De
San Juan Bautista de la Salle
PREFACIO
Causa
sorpresa comprobar que la mayoría de los cristianos considera la cortesía o
urbanidad como simple cualidad humana y mundana, y al no querer elevar su
espíritu más arriba, no la miran como virtud que dice relación a Dios, al
prójimo y a sí mismo. Es una prueba del poco cristianismo que reina en el
mundo y de lo escasas que son las personas que en él viven y se conducen según
el espíritu de Jesucristo.
Y
sin embargo, ese espíritu es el único que debe animar todas nuestras acciones
para hacerlas santas y agradables a Dios; lo cual es una obligación, como nos
advierte San Pablo cuando nos dice, en la persona de los primeros cristianos,
que pues debemos vivir por el espíritu de Jesucristo, igualmente debemos
guiarnos en todo por este mismo espíritu.
Como
no hay acción en vosotros que no deba ser santa, según dice el mismo Apóstol,
no puede haber acto alguno que no esté inspirado por motivos cristianos: y
así, todas nuestras acciones externas, las únicas que puede regular la
cortesía, deben siempre tener y llevar consigo cierto carácter de virtud.
Incumbe
a los padres y madres tomar esto en consideración cuando educan a sus hijos; y
los maestros y maestras encargados de instruir a los niños deben prestar a ello
particular atención.
Cuando
les propongan normas de cortesía no descuiden nunca el decirles que hay que
ponerlas en práctica sólo por motivos puramente cristianos, que miran a la
gloria de Dios y a la salvación. No dirán, pues, a los niños que dirigen que
si no hacen tal o cual cosa se les criticará, perderán la estima, se les
ridiculizará...; eso no vale sino para inspirarles el espíritu del mundo y
alejarles del Evangelio.
Cuando
quieran inducirles a determinadas prácticas exteriores en relación con la
actitud corporal y la simple circunspección, cuidarán de moverles a ello por
el motivo de la presencia de Dios, como hace San Pablo al advertir al respecto a
los fieles de su tiempo: que su modestia debía ser notoria a todos los hombres
porque el Señor estaba cerca, o lo que es igual, por respeto a la presencia de
Dios ante el cual vivían.
Cuando
les enseñen y les hagan practicar normas de cortesía en relación con los
prójimos, les alentarán a no darles tales muestras de benevolencia, honor y
respeto sino por ser miembros de Jesucristo y templos vivos y animados de su
espíritu.
Así
exhorta San Pablo a los primeros fieles cuando les escribe que amen a sus
hermanos y tributen a cada cual el honor que merece, para mostrarse verdaderos
siervos de Dios, dando testimonio de que honran a Dios en la persona del
prójimo.
Si
todos los cristianos se habituaran a no dar señales de benevolencia, estima y
respeto sino con estas miras y por motivos de esta naturaleza, santificarían
todas sus acciones por este medio, y permitirían discernir como se debe la
cortesía y urbanidad cristianas de las que son puramente mundanas y casi
paganas. Y al vivir así como cristianos auténticos, con modales exteriores
conformes a los de Jesucristo y a los que exige su profesión, se les
distinguiría de los infieles y de los cristianos de nombre, como cuenta
Tertuliano que se reconocía y diferenciaba a los cristianos de su época por su
exterior y su modestia.
La
cortesía cristiana es, pues, el proceder discreto y regulado que se traduce en
las palabras y acciones exteriores mediante un sentimiento de modestia o
respeto, o de unión y caridad de cara al prójimo, y que toma en consideración
el tiempo, el lugar y la persona con la que se conversa; y esta cortesía en
cuanto mira al prójimo se llama más propiamente urbanidad.
En
las prácticas de cortesía y urbanidad hay que tener en cuenta el tiempo: pues
las hay que estuvieron en uso en siglos pasados, e incluso hace algunos años, y
que hoy ya no se practican; y el que intentara seguir utilizándolas pasaría
por singular, en lugar de ser considerado como persona cortés y distinguida.
Igualmente
en lo que mira a la cortesía hay que conducirse según lo que se practica en el
país donde uno vive o en el que se halla, pues cada nación tiene sus
costumbres particulares de cortesía y urbanidad, por lo que muy a menudo lo que
es indecoroso en un país pasa por cortés y digno en otro.
Incluso
hay cosas que la cortesía exige en ciertos ambientes concretos y que en otros
están totalmente prohibidas, pues lo que debe practicarse en el palacio del rey
o en su cámara no debe hacerse en otro lugar, ya que el respeto que se debe a
la persona del rey pide que se tengan ciertas atenciones en su casa que no hay
por qué repetirlas en la de un particular.
Por
lo mismo, uno se comporta de manera diferente en su propia casa que en la ajena,
y en casa conocida, de otro modo que en la del que no se conoce.
Si,
pues, la urbanidad pide que se tenga y se manifieste particular respeto a
ciertas personas, el cual no se debe, y hasta sería descortés, manifestarlo a
otros, es preciso que cuando se tropiece con alguien o se converse con él se
tenga en cuenta su condición, para tratarlo y actuar con él como lo pide su
calidad.
También
debe uno considerarse a sí mismo y lo que es; puesto que el inferior a otros
debe profesar sumisión a los que le son superiores, bien sea por alcurnia, por
el empleo o por su calidad, y manifestarles mucho mayor respeto que el que les
mostraría otro que fuera igual que ellos.
Un
campesino, por ejemplo, debe exteriorizar más reverencia a su señor que un
artesano que no dependiera de él; y este artesano debe expresar mucho más
respeto a dicho señor que un gentilhombre que fuera a visitarle.
La
cortesía y la urbanidad, por consiguiente, no consisten en el fondo sino en
prácticas de comedimiento y de respeto para con el prójimo; y como ese
comedimiento brilla más en la compostura y el respeto con el prójimo en las
acciones ordinarias, que casi siempre se realizan delante de los demás, ha
parecido bien tratar en este libro por separado de ambas cosas :
1.
De la circunspección que debe aparecer en los modales y compostura de las
diferentes partes del cuerpo.
2.
De las señales exteriores de respeto o de afecto especial que deben tributarse,
en las diversas acciones de la vida, a todas las personas ante quienes se
realizan, y con las que cabe tener que tratar.
PRIMERA
PARTE
DE
LA CIRCUNSPECCIÓN QUE DEBE APARECER EN LOS MODALES Y COMPOSTURA DE LAS
DIFERENTES PARTES DEL CUERPO
Capítulo
1
Modales
y compostura de todo el cuerpo
Lo
que más contribuye a dar elegancia a una persona y a que sea considerada como
persona prudente y educada es el mantener todas las partes de su cuerpo en la
posición que la naturaleza o el uso exigen.
Para
esto hay que evitar varios defectos. El primero de ellos es la afectación y
encogimiento, que hacen a la persona amanerada en su exterior, lo que es
totalmente opuesto a la urbanidad y a las reglas de la circunspección.
Hay
que guardarse asimismo de cierta negligencia que manifiesta laxitud y flojera en
el proceder haciendo a la persona despreciable, ya que esta mala costumbre
delata bajeza de espíritu y también de nacimiento o de educación.
Préstese
particular atención a no aparentar ligereza en el porte, lo que sería efecto
de un espíritu flojo. Quienes tengan un espíritu naturalmente ligero y
atolondrado, si no quieren caer en este defecto o desean corregirse del mismo,
hagan de suerte que no muevan sin atención ninguno de los miembros de su cuerpo
y no lo hagan si no es con mucha mesura. Los que son de temperamento activo y
precipitado deben entrenarse mucho para no obrar nunca sino con gran
moderación, traten de pensar antes de obrar y de mantener el cuerpo tanto como
puedan en una misma postura y situación.
Aunque
no convenga aparentar un exterior estudiado, es preciso saber ordenar todos los
movimientos y regular el comportamiento de todas las partes del cuerpo.
Enséñeselo con todo cuidado a los niños y las personas, cuyos padres fueron
negligentes en formarles en su niñez, aplíquenselo de un modo particular,
hasta acostumbrarse y conseguir que tales prácticas les sean cómodas y como
naturales.
Es
necesario que en el porte de una persona figure siempre algo de gravedad y
majestuoso; pero se pondrá empeño en que no haya nada que sienta orgullo o
altivez de espíritu, ya que esto desagrada en extremo a todo el mundo. Esta
gravedad sólo es fruto de la mesura y sensatez que el cristiano debe mostrar en
toda su conducta. Siendo de estirpe elevada, puesto que pertenece a Jesucristo y
es hijo de Dios, el ser soberano, nada bajo puede tener ni mostrar en su
exterior; todo en él debe tener un aire de altura y de grandeza que guarde
alguna relación con el poder y la majestad de Dios a quien sirve y que le ha
dado el ser, pero que no procede de la estima de sí ni de la preferencia a los
demás. Ya que debiendo todo cristiano conducirse según las reglas del
Evangelio, debe tributar honor y respeto a todos los demás, mirándolos como a
hijos de Dios y hermanos de Jesucristo, y considerándose como un hombre cargado
de pecados, debe humillarse continuamente y ponerse por debajo de ellos.
Al
estar en pie hay que mantener el cuerpo derecho, sin inclinarlo ni de un lado ni
del otro, ni inclinarse como un viejo que ya no puede sostenerse. Es muy
indecoroso enderezarse con afectación, apoyarse contra un muro o cualquier otra
cosa, contorsionar el cuerpo o estirarse indecentemente.
Al
estar sentado no debe uno distenderse flojamente, ni apoyarse fuertemente en el
respaldo de la silla; es indecoroso el estar sentado demasiado bajo o demasiado
alto, a menos que no haya otra posibilidad, y es mejor normalmente estar sentado
demasiado alto que demasiado bajo; pero si se está en compañía, hay que ceder
siempre, sobre todo a las mujeres, los asientos más bajos, por considerarlos
más cómodos.
Ni
el frío, ni otros sufrimientos o incomodidades permiten tomar posturas
indecorosas, y es contrario a la urbanidad el manifestarlas con el porte, a
menos que sea imposible hacer de otro modo.
El
no poder soportar nada sin manifestarlo exteriormente es asimismo signo de
excesiva blandura y delicadeza.
Capítulo
2
La
cabeza y las orejas
Para
llevar la cabeza con urbanidad hay que mantenerla derecha, sin bajarla ni
inclinarla a derecha o izquierda; evitar encerrarla o hundirla entre las
espaldas; girarla en todas direcciones es propio de un espíritu ligero y
cambiarla frecuentemente de posición es signo de inquietud y de perplejidad.
Levantar la cabeza con afectación demuestra arrogancia. Es totalmente opuesto
al respeto debido a una persona, levantarla, sacudirla, o bambolearla cuando nos
habla, porque esto pone de manifiesto que no se le tiene la estima que le es
debida y que no se está dispuesto a creer ni a hacer lo que nos dice.
No
debe uno permitirse jamás la libertad de apoyar la cabeza en la mano como si no
se pudiera sostener.
