus males y achaques, y se pasa
-al mismo tiempo- las horas muertas asomado al balcón de ese
tremendo misterio que es el más allá.
Por eso dirige su oración en esas tres dimensiones; por eso ora a
tres bandas. Convierte su plegaria en maravilloso túnel del tiempo y
agradece las misericordias que el Señor le ha hecho; pide una y mil
veces perdón por los talentos que no puso a producir y por las faltas
de su juventud y madurez; arrebaña porciones de confianza de todos
los rincones donde puede encontrarla para presentarse más sereno y
con más paz ante el día definitivo.
Otras muchas notas y características tiene, sin duda, la oración de
nuestros mayores, pero irán saliendo a lo largo de estas páginas.
Basten de momento éstas.
Revista ORAR/018
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Orar desde la fragilidad
Selección de oraciones
ORAS/ANCIANOS
1.Hermana enfermedad
Señor, enséñame a acoger mi enfermedad,
«hermana enfermedad» de toda mi persona.
Si la ignoro, me ignoro.
Si la rechazo, me rechazo.
Llegó a mi vida en un momento de plenitud
y se colocó a la puerta de mi paraíso
como el ángel de la espada de fuego
que no permite el retorno.
Sólo me queda el camino.
Pasan a mi lado los cuerpos de la publicidad,
deslumbrantes y bellos,
envueltos en un halo seductor,
matizados de colores,
brillantes de cosmética.
Pasan los cuerpos fuertes y sanos
para reprimir y para matar,
seguros de su técnica asesina,
atravesados de astucia.
Pasan los cuerpos activos
de los que amasan fortunas,
de los que llegan primero,
de los que trepan más alto.
Pasan los cuerpos
de los que luchan por la justicia,
por el pan, por el mañana.
Y yo me sentí tentado
de roer en el rincón
el hueso de mi desventura,
de dar vueltas a la noria
como el caballo que ahonda en la tierra
el cauce donde siembra sus pasos de preso.
Y pedí ser curado: «fama, futuro, eficacia y amor».
Pero pasó frente a mí
el cortejo seductor de los triunfadores.
Se vació mi casa de deseos agitados
como una muchedumbre embravecida.
En mi silencio empecé a oír
-no sé si era risa o lamento-
el susurro de una vida frágil y nueva, recién nacida.
En mi parálisis, empecé a sentir
-no sé si era gozo o dolor-
oleadas tibias que recorrían mis huesos.
Algo fuerte nació,
rompiendo con sus frágiles hojas
una tierra tan dura.
Algo simple, un signo discreto
de claridad y misterio.
B. González Buelta
La transparencia del barro
Sal Terrae
2. No me dejes, Señor
Señor, Dios de ternura,
Tú, de quien me atrevo a hablar cada vez menos;
Tú, a quien presiento a menudo
más allá de todo lo que he oído decir de Ti;
Tú, a quien ningún pensamiento ni palabra pueden aprehender;
Tú, que eres el alba, el crepúsculo
y el término de mi vida:
escucha mi oración.
De una vejez apacible y serena,
concédeme la gracia, Señor.
De una vejez cuyas arrugas hablen de tu infinita bondad,
concédeme la gracia, Señor.
De una vejez siempre atenta a la felicidad de los demás,
concédeme la gracia, Señor.
De una vejez que sepa aún escuchar el canto de los niños,
concédeme la gracia, Señor.
De una vejez replegada sobre sí misma y sus inútiles quejas,
líbrame, Señor.
De una vejez amenazada por las faltas del pasado,
que tu misericordia ya ha perdonado,
líbrame, Señor.
De una vejez nostálgica,
que ya no saboree las alegrías de cada instante,
líbrame, Señor.
Y, si la duda me asalta, clarifícame, Señor.
Si la cercanía de la muerte me angustia, cálmame, Señor.
Si la enfermedad ataca mi cuerpo, fortifícame, Señor.
Si la soledad entristece mi corazón, visítame, Señor.
Ya me sorprenda la muerte de pronto,
o se acerque lentamente a mí,
no me dejes de tu mano, Señor.
Acepta la ofrenda de los años
que todavía me queden por vivir;
transfórmalos en un humilde canto de amor
y en una sencilla oración.
Y que hasta mi último aliento
la luminosa esperanza de la resurrección
ilumine este pobre corazón
que Tú has creado para Tu eternidad, Señor.
Revista Sal Terrae
3.
Aún puedo ser muy útil
Así lo esperan mis hijos y mis nietos:
que les borde, les teja, les regale...
