34. PARA EL DOMINGO TERCERO DESPUÉS DE PASCUA

 

Sobre las falsas alegrías del mundo, y la verdadera alegría de los siervos de Dios.

Afirma Jesucristo en el evangelio de este día que el mundo se alegrará, mientras los servidores de Dios permanecerán algún tiempo en la tristeza; pero que tal tristeza se cambiará en gozo (1). Estas palabras os dan pie para ponderar la diferencia que existe entre el contento de los mundanos y el de los siervos de Dios.

La alegría del mundo es breve; la de aquellos que sirven a Dios no tendrá fin. Así se deduce de las palabras del santo Evangelio: " El mundano, dice Jesucristo, se alegrará "; mas ¿por cuánto tiempo? A mucho tirar, mientras viva en el mundo; en cuanto deje la tierra, o sea, pasada la vida presente, cesará su gozo, y la tristeza que ha de seguirle será eterna.

En cambio, la felicidad de los servidores de Dios será tal que, como asegura Jesucristo, nadie podrá arrebatársela. Si les sobrevienen motivos de pena y tristeza, será por poco tiempo, y la dicha que ha de seguir a sus pesares no tendrá fin.

¡Ay de aquellos que no piensan sino en vivir a gusto durante la vida, porque su alborozo será bien poco duradero!

La segunda diferencia que se da entre el gozo de los mundanos y el de los siervos de Dios es que, el de los primeros resulta superficial, mientras el de los segundos es solidísimo.

Esta distinción se aprecia en los términos utilizados por Jesucristo: del mundo, dice que se alegrará; en cambio, de los que sirven a Dios afirma que será su corazón el que se bañará en gozo.

Lo cual indica que la felicidad de los primeros es sólo aparente, porque en el mundo todo es ostentación y apariencia; mientras los servidores de Dios viven de asiento en el gozo: es su corazón el que se regocija, y el goce propio del corazón - sostén de la vida humana, por ser lo último que muere en el hombre - es solidísimo, según lo explica Jesucristo.

Su gozo no se ve fácilmente sujeto a alteración, porque se fundamenta en lo que es para ellos soporte de la vida de gracia; a saber, el amor de Dios y la comunicación con Él, por la oración y el uso de los sacramentos. De ahí se sigue que, siendo Dios quien sustenta y alimenta su gozo, éste se halla firmemente establecido, como basado en Dios.

Vuestra alegría es sólida si os regocijáis aun viéndoos oprimidos por los padecimientos y por las penas más amargas. En cambio, si reducís el contento al goce de los placeres sensibles, ¡ah! ; cuán cierto resultará entonces que todo es en él superficial, pues participa de la naturaleza misma de su objeto, que es un bien absolutamente frágil y perecedero!

Hay aún otra diferencia muy notable entre el contento de los mundanos y el de los siervos de Dios: la alegría de aquellos es de todo punto externa; la de éstos, interna, como radicada en el corazón.

De ahí que la menor pena turbe la felicidad de los mundanos y los sumerja en el abatimiento; al paso que el gozo de los siervos de Dios, por residir en lo íntimo de su ser, no puede menoscabarlo cosa alguna exterior; ya que nada procedente de afuera es capaz de adentrarse hasta lo íntimo del corazón, el cual se comunica sólo con lo externo en la medida en que se deja influir por los sentidos.

Y como la dicha de los justos tiene su causa en el amor de Dios, que se asienta en lo profundo de sus corazones, y el objeto de este amor es un bien permanente, inmutable y eterno; síguese que, mientras la caridad mantenga unida su alma a Dios, no pueden ser turbados en la posesión de tan delicioso contentamiento.

¿Procede del interior vuestro gozo? ¿No os entregáis de cuando en cuando a cierta alegría vana y del todo exterior?

 

35. PARA EL DOMINGO CUARTO DESPUÉS DE PASCUA

 

De los provechos que nos acarrean las penas interiores y exteriores.

Cuando Jesucristo anunció a los Apóstoles que regresaba al que le había enviado, sus corazones se llenaron de tristeza (1).

La presencia del Maestro constituía para ellos todo su consuelo y su sostén; de ahí que se afligieran profundamente al oír que se verían pronto privados de ella. Se persuadían de que, al faltarles visiblemente Jesucristo, quedaban sin su apoyo, del que les parecía imposible prescindir. Por no haber recibido aún el Espíritu Santo, vivían apegados a lo sensible, sin elevarse más allá de lo que alcanzaban sus sentidos.

Cuando se deja el mundo, cuando - al dejarlo - se renuncia a los placeres de los sentidos, ocurre a veces, que tal renunciamiento se hace por puro gusto y por mero atractivo sensible hacia Dios y hacia las cosas divinas, el cual produce contento incomparablemente superior al de los sentidos. De modo que es un placer mayor el que mueve a privarse gustoso de otro mucho más pequeño; esto prueba que no se ha llegado aún al total desasimiento.

Pedid instantemente a Dios ese cabal desapego de lo sensible, para no aficionaros más que a Él solo, en quien se asienta toda la felicidad, tanto en la vida presente como en la futura.

Viendo Jesucristo que los Apóstoles se apenaban al oírle decir que pronto se alejaría de ellos, les dio a entender que " les era conveniente su partida " (2).

Quienes se han dado a Dios creen a menudo que la presencia sensible del Señor es lo único capaz de mantenerlos en la vida piadosa y que, si cayeren alguna vez en sequedades y penas interiores, degenerarían totalmente del grado de santidad a que Dios los había levantado; o les parece que al perder cierto gusto a la oración, y la facilidad para dedicarse a ella, todo está perdido, y Dios los ha desamparado por completo. Desolados interiormente, imaginan cerradas para ellos todas las sendas que conducen a Dios.

Ha de decírseles en tal coyuntura lo de Jesucristo a sus Apóstoles: que conviene se retire sensiblemente Dios de ellos y que, si soportan de buen grado la prueba, redundará en verdadera ganancia lo que ellos consideran pérdida.

La razón principal de que Jesucristo diga a sus Apóstoles que les conviene su partida del mundo es que, si El no se fuere, el Espíritu Consolador no vendría sobre ellos; mientras que, yéndose Él, se lo enviará (3)

Aprendamos de aquí que, algunas veces, es más provechoso verse privado de consuelos espirituales que gozar de ellos; porque, cuanto más desasido se hallare uno de lo que agrada a los sentidos, mayores facilidades encontrará para llegarse a Dios puramente, y con total desapego de todo lo criado. Entonces es cuando, en efecto, el Espíritu de Dios desciende al alma y la colma de sus gracias.

No os lamentéis, por tanto, en lo sucesivo, si os viereis desolados, ya interior, ya exteriormente; tened por cierto que cuanto más afligidos os sintiereis, tanta mayor facilidad experimentaréis para pertenecer de todo punto a Dios.

 

36. PARA EL DOMINGO QUINTO DESPUÉS DE PASCUA

 

Sobre la necesidad de la Oración.

Pedid y recibiréis (1). Con estas palabras del evangelio de hoy quiere darnos a conocer Jesucristo que, pues tenemos necesidad de recibir sus gracias, debemos también pedírselas; y que, pues Dios está dispuesto a dárnoslas, nos ha suministrado el medio seguro para obtenerlas: la oración. Medio de uso muy fácil, ya que lo tenemos siempre a mano y en condiciones de servirnos de él cuando gustemos.

A fin de darnos a entender la facilidad con que puede obrarse el bien dice, por eso, san Agustín: " Si os veis impotentes para obrar, ya a causa de vuestra flaqueza, ya por lo violento de la tentación, ya por otro motivo cualquiera; acudid a la oración, que os comunicará infaliblemente el poder ejecutar lo que excede a vuestras fuerzas naturales ".

Cuando la práctica de la virtud se os haga, pues, cuesta arriba, tenéis que hacérosla fácil por la aplicación a la oración; y debéis acudir a ella sin tardanza, recordando estas palabras de Jesucristo: Pedid y recibiréis.

Lo que especialmente ha de moveros a orar, es la flaqueza a que el pecado os tiene reducidos; flaqueza que os haría incapaces de producir ningún bien sobrenatural. Y puesto que cada día somos más débiles, porque a diario caemos en nuevas culpas; cada día tenemos también necesidad mayor de ese auxilio.

" La oración, enseña san Juan Crisóstomo, es divino medicamento que arroja del corazón toda la malicia que en él encuentra, y lo llena de toda justicia. "

Por consiguiente, si aspiramos a vernos de todo en todo libres de pecado, nada mejor podemos hacer que darnos de lleno a la oración: por muchas que sean las culpas en que haya incurrido una persona que ame la oración,; a despecho de los mayores desórdenes, cuenta en ella con el recurso rápido y fácil para obtener la gracia de la penitencia y del perdón.

Pedid, pues, a Dios un corazón puro, que rehúya y deteste, no sólo los pecados más graves, sino todo cuanto pueda empañar vuestra conciencia y haceros menos gratos a Dios.

Estamos tan expuestos a las tentaciones que, al decir de Job, " nuestra vida es tentación constante " (2); de ahí que asegure san Pedro: El demonio nuestro enemigo, ronda de continuo en derredor nuestro, como león rugiente, buscando algún medio con que devorarnos (3).

Pues bien lo que nos pone en condiciones de resistirle es la oración.

Del demonio de la impureza, llega a decir Jesucristo, que " no es posible vencerlo sino por la oración y el ayuno " (4); y nombra la oración antes que el ayuno, para significarnos que, si bien es muy necesaria la mortificación para vencer al espíritu inmundo; es mucho más urgente aún armarse con la oración para triunfar en esa batalla.

Así, pues, cuando os veáis asaltados por el espíritu tentador, no ceséis de orar hasta que de todo punto le hayáis alejado de vosotros.

 

37. PARA EL LUNES DE ROGATIVAS

 

Sobre la obligación de orar por aquellos a quienes tenemos cargo de instruir.

Jesucristo os manifiesta en la parábola que trae el evangelio de este día, la obligación que tenéis de prestar atención a las necesidades de aquellos que instruís. Si alguno de vosotros, dice, fuere a media noche en busca de uno de sus amigos y le dijere: préstame tres panes, porque otro amigo mío acaba de llegar de viaje a mi casa y no tengo nada que darle... (1).

Al exponer esta parábola, dice san Agustín que ese amigo peregrino es el hombre que, tras de haber frecuentado la senda de la iniquidad y haber concedido rienda suelta a sus pasiones en el mundo, sin encontrar: en él otra cosa que vanidad, miseria, vicios y pesadumbres; en su indigencia, se dirige a vosotros para solicitar ayuda, seguro de que habéis recibido gracia para sostener a los débiles, enseñar a los ignorantes y corregir a los delincuentes.

Viene a vosotros como viajero extenuado y rendido, para rogaros que le aliviéis en su necesidad.

Tal es la condición en que se encuentran los que os encarga la Providencia de instruir y educar en la religión. Es Dios mismo quien los encamina hacia vosotros; es Dios también quien os constituye responsables de su salvación, y quien os impone el deber de subvenir a todas sus necesidades espirituales.

Esa debe ser asimismo vuestra constante preocupación.

Los niños que acuden a vosotros, o han crecido faltos de educación, o la han recibido mala o, si alguna buena enseñanza recibieron, las malas compañías o sus perversas costumbres les han impedido aprovecharse de ella. Os los manda Dios para que les infundáis el espíritu del cristianismo y los eduquéis según las máximas del Evangelio.

Por vuestra parte, estáis obligados a instruiros, dice san Agustín, porque sería caso de sonrojarse si os vierais en la precisión de enseñar lo que no sabéis, o de exhortar a la práctica de lo que no cumplís.

Pedid, pues, a Dios aquello de que carezcáis, a fin de que os dé con plenitud cuanto os falte; a saber, espíritu cristiano y profunda religiosidad.

Los que vienen a vosotros lo hacen a media noche para significar, agrega san Agustín, su mucha ignorancia. La necesidad es en ellos apremiante, y vosotros no tenéis con qué remediarla: la fe sencilla en los misterios, sería suficiente para vosotros, pero no os basta para con ellos. ¿Vais a dejarles desamparados y sin instrucción? Acudid a Dios, llamad a su puerta, orad y suplicad con insistencia hasta haceros importunos.

Los tres panes que debéis pedir, según el mismo Padre, simbolizan el conocimiento de las tres divinas Personas; si lo obtenéis de Dios, tendréis con qué nutrir a quienes se encaminan a vosotros, necesitados de enseñanza.

Debéis considerar a los niños cuya instrucción corre a vuestro cuidado como huérfanos pobres y desválidos; pues, si la mayor parte cuentan con padre terreno, es, en realidad, como si no lo tuvieran, pues viven dejados a sí mismos en lo concerniente a la salvación del alma. Ésa es la razón de que los someta Dios, de algún modo, a vuestra tutela.

El los mira piadosamente y cuida de ellos como quien es su protector, su apoyo y su padre; pero se descarga en vosotros de ese cuidado. El bondadoso Dios los pone en vuestras manos, y toma sobre Sí el otorgarles cuanto le pidáis por ellos: la piedad, la modestia, la mesura, la pureza, el alejamiento de las compañías que pudieran serles peligrosas.

Y, como sabe que por vosotros mismos no tenéis ni la necesaria virtud ni poder bastante para comunicar todas estas cosas a los niños de quienes estáis encargados, quiere que frecuentemente se las pidáis para ellos con fervor e insistencia, a fin de que, merced a vuestros desvelos, nada les falte de cuanto necesiten para su salvación.

 

38. PARA EL MARTES DE ROGATIVAS

 

Del amor a la Oración

Para urgirles instantemente a orar, asegura de manera positiva Jesucristo a los hombres, que todo cuanto en la oración pidieren, lo recibirán: Todo el que pide recibe (1).

La oración produce su efecto por sí misma, y eso, en virtud de haberlo Dios prometido; de modo, que cuanto más se le pide, tanto más da; porque Dios se complace vivísimamente en enriquecer a los hombres. " No nos instaría tanto a que le pidiéramos, dice san Agustín, si no estuviera dispuesto a dárnoslo, y si no lo quisiera efectivamente "

Confundíos, por tanto, de veros tan cobardes y negligentes en dirigir vuestras súplicas a Dios, que está más dispuesto a complaceros que vosotros decididos a pedirle.

Más compasión tiene El de vuestra miseria, que deseo vosotros de libraros de ella.

Animaos, pues, a dar crédito al que tan ardientemente os insta; haceos dignos de sus promesas, y complaceos en acudir a Él. " ¿Quién esperó obtener de Dios alguna cosa y quedó defraudado? ", pregunta san Agustín.

Dos razones da Jesucristo en el santo Evangelio sobre la eficacia de la oración.

Primera, la fe y confianza con que se acude a ella: Todo cuanto pidiereis " con fe " en la oración, lo conseguiréis, afirma Jesucristo (2).

El que dice todo indistintamente, nada exceptúa. ¿Quién osaría creer que tiene la fe tal eficacia como para alcanzar infaliblemente cuanto se pide a Dios, si el Hijo mismo de Dios, verdad por esencia, no lo asegurase?