Rascarse
la cabeza al hablar o cuando se está con otro sin hablar, es muy indecoroso e
indigno de una persona bien nacida: es al mismo tiempo efecto de grave
negligencia y desaseo, ya que ordinariamente es consecuencia de no haber puesto
bastante cuidado en peinarse y tener la cabeza limpia. Este particular cuidado
tendrán las personas que no usan peluca, no dejar suciedad ni grasa sobre su
cabeza, porque sólo las personas mal educadas caen en esta negligencia y debe
considerarse la limpieza del cuerpo, y en particular de la cabeza, como signo
exterior y sensible de la pureza del alma.
La
modestia y la honestidad exigen que no se deje acumular mucha suciedad en las
orejas; convendrá, pues, limpiarlas de cuando en cuando con un instrumento
adecuado, llamado por eso mondaoídos. Es muy descortés servirse para ello de
los dedos o de un alfiler; hacerlo en presencia de otras personas es contrario
al respeto que se les debe; este mismo respeto se debe a los lugares sagrados.
No
es decoroso llevar una pluma en la oreja, ni flores, tener las orejas perforadas
o usar pendientes: esto no sienta bien a un hombre por ser signo exterior de
esclavitud, lo cual no le conviene.
El
adorno más bello para las orejas es el que estén aseadas y sin aditamentos;
los hombres, de ordinario, deben taparlas con los cabellos, las mujeres las
llevan más descubiertas; y a veces es costumbre, sobre todo en las mujeres de
la nobleza, que lleven perlas, diamantes o piedras preciosas pendientes de las
orejas. Con todo, es más discreto y más cristiano no añadir a las orejas
adorno alguno, porque por ellas entra la Palabra de Dios en el espíritu y en el
corazón, y el respeto que se debe profesar a esta divina Palabra tiene que
impedir que se le acerque nada con resabios de vanidad.
No
hay mejor adorno para las orejas de un cristiano que el estar bien dispuestas a
escuchar atentamente y recibir con sumisión las instrucciones en torno a la
religión y máximas del santo Evangelio. Por esta causa los santos cánones han
prescrito a todos los eclesiásticos el tener las orejas totalmente
descubiertas, para que entiendan que deben estar siempre atentos a la ley de
Dios, a la doctrina de la Verdad y a la ciencia de la Salvación de las que
ellos son los depositarios y los dispensadores.
Capítulo
3
Los
cabellos
No
hay nadie que no deba tomar por regla y práctica el peinarse todos los días y
no hay que presentarse nunca ante quien sea con los cabellos desordenados y
desaliñados. Téngase sobre todo cuidado de que no tengan parásitos ni piojos.
Esta preocupación y estos cuidados son particularmente importantes para los
niños.
Aunque
fácilmente pueda omitirse el poner polvos sobre sus cabellos y que la cosa
pueda tacharse de ser hombre afeminado, hay que procurar no tener los cabellos
grasientos; por esto, cuando lo son naturalmente se los puede desengrasar con
salvado, o poner polvo en el peine para secarlos y, si es posible, quitarles la
humedad que podría estropear la ropa y los vestidos.
Es
muy descortés peinarse en presencia de otros, pero es una falta insoportable el
hacerlo en la iglesia. Es un lugar en el que se debe estar muy limpio por el
respeto que se debe a Dios: pero el mismo respeto obliga a no entrar en ella si
no se está limpio.
Si
San Pedro y San pablo prohiben a las mujeres ensortijarse los cabellos, con
mayor razón condenan estos arreglos en los hombres que, teniendo naturalmente
mucha menos inclinación a esta clase de vanidades que las mujeres, deben, por
consiguiente, despreciarlas mucho más y estar mucho más alejados de
abandonarse a ellas.
Así
como no conviene tener los cabellos muy cortos, cosa que desfiguraría a la
persona, hay que procurar también que no sean demasiado largos y en particular
que no caigan sobre los ojos. Por esto es bueno cortarlos convenientemente de
cuando en cuando.
Hay
personas que por comodidad, cuando tienen calor o algo que hacer, meten sus
cabellos detrás de las orejas o debajo del sombrero. Esto es muy indecoroso
siendo siempre conveniente dejar caer los cabellos naturalmente. Es también
cortés y distinguido no tocarlos sin necesidad, y el respeto debido a los
demás exige no poner la mano sobre los propios cabellos en su presencia.
Guárdese,
pues, mucho de pasar varias veces la mano plana sobre la cabeza alisando los
cabellos, estirándolos o rizándolos con los dedos, pasando los dedos a través
como para peinarlos, sacudiéndolos descortésmente agitando la cabeza. Son
modales inspirados por la comodidad o la grosería pero que la urbanidad, la
modestia y el respeto del prójimo no pueden sufrir.
Es
mucho más descortés tener una peluca mal peinada que los propios cabellos. Por
esto, los que la usan deben cuidar de tenerla siempre a punto, ya que los
cabellos que la componen, careciendo del sustento propio, tienen necesidad de
ser peinados y ajustados con mucha más solicitud que los cabellos naturales,
para que se mantengan aseados.
Una
peluca es mucho más apropiada y adecuada a la persona que la lleva cuando es
del color de los cabellos propios que cuando es más morena o más rubia. Los
hay, sin embargo, que la tienen tan ensortijada y de un rubio tan claro que más
parece de mujer que de hombre.
Aunque
no sea necesario menospreciar esta clase de adornos, cuando están en uso, es,
sin embargo, contra la conveniencia y la sensatez del hombre destinar mucho
tiempo y trabajo para tenerlos limpios y siempre a punto.
Capítulo
4
La
cara
Dice
el Sabio que se conoce al hombre cuerdo, por el aspecto de su cara. Por esta
causa, cada uno debe disponer su rostro de modo que pueda a un tiempo ser amable
y edificar al prójimo por su exterior.
Para
hacerse agradable, no debe haber en el rostro nada que sea severo o repugnante,
no debe aparecer tampoco nada huraño ni salvaje; no debe verse en él nada que
sea ligero o parezca escolar; todo debe tener en él un aspecto grave y sensato.
Tampoco es decoroso tener un rostro melancólico y malhumorado; es preciso que
en él nada insinúe la pasión o cualquier otra afección desordenada.
El
rostro debe ser alegre, sin disolución ni disipación; debe ser sereno, sin ser
demasiado libre; simpático sin dar muestras de familiaridad demasiado grande.
Debe ser dulce, sin blandura y sin mostrar algo que parezca ligereza; pero ha de
dar a todos muestra de respeto, o al menos de afecto y de benevolencia.
Con
todo es conveniente componer el rostro según los diferentes casos y ocasiones
que se presentan, ya que, debiendo compadecer al prójimo y mostrar por lo que
aparezca en la cara que se comparte sus penas, no debe tenerse un rostro
risueño y alegre cuando se trae alguna noticia triste, o algo penoso le haya
sucedido a alguien, y tampoco se tendrá un rostro triste al ir a comunicar algo
agradable o que traerá alegría.
Respecto
de los propios asuntos, un hombre avisado debería procurar ser siempre él
mismo y tener su rostro siempre igual, puesto que ni la adversidad debe
abatirle, ni la prosperidad hacerlo más alegre. Debe mantener su rostro siempre
tranquilo, que no cambie fácilmente de disposición o movimiento según lo que
suceda, agradable o desagradable.
Las
personas cuyo rostro cambia en cada ocasión son muy incómodas y es muy penoso
soportarlas. Tan pronto están alegres como tristes y melancólicas, a veces
inquietas, otras con prisas. Todo esto muestra que la persona no es virtuosa ni
trabaja en corregir sus pasiones, que sus modos de obrar son enteramente humanos
y naturales y nada según el espíritu del cristianismo.
Tampoco
hay que presentar un rostro risueño y libre a toda clase de personas.
Es
bueno mostrar mucha discreción en el rostro cuando se encuentra uno con
personas a las que se debe gran respeto y es cortés el tener un aspecto grave y
serio en su presencia. Es asimismo prudente no tener un rostro demasiado
accesible frente a los inferiores, en particular con los criados. Y si se está
obligado a mostrarles dulzura y condescendencia, también es importante el no
familiarizarse.
Respecto
a las personas con las que se es libre y con las cuales se obra ordinariamente,
es bueno presentar un rostro más simpático, a fin de dar de este modo más
facilidad y atractivo a la conversación.
El
aseo pide limpiar todas las mañanas la cara con un paño blanco, para
desengrasarla. No es tan conveniente lavarla con agua, pues ello la torna más
sensible al frío en invierno y al bochorno en verano.
Es
faltar al decoro frotar y tocarse cualquier parte del rostro con las manos
desnudas, sobre todo si no es necesario; si es preciso hacerlo, por ejemplo para
quitar alguna suciedad, hay que hacerlo ligeramente con la extremidad del dedo,
y cuando se vea uno obligado a secar el rostro durante el calor, deberá
utilizar el propio pañuelo, no frotar con fuerza ni hacerlo con las dos manos.
No
es educado soportar suciedad o barro sobre el rostro. Sin embargo, hay que
evitar limpiarse en presencia de otros y si sucede que se descubre su existencia
estando en compañía, hay que cubrirse el rostro con el sombrero para quitarlo.
Es
muy indecoroso, demuestra mucha vanidad y no conviene a cristianos, ponerse
lunares en la cara y maquillarla con polvos y carmín.
Capítulo
5
La
frente, las cejas y las mejillas
Es
poco decente tener el rostro arrugado. Ordinariamente es signo de un espíritu
inquieto y triste. Hay que procurar que no presente rudeza, sino, más bien, un
aire de cordura, placidez y benevolencia.
El
respeto que se debe al prójimo no permite, al hablar de alguien, golpearse la
frente con el extremo del dedo para indicar que es una persona aferrada a su
sentir y a su propio juicio, o golpear con el dedo curvado la frente de otro
para darle a entender que se tiene este parecer de él.
Es
familiaridad mal vista que dos personas se froten o se golpeen la frente, aunque
sea por juego, la una contra la otra. Esto no va con personas razonables.
Es
descortés fruncir las cejas; es signo de altivez. Es preciso tenerlas siempre
extendidas. Elevarlas es signo de desprecio; bajarlas hacia los ojos, indica
melancolía. No es conveniente llevarlas muy cortas, pues la buena educación
pide que cubran la carne y que sean suficientemente aparentes.
El
adorno más bello de las mejillas es el pudor que las enrojece, en una persona
bien nacida, cuando se pronuncia en su presencia alguna palabra deshonesta,
alguna mentira o maledicencia. Sólo los insolentes y los desvergonzados son
capaces de mentir osadamente, o decir o hacer cualquier indecencia sin que sus
mejillas enrojezcan.
No
es cortés el mover demasiado las mejillas, o tenerlas demasiado apretadas. Lo
es todavía menos el hincharlas, lo cual denota arrogancia o algún violento
impulso de cólera.
