LA IGLESIA CATÓLICA
Y LA TRADICIÓN CRISTIANA
ANTE LA ANCIANIDAD


Javier Gafo
Director de la Cátedra de Bioética
de la Universidad Pontificia Comillas
Madrid


1. LOS ANCIANOS EN EL MUNDO DE LA BIBLIA
Es de sobra conocida la gran valoración de los ancianos en la 
cultura judía 1. Ante todo debe partirse del hecho de que el vocablo 
hebreo zenequim designa con frecuencia, tanto a las personas de 
edad avanzada, como a las que por su prudencia y experiencia están 
capacitadas para desempeñar funciones públicas. Este mismo 
significado ambiguo lo posee el término griego de presbyteroi.
En las épocas patriarcal y mosaica los ancianos tienen un lugar 
dominante en la vida familiar de la que forman parte varias 
generaciones y esta función se reproduce en los ámbitos del clan o 
agrupación de familias. Se les consideraba portadores del espíritu 
divino y tenían un gran poder como guías del pueblo. Los escritos de 
la época de los patriarcas reflejan la alta valoración de la ancianidad y 
el respeto que les es debido. Esta función protagonista se refleja en la 
época mosaica, en la larga peregrinación por el desierto hacia la tierra 
prometida.
En la época de los jueces de Israel se mantiene el ejercicio de 
autoridad de los ancianos. Al institucionalizarse el poder político con la 
monarquía se institucionaliza igualmente la función de los ancianos 
como consejeros y tienen un papel muy determinante en la vida 
municipal. En la época del destierro a Babilonia se rompe el tejido 
social del pueblo judío, pero los ancianos continúan ejerciendo una 
influencia importante en la vida del cautiverio.
Con la vuelta de la deportación, se mantiene la importante función 
social de los ancianos en la reorganización del pueblo. Pero ya se 
constata una evolución del término zenequim, que no sólo designa a 
los ancianos, sino también a hombres de edad madura que participan 
en la vida pública. Esta misma concepción se mantiene en la 
organización judía de la sinagoga, presidida por un colegio de 
ancianos que forman también parte del sanedrín, junto con los 
sacerdotes y doctores de la ley. Ello llevará en la Iglesia naciente a la 
institución de los presbyteroi que, mediante la imposición de las 
manos, colaboran con los apóstoles en la evangelización y en la vida 
eclesial, convirtiéndose en los responsables del gobierno de la 
comunidad. En las primeras comunidades los términos presbyteroi y 
presbyterion (asamblea de ancianos) designan, tanto a personas 
ancianas, como a los que comparten con los apóstoles la 
responsabilidad de la vida eclesial.
En los numerosos textos del Antiguo Testamento que hacen 
referencia a los ancianos se refleja la actitud bíblica sobre esta fase 
final de la existencia. En primer lugar y con frecuencia se habla de los 
ancianos como de aquellos cuyas fuerzas se debilitan y que se 
encuentran en los umbrales de la muerte, pero se presenta a este 
último hecho, no desde perspectivas dramáticas, sino como un 
acontecimiento natural que significa la culminación de la vida. Al 
mismo tiempo son numerosos los textos que exhortan al respeto de los 
ancianos, en torno al cuarto precepto del Decálogo. Otro rasgo 
importante del pensamiento bíblico, equiparable al existente en los 
pueblos primitivos, es la alabanza de la sabiduría existente en los 
ancianos y su gran importancia en la transmisión de la fe.

2. LA TRADICIÓN CRISTIANA OCCIDENTAL
En los primeros siglos del cristianismo el tema de los ancianos no 
interesa especialmente a los primeros escritores de la naciente Iglesia. 
Las alusiones a los ancianos tienen varias veces un significado 
simbólico, pero dejando de lado su dimensión humana concreta. Así 
S. Agustín relaciona los siete días de la creación con las siete edades 
de la vida2. Ese mismo esquema, que, como afirma Diego Gracia en 
este mismo libro, procede de la cultura griega, lo recoge S. Isidoro, 
que sitúa el inicio de la vejez a los setenta años3. S. Gregorio Magno 
pone también en relación el envejecimiento del mundo con el que 
acontece en la ancianidad4.