Y no sólo os lo asegura con sus palabras: os dio de ello ejemplo admirable en aquella mujer cananea que, luego de importunar con sus instancias a Jesucristo para que librase a su hija de la posesión del diablo, mereció del Señor que accediese a su súplica, tan sólo en consideración a su fe: ¡Oh mujer, le dijo Jesús, " cuán grande es tu fe ", hágase según tu deseo! (3).

Persuadíos, por tanto, de que está Dios dispuesto a no rehusaros cosa alguna que le pidiereis con fe y confianza en su bondad.

La segunda razón de que Dios conceda cuanto se le pide, es la humildad con que se solicita de Él aquello de que se tiene necesidad; pues, como muy bien dice el Sabio: Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes (4). Quiere decir que nada otorga a aquéllos; mientras que a éstos nada les rehúsa.

Esta verdad nos enseña de modo evidente Jesucristo en la parábola del fariseo y del publicano: ambos oraban a la vez en el Templo; mas de ellos dice Jesucristo que el último volvió a su casa justificado, pero no así el primero; y la razón que de ello da inmediatamente es que todo el que se ensalza será humillado, y quien se humilla será ensalzado (5).

Como si dijera que la oración del primero no fue atendida por ir acompañada de sentimientos de soberbia; y que el segundo, no obstante la gravedad de los pecados que había cometido, obtuvo de ellos plena remisión, y volvió justificado a su casa, en gracia a la contrición y a la humildad con que se había presentado delante de Dios.

Cuando, pues, dirijáis a Dios vuestras preces, sea con tanta humildad, que no pueda rehusaros nada de cuanto le pedís.

 

39. PARA LA VIGILIA DE LA ASCENSIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

 

De lo que ha de pedirse a Dios en la Oración

En el evangelio que se lee este día y en lo restante del mismo capítulo, donde se incluye la oración que dirige a su Padre en favor de sus santos Apóstoles; nos da a entender Jesucristo las cosas que debemos pedir a Dios.

No impetra para ellos cosas humanas ni temporales, porque no había venido al mundo para procurárselas a los hombres, y porque, reconociendo que es su Eterno Padre quien le ha deparado sus Discípulos, que a El le pertenecen y que incluso es El quien los ha destinado a predicar el Evangelio y a trabajar en la salvación de las almas; no debe pedir por ellos a su Padre otras cosas sino las que puedan contribuir al fin para el que fueron por Él elegidos. Ésa es la razón de que Jesucristo implore del Padre Eterno, particularmente, tres cosas en su plegaria:

Primera, el alejamiento del pecado, con las siguientes palabras: Presérvalos del mal (1).

Lo mismo debéis solicitar, en primer término, también vosotros de Dios hasta conseguirlo: tal horror de cuanto se asemeje a la culpa, que os abstengáis, como quiere san Pablo, de cuanto tiene aun sombra y apariencia de mal (2). Y, como ése es un bien que no podéis alcanzar por vosotros mismos, importa mucho que solicitéis de continuo la ayuda de Dios para alcanzarlo.

Pedidle, pues, insistentemente que nada os torne desagradables a sus ojos, ya que estáis obligados a inspirar su amor en los corazones de aquellos que educáis.

¿Lo hacéis así? ¿Es eso lo que reclamáis de Dios en las plegarias que le dirigís?

Lo que, en segundo lugar, pide Jesucristo al Eterno Padre por los santos Apóstoles en esta oración, es que los santifique en la verdad (3); o sea, que no sólo los santifique con santidad exterior, semejante a la exigida en la antigua Ley; sino que purifique sus corazones y los santifique con la gracia y la comunicación de la santidad divina que se halla en Jesucristo, y de la cual han de hacerse ellos partícipes, para poder contribuir a la santificación de los otros.

Añade Jesucristo que " con ese fin se ofrece Él al Padre y quiere sacrificarse por la muerte que va a padecer en la cruz " (4).

Ya que fuisteis elegidos para procurar en vuestro estado la santificación de los alumnos, tenéis que ser santos vosotros con santidad no común; puesto que a vosotros corresponde comunicarles a ellos la santidad, tanto por el buen ejemplo, como por las palabras de salvación que debéis anunciarles todos los días.

La aplicación interna a la oración, la afición a los ejercicios piadosos, la fidelidad en dedicaros a ellos y en amoldaros a todas las prácticas de comunidad, os ayudarán particularmente a adquirir esa santidad y perfección, que desea ver Dios en vosotros.

Pedídsela todos los días con insistencia, y tomadlo tan a pechos, que no os canséis de impetrarla hasta que la hayáis conseguido.

Lo tercero que Jesucristo pide al Eterno Padre para sus santos Apóstoles, en su oración del evangelio de este día, es unión muy estrecha de ellos entre sí: unión tan íntima y estable, que desea Él " se asemeje a la que existe entre las tres divinas Personas " (5); no en todo, puesto que las tres tienen una sola esencia; mas sí por participación, y de tal manera, que la unión de espíritu y corazón que Jesucristo ansía entre los Apóstoles, produzca el mismo efecto que la unión esencial existente entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, a saber, que todos ellos tengan unos para con otros el mismo sentir y el mismo querer; las mismas aficiones las mismas máximas e idéntica conducta.

Eso recomienda san Pablo a los fieles en sus cartas (6). Eso es también lo que más descolló entre los santos Apóstoles y en los primeros discípulos de Jesucristo, según refiere san Lucas en los Hechos de los Apóstoles: Tenían todos, dice, un solo corazón y una sola alma (7).

Habiéndoos llamado Dios por su gracia a vivir en comunidad, no hay cosa que debáis pedirle con mayor insistencia que esa unión de corazón y de espíritu con vuestros Hermanos, porque sólo mediante tal unión conseguiréis la paz, en la que ha de consistir toda la felicidad de vuestra vida.

Instad, pues, al Dios de los corazones que del vuestro y del de vuestros Hermanos, forme uno solo en el de Jesús.

 

40. PARA LA FIESTA DE LA ASCENSIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

 

Jesucristo no vino al mundo más que a darnos la Ley nueva y a obrar los misterios de nuestra redención; por eso, una vez satisfechas plenamente todas las funciones de su ministerio como legislador y redentor de los hombres, nada le detenía ya en la tierra.

Y hasta parece que su permanencia en el mundo implicaba cierta situación violenta, pues el centro de su Cuerpo glorioso eran los Cielos y, su lugar, la derecha del Padre (1).

A pesar de todo, el trato que aún debía mantener con los hombres, le obligaba a velar el brillo de su gloria en sus apariciones.

Apartados del siglo como estáis vosotros, debéis vivir desasidos en absoluto de todas las inclinaciones humanas, que propenden exclusivamente a la tierra; con el fin de aspirar sólo al cielo y tener elevado de continuo vuestro espíritu y corazón hacia él. Porque nacisteis para el cielo; sólo por el cielo debéis trabajar, y no hallaréis perfecto descanso más que en el cielo.

Este es el día en que deja Jesucristo la tierra para elevarse a los cielos; " allí ha establecido y fijado su morada para siempre " (2).

Allí se presta hoy su santísima Humanidad a ser adorada por todos los ángeles, y por todos los justos que han entrado en la gloria con Él para tomar posesión de la felicidad eterna.

Adorad con todos los bienaventurados esta sagrada Humanidad, a la que ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (3); uníos allí a todos ellos para mostrarle vuestra gratitud y reverenciarla cuanto se merece; reconoced que en ella, según dice san Pablo, se hallan todos los tesoros de la ciencia y de la sabiduría de Dios (4). De ella, como de fuente, saca el Salvador todas las gracias que derrama sobre aquellos hombres que por sus buenas obras y su piedad se hacen merecedores de recibirlas.

¿Cuándo podréis decir vosotros con san Esteban que veis los cielos abiertos y a Jesucristo, que está allí dispuesto a comunicaros sus gracias? (5). Pedidle, sobre todo, la de no ocuparos ya más que en las cosas de arriba.

Reconoced que la subida de Jesucristo al cielo supone para vosotros ventaja singularísima; pues de allá proceden todos los dones que han de enriquecer y hermosear vuestra alma.

Porque, efectivamente, en virtud de la potestad que hoy recibe Jesucristo sobre todas las criaturas, tanto del cielo como de la tierra, se muestra El liberal con los hombres: en cuanto " cabeza suya " (6), les da parte en la vida de la gracia, cuya plenitud El posee; y en su calidad de mediador (7), presenta vuestras oraciones y buenas obras a Dios su Padre, e intercede El mismo por vosotros para alcanzaros la divina misericordia e impedir que se descargue su ira cuando le ofendáis.

Proclamad, pues, con san Agustín, que la Ascensión de Jesucristo constituye vuestra gloria, el motivo de vuestra esperanza y la prenda de vuestra felicidad. Haceos merecedores de tener a Jesucristo por vuestro Soberano, vuestra Cabeza y vuestro Mediador en el cielo.

 

41. PARA EL DOMINGO INFRAOCTAVA DE LA

ASCENSIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

 

En el evangelio de este día predice Jesucristo a sus Apóstoles las persecuciones que habrán de padecer por parte de los judíos, quienes los arrojarán de sus sinagogas y asambleas (1), y los tendrán por excomulgados e indignos de conversar con ellos.

Así miran los mundanos a quienes se han consagrado a Dios y, sobre todo, a quienes dejaron el mundo: los : vejan, injurian, ultrajan y zahieren como a malhechores, porque, según dice el Señor, no son del mundo ¡2).

De tal suerte tenéis que esperar ser tratados vosotros, mientras viváis según el espíritu de vuestro Instituto, y trabajéis con provecho en bien del prójimo; pues, aborreciéndoos el demonio, tampoco podrá soportaros el mundo, estrechamente asociado a él.

Correspondedle vosotros en pie de igualdad: será ése uno de los mejores medios para manteneros en la vida piadosa, en el retiro y alejamiento del mundo.

Jesucristo predice a los Apóstoles, no sólo que serán rechazados y ultrajados por los judíos, sino, además, que quienes los mataren, se persuadirán de que prestan un gran servicio a Dios (3).

Si en nuestros días no se da muerte a quienes se consagran a Dios y trabajan por su gloria, ¿qué no se hace, con todo, para denigrarles con las más ruines calumnias, tratándolos como indignos de vivir?

Por vuestra parte, debéis holgaros de que procedan así con vosotros; consideraos incluso como muertos para el mundo, y estad decididos a no entablar comunicación alguna con él. Si verdaderamente sois de Dios, seréis enemigos del mundo, y el mundo lo será vuestro, por serlo de Dios.

Tratadlo, pues, como a tal; aborreced su frecuentación y no le permitáis el menor acceso a vosotros, por miedo de que, si os relacionáis con él, acabéis participando de su espíritu.

La razón de que el mundo maltrate y ultraje así a sus discípulos es, como el mismo Jesucristo dice, porque ese mundo " no le conoce a El ni al Padre que le envió " (4).

Y, de hecho, los mundanos no se aficionan de ordinario sino a sus semejantes, o sea, a quienes se complacen en lo que halaga a los sentidos. No conocen a Dios, sino de modo muy imperfecto: por lo cual no piensan en Él, no hablan ni oyen gustosos hablar de Él, y sólo de tarde en tarde, se dirigen a El por la oración. De ahí el desprecio que abrigan - y que a menudo demuestran - respecto de los siervos y amigos de Dios.

A veces, tenéis que instruir a niños que no saben quién es Dios, porque fueron educados por padres que tampoco le conocían. Empeñaos en estudiarle vosotros tan cumplidamente, por la lectura y la oración, que os pongáis en condiciones de descubrir a los demás lo que de El sabéis, y de conseguir que le amen aquellos a quienes le habéis dado a conocer.

 

42. PARA LA VIGILIA DE PENTECOSTÉS

 

Sobre las disposiciones para recibir el Espíritu Santo

En el evangelio de este día Jesucristo nos señala tres disposiciones para recibir el Espíritu Santo, con las palabras siguientes: Si me amáis, guardad mis mandamientos, y Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador para que esté siempre con vosotros (1).

La primera de tales disposiciones es amar a Dios y entregarse del todo a EL Para conseguirlo es necesario desasirse de todo lo criado, y aficionarse sólo a Dios; pues quien vive apegado al mundo y a sus bienes, se inhabilita para recibir el Espíritu de Dios, que sólo se da a quienes halla vacíos de todo lo que no es Dios.

De ahí que el mundo, como dice Jesucristo, no pueda recibir el Espíritu de Dios (2); porque el mundo sólo se aficiona a " la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida " (3).

Desasíos, pues, vosotros de todas las cosas, y no os aficionéis más que a solo Dios, si es que deseáis disponeros a recibir el Espíritu de Dios.

La segunda disposición para recibir el Espíritu Santo es guardar fielmente los mandamientos de Dios, y esmerarse en cumplir en todo su santa voluntad.

Pues, como Jesucristo asegura que " el Espíritu Santo permanecerá siempre en aquellos y con aquellos que le recibieren " (4); y que no puede complacerse sino en quienes procuran hacer siempre lo que Dios desea de ellos y conformarse en todo con su santa voluntad; síguese que nadie puede pretender recibirlo si no se dispone a cumplir en todo la voluntad de Dios.

No hay duda que vosotros habéis dejado el mundo con el fin exclusivo de consagraros totalmente a Dios y de poseer en abundancia su divino Espíritu; mas, si no ejecutáis con exactitud cuanto descubrís ser voluntad de Dios, no soñéis con alcanzarlo: poned aplicación muy esmerada en la observancia puntual de vuestras Reglas.

Nada dispone mejor a recibir el Espíritu Santo que la oración. Por eso asegura Jesucristo que nuestro Padre celestial dará su Espíritu, transido de amor y de bondad por nosotros, a todos cuantos se lo pidan (5).

Y como sabe que la plenitud del divino Espíritu se alcanza difícilmente; deseando comunicársela a sus santos Apóstoles, les asegura que El mismo rogará a su Padre por ellos (6), para que puedan recibirle con profusión.

Si queréis, pues, disponeros en la medida que Dios lo exige de vosotros, para ser henchidos del Espíritu de Dios el día de Pentecostés, día en que gustoso derrama El sus gracias, por haberse en él comunicado a los santos Apóstoles y a todos los que entonces componían la Iglesia; aplicaos atenta y fervorosamente a la oración, a fin de que podáis ser colmados de las gracias de Dios.

Y no ceséis de invocarle todos estos santos días: repetidle a menudo con la Iglesia estas sagradas palabras: " Envía tu espíritu Santo para darnos nueva vida y renovarás la faz de la tierra " (7).

 

43. PARA EL DÍA DE PENTECOSTÉS

 

" Los santos Apóstoles perseveraron en el retiro, entregados a la oración ".(1) desde la subida de Jesucristo al cielo hasta el presente día de Pentecostés - fiesta que los judíos celebraban para conmemorar la recepción por Moisés de la Ley antigua, en el monte Sinaí -,después de lo cual, el Espíritu Santo descendió sobre ellos y sobre cuantos estaban con ellos reunidos en una sala espaciosa " (2), para darles la Ley nueva, que es ley de gracia y de amor.

