El filósofo francés y la natividad de Jesús

Notas sobre Jean Paul Sartre

Massimo Borghesi *

Navidad de 1940: Jean Paul Sartre, el escritor francés, internado en un campo de prisioneros alemán, compone un cuento para interpretar en un barracón. Es la obra teatral Bariona, ou le Fils du tonnerre. Estamos ante un Sartre inédito, que por un instante parece conmoverse por el cariño asombrado de María, la mirada de José y la esperanza de los Reyes Magos y de los pastores frente al Dios niño. «Han unido las manos y piensan: algo ha empezado. Pero se equivocan...»

 

      1. El ateísmo de Sartre: ¿una filosofía sin paternidad?


     
«¿Cuál es el verdadero rostro de Jean Paul Sartre?», se preguntaba Charles Moeller en un espléndido ensayo dedicado al autor [1]. «¿Es la experiencia existencial de la náusea, ante la superabundancia ciega, obscena, de la naturaleza? ¿O bien esta náusea no es más que una consecuencia? ¿Hay, en su origen, una opción, una decisión a favor de cierto tipo de experiencia humana en detrimento de otras? En otras palabras, ¿es la náusea el hecho fundamental o es la decisión del pensamiento ateo que obliga a ver sólo un lado de la vida, y siempre el mismo?» [2].

Para responder a la pregunta, Moeller trata de descifrar la "paradoja" del hombre Sartre, de encontrar el nivel de experiencia en que se basa su pensamiento. Este nivel se establece a partir de una laguna, la de la paternidad, que incide en toda la visión del mundo del filósofo. ¿Acaso no escribió, recordando su infancia, «En aquel tiempo éramos todos, más o menos, huérfanos de padre: los señores padres estaban muertos o en el frente, y los que quedaban, impedidos, apocados, trataban de que sus propios hijos les olvidaran; era el reino de las madres» [3]. Según Moeller, «parece como si Sartre hubiera carecido de una experiencia fundamental, la de la paternidad. […] Le faltó la experiencia de la ligazón íntima que une el sentimiento de Dios y el sentimiento de la paternidad» [4].

Al quedarse huérfano en su infancia, entró en su casa un padrastro, el nuevo marido de su madre. Es una situación análoga a la de Charles Baudelaire, autor estudiado por Sartre en el que podía hallar una situación similar a la suya. «Quizá él vivió el mismo drama, pero lo resolvió de manera distinta, con la orgullosa negación de la paternidad, con la afirmación violenta de la autonomía absoluta, que bien pronto se convertirá en el eje de su filosofía» [5].

Hipótesis difícil de certificar, según el crítico, y, sin embargo, imposible de descartar. «No consigo deshacerme de la impresión de que uno de los motivos del sentimiento "de estar de más", que parece tan profundo en la obra (pensemos en la escena de la raíz en La náusea), estriba en el hecho de que Sartre fue huérfano de padre y vivió como un extraño con su padrastro» [6]. El rechazo de la condición filial se convierte en rechazo del mundo, vivido como ajeno. Como "extranjero" (según la expresión de Albert Camus), el hombre se halla en una existencia absurda, está «de más», criatura no querida por alguien, desolado y anónimo peatón en una metrópolis inmersa en la niebla. Jean-Paul Sartre, según Moeller, «quiso negar que era "hijo"» [7]. Al igual que el hombre moderno, que «quiere ser "sin padre y sin madre"» [8], su filosofía elimina toda idea de dependencia. La libertad, como autonomía absoluta, creadora, es la negación de la otredad, de la naturaleza, de Dios. La libertad es la negación de toda raíz, ligazón, relación. Sartre posee el gusto de la "nada": el "por sí", la conciencia, es el vacío que disuelve la fea "cosidad" del mundo. En el medio, entre la "nada" del yo y la realidad cosificada, no hay personas, rostros, sentimientos positivos. La filosofía de la libertad como negatividad excluye, hasta el L’être et le néant, toda experiencia de positividad. Mundo arrasado por la mala fe, el universo sartriano es ambiguo, sórdido, inquietante. La luz de la gracia no disipa la noche. Como observó Gabriel Marcel, el de Sartre es el sistema más lógico de rechazo de cualquier tipo de gracia que nunca se haya presentado. Para Dios, el extraño por excelencia, el enemigo de la libertad y la autonomía, no hay lugar. El existencialismo sartriano es rigurosamente ateo.