Al
comer hay que hacer de modo que las mejillas no se levanten, y es muy descortés
comer a dos carrillos. Cuando esto sucede es señal de que se come con extrema
avidez, lo que no puede ser efecto más que de una glotonería totalmente
inmoderada.
No
hay que tocar nunca las mejillas propias, ni las ajenas, para halagarle. Es
preciso guardarse bien de pellizcarlas, sea quien sea, aunque se trate de un
niño: causa muy poca gracia.
Tampoco
puede tomarse uno la libertad de tocar la mejilla, aun cuando no fuera más que
por reír y a modo de juego; todas estas maneras son familiaridades que nunca
están permitidas.
Abofetear
a un hombre constituye una gran injuria. En el mundo se considera afrenta
intolerable. El Evangelio aconseja sufrirla y quiere que los cristianos que
procuran imitar a Jesucristo en su paciencia, estén dispuestos, y aun prestos,
después de recibir una bofetada, a presentar la otra mejilla para recibir la
segunda; pero prohíbe darlas. Sólo un grave acceso de cólera o un deseo de
venganza puede impulsar a hacerlo.
Un
hombre cuerdo no debe levantar nunca la mano contra otro. La urbanidad y la
honestidad no se lo permiten, ni siquiera contra un criado.
Capítulo
6
Los
ojos y la vista
Dice el Sabio que a menudo se conoce por los ojos lo que uno lleva en el fondo del alma, su bondad o su mala disposición (Eclo 19, 29); y si bien no es enteramente seguro, sí suele ser una señal bastante corriente. Por esto, uno de los primeros cuidados que hay que tener en cuanto a lo exterior, es el de componer los ojos y regular el modo de mirar.
La
persona que quiere hacer profesión de humildad y modestia y tener un exterior
formal y sereno, tiene que conseguir que sus ojos sean dulces, pacíficos y
comedidos.
Aquellos
a quienes la naturaleza les ha negado esta ventaja y no gozan, por tanto, de
dicho atractivo, deben esforzarse por corregir tal carencia mediante cierta
compostura risueña y modesta, cuidando que sus ojos no resulten más
desagradables [aún] por su negligencia.
Los
hay con ojos terribles, que revelan un hombre encolerizado o violento; otros los
tienen excesivamente abiertos y miran con osadía: es señal de espíritus
insolentes, que no respetan a nadie.
A
veces algunos tienen ojos extraviados, que nunca se detienen y miran sin parar a
un lado y a otro: es típico de espíritus ligeros. Otros, en alguna ocasión,
tienen los ojos tan fijos en un objeto que parece que quieren devorarlo con la
mirada; y, no obstante, sucede a menudo que tales individuos no prestan la
mínima atención al objeto que tienen delante: de ordinario son personas que
están pensando intensamente en algún negocio que les interesa mucho más; o
bien divagan sin detener su mente en cosa concreta.
Hay
otros que miran al suelo fijamente, y a veces incluso alternativamente, a los
lados como quien busca algo que acaba de perder: son espíritus inquietos y
desconcertados, que no saben qué hacer para salir de su desazón.
Estas
diversas maneras de fijar los ojos y de mirar son enteramente opuestas a la
cortesía y a la distinción, y no se las puede corregir sino manteniendo el
cuerpo y la cabeza derechos, con los ojos modestamente bajos, y procurando
conservar un exterior natural y simpático.
Si
es impropio llevar la vista muy elevada, también lo es, para los que viven en
el mundo, llevarla muy baja: eso tiene más pinta de religioso que de seglar. Si
bien los eclesiásticos y los que pretenden serlo deben dejarse ver con mirada
modesta y exterior muy circunspecto, ya que conviene a los consagrados, y a los
que desean entrar en este estado, acostumbrarse a la mortificación de los
sentidos y mostrar por su modestia que, estando consagrados a Dios o deseando
serlo, tienen el espíritu ocupado en él y en lo que le concierne.
Se
puede adoptar respecto a los ojos la norma de tenerlos medianamente abiertos, a
la altura del cuerpo, de modo que se pueda percibir distinta y fácilmente a
todas las personas con las que se está. No se debe fijar la vista sobre nadie,
particularmente sobre las personas de sexo diferente o que sean superiores; y,
al mirar a una persona, deberá ser de modo natural, dulce y honesto, tal que la
mirada no delate ninguna pasión ni afecto desordenado.
Es
muy descortés mirar de través, ya que es signo de desprecio, cosa que no puede
permitirse salvo, a lo más, a los amos respecto de sus criados, al reprenderles
de alguna falta grave en la que hubieren caído. Produce mala impresión mover
continuamente los ojos, guiñarlos una y otra vez, todo lo cual es índice de
poco juicio.
No
es menos contrario a la urbanidad que a la misericordia, el mirar con curiosidad
y ligereza todo lo que se ofrece y debe procurarse no mirar demasiado lejos y
sólo delante de sí, sin volver la cabeza y los ojos de un lado a otro. Pero
como el espíritu del hombre le impulsa a verlo y saberlo todo, es muy necesario
velar sobre sí mismo para abstenerse de ello, dirigiendo a menudo a Dios estas
palabras del Profeta Rey: Dios mío, desvía mis ojos y no permitas que se paren
a mirar cosas inútiles.
Es
muy descortés mirar por encima del hombro, volviendo la cabeza: hacerlo es
despreciar a las personas presentes. Dígase lo mismo de mirar por detrás o por
encima de la espalda de otra persona que lee o tiene alguna cosa, para enterarse
de lo que lee o tiene.
Hay
defectos, con relación a la vista, que manifiestan tanta vulgaridad o ligereza
que, de ordinario, sólo los niños o los escolares pueden caer en ellos. Por
chabacanos que sean, nadie extrañe el que figuren aquí, con el fin de que los
niños se guarden de ellos y de que se les pueda vigilar para impedir que se
entreguen a los mismos.
Los
hay que hacen muecas para parecer horribles, otros remedan a los bizcos o
bisojos para provocar la risa. Los hay que levantan los párpados con los dedos;
otros miran cerrando un ojo, como los ballesteros cuando apuntan. Todos estos
modos de mirar don descorteses e indecorosos. No hay personas razonables ni
niños educados, que no consideren estas muecas indignas de un hombre cuerdo.
Capítulo
7
La
nariz y la manera de sonarse y de estornudar
No
es decoroso fruncir la nariz. Ordinariamente lo hacen los guasones. También es
descortés removerla; ni siquiera hay que tocarla, ni con la mano ni con los
dedos desnudos.
La
urbanidad exige tenerla limpia, siendo muy vil dejarla llenarse de moco, ya que
la nariz es el honor y la belleza del rostro, la parte más aparente de nuestro
cuerpo.
Se
considera muy grosero hurgar continuamente las narices con el dedo, y mucho más
el meter en la boca lo que se ha sacado de las narices, o incluso el dedo que se
metió en ellas: este proceder es capaz de dar náuseas a los que lo presencian.
Es muy feo sonarse con la mano desnuda, pasándola por debajo de la nariz, o sonarse con la manga, o los vestidos. Es muy contrario a la urbanidad sonarse con los dedos, echar después el moco al suelo y luego secar los dedos en los vestidos, sabiendo cuán desagradable es ver tales suciedades sobre los vestidos, que deben estar siempre muy limpios, por pobres que sean, ya que son ornamento de un siervo de Dios y de un miembro de Jesucristo.
Hay
quien aprieta la nariz con un dedo y, en seguida, soplando con la nariz, empuja
la suciedad que contiene al suelo. Los que así obran son gentes que no saben
nada de la urbanidad.
Hay
que servirse siempre del propio pañuelo para sonarse y nunca de otra cosa, y,
al hacerlo, cubrir ordinariamente la cara con el sombrero o, al menos, si no hay
muchas personas y se puede desviar fácilmente la cabeza de los demás, hay que
hacerlo, sonándose fuera de su presencia.
Al
sonarse hay que evitar hacer ruido con la nariz, soplar demasiado fuerte con las
narices y zumbar, pues causa muy mala impresión.
Estando
a la mesa, es conveniente cubrirse con la servilleta y esconder lo más posible
la cara, pues no es cortés sonarse a la vista.
Antes
de sonarse es mal educado emplear mucho tiempo para sacar el pañuelo, y es
falta de respeto a las personas presentes desplegar sus diferentes partes para
ver de qué lado se sonará. Hay que sacar el pañuelo y sonarse rápidamente de
modo que pase casi desapercibido de los demás.
Se
debe evitar, después de sonarse, mirar el pañuelo, pero está bien visto el
plegarlo rápidamente y meterlo en el bolsillo.
No
es cortés tener el pañuelo en la mano, ni ofrecerlo a otro para lo que sea,
aunque esté limpio. Con todo, si una persona lo pide con insistencia, podrá
prestárselo.
Cuando
se siente la necesidad de estornudar no hay por qué reprimirla, pero es
conveniente al menos, poner un poco la cabeza de lado, protegerse con el
pañuelo y estornudar luego con el menor ruido posible. Después hay que
agradecer a la persona que haya saludado haciéndole la reverencia.
Cuando
alguien estornuda no se debe decir en alta voz: Dios le bendiga o Dios le
asista. Únicamente se debe, sin proferir palabra alguna, descubrirse y hacer la
reverencia, reverencia profunda, inclinándose mucho, si se refiere a una
persona digna de mucho respeto.
Es
costumbre bastante común tomar rapé; con todo, es mejor no tomarlo,
particularmente cuando se está en compañía; y nunca hay que hacerlo en
presencia de personas a las que se debe respeto. Siempre es indecoroso mascar
tabaco o meter hojas en la nariz; no lo es menos fumarlo en pipa, y es
intolerable hacerlo delante de señoras.
Si
una persona de calidad toma tabaco delante de los que lo acompañan y se lo
ofrece, éstos no pueden rehusarlo por el respeto que le deben, y en caso de que
les repugne tomarlo por la nariz, bastará fingir que se toma.
Si
la costumbre de tomar tabaco se puede permitir a los hombres, dado que el uso lo
ha tolerado ya, no puede introducirse entre mujeres, y es totalmente descortés
el que lo tomen.
También
es indecoroso a los que toman tabaco, tener continuamente un pañuelo en la
mano, y verlo lleno de suciedad y de tabaco, cosa que no podrán evitar los que
toman frecuentemente rapé por la nariz.
Es
preciso que el tomar rapé en compañía de otros sea poco frecuente, y que no
se tenga continuamente la tabaquera en las manos, ni las manos llenas de tabaco:
procúrese que no caiga sobre la ropa ni sobre los vestidos, ya que no es
decoroso que sea visto en ellos, y para que esto no suceda hay que tomar poco
cada vez.
Capítulo
8
La
boca, los labios, los dientes y la lengua
La
boca no debe estar ni demasiado abierta, ni demasiado cerrada, y, al comer, no
tener nunca la boca llena, sino comer con tal moderación que se esté en
disposición de poder hablar fácilmente y ser comprendido cuando la ocasión se
presente.