Difundióse sobre ellos y dentro de ellos a modo de viento impetuoso (3), queriendo significarnos que, así como al crear al hombre, sopló Dios sobre él - según expresión de la Escritura - un hálito de vida (4); del mismo modo, al comunicar Jesucristo a sus Discípulos. La vida nueva, con el fin de que sólo vivieran en adelante según la gracia; sopló en ellos su divino Espíritu para darles alguna impresión de esa su vida divina.

Éste es el día santo en que debe reposar también sobre vosotros el Espíritu de Dios, para poneros en condiciones de no vivir ni obrar en adelante sino movidos de su impulso. Atraedle a vosotros disponiendo debidamente para ello el corazón.

Dícese en los Hechos de los Apóstoles que aquel viento, símbolo del Espíritu de Dios que se derramó sobre los discípulos de Jesucristo, invadió toda la casa: y eso para significar lo dicho a continuación: que todos los allí reunidos fueron llenos del Espíritu Santo (5).

Recibieron a la sazón los santos Apóstoles tal abundancia de gracias, que " sus voces resonaron en toda Jerusalén " (6): no hablaban de otra cosa que de Jesucristo resucitado, y tenían continuamente en los labios las palabras de la Sagrada Escritura, que les servían como norma de conducta.

Después de verle expirar en la cruz, todos se habían dispersado y escondido por miedo a perder la vida; mas, una vez recibido el Espíritu Santo, se reúnen y congregan en el mismo lugar, y allí se alientan y estimulan a padecer por el nombre de Jesucristo; (7) y hasta se consideran felices y se congratulan por ello.

En vuestro estado, necesitáis la plenitud del Espíritu de Dios, pues no debéis vivir ni proceder en él sino conforme al espíritu y luces de la fe; y sólo el Espíritu de Dios puede poneros en tal disposición.

Añaden a continuación los Hechos de los Apóstoles que aparecieron sobre todos los discípulos allí reunidos como lenguas de fuego aisladas entre sí las

cuales se posaron sobre cada uno de ellos; y que comenzaron desde entonces a hablar diversas lenguas, según la gracia que el Espíritu Santo les otorgaba (8).

¡Oh maravilla! Los poco antes tan rudos, que eran incapaces de comprender las sagradas verdades que Jesucristo les proponía, fueron en un instante iluminados de tal modo, que explicaban con claridad e increíble precisión las palabras de la Sagrada Escritura; de manera que " todos los allí presentes estaban fuera de si, dominados de profundo asombro " (9); y que en poco tiempo, se convirtieron muchos, porque, según san Pedro les dijo, " el Espíritu de Dios se había derramado sobre ellos " (10).

El empleo que vosotros ejercéis os pone en la obligación de mover los corazones; no podréis conseguirlo sino por el Espíritu de Dios. Pedidle que os conceda en este día la misma gracia que otorgó a los santos Apóstoles y que, después de llenaros de su Espíritu para vuestra santificación, os lo comunique también para promover la salvación de los otros.

 

44. PARA EL LUNES EN LA OCTAVA DE PENTECOSTÉS

 

Sobre el primer efecto producido por el Espíritu Santo en el alma, que es moverle a contemplar las cosas con los ojos de la fe

Dice Jesucristo en el evangelio de hoy que vino la luz al mundo, pero los hombres amaron mas las tinieblas que la luz (1).

Por la venida del divino Espíritu descendió la luz al mundo, y el primer efecto producido por el Espíritu Santo en las almas que han tenido la suerte de recibirlo, es moverlas a contemplar las cosas del cielo con ojos totalmente distintos de como las miran quienes viven según el espíritu del mundo.

Por esa razón dice Jesucristo a sus Apóstoles en otro lugar del Evangelio que, cuando viniere el Espíritu Santo, que Él llama Espíritu de Verdad, les enseñara toda verdad (2); pues les dará a conocer todas las cosas, mostrándoselas como son.; no sólo en su apariencia, sino en si mismas y según se conocen cuando se las penetra con los ojos de la fe.

¿Os servís de esa luz para discernir unas de otras las cosas visibles, y para separar en ellas lo verdadero de lo falso, lo aparente de lo sólido? Si procedéis como discípulos de Jesucristo y como iluminados por el Espíritu de Dios, esa ha de ser la luz que únicamente os

Las verdades que el Espíritu Santo enseña a quienes le han recibido, son las máximas diseminadas por el santo Evangelio, las cuales Él les da a entender y gustar, y en conformidad con ellas los mueve a vivir y proceder. Porque solo el Espíritu de Dios puede revelar su sentido verdadero y mover eficazmente a practicar las; ya que son superiores a la capacidad de la mente humana.

¿Podemos, en efecto, comprender que son bienaventurados los pobres; que se ha de amar a los que nos aborrecen; que debemos alegrarnos cuando nos calumnian y se dice toda clase de mal contra nosotros; que es preciso devolver bien por mal (3), y tantas otras verdades de todo punto contrarias a cuanto la naturaleza nos sugiere, si el Espíritu de Dios no nos descubre por Sí su sentido verdadero?

Obligados como estáis a instruir sobre esas máximas a los niños cuya educación corre a vuestro cargo, es deber vuestro penetraros bien de ellas, a fin de imprimirlas profundamente en sus corazones. Mostraos, pues, dóciles al Espíritu Santo, que puede en poco tiempo comunicaros cabal conocimiento de ellas.

Aun cuando estas profundas verdades sean en sí tan maravillosas y sublimes, y no obstante que el Espíritu de Dios, luz verdadera, se las descubra a las almas; con todo, son desconocidas en absoluto por la mayoría de los hombres; pues, según dice el Evangelio, éstos aman más las tinieblas que la luz (4), y no conocen ni al Espíritu de Dios, ni lo que El puede inspirar a las almas y realizar en ellas.

La razón que de esto da Jesucristo es que sus obras son malas y que quien obra el mal aborrece la luz (5).

Además, como el mundo se ha vuelto ciego por causa del pecado, profesa máximas del todo opuestas a las que el Espíritu de Dios enseña a las almas santas, y con semejantes máximas conforma su vida. Ellas son también las fuentes de donde manan todos sus pecados y la malicia de los corazones.

No hay medio que debáis omitir para alejar, tanto las máximas como las costumbres mundanas, del espíritu de vuestros discípulos, y para inspirarles horror de ellas Cuanta mayor aversión profeséis al mundo, tanto más aborreceréis su proceder y sus normas, en vosotros y en los demás.

 

45. PARA EL MARTES DE PENTECOSTÉS

 

Sobre el segundo efecto producido por el Espíritu Santo en el alma, que es moverla a vivir y obrar por la gracia

Jesucristo afirma en el evangelio de hoy que vino al mundo para que los suyos tengan vida y la tengan en mayor abundancia (1).

Eso mismo debe decirse del Espíritu Santo: que no viene al alma sino para comunicarle la vida de la gracia o para moverla a obrar por la gracia.

Como es necesario vivir para obrar, el primer efecto que el Espíritu de Dios ha de producir en los corazones que hace suyos, es infundirles la vida de la gracia. Por esa razón le llama san Pablo Espíritu de vida y asegura que, " gracias a este Espíritu, se ha visto él libre de la ley del pecado y de la muerte " (2).

Vosotros debisteis redimiros de tan vergonzosa ley al dejar el mundo y haceros libres por la " libertad de los hijos de Dios " (3), con la que os ha honrado Jesucristo.

Vivid, pues, sobre aviso para conservar la gracia que recibisteis y que Jesucristo os conquistó tan a su costa.

Y no os reduzcáis de nuevo al yugo de la servidumbre del pecado (4); eso seria afrentar a Jesús que, os mereció la gracia al precio de tantos dolores; y contristar al Espíritu Santo, que con indecible bondad os la comunicó.

No les basta con vivir de la gracia a las personas que dejaron el mundo: necesitan, además, resistir a todo cuanto pudiera hacérsela perder. Ése es otro de los frutos que el Espíritu Santo produce en ellas.

La carne, dice san Pablo, milita con sus apetitos contra el espíritu, y el espíritu contra la carne (5), pues son contrarios entre sí. Por eso añade el mismo Apóstol: Si mediante el espíritu - es decir, por el Espíritu de Dios que mora en vosotros - mortificáis las obras de la carne, viviréis (6).

De donde se sigue que no podéis conservar la vida de la gracia, sino mortificando en vosotros las inclinaciones de la naturaleza corrompida, que a eso llama carne san Pablo; y, en la medida en que las resistáis, se fortalecerá en vosotros la vida de la gracia.

Ése será también el medio único de conseguir que pertenezcáis vosotros de todo en todo a Jesucristo, pues según dice el mismo san Pablo, los que son de Jesucristo han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias (7).

Mortificad, pues, vuestros miembros (8), añade, y de ese modo os abstendréis de seguir los deseos de la carne, y consolidaréis la gracia en vosotros.

Tampoco es suficiente para vivir en vuestra profesión, según el espíritu de vuestro estado, manteneros en su santa gracia, aun cuando esto sea ya particularísimo efecto de la bondad de Dios.

Debéis, además, obrar en él a impulso de la gracia, y poner de manifiesto que os dejáis conducir por el influjo del Espíritu de Dios. Así probaréis, según san Pablo, que perseveráis en la gracia de Dios: Si vivís, dice, por el Espíritu, obrad también por el Espíritu (9).

Es menester, por consiguiente, que procedáis con suma vigilancia sobre vosotros mismos, de modo que la naturaleza no entre a la parte en lo que hacéis; antes, nada se dé en vuestras obras que no sea producido por la gracia.

¿No hacéis muchas cosas por motivos meramente humanos o naturales, y por sentiros inclinados a ejecutarlas? Hacedlo todo como quien está delante de Dios, es de Dios y no tiene que agradar más que a Dios.

 

46. PARA EL DOMINGO DE LA SANTISlMA TRINIDAD (*)

 

Adorad este sagrado misterio, de todo punto inasequible a los sentidos y aun a la misma razón; los ángeles y santos lo reverencian sin haber conseguido penetrarlo jamás.

Daos por satisfechos vosotros con venerarlo unidos a ellos; y, anonadados de corazón y de espíritu ante él, confesad de plano que todo cuanto podéis decir y pensar es que hay un solo Dios en tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Ved ahí el objeto de la más profunda veneración de la Iglesia tanto en la tierra como en el cielo.

En presencia de arcano tan inefable, toda rodilla se dobla en el cielo, en la tierra y en los infiernos (1); y vosotros reconoced, con todos los espíritus bienaventurados, que Santo, Santo, Santo es el Señor todopoderoso, y que el mundo universo está lleno de su gloria y de su majestad (2). El es quien verdaderamente merece el único a quien es debida toda la gloria, porque no hay otro fuera de Él que por sí mismo sea algo.

Tributad hoy vuestros homenajes a este divino misterio, y proclamad que aventaja a cualquier otro, porque es el principio de todos los demás.

Con justa razón puede llamarse misterio de fe, el misterio de la Santísima Trinidad, porque sola la fe brilla en él. Ella exclusivamente nos lo descubre, aunque de modo somero, y en cuanto su inteligencia es posible durante la vida presente.

Ella sola nos permite fijar la consideración de nuestra mente en este supremo arcano, que excede infinitamente la capacidad de la razón humana. Ella sola, arrancando a nuestro espíritu de las tinieblas de la infidelidad, lo introduce muy adentro en tan sagradas oscuridades, de que la fe se sirve para tenernos cautivos.

¡Bienaventurada oscuridad que vela nuestro entendimiento y humilla nuestra razón!

En los restantes misterios de nuestra fe, perdura algún elemento sensible que los acompaña, y presta apoyo en alguna medida a los sentidos y a la inteligencia; mas, en éste, ni los sentidos ni la razón tienen cabida posible.

Pedid, pues, a Dios acopio de fe para creer tan sagrado misterio y proclamad - confesando a voces un Dios en tres personas - que son " dichosos los que, sin haber visto, creyeron " (3).

Si es verdad que este dogma, por no tener semejante en eminencia y santidad, constituye el primer objeto de la veneración de todos los fieles; es tanto más digno de respeto para vosotros cuanto os habéis obligado a enseñarlo y exponerlo a los niños, que son las plantas animadas del campo de la Iglesia.

Ellos, no menos que vosotros, fueron consagrados a la Santísima Trinidad desde el día de su Bautismo; llevan su sello estampado en el alma, y son deudores a este adorable misterio de la unción de la Gracia, que se derramó en sus corazones.

Está muy puesto en razón, por tanto, que vosotros, encargados de descubrírselo en la medida que lo permite la fe, lo reconozcáis como manantial de toda luz, sostén de la fe y primer fundamento de nuestra religión.

Con ese intento, debéis honrar de modo particularísimo este día a la Santísima Trinidad y consagraros a ella sin reserva, para contribuir cuanto os fuere posible a extender su gloria por toda la tierra (4).

Penetraos a este fin del espíritu de vuestro Instituto, y Vivid animados del celo con que Dios quiere henchiros, para que deis a los alumnos la inteligencia de tan sagrado misterio.

 

47. PARA LA FIESTA DEL SANTÍSlMO SACRAMENTO

 

Es sin duda, honor grande para los hombres que se digne morar Dios siempre con ellos, y hacérseles de algún modo sensible en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, con el fin de concederles gracias abundantes, tanto interiores como exteriores. Los ángeles se contentan con adorarle en el y permanecer anonadados ante la presencia de este sagrado depósito, que constituye en la tierra el consuelo de los hombres.

Hoy es el día en que toda la Iglesia se afana - y todos los fieles se le unen de corazón y de espíritu - para agradecer tan singular favor. Tomad parte vosotros en tales propósitos y tributad a Jesucristo en este misterio vuestras humildísimas acciones de gracias por la bondad con que se os comunica en el Sacramento, y por estar siempre deseoso de prodigaros en el sus gracias con profusión.

El amor que Jesucristo os descubre en este augusto Sacramento, bien merece que, en justa correspondencia, le atestigüéis en el día de hoy amor singularísimo, mostrándole profundísimo respeto interior y exterior en tan adorable misterio.

Éste es el día en que la Iglesia se esmera por tributar al " Dios escondido " (1) la mas profunda reverencia exterior que le es posible. Con tal fin se expone el Santísimo Sacramento en nuestros altares durante toda la octava, y se le lleva hoy solemnemente en procesión, a fin de que todos los cristianos unos a otros se estimulen a honrarle durante este santo tiempo y a frecuentar las iglesias.

Mostrad especialísima veneración a tan sagrado misterio; procurad que le honren vuestros discípulos y poned empeño en que visiten al Santísimo Sacramento del Altar durante estos sagrados días, con piedad que salga de lo corriente.

Mas la veneración externa seria poco estima da por Dios e igualmente por Jesucristo, si no le acompañase profundo anonadamiento interior, único capaz de hacer digna de Dios la reverencia externa, por extraordinaria que pueda ser.

Los hombres se dan por satisfechos con el honor externo que se les dispensa, sin preocuparse de si el corazón esta en consonancia con él. Pero Dios exige que la honra que se le rinde y el respeto que se le tributa radiquen mucho mas en lo interior que por de fuera.