Todo ello es verdad. Moeller ha captado muy bien la dinámica que lleva a Sartre a negar toda otredad, a la doble exclusión de Dios y del mundo. Así como también capta la necesidad por la cual el ateísmo ha de radicalizarse en antiteísmo, en opción contra Dios. Pese a ello, en su análisis quedan algunos puntos que merecen una reflexión. En primer lugar, la idea de que el anticristianismo de Sartre esté relacionado con su condición de huérfano, con el resentimiento edípico hacia el padrastro. El problema, en realidad, es más complejo.

Moeller no estaba en condiciones de resolverlo porque su ensayo, de 1957, no podía valerse de la preciosa confesión autobiográfica aparecida en Les mots, publicada por Gallimard en 1964. El rechazo sartriano de Dios, su orgullosa autonomía, seguía siendo para él un «nudo secreto», difícil de deshacer pues «Sartre, a diferencia de André Gide, nunca se coloca en primer plano» [9]. Esto es lo que ocurre en Les mots, donde el filósofo traza un cuadro de su infancia, de sus deseos, de su posición religiosa. Esta última, lejos de estar determinada por la ausencia del padre, está dominada por la figura del abuelo, Charles Schweitzer, protestante y vehemente anticatólico. «En privado, por fidelidad a nuestras provincias perdidas, a la pesada alegría de los antipapalinos, sus hermanos, no se dejaba pasar ninguna ocasión para poner en entredicho el catolicismo: sus discursos de sobremesa se parecían a los de Lutero. Sobre Lourdes era inagotable: Bernadette había visto "una jovencita que se cambiaba la camisa" […]. Contaba la vida de san Labre, lleno de piojos, la de santa María Alacoque, que recogía con la lengua las deyecciones de los enfermos. Estas payasadas me fueron útiles […] yo corría el riesgo de ser buena presa para la santidad. Mi abuelo me hizo sentir repugnancia para siempre: la vi a través de sus ojos, aquella locura cruel me revolvió el estómago con la insipidez de sus éxtasis, me aterrorizó con su sádico desprecio por el cuerpo» [10].

Sartre, dividido entre el abuelo protestante y la madre católica, encerrada en "un Dios suyo", vive una tensión profunda. «En sustancia, aquello me tenía postrado: llegué a la incredulidad no por el conflicto de los dogmas, sino por la indiferencia de mis abuelos. Pese a ello, yo era creyente: en camisa, arrodillado en la cama, con las manos juntas, rezaba todos los días, pero pensaba en Dios cada vez menos» [11]. Evocando aquellos tiempos Sartre confiesa que cuenta «la historia de una vocación fallida: yo necesitaba a Dios, me fue dado, lo recibí sin comprender que lo buscaba. Al no poder anidar en mi corazón, vegetó en mí, luego murió. Hoy, cuando se habla de Él, digo […]: Hace cincuenta años, sin aquel malentendido, sin aquel error, sin aquel incidente que nos separó, habría podido haber algo entre nosotros» [12].

