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El poder de la Resurrección

La contemplación no es sólo un carisma propio de quienes reciben la vocación de la entrega al Señor en otalidad de vida y totalidad de gracia monástica. La contemplación forma parte de la vida de todo cristiano, como lo forma el Amor, que sólo es digno de fe. La celebración de la Pascua nos abre el camino al Misterio fundante, en esta ocasión, de la pluma del trapense padre Antonio María Martín Fernández-Gallardo, del Monasterio de Las Escalonias, perteneciente a los cistercienses de la estricta observancia, en la localidad cordobesa de Hornachuelos
 

La Resurrección de Jesús es el dato de fe fundamental del cristianismo, en el que éste cimienta su plenitud de significado o su irrelevancia para el mundo. Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe, dirá escuetamente san Pablo, aquel judío ultraortodoxo, como diríamos hoy, cuya existencia se vio trastocada por un encuentro inesperado con el Crucificado-Resucitado, que cambió enteramente sus esquemas religiosos. Todo lo que hasta entonces había constituido su tesoro más preciado: ser hebreo e hijo de hebreos, fariseo e intachable en cuanto a la Ley, se le cayó literalmente de las manos y se le volvió paja: «Lo que era para mí ganancia, lo he juzgado pérdida a causa de Cristo. Y más aún, juzgo que todo es pérdida comparado con la sublimidad del conocimiento de Cristo..., por quien perdí todas las cosas y las tengo por basura, con tal de ganar a Cristo y ser hallado en Él..., y conocerlo a Él, el poder de su resurrección» (Flp 3,7-11). Como los demás apóstoles, Pablo ha tenido la experiencia original del Resucitado:
«También se me apareció a mí» (1Cor, 15,18). Y con ello la conciencia de ser, como ellos, heraldo de una verdad salvífica de significado universal: Cristo no resucita para él solo. Todo resucita con Él y es en Él reconciliado con Dios; lo mismo el ser humano que el cosmos de las criaturas, sometido con el hombre a la vanidad (Rom 8,20). «En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo» (2Cor 5,19), inaugurando un nuevo orden de realidad, una creación renovada donde al mal no le queda cabida posible: «Ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas ya pasaron... He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,1-5). En la Cruz el Mal se ha aniquilado a sí mismo, se ha extinguido en ella como el fuego en el agua, al no encontrar en el Crucificado respuesta violenta a su violencia asesina. Cristo recibe el Mal del mundo, y a su hijo bastardo, la Enemistad (Ef 2,13), y lo absorbe en sí sin rebotarlo sobre quienes se lo arrojan. Simplemente, «inclinando la cabeza, entregó su Espíritu» (Jn 19,30). Nada más. Muriendo a sí mismo, exhaló sobre el mundo su Respiración, la Vida divina de que era portador. El Mal acaba en la Cruz, muere en su propio asesinato, se queda a este lado del sepulcro y no se filtra al nuevo orden.
Un nuevo poder
En el Cristo que emerge del sepulcro se revela, pues, un nuevo poder de Dios, distinto al de los grandes signos divinos del Antiguo Testamento, y cuya sublimidad es la que Pablo quiere conocer: el poder de la resurrección, la Cruz como límite del Mal. Un poder extraño para nuestras categorías habituales, pues no lo vemos nacer de la imposición, sino de la debilidad, del fracaso humano y de la profunda humillación del Viernes Santo. En la Cruz se manifiesta un poder que es la inversión del poder humano, basado en la relación de dominio. En ella se manifiesta la fuerza paradójica del Bien, que vence al mal dejándose afectar por éste hasta el extremo que el mal mismo determina, sin devolver nunca un mal igual (ojo por ojo) o un mal mayor (venganza). Es la nueva moral del Reino, como había sido expresada en el Sermón de la Montaña.
Quizá no sin escándalo (1Cor 1,23), el poder de la Cruz-Resurrección se revela como un antipoder, que invierte la tendencia propia del Gran Ego del mundo.