Por cortesía, se debe tener siempre la boca limpia, y para ello conviene lavarla todas las mañanas; pero no se debe hacer en la mesa o delante de otros.
La
urbanidad no permite tener nada en la boca, prohíbe tener alguna cosa entre los
labios, o entre los dientes: por esto no se debe poner la pluma en la boca
cuando se escribe, ni flores en ninguna ocasión.
Produce
mal efecto apretar mucho los labios, o incluso morderlos, y nunca deben
mantenerse entreabiertos; y resulta insoportable el hacer muecas y poner
hocicos. La posición que se les debe dar es la de tenerlos siempre juntos uno
con otro, suavemente y sin fuerza.
No
sienta bien hacer temblar los labios, ni al hablar ni en ninguna otra ocasión;
deben estar siempre cerrados y no moverlos ordinariamente más que para comer o
hablar.
Los
hay a veces que elevan tanto el labio superior y bajan el inferior que los
dientes llegan a aparecer totalmente; este proceder es completamente contrario
al decoro que no quiere que se vean nunca los dientes al descubierto, ya que la
naturaleza no los ha cubierto de labios sino para esconderlos.
Se
debe procurar tener los dientes muy limpios, pues es muy descortés que se vean
negros, mugrientos o llenos de suciedad. Por esto es conveniente limpiarlos de
cuando en cuando, particularmente por la mañana, después de comer; con todo no
debe hacerse en la mesa, delante de todos, lo que sería falta de recato y de
respeto.
Evítese
servirse de las uñas o de los dedos, o de un cuchillo para limpiarse los
dientes: está bien visto hacerlo con un instrumento a propósito, llamado
mondadientes, o con un fragmento de pluma cortado al efecto, o con un paño
grueso.
Es
ignorar en qué consiste la urbanidad el rechinar o crujir los dientes. No hay
que apretarlos demasiado al hablar, ni hablar entre dientes, defecto al que,
para corregirse, se prestará atención procurando abrir bien la boca al hablar
a alguien.
Es
gran descortesía tocarse un diente con la uña del pulgar para expresar desdén
o desprecio a alguna persona o cosa: es todavía peor decir al hacerlo: me
importa un comino.
Es
vergonzoso e indigno de toda persona bien nacida sacar la lengua por desprecio,
o para negar lo que otro pide, y es grosero sacarla hasta el borde de los labios
y moverla de un lado al otro; no es menos descortés el poner la lengua o el
labio inferior, sobre el labio superior para recoger agua o mocos caídos de la
nariz para meterlos luego en la boca. A los que tan mal educados son como para
caer en esta clase de defectos les conviene servirse de un espejo para
corregirse de ellos, ya que, sin duda, no podrán verse hacer cosas tan groseras
sin condenarlas.
Está,
pues, de acuerdo con la urbanidad el que la lengua permanezca siempre encerrada
por los dientes y no salga nunca fuera, ya que es todo el espacio que la
naturaleza le ha dado.
Capítulo
9
El
habla y la pronunciación
Como
el habla se hace por la boca, los labios, los dientes y la lengua, parece ser
éste el lugar en que se hable de ellos.
Para
hablar bien y hacerse oír de los demás es preciso abrir bien la boca y
procurar no precipitarse al hablar, no diciendo ninguna palabra atolondradamente
o a la ligera; esto impide, sobre todo a los de temperamento activo, pronunciar
bien.
Al hablar procúrese tomar un tono de voz natural y pausado, bastante alto para poder ser oído de las personas con las que se habla, puesto que sólo se habla para hacerse oír. Con todo es mal educado gritar al hablar y emplear un tono de voz tan alto como si se hablase a sordos.
Una
cosa a la que se debe prestar mucha atención al hablar es que la voz no tenga
resabios de dureza, aspereza o altivez, sea cual fuere la persona con quien se
habla; hay que hacerlo siempre con naturalidad y benevolencia.
Hablar
por la nariz es ridículo. Para que la mala disposición de la nariz no dé
ocasión de hacerlo, hay que procurar que no esté obstruida y que esté siempre
muy limpia y sin suciedad.
Los
que cecean o desean corregirse de este defecto deben procurar fortalecer su voz
apoyando esforzadamente sobre las letras o sílabas que no pueden pronunciarse
bien; esto les hará, por lo menos, la pronunciación más fácil.
Es
importante para el futuro que los niños se apliquen a corregir estos defectos
ya que después es casi imposible dejar la costumbre contraída de ciertos modos
de hablar y, aunque se dé uno cuenta en edad más avanzada de que resulta
inconveniente y desagradable, ya no se puede dejar para tomar otra.
Es
malo hablar solo; ordinariamente no debe hacerse, pudiendo convenir únicamente
a un hombre apasionado o loco, o a alguien que medita algo para sí y toma
decisiones que le conciernen y medidas para ejecutarlas.
Entre
lo más importante al hablar está el hacer sonar bien todas las letras y
sílabas y pronunciar separadamente todas las palabras. No olvidar el pronunciar
la consonante final de una palabra, cuando la palabra siguiente empieza por
vocal; no se debe, en cambio, pronunciar la consonante final cuando la primera
letra de la palabra siguiente es también una consonante.
Dos
clases de defectos deben evitarse en la pronunciación: los unos conciernen la
pronunciación en sí misma, los otros el modo de pronunciar.
Respecto
de la pronunciación en las charlas ordinarias, es necesario que sea igual y
uniforme, que no se cambie de tono a cada momento como un predicador. Es
necesario asimismo mantenerla firme, evitando bajarla al final de las palabras;
es más, hay que tomarse la molestia de pronunciar más fuerte el final de las
palabras y períodos que el principio, a fin de ser oído correctamente. Es
también necesario que sea entera, sin omitir letra ni sílaba que no se
pronuncie del todo bien. Es preciso, finalmente, que sea totalmente exacta, que
no se cambie ninguna letra por otra.
Hay
varias clases de formas de pronunciar muy deseducadas; los hay que pronuncian de
manera floja, lenta y lánguida; la gente que habla así es muy desagradable y
parece que siempre se está quejando. Esta pronunciación delata en ellos
cobardía y flojera en su conducta; este defecto es más frecuente, y también
más tolerable, en las mujeres que en los hombres, pero no hay nadie que no
tenga que esforzarse en corregirse del mismo.
Hay
otros cuya pronunciación es pesada y tosca, sobre todo entre los aldeanos;
corregirán este defecto suavizando el tono de la voz y evitando apoyar tan
fuertemente las palabras y las sílabas.
Hay
algunos cuyo modo de hablar es duro y brusco, lo que es deseducado en extremo;
para corregirse hay que hablar siempre suavemente, atentos a sí mismos,
mostrándose simpático a los demás.
Otros
tienen una pronunciación aguda y precipitada; el medio que pueden utilizar para
cambiarla es emplear siempre un tono firme de voz y entrenarse en pronunciar
todas las sílabas distintamente y con atención.
La
pronunciación francesa debe ser al mismo tiempo firme, suave y agradable. Para
aprender a hablar bien hay que empezar hablando poco, decir las palabras unas
tras otras con moderación, pronunciar distintamente todas las sílabas y todas
las palabras y, sobre todo, no conversar ordinariamente más que con personas de
lenguaje castizo y que pronuncien bien.
Capítulo
10
Bostezar,
escupir y toser
Es cortés abstenerse de bostezar en presencia de otros, sobre todo con personas a las que se debe respeto, ya que es señal de que nos aburre su presencia o su conversación, o de que se les tienen en poca estima; sin embargo, en caso de necesidad, debe dejarse de hablar, cubrirse la boca con la mano o el pañuelo y ponerse un poco de lado, para no ser visto por los otros al hacerlo; procúrese, sobre todo, al bostezar, no hacer nada que sea inconveniente; no se debe bostezar excesivamente; es muy incorrecto hacerlo con ruido y mucho más el estirarse y erguirse al hacerlo.
No
hay que abstenerse de escupir y es feo tragarse lo que debe ser escupido, lo
cual puede causar asco.
No
hay que tomar la costumbre, sin embargo, de escupir con demasiada frecuencia y
sin necesidad, lo que no sólo es muy descortés sino que además repugna e
incomoda a todo el mundo. Hay que procurar que esta necesidad ocurra raras veces
cuando se está en compañía, especialmente cuando se está con personas a las
que se debe respeto.
Cuando
se está con personas de calidad o en locales mantenidos limpios, hay que
escupir en el propio pañuelo, volviéndose un poco de lado.
Convendría
por educación, que cada uno se acostumbrase a escupir en el propio pañuelo
cuando se está en casa de personas importantes y en todo local que esté
encerado o con parquet, pero es mucho más necesario estando en la iglesia. El
respeto debido a estos lugares consagrados a Dios y destinados a darle el culto
que se le debe, pide que se conserven bien limpios y en honor, incluido el
pavimento sobre el que se anda: sin embargo sucede que no hay suelo de cocina e
incluso de establo que esté más sucio que el de la iglesia, a pesar de ser la
morada y la casa de Dios sobre la tierra.
Después
de haber escupido en el pañuelo hay que plegarlo enseguida sin mirarlo, y
meterlo en el bolsillo.
Es
muy descortés escupir por la ventana, o en el fuego, o sobre los tizones,
contra la chimenea, contra el muro o en cualquier otro lugar en el que no se
pueda pisar el esputo. También es de mala educación escupir delante de sí en
presencia de otros, de modo que se vea uno obligado a ir a buscar el esputo para
pisarlo.
Hay
que poner mucho cuidado para no escupir sobre los propios vestidos, ni sobre los
de los demás: el hacerlo denota una persona sucia o poco cauta.
Existe
un defecto no menos considerable y del que debe uno guardarse bien, y es, al
hablar, echar saliva sobre la cara de aquellos con quienes se habla; es muy
descortés y sumamente incómodo.
Cuando
se ve en el suelo un salivazo grande hay que poner enseguida con destreza el pie
encima; si se ve sobre el vestido de alguien, no es cortés el decírselo, pero
hay que avisar a algún criado que vaya a quitárselo y, si no los hay, debe
quitarlo uno mismo sin que nadie se dé cuenta, pues la urbanidad consiste en no
mostrar nada referente a quienquiera que sea, que pueda ocasionarle molestia o
producirle confusión. Si alguien tiene la bondad de prestarnos este buen
servicio, hay que expresarle particular gratitud.
Hay
algunos defectos relativos al escupir a los que se debe prestar gran atención,
para no incurrir en ellos. Hay quien hace mucho ruido, ruido que incluso es muy
desagradable, al sacar flemas y gargajos como por fuerza del fondo de su pecho;
esto les sucede ordinariamente a los ancianos. Este modo de proceder es muy
deseducado. Hay que procurar, para no incomodar a los demás, no hacer ruido, o
hacer muy poco, al escupir.