El vacío dejado por Dios lo ocupó la literatura, el arte de la escritura. «Este pastor fallido, fiel a la voluntad de su padre, había conservado al Divino para volcarlo en la cultura. […] Descubrí esta religión feroz y la hice mía para dorar mi mortecina vocación. […] Me hice cátaro, confundí la literatura con la oración, hice de ella un sacrificio humano» [13]. Sartre se siente predestinado, elegido, "analista de los infiernos". «De ello derivó la lúcida ceguera que padecí durante treinta años. Una mañana, en 1917, en La Rochelle, estaba esperando a algunos compañeros que tenían que acompañarme al instituto; se retrasaban y yo no sabía qué inventarme para distraerme: decidí pensar en el Omnipotente. De repente apareció en el cielo y desapareció inmediatamente sin dar explicaciones: no existe, me dije con un estupor de cortesía, y creí que había resuelto el problema. Y en cierto modo estaba resuelto, dado que, a partir de entonces, nunca tuve la menor tentación de volver a abrirlo. Pero el Otro estaba allí, el Invisible, el Espíritu Santo, aquel que era el garante de mi mandato y que señoreaba en mi vida mediante grandes fuerzas anónimas y sagradas. Me costó mucho trabajo liberarme, visto que se había instalado en la parte posterior de mi cabeza […]. Escribir fue durante mucho tiempo como pedir a la Muerte, a la Religión, de manera enmascarada, que arrancara mi vida de los brazos de la casualidad» [14].

Esta fe, cuando Sartre escribe Les mots, estaba perdida. «La ilusión retrospectiva está rota en pedazos; martirio, salvación, inmortalidad, todo se deteriora, el edificio cae en ruinas, atrapé al Espíritu Santo en los subsuelos y lo eché; el ateísmo es una empresa cruel y de largo alcance» [15]. Consciente de que «la cultura no salva nada ni a nadie, no justifica» [16], pues «uno se deshace de una neurosis, no se cura por sí mismo» [17], Sartre, sin embargo, ha de reconocer obligatoriamente que «consumidas, canceladas, humilladas, arrinconadas, silenciadas, todas las facciones del muchacho seguían en el hombre de cincuenta años» [18]. Siguen viviendo, en la memoria, los personajes literarios amados durante la adolescencia. «Griselda no está muerta. Pardaillan todavía me habita. Y Strogoff. No dependo más que de ellos, y ellos dependen sólo de Dios, y yo no creo en Dios. A ver quién lo entiende. Por mi parte, yo no entiendo ni jota, y a veces me pregunto si no estoy jugando al ganapierde y si no trato concienzudamente de pisotear mis esperanzas de antaño solo para que todo se me devuelva centuplicado. En este caso yo sería Filocteto: magnífico y nauseabundo, este enfermo donó todo, incluso su arco, sin condiciones: pero podemos estar seguro de que, muy en el fondo, él espera su recompensa» [19].

       
      2. La Natividad de Jesús como «primera mañana del mundo»

Sartre no se volvió ateo porque, siendo huérfano, rechazara la figura del padrastro. Las idiosincrasias anticatólicas de Charles Schweitzer tuvieron un peso decididamente mayor a la hora de disipar la fe juvenil de su nieto. Como prueba tenemos una obra, escrita en 1940, en la que la tesis de Moeller, según la cual Sartre «quiso negar que era "hijo"», queda sin valor. Se trata de la obra teatral Bariona, ou le Fils du tonnerre [20], que Sartre compuso durante su permanencia en un campo de prisioneros alemán. Moeller alude a ella de pasada: «En un campo de prisioneros compuso una laude navideña para ser representada en un barracón» [21]; no podía ser de otro modo, pues la primera publicación de la obra, en 500 ejemplares no salidos a la venta, data de 1962. En ella sale a relucir un Sartre inédito, distante del nihilismo de La náusea, abierto a la esperanza despertada por el novum del nacimiento. Un Sartre que reconoce lo positivo del ser y que sabe describir, con extraordinaria delicadez, el cariño asombrado de María, junto con el pudor protectivo de José, por el "Dios niño".