Jesús no va en poder, que queda desaprobado en la Iglesia: «Sabéis que los jefes de las naciones las dominan..., y los grandes las oprimen con su poder. No así entre vosotros. El que quiera ser el primero en el Reino de los cielos, que sea el último y servidor» (Mt 20,25-27). Él fue el primero que actuó así, desde la Encarnación hasta el proceso legal que los poderes institucionales, políticos y eclesiásticos tramaron contra Él para quitarlo de en medio. Jesús no se puso a su nivel: no se defendió, no pidió abogados ni contrapuso a Pilatos una fuerza armada semejante a la de los romanos: «Mi Reino no es de este mundo» (Jn 18,36); o sea, mi poder no es como el del César, ni mi ejército como el de ninguna gran potencia europea, asiática o americana. No está hecho de tanques ni cañones, ni de armas nucleares. Y en el momento de su prendimiento le dirá a Pedro que guarde la espada y no genere una nueva violencia. Dios no quiere guerrillas, ni guerras santas ni cruzadas: «Los que empuñen espada, a espada perecerán» (Mt 26,52).
La ilusión del poder humano, incluso la de aquel que pretende defender auténticos valores y ejercer la justicia frente a otros poderes declaradamente injustos, es la de utilizar el mal para acabar con el mal, una violencia mayor para acabar con la violencia; porque así entra en un círculo que crea nuevas injusticias al imponer la justicia propia. Quizá sea ésta la razón por la que tantos pseudo-redentores han concluido su carrera fundando una mueva opresión y una corrupción mayor que la que habían destronado. Fascinados por el espejismo de la imposición, trataron de implantar la justicia y el paraíso a base de carros y caballos, de ejércitos bien armados, mientras su paso victorioso sembraba el suelo de nuevas víctimas, de nuevos pobres y nuevos inocentes.
Creo que no hay redención posible en este orden de realidad para las víctimas de los poderes dominativos, por justos que pretendan ser, o por mucho que invoquen a Dios, a Alá Misericordioso o a Yahveh Sebaot. Eso desde Caín y Abel, y hasta que la Historia y sus imperios dure. «Siempre habrá pobres entre vosotros» (Mc 14,7), advertirá Jesús, porque siempre habrá poderes e imperios; y éstos no pueden salvar a sus propias víctimas, como los tanques no pueden dar vida a quienes aplastan a su paso. La Dominación, como el Crimen y la Enemistad, es hija del pecado original: nace del Gran Ego del mundo, tras el cual la Escritura descubre al Príncipe de este mundo (Jn 14,30), al Maligno (Mt 13,38), al Dominador de las naciones (Is14,12), a los Dominadores de este mundo tenebroso (Ef 6,12). Por tanto, el poder dominativo es el propio del Mal, que resulta juzgado por el antipoder de la Cruz (Jn 16,11), ante cuya debilidad resulta impotente (Jn 14,30). Ahora bien, en la Biblia, el Príncipe de este mundo no es sólo el Dominador trascendente; además es el arquetipo de todos los poderes humanos, simbolizados en las bestias de los libros apocalípticos, que son como encarnaciones suyas.
El proceso de Jesús, sobre todo en el cuarto evangelio, ilustra muy bien la ceguera y parcialidad de todo poder, su esquematismo mental y la intransigencia tantas veces fanática que le acompaña, quizá por estar convencido de que tiene la certera visión (Jn 9,39-41). Por esa ceguera Jesús fue contado entre los malhechores y condenado como blasfemo y hereje. Y lo mismo les ha ocurrido luego a no pocos justos respecto al poder civil o eclesiástico. No hemos de olvidar esto: Jesús, el Justo, el Siervo de Dios, el Bueno y el Santo fue honestamente percibido por la institución de su tiempo como incoherente, malhechor, blasfemo, hereje y hasta diabólico. Lo cual es el colmo de la ceguera: confundir a Dios con Belcebú (Mt 10,25). En Él se cumplió a la letra el dicho: «Nadie llega a la santidad sin que cien justos le hayan declarado antes hereje». ¿Nos invita algo a pensar que nosotros somos hoy más lúcidos y menos parciales que los fariseos? ¿Escaparía hoy la Iglesia a la crítica de Jesús?