Hay
otros que conservan por mucho tiempo el gargajo en la boca; lo que es muy
contrario a la cortesía, que pide que se escupa el salivazo tan pronto como
esté sobre la lengua. A veces hay incluso [se trata ordinariamente de niños]
quienes empujan con la lengua gargajos y saliva hasta el borde de los labios. Se
encuentra quien escupe ex profeso sobre otros, y los hay que escupen sobre el
entarimado o en el aire. Estas locuras e impertinencias son descortesías de las
que no debe ser capaz una persona bien nacida.
Es
necesario abstenerse de toser lo más posible, y sobre todo guardarse de hacerlo
en la mesa, cuando se habla con alguien o cuando alguien nos habla. Se debe en
particular este respeto, cuando se escucha la Palabra de Dios, con la finalidad,
además, de que los otros puedan oírla con facilidad. Pero no hay nadie que,
cuando tenga necesidad de toser estando en grupo, no deba procurar que suceda lo
menos posible y hacerlo sin mucho ruido.
Capítulo
11
La
espalda, los hombros, el brazo y el codo
No es elegante encorvar el dorso, como si se tuviese un fardo pesado sobre las espaldas; hay que habituarse, y hacer que los niños tomen la costumbre de mantenerse derechos. Asimismo hay que evitar cuidadosamente el levantar las espaldas y aumentarse el busto, y hay que procurar no poner las espaldas de través, y de no bajar una más que la otra.
No
es cortés, al andar, girar las espaldas a un lado y a otro como el péndulo de
un reloj, ni poner una delante de la otra; esto denota un espíritu soberbio o
una persona que se da tono.
Tampoco
hay que girarse, ni tan sólo mover, por poco que sea, las espaldas cuando se
habla con alguien, o alguien nos habla.
Es
grandemente descortés el extender y alargar los brazos, torcerlos de un lado o
del otro, tenerlos detrás del dorso o ponerlos a un lado, como a veces hacen
las mujeres cuando están encolerizadas o dicen injurias a otras.
Tampoco
hay que balancear los brazos al andar, incluso so pretexto, por este medio, de
ir más aprisa, y andar más camino.
Tampoco
se deben tener los brazos cruzados; es una modestia propia de los religiosos, no
conveniente para los seglares. La postura que les sienta bien es el ponerlos
hacia adelante, ligeramente pegados al cuerpo, teniendo las manos una sobre
otra.
Es
enteramente contrario a la cortesía el apoyarse con los codos, cuando alguien
nos habla; lo es más hacerlo estando a la mesa, y es gran falta de respeto a
Dios tener esta postura cuando se reza.
Guárdese
bien de dar un golpe a alguien, o de empujarle con el codo, aunque sea por
familiaridad o chanza; nunca se debe hacer esto cuando se quiere hablar con
alguien, ni siquiera ponerle la mano sobre el brazo.
Es
un modo de obrar muy rústico el rechazar a alguien que viene a hablarnos
levantando el brazo como para pegarle, para alejarlo de nosotros, o empujándole
torpemente con el codo; la mansedumbre, la humildad y el respeto al prójimo
tienen que animar siempre nuestra conducta.
Capítulo
12
Las
manos, los dedos y las uñas
Es signo de distinción el mantener y tener siempre las manos limpias, siendo vergonzoso aparecer con ellas negras y grasientas: esto no se puede consentir más que a los obreros y aldeanos. Para mantener las manos limpias y aseadas hay que limpiarlas todas las mañanas, lavarlas inmediatamente antes de las comidas y cada vez que, durante el día, se hayan ensuciado, al hacer algún trabajo.
No
es decoroso, después de haberse ensuciado o lavado las manos, el secarlas con
los vestidos propios o ajenos, o en una pared, o en cualquier otro lugar que
pueda ensuciar a alguien.
Se
toma uno mucha libertad al frotarse las manos ante de personas a las que se debe
respeto, ya a causa del frío, ya por un impulso de alegría, o por cualquier
otro motivo: ni siquiera debe hacerse cuando se está con los amigos más
familiares.
No
es fino que las personas del mundo oculten sus manos debajo del vestido o las
tengan cruzadas cuando hablen con alguien: esas actitudes huelen más a
religioso que a seglar. Es deseducado para todos meter ambas manos en los
bolsillos, ni tampoco ponerlas o mantenerlas a la espalda: es una grosería
propia de un mozo de equipajes.
No
es cortés dar golpecitos con las manos al bromear con alguno; es cosa de
escolares, y es propio de algunos niños ligeros y deseducados.
Cuando
se habla en la conversación, no hay que aplaudir ni hacer gesto alguno y se
debe evitar tocar las manos de aquellos con quienes se habla; sería tener poco
recato y respeto; y mucho menos todavía estirar los botones, las borlas, la
corbata o la capa de alguien, o incluso poner la mano encima.
Señal
de amistad y de particular afecto hacia una persona es colocar la propia mano en
la suya, por cortesía. Por esta causa no debe hacerse, ordinariamente, más que
entre personas iguales, al no poder existir la amistad sino entre personas que
no sean superiores una a la otra.
Nunca
está permitido a una persona que debe respeto a otra, el presentarle la mano
para darle alguna muestra de su estima o afecto; sería faltar al respeto que se
debe tener hacia esta persona y usar de una familiaridad demasiado indiscreta;
con todo, si una persona de calidad, o que sea superior, ofrece la mano a otra
que es de calidad inferior, ésta lo debe considerar como un honor, ofrecer
enseguida su mano y recibir este favor como testimonio singular de bondad y
benevolencia.
Cuando
se da la mano a alguien, en signo de amistad, hay que presentar siempre la mano
descubierta, y no sienta bien entonces tener el guante; pero cuando se presenta
para ayudar a alguna persona en apuros, o incluso a una mujer para guiarla, es
mejor visto hacerlo con el guante puesto.
Es
desconocer la urbanidad el mostrar con el dedo un lugar o la persona de la que
se habla, u otra que esté alejada; una libertad que una persona educada no se
permite es la de estirar los dedos uno tras otro para alargarlos o hacerlos
chasquear. Es cosa ridícula y huele a extravagancia tamborilear con los dedos,
y es feo escupir en ellos.
Una
persona juiciosa no debe nunca golpear con los dedos, lo mismo que con la mano,
y esos golpes con los dedos doblados que se llaman capirotazos, deben ser
enteramente ajenos a él.
Conviene
mucho no dejar crecer las uñas y no tenerlas llenas de porquería: para ello es
buena práctica cortarlas cada ocho días y limpiar cada día la suciedad que se
mete debajo de ellas.
No
es cortés cortarlas cuando se está en compañía, especialmente ante personas
a las que se debe respeto, y no hay que hacerlo con un cuchillo ni con los
dientes: para cortarlas correctamente hay que servirse de tijeras, haciéndolo a
solas y, si se está con personas con las que se vive ordinariamente, separarse
de ellas cuando se corten.
Rascar
una pared con las uñas, incluso si es para obtener arena con que secar la
escritura, rascar los libros o cualquier otro objeto que se tenga en las manos;
rayar con la uña la cartulina o el papel; meter la uña en una fruta o en
cualquier otra cosa, rascarse a sí mismo en el cuerpo o en la cabeza, todas
estas faltas de cortesía son tan groseras que no se puede incurrir en ellas sin
bajeza de espíritu y no hay que pensar en ellas si no es para aborrecerlas más
y más.
Capítulo
13
Las
partes del cuerpo que se deben cubrir y las necesidades corporales
La decencia y el pudor piden que se cubran todas las partes del cuerpo, salvo la cabeza y las manos; es por tanto indecente tener el pecho descubierto, los brazos desnudos, las piernas sin medias, y los pies descalzos; es incluso contrario a la ley de Dios descubrir ciertas partes del cuerpo que el pudor, al igual que la naturaleza, obligan a tener siempre escondidas.
Débese
evitar cuidadosamente, tanto como sea posible, poner la mano desnuda sobre las
partes del cuerpo que no están ordinariamente descubiertas y, si es necesario
tocarlas, es preciso que se haga con precaución.
Como
no debemos considerar nuestro cuerpo más que como templo vivo, en el que Dios
quiere ser adorado en espíritu y en verdad, y tabernáculo que Jesucristo se ha
escogido por morada, debemos también, en vista a las hermosas cualidades que
posee, tenerle mucho respeto; esta consideración debe inducirnos
particularmente a no tocarlo e incluso a no mirarlo sin indispensable necesidad.
Es
conveniente acostumbrarse a soportar algunas pequeñas molestias sin volverse,
frotar, rascar, sin moverse y tener postura alguna menos decente, pues todas
estas acciones y posturas indecorosas son contrarias al pudor y a la modestia.
Es
mucho más descortés e indecoroso tocar o ver en otra persona, sobre todo si es
de sexo diferente, lo que Dios prohibe mirar en sí mismo; por esto es muy
indecente mirar el seno de una mujer, y más aún el tocarlo, y ni siquiera
está permitido mirarle fijamente al rostro.
Las
mujeres deben asimismo procurar cubrir decentemente su cuerpo y velarse el
rostro, según el consejo de San Pablo, ya que no está permitido exponer lo que
los otros no pueden mirar libre y decentemente.
Cuando
se esté acostado hay que procurar tener una postura tan decente y modesta que
los que se aproximen a la cama no puedan ver la forma del cuerpo; hay que tener
cuidado también de no descubrirse de modo que no se muestre ninguna parte
desnuda del cuerpo, o que no esté cubierta con decencia.
Cuando
se tenga necesidad de orinar, hay que retirarse siempre a algún lugar separado,
y cualquiera otra necesidad natural que se pueda tener, es conveniente, incluso
los niños, no hacerla sino en lugares en los que no puedan ser vistos.
Es
sumamente descortés dejar salir ventosidades, por arriba o por abajo, aunque
sea sin ruido, al estar en compañía; es vergonzoso y feo hacerlo de manera que
pueda ser oído por los otros.
No
es cortés hablar de las partes del cuerpo que deben permanecer escondidas, ni
de ciertas necesidades del cuerpo a las que la naturaleza ha sometido al hombre,
ni nombrarlas siquiera; y si alguna vez no puede uno pasarse de ello, respecto
de un enfermo o de una persona indispuesta, hay que hacerlo de manera tan fina
que los términos utilizados no puedan chocar en nada a las buenas maneras.
Capítulo
14
Las
rodillas, las piernas y los pies
La
cortesía quiere que, al estar sentado, se tengan las rodillas en su posición
natural; no está bien tenerlas demasiado juntas ni muy separadas; pero es
particularmente desagradable el cruzarlas una sobre otra, especialmente cuando
se está con mujeres.
Cae muy mal el menear las piernas cuando se está sentado, pero es insoportable el balancearlas; no debe permitirse esto ni a los niños, tan contrario es a la buena educación.
Poner
las piernas una sobre otra es mal visto y nunca debe hacerse, aunque sea delante
de los criados.