Existe, por tanto, un insuficiente interés por el anciano en concreto. 
En oposición a los paganos, autores como Lactancio5 o S. Juan 
Crisóstomo6 critican a aquéllos su miedo e envejecer. Al mismo tiempo 
y en la línea de la tradición bíblica, se sigue ensalzando la sabiduría 
existente en los ancianos. Pero también y en la misma orientación 
simbólica, antes indicada, se recurre a la imagen del anciano como 
símbolo del pecado: el viejo se convierte en paradigma del pecador 
necesitado de penitencia y conversión. Así lo hace S. Juan 
Crisóstomo7 y S. Agustín8, para el que dos rasgos tan característicos 
del viejo, como las canas y las arrugas, expresan, simbólica y 
respectivamente, la sabiduría y el pecado. Igualmente y en relación 
con la visión griega de la ancianidad y la enfermedad, los rasgos 
físicos asociados con la vejez reciben una valoración negativa. La 
misma mentalidad griega lleva a la concepción de la ancianidad como 
maldición y castigo, en contraposición con la juventud. Para S. Efrén, 
«Adán era eternamente joven» y el paraíso era un lugar de eterna 
juventud9. Tomas de Aquino presentará a la decadencia física y a la 
muerte como consecuencia de la destrucción de la justicia original 
10.
Hay además otro aspecto negativo. En los autores cristianos 
predomina una visión moral negativa de los ancianos. S. Juan 
Crisóstomo es especialmente duro y crítico con los ancianos: «La 
vejez tiene algunos vicios que no tiene la juventud. Es perezosa, lenta, 
olvidadiza, tiene los sentidos embotados.»11 S. Agustín afirma 
positivamente que el paso de los años debilita las pasiones, pero 
también subraya que esos sentimientos bajos siguen presentes en el 
corazón de los viejos. Los manuales de confesores afirman que los 
ancianos que se entregan a una vida licenciosa deben ser juzgados 
más duramente que los jóvenes, a los que les excusa el ardor de la 
juventud 12. Dentro de este cuadro negativo es excepción S. Gregorio 
Magno: «Me han presentado a un pobre anciano y he sentido 
debilidad por la conversación de los ancianos.» El gran Papa 
reformador apelaba con frecuencia al testimonio de clérigos viejos y 
éstos suelen ocupar un lugar central en las historias que presenta 
13.
Tampoco es muy positiva la presentación de los ancianos en las 
primeras reglas monásticas. La de S. Benito tiende a equiparar a los 
ancianos con los niños y no concede a los años privilegios para el 
gobierno de la vida monástica 14. La regla cisterciense dará a los 
ancianos el papel de guías de la juventud y les recuerda que la 
verdadera vejez es la sabiduría 15.
La vuelta a la cultura grecorromana, que tuvo lugar con el 
Renacimiento, repercute en una acentuación de lo negativo de la 
ancianidad en contraposición con la juventud y la belleza. Autores 
como Maquiavelo y Francis Bacon subrayarán las consecuencias 
negativas de los ancianos en la vida política. La cultura barroca 
cristiana afirma que la felicidad y la perfección del hombre no se 
encuentra en este mundo, sino que esta vida es tránsito para la 
definitiva, y va a mantener una actitud peyorativa respecto de los 
viejos. La Ilustración da un gran relieve a la educación moral y a la 
instrucción de los niños, acompañado de un desinterés social por los 
ancianos.
En este sucinto recorrido deben necesariamente citarse las 
grandes acciones de las instituciones religiosas al servicio de los 
necesitados y de los ancianos, con especial referencia a S. Vicente de 
Paul y al gran número de congregaciones religiosas femeninas 
surgidas durante el siglo XIX con una específica dedicación al mundo 
de los ancianos.