Mis ojos son ya frágiles, Tú sabes;
pero ¿quién se resiste a tanta espera?
Estoy aquí mientras el sol se pone,
viendo el mundo pasar.
Estoy envejeciendo tratando de ser útil,
de consumir las metas que me tienen propuestas.
Tú me trajiste acá.
Tú, que aún me aceptas,
me sueñas,
me sostienes,
me limitas,
acepta mis penúltimos servicios,
que acaso nadie entienda ni agradezca.
Pasará el tiempo.
Lo mejor vendrá,
y vendrás Tú para firmar mi vida
y darme el visto bueno.
Me dirás: «He dispuesto ya de ti».
Te diré: «Allá voy, ¡no tengo miedo!».
4. Enséñame, Señor, a envejecer
Enséñame, Señor, a envejecer como cristiano.
Convénceme de que no son injustos conmigo
los que me quitan responsabilidad;
los que ya no piden mi opinión;
los que llaman a otro para que ocupe mi puesto.
Quítame el orgullo de mi experiencia pasada.
Quítame el sentimiento de creerme indispensable.
Que en este gradual despego de las cosas
yo sólo vea la ley del tiempo, Señor,
y considere este relevo en los trabajos
como manifestación interesante de la vida
que se releva bajo el impulso de tu providencia.
Pero ayúdame, Señor,
para que todavía pueda ser yo útil a los demás
contribuyendo con mi optimismo y mi oración
a la alegría y al entusiasmo
de los que ahora tienen la responsabilidad;
viviendo en contacto humilde y sereno
con el mundo que cambia,
sin lamentarme por el pasado que ya se fue;
aceptando mi salida de los campos de actividad
como acepto con naturalidad sencilla la puesta de sol.
Finalmente, te pido que me perdones
si sólo en esta hora tranquila
caigo en la cuenta de cuánto me has amado;
y concédeme que, a lo menos ahora,
mire con gratitud hacia el destino feliz
que me tienes preparado
y hacia el cual me orientaste
desde el primer momento de mi vida.
Enséñame, Señor, a envejecer. Amén.
5. Salmos de atardecer
Juan Arias
Señor, yo soy un viejo,
Queda muy lejos el tiempo bíblico
en que ser anciano
era bendición ambicionada.
El mundo utilitario de la técnica
nos ha convertido en producto de desecho.
No somos ya productivos
y por lo tanto tampoco somos importantes.
De mala gana nos dan una pensión
que debía avergonzarles.
El mundo tiene tanta sed de juventud
que nuestra sola presencia
les es casi un dolor,
como un recuerdo amargo y anticipado
de algo que tiene el sabor de una derrota.
En un mundo donde todos viajan,
los viejos son particularmente incómodos
porque no se sabe dónde dejarles.
Aunque no se dan cuenta
de que gracias a los abuelos
pueden viajar muchos papás que dejan con ellos a los niños.
Pero cuando no servimos ni para eso,
entonces está el asilo, la residencia;
es decir, la cárcel libre,
el cementerio de vivos,
el vestíbulo de la cámara mortuoria.
¿Por qué, Señor, son sobre todo los ricos
los que sienten más la necesidad
de buscar un puesto decente
para colocar a sus viejos?
En las casas de los pobres
-más pequeñas y sin chicas de servicio-
los viejos somos mejor soportados
y con frecuencia queridos y amados.
Son pocos, Señor,
los que saben qué significa para un viejo
desarraigarle de su tierra,
alejarle de sus montañas o de su mar,
para encerrarle en un ciudad de cemento
de la que siempre huimos.
Dicen que allí nos cuidan mejor.
Pero nosotros nos sentimos
como condenados a muerte
sin el aire de nuestra tierra.
¿Por qué no nos dejan morir
donde hemos vivido, amado y sufrido?
0 en el peor de los casos,
¿será tan difícil construir asilos
en nuestras montañas o en nuestros prados?
De este modo podríamos al menos,
desde la ventana de nuestra cárcel,
contemplar nuestra tierra
o pasear junto al río donde nos divertíamos de niños
o salir a coger el primer higo maduro.
Es verdad que el mundo ha apretado el acelerador
y hoy los viejos lo somos doblemente
porque nos sentimos al margen de la vorágine de cambios
que sacuden la historia.
Cierto que el concepto de experiencia ha cambiado...
Hoy un muchacho nos puede dar lecciones en muchas cosas...
Quizás olvidamos esto con demasiada frecuencia, Señor.