Hay
que tomar precauciones para no tener los pies sudorosos ni malolientes, sobre
todo en verano, pues a veces es muy molesto para los demás; para prevenir este
inconveniente hay que procurar que los pies estén siempre muy limpios.
Al
estar en pie, es cortés tener los pies medio hacia fuera y los talones
separados y alejados unos cuatro dedos uno de otro; no es decoroso moverlos a
menudo y menos golpear el suelo con ellos, como hacen los caballos.
Los
espíritus naturalmente distraídos y ligeros deben vigilarse mucho a sí mismos
para no caer en esta clase de defectos.
Una
postura que huele a dejadez es el tener los pies extendidos hacia adelante, y el
apoyarse ya sobre un pie, ya sobre el otro.
En
presencia de otros, no hay que dejar ver que uno está fatigado de permanecer en
pie, como puede colegirse de esta clase de posturas, principalmente al estar con
personas superiores en calidad o en dignidad.
A
lo que primeramente hay que atender, en la posición de los pies al estar
sentado, es no golpear el suelo una y otra vez, uno tras otro, como si se tocase
el tambor, no balancearlos y no moverlos a modo de juego: esto es propio de los
niños y ni siquiera a ellos se les debe permitir. Procúrese asimismo no
cruzarlos uno sobre otro, no girarlos poniendo la parte posterior del talón o
el tobillo del pie en el suelo, y no levantar en el aire la parte delantera de
los pies, sino poner los dos pies en el suelo y mantenerlos así fijamente
quietos.
Hay
que procurar asimismo no separar los talones, y no poner la parte delantera y el
extremo de los dos pies el uno contra el otro.
Pueden
cometerse descortesías desagradables al andar, respecto de los pies, pues es
muy deseducado arrastrarlos o ponerlos de través; cuídese así mismo el no
tenerlos demasiado hacia dentro o demasiado hacia fuera; cae muy mal el andar
sobre la punta de los pies; y lo mismo andar saltando, como si se bailase, o
frotándose los talones uno con otro; y es totalmente contrario a la urbanidad y
a la modestia el golpear rudamente con los pies la tierra, el pavimento o el
suelo.
Al
estar de rodillas hay que guardarse bien de cruzar los pies; tampoco hay que
tenerlos demasiado juntos ni demasiado separados; es vergonzoso sentarse en este
caso sobre los talones, lo que es señal de un espíritu afeminado y de un alma
baja, lo cual no puede ser consecuencia más que de gran flojedad y de
voluptuosidad enteramente sensual.
Es
deshonroso e incluso vergonzoso, dar puntapiés a otros en cualquier parte del
cuerpo que sea; esto no puede estar permitido a nadie, ni siquiera a un padre
respecto a sus criados.
Esta
clase de castigos corresponde a un hombre violento y apasionado, pero no a un
cristiano que no debe mostrar más que dulzura, moderación y cordura en toda su
conducta.
SEGUNDA
PARTE
DE
LA CORTESÍA EN LAS ACCIONES COMUNES Y ORDINARIAS
Capítulo
1
El
levantarse y el acostarse
Aunque la urbanidad no regule en nada la duración del sueño ni la hora de levantarse, es con todo cortés levantarse desde el amanecer; pues, aparte que es un defecto el dormir demasiado, es vergonzoso e intolerable, dice san Agustín, que al salir el sol nos sorprenda en la cama.
Además
es invertir y cambiar el orden de la naturaleza el hacer del día noche y de la
noche día, como hacen algunos; el diablo es quien incita a esto; como él sabe
que las tinieblas dan ocasión al pecado, le va bien que hagamos nuestras
acciones durante la noche. Sigamos más bien el consejo de san Pablo. Dejemos,
dice él, las obras de las tinieblas y andemos, es decir, obremos con cordura,
como se debe durante el día; sirvámonos para esto de las armas de la luz,
demos la noche al sueño y empleemos el día en hacer todas nuestras acciones.
Tendríamos sin duda vergüenza y confusión hacer, mientras luce el sol, obras
de tinieblas, y mezclar algo desordenado con nuestras acciones, cuando podemos
ser vistos.
Es
contrario a la buena crianza, como insinúa san Pablo, acostarse, como hacen
algunos, al comienzo del día, y levantarse hacia el mediodía; y es muy
conveniente, así para la salud como para el bien del alma, no acostarse
después de las diez, ni levantarse más tarde de las seis de la mañana.
Entonces hay que decirse a sí mismo estas palabras de san Pablo, y avisar con
ellas a los que la pereza retiene en la cama: es hora de levantaros del sueño;
la noche ha pasado; el día avanza. Y así poder luego dirigir a Dios estas
palabras del Profeta Rey: Dios mío, Dios mío, desde el amanecer estoy en vela
por Ti
No
sienta bien a una persona sensata hacerse llamar varias veces para levantarse,
ni titubear largo tiempo en hacerlo: tan pronto, pues, se despierte uno, debe
levantarse con presteza, etc.
También
es deseducado y poco honesto divertirse charlando, bromeando o jugando en la
cama, no estando hecha la cama más que para relajar el cuerpo, fatigado por el
trabajo y las ocupaciones del día, no se debe, por consiguiente, permanecer en
ella cuando no se tiene más necesidad de reposo.
No
es conveniente que un cristiano se deje llevar por esta clase de diversiones y
guasas que disiparían fácilmente el espíritu de las ideas buenas que pudiera
tener.
Por
lo tanto, apenas se esté despierto, hay que levantarse prontamente y hacerlo
con tanta circunspección que ninguna parte del cuerpo aparezca desnuda, aunque
se estuviese solo en la habitación.
El
amor que hay que tener a la pureza, así como la educación, deben impulsar, a
los que no están casados, a no tolerar que una persona de diferente sexo entre
en el cuarto donde duermen hasta tanto que estén enteramente vestidos y su cama
hecha; por lo que es conveniente cerrar la puerta por dentro mientras se hallan
en su dormitorio.
Al
salir de la cama no hay que dejarla al descubierto, ni poner el gorro de dormir
sobre una silla o en cualquier otro lugar en el que pueda ser visto.
La
cortesía exige que se haga la cama antes de salir del cuarto o, si la hacen
otros, que al menos se cubra discretamente de modo que parezca que está hecha,
pues es muy descortés ver una cama descubierta y mal arreglada. Hay que cuidar
también de vaciar, o mandar vaciar, el orinal apenas uno se levanta; y se
guardará mucho de vaciarlo por la ventana o a la calle: esto es totalmente
opuesto a la decencia. También hay que arreglárselas para mantenerlo limpio,
que no se deposite mugre en el fondo ni produzca malos olores; para ello se debe
lavar y enjuagar todos los días.
Es
muy descortés mostrar un orinal delante de alguien, cuando contiene orina y
cuando se va a vaciarlo; por lo cual conviene tomarse tiempo suficiente para no
ser visto ni sorprendido por nadie.
Hay
que ser ordenado tanto al acostarse como al levantarse y no tiene menos
importancia hacer bien esta última acción del día que la primera.
Parece
bien acostarse ordinariamente lo más tarde unas dos horas poco más o menos
después de cenar.
Los
niños no deben acostarse sin que hayan ido antes a saludar a su padre y a su
madre, y a darles las buenas noches. Se trata de un deber y respeto que la
naturaleza quiere les rindan.
Así
como para levantarse ha de procederse con mucha modestia y dando muestras de
piedad, igualmente para acostarse de manera cristiana hay que orar antes a Dios
y actuar con toda modestia posible. Para ello no hay que desnudarse ni acostarse
delante de nadie; y sobre todo -siempre que uno no esté comprometido en
matrimonio- no acostarse nunca delante de personas de otro sexo, lo que va
directamente contra el pudor y la honestidad.
Está
mucho menos permitido aún el que personas de sexo diferente duerman en la misma
cama, ni siquiera tratándose de niños muy pequeños. Tampoco es decente que
personas del mismo sexo duerman juntos; así lo recomendaba san Francisco de
Sales a la señora de Chantal tocante a sus hijos, cuando todavía vivía en el
mundo, como asunto de mucha trascendencia, y lo consideraba tanto práctica de
cortesía como máxima de moral y de conducta cristiana.
La
decencia quiere también que al acostarse uno se oculte a sí mismo su propio
cuerpo, y que se eviten las más mínimas miradas. Los padres y madres deben
inspirarlo mucho a sus hijos, para ayudarles a conservar el tesoro de la pureza
que deben estimar mucho, y conservar al mismo tiempo el verdadero honor de ser
miembros de Jesucristo, consagrados a su servicio.
Apenas
se mete en la cama, hay que cubrir todo el cuerpo, salvo la cara que debe quedar
siempre al descubierto; tampoco se debe tomar ninguna postura indecente, para
mayor comodidad, ni que el pretexto de que se dormirá mejor valga más que el
recato; no está bien encoger las piernas sino que hay que extenderlas, y es
bueno acostarse ya de un lado ya del otro; pero no es honesto acostarse sobre el
vientre.
Cuando
por necesidad inevitable se ve uno obligado en un viaje, a acostarse con otro
del mismo sexo, no es cortés acercársele tanto que se pueda no solamente
molestarse uno a otro, sino incluso tocarse; lo es aún menos meter sus piernas
entre las de la persona con la que se está acostado.
Tampoco
es cortés hablar cuando se está acostado; no siendo la cama más que para
descansar, apenas esté uno en ella debe disponerse a dormir.
Hay
que procurar no hacer ruido ni roncar al dormir; tampoco se debe volver de un
lado a otro de la cama, como si se estuviese inquieto, y como si no se supiese
de qué lado ponerse.
Capítulo
2
Manera
de vestirse y de desnudarse
El pecado nos ha impuesto la necesidad de vestirnos y de cubrir nuestro cuerpo. A causa de esto, como llevamos siempre con nosotros la condición de pecadores, no debemos mostrarnos jamás no sólo sin ropa, sino sin estar enteramente vestidos; es exigencia del pudor, así como de la ley de Dios.
Aunque numerosas personas se permiten permanecer a menudo en bata, sin otro vestido, y a veces incluso en zapatillas, y parece que, con tal de no salir de casa, está permitido hacerlo todo así, sin embargo el permanecer mucho tiempo de este modo es, tener un exterior demasiado descuidado.
Parece
contrario a la cortesía el ponerse en bata tan pronto como se vuelve a casa, y
de mostrarse así vestido; esto puede permitirse sólo a los ancianos y a las
personas indispuestas. Sería, incluso, falta de respeto hacia cualquier persona
que no fuese inferior, recibirla en visita de este modo.
Todavía
es más descortés no llevar medias en presencia de alguien, o no tener el
cuerpo cubierto más que por la camisa o un simple faldón; y no se puede llevar
en la cabeza un gorro de dormir estando fuera de la cama, a menos que se esté
indispuesto, ya que no debe utilizarse más que para el reposo. Es muy
conveniente acostumbrarse a no hablar nunca a nadie, salvo a los criados, sin
estar arreglado con todos los vestidos ordinarios; lo que es propio de hombre
cuerdo y de conducta bien ordenada.