Esto aguarda de vosotros Jesucristo en la Eucaristía: quiere que vuestra alma se derrita por decirlo así, en su presencia y ante el acatamiento del Dios de amor; y que le manifestéis, por la continua atención que pongáis a las bondades que os prodiga dándoseos sin reserva en este augusto Sacramento, que le honráis interiormente, como El lo exige de vosotros. Sed fieles a ello.

 

48. PARA EL VIERNES EN LA OCTAVA DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO

 

Que Jesucristo en la Eucaristía es pan que alimenta nuestras almas

Se gloriaban los judíos de que " Moisés había dado a sus padres pan del cielo "; pero Jesucristo les descubrió su error diciéndoles que era el Eterno Padre quien les daba el verdadero Pan celeste, y que El era ese pan vivo bajado del cielo (1).

Jesucristo vive, efectivamente, en quienes le comen, pues, si se acercan al sacramento de la Eucaristía con santas disposiciones, se difunde en todas las facultades de sus almas, y ejerce en ellas acciones vitales, conduciéndolas y gobernándolas por su divino Espíritu, mediante el cual vive y opera en ellos.

Cuando Jesucristo esta en vosotros, ¿lo esta como Pan vivo? ¿Le dejáis plena libertad para que comunique a vuestra alma su Espíritu divino? ¿Está vivo en vosotros hasta el punto de que podáis decir que ya no vivís vosotros, sino que es Jesucristo quien en vosotros vive? (2).

Después de asegurar Jesucristo a los judíos que el verdadero Pan bajado del cielo era El, añade que este Pan da la vida al mundo. Y dice mucho mas: que quien come dicho Pan no volverá a tener hambre (3).

¡Cuán venturoso es el hombre en poder saciarse con tal pan, y tan a menudo como deseare. Este Pan, de tal modo le sustenta, que en el halla el hombre todo alimento, y toda la fuerza espiritual que necesita.

Por eso dicen los Padres de la Iglesia que es este el " pan sobresustancial " de que se habla en la oración del Señor según san Mateo. Pues, nada hay tan a propósito como el para nutrir debidamente nuestra alma y comunicarle tal fortaleza que la ayude a caminar con vigor por la senda de la virtud.

El pan que comió Elías antes de subir hasta la cumbre del monte Horeb, y que por si solo bastó para sustentarle durante su viaje de cuarenta jornadas (4), es considerado también como figura del pan sagrado de la Eucaristía.

Comed, pues, gustosos, con amor y lo mas a menudo posible, este Pan divino; porque, si acertáis a descubrir en el todo el sabor que en si oculta, dará a vuestra alma, ya en la tierra, vida del todo celestial.

Viendo Jesucristo que los judíos tenían dificultad en creer lo que les enseñaba, prosiguió: Yo soy el pan de vida; vuestros padres murieron no obstante haber comido el mana; pero quienes comen este pan bajado del cielo no morirán, sino que vivirán eternamente: el pan que yo os daré es mi propia Carne (5).

A quien recibe, pues, el Cuerpo de Jesucristo le cabe la suerte de participar en la vida del Salvador, de poseer en si una prenda de la vida eterna, y aun de tener por seguro que vivirá eternamente, si conserva en si el Espíritu de Jesucristo, que es lo que Jesucristo deja en nosotros.

¿Seria posible que, asegurándonos Jesucristo en persona la posesión de la vida eterna si comemos este Pan, el cual no es otra cosa que Dios mismo, os negarais a comerlo vosotros, o lo comierais solo de tarde en tarde?

¡Gustad y ved (6) cuán sabroso al paladar y cuan provechoso a vuestra alma es este Pan!

 

49. PARA EL SÁBADO EN LA OCTAVA DEL SANTISIMO SACRAMENTO

 

Que Jesucristo en la Eucaristía es carne que sustenta la vida de nuestras almas

Jesucristo llama en el santo Evangelio a la Eucaristía, no solamente pan, sino también carne: Mi carne, dice, es verdaderamente comida (1).

En cuanto tal, comunica tanto vigor al alma, que la ayuda a superar fácilmente todos los escollos que encuentra en el camino de la virtud; de modo que no halle en el cosa capaz de arredrarla, porque Jesucristo mismo, en algún modo, es quien le da fuerzas contra todo lo que pudiera oponerse a su bien, y le infunde tal ánimo que la garantiza contra cualquier temor que le ocasionen los embates de sus enemigos.

Hasta somos cebados con esta carne, en expresión de Tertuliano. Por eso, nutrirse de ella con el fin de procurar al alma gracias abundantes, es mas necesario al hombre que sustentar el cuerpo con la carne común para conservarle la vida.

Cuanta mayor virtud y perfección exige vuestro estado, tanta mayor necesidad tenéis de fortaleza y resolución para alcanzarla, y para no dejaros abatir ante el presentimiento de las dificultades que en ello encontrareis. Alimentaos con esta carne eucarística, a fin de fortaleceros interiormente y de vencer todos los obstáculos a vuestra salvación.

La divina carne de la Eucaristía procura al hombre esta otra ventaja: que quienes la comen permanecen en Jesucristo y Jesucristo en ellos (2); así nos lo asegura Él mismo en el sagrado Evangelio.

Eso denota que entre Jesucristo y quien le come se establece tan íntima y estrecha unión, que con dificultad pueden separarse el uno del otro. Porque dicha carne sagrada se incorpora de tal suerte al alma de quien la come con gusto que, en lo sucesivo, la hace entrar a la parte en las virtudes de Jesucristo, de modo que viene a cumplirse en ella lo que la Esposa dice en los Cantares: Mi amado es todo para mi, y yo toda para él (3).

Cuando recibís a Jesucristo ¿os unís a Él tan íntimamente que nada es ya bastante a separaros de El? ¿Podríais repetir después de comulgar lo de san Pablo: ¿Quién me separará de Jesucristo? ¿Será la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez o los peligros? (4) ¿Y os atreveríais a añadir inmediatamente, con la misma seguridad del Apóstol, que ninguna criatura podrá jamás apartaros de vuestro Salvador? (5).

Procurad que la sagrada comunión produzca unión tan permanente entre Jesucristo y vosotros, que ya nunca os distanciéis de Él.

Otro de los admirables efectos producidos en el alma por esta divina carne de la Eucaristía es comunicarle vida sobrenatural y de todo punto divina; en tal forma, que se cumplen en ella estas palabras de Jesucristo: Como el Padre que me envió vive, y yo vivo por el Padre; así también quien me come vivirá por mi (6).

El alma, pues, que ha comido la carne de Jesucristo y se ha nutrido con ella, no vive ya vida terrenal, no busca ya como dar contentamiento a los sentidos, no obra ya movida de su propio espíritu, sino impulsada por el Espíritu de Dios, del cual ha hecho ella su alimento.

¿Son estos los frutos que produce en vosotros la unión con Jesucristo por la Eucaristía?

 

50. PARA EL DOMINGO EN LA OCTAVA DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO SEGUNDO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 

Del honor que Dios nos dispensa invitándonos a recibir a Jesucristo en la Eucaristía

Vosotros en persona sois los invitados a su banquete por el Eterno Padre, en el día de hoy, para recibir en el a Jesucristo en la Eucaristía. Los mundanos se excusan de asistir: uno dice que ha comprado un campo y necesita ir a verlo; el otro, que ha comprado cinco yuntas de bueyes y tiene que probarlas; otro, que se ha casado (1).

Algunos se excusan con sus quehaceres, los demás con los deleites que quieren disfrutar: tanto éstos como aquéllos anteponen sus negocios y propias satisfacciones a las prácticas de piedad y religión y, especialmente, al mayor de los honores a que pueden aspirar en la tierra, y que debiera constituir también para ellos el mayor de los contentos en este mundo: recibir a Jesucristo en la Eucaristía.

Deplorad la ceguera de quienes viven en el siglo y siguen sus máximas, los cuales prefieren los goces temporales a manjar tan delicioso como es Jesucristo, que, al entrar en ellos, los hace partícipes de su misma divinidad.

Es incomprensible que, hombres nacidos para el cielo, y que se obligaron en el Bautismo a vivir santamente, tengan en menos los medios que Dios les ofrece para santificarse y, en particular, el más excelente de todos, la comunión del Cuerpo de Jesucristo; quien, uniéndose a ellos, les comunicaría en abundancia aquellas gracias de que son capaces, y que El les tiene reservadas.

Si el cuerpo, como dice el Señor, es más que el vestido (2), ¿qué será el cuerpo comparado con el alma? ¿No es mucho más justo dar de lado al cuerpo y todo lo temporal, para pensar primeramente en el alma, y remediar sus necesidades? Si un rey hubiera brindado a esas gentes, engolfadas en los cuidados del siglo, el honor de hospedarse en su casa, ¿se habrían negado a recibirle por tan fútiles pretextos?

Con sobrada razón pueden, pues, aplicarse a la mayor parte de aquellos que, alegando sus quehaceres temporales, rehúsan comulgar, estas palabras de Jesucristo en el Evangelio: Cuando viniere el Hijo del Hombre - es a saber, cuando se ofrezca como alimento espiritual a los hombres - ¿os parece que hallará fe en la tierra? (3). Porque, si los hombres se retraen así de la comunión es efectivamente por falta de fe.

Vosotros que tenéis la suerte de vivir apartados del mundo, y que habéis de llevar vida que se asemeje a la de los ángeles para corresponder dignamente a vuestro ministerio; debéis estimaros también felices por recibir con frecuencia el pan de los ángeles, que Jesucristo mismo os prepara, y con el cual intenta dejaros plenamente hartos y satisfechos. ¿Os atreveríais a excusaros de tomar parte en tan delicioso convite, donde todo corazón que ame a Dios halla cuanto puede apetecer?

Jesucristo os asegura que se quitará al que no tiene, para darlo al que tiene (4). De ahí puede colegirse que las gracias reservadas a quienes se alejan del Santísimo Sacramento se darán a los que tienen la dicha de acercarse a él para recibirlo.

Apresuraos, pues, a comulgar vosotros, y hacedlo con fe, a fin de aprovechar tan extraordinario favor. Sería suma torpeza que os excusarais de hacerlo, teniendo a mano tantos medios y tan grande facilidad. Persuadíos de que, cualquiera que fuese la excusa que diereis a Jesucristo para dispensaros de recibirle, no está Él dispuesto a admitirla.

 

51. PARA EL LUNES EN LA OCTAVA DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO

 

De la sinrazón con que dejan algunos de comulgar, siendo la comunión el remedio a todas las enfermedades del alma

Una de las excusas que más de ordinario alegan los tibios en el servicio de Dios, para abstenerse de comulgar, es el no considerarse preparados para ello. Pero tal excusa parece mal fundada; pues se compren de que la falta de preparación es debida, o a que no quiere uno prepararse, o a que no puede hacerlo.

No quererlo es indicio de tener bien poco amor de Dios, cuya ternura es tanta con nosotros, que nos da a su propio Hijo como alimento de nuestras almas, al mismo tiempo que como medicina de todas nuestras enfermedades espirituales.

¿Queréis, acaso, permitir que desfallezca vuestra alma por falta de sustento ? ¿ Queréis que sea víctima del desorden, ya del pecado, ya de las pasiones que conducen infaliblemente a él, por desestimar el remedio que podría en poco tiempo purificarla de toda corrupción?

Si se dice que la falta de disposición para comulgar proviene de no poder prepararse, hay que examinar si efectivamente es cierto que no se puede; puesto que, según el precepto de san Pablo, debe probarse a sí mismo el hombre antes de comulgar (1), para que la comunión no sea indigna.

Mas, lo cierto es que solo el pecado grave incapacita para comulgar, por vivo que sea el deseo de hacerlo y por muchas que sean las instancias que para ello se nos hagan; porque comulgar en tal estado supondría cometer un sacrilegio.

Pero ¿sería, acaso, posible que vosotros, a quienes Dios ha colmado y colma a diario de tantas y tan singulares mercedes, quisierais ennegrecer vuestra alma con semejante pecado? ¿Sería capaz vuestro corazón - elegido para morada suya por Jesucristo, y que debiera proceder en todo movido por su impulso - de infligirle tamaña injuria apegándose criminalmente a las criaturas, para frustrar el mérito de su Pasión y convertirse en enemigo de Dios y esclavo de Satanás, después que costó tantas amarguras y padecimientos a Jesucristo destruir el poderío del diablo sobre nosotros?

Tal vez digáis que no os creéis en disposición de comulgar porque sentís el alma atribulada, o porque tenéis tentaciones.

¿No sabéis que las penas y tentaciones, muy al contrario de suponer obstáculo para comulgar, son motivo para hacerlo? Al revés, cuanto más desolado o tentado uno se siente, tanto más debe acudir a la comunión, que es medicina infalible para endulzar las penas y debilitar las tentaciones.

Acaso digáis también que la razón de no comulgar es el no poder pensar en Dios y el hallaros en arideces o con el espíritu embargado de pensamientos pecaminosos o inútiles, los cuales os impiden disponeros a la comunión y dar gracias después de haber comulgado.

Pedid a Jesucristo residente en vosotros, que supla vuestra impotencia y tome sobre Sí ambas cosas, en vosotros y por vosotros De ese modo, lo que os falta, será plenamente compensado, y quedará Dios muy contento de vosotros y de vuestras comuniones.

Por consiguiente, no escuchéis en adelante lo que pueda sugeriros la imaginación para dispensaros de comulgar.

 

52. PARA EL MARTES EN LA OCTAVA DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO

 

Sobre las comuniones indignas, sus causas y remedios

La comunión indigna es delito horrendo, que, con todo, puede darse entre personas que aparentan tener o que efectivamente tienen cierta piedad.

Tal desgracia puede acaecer aun en las comunidades más santas. Judas, con vivir entre los íntimos de Jesucristo, se hizo reo de tal culpa y de otras muchas, pues según testimonio de Jesucristo, era un demonio (1). ¡Un demonio en compañía de Jesucristo, quién lo creyera!

¡Recibir todos los días las lecciones de tan buen maestro, y abusar de ellas hasta tal extremo! ¡Qué perfidia y qué ingratitud! ¡Ser avisado de su crimen antes de caer en él, y tener la temeridad de cometerlo! ¡Ah!, ¡cuán endurecido hay que tener el corazón para no horrorizarse de semejante pecado!

¡Lo que aconteció a este apóstol puede acaecer a cualquiera!

Temblad al pensarlo, y vivid sobre aviso ante el temor de tan vergonzoso desorden.

Lo que ordinariamente ocasiona las malas comuniones es o la hipocresía o la vergüenza de confesar los pecados: eso fue también lo que acarreó la de Judas.

Parecía proceder en lo exterior como los demás Apóstoles; convivió con ellos por espacio de tres años, sin que consiguieran notar nada desordenado en su proceder. Y todo cuanto Jesucristo pudo decirle para inspirarle horror a su culpa antes de cometerla, resultó ineficaz para conmoverle. Él, por su parte, nunca declaró ni a Jesucristo ni a ningún otro, nada que pudiese revelar el mal estado de su conciencia.