... Pero aun aceptando esta realidad,
que nos debe empujar a aceptar sin dramas nuestros límites,
y dejar con confianza que la historia busque caminos nuevos,
nos resulta espontáneo preguntarte, Señor,
si verdaderamente no tendremos nada que dar nosotros,
los ancianos, a los jóvenes...
Si los hombres no somos capaces de descubrir el mensaje
que los viejos debemos ofrecer al mundo,
podría surgir la tentación diabólica
de caer en el peor de los crímenes:
eliminar, aunque sea dulcemente,
a cuantos por su edad ya no son útiles
a la sociedad del consumo y la velocidad.
Nosotros pensamos, Señor,
que una vejez aceptada con serenidad,
sin nostalgias idiotas,
capaz de mirar la creación
con ojos de quien comienza a intuir
que detrás de cada cosa,
o dentro de sus entrañas,
existe, no sólo lo que vale o representa,
sino, sobre todo, lo que es y para qué es,
podrá, sin duda, ofrecer una palabra inédita de esperanza
y de sabiduría a cuantos sólo son capaces
de resbalar sobre las cosas.
Un anciano que se apaga por el peso de los años,
como la lámpara que consume la última gota de aceite
sin lamentarse, puede ayudar a los demás
a quitarse de encima la pesadilla y el pánico a la muerte...
El viejo nos puede recordar en cada momento
que se puede también hablar con una flor y no sentirse solo;
que el agua es buena y hermosa porque es agua;
que hay un tiempo que el reloj nunca mide,
un tiempo que no termina y no puede morir;
que la alegría puede tener muchos apellidos,
y, sobre todo, que el amor no es fruto de un sola estación,
ni privilegio de una sola edad, sino la riqueza universal
más fuerte que todas las edades y que la misma muerte.
Quizás, Señor,
si los jóvenes nos viesen a nosotros,
los ancianos, amarnos serenamente,
con un amor como recién estrenado,
y nos viesen cogidos de la mano por las calles y parques,
su amor sería también más verdadero y más profundo.
Si nosotros, los ancianos,
nos amásemos más,
también nos sería más fácil comprender
las locuras del amor de los jóvenes.
Pero... ¿cómo podremos hacerlo si la sociedad,
con la mayor de las crueldades,
nos separa precisamente
cuando el amor de nuestra viña
rezuma el vino mejor y más añejo?
¿Quién gritará, Señor, este pecado de la historia?
Recuerda, que este no es sólo mi problema,
sino el problema de millones de ancianos por el mundo.
Recuerda que la vejez no nos quita
el derecho al amor y a la compañía.
Hasta pronto, Señor!
Cuando vengas a buscarme, Señor,
¿puedo pedirte que tengas la bondad
de llamar a mi puerta
para que yo sepa que Tú llegas?
Sé bien que has dicho
que vendrás como ladrón...
Pero esto no es forzoso,
puedes venir de otro modo.
Has dicho eso para que siempre
estemos preparados:
gracias, Señor.
Pero mira, Señor,
en casa cuando hago la limpieza
me siento muy torpe
y me mancho fácilmente;
por eso me pongo un delantal.
Y cuando un amigo llama a mi puerta
antes de abrirle me quito el delantal
para no tener mancha
y para que mi vista no le sea desagradable.
Déjame tiempo de quitarme el delantal
para recibirte.
Te pido esto,
pero Tú harás lo que quieras:
será lo mejor.
Es sólo un deseo
que quería confiarte.
¿No se hace esto entre amigos?
¿Y no eres Tú mi gran Amigo,
Aquel que nunca me falta
y en Quien tengo toda mi confianza?
¡Hasta pronto, Señor!
Con muchas horas por delante
Señor, ¡aquí me tienes!
Ya no huyo,
ya no tengo tantísimo que hacer,
ni planes, ni soberbia,
ni importancia.
Del trabajo, quizás,
mas de la vida,
¡jamás me he de sentir un jubilado!
Pero ahora,
en este atardecer estoy tranquilo,
me quedan muchas horas por delante
para rumiar recuerdos;
para rezar lo que debí rezar en otro tiempo;
para escuchar en silencio tu mensaje;
para leer en calma, tu Evangelio.
Vendrá la noche y todo estará listo.
Miro con compasión y con nostalgia;
mis infinitas tonterías;
miro con lástima...
incluso mis pecados
Y en este atardecer,
con el gozo saltándome por dentro,
voy desgranando mi rosario.
6. La oración del anciano
Jacques Leclerq
Señor, te doy gracias
por haberme dado una larga vida.
Porque la vida
es el primer don que recibimos de Ti
y encierra todos los demás.
