EL AÑO LITÚRGICO |
VI. Pentecostés
Ponemos nuestra atención especialmente en dos: Sinaí y Babel. Lo que es el Sinaí en la historia de la Primera Alianza es Pentecostés en la Nueva y Eterna Alianza. “Todo el monte Sinaí humeaba, porque Yahveh había descendido sobre él en el fuego. Subía el humo como de un horno, y todo el monte retemblaba con violencia” (Ex 19,18). Y en el Misterio Pascual el Espíritu irrumpe como Fuego divino: “De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse” (Hch 2,2-4). Los Satos Padres, como lo anota el Concilio, se ha complacido en ver el episodio de Pentecostés como el Anti-Babel. Babel (Gn 11) fue la confusión y la dispersión; Pentecostés. “Consumada, pues, la obra, que el Padre confió el Hijo en la tierra (cf. Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, para que santificara a la Iglesia, y de esta forma los que creen en Cristo pudieran acercarse al Padre en un mismo Espíritu (cf. Ef 2,18). Hace rejuvenecer a la Iglesia por la virtud del Evangelio, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: "¡Ven!" (cf. Ap 22,17). Así se manifiesta toda la Iglesia como "una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Lumen gentium, 4).
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