La
urbanidad requiere también vestirse con diligencia y ponerse primero las
prendas que cubren más el cuerpo, de modo que oculten lo que la naturaleza no
quiere que se note. Así ha de procederse siempre por respeto a la majestad de
Dios que hay que tener de continuo ante los ojos.
Hay
mujeres que necesitan dos y tres horas, y a veces la mañana entera, para
vestirse. Se podría decir de ellas con verdad que su cuerpo es su dios, y que
el tiempo que emplean en acicalarlo lo están robando a Aquél que es su único
y verdadero Dios, y al cuidado que deben tener de su familia e hijos: eso deben
mirar siempre como deberes indispensables de su estado. No cabe duda de que no
pueden proceder así sin contravenir la ley de Dios.
Es
descortés y grosero desvestirse en presencia de otros, y descalzarse para
calentarse los pies desnudos; y no sienta bien, cuando se está en compañía,
quitarse los zapatos o levantar los pies para calentarse más fácilmente; esto
hacen a veces las personas que buscan su comodidad, pero no es nada educado.
Todavía
es más descortés al descalzarse, salpicar de basura a las personas presentes;
y es cosa vergonzosa mirar dentro de las medias, darles la vuelta, sacudirlas,
quitarles la basura y el barro en presencia de alguien, a no ser que se trate de
los criados; pero es mucho más insoportable echar basura a la cara de otro al
descalzarse.
Así
como la honestidad pide que al vestirse se ponga uno primero las prendas que
cubren más el cuerpo, la educación pide asimismo que, al desvestirse, se
quiten estas mismas prendas las últimas, para no ser visto sin estar
decentemente vestido.
Al
desnudarse se debe procurar colocar los vestidos adecuadamente, sobre una silla,
o en cualquier otro lugar que esté limpio y donde se los pueda encontrar
fácilmente al día siguiente, sin necesidad de buscarlos.
Se
podrían poner sobre su cama durante el invierno, si no se tuviese otra cosa
para abrigarse; pero en este caso hay que procurar darles la vuelta para no
ensuciarlos; sin embargo sería, mejor no cubrirse con ellos.
Capítulo
3
Los
vestidos
Artículo
1
Usos
y modas de los vestidos
La forma de vestirse es una de las cosas que más mira la cortesía: incluso contribuye mucho a dar a conocer el espíritu y la conducta de una persona; da así mismo, y no sin fundamento, buena idea de su virtud.
Para
que los vestidos sean adecuados es preciso que le vayan bien a la persona que
los usa y que sean proporcionados a su talla, a su edad y a su condición.
Nada
produce tan mala impresión como un vestido que no cuadra a la talla de la
persona que lo lleva, sobre todo cuando es demasiado amplio y tiene más anchura
o más longitud que las que corresponden a la persona que lo usa; esto desfigura
al hombre entero; es preferible ordinariamente que un vestido sea más estrecho
y más corto de lo necesario, que demasiado ancho o largo.
Para
que el vestido sea adecuado hay que considerar también la edad de la persona
para la que se confecciona; pues resulta impropio que un niño vista como un
joven, o que la vestimenta del joven no tenga más adornos que la de un anciano.
Por
ejemplo, sería inadecuado que un joven de quince años vistiera de negro, a
menos que sea un eclesiástico o estuviera preparándose a serlo en breve.
Parecería ridículo que un joven a punto de casarse llevara ropa tan ordinaria
y lisa como un anciano de setenta años: lo que va bien a uno no conviene
ciertamente a otro.
No
es menos importante que la persona que encarga un vestido tenga en cuenta su
condición; pues no sería acertado que un pobre vistiera como un rico y que un
plebeyo quisiera vestirse como alguien de la nobleza.
Hay
ciertos vestidos, como son los que carecen de adornos, de paño no muy fino y de
uso común que casi todo el mundo, salvo los pobres, puede llevar, aunque parece
más conveniente que los artesanos dejen los vestidos de paño para las personas
de rango superior al suyo.
En
cuanto a los vestidos adornados, sólo convienen a personas de condición
distinguida.
Un
traje con galones de oro, o de tela preciosa, no cae bien más que a una persona
noble, y si un plebeyo quisiera vestirse así, se burlarían de él; además
haría un gasto que sin duda sería desagradable a Dios, al estar por encima de
lo que su condición pide y de lo que sus posibilidades le pueden permitir.
Asimismo le sentaría muy mal a un comerciante llevar una pluma en el sombrero y
una espada a la cintura.
Las
mujeres deben también conformar sus vestidos a la propia condición; si cuesta
tolerar que una dama de calidad lleve la falda bordada en oro, puesto que
difícilmente es digno de una cristiana, sería una impertinencia si se la
pusiera una mujer de la burguesía; ella no podría tampoco llevar un collar de
perlas finas, o un diamante considerable, sin ponerse por encima de su
condición.
Se
ha de evitar tanto el descuidar mucho los vestidos, como el dedicarles excesivo
interés. Estos dos extremos son ambos vituperables. El apego es contrario a la
Ley de Dios, que condena el lujo y la vanidad en el vestido y en todos los
adornos externos. La negligencia en el vestir es señal de que no se está
atento a la presencia de Dios, o de que no se le tiene el debido respeto; prueba
además que no se respeta el propio cuerpo, que no obstante debe ser honrado
como el templo animado del Espíritu Santo, y el tabernáculo donde Jesucristo
tiene la bondad de descansar a menudo.
Por
lo tanto, si se quiere tener un vestido apropiado, hay que seguir las costumbres
del país y vestirse poco más o menos como las personas de su condición y
edad. Pero es importante, sin embargo, cuidar que no haya lujo ni superfluidades
en el vestir y se debe suprimir todo fasto y lo que huela a mundanidad.
Lo
que mejor puede regular la adecuación del vestido es la moda: hay que seguirla
sin discusión, pues, dado que el espíritu humano es muy voluble, y que lo que
ayer le gustaba hoy le desagrada, se ha inventado y se inventan cada día
maneras diferentes de vestirse para satisfacer estos gustos mudables; y el que
hoy quisiere vestirse como hace 30 años pasaría por ridículo y extravagante.
Está claro, pues, que el hombre discreto se comporta de tal modo que nunca se
singularice en nada.
Se
llama Moda la manera de confeccionar los vestidos en el momento presente; hay
que acomodarse a ella tanto respecto al sombrero y a la ropainterior, como a los
vestidos; y produciría mal efecto el que un hombre llevase un sombrero de copa
alta y ala ancha cuando todo el mundo lo utilizase bajo y de ala estrecha.
Con
todo no se debe caer a priori en todas las modas; las hay caprichosas y
extravagantes, como las hay razonables y que sientan bien. Y así como no hay
que oponerse a esta últimas, tampoco hay que seguir indiscretamente las otras,
que ordinariamente siguen sólo un reducido número de personas y no suelen
durar.
La
regla más razonable y segura en lo tocante a las modas es la de no ser el
inventor de las mismas, no ser el primero en utilizarlas, ni esperar a que ya
nadie las siga para dejarlas.
En
cuanto a los eclesiásticos, su moda debe ser tener un exterior y hábitos
conformes a los de los eclesiásticos más piadosos y más regulares en su
conducta, según el consejo que da san Pablo de no conformarse al siglo.
Artículo
2
Modestia
y limpieza de los vestidos
La manera de poner límites a la moda, tocante a los vestidos, y de impedir a sus seguidores el caer en excesos, es el someterla y reducirla a la modestia, que debe ser la regla de un cristiano en todo lo que mira al exterior. Para tener los vestidos modestos es necesario que carezcan de toda apariencia de lujo y vanidad. Es asimismo señal de bajeza de espíritu el aficionarse a los vestidos y el procurárselos llamativos y suntuosos; y los que así proceden, inspiran desprecio a todas las personas de sentido recto; pero lo más grave es que renuncian públicamente a las promesas que contrajeron en el bautismo y al espíritu del cristianismo; aquéllos, por el contrario, que menosprecian estas vanidades, dan muestras de que tienen un gran corazón y un espíritu muy elevado; denotan, en efecto, que se aplican a adornar más su alma de virtudes que a adornar su cuerpo, y dan a conocer, por la modestia de sus vestidos, la sabiduría y la simplicidad de su espíritu.
Como
las mujeres son naturalmente menos capaces de grandes cosas que los hombres,
están también más inclinadas a buscar la vanidad y el lujo en los vestidos
que en los hombres. Por eso san Pablo, después de haberse aplicado a exhortar a
los hombres a evitar los vicios más groseros en que caen más fácilmente las
mujeres, recomienda enseguida a éstas vestirse modestamente, engalanándose con
pudor y castidad, y no adornarse más con oro, ni perlas, ni vestidos suntuosos;
sino de servirse como deben hacerlo mujeres que muestren, por sus buenas obras,
que hacen profesión de fe.
Después
de esta regla del gran Apóstol, no hay nada que prescribir a los cristianos
sino seguirla e imitar en eso a los cristianos de los primeros siglos, que
edificaban a todos por la modestia y la simplicidad de sus vestidos.
Es
vergonzoso en los hombres, como a veces se ve, el ser afeminados y complacerse
en vestir ricamente, y querer ser considerados por ello: deberían elevar bien
su espíritu considerando que los vestidos son marcas vergonzosas del pecado; y,
por otra parte, mirándose como nacidos para el cielo, deberían poner su
cuidado en hacer su alma bella y agradable a Dios.
Es
el consejo que san Pedro da a las mujeres, diciéndoles incluso que desprecien
lo que aparece al exterior y de no adornarse en absoluto con ricos vestidos,
sino de adornar el interior del corazón con la pureza incorruptible de un
espíritu tranquilo y modesto, que es muy rico delante de Dios.
Se
debe particularmente cuidar de tener siempre los vestidos muy limpios: la
modestia y la urbanidad no pueden soportar nada de suciedad ni de negligencia.
Así, los que permiten que sus vestidos, sombrero o zapatos estén blancos por
el polvo, pecan contra la modestia, lo mismo que los que salen o se muestran al
exterior con vestidos salpicados de barro; es siempre señal de gran
negligencia.
Es
también muy inconveniente llevar grasa o manchas en los vestidos, y tenerlos
sucios o rotos; es señal de baja educación y de poca disciplina.
No
se debe tener la ropa interior menos apropiada y limpia que los vestidos; para
esto hay que tener cuidado de no dejar caer tinta sobre la ropa al escribir, y
de no ensuciarla por descuido, sea al comer, sea al hacer otra cosa; hay que
cambiarla a menudo, al menos cada ocho días, y hacer de modo que esté siempre
limpia.