En junio de 1940, Sartre, debido a la derrota del ejército francés, cayó prisionero de los alemanes. En agosto se le trasladó a Alemania, al campo de prisioneros de Tréveris, donde estará hasta abril de 1941. Más allá de las privaciones, de las humillaciones, no fue para Sartre un período negativo. La experiencia de la solidaridad entre los prisioneros le arrancará de su soledad, del resentimiento de Roquentin, del desprecio del mundo. Es la premisa de la transición hacia el marxismo en el que creerá, después, encontrar la posibilidad de un "grupo de fusión", de una vida auténtica, solidaria en la lucha. «En el Stalag encontré una forma de vida colectiva que no había vuelto a vivir tras la École Normale, y quiero decir que, en resumidas cuentas, allí era feliz» [22]. Allí conoce a algunos sacerdotes, entre ellos al abad Marius Perrin, con quien entabla amistad. «En resumidas cuentas», escribe Annie Cohen-Solal, «con los curas se sentía en fraternidad. A pesar de las interminables discusiones sobre la fe» [23]. En el campo, dice Merleau-Ponty, «este anticristo había establecido relaciones cordiales con un gran número de curas y jesuitas» [24].

En este contexto nace la idea de una obra teatral, que Sartre escribe con ocasión de la Navidad de 1940. Los ensayos se hacen en el hangar que el padre Boisselot consiguió del comandante del campo para decir misa, para conciertos y espectáculos teatrales. En sus líneas esenciales, el trabajo pone en escena la historia de un jefe de poblado judío, Bariona, quien, frente a la orden del procurador romano de aumentar los impuestos, acepta pagar pero les pide a los habitantes del lugar que no tengan más hijos. Roma podrá ejercer su poder sólo en el desierto. En su imperativo suicida, Bariona no sabe todavía que su mujer, Sara, está esperando un hijo. El dramático descubrimiento no le hace desistir de su decisión, a la que se opone su consorte. Bariona es entonces informado por los pastores de que ha nacido el Mesías en un establo de Belén; esta noticia es para él sólo un engaño. El jefe judío medita la posibilidad de matar al niño, de suprimir esta vacía esperanza. Al llegar a Belén encuentra a Sara, y, junto a la cabaña, a una muchedumbre de rodillas, conmovida y feliz. Sorprendido, desiste de su empeño y, tras la noticia de que Herodes quiere matar a Jesús, reúne a los suyos, reparte las armas, y, consciente de que va a morir, sale al encuentro de los sicarios del rey. Sartre quedó muy satisfecho de su trabajo.

A Simone de Beauvoir le escribirá: «He hecho un misterio de Navidad muy conmovedor, parece, hasta el punto de que a uno de los actores le entraban ganas de llorar mientras actuaba» [25]. Treinta años después, por el contrario, dará una interpretación negativa subrayando la finalidad política de la pièce: «Hice Bariona, que era horrible, pero contenía una idea teatral […]. Los alemanes no habían comprendido la alusión, veían en ella sólo un espectáculo de Navidad» [26]. Luego añade: «Si tomé el tema de la mitología del cristianismo no es porque hubiera cambiado mi manera de pensar, ni siquiera momentáneamente, durante mi encarcelamiento. De acuerdo con los curas prisioneros, tenía que dar con un tema que en aquella Nochebuena pudiera conseguir unir a los cristianos y los no creyentes» [27].

Todo esto tiene su verdad. Si no, no se explica el final, claramente político, antialemán, de la obra. Pero no deja de ser verdad que, como observa Cohen-Solal, para Sartre se trata de una «experiencia más importante de lo que pudiera parecer» [28]. No es casualidad que, durante aquel período, se apasionara por Paul Claudel y Georges Bernanos: «Los dos grandes descubrimientos que hice en el campo fueron El zapato de raso y el Diario de un cura rural. Son los únicos libros que me causaron realmente una impresión profunda» [29]. Bariona, en realidad, es mucho más que un panfleto político, de lucha, si bien este aspecto está claramente presente. Con esta obra Sartre se acercó a una percepción del misterio del nacimiento y la maternidad, y además del misterio cristiano, como nunca antes ni después sucedería.