Ésa es también la causa de tan horrible pecado en quienes lo cometen: aspiran a ser tenidos por tan piadosos y cumplidores como los demás, no obstante tener el alma ennegrecida de pecados; recelan el descubrirlos a quienes tienen cargo de dirigirles, y abusan criminal mente de la bondad de Jesucristo, que les concede la gracia de darse a ellos.

Primer medio para prevenir tan lamentable estado o remediarlo prontamente: ser muy humilde, y acostumbrarse a acusar con sencillez y llaneza todas las faltas, sin ocultar ni disimular ninguna. En caso contrario, el demonio os cogería por sorpresa, cuando menos lo pensarais, y os envolvería en sus redes.

El segundo: no ocultar nada a quienes os dirigen. Por esos dos medios evitaréis con toda seguridad la comunión indigna.

Porque no se incurre de golpe en delito tan detestable; antes, - si se llega a cometer, es sólo por haber ido cerrando insensiblemente el corazón a la gracia, y por haberlo cerrado antes a quienes Dios encomendó el cuidado de conducirnos por la senda del cielo. Ese corazón está ciego, y no puede ver el camino que le lleva hasta Dios, si otro no le guía.

¡Desgraciados, pues, los que a sí mismos se gobiernan; porque son incapaces de mantenerse en pie y, si caen, no encontrarán quien los levante!

 

53. PARA EL MIÉRCOLES EN LA OCTAVA DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO

 

De las comuniones poco provechosas, sus causas y remedios

Para recibir la gracia propia del sacramento de la Eucaristía, que es alimentar nuestras almas e impedirles que caigan en pecado, basta, cierta mente, hallarse exento de culpa grave.

Mas, si se aspira, como debe hacerse cuando se comulga con frecuencia, a que la comunión resulte provechosa; débense confesar los pecados veniales con antelación, desarraigar todo afecto hacia ellos y resolverse a no volverlos a cometer; en caso contrario, la comunión sería poco fructuosa.

Se comulga con el fin de santificarse; para conseguir lo, por consiguiente, hay que cuidar de hacerlo con tales disposiciones, que la comunión consolide en nosotros la gracia, nos alcance otras nuevas y nos facilite la práctica de la virtud.

¿Habéis notado que sea ése el fruto de vuestras comuniones? ¿Sois - como efecto de ellas - más recogidos, más reservados, más caritativos con los Hermanos, más pacientes y comedidos? ¿Os hacéis mayor violencia para venceros? ¿Sentís que las pasiones se rebelan más de tarde en tarde en vosotros? ¿Os vigiláis mejor para no dejaros dominar por ellas?

Debéis proceder de modo que las comuniones produzcan en vosotros tan saludables resultados.

La causa de que, algunas veces, las comuniones no traigan consigo el efecto que de ellas debería seguirse, es que se comulga con pecados notables, aun que leves, sin haberse antes confesado de ellos.

Comulgar, por ejemplo, después de haber dicho una mentira; de haber murmurado contra el Superior o los Hermanos; de haberles dado mal ejemplo, sin imponerse o haber querido cumplir una penitencia; de haberse dejado llevar deliberadamente por alguna curiosidad, o de haber incurrido en otras faltas semejantes; revela el poco aborrecimiento que del pecado se tiene, puesto que tan escasos esfuerzos se hacen para purificar el corazón al disponerse para comulgar, y tan poca entidad se atribuye a esa clase de culpas, que no dejan de tener importancia, en quienes hacen profesión de piedad.

Proceded, pues, de modo que saquéis de las comuniones todo el fruto que os sea posible, y mantengáis la conciencia del todo limpia antes de la comunión, sin cuyo requisito, demostraríais poco amor a Dios y poco respeto a Jesucristo, a quien queréis recibir.

Otra razón del escaso provecho que producen algunas comuniones, es el poco empeño que se pone en enmendarse de las faltas veniales, aun cuando se confiesen.

Esa flojedad y desidia es indicio de tibieza espiritual; causa, a su vez, de que Dios se enfríe con el alma y la considere menos digna de sus gracias, ya que tan poco se cuida de El y de hacerse grata de todo punto a sus ojos. El alma que procede con semejante frialdad pone de ordinario muy poco esmero en prepararse dignamente a la comunión y en dar gracias a Dios después de recibirla.

Todos esos géneros de faltas proceden de poca disposición en los corazones para darse totalmente a Dios. No nacen de la comunión ni de su frecuencia, pues su efecto propio es nutrir nuestras almas y acrecentar en ellas la gracia.

Procurad, pues, cuantas veces os acerquéis a la comunión, que ésta produzca en vosotros todo el fruto que Dios le asigna, y no pongáis a ello el menor obstáculo.

 

54. PARA EL DÍA DE LA OCTAVA DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO

 

De la Comunión frecuente

Los primeros fieles tenían costumbre de comulgar todos los días (1), y esta práctica siguió en uso durante mucho tiempo en la Iglesia. Sobre todo, no dejaban de comulgar en ella quienes asistían a la santa misa.

Algunos Padres de la Iglesia prueban que tal práctica se conforma con el designio de Jesucristo al instituir la Eucaristía, cuando aplican las palabras de la oración dominical - el pan nuestro de cada día (2) al cuerpo de Jesucristo, que recibimos en la comunión.

Consideran a ésta como el pan que todos los días debe alimentar nuestra alma; la cual, efectivamente, necesita nutrirse y fortalecerse tanto como el cuerpo, para que le sea posible consolidarse en la piedad.

¡Qué suerte la vuestra, poder comulgar a menudo para conservar la gracia, que no tardaríais en perder si dejaseis la comunión! En ésta encontraréis, además, alivio a vuestras penas, fortaleza para no sucumbir en las tentaciones, y medio fácil de adquirir la virtud.

No desestiméis, por consiguiente, práctica tan santa.

Produce la sagrada comunión efectos tan admirables, y proporciona tan grandes bienes a nuestras almas, que, unos y otros, deben resolveros, particularmente, a comulgar con frecuencia.

Este divino Sacramento, dice san Bernardo, obra en nosotros dos frutos importantes: disminuye la propensión al pecado leve cuando se presenta ocasión de caer en él, e impide el consentimiento, cuando asaltan las tentaciones de pecado grave.

Si alguno de vosotros, continúa este Padre, no experimenta al presente movimientos de ira, envidia, impureza y otros semejantes; dé gracias al Cuerpo y Sangre de Jesucristo; pues todo ello es efecto que opera en él la virtud del Sacramento de la Eucaristía.

Ya que no podéis descubrir remedio más eficaz y rápido contra las tentaciones y caídas, que la comunión del Cuerpo de Jesucristo, recibidla con frecuencia, a fin de que, por ese medio, se vea fácilmente libre vuestra alma de toda culpa.

San Crisóstomo atribuye a la sagrada comunión otro fruto que excede toda ponderación y que enaltece al hombre sobremanera: el de unirnos tan estrechamente a Jesucristo, que nos hace un solo cuerpo con Él, y el cuerpo mismo de Jesucristo: al modo que muchos granos de trigo, afirma, forman un solo pan, sin que se note diferencia alguna entre ellos, por ser todos una misma cosa; o como el alimento se junta tan íntimamente al hombre, que forma con todo su cuerpo una sola sustancia; así se une Jesucristo con vosotros en la sagrada Comunión, para transformaros en Él, y haceros un mismo corazón y un mismo espíritu con Él; de modo que sus disposiciones interiores pasen a vosotros y os resulten propias.

¡Por cuán felices debéis teneros de vivir en un estado donde, por ser muy frecuente la comunión, podéis estar siempre íntimamente unidos con Jesucristo, formar con Él una sola cosa, poseer su espíritu y no obrar sino por Él!

 

55. PARA EL VIERNES DESPUÉS DE LA OCTAVA DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO

 

De las razones que alegan algunos como pretexto para no comulgar con frecuencia

Los extraordinarios provechos que procura la comunión frecuente son causa de que haga el demonio lo imposible para inducir a muchos, por fútiles pretextos que les inspira, a no comulgar sino rara vez.

Algunos temen, según dicen, cometer sacrilegios.- Hacen bien; mas, para ello es preciso comulgar en pecado mortal; ¿sería posible que os hallarais vosotros en semejante estado?

Otros alegan que no son dignos de comulgar tan a menudo. - Pues que no se ilusionen con serlo nunca; cuantos reciben la comunión, sean quienes fueren, dan testimonio de su indignidad antes de acercarse a ella.

¡Yo estoy cargado de defectos!, exclaman otros; ¿cómo atreverse a comulgar con esa frecuencia en tal estado? - Si para comulgar aguardaseis a veros libres de faltas, no comulgaríais de por vida: el no caer en culpas mayores que las deploradas ordinariamente por vosotros, debéis considerarlo fruto de la comunión frecuente, y eso ha de animaros a perseverar en tal práctica.

Los hay que se asustan de la comunión, persuadidos falsamente de que no sacan fruto de ella, y de que se abusa de tan augusto misterio participando en él con esa frecuencia, sin provecho alguno para el alma. -¿ Acaso tienen en nada que la comunión los preserve de pecado mortal? Esto solo es ya, sin duda, bien tan inestimable, que debiera despertar en vosotros el ansia de comulgar cada día.

Pero, replicaréis con otros: este Sacramento, que en cierra en sí la santidad por esencia, exige santidad eminente en quienes lo reciben tan a menudo. - Discurrir así es empeñarse en considerar como preparación al Sacramento lo que es su efecto y su fin: se comulga para llegar a santo; no porque ya sea uno santo. Si dijerais, igualmente, que ha de ser uno santo para vivir en comunidad, os responderían que se viene a ella para hacerse santo, no por serlo.

La unión que contraéis con Jesucristo al recibirle ¿no tiene en sí eficacia para haceros partícipes de su santidad? Ese fin, cabalmente, debéis proponeros al comulgar a menudo.

La Eucaristía es Sacramento de amor; debe, por tanto, manifestarse tierno amor a Jesucristo cuando se le recibe; luego, la devoción debe contar entre las principales disposiciones que han de tenerse al comulgar.

Entonces, arguyen algunos ¿cómo atreverse a comulgar con frecuencia si se carece de devoción? - Para comulgar, no es necesaria la devoción sensible; tened por seguro que la verdadera y la menos sospechosa devoción consiste en profesar sumo horror al pecado.

¿No es de temer hacerlo por costumbre, cuando se comulga tan a menudo? - ¿Y creéis, acaso, que sea mala tal costumbre? ¿Debería dejarse también de oír a diario la santa misa, por miedo de asistir a ella por costumbre?

Guardaos bien de dar por buena ninguna de las razones precedentes, con el fin de eximiros de comulgar cuando, evidentemente, no tengáis para ello impedimentos esenciales.

Y ya que, al retiraros del mundo, vuestro principal empeño debe ser uniros a Dios; acercaos a Él asidua mente por la sagrada comunión: ella es el medio más fácil y seguro que os ha dejado Dios para llegar a la unión con Él.

Y aun cuando os duela comulgar debiendo reconocer faltas en vosotros; tened por seguro que, no siendo éstas mortales, el hecho de comulgar puramente por humilde sumisión y pidiendo a Dios que destruya lo defectuoso que hay en vosotros; en virtud de tal obediencia, serán agradables a Dios vuestras comuniones y os granjearán un cúmulo de gracias.

 

56. PARA EL DOMINGO TERCERO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 

Que la primera preocupación de quienes enseñan a los niños ha de ser apartarlos del pecado

Por ser " ministros de Dios " en el empleo que ejercéis, estáis obligados vosotros a " cooperar con El " (1) y a secundar sus designios de salvación para con los niños sometidos a vuestra tutela, particularmente con los más inclinados al desorden. Así os lo señala el evangelio de hoy, al proponeros la parábola de aquel buen " pastor que tenía cien ovejas y, habiendo perdido una, desatendió las noventa y nueve para ir en busca de la extraviada "(2).

Del mismo modo, debéis velar más vosotros sobre los propensos a descarriarse que sobre aquellos que se entregan al bien y practican la virtud como de suyo.

Es menester no escatimar medio alguno hasta conseguir que vuelvan a Dios los que veis sujetos a algún vicio; pues, como dice el Señor: No es voluntad de vuestro Padre celeste que uno solo de estos pequeñuelos perezca (3).

Y como es Él quien se sirve de vosotros para guiar los por la senda de la salvación, daos trazas para que no se descarríen o, si se extravían, para que vuelvan a ella cuanto antes: a vosotros incumbe ayudarles a seguir el buen camino.

Una de las cosas que más contribuyen a que se pierda la juventud, es la frecuentación de las malas compañías. Pocos se pervierten por la malicia de su corazón; la mayor parte se corrompen por el mal ejemplo y las ocasiones que les salen al paso.

Por eso, los que tienen niños que instruir, nada deben tomar tan a pechos como estorbar que sean seducidos por el uno y por las otras; pues, si la debilidad de los hombres es grande, a causa de su inclinación al pecado; la de los niños es mucho mayor aún, debido al deficiente uso que todavía tienen de la razón, y a que, Por tanto, está la naturaleza más viva en ellos, es sumamente propensa a gozar de los placeres sensibles y, en consecuencia, a dejarse arrastrar por el pecado.

Poned, pues, toda la diligencia posible en alejar de las malas compañías a vuestros discípulos, y dadles oportunidad, de que sólo frecuenten las buenas; a fin de que, no recibiendo así más que impresiones saludables, practiquen el bien con toda facilidad.

Dios ha suministrado a los hombres dos me dios seguros para apartarse del pecado y conservar la gracia: la oración y los sacramentos. Por consiguiente, nada debe procurarse a los niños con mayor empeño, para inspirarles horror al vicio, que el amor a la oración y el frecuente uso de los sacramentos.

Hay que estimularlos a elevar a Dios sus plegarias y a que lo hagan a menudo y con atención. Es preciso darles a conocer las disposiciones santas con que deben prepararse a recibir dignamente los sacramentos, y animarles a hacerlo con frecuencia, para que conserven su alma limpia de todo pecado.

En esos dos medios debéis insistir principalmente, durante las instrucciones que dais a los alumnos, para mantenerlos alejados de la culpa.

Tenéis también que orar mucho por los que veáis me nos inclinados al bien, a fin de que Dios infunda en sus corazones el deseo de salvarse. Sois para con ellos " mediadores de que Dios se sirve para enseñarles los me dios de conseguir la salvación " (4).

Desempeñad, pues, respecto de ellos el oficio con que Dios os ha investido ya que os pedirá cuenta de su perdición si, por no haberlos alejado del mal y animado al bien, cayeren en el desorden.

 

57. PARA EL DOMINGO CUARTO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 

Que se acierta siempre cuando se obedece.

Ocurre con frecuencia que no consigue el resultado apetecido aquello que se intenta, porque se emprendió de propio movimiento, sin otra regla ni guía que la dictada por la personal inspiración.

Así nos lo muestra el evangelio de este día en la persona de san Pedro. Según él mismo confesó a Jesucristo, había trabajado en pescar toda la noche, sin conseguir hacerse con un solo pez (1): y eso, a causa de haber obrado por cuenta propia.

