Las páginas de Saramago

Luis Xavier López Farjeat *

¿Agresivo, blasfemo, pesimista? Saramago, nuestro último premio Nobel de literatura, está en todas las librerías; ¿además de estas «cualidades» —que saben vender, y muy bien, los publicistas— hay algo que valga la pena en su escritura? Sí, una pluma original que toca lo más íntimo del alma humana.

El hombre y el escándalo

Existe una conocida polémica en torno a la importancia de los premios Nobel. Al menos en literatura, muchos autores que no lo obtuvieron, indudablemente eran merecedores. Es el caso de Borges o de Joyce. El año pasado, José Saramago recibió el máximo reconocimiento otorgado a un escritor. No discutiré si lo merece. Indudablemente es un magnífico escritor. Cuando se anuncia quién ha ganado el Nobel, lo normal es que periódicos y revistas difundan, con sorprendente ignorancia y admiración espontánea, largas páginas dedicadas al premiado. También sucede que las editoriales vuelven a editar algunos títulos agotados, desconocidos y, en muchos casos mal vendidos, de la obra del nuevo galardonado. Las ventas aumentan y cualquier declaración del premio Nobel se vuelve dogma.

Saramago no es la excepción. Una de sus novelas más sonadas, El evangelio según Jesucristo, llevaba varios años agotada en nuestro país y ahora se le encuentra fácilmente, incluso alcanzó el primer lugar en la lista de los libros más vendidos en las librerías mexicanas. El argumento no puede ser más sencillo y conocido: una interpretación natural de la vida de Cristo, tal como la habían pensado Feuerbach y los más conocidos marxistas de sepa colorada. El libro comienza con la descripción de un grabado que representa la crucifixión. Luego, la historia sagrada de los cristianos es modificada notablemente. Cristo es un hombre cualquiera que, incluso, pedirá a los humanos perdonen a Dios por no saber lo que hace. La pluma de Saramago, aunque buena —muy buena—, utiliza una trama que resulta en ocasiones excesivamente sosa, desde luego susceptible de escándalos y de fácil éxito entre los morbosos.

La blasfemia de su novela le valió la censura en Portugal. Su enojo fue tal que, desde aquel suceso en 1993, salió de Lisboa internándose en Lanzarote. Sus vivencias en ese lugar están reunidas en los Cuadernos de Lanzarote. Curiosamente, un marxista como él, vive en una bonita residencia en esa hermosa isla rodeada de mar y, allí, se dedica a beber una copa de Pasmado —su vino preferido—, a escuchar a Mozart y Beethoven, a mirar películas de Woody Allen y a escribir. Desde aquel incidente, guarda con Lisboa —ciudad inspiradora—, una extraña relación: en ocasiones de odio y en otras de franco amor.

¿Blasfemo?

Desde que fue galardonado, la prensa explota, sobre todo, la crítica al cristianismo. Pero en las páginas de un Nobel siempre existen muchos elementos de valía y más aún cuando sus libros están plagados de ambientaciones kafkianas, laberintos borgeanos, y preguntas y cuestiones que recuerdan a Fernando Pessoa, el poeta portugués.

Hasta hace unos doce años, Saramago era un perfecto desconocido en México. Su país natal tampoco era muy afortunado. Se trata de la nación más pobre de Europa que hasta hace poco tiempo seguía intentando superar los difíciles años de la dictadura salazarista.

Entre sus literatos más reconocidos destaca Pessoa. Octavio Paz ya había escrito, en Quadrivio, algunas líneas sobre el trabajo de este poeta, de modo que algunos ya estábamos enterados de este portugués, creador de varias poéticas a partir de diversos heterónimos. Pessoa encarnó a Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y Ricardo Reis, entre otros.

A principios de los noventa ya sonaba, en los círculos literarios, una novela: El año de la muerte de Ricardo Reis. Muchos pensamos que podía tratarse de un texto inédito de Pessoa, una publicación tardía en donde el poeta fantaseaba con la muerte de uno de sus heterónimos. Pero el autor no era Pessoa, sino Saramago, un literato lo suficientemente conocido en España y en otros países de Europa, pero no en México. Aunque por ahí rondaba alguna edición de un libro publicado en 1982 y ahora muy conocido, Memorial del convento, José Saramago era casi desconocido.