En este sentido, como escribe Antonio Delogu en la introducción a la edición italiana, la obra representa «una verdadera excepción» [30] en todo el pensamiento sartriano. Bariona, es, ante todo, el abandono de la visión del mundo expresado en La náusea y en los cuentos de El muro, visión que sigue siendo el eje de El ser y la nada. Las palabras que Bariona le dice a Sara para convencerla a que elimine al hijo que lleva en sus entrañas expresan el nihilismo existencial del primer Sartre: «Mujer, este niño que quieres que nazca es como una nueva edición del mundo. Mediante él las nubes y el agua y el sol y las casas y la pena de los hombres volverán a existir una vez más. Tú volverás a crear el mundo, se formará como una costra espesa y negra alrededor de una pequeña conciencia escandalizada que seguirá allí, prisionera, en medio de la costra, como una lágrima. Comprende la enorme incongruencia, el monstruoso error de tacto que supondría traer al mundo fallido nuevos ejemplares. Tener un hijo es aprobar la creación del mundo desde lo hondo del corazón, es decirle a Dios que nos atormenta: "Señor, todo es justo y te doy gracias por haber hecho el universo". ¿Quieres realmente cantar este himno? […]. La existencia es una lepra horrenda que nos corroe a todos y nuestros padres fueron culpables» [31].

No engendrar es expiar la culpa de los padres, la culpa de Dios. Es rechazar una creación impura, mal conseguida. Bariona expresa todo el resentimiento de la rebelión gnóstica, "cátara", de un nihilismo que odia el ser. La negación del hijo es la negación de un nuevo comienzo. Lo que existe merece perecer: la muerte es el juicio del mundo. Ante la pregunta de Sara: «¿Y si fuera voluntad de Dios que engendremos?» [32], Bariona pide una señal, la manifestación de Dios. Pide una señal, pero en realidad no quiere creer: «No pediré gracia ni diré gracias. […] Aunque el Eterno me enseñara su rostro por entre las nubes yo me negaría igualmente a escucharlo pues soy libre, y contra un hombre libre ni siquiera Dios puede hacer nada. Puede convertirme en polvo o aplicarme fuego como a una antorcha […], pero no puede nada contra este pilar de bronce, contra esta columna inflexible: la libertad del hombre» [33].

Bariona es Sartre, el Sartre prometeico de la libertad absoluta, de la negación de la otredad como suprema forma de autonomía. El Sartre que se prohíbe toda esperanza, entendida como fuga, como deserción de la inexorable dureza de la existencia. Bariona no puede esperar al Mesías. «Este mundo es una caída interminable, lo sabéis bien. El Mesías sería alguien que detendría este derrumbe, que daría la vuelta de repente al derrumbe de las cosas […] y nosotros naceríamos viejos para rejuvenecer después hasta la infancia» [34]. Esto no es posible: «La dignidad del hombre está en su desesperación» [35]. Hasta aquí nada nuevo. Es el Sartre más conocido, el Sartre "existencialista". En la obra, sin embargo, aparece la figura del rey mago Baltasar, personificado en el escenario precisamente por Sartre, que se improvisó actor. Baltasar representa el momento nuevo que interviene en la visión sartriana, el momento de la esperanza: «es cierto que somos muy viejos y muy sabios y conocemos todo el mal de la tierra. Por consiguiente, cuando vimos esta estrella en el cielo, nuestros corazones sintieron el mismo gozo de los niños y nos hicimos niños y nos pusimos en camino, pues queríamos cumplir nuestro deber de hombres que tienen esperanza. Quien pierde la esperanza, Bariona, será expulsado de su poblado […]. Pero a quien la tiene todo le sonríe y el mundo se le da como un regalo» [36].


      La esperanza de Baltasar es la esperanza de Sara. También ella quiere ir a Belén: «Allí hay una mujer feliz y satisfecha, una madre que ha dado a luz por todas las madres, y es como si me hubiera dado un permiso: el permiso de traer al mundo a mi niño. Quiero verla, verla, quiero ver a esta madre feliz y sagrada» [37].