3. EL RECIENTE MAGISTERIO DE LA IGLESIA CATÓLICA
El tema de la vejez no ha sido objeto específico de esa nueva 
literatura magisterial católica, surgida a finales del siglo XIX y que ha 
dado origen a la llamada doctrina social de la Iglesia. Esta, como la 
sociedad en su conjunto, no considera a la ancianidad como clase 
social aparte, sino formando parte del colectivo social necesitado de 
ayuda y de atención. Es a partir de los años setenta cuando las 
ciencias humanas comienzan a abordar de forma específica esta 
etapa de la vida. Por ello, hasta el pontificado de Juan Pablo II no se 
encuentra un tratamiento amplio y específico sobre un problema que 
se hace especialmente agudo por el envejecimiento de la población 
de los países desarrollados Y por la creciente conciencia de la que ha 
sido calificada con el neologismo de Tercera Edad.
La Constitución Gaudium et Spes del Vaticano II apenas alude 
específicamente a los ancianos, pero hace una descripción de la 
familia, «fundamento de la sociedad», «en la que coinciden distintas 
generaciones que se ayudan mutuamente a lograr una mayor 
sabiduría y a armonizar los derechos de las personas con las demás 
exigencias de la vida social» (n. 52). Insiste en la necesidad de ayudar 
a «ese anciano abandonado de todos» (n. 27) y en la obligación de 
«garantizar la subsistencia y la dignidad humana de los que, sobre 
todo por razón de enfermedad o de edad, se ven aquejados por 
graves dificultades» (n. 66). Finalmente, alude a la obligación de 
piedad filial y de agradecimiento hacia los padres, para asistirlos en 
«las dificultades de la existencia y en la soledad de la vejez» (n. 48).
En el Decreto Apostolicam Actuositatem se subraya la necesidad 
de «proveer a los ancianos, no sólo en lo indispensable, sino 
procurarles los medios justos del progreso económico» (n. 11) y el 
Decreto Presbyterorum Ordinis, del mismo Vaticano II, afirma la 
necesidad de que las diócesis proporcionen seguridad social para la 
protección de los sacerdotes en su vejez (n. 21).
Pablo VI en la Encíclica Octogesima Adveniens (1971), afirma el 
derecho de toda persona a una asistencia en caso de enfermedad o 
jubilación, insistiendo en la existencia de «nuevos pobres», entre los 
que cita a los ancianos (n. 15).
Juan Pablo Il contiene en su abundantísimo magisterio y enseñanza 
múltiples referencias a los problemas de la vejez. En la Laborem 
Exercens (1981) reafirma el derecho a un seguro de ancianidad, que 
tenga como objetivo asegurar la vida y la salud de los trabajadores y 
de sus familiares (n. 19). En la Sollicitudo rei socialis (1987) insiste en 
el reconocimiento de los derechos humanos de toda persona, 
«hombre o mujer, niño, adulto o anciano» (n. 33). Finalmente, 
Centessimus annus (1991) insiste en la necesidad de prestar ayuda a 
todos aquellos que quedan marginados de la evolución de la sociedad 
y de la historia, en ese Tercer Mundo también vigente en el seno de 
los países desarrollados, con una especial referencia a los ancianos 
(n. 33).
En la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio (1988), posterior 
al Sínodo de Obispos dedicado a la familia, Juan Pablo II alude con 
cierta amplitud al tema de los ancianos. Subraya, por una parte, la 
existencia de culturas «que manifiestan una singular veneración y un 
gran amor por el anciano» y en donde «lejos de ser apartado por la 
familia o de ser soportado como un peso inútil, el anciano permanece 
inserido en la vida familiar, sigue tomando parte activa y responsable, 
aun debiendo respetar la autonomía de la nueva familia». Por el 
contrario, otras culturas, «especialmente como consecuencia de un 
desordenado desarrollo industrial y urbanístico, han llevado y siguen 
llevando a los ancianos a formas inaceptables de marginación, que 
son fuente a la vez de agudos sufrimientos para ellos mismos y de 
empobrecimiento espiritual para tantas familias». La Iglesia debe 
ayudar para descubrir y valorar la misión de los ancianos, que «ayuda 
a clarificar la escala de valores» y la continuidad de las generaciones: 
«¡cuántos niños han hallado comprensión y amor en los ojos, 
palabras, caricias de los ancianos!» (n. 27). En el n. 46 afirma el 
derecho de los ancianos a una vida y a una muerte dignas y, al insistir 
en la acción social que debe realizar la familia y su "opción 
preferencial" por los pobres y los marginados, subraya sus 
responsabilidades hacia varios grupos vulnerables, entre los que cita 
a los ancianos (nn. 47, 71 y 77).