Lo primero que leí, como buen fanático de Pessoa, fue El año de la muerte de Ricardo Reis. Más tarde, no sé exactamente por qué, llegó a mis manos el Ensayo sobre la ceguera, luego Historia del cerco de Lisboa y después Todos los nombres. Conocí a Saramago, un buen escritor.

Presento a continuación un conjunto de comentarios en torno a su obra. No quiero cuestionar sus creencias políticas arraigadas, como he dicho, al marxismo. Tampoco es mi intención juzgar algunas de sus actitudes agresivas, blasfemas y pesimistas. Éstos han sido, como dije, factores típicos que, aunque latentes de manera inevitable en su obra, no agotan sus propuestas literarias.

Un estilo cotidiano bajo una nueva gramática

Existen tres ideas precisas y notables en el trabajo literario de Saramago: el sin sentido, una amarga desaparición del Absoluto y la saudade o melancolía. Los ideales de sus personajes son muy humanos, demasiado humanos, tal vez aspiran sólo a la fraternidad o a la contemplación pasiva del mundo. Cuando leí El año de la muerte de Ricardo Reis, experimenté una gran curiosidad por leer un relato ficticio sobre un personaje ficticio, pero muy real: Pessoa/Reis. Según la novela, Reis regresa a Lisboa en 1935, después de una misteriosa y supuesta estancia en Brasil, y ahí se entera de la muerte de Pessoa. Es necesario recordar que Reis es Pessoa en uno de sus desprendimientos de personalidad. Desde aquel día, ambos mantienen intensas conversaciones escépticas y críticas contra la política y la vida humana. El año de la muerte..., me gustó por las personificaciones bien logradas de Reis y de Pessoa. Después me acerqué a algunas otras obras.

Los libros de Saramago son como fábulas que exploran lo más íntimo del alma humana, con todo y su egoísmo, errores, torpezas, anhelos por buscar respuestas. Sus obras son un conjunto de signos, tal vez de metáforas, completamente descifrables.

En cuanto al estilo, es posible que Saramago haya inaugurado una nueva gramática. Escribe sin signos de vialidad, de modo que solamente utiliza comas y puntos y aparte. En el caso de El año de la muerte..., o en Todos los nombres, funciona realizar la lectura en voz alta ya que la escritura es una narración verbal. Si se hace una escritura similar al modo de hablar, tal como la utiliza Saramago, el lector puede reproducir la voz del personaje e incluso caracterizarlo, imaginar cómo es, por qué se expresa de ese modo.

El estilo y los contenidos guardan una estrecha relación. Un estilo cotidiano para unos protagonistas comunes y corrientes. El lector se encuentra con personajes sencillos, gente común. Saramago se aleja de la típica novela moderna que ha intercambiado a los héroes clásicos por los antihéroes. En su caso, no hay antihéroes pero tampoco existen héroes. Se trata de una noción inexistente.

Todo es común, monótono, cotidiano, trivial. Días como cualquiera: despertar, caminar, trabajar, sufrir y pensar. Nadie es especialmente bello o inteligente. Es la gente de Lisboa, tal como Saramago la conoce y la ha conocido.

La conmoción de un ateo

Para explorar el sin sentido, la ausencia de Dios y la saudade, centraré mi atención en un par de obras conocidas y que me han conmovido: Ensayo sobre la ceguera y Todos los nombres. No significa que no valga la pena comentar Historia del cerco de Lisboa, El año de la muerte de Ricardo Reis, Casi un objeto o Memorial del convento. Todas ellas revelan una buena pluma, aguda sensibilidad unida a un afán exagerado por humanizar la vida y sus circunstancias. En este caso, humanizar la vida significa configurar nuestro mundo y nuestras circunstancias, reafirmando el sentido de la tierra, con todo y su transitoriedad y contingencia; regresar a una tierra en donde Dios no existe y entonces hacer un intento, si es que se puede, por devolverle sentido a nuestra condición humana.

