+ Alfa y Omega, núm. 301

María, protectora de los navegantes, bendiciendo a Cristóbal Colón, de Alejo Fernández. Catedral de Sevilla (siglo XVI)

La llegada del cristianismo a España

Con motivo del libro Historia de España para jóvenes del siglo XXI, que don José Antonio Vaca de Osma, embajador de España, está escribiendo para la editorial Rialp, Alfa y Omega publica, por gentileza de su autor, un extracto de su capítulo V, de gran interés.

La religión católica es algo consustancial a España desde tiempo de los emperadores Constantino y Teodosio, en el siglo IV de nuestra era. Hispania parece tierra apropiada para que el cristianismo arraigue, con una clase media latinizada en las ciudades y un campo en el que no habían llegado a penetrar los ídolos romanos y su culto imperial, mientras seguían ciertas prácticas paganas ancestrales. Campo abonado, efectivamente, para una religión que se dirige al individuo y a la sociedad al margen del Estado, y que se ocupa más del espíritu que de lo material. Predica el amor, la sobriedad, lo sobrenatural, incluso el sacrificio y el martirio en defensa de la fe, algo que tan bien se presta a la tradicional devotio hispánica.

 

 

 

 

 

 

 

 

Pocas, casi nulas, las noticias sobre los inicios de la propagación del cristianismo en la Península. Entre la Historia y la leyenda, la venida del apóstol Santiago, la devoción itinerante de Europa, la tradición del Pilar y la visita a España que anunciaba san Pablo en su epístola a los Romanos.
Según Tertuliano, la nueva religión se extendió al norte peninsular con verdadero éxito entre cántabros y astures, que tanto habían resistido a las legiones romanas. En cambio, entre los vascones, que no se habían resistido, tardó mucho años en penetrar en sus valles pirenaicos, que siguieron largo tiempo hundidos en el paganismo y la brujería.
Contribuyeron a la expansión del cristianismo los llamados Varones Apostólicos: Torcuato, Tesifonte, Indalecio, Segundo… Este último nombrado obispo de Abula, probablemente Ávila. En conjunto puede decirse que había ya varias comunidades cristianas a fines del siglo II. También que las primeras persecuciones contra ellas fueron las de Decio y Diocleciano. En su tiempo, Roma seguía considerando a los cristianos como un peligro para el Imperio.

Recoger toda la riqueza que nos ofrece el pasado

La toponimia y las devociones locales cubren la geografía española de nombres de mártires cristianos, víctimas de las persecuciones imperiales: san Fructuoso (Tarragona), san Marcelo (León), santas Justa y Rufina (Sevilla), santa Eulalia (Barcelona y Mérida), san Félix (Gerona), san Cucufate o Cugat (Barcelona), santos Justo y Pastor (Alcalá de Henares), san Emeterio y san Celedonio (Calahorra y Santander), santa Engracia y los innumerables mártires de Zaragoza…, citados por Prudencio casi todos, con verdadero sentimiento patrio, como el gran Osio, obispo de Córdoba.
Al lado de esa heróica entrega al martirio, también se da en España una notoria inclinación a la herejía: libeláticos, donatistas, arrianos, gnósticos, maniqueos, rigoristas y, sobre todo, ese singular personaje, Prisciliano, obispo de Ávila, hombre inteligente y atractivo que arrastró masas y extendió su herejía por Europa, muriendo degollado en Tréveris. A fines del siglo IV se celebraron importantes Concilios nacionales en Ilíberis (Granada) y en Toledo; el país se dividió en diócesis y parroquias que aún subsisten.
Nació en Lusitania, provincia romana peninsular, un Papa, san Dámaso; y Tertuliano, a principios del siglo III, podía afirmar que no había pulgada de tierra española a la que no hubiera llegado el cristianismo. La Península Ibérica estaba en condiciones para que la religión venida de Judea se convirtiera en la oficial de todo el Reino con la llegada de los visigodos, que son los que unifican las tierras peninsulares, con capital en Toledo.
Por todo lo anterior podemos ver y considerar que el cristianismo va unido al ser de España, a partir del momento en que ésta aparece en la Historia. Sin resistencia en el país, que por entonces era un solo Estado, Portugal, la Lusitania incluída, con general aceptación y muy pronto con tanta devoción y fervor que se convirtió para los siglos en la abanderada del catolicismo hasta tiempos bien recientes, con espíritu evangelizador hacia Ultramar. Y el poder temporal, el Reino, a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, actuando al unísono con el poder espiritual, la Iglesia.
Yo aconsejaría a las nuevas generaciones que volvieran a vivir los tradicionales valores hispánicos, que asimilaran esa gran verdad histórica y que, fuera cual fuese su ideología política contemporánea, hagan como hacen todos los países occidentales: recoger todo lo que de positivo nos ofrece el pasado con un auténtico sentido patriótico enriquecedor, que consiste en querer lo mejor para nuestro país, y no como hacen los nacionalismos aldeanos sin sentido que quieren afirmar, no sus auténticos valores, sino una falsa historia basada en el odio contra la patria grande, es decir, contra sí mismos.

José Antonio Vaca de Osma