A veces, os ocurre a vosotros lo mismo: creéis producir algún bien y, en realidad, no operáis ninguno, ni en vosotros ni en los demás, por no haber contado en lo que emprendisteis con otro guía ni conductor que vuestro propio espíritu.

Cuando así se procede, trabájase realmente " en la oscuridad de la noche ", porque nuestro espíritu sólo sirve, a veces, para extraviarnos: la luz que hay en él no es muy a menudo más que tinieblas (2). Seguid, por con siguiente, a otro guía más seguro, si no queréis descaminaros e inutilizar del todo vuestro esfuerzo.

San Pedro, que fracasó en su tarea, mientras obró por propia iniciativa; en cuanto le dio orden Jesucristo de echar la red, y le señaló el punto preciso en que deba arrojarla, se mostró tan sumiso a lo que el Salvador acababa de decirle que, al momento, él y sus acompañantes pescaron tal abundancia de peces, que la red se rompía (3).

Ved ahí el fruto de la obediencia: atrae de tal modo la bendición de Dios sobre cuanto se emprende que, por su medio, se alcanza todo lo que se desea, junto con mucha facilidad para obrar el bien y mover los corazones, si se tiene la fortuna de trabajar en la salvación de las almas y de ocuparse en ello por pura obediencia.

Si caéis en muchas faltas; si no conseguís tanto fruto como podríais en vuestro empleo; atribuidlo a que muchas veces no sois tan observantes como debierais, y a que no procedéis con la necesaria sumisión. Comparad lo que hacéis por inspiración de la obediencia con lo ejecutado por personal impulso, y considerad lo primero como obra de Dios, y lo segundo como trabajo del hombre.

Los que viven en comunidad tienen sobre los seglares la suerte de poder decir todos los días a Jesucristo con san Pedro: " Maestro, sobre tu palabra echaré la red (4); por tu orden voy a emprender tal obra; esto me da confianza de que la bendecirás y tendrás por agradable ".

Basta, en efecto, que algo se haga por obediencia para que agrade a Dios, si se procede con tal llaneza, que no se tenga otra mira que obedecer. De ahí que haya ocurrido a veces, por particular providencia de Dios, que determinadas acciones, malas en sí mismas, se trocasen en buenas, por haberlas realizado con sencilla obediencia.

Puesto que procura la obediencia tan señalados bienes, tomad medidas para que sea inseparable de todos vuestros actos, los haga dignos de Dios y os ponga en condiciones de producir fruto en las almas de aquellos que debéis conducir a Él y educar como cristianos.

 

58. PARA EL DOMINGO QUINTO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 

Que los religiosos han de tener mucha más virtud que los seglares.

Dice Jesucristo a sus santos Apóstoles en el evangelio de este día que, si su virtud no es mayor que la de los fariseos, no entrarán en el reino de los cielos (1).

Aplicaos estas palabras, y persuadíos de que Jesucristo os las dirige a vosotros diciéndoos: si vuestra virtud no aventaja a la que tienen las personas del siglo, seréis más reprensibles que ellas en el día del juicio.

Los mundanos, como los fariseos, se limitan a cumplir lo externo y aparente de la religión: asisten a la santa misa, escuchan a los predicadores, se hallan presentes de cuando en cuando en el oficio divino; pero realizan todos esos actos y otros semejantes sin espíritu interior.

Vosotros, que os habéis dado a Dios y, por consiguiente, debéis consagrarle todo el tiempo de vuestra vida; tenéis además que hacerlo todo por espíritu de religión, y no contentaros con cumplir tan sólo exteriormente los deberes de vuestro estado; pues, si los hombres se dan por contentos con lo aparente de las obras, Dios, que escudriña los corazones (2), para nada se lo tendrá en cuenta.

Los que en el mundo tienen cierta piedad, juzgan haber satisfecho sus obligaciones con no aparentar vicios notables, y con observar exteriormente conducta que no sea de todo punto reprensible.

Pero Jesucristo condena ese modo de sentir en quienes se aplican a servirle con fidelidad, y no gusta que se acerquen a Él en la oración ni participen en la Eucaristía, si tienen el menor resentimiento contra su hermano (3). Desea que, muy al contrario de odiar a los enemigos, se los ame, se les haga bien y se rece por ellos (4).

Lo que exige Dios de vosotros, y en lo que desea supere vuestra justicia a la de los mundanos, es en el cumplimiento diligente, no sólo de sus mandamientos, sino también en la fidelidad a la práctica de los consejos evangélicos y, por consiguiente, a la observancia de las Reglas. ¿No tenéis nada que reprocharos acerca de todo eso?

Las personas que viven en el siglo piensan poquísimo en Dios, y apenas les inquieta cuanto con cierne a la salvación. De modo que su tarea única consiste, de ordinario, en atender los negocios temporales, o lo concerniente al cuerpo; como si la mayor parte de los hombres no tuvieran otra cosa que esperar ni que temer más allá de la vida presente

¿ Se les habla de Dios, de lo que a Él conduce, de los deberes esenciales del cristiano, de la práctica del bien, de la huída de las ocasiones de pecar o de las compañías peligrosas? Para todo eso tienen orejas y no oyen (5), pues no caen en la cuenta sino de lo que impresiona a los sentidos.

En cuanto a vosotros, que dejasteis el mundo para llevar vida que se eleve por encima de la naturaleza y de las inclinaciones humanas, y para trabajar en la salvación del prójimo; no debéis aficionaros ni aplicaros más que a Dios y al ministerio con que Él os ha honrado; de suerte que toda vuestra diligencia la pongáis en vacar a las cosas puramente espirituales.

 

59. PARA EL DOMINGO SEXTO DESPUES

 

Quienes se han consagrado a Dios deben amar la mortificación y la pobreza

" Más de cuatro mil personas siguieron a Jesús en el desierto " (1), cautivadas por el ejemplo de su vida santa y por el celo que en convertir las almas ponía de manifiesto en sus fervorosas predicaciones.

Aquellas gentes no se cansaban de acompañar al Señor, aun debiendo caminar por lugares solitarios, sin tener ni poder encontrar de qué alimentarse; " le siguieron, dice el evangelio, durante tres días consecutivos sin mostrar inquietud por el sustento corporal ".

Si procedieron así, fue por estar seguras de que yendo en pos de Jesucristo, no tenían motivo para preocuparse del cuerpo, sino únicamente del alma; y que, para perfeccionar el alma, débese, según san Pablo, mortificar la carne y reducirla a servidumbre (2); pues, cuanto más humillado y mortificado esté el cuerpo, tanto más se purifica el alma, más agrada a Dios y mejor se capacita para conseguir la perfección que le corresponde.

Vosotros dejasteis el mundo para seguir a Jesucristo en la soledad; poned, pues, todo vuestro conato en e tregaros a Él sin reserva.

Al ver que el pueblo se desentendía de lo relativo al alimento corporal, Jesucristo mismo lo toma por su cuenta proveyendo a la manutención de quienes enteramente se le han consagrado.

Y está muy puesto en razón confiarse a su beneplácito en tales ocasiones; pues, cuanto con más descuido se entrega uno a los cuidados de la Providencia, tanto más cuida Ella de no consentir que falte cosa alguna.

¡Caso sorprendente! ¡Aquel pueblo, durante tres días no tiene una sola palabra de queja o que denote inquietud! ¡Le basta que Jesucristo conozca su apuro! Por ventura, ¿desamparó Él en alguna ocasión a quienes se han esmerado en agradarle y no piensan sino en seguirle?

¿Procedéis así vosotros? ¿Vivís hasta tal punto prendados de Jesucristo que no penséis ya en vosotros? Despreocupados de todo aquello que no sea alimentar vuestra alma con las máximas del santo Evangelio y ponerlas en práctica. Y aplicaos con tanto interés a lo que mira a vuestro progreso espiritual, que os olvidéis de las reclamaciones del cuerpo.

Admirad la misericordia de Jesucristo con la multitud que le seguía: Me da compasión este pueblo (3), dice: y, para darles de comer a todos, obra el milagro multiplicando de tal forma siete panes que, después de alimentar a tan subido número de personas hasta dejarlas a todas satisfechas, quedan aún restos en abundancia.

" Así sustentó Dios en el desierto durante cuarenta años al pueblo judío, sin que tuviera nadie que importunarse lo más mínimo por allegar lo necesario, durante tan largo tiempo " (4).

Así satisfará Dios también todas vuestras necesidades, si pensáis sólo en santificaros y en desempeñar a conciencia vuestros deberes de estado. Por eso dijo Dios a santa Catalina de Sena que pensara en Él, y Él pensaría en ella.

Dios, que creó a todos los hombres, desea que no carezcan de lo indispensable, y El mismo se cuida de ello, cuando otros medios les faltan.

Vosotros que, en el ejercicio del empleo, laboráis el campo de Dios, vivid seguros de que Él cuidará de vosotros, siempre que le sirváis fielmente y nada le neguéis de cuanto os pida.

 

60. PARA EL DOMINGO SÉPTIMO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 

Que la santidad no consiste en el hábito, sino en las obras.

Asegura Jesucristo en el evangelio de este día que muchos se visten con piel de oveja, ocultando así su condición de lobos rapaces (1). Esto ocurre a veces en las comunidades más santas; por lo cual dice el con cilio de Trento que " el hábito no hace al monje ".

El hábito religioso, sencillo y basto, presta cierto aire de piedad y modestia que edifica al mundo, e impone a quienes lo llevan un mínimo de gravedad exterior. Es hábito santo, como señal visible del compromiso con traído por quienes lo visten de llevar vida santa. Mas, si es cierto que el hábito debe recordarles de continuo esa obligación; lo es también que, de por sí, no santifica y que, con demasiada frecuencia, sirve para cubrir graves defectos.

Sondead vuestros corazones para inquirir, si, al despojaros de las libreas del siglo, os desnudasteis también de todas sus falsas máximas; si, al revestir el hábito nuevo, os habéis renovado en el espíritu (2), y si habéis renunciado enteramente a las costumbres mundanas; ya que tanto la vida como el hábito, han de ser en vosotros diferentes en absoluto de los del siglo.

Prosigue el evangelio diciendo que no ha de mirarse tanto al hábito que se lleva, cuanto a los frutos que se producen: Por sus frutos, dice, los conoceréis. Dos clases de frutos tenéis que dar vosotros:

Frutos de gracia en vuestras personas; estos consisten en la santidad de las acciones. Vistiendo habito entera mente diverso del llevado en el mundo, debéis, en consecuencia, ser hombres nuevos, creados en justicia y santidad (3), según dice san Pablo. Todo en vosotros, lo interior y lo exterior, debe trascender la santidad a que os obliga vuestra profesión.

El exterior debe ser santo en vosotros, porque ha de ser edificante: tan recogidos, modestos y recatados debéis mostraros, que parezca transparentarse Dios en vosotros, y que le tenéis a El en cuenta cuando obráis. Vuestras acciones han de ser santas como hechas por motivos santos, con la mira puesta en Dios y conformes con las Reglas que os están prescritas, las cuales constituyen los medios apropiados a vuestra santificación.

Tales son los frutos que debéis producir en el estado en que Dios os ha puesto.

Pero tenéis que dar otros frutos, en relación con los niños por cuya instrucción estáis obligados a velar.

Es deber vuestro ensenarles la religión y, si no la conocen por ignorancia vosotros, o por vuestra negligencia en instruirlos; sois falsos profetas que, encargados de darles a conocer quien es Dios, los dejáis, por vuestro descuido, en tal estado de ignorancia, que puede acarrearles la condenación.

Debéis inspirarles horror al vicio y a cuanto les pueda inducir a llevar vida desarreglada. Y con todo, quizá no os inquieta el que frecuenten malas compañías, se entreguen al juego o pasen la mayor parte del día en la disipación y el desorden. Si tal hacéis, sois para ellos " falsos profetas, que producís frutos malos "

Tenéis que inculcarles la piedad, infundirles amor a la oración, asiduidad al templo y a los ejercicios devotos. Si son, pues, inmodestos en la iglesia, no guardando ningún recato en ella, no elevando a Dios sus preces o haciéndolo sin devoción; se descubrirá en su modo de proceder que también vosotros estáis faltos de piedad y que, " no llevando buenos frutos ", mal podréis conseguir que los produzcan los demás.

 

61. PARA EL DOMINGO OCTAVO DESPUES DE PENTECOSTÉS

 

Sobre la cuenta que debéis dar del modo como desempeñasteis el empleo.

Cierto mayordomo fue acusado ante su señor de haberle dilapidado los bienes. Llamóle este y le dijo: ¿que oigo decir de ti? Dame cuenta de tu administración (1).

Vosotros, que ejercéis el empleo santo en que Dios os ha colocado, debéis persuadiros de que tales palabras se dicen para vosotros, y pensar que, al termino de cada día y de cada ejercicio en el empleo, Dios os pide razón de como lo habéis desempeñado.

Por consiguiente, tenéis que recogeros entonces en vuestro interior, a fin de examinaros y preparar dicha cuenta. De ese modo estaréis siempre dispuestos a dar la, y a proceder de tal forma que Dios, a quien debéis rendirla, no encuentre en ella nada que argüiros. Porque si esperáis a exigirosla hasta que Dios por si mismo os la pida, es muy de temer que os halle en falta.

De dos cosas responderéis ante Dios, relativas ambas al bien espiritual que se reclama de vosotros en el empleo.

La primera concierne a la obligación en que estáis de enseñar a los niños el catecismo y las máximas del Evangelio. A ninguno de los alumnos debe faltar la instrucción religiosa, y ese es el motivo primordial de que la Iglesia os los confíe. De ahí que debáis sentiros los depositarios de la fe, para transmitirsela: ese es el capital que Dios os encomienda y del que os constituye administradores.

En la cuenta que os exija ¿no hallara Dios que muchos niños desconocen los misterios principales de la religión? Si tal ocurriere, seriáis vosotros mas dignos de condenación que ellos; pues vuestra negligencia, vendría a ser causa de la ignorancia en tales niños; ya que, según san Pablo, la fe solo se comunica por el oído, y el oido no oye sino por la palabra de Jesucristo (2).

Lo segundo de que habéis de rendir cuentas se refiere a la piedad: si ponéis empeño en inspirársela a los discípulos; si son modestos y recatados en el templo; si ruegan a Dios durante todo el tiempo que allí permanecen; si de vez en cuando no hablan y bromean en el; si todos los días, mañana y noche, se encomiendan a Dios; si al hacerlo en la escuela, rezan devotamente.

Si aborrecen los juramentos y las palabras indecorosas; si respetan a sus padres y les obedecen fielmente; si se apartan de las malas compañías.

Si les inspiráis vosotros todas estas practicas, y veláis por su conducta, en la medida que sea necesario para que las pongan por obra; si procuráis que se confiesen de cuando en cuando, y les proporcionáis algún buen confesor.

Dios os pedirá cuenta de todas esas cosas, como en cargados que estáis del bien de sus almas. ¿Os halláis preparados para darla? ¿No os remuerde la conciencia de cosa alguna a ese respecto? Porque, en este particular, sustituís a los pastores de la Iglesia y a los padres y madres de los niños.