Finalmente, Familiaris Consortio subraya los importantes valores 
presentes en los ancianos: la profundización y fidelidad en su amor 
conyugal, su disponibilidad hacia los demás, «la bondad y la cordura 
acumulada». E insiste en las dificultades de la vida de las personas de 
edad: «La dura soledad, a menudo más psicológica y afectiva que 
física, por el progresivo decaimiento de las fuerzas, por la amargura 
de sentirse como un peso para los suyos, por el acercarse de los 
últimos momentos de la vida» (n. 77). Todas estas reflexiones llevarán 
a Juan Pablo II, en la Carta de los Derechos de la Familia (1983), a 
formular: «Las personas ancianas tienen el derecho a encontrar 
dentro de su familia o, cuando esto no sea posible, en instituciones 
adecuadas, un ambiente que les facilite vivir sus últimos años de vida 
serenamente, ejerciendo una actividad compatible con su edad y que 
les permita participar en la vida social» (art. 9).
Es también importante la Exhortación Apostólica Christifideles Laici 
(1988), dedicada a la misión de los laicos en la Iglesia y en donde 
Juan Pablo II aborda el tema de la ancianidad. Alude, en primer lugar, 
a la tradición bíblica que fue tan sensible a los valores de los 
ancianos, actitud que debe ser seguida por la Iglesia hacia esas 
personas «muchas veces injustamente consideradas inútiles, cuando 
no incluso como carga insoportable». La Exhortación constata «el 
acrecentado número de personas ancianas en diversos países del 
mundo, y la cesación anticipada de la actividad profesional y laboral», 
y el peligro de las personas de edad de «refugiarse nostálgicamente 
en un pasado que no volverá más, o de renunciar a comprometerse 
en el presente por las dificultades halladas en un mundo de continuas 
novedades». Por el contrario, los ancianos tienen una misión en la 
Iglesia y en la sociedad ya que no existen «interrupciones debidas a la 
edad», y «la entrada en la tercera edad ha de considerarse como un 
privilegio». No deben sentirse al margen de la vida de la Iglesia y de la 
sociedad, ni «elementos pasivos de un mundo en excesivo 
movimiento», «no obstante, la complejidad de los problemas que 
debéis resolver y el progresivo debilitamiento de las fuerzas, y a pesar 
de las insuficiencias de las organizaciones sociales, los retrasos de la 
legislación oficial, las incomprensiones de una sociedad egoísta». Las 
personas mayores deben «ser sujetos activos de un período humana 
y espiritualmente fecundo de la existencia humana. Tenéis una misión 
que cumplir, una ayuda que dar» (n. 48).
Hay, además, una gran multiplicidad de discursos y alocuciones 
dedicados a los problemas de la ancianidad en donde Juan Pablo Il 
insiste en la dignidad personal inherente a toda persona de edad; en 
que la relación con los ancianos puede servir para fomentar una 
humanización de las relaciones personales; en la exigencia de 
agradecimiento a nuestros mayores; en la responsabilidad eclesial 
para defender y promover su importancia en la vida social y en la 
comunidad creyente y en la atención religiosa que debe dárseles 16.
El Papa Wojtyla resalta la necesidad de trasformar el trabajo para 
los ancianos en trabajo con los ancianos y de descubrir nuevos 
campos de acción y realización para esas personas. Urge la 
responsabilidad de los medios de comunicación en presentar una 
visión más positiva de la Tercera Edad. Critica los modelos culturales 
vigentes que exaltan unilateralmente la juventud, la belleza, la eficacia, 
y que pueden inducir a considerar inútiles a los ancianos; por el 
contrario, deben presentar la ancianidad, no como un proceso 
inexorable de degradación biológica, sino como una fase de 
realización del ser humano.