      El propósito de la mujer no hace dar marcha atrás a Bariona. Tras saber por una especie de vidente el destino mortal del Mesías crucificado, crece en él el propósito de matar al niño por el bien de su pueblo, para «conservar en ellos la llama pura de la revuelta» [38]. Al llegar a Belén, frente al establo, Bariona sorprende a María de espaldas, no ve a Jesús en los brazos de su madre, ve sólo a José. «Pero veo al hombre. Es cierto: ¡cómo lo mira! ¡Con qué ojos! ¿Qué puede tener tras aquellos ojos claros, claros como dos límpidas profundidades en este rostro dulce y curtido? ¿Qué esperanza? […] Para encontrar el valor de apagar esta joven vida con mis manos, no habría tenido que vislumbrarlo antes en el fondo de los ojos de su padre. Vámonos, estoy vencido» [39]. La mirada de José fija sobre Jesús detiene la mano homicida de Bariona, que no puede evitar envidiar la felicidad asombrada de la muchedumbre que ha acudido a adorar al niño. Una felicidad vana, desde su punto de vista, y sin embargo evidente: «Han unido las manos y piensan: algo ha empezado. Pero se equivocan, es evidente, han caído en una trampa y lo pagarán muy caro más tarde; pero a pesar de ello, habrán tenido este minuto; tienen la suerte de poder creer en un comienzo. ¿Hay algo más conmovedor para el corazón de un hombre que el comienzo de un mundo, y la juventud de rasgos ambiguos, y el comienzo de un amor, cuando todo es todavía posible, cuando el sol está presente en el aire y en los rostros? […]. Y yo estoy en la gran noche terrestre, en la noche tropical del odio y de la desgracia. Pero –potencia engañadora de la fe– para mis hombres, miles de años después de la creación, nace en este cuarto, a la luz de una vela, la primera mañana del mundo» [40].

Bariona no se siente partícipe de esta esperanza. «Sí, cantan y yo estoy solo en los umbrales de su gozo […]. Me han abandonado y mi mujer está con ellos y se alegran, habiendo incluso olvidado que yo existo. Estoy en el camino del lado del mundo que termina y ellos están en la parte del mundo que comienza. Me siento más solo en el límite de su gozo y de su oración que en mi poblado desierto» [41]. Sólo ahora, incapaz de participar en el gozo común, Bariona está verdaderamente solo. Una soledad sólo aparentemente superada en el séptimo cuadro, el último de la obra, cuando Bariona cambia de idea y reúne a sus hombres para salvar a Jesús de los mercenarios de Herodes. Es la parte más "política" y, quizá, la menos conseguida, que justifica la opinión en caliente del abad Perrin tras la representación: «En este Bariona no hay nada del misterio de la Natividad clásica: no se ve ni a la Virgen ni al Niño, sólo en filigrana […]. Los hombres de Bariona se van, quizá a la muerte, pero morirán para que no sea asesinada la esperanza de los hombres libres» [42].

Esta opinión es pertinente y, sin embargo, no completamente exhaustiva. En realidad, Sartre no estuvo nunca tan cerca de intuir el misterio cristiano, aquel nuevo comienzo que hace posible la esperanza. Comienzo ligado al nacimiento de un niño. Como afirma Bariona: «Un Dios-Hombre, un Dios hecho de nuestra humilde carne, un Dios que aceptaría conocer el gusto a sal que hay en nuestras bocas cuando el mundo entero nos abandona, un Dios que aceptaría de antemano sufrir lo que sufro hoy […]. Vamos, es una locura» [43]. Esta locura se convierte en «estupor ansioso» en la mirada tierna y trepidante de María. «Lo mira y piensa: "Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mí, tiene mis ojos y esta forma de su boca es la forma de la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí". Y ninguna mujer ha recibido de la suerte a su Dios para ella sola. Un Dios pequeño que se puede tomar en brazos y cubrir de besos, un Dios cálido que sonríe y respira, un Dios que se puede tocar y que vive» [44].

