Pocas,
casi nulas, las noticias sobre los inicios de la propagación del
cristianismo en la Península. Entre la Historia y la leyenda, la
venida del apóstol Santiago, la devoción itinerante de Europa, la
tradición del Pilar y la visita a España que anunciaba san Pablo en
su epístola a los Romanos.
Según Tertuliano, la nueva religión se extendió al norte peninsular
con verdadero éxito entre cántabros y astures, que tanto habían
resistido a las legiones romanas. En cambio, entre los vascones, que
no se habían resistido, tardó mucho años en penetrar en sus valles
pirenaicos, que siguieron largo tiempo hundidos en el paganismo y la
brujería.
Contribuyeron a la expansión del cristianismo los llamados Varones
Apostólicos: Torcuato, Tesifonte, Indalecio, Segundo… Este último
nombrado obispo de Abula, probablemente Ávila. En conjunto puede
decirse que había ya varias comunidades cristianas a fines del siglo
II. También que las primeras persecuciones contra ellas fueron las de
Decio y Diocleciano. En su tiempo, Roma seguía considerando a los
cristianos como un peligro para el Imperio.
Recoger toda la riqueza que nos ofrece el
pasado
La toponimia y las devociones locales cubren la geografía
española de nombres de mártires cristianos, víctimas de las
persecuciones imperiales: san Fructuoso (Tarragona), san Marcelo (León),
santas Justa y Rufina (Sevilla), santa Eulalia (Barcelona y Mérida),
san Félix (Gerona), san Cucufate o Cugat (Barcelona), santos Justo y
Pastor (Alcalá de Henares), san Emeterio y san Celedonio (Calahorra y
Santander), santa Engracia y los innumerables mártires de
Zaragoza…, citados por Prudencio casi todos, con verdadero
sentimiento patrio, como el gran Osio, obispo de Córdoba.
Al lado de esa heróica entrega al martirio, también se da en España
una notoria inclinación a la herejía: libeláticos, donatistas,
arrianos, gnósticos, maniqueos, rigoristas y, sobre todo, ese
singular personaje, Prisciliano, obispo de Ávila, hombre inteligente
y atractivo que arrastró masas y extendió su herejía por Europa,
muriendo degollado en Tréveris. A fines del siglo IV se celebraron
importantes Concilios nacionales en Ilíberis (Granada) y en Toledo;
el país se dividió en diócesis y parroquias que aún subsisten.
Nació en Lusitania, provincia romana peninsular, un Papa, san Dámaso;
y Tertuliano, a principios del siglo III, podía afirmar que no había
pulgada de tierra española a la que no hubiera llegado el
cristianismo. La Península Ibérica estaba en condiciones para que la
religión venida de Judea se convirtiera en la oficial de todo el
Reino con la llegada de los visigodos, que son los que unifican las
tierras peninsulares, con capital en Toledo.
Por todo lo anterior podemos ver y considerar que el cristianismo va
unido al ser de España, a partir del momento en que ésta aparece en
la Historia. Sin resistencia en el país, que por entonces era un solo
Estado, Portugal, la Lusitania incluída, con general aceptación y
muy pronto con tanta devoción y fervor que se convirtió para los
siglos en la abanderada del catolicismo hasta tiempos bien recientes,
con espíritu evangelizador hacia Ultramar. Y el poder temporal, el
Reino, a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César,
actuando al unísono con el poder espiritual, la Iglesia.
Yo aconsejaría a las nuevas generaciones que volvieran a vivir los
tradicionales valores hispánicos, que asimilaran esa gran verdad histórica
y que, fuera cual fuese su ideología política contemporánea, hagan
como hacen todos los países occidentales: recoger todo lo que de
positivo nos ofrece el pasado con un auténtico sentido patriótico
enriquecedor, que consiste en querer lo mejor para nuestro país, y no
como hacen los nacionalismos aldeanos sin sentido que quieren afirmar,
no sus auténticos valores, sino una falsa historia basada en el odio
contra la patria grande, es decir, contra sí mismos.
José
Antonio Vaca de Osma