Juan Pablo Il insiste, también, en que las sociedades no deben sólo 
garantizar la ayuda para las necesidades físicas y materiales de los 
mayores, sino que deben ser sensibles a sus urgencias espirituales y 
psicológicas y reconocer los valores morales, efectivos y religiosos 
presentes en estas personas. Igualmente enfatiza la necesidad de 
crear instituciones en que las personas de edad no se sientan 
marginadas de su vida precedente y puedan tener un carácter familiar 
en una atmósfera de comunicación y de calor humano. Al mismo 
tiempo subraya que el ideal es que el anciano pueda continuar 
viviendo en su propio hogar mediante apoyos asistenciales. Debe 
también favorecerse un envejecimiento activo, superando el mito que 
tiende a identificar la vejez con la enfermedad, invalidez o inutilidad, 
afirmando que los ancianos deben aportar sus valores en la vida 
social y política. Por ello, han de aunarse los esfuerzos en favor de 
una mayor longevidad con la atención a una mayor calidad de vida, 
que posibilite a los ancianos el desarrollo de una actividad acorde con 
su edad.
Finalmente, la última Encíclica Evangelium Vitae (1995) se refiere 
con bastante atención al problema de la ancianidad, especialmente en 
relación con la eutanasia, tema muy ampliamente tratado por este 
documento magisterial. Reconoce que la Biblia no contiene 
referencias sobre la problemática actual en torno a las personas 
ancianas y enfermas. El mensaje bíblico pondera los valores de 
sabiduría y experiencia existente en los ancianos en que «la vejez 
está marcada por el prestigio y rodeada de veneración», presentando 
los tiempos mesiánicos como aquellos en que «no habrá jamás... viejo 
que no llene sus días» (ls 65,20). La enfermedad y la proximidad a la 
muerte deben vivirse como un acto de confianza en las manos de Dios 
y no deben empujar al anciano «a la desesperación y la búsqueda de 
la muerte, sino a la invocación llena de esperanza» (n. 46).
La Encíclica considera que una mentalidad que valora al ser 
humano según criterios de bienestar o eficiencia, no sólo conduce al 
aborto o a la eutanasia, sino que constituye una amenaza sobre los 
miembros más débiles y frágiles de la sociedad y puede llevar a la 
«eliminación de recién nacidos malformados, minusválidos graves, de 
los impedidos, de los ancianos, sobre todo si no son autosuficientes, y 
de los enfermos terminales» (n. 15). En efecto, «se tiende a identificar 
la dignidad personal con la capacidad de comunicación verbal y 
explícita... No hay espacio en el mundo para quien, como el que ha de 
nacer o el moribundo, es un sujeto constitutivamente débil, que 
parece sometido en todo al cuidado de otras personas, dependiendo 
radicalmente de ellas, y que sólo sabe comunicarse mediante el 
lenguaje mudo de una profunda simbiosis de afectos» (n. 19). Todo 
ello está llevando a un empobrecimiento de las relaciones 
interpersonales en un ambiente materialista, cuya primeras 
consecuencias negativas inciden sobre la mujer, el niño, anciano, 
enfermo, el que sufre... Se sustituye el criterio de la dignidad personal 
por el de la eficiencia y «se aprecia al otro no por lo que "es", sino por 
lo que "tiene, hace o produce". Es la supremacía del fuerte sobre el 
débil» (n. 23).
Este es el humus, según la Encíclica, en que se desarrolla el 
debate actual sobre la eutanasia: el sufrimiento, elemento inevitable 
de la existencia humana, «aunque también factor de posible 
crecimiento personal», aparece «censurado» como inútil, combatido 
como mal que debe evitarse siempre y de cualquier modo. Si no se 
puede evitar el dolor, la vida ha perdido sentido y aumenta la 
reivindicación de su supresión (n. 24). Sin embargo, «nada ni nadie 
puede autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o 
embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante» (n. 
57).