Artículo
3
El
sombrero y el modo de usarlo
El sombrero sirve al hombre para adornar su cabeza y también para protegerlo contra varias incomodidades; calarlo hasta las orejas, hundirlo sobre la parte anterior de la cabeza, como queriendo esconder la cara, llevarlo atrás de modo que caiga sobre las espaldas, todas esas maneras son ridículas e inconvenientes; pero levantar el borde delantero tan alto como la copa es un signo de arrogancia, lo cual no es admisible. Al saludar a alguien hay que tomar el sombrero con la mano derecha, quitarle enteramente de encima de la cabeza y, de modo que sea cortés, extender el brazo hasta abajo, teniendo el sombrero por el borde y dirigiendo hacia fuera el lado que debe cubrir la cabeza. Si se quita el sombrero en las calles, o al pasar delante de una persona para saludarla, hay que hacerlo un poco antes de llegar a ella y no cubrirse de nuevo hasta haberse alejado un poco. Si se saluda a alguien al abordarle, hay que quitarse el sombrero cinco o seis pasos antes de llegar a él; y cuando se entra en un sitio en el que hay una persona de calidad, o a la que se debe mucho respeto, hay que quitarse siempre el sombrero antes de entrar en dicho sitio; si los que se encuentran en el lugar están de pie y descubiertos, es obligatorio tener la misma postura; después de quitarse el sombrero con todo recato, hay que volverlo con el interior hacia sí y ponerlo debajo del brazo izquierdo, o delante de sí, sobre el estómago, del lado izquierdo; cuando al estar sentado, se debe tener quitado el sombrero, es bueno tenerlo sobre las rodillas, el interior hacia sí, y la mano izquierda encima o debajo del mismo.
Es
falta grave de urbanidad, cuando se conversa con alguien, volver el sombrero,
rascar encima con los dedos, tamborilear sobre él, tocar la cinta o el cordón,
mirar dentro o alrededor, ponerlo delante de la cara, o sobre la boca para no
ser oído al hablar; es bastante más feo mordisquear los bordes, cuando se
tiene delante de la boca.
Ocasiones
en que hay que descubrirse y quitarse el sombrero:
1º
Al encontrarse en un lugar en que hay personas de consideración; 2º Al saludar
a alguien;
3º
Al dar o al recibir alguna cosa;
4º
Al sentarse a la mesa;
5º
Al oír pronunciar los santos nombres de Jesús y de María, excepto estando en
la mesa, pues entonces sólo hay que inclinar la cabeza; 6º Cuando se está
ante personas a las que se debe mucho respeto, como eclesiásticos, magistrados
u otras personas notables.
Respecto
de estas personas, debe uno descubrirse primero, pero no es necesario mantenerse
descubierto, a menos que se les sea muy inferior: débese descubrir uno también
delante de todas las personas superiores, y no cubrirse de nuevo sin orden suya;
pero una vez cubierto, no hace falta descubrirse de nuevo a cada palabra que se
diga, o a cada paso que se haga, lo que sería inoportuno e incómodo a las
personas a las que se habla, así como a la que habla.
Es
contrario a los buenos modales descubrirse cuando se está en la mesa, a menos
que llegue alguna persona que merezca mucho honor.
Sin
embargo, si alguna persona de alta alcurnia bebe a la salud de alguien, o le
presenta alguna cosa, la persona interpelada debe descubrirse. Si hay en la mesa
una persona de alta consideración que esté sin sombrero por comodidad, no hay
que imitarle, lo que sería demasiado familiar, antes débese permanecer siempre
cubierto.
Cuando
alguien habla habiéndose quitado el sombrero, normalmente se le debe hacer
cubrir, si se le es superior; se le podrá decir: Cúbrase usted, Señor. Este
modo de hablar, sin embargo, no está permitido más que con personas muy
inferiores.
Hacer
cubrirse a una persona que sea superior, es una descortesía demasiado grande.
Esto puede hacerse con personas con las que se tenga familiaridad y que sean de
la misma condición; pero no debe ser a modo de orden, ni emplear palabras que
expresen alguna. Deberá hacerse, o sólo con signos, cubriéndose al mismo
tiempo, o mediante un rodeo, diciendo por ejemplo: ¿No le molestará el estar
descubierto?, o utilizando palabras familiares, caso de estar con alguno de sus
amigos, como éstas: ¿No querrá usted que nos cubramos?
Artículo
4
El
manto, los guantes, las medias y los zapatos. La camisa y la corbata
El
decoro pide que se lleve el manto sobre los dos hombros y que caiga por delante,
y no que se arremangue por debajo de los brazos: es aún más descortés
replegarlo por debajo del codo; sienta bien conservarlo estando en la mesa.
No
se debe entrar en un lugar en el que haya personas de consideración, envuelto
en el manto; en las casas de los príncipes se expondría uno a una reprensión,
o incluso ser echado fuera.
Es
descortés tirar por el manto o la ropa a una persona a la que se quiere hablar,
sobre todo si es de categoría superior.
Es
fino llevar guantes cuando se va por la calle, se está en compañía o se va al
campo; pero es mal visto tener los guantes en la mano, agitarlos, jugar con
ellos o utilizarlos para golpear a alguien: es propio de los escolares.
Hay
que quitarse los guantes al entrar en la iglesia, antes de tomar agua bendita,
cuando se quiera rezar y al ponerse a la mesa.
Cuando
se quiere saludar a alguien y hacerle una profunda reverencia, como para besarle
la mano, hay que tener entonces la mano desnuda, y para ello basta con quitar el
guante de la mano derecha; esto mismo pide la buena crianza antes de dar o de
recibir alguna cosa.
Es
descortés, en compañía, sacarse y meterse continuamente los guantes; también
lo es el ponerlos en la boca para mordisquearlos o chuparlos, llevarlos bajo el
brazo izquierdo, llevarlo puesto solamente en la mano izquierda y tener con ella
el guante de la derecha, o ponerlos en el bolsillo cuando deberían estar
revistiendo las manos.
Es
muy feo dejar caer las medias hasta los talones, por no atarlas; hay que cuidar
de estirarlas bien para que no hagan arrugas sobre las piernas; y no se debe
tolerar nunca que aparezcan un poco rotas, o que asome algún remiendo fuera del
zapato, o que estén tan estiradas que se vea la pierna a través.
En
cuando a los zapatos, hay que cuidar que estén adecuadamente cerrados con
hebillas, o atados con cordones.
Es
grosero ponerse los zapatos a modo de zapatillas, ya en casa, ya fuera; y los
buenos modales exigen que estén siempre muy limpios.
Hay
que tener los vestidos cerrados por delante, sobre todo en el pecho, de modo que
no aparezca la camisa, y es negligencia imperdonable dejar caer las mangas de la
camisa sobre el puño, por no estar sujetas, o dejar colgar las cintas de los
calzoncillos; sería incluso atraerse la confusión dejar salir la camisa por
alguna parte.
La
buena educación no puede sufrir que se tenga el cuello desnudo y al
descubierto; quiere más bien que se use corbata en público, y cuando se esté
en casa, sea desvestido, sea indispuesto, que se tenga un pañuelo adecuado para
cubrirlo.
Artículo
5
La
espada, el bastón corto, el bastón y el cayado.
Es muy inconveniente y muy contrario al orden de una educaión bien reglamentada, que un burgués lleve espada, a menos que esté de viaje o en el campo. Un niño puede, sin embargo, llevarla, si es gentilhombre.
Es
descortés girar el tahalí de la espada delante de sí, y mucho más poner la
espada por entre las piernas.
No
hay que tener la mano sobre la empuñadura de la espada cuando se hable con
alguien, o al pasear; es suficiente hacerlo cuando hay obligación de sacarla.
Por
muy valiente que pueda parecer el hombre que está siempre dispuesto a sacar la
espada, cuando le dicen una palabra molesta, o se le quiere insultar, que esté
seguro de que esto no es ni cortés ni cristiano, ya que no es más que la
pasión y el prurito de una honra vana e imaginaria que le impulsa a obrar así.
Es por tanto contrario a la cortesía estar tan predispuesto a defenderse contra
alguna injuria o ultraje; las reglas del Evangelio piden que se sufran las
injurias con paciencia.
Jesucristo
mismo mandó a san Pedro devolver su espada a la vaina, cuando quiso utilizarla
para defenderle.
Cuando
se está sentado hay que colocar la espada al lado, desplazando el tahalí o
cinturón detrás de sí lo más que se pueda; debe hacerse lo mismo al sentarse
a la mesa y procurar que la espada esté detrás de sí, o de tal modo entre las
sillas que no pueda molestar a nadie; no parece conveniente dejarla en esta
ocasión.
Cuando
hay que dejar la espada, no se debe quitar sin guantes, ni colocarla sobre la
cama con guantes, lo que sería muy descortés. Hay que dejarlos en un lugar
apropiado, fuera de la vista de las personas que pudieran entrar en el cuarto, o
con las que se esté.
Si
sucede que alguna persona de alta alcurnia entra en la morada de alguien que
tenga derecho a usar espada, debe recibirlo con guantes y ceñida la espada; en
cuanto a los que no usan espada, es preciso que lleven guantes y tengan la capa
sobre los hombros.
La
cortesía obliga a veces a servirse de un bastón, pero sólo la necesidad
autoriza a tener una cachava en la mano.
No
sienta bien llevar un bastón corto o un bastoncillo en casa de los nobles; pero
se puede tener un cayado en la mano si se está indispuesto o si se necesita
para sostenerse o para andar con más facilidad.
Es
descortés juguetear con el bastón corto, o con el cayado, servirse de él para
golpear el suelo o las piedras, o para hacer saltar chinitas; es totalmente
deseducado levantarlo como si se quisiera pegar a alguien. Y no está nunca
permitido servirse de él para tocar a alguien, aunque sea para divertirse.
Cuando
se está de pie, hay que evitar el apoyarse burdamente sobre el cayado como
hacen a veces los campesinos. Tampoco se debe tener firme contra el suelo, como
se haría con un palo, lo que mostraría un tanto de dignidad o autoridad en la
persona; pero es conveniente tenerlo suspendido en el aire de modo comedido y
modesto, o dejarlo tocar el suelo sin apoyarse en él.
Al
andar, es de poca educación llevar un bastón o una vara debajo del brazo; y es
peor arrastrarlo negligentemente por el barro, y es ridículo apoyarse en él de
modo que huela a orgullo o fasto; y cuando se hagan gestos u otros movimientos,
está muy mal tener un cayado o una vara en la mano derecha.
Al
estar sentado no hay que utilizar la vara o el cayado para escribir en el suelo,
o hacer figuras; denotaría que se es un distraído o un maleducado; tampoco
está bien poner el cayado sobre los asientos, antes hay que tenerlo delante de
sí de modo correcto.
Antes de sentarse a la mesa, no se debe colocar nunca la vara o el cayado sobre la cama, lo que es descortés; hay que ponerlo en un lugar fuera de la vista de todos; si se lleva palo, se puede apoyar contra la pared. Hay que dejar la vara y el cayado siempre que se deje las espada y los guantes.