Cuando uno llega al final de esa vida,
la posee entera entre las manos.
Esta vida es la que ofrezco, Señor,
con todas sus alegrías y penas,
sus buenas acciones
y las que no lo fueron tanto;
con sus entusiasmos y sus decepciones.
Al ofrecértela, te doy también
a aquellos que han acompañado mi vida,
a los que ya han desaparecido
y a los que aún llevan el peso del día
que yo también llevé.
Yo ya he acabado y ya voy hacia Ti.
Gracias, Señor, porque me concedes
estos años de paz
para que tenga tiempo de orar ante Ti,
mientras espero que vengas a llevarme.
Dame, Señor,
la transparencia del anciano
que no busca ya nada para él
y sólo aspira a dejar un recuerdo de paz.
Te miro a Ti, Señor.
Tu venida es para mí una luz.
Revista ORAR nº 18
7. Recibe, Señor
Recibe, Señor, nuestros miedos
y transfórmalos en confianza.
Recibe, Señor, nuestro sufrimiento
y transfórmalo en crecimiento.
Recibe, Señor, nuestro silencio
y transfórmalo en adoración.
Recibe, Señor, nuestras crisis
y transfórmalas en madurez.
Recibe, Señor, nuestras lágrimas
y transfórmalas en plegaria.
Recibe, Señor, nuestra ira
y transfórmala en intimidad.
Recibe, Señor, nuestro desánimo
y transfórmalo en fe.
Recibe, Señor, nuestra soledad
y transfórnala en contemplación.
Recibe, Señor, nuestras amarguras
y transfórmalas en paz del alma.
Recibe, Señor, nuestra espera
y transfórmala en esperanza.
Recibe, Señor, nuestra muerte
y transfórmala en resurrección.
A. Pangrazzi
A Ti grito, Señor
Sal Terrae
8. Creer
Yo creo que el dolor no procede de Dios, porque Dios llama al
hombre a la vida plena, a la felicidad que no tiene fin, para que goce
ya desde aquí y a partir de su realidad de hoy.
Yo creo que el dolor es una realidad que acompañará siempre a la
humanidad.
Yo creo que, en muchos casos, es el corazón del hombre que ha
pecado la causa del dolor que sufren otros muchos hombres.
Yo creo que sembramos dolor y muerte cuando nos negamos a
amar.
Yo creo también que el hombre sufre dolores que no puedo
entender, y los acepto, desde la fe, como misterio que sólo a la luz de
Jesucristo, Siervo paciente, se me ilumina en su totalidad.
Yo creo que el dolor no debe endurecernos ni amargarnos, sino
que debe hacernos comprensivos y asequibles para otros que sufren
también.
Yo creo que Dios llama al hombre a la recreación total de la
humanidad, a que colabore y se empeñe en hacer hombres más
capaces de crear felicidad y bienestar y un mundo que sea cada día
más apto para vencer todo aquello que trae desgracia y dolor.
Yo creo que combatir lo desconocido es absurdo; combatir el dolor
o el mal poniendo algo de uno mismo ya es comprensible; combatir
cuantas injusticias provocan tales males es lo valedero.
Yo creo que Jesucristo asumió el dolor de todos los hombres, la
muerte tremenda que hay en el corazón de cada uno de ellos, e hizo
surgir desde ella la esperanza y la vida, porque venció, y la muerte y
el dolor no tuvieron señorío sobre Él.
Yo creo que el Padre me llama a identificarme con Jesucristo,
Siervo paciente, y a caminar con Él, por tanto, hacia la muerte, para
que de ella pueda brotar con nueva vida la vida que no se acaba.
Yo creo que Dios me llama a anunciar la esperanza y la vida a mis
hermanos los hombres, una vez que yo haya bajado con Jesucristo
hasta la muerte y empiece a vivir la vida que de Él me viene.
Yo creo que el horror se puede definir, que la pena se puede
compartir; pero la impotencia de querernos liberar del mal que nos
rodea y no entendemos es un misterio que hay que aceptar.
Yo creo que encontrar el sentido del dolor y de la muerte es
encontrar la senda de la libertad.
Yo creo que asumir el dolor y la muerte del hermano es hacerse
uno con él y caminar por el mismo sendero.
Yo creo que amar en plenitud, al estilo de Cristo, es estar
convencido de que hay que dar la vida por aquel a quien se ama.
9. Si me voy antes que tú
Si me voy antes que tú,
no llores por mi ausencia;
alégrate por todo lo que hemos amado juntos.