El reconocimiento del Justo, de todos los justos e inocentes de la Historia, empieza en la Cruz que les imponen los mismos que los condenan: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios», exclamará el Centurión romano que mandaba la patrulla de los verdugos, al ver expirar a Cristo (Mc 15,39). Ésta es la paradoja: sólo cuando el justo muere es reconocido; sólo entonces se abren los ojos, reconocemos nuestro error y bajamos golpeándonos –quizá hipócritamente– el pecho.
No era un justo más
Porque en la Cruz del justo aparece nuestro pecado hacia él. Los santos y los mártires no se suicidan; se dejan abatir por nuestras justicias fanáticas. Pero el pecado que les abate por fuera no les afecta la esencia: «No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma» (Mt 10,28). Y ellos caen limpios, inmaculados, como corderos sin tacha, sin abrir la boca, entre las acusaciones y sentencias de quienes saben mejor que Dios lo que es justo. Pero el pecado que les derriba muere también en ellos sin encontrar resonancia. Jesús no se defiende, no contraataca, el Siervo doliente no abre la boca a insultos y salivazos. Tampoco baja de la Cruz, por más que le invitan a realizar un acto de poder (Mt 27,40.42). No cae en la autojustificación, no infla su ego delante del ego de los hombres. Por eso la Cruz lleva al límite –como martirio– la fe en que hay un poder justificador de Dios para las víctimas de este orden corrupto de cosas. Este poder es el de la Resurrección.

Si Jesús no hubiera resucitado, hubiera dejado sólo el recuerdo de unos salivazos, de unas bofetadas, del escarnio y del asesinato injusto de un inocente más de la Historia. La humillación, el quebranto, la traición, la mentira, la tortura, todo lo que constituye el pan de los poderes humanos, hubiera sido una vez más lo último que se podría recordar de Jesús, como de Juan Bautista, decapitado por el capricho de una bailarina. Así se escribe la Historia. Las flores más hermosas siempre son segadas por manos caprichosas. Y mientras, aquí no ha pasado nada. Continúa la fiesta y la música, y los hombres se siguen devorando unos a otros, en un laberinto de muerte y pasión que no halla reposo.
Pero Cristo no era un justo más de la Historia. «Aquí hay más que Salomón» (Mt 12,42), «antes de que Abrahán existiera, Yo Soy» (Jn 8,58). Para Juan evangelista, Cristo es la Compasión Infinita encarnada hasta el extremo de lo posible (Jn 13,1), la Solidaridad divina con las víctimas irredentas de todas las formas de mal, que acoge toda muerte en la suya y la asume en su Respiración, en su Espíritu, en su Vitalidad. Con el Cristo sufriente de la Semana Santa cae y es sepultado el sistema de pecado sobre el que asienta este viejo mundo, con su arquetipo de poder, y renace otro orden bajo el arquetipo de la gracia, ante la que no cabe poder alguno: «Por gracia habéis sido salvados..., y esto no viene de vosotros» (Ef 2,5.8).
Digamos, para concluir, que la Resurrección no justifica al justo reintegrándolo en el mismo orden injusto que lo había abatido, pues lo volvería a abatir como a Lázaro (Jn 12,10); sino haciéndolo pasar al orden nuevo, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios: a la nueva Jerusalén del Apocalipsis, donde el mal no tiene cabida porque ha quedado a este lado del sepulcro. De este modo, la debilidad de la Cruz revela el poder de la Resurrección, y se constituye en puerta y frontera, en paso –pascua– a la nueva creación. La Cruz realiza la pascua del mundo en la pascua de Cristo: el paso de la vida en la desgracia a la vida en la gracia y en la plenitud del Primero de los resucitados: Jesucristo, el Testigo fiel, Primogénito de los muertos y de la creación (Ap 1,5; Col 1,15.18).

Antonio María Martín Fdez-Gallardo
Alfa y Omega, núm 301