El Ensayo sobre la ceguera (1995) y Todos los nombres (1998), son intentos por enseñar el sin sentido y lo efímero de nuestros actos. La primera es una obra salvaje y trágica con una metáfora excesivamente bien lograda. En esta obra, como en otras, el azar y la sin razón dan marcha a la trama. ¿La darán también a nuestra vida? Un día, azarosamente, un individuo pierde la vista frente a un semáforo. Así empieza una epidemia de ceguera blanca en una ciudad desconocida. La crueldad se expande y el mundo se vuelve miserable una vez que ha sido arrancado de la mirada humana. Pero, ¿no será que ese mundo de la mirada humana, es igual de miserable, descarnado y cruel?

Aquí están los dos primeros elementos explorados: el sin sentido y el abandono de Dios, quien ha sido sustituido por el azar o por una trágica voluntad igualmente ciega.

Aunque no lo parezca, en esta desdichada ciudad de ciegos, donde cada uno lucha por sobrevivir aplastando al otro que no ve, donde se pierde rápidamente la fraternidad y la solidaridad, Saramago abre un respiro para la esperanza. Existe un personaje femenino, solamente uno, que no pierde la vista y que, tal vez, sea el contra argumento del viejo y conocido refrán «en tierra de ciegos, el tuerto es rey». La mujer que ve, será la única esperanza para aquellos abandonados por el Absoluto. Al final, Saramago logra sensibilizar al lector, utilizando primero el terror, luego nuestro tercer elemento de análisis, la melancolía, que podría ir acompañada por una pregunta: ¿qué diferencia hay entre un mundo de ciegos y nuestro mundo de videntes?

En la segunda obra, Todos los nombres, sólo nos enteramos del nombre del protagonista. José es un burócrata que recuerda a Bernardo Soares, el personaje de Pessoa y autor de El libro del desasosiego. José trabaja en la Conservaduría General del Registro Civil. Su vida transcurre en el sin sentido, la monotonía y trivialidad cotidiana. Su existencia se reduce a anotar miles de nombres y datos de los millones de seres humanos que han pasado y pasan por el mundo: vivos y muertos. También aquí el azar da marcha a la historia: un día cualquiera, José encuentra la ficha de una mujer desaparecida de la que se tienen apenas unos datos. Reconstruir de manera clandestina la biografía de esa mujer, que podría ser cualquier persona, da sentido a la vida de José. Todo el libro, y sin explicación alguna, José investiga, aventura, arriesga, coloca piezas de un rompecabezas para descifrar quién es esa mujer. Actividad sin sentido que termina por tener algo de sentido. Ésta también es una metáfora de nuestra vida.

Pero una vez más, a pesar del pesimismo de Saramago, hay un lugar para la esperanza. José descubrirá que la mujer está muerta. La alternativa es optar por el sin sentido y abandonar la búsqueda una vez que se ha hecho evidente que «fuimos, somos y seremos polvo», o seguir buscando. Si seguimos buscando, encontraremos que después de todos los nombres está la muerte, la melancolía que nos viene por el recuerdo de los que ya no están en nuestra vida. Pero, ¿dónde estarán? En ningún lado, la ausencia de sus caras se ha intercambiado por la nada. Sin embargo, José será incitado por su jefe a seguir buscando. ¿Qué buscamos?

Saramago logra devolvernos la pregunta olvidada: ¿qué buscamos? El libro da la impresión de que no buscamos nada: el mundo es un conjunto de nombres que terminan por desaparecer. La vida es efímera y pasajera. La obra de Saramago confronta al lector: ¿qué buscamos? Saramago tiene su respuesta: nada. Cada lector tendrá la suya. La cuestión está en arriesgarse a ensayar respuestas a nuestra condición humana.
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* Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra. Profesor de Estética e Idealismo alemán en la Facultad de Filosofía de la Universidad Panamericana. Miembro de la Asociación Madrileña de Críticos de Arte. Coautor de Dos aproximaciones estéticas a la identidad nacional y Ocho ensayos sobre Borges. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Su último libro se titula Teorías aristotélicas del discurso. Profesor visitante del Centro de Estudios de Medio Oriente de la Universidad de Texas en Austin.