No me busques entre los muertos,
donde nunca estuvimos;
encuéntrame en todas aquellas cosas
que no habrían existido
si tú y yo no nos hubiéramos conocido.
Yo estaré a tu lado, sin duda alguna,
en todo lo que hayamos creado juntos:
en nuestros hijos, por supuesto,
pero también en el sudor compartido en el placer,
en el sudor del trabajo
y en las lágrimas que intercambiamos.
Y en todos aquellos que pasaron a nuestro lado,
que irremediablemente recibieron algo de nosotros
y llevan incorporado -sin notarlo ni ellos ni nosotros-
algo de mí y algo de ti.
También nuestros fracasos,
nuestras indolencias y nuestros pecados
serán testigos permanentes de que
estuvimos vivos
y no fuimos ángeles, sino humanos.
No te ates a los recuerdos ni a los objetos,
porque dondequiera que mires que hayamos estado,
con quienquiera que hables que nos conociese,
allí habrá algo mío;
aquello sería distinto,
quizá inapreciablemente distinto,
pero indudablemente distinto,
si no hubiéramos aceptado vivir juntos
nuestro amor durante tantos años.
El mundo estará ya para siempre
salpicado de nosotros.
No llores mi falta, porque sólo te faltará
mi palabra nueva y mi calor de ese momento.
Llora, si quieres,
porque el cuerpo se llena de lágrimas
ante todo aquello que es más grande que él,
que no es capaz de comprender,
pero que entiende como algo grandioso;
porque, cuando la lengua no es capaz
de expresar una emoción,
ya sólo pueden hablar los ojos.
Y vive.
Vive creando cada día y más que antes.
Porque yo no sé cómo,
pero estoy seguro de que desde mi otra presencia
yo también estaré creando junto a ti,
y será precisamente en ese acto
de traer algo que no estaba,
donde nos habremos encontrado.
Sin entenderlo muy bien, pero es así.
Como los granos de trigo,
que no entienden que su compañero
muerto en el campo haya dado vida
a muchos nuevos compañeros.
Así, con esta esperanza,
deberás continuar dejando tu huella,
para que, cuando tu muerte
nos vuelva a dar la misma voz,
cuando nuestro próximo abrazo
nos incorpore ya sin ruptura
a la Única Creación,
muchos puedan decir de nosotros:
«Si no nos hubieran amado,
el mundo estaría aún más atrás».
10. Oración de una persona anciana
Señor, me siento tan solo en este lugar...
Muchas veces hasta me siento solo en el mundo,
cuando me acuerdo de que son muy pocas
las personas de mi tiempo, las que yo he conocido...
Aquí me siento lejos de mi gente
y de los lugares que me son familiares.
Cada vez me encuentro más débil;
me parece que soy una persona inútil,
un peso para otras personas.
Sin embargo, todavía quedan personas
que se interesan por mí.
Me siento menos solo
cuando no me encierro en mi nostalgia,
cuando me intereso también yo por los demás.
Te ruego, Señor,
que sepa recordar con serenidad,
que sepa sonreír con bondad,
que sepa sentirme contento...
Todavía tengo un presente
para dar pruebas de prudente paciencia
y de fe madura en la dificultad.
Y tengo aún un futuro:
he de completar mi andadura
poniendo mi temblorosa mano en la tuya,
con confianza y coraje.
A. Pangrazzi
A Ti grito, Señor
Sal Terrae
Oración del recuerdo
Señor, ahora que los achaques se dejan sentir,
enséñame a envejecer con serenidad
y a aceptar mis limitaciones y dificultades
sin amargura.
Ayúdame a hallar consuelo en mis recuerdos,
que son el don de mis días pasados.
Ayúdame a recordar mis oraciones de niño,
los juegos de aquellos lejanos tiempos,
las tradiciones de mi familia y de mi pueblo...
Ayúdame a recordar la casa donde viví,
los amigos de la juventud,
los maestros que me enseñaron...
Ayúdame a recordar mis primeras travesuras,
el gozo de mi primer baile,
los momentos de confusión y sufrimiento,
las campanas del día de mi boda...
Ayúdame a recordar el misterio de una vida nueva,
la incertidumbre ante los hijos,
las ansias y los temores
en los momentos de inseguridad,
los instantes de alegría,
el dolor de un fallecimiento.
Ayúdame a recordar las voces,
los adioses,
mis lágrimas y mis sonrisas...
Haz que recuerde, Señor,
el amor que ha sostenido mi vida;
haz que siga dando amor.
Pangrazzi A, A Ti grito, Señor, Sal Terrae