P. Rufino Mª Grández, ofmcap.

FLOS SANCTORUM





2 de noviembre

Conmemoración de los Fieles Difuntos - 4


La muerte redentora nos espera


La muerte, soberano misterio de Dios para el hombre, es el supremo acto de amor que Dios nos otorga a nosotros, como hijos; y, en correspondencia, es la última oblación, el acto de amor más puro, de la criatura para con su Creador. Sea la muerte como martirio, sea la muerte como el devenir natural del ser humano, la muerte es eso: misterioso sacramento de la vida, misterioso encuentro del amor de Dios con el amor de la criatura. Hay muerte de “resignación” (no hay más remedio que morir, y me rindo) y muerte de “aceptación”: me entrego a tu voluntad divina en mi muerte. Queremos expresarlo en este poema de oración, que puede tener valor de himno litúrgico en torno a las celebraciones de nuestros hermanos difuntos.

Por otra parte, la Escritura siempre nos ha hablado de la muerte como de reunión con los que nos han precedido en la misma fe. La muerte nos une a la caravana de creyentes (Hb 11) y de esta caravana pasamos al abrazo divino.

La muerte de Jesús es la clave, suprema y única, de nuestra muerte. En su muerte se cumple la tiniebla escatológica (Am 8,9) y muere en el amor supremo, como Hijo, en la obediencia total, agrado sumo de su Padre. “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” (Lc 23,46).

Cuando morimos vamos en ese camino adelante, camino sin retorno, que se adentra en Dios. En suma, la muerte, que está verificando el Misterio pascual de Cristo, es el supremo despojo y el supremo amor, la consagración para la eternidad. Y lo que Dios hace al morir nosotros, Él lo sabe. El nos pasa a su corazón, mediante la purificación amorosa que nosotros ignoramos.


La muerte redentora nos espera,
por Dios santificada en su agonía;
será el amor total, ofrenda y tránsito,
será despojo y vida, Eucaristía.

Celebración augusta que traspasa
el ser que soy, tiniebla y mediodía;
el holocausto en fuego celestial
de todo lo que el alma en sí tenía.

Será el anhelo libre, desatado
de todo lo que aquí le detenía;
mi barca en alta mar, a lo infinito,
la fe, la vela en esta travesía.

Venid en mi alianza, hermanos santos,
padre Abraham con Moisés y Elías,
creyentes que elevasteis la esperanza,
cual pabellón de ruta, luz y guía.

Iré yo a congregarme con mi pueblo
y Dios me purifique en su armonía;
será la iniquidad aniquilada,
y en su Reino hallaré ciudadanía.

¡Oh Dios, mi solo Dios, eternamente,
victoria, lumbre, vida y alegría.
glorificado seas en mi muerte,
salvado sea yo en tu parusía! Amén.


3 noviembre 2009.