La Encíclica considera que el progreso de la medicina y un 
contexto cultural cerrado a la trascendencia confieren nuevas 
características a la experiencia de la muerte. Se aprecia la vida que 
da placer o bienestar, y «el sufrimiento aparece como una amenaza 
insoportable de la que es preciso librarse a toda costa». Así ha 
surgido la tentación de la eutanasia: de adueñarse de la muerte, 
poniendo fin «dulcemente» a la vida lo que es para la Encíclica «uno 
de los síntomas más alarmantes de la "cultura de la muerte"», que 
avanza en sociedades de bienestar de «mentalidad cientificista», con 
número creciente de ancianos y debilitados, a los que se ve «como 
algo demasiado gravoso e insoportable», ya que, a menudo, las 
personas aisladas de sus familias, son evaluadas bajo criterios de 
eficiencia productiva y «una vida irremediablemente inhábil no tiene ya 
valor alguno» (n. 64).
En este contexto aborda uno de los temas más preocupantes de la 
sociedad actual, especialmente de los países técnicamente 
desarrollados, el de la situación de las personas de edad. Afirma que 
«la marginación o incluso el rechazo de los ancianos son 
intolerables». Insiste en la gran importancia de su presencia o 
cercanía a la familia y en el enriquecimiento que puede surgir de esa 
comunicación entre las distintas generaciones. Por ello insiste en que 
debe haber un «pacto» entre las generaciones, por el que los padres 
ancianos encuentren en los lujos la acogida y solidaridad que estos 
mismos recibieron cuando eran niños, ya que «el anciano no se debe 
considerar sólo como objeto de atención. También él tiene que ofrecer 
una valiosa aportación al Evangelio de la vida» (n. 94). La Encíclica 
afirma con dureza que una mentalidad que no asume el valor de los 
«débiles» «es ignominiosa y totalmente reprobable, porque pretende 
medir el valor de una vida humana siguiendo parámetros de 
"normalidad" y de bienestar físico» (n. 63).

4. REFLEXIÓN FINAL
No se pueden negar las grandes dificultades que se plantean en 
torno a la llamada «tercera edad» -nunca en la historia humana han 
existido sociedades con unos porcentajes tan elevados de personas 
de más de sesenta y cinco años y esta tendencia se va a seguir 
agudizando en los próximos años en el mundo occidental y se iniciará 
pronto en algunos países del Tercer Mundo-. Los cambios en la 
estructura familiar, los nuevos roles femeninos... plantean una serie 
de situaciones nuevas, cuya solución no es fácil. Pero también es 
verdad que unas sociedades que supravaloran la eficiencia, la 
juventud y el cultivo del cuerpo, son especialmente insensibles para 
ponderar los profundos valores de humanidad y de experiencia 
presentes en los ancianos, y que es urgente repensar las actitudes 
sociales ante esos segmentos cada vez más abundantes en nuestra 
sociedad, a los que se tiende a condenar a una «muerte social», con 
anterioridad a su propia muerte física.
La tradición bíblica tiene en su conjunto una valoración positiva de 
los ancianos, en una línea equiparable a la cultura de otros pueblos 
primitivos, en los que la tradición oral, mucho más importante que la 
escrita, confería una especial relevancia a las personas con mayor 
experiencia y conocimiento. De ahí el gran valor conferido a los 
presbyteroi, aunque este término posea posteriormente un sentido 
más amplio y menos exclusivo en su aplicación a los viejos. Como en 
otros temas, por ejemplo el de la sexualidad, el proceso de 
inculturación, realizado por el primer cristianismo, le llevó a asumir la 
concepción peyorativa hacia la ancianidad vigente en la tradición 
griega lo que expone con amplitud Diego Gracia en este libro. Debe 
reconocerse que, en el conjunto de la historia de la Iglesia, se 
difumina en los escritos eclesiales aquella primera valoración bíblica 
de los ancianos para insistir en las exigencias de caridad y de 
beneficencia existentes hacia ellos.
Es significativo que, en el último siglo y dentro de la enseñanza 
social de la Iglesia, se dé poco relieve específico a los problemas de la 
ancianidad. A la hora de espigar textos sobre los ancianos en las 
grandes encíclicas papales, hay que referirse con frecuencia a breves 
alusiones o a aplicarles los textos generales en que se critican las 
injusticias sobre grupos sociales más desprotegidos. Es más rico el 
contenido de las enseñanzas de Juan Pablo II en sus numerosos 
escritos. Pero se echa en falta un gran documento en que la Iglesia 
reflexione con mayor amplitud sobre la ancianidad en un mundo en 
que porcentajes crecientes de personas están entrando en esa etapa 
de la vida.