Sartre no volverá a escribir así, ni de Dios ni del hombre. La obra de la Navidad de 1940 seguirá siendo, desde este punto de vista, una «excepción», como si la peculiar atmósfera del campo le hubiera acercado al misterio de la existencia. Lo suficiente para que nos dejara una de las más hermosas representaciones de la Navidad en la literatura del siglo XX.
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* Dr. en Filosofía. Catedrático de Filosofía de la Religión en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Perugia (Italia). Así mismo, imparte clases de Estética, Ética y Teología filosófica en la Pontificia Facultad Teológica “S. Buenaventura”, recientemente ha tomado la cátedra “filosofía y cristianismo” en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum. Entre sus obras publicadas destacan: La figura di Cristo in Hegel, (1983), Romano Guardini. Dialettica e antropología (1990), L´etá dello Spirito in Hegel. Dal Vangelo “storico” al Vangelo “eterno” (1995), Posmodernidad y cristianismo. ¿Una radical mutación antropológica? (1997), y recientemente, Memoria, evento, educazione (2000). Colaborador de las revistas 30Días, Il Nuovo Areopago, COMMUNIO. Revista Católica Internacional de Teología.

 

 
      Notas


     
 
      1 Ch. Moeller, Létterature du XX siècle et christianisme, II, La foi en Jésus-Christ, Tournai-Paris 1957, p. 348.


      2 Op. cit., pp. 348-349.


      3 J.P. Sartre, Les mots, Paris 1964, p. 214.


      4 C. Moeller, cit., p. 350.


      5 Op. cit., pp. 350-351.


      6 Op. cit., p. 351.


      7 Op. cit., p. 406.


      8 Op. cit., p. 401.


      9 Op. cit., p. 351.


      10 J.P. Sartre, Le parole, cit., p. 95.


      11 Op. cit., p. 96.


      12 Op. cit., pp. 97-98.


      13 Op. cit., pp. 169 y 170.


      14 Op. cit., pp. 236-237.


      15 Op. cit., p. 238.


      16 Op. cit., p. 239.


      17 Ibidem.


     
18 Ibidem.


     
19 Op. cit., p. 240.


      20 J. P. Sartre, Bariona, ou le Fils du tonnerre, París 1970.


      21 Ch. Moeller, cit., p. 348.


     
22 J.P. Sartre, Oeuvres romanesques, París 1981, p. LXI.


      23 A. Cohen-Solal, Sartre, Nueva York 1985, p. 188.


      24 M. Merleau-Ponty, Sens et non sens, París 1948, p. 61.


      25 J.P. Sartre, Lettres au Castor et à quelques autres, París 1983, p. 657.


      26 Cit. En S. De Beauvoir, La Cérémonie des adieux, París 1981, p. 238.


      27 M. Contant-M. Rybalka, Les Ecrits de Sartre – Chronologie, Bibliographie commentée, París 1970, p. 564.


      28 A. Cohen-Solal, Sartre, cit., p. 191.


      29 Entrevista de Sartre con Claire Vervin para el artículo «Lectures de prisonniers», en Les lettres françaises, 2 de diciembre de 1944, p. 3.


      30 A. Delogu, «Un mistero di Natale molto commovente», Introducción a J.P. Sartre, Bariona o il figlio del tuono, p. VII.


      31 J.P. Sartre, Bariona o il figlio del tuono, p. 36.


      32 Op. cit., p. 38.


      33 Op. cit., p. 61.


      34 Op. cit., p. 64.


      35 Op. cit., p. 68.


      36 Op. cit., pp. 70-71.


      37 Op. cit., p. 72.


      38 Op. cit., p. 89.


      39 Op. cit., p. 97.


      40 Op. cit., p. 101.


      41 Op. cit., p. 102.


      42 M. Perrin, Avec Sartre au Stalag XII D, París 1980, p. 78.


      43 J.P. Sartre, Bariona o il figlio del tuono, p. 78.


      44 Op. cit., p. 91.

 

 

Fuente: Revista Internacional 30Días en la Iglesia y el mundo, No. 1, Enero de 2004.