 

62. PARA EL DOMINGO NOVENO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 

" Al entrar Jesucristo en el Templo de Jerusalén, encontró allí algunos que vendían y compraban, profanando así el Templo del Dios vivo. El los arrojó fuera, mientras decía que su casa era casa de oración, y ellos la habían convertido en cueva de ladrones "(1).

Vosotros vivís aquí en casa de oración, y orar ha de ser en ella vuestro quehacer principal. No residirá el espíritu de Dios en vuestra casa, ni derramara en ella Dios sus bendiciones, sino en cuanto sea casa de oración. Y tan pronto como perdáis el espíritu y amor de la oración, os mirara Dios en ella con malos ojos, como a personas indignas de un empleo que es obra propia suya, y que transforman la casa de Dios en caverna de ladrones.

Pues, ¿no es ladrón quien se atribuye a si mismo tales obras como convertir las almas, o preservar y conservar su inocencia; obras que no pueden convertir mas que a Dios y a quienes Él ocupa en ellas, los cuales se le han entregado del todo, y acuden de continuo a E para estar en condiciones de procurar tan excelente bien?

Por consiguiente, si no sois hombres de Dios, si no acudís con frecuencia a El en la oración, si no enseñáis a los niños mas que las cosas conducentes a su bien temporal, si no ponéis todo vuestro conato en inculcarles el espíritu de religión; ¿no debéis ser tenidos por Dios como ladrones que os introducís en su casa y permanecéis en ella sin su participación y que, en vez de inspirar, como es obligación vuestra, el espíritu cristiano a los alumnos, les enseñáis cosas que han de serles provechosas para este mundo?

No solo vivís en casa de oración, sino que vuestros mismos cuerpos son también casas de oración: ¿No sabéis, efectivamente, dice san Pablo, que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, que habita en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis, pues habéis sido comprados a mucho precio? De donde concluye el Apóstol: Glorificad, pues, y llevad a Dios en vuestros cuerpos, si es que vuestros cuerpos son casas de oración (2).

Con idéntica intención y sentimiento, os conjura el mismo san Pablo en otro lugar a que, por la misericordia de Dios, le ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa y agradable a sus ojos (3).

¿Ponderáis algunas veces que felicidad supone la residencia en vuestros cuerpos del Espíritu Santo como en templo suyo, y asimismo que sea El quien ora en vosotros y por vosotros? (4). Entregaos del todo al divino Espíritu para que pida a Dios por vosotros cuanto con venga al provecho de vuestra alma y al de aquellas que tenéis a vuestro cuidado. También para que no obréis en todo sino por Él.

El Espíritu Santo que reside en vosotros, debe penetrar el fondo de vuestras almas: en ellas es donde mas particularmente tiene El que orar, y en lo íntimo del alma es donde este Espíritu se comunica y une a ella, y " le da a conocer lo que Dios le pide para llegar a ser toda suya " (5).

Allí le hace participe de su divino amor, con el que distingue a las almas santas que del todo se desinteresan por lo terreno; y a las cuales - por hallarse desasidas de toda afición a las criaturas - convierte en santuario suyo y hace que se ocupen siempre en Dios y que vivan exclusivamente de Dios y para Dios.

Ya que vuestro mediador es Jesucristo y que no podéis llegaros a Dios sino por El, suplicadle viva siempre de asiento en vuestra alma, para que sea El quien ore en ella y la lleve a Dios; de modo que, estableciendo en vuestra alma Jesús su morada durante la vida como en su templo, consiga ella luego residir en Dios por toda la eternidad.

 

63. PARA EL DOMINGO DÉCIMO DESPUES DE PENTECOSTÉS

 

La desestima de sí.

El menosprecio de si mismo es una de las cosas que mas ayudan para alcanzar la virtud; pues, como dice el Sabio, raíz de todo pecado es la soberbia y buena opinión de si (1). Y no hay hombre, por santo y favorecido de la gracia que fuere, que no deba abrigar bajos sentimientos de su persona y de cuanto le atañe.

¡Que desprecio de sí no merece aquel cuyo ser no es propio, sino recibido de Dios, el cual puede quitárselo y volverle a la nada cuando guste! ¿Que estima ha de hacerse de aquel cuya vida no es mas que pecado y que, de por si, nunca puede librarse de el?

Pues tal es la situación en que os halláis vosotros, aun cuando, parezca, al oíros que sois algo. No imitéis al fariseo que, en vez de orar a Dios, piensa solo en alabarse y darse a si mismo gracias.

Viendo Jesucristo que la mayor parte de los hombres viven tan pagados de si que, si hablan, no suelen hacerlo mas que de su persona y en su favor; propone en el Evangelio la parábola del fariseo y el publicano.

El primero, simulando que ora, no da cabida en su mente sino a sus buenas partes.

El segundo, que se considera miserable pecador y pide humildemente a Dios misericordia, es justificado a causa de la sencillez y humildad con que oro; mientras que el primero no obtiene otro resultado que la propia confusión, pues había ultrajado a Dios en lugar de honrarle con sus preces.

Este ejemplo que Jesucristo os propone debéis tener lo muy a menudo, ante los ojos para alentaros a no hablar nunca de vosotros ni a pensar en vuestras cosas; y, cuando lo hagáis delante de Dios en la oración, sea para humillaros e indagar en su presencia los me dios de corregir vuestras faltas. En la oración, decid a menudo, como David: Delante de mi esta siempre mi pecado (2).

En despreciarse a si mismo no cabe nunca exceso. San Francisco, con ser santo tan grande, se decía el mas vil pecador del mundo. Otros, a fin de que los despreciaran, hicieron cosas deshonrosas para el hombre.

Vosotros, que crucificasteis a Jesucristo (3) con vuestros pecados, haceos conformes a Él por los sentimientos de humildad y, mirándoos con los ojos de la fe, no paréis la atención sino en aquello que pueda sugeriros bajos sentimientos de vosotros mismos, delante de Dios y de los hombres.

Y, puesto que " Dios da su gracia a los humildes " (4), es preciso que, exterior e interiormente, elijáis como patrimonio el desprecio de vosotros mismos, y que en ello halléis vuestra consolación.

Ocasiones no os faltan en el estado y empleo. Para decidiros a aprovecharlas, tenedlas como uno de los medios mejores para santificaros, y vosotros juzgaos los mas débiles de todos los mortales, y los mas inhábiles para todo lo bueno.

Dad gracias a Dios por la que os concede de veros menospreciados, cargados de oprobios y calumnias. Y no deis la menor importancia a cuanto hagáis, puesto que Dios, por su bondad y gracia, es el autor de todo el bien que hay en vosotros.

 

64. PARA EL DOMINGO UNDECIMO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 

De la sordera espiritual.

Según el evangelio del día, Jesús curó a un hombre sordo y mudo (1). Éste representa para nos otros a tres clases de sordos que se hallan a veces en las comunidades.

La primera, son los sordos a las inspiraciones de Dios: ya les muevan a observar fielmente las Reglas, único medio capaz de conservar en si la gracia de su estado; ya los inviten a practicar ciertos ejercicios particulares que Dios exige de ellos.

La segunda clase de sordera es la de los sordos a la voz de sus superiores; y, como la obediencia es lo que atrae mayor número de gracias generales y particulares a la comunidad, y lo que mejor mantiene en ella la gracia de Dios; esta especie de sordera, resulta casi siempre incurable, si no se le aplica pronto remedio.

La tercera clase de sordos es la de aquellos que no pueden oír hablar de Dios ni gustar su palabra en la lectura de los libros sagrados o piadosos, por lo cual no acaban nunca de darse del todo a Dios; ya que, de ordinario, es la lectura de tales libros la que nos llena de su espíritu.

¡Cuanto le cuesta al Salvador curar tales sorderas! Y ello procede de que ya no halla en quienes las padecen la unción de la gracia. Es necesario que los aparte del bullicio - porque solo en el retiro se pondrán en condiciones de escuchar la voz de Dios -; que Jesús alce luego los ojos al cielo, arroje un suspiro, meta los dedos en las orejas del sordo y diga: Abríos.

¡Ah! ¡Cuán difícil y raro es curar un alma cuando su sordera es inveterada!

El hombre que Jesús curó era, a la vez, sordo y mudo. Como hay tres clases de sordos, hay también tres clases de mudos.

Los primeros son aquellos que no saben hablar a Dios, y la razón de ello es que falta correspondencia entre Dios y ellos: no se aprende a hablar a Dios sino escuchándole, porque saber hablar a Dios y conversar con Él nadie puede aprenderlo mas que de Dios, el cual tiene su idioma propio, que enseña a sus amigos y confidentes, a quienes dispensa el favor de conversar con Él a menudo.

La segunda clase de mudos es la de quienes no pueden hablar de Dios: son muchos los mudos de esta especie, los cuales, por pensar rara vez en Dios, apenas le conocen. Repletos de ideas mundanas y de pasatiempos del siglo no pueden, según san Pablo, percibir las cosas de Dios (2) y, por consiguiente, son tan incapaces de hablar de Él y de cuanto le concierne, como niños recién nacidos.

La tercera clase de mudos son los que no han recibido de Dios el don de lenguas, y no pueden hablar por Dios [en favor de Dios]. Tener el don de lenguas es saber hablar para atraer las almas a Dios, procurar su conversión y poder decir a cada una lo que le con viene; pues Dios no gana para Sí las almas utilizando idénticos medios; hay que saber decir a cada una lo que más le ayude para resolverse a ser totalmente de Dios.

Vosotros, como encargados de instruir a los niños, debéis ser hábiles en el arte de hablar a Dios, de hablar de Dios y de hablar por Dios. Mas, tened entendido que nunca conseguiréis hablar a vuestros discípulos de modo que los ganéis para Dios, sino en cuanto hayáis aprendido a hablarle y a hablar de Él.

No basta conocer las diversas categorías de sordos y de mudos; hay que saber, además, qué remedios pueden curarlos. De ordinario, la sordera es causa de la mudez; por lo cual es más fácil curar a los mudos que a los sordos, pues tan pronto como el sordo es capaz de oír, fácilmente lo es de hablar.

Por esta razón, también el hombre de quien hace mención el evangelio recobró más fácilmente el uso de la lengua que el de los oídos. Para darle el habla Jesucristo no hizo otra cosa que ponerle en la boca saliva sobre la lengua, y enseguida ésta se le desató, y " habló muy distintamente ".

Mas, para curar la sordera, Jesucristo metió los de dos en las orejas del sordo, a fin de significar como es necesario que Jesús toque interiormente el alma para que oiga, comprenda y guste lo que Él le dice. Es menester que Jesús la lleve aparte, de suerte que el ruido del mundo no pueda impedirle escuchar y gustar sus palabras. Levanta luego los ojos al cielo y da un gran suspiro, para que entendamos cuánto lamenta Jesús delante de Dios la ceguera producida en el alma por la sordera espiritual. Hasta es necesario que haga un es fuerzo para decir en los oídos del sordo: Abríos; con el fin de que el alma abra bastantemente los suyos, para oír con facilidad las palabras de Jesucristo y ser dócil a ellas.

Cura al mundo poniéndole saliva en la lengua, a fin de significarle que de poco le valdría hablar, si no lo hiciere con sabiduría.

Tened, pues, siempre abiertos y atentos los oídos a la palabra de Dios, y aprended a hablar poco, y siempre con cordura.

 

65. PARA EL DOMINGO DUODÉCIMO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 

Sobre la unión que debe reinar entre los Hermanos.

En el evangelio de hoy nos propone Jesucristo un ejemplo de caridad. Se trata de acierto samaritano que, encontrando en el camino a un hombre me dio muerto, le venda las heridas y le pone en manos de un mesonero para que cuide de él hasta su total curación (1).

Al relatar minuciosamente el Salvador lo hecho por este hombre caritativo, nos da bien a entender cómo ha de ser nuestra caridad con los hermanos, y cuán unidos debemos vivir unos con otros. Es ésta una de las cosas que más a pechos debemos tomar también nosotros; pues, como enseña san Pablo, si no tuviereis caridad todo lo bueno que hiciereis, de nada os serviría (2). La simple experiencia nos descubre con luz suficiente cuánta verdad se encierra en tal proposición.

En efecto, la comunidad sin amor y unión es un infierno: el uno, por su parte, murmura; el otro desacredita a su hermano por estar ofendido con él; éste se incomoda porque alguien le acibara la vida con sus chanzas; aquél se queja a su superior de algo que cierto hermano ha hecho contra él. En resumen, no se oyen más que lamentos, críticas, maledicencias; de donde resultan muchas turbaciones e inquietudes.

El único remedio a todos estos desórdenes es la unión y caridad; pues, como escribe san Pablo, la caridad es paciente El santo Apóstol desea incluso que la paciencia, fruto de la caridad, llegue a soportarlo todo; (3) y quien dice " todo ", nada exceptúa.

Por tanto, si se tiene caridad y unión con los hermanos, puesto que todo ha de sobrellevarse de todos, no es lícito decir: " No puedo sufrir tal cosa en éste; tal defecto en aquél me resulta intolerable; es preciso que se avengan en algo con mi condición o mis flaquezas ". Porque hablar así no es soportarlo todo de todos.

Meditad esa máxima y ponedla por obra puntualmente.

La caridad es mansa (4). Es ésta la segunda condición que san Pablo atribuye a la caridad. El amor y la unión no se manifiestan, ciertamente, regañando, murmurando, lamentándose a gritos, disputando; sino hablándose de manera mesurada y afable, y hasta humillándose a los pies de los hermanos; pues la palabra blanda, dice el Sabio, quebranta la ira; al paso que las palabras duras excitan el furor (5).

Por eso, en el Sermón de la Montaña dijo a sus Apóstoles el Señor: Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra (6); es decir, el mundo entero; pues conquistan todo el mundo quienes se adueñan del corazón de todos los hombres. Esto lo consiguen fácilmente las personas de natural manso y comedido, las cuales se insinúan de tal modo en el corazón de aquellos con quienes conversan o tratan algún negocio, que los ganan insensiblemente y obtienen de ellos cuanto desean.

Así señorean los corazones y los inclinan a hacer cuanto de ellos solicitan, quienes nacieron con tan envidiable disposición o la han adquirido con ayuda de la gracia; y ése es el modo de hacerse dueños de los de más hasta manejarlos a su gusto.

¡Oh, cuántos provechos se siguen de comprender y practicar convenientemente esta lección de Jesucristo: Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón! (7)

Mas no es ése el único bien que procura la mansedumbre; el principal es que, merced a ella, se alcanzan fácilmente las más excelsas virtudes: por ella se sujetan las pasiones y se impide que se desmanden; por ella se logra mantener la unión entre los hermanos.

Nunca les habléis si no es con mansedumbre, y callaos cuando temáis hablarles de otro modo.