Ante otra importante asignatura pendiente de la Iglesia, el de la 
mujer, si se le ha dedicado un Sínodo de Obispos y un importante 
documento, Mulieris Dignitatem. Consideramos que algo similar 
debería realizarse en el tema que nos ocupa. No se puede negar que 
en la enseñanza del Papa actual existen importantes intuiciones y 
pistas de acción, pero pueden dejar la impresión de ser 
excesivamente genéricas y de constituir declaraciones de buena 
voluntad, de indiscutible raigambre evangélica y cristiana, pero 
difícilmente operativas y aplicables a las situaciones concretas en que 
hoy se desarrolla la vida de las personas ancianas.

Javier Gafo
Etica y ancianidad,
Publicaciones de la 
Universidad Pontificia de Comillas, 1995 (pag. 109-119

....................
1. Para la elaboración de este capítulo me ha servido de extraordinaria ayuda la 
Tesis de Licenciatura en Teología de JOAQUIN M. LOPEZ CAMPO, presentada en 
la Universidad Pontificia Comillas en 1993.
Cf. DHEILLY, J., «Anciano» en Diccionario Bíblico, Barcelona, 1970; MAAG, H., 
«Anciano», en Breve Diccionario de la Biblia Barcelona, 1970; LEON-DUFOUR, 
X., «Anciano», en Diccionario del Nuevo Testamento, Madrid, 1977; AA.W., 
«Anciano» en Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, Madrid, 1990; AZCONA, F., 
Llegar a ser viejo, Pamplona, 1980; MINOIS, G., Historia de la vejez, Madrid, 1987. 

2. S. AGUSTÍN Sobre el Génesis contra los maniqueos, cap. 23 (Cf. Obras de S. 
Agustín, tomo XV, Madrid, 1957, 409-415).
3. S. ISIDORO, Etimologías, libro V, t. 1, Madrid, 1982, 551.
4. S. GREGORIO MAGNO, Les morales sur le livre de Job, libro 34 (Cf. Sources 
Chrétiennes, 32, París, 1975, 97).
5. LACTANCIO, Louvrage du Dieu Créateur, cap. IV (Cf. Sources Chrétiennes, 214, 
París, 1974, 268).
6. S. JUAN CRISÓSTOMO Apologie de la vie monastique (Cf. Oeuvres completes, 
tomo II, París, 1874, 22- 23).
7. S. JUAN CRISÓSTOMO, Sur I'Epitre aux Romains (Cf. Oeuvres completes, tomo 
X, París, 1874, 260). 
8. S. AGUSTÍN, Discurso sobre el Salmo 91 (Cf. Obras de S. Agustín, tomo XXI, 
Madrid, 1966, 392). 
9. S. EFRÉN, Hymne sur le paradis, Himno XI, I (Cf. Sources Chrétiennes, 137, 
París, 1968, 145).
10 STO. TOMAS DE AQUINO, Summa Teologica I-II, q. 85, a. 5; q. 97, a. 1.
11. S. JUAN CRISÓSTOMO, Commentaire sur l'Epitre de Saint Paul au Tite (cf. 
Oeuvres completes, tomo V, París, 1874, 420-421).
12. S. AGUSTÍN, Sobre la santa virginidad (cf. Obras de S. Agustín, tomo XII, Madrid, 
1966, 197; Sermones, Sermón 138, ibid, tomo VII, 397).
13. S. GREGORIO MAGNO, Dialogues, 1,10-11; 9,15 (Cf. Sources Chrétiennes, 260, 
París, 1979, 103 y 89).
14. S. BENITO, Su vida y su regla, Madrid, 1943, 105 y 107.
15. S. BERNARDO, Traité du reglement de la vie et de la discipline des moeurs (cf. 
Oeuvres Completes, tomo IV, París, 1867, 59-93): Trailé sur les moeurs et les 
devoirs d'un éveque (cf. ibid., tomo I, 207).
16. «Vida Ascendente», en El Papa a los mayores, Madrid, 1991.