La caridad es benéfica (8). Esta es la tercera condición que a la caridad asigna san Pablo. Y por ella descubre también el Samaritano del Evangelio la bondad de su corazón. Porque hallando " cubierto de heridas, desamparado y casi muerto, a un pobre hombre, a quien los ladrones habían despojado de todo "; se conmovió tanto, que " tras de ungirle las llagas con vino y aceite, y de vendárselas, le montó en su caballo, y le condujo a un mesón, donde cuidó de él algún tiempo; cuando se vio obligado a alejarse, lo encomendó al mesonero para que lo atendiera con toda solicitud, le dio para ello dos denarios de plata y le prometió abonarle cuanto de más gastase con él ".

Admirad el extremado amor de este buen samaritano. Era extranjero para los judíos, que consideraban a los de su región como cismáticos, y se odiaban mutuamente Este, con todo, hizo por el desventurado viajero cuanto pudo, a pesar de que un sacerdote y un levita judíos no habían querido mirarle siquiera, y hasta manifestó mucho desinterés en su caridad; pues, con haber hecho tanto en favor de aquel hombre, aún dio dinero por él al amo del mesón, y le prometió abonar a su vuelta todo lo que por curarle gastara de más.

También es ésta una de las condiciones exigidas por san Pablo a la caridad para considerarla auténtica: quiere el Santo que sea desinteresada (9). Ocurre, sin embargo, con frecuencia, aun en las comunidades, que se hacen favores a los hermanos por haber recibido de ellos algunos otros con antelación; o se les rehúsan ciertos servicios, o se hacen al menos a desgana, porque se advierte algo en ellos que molesta, o porque ha tenido uno que sufrir de su parte determinada incomodidad o disgusto.

¡Ah, cuán humana es esa caridad! ¡Cuán poco cristiana y qué poco merece llamarse benéfica!

 

66. PARA EL DOMINGO DECIMOTERCIO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 

Sobre las tentaciones de impureza y los medios para vencerlas. 

Los diez leprosos que, según el evangelio de este día, se presentaron a Jesucristo, figuran para nos otros las tentaciones de impureza; porque la lepra es enfermedad que mancha e inficiona el cuerpo. Y la manera como El los curó nos indica cuáles son los remedios más seguros que han de emplearse para quedar libres de ella.

Refiere el evangelio que, " divisando de lejos a Jesucristo, aquellos leprosos se detuvieron y, alzando la voz, exclamaron: Jesús, maestro, ten lástima de nosotros (1).

La distancia a que se mantenían los leprosos nos manifiesta cuán alejados del Señor se hallan los impúdicos: como Él es la pureza misma, no admite comunicación con quienes, por poco que sea, se ven aquejados de semejante vicio; al modo que no se permitía tenerla a los leprosos con ]os demás judíos.

Los del evangelio de hoy clamaron en voz alta para suplicar a Jesucristo que se apiadara de ellos. Esto nos recuerda lo que nos enseña el mismo Jesucristo en otro lugar del Evangelio; a saber, " que el primer remedio contra la impureza y contra las tentaciones que a ella arrastran es acudir a la oración " (2).

La voz elevada y apremiante es figura del fervor e instancias con que se debe orar para conseguir la curación de esta enfermedad; pues, no pudiendo el hombre, según el Sabio, conservarse continente si Dios no se lo otorga por su gracia " (3); nunca podrá pedirse la pureza con exceso, ni con demasiado ahínco, por constituir su falta un mal muy peligroso y de funestísimas consecuencias.

Por tanto, si alguna vez ocurriere que os vierais atormentados por pensamientos impuros, no ceséis de acudir a Dios hasta quedar enteramente libres de ellos.

El segundo remedio que el evangelio propone y que Jesucristo ordenó a los leprosos, es presentarse a los sacerdotes. Estaba prescrito en la antigua ley que los leprosos, una vez curados, fuesen en busca de los sacerdotes, a fin de que pudieran éstos cerciorarse de si la lepra había desaparecido realmente y, caso de ser así, permitirles la comunicación con los demás judíos.

Pero en la ley nueva, los mandatos de Jesucristo tienen virtud muy superior a los de Moisés; porque, si mandó Jesús a los diez leprosos que se presentaran a los sacerdotes, fue para que se vieran curados de su vergonzosa enfermedad, como de hecho quedaron perfectamente limpios, cuando hacia ellos se dirigían (*).

En las comunidades, al superior ha de acudirse para declararle la enfermedad, y darle a conocer lo que uno es: éste es el medio eficaz para curar prontamente, Es el que san Doroteo, tan hábil maestro en la dirección de las almas, dice haber experimentado en sí mismo. Según él, no hay cosa que tanto tema el espíritu inmundo como ser descubierto; y, una vez que lo ha sido, ya no puede hacer daño.

Por lo que agrega este Santo: " El alma se pone a salvo merced a la declaración que hace de todas sus disposiciones interiores; si le dice su superior: Haz tal cosa o no la hagas; esto es bueno y aquello malo; el demonio no halla ya resquicio por donde pueda entrar en el corazón del enfermo, y éste encuentra la salud en la diligencia que puso para descubrirse a su superior, y conformarse en todo con sus consejos ".

Sed fieles, por tanto, a este proceder, ya que resulta tan eficaz.

Ordenaba la ley antigua a los leprosos que, tan pronto sanaban y antes de ponerse en comunicación con las gentes, ofrecieran un sacrificio para purificarse exteriormente de la impureza legal que habían contraído por la lepra.

Este sacrificio simboliza la mortificación, que impone también Jesucristo a los leprosos de que hablamos; esto es, a los que se hallan cubiertos con la lepra de la impureza o se ven acosados por el demonio impuro. Jesucristo asegura aún más: " que de esta especie de dolencia, nadie puede sanar perfectamente; ni verse total mente libre de este espíritu tentador, sino mediante el ayuno " (4); esto es, por la mortificación.

Merced a este sacrificio se ofrece a Dios el propio cuerpo, en expresión de san Pablo, como hostia santa, viva y agradable a sus ojos (5). La mortificación procura efectivamente al cuerpo la ventaja de entrar a la parte en la vida del espíritu; por lo cual afirma el mismo san Pablo: Si por el espíritu mortificáis la carne y todas sus obras, viviréis; mientras que, añade el Apóstol, si vivís según la carne, y permitís al cuerpo que dé contento a sus sentidos moriréis (6). Quiere decir que, dando la impureza muerte a la gracia, embrutecerá vuestro espíritu; lo hará en alguna manera de todo punto material y, el alma, semejante a la de las bestias.

Sea, pues, la mortificación para vosotros aquel sacrificio perpetuo ordenado en la ley antigua; de forma que llevéis siempre en el cuerpo, como san Pablo, la mortificación de Jesucristo, para que la vida de Jesucristo se manifieste también en vuestros cuerpos mortales (7). Este es el admirable efecto que producirá en vosotros tan excelente sacrificio.

 

67. PARA EL DOMINGO DECIMOCUARTO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 

Del descuido de sí en manos de la Providencia.

A vosotros particularmente dirige Jesucristo las siguientes palabras del evangelio de este día: Buscad primero el Reino de Dios (1). En efecto: no habéis debido venir a esta casa si no es con el fin de buscar a Dios, primeramente, para vosotros y, en segundo lugar, para aquellos cuya instrucción Dios os ha encomendado. El establecimiento del Reino de Dios en vuestras almas para ésta y la otra vida, es lo que aquí habéis de buscar.

Durante la presente vida vuestra única preocupación ha de ser que reine Dios por la gracia y la plenitud de su amor en vuestros corazones. Para El debéis vivir, y la vida misma de Dios ha de ser vida de vuestras almas. Es necesario también que la alimentéis de Él manteniéndoos lo más que os fuere posible en su divina presencia.

Lo que constituye la vida de los santos es su atención constante a Dios, ésa debe ser también la vida de las almas que se han consagrado a Dios y ninguna otra cosa pretenden que cumplir su santa voluntad, amarle y procurar que otros le amen Tal ha de ser vuestra única ocupación en la tierra, y a ese fin deben enderezarse todos vuestros trabajos.

Empeñaos, pues, en que aquellos que instruís consideren el pecado como enfermedad vergonzosa que inficiona las almas, las hace indignas de acercarse a Dios y de comparecer en su presencia. Inspiradles el amor de la virtud; imprimid en ellos sentimientos piadosos, y daos trazas para que no cese Dios de reinar en ellos; porque si eso conseguís, romperán todo trato con la culpa o evitarán, al menos, los pecados graves que dan muerte al alma.

Ponderad con frecuencia interiormente cuál es el fin de vuestra vocación, y que ello os urja a trabajar por el establecimiento y consolidación del Reino de Dios en los corazones de los alumnos. ¿Pensáis en que uno de los mejores medios para procurarles esta ventura es conseguir, en primer término, que reine Dios de tal modo en los alumnos que ya no se dé en ellos acción ni impulso alguno que no proceda más que de Dios?

Para no ocuparos en otra cosa que en facilitar los medios de que Dios reine en vosotros y en las almas de vuestros discípulos, importa mucho que os despreocupéis de lo relativo a las necesidades del cuerpo; pues esos dos órdenes de cuidados son entre sí incompatibles; ya que la dedicación a las cosas externas extingue en el alma el interés por lo que atañe a Dios y a su servicio.

Ésa es la razón de que en este mismo evangelio recomiende Jesucristo a sus santos Apóstoles - encargados por Él de mirar por la salvación de las almas y el establecimiento de su Reinado en la tierra - que no vivan intranquilos diciendo: ¿Qué comeremos, qué beberemos o con qué nos vestiremos? porque afanarse a causa de todo eso es propio de gentiles.

Tanto más, cuanto aquellos que hasta ese extremo viven desasosegados, muestran que se hallan carentes de fe; y, para ofrecer de ello una prueba convincente, añade el Señor: Mirad las aves del cielo: no siembran ni siegan ni amontonan cosa alguna en los graneros. Contemplad los lirios del campo; no trabajan ni hilan y, con todo, Salomón en toda su gloria no se vistió con tanto primor como uno de ellos.

¿Tenéis, pues, vosotros tan poca Le que vayáis a temer os falte algo de lo necesario para vivir y vestiros si, cumpliendo con vuestra obligación, os desveláis exclusivamente por que reine Dios en vuestros corazones y en el de los otros?

Jesucristo asegura que Dios mismo toma sobre Sí el cuidado de vuestro sustento y conservación: Vuestro Padre celestial, dice, sabe la necesidad que de todo eso tenéis. El alimenta las aves del cielo: pues ¿no valéis vosotros mucho más, sin comparación, y no sois mucho más queridos de Él que los pájaros? Y añade: Si Dios se cuida de vestir así la hierba de los campos, que hoy florece y mañana será cortada, ¡cuánto más cuidará de vestiros a vosotros, oh hombres de poca fe! Estad persuadidos, concluye Jesucristo, de que, si buscáis verdaderamente el Reino de Dios y su justicia, todo lo demás se os dará por añadidura, porque Dios mismo se encarga de suministrároslo.

No se pone bozal al buey que trilla, dice san Pablo (2). Si, pues, os interesáis con empeño por cosechar almas, ¿cómo podéis temer que, Quien os emplea en ello como operarios os rehúse luego el alimento que necesitáis para realizar su laborío?

Cuanto más os descuidéis en las manos de Dios, respecto a lo temporal, mayor será el cuidado que ponga Él en proporcionároslo. Si, al revés, echáis sobre vosotros dicha tarea, Dios la dejará a vuestro cargo, y podrá suceder que con frecuencia permita carezcáis de lo indispensable, para castigar vuestra falta de fe y de confianza.

Haced, por tanto, lo que dice David: Volved a Dios el pensamiento; poned en El toda vuestra esperanza, y El os sustentará (3).

 

68. PARA EL DOMINGO DECIMOQUINTO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 

De los que han perdido el espíritu de su estado, y de los medios a que deben acudir para recobrarlo.

El evangelio de hoy nos refiere que, en la ciudad de Naín, llevaban a enterrar a un muchacho joven, hijo de una viuda (1). Este evangelio figura para nosotros de modo admirable a los que han perdido la gracia de su estado.

El difunto es un mancebo que, por su edad aún tierna, os representa a aquellos en quienes la piedad no ha echado todavía raíces profundas, y cuyo corazón no se ha afianzado aún de veras en el bien; por lo cual se persuaden sin fundamento que se salvarán fácilmente en otro sitio y que, pues hace ya mucho tiempo se hallan libres de ocasiones; si se vieren expuestos a ellas, tendrían fuerza suficiente para no sucumbir.

Muérese pronto cuando, estando enfermo, se cree no estarlo, o cuando se juzga que podrá uno curarse a sí mismo, sin acudir a ningún remedio. Eso es lo que el diablo inspira ordinariamente a quienes acosa tan fuerte tentación y no son dóciles en seguir los consejos de sus superiores. Se ven reducidos a tal extremo, que su dolencia se torna incurable, y ellos se incapacitan para seguir en el estado santo que habían elegido.

¿No os habéis hallado alguna vez o no os halláis ahora en tan dolorosa situación? Si así fuere, gemid por ello delante de Dios y pedidle instantemente que os saque lo más pronto posible de tal estado, pues el remedio a ese mal ha de aplicarse sin dilación.

Llevaban a enterrar a este difunto. Ese es el término y fruto de aquella muerte espiritual: dar en tierra con el alma que ha sido su víctima: ya no piensa más que en lo terreno; esto es, en el siglo y en las cosas mundanas, pues ha perdido todo gusto de Dios y de lo que a El conduce. Oír hablar de Dios se convierte en tormento para ella; darse a la oración, es un martirio; la comunión se le hace insípida; se aparta de la confesión porque no quiere descubrir su mal; se guía exclusivamente por sus luces y esas luces son falsas. Así, todos los medios que contribuyen a mantener la vida del espíritu resultan inútiles a esta alma, que los repele de sí por haber perdido el espíritu vital que antes poseía, el cual no es otro que el espíritu de su estado.

La " muchedumbre que seguía al difunto cuando le llevaban a enterrar " es figura de los que os incitan a volver al siglo: desprovistos de gracia, ¿ qué de bueno pueden aconsejaros ?

Con todo, no se vacila en creerlos y en secundar el impulso que ellos imprimen, con tanto mayor éxito cuanto lo que intentan persuadir es más conforme a la inclinación de la naturaleza corrompida.

¡Oh, cuán lastimoso estado! ¡Oh, qué triste situación! Pedid instantemente a Dios que no os deje de su mano hasta tal extremo.

Jesucristo se acercó al difunto, tocó el féretro y, parados quienes lo llevaban, dijo al joven: ¡Yo te lo mando, levántate! En seguida se incorporó el muerto en las andas, se quitó el sudario y empezó a hablar. Jesús le entregó a su madre.

Esas palabras dan a conocer los medios que deben emplearse para recobrar la gracia de la vocación.

El primero es acudir a la oración para instar a Jesucristo a que se acerque a nosotros.
El segundo, atajar el curso de todos los pensamientos que nos han llevado al borde del precipicio.
El tercero, escuchar la voz de Jesucristo, que nos habla por nuestros superiores.
El cuarto, elevarnos hacia Dios tan pronto como oímos su palabra.

De ese modo recobraremos insensiblemente el espíritu de nuestro estado, y comenzaremos nuevamente a cumplir los deberes que nos impone. Jesucristo nos entregará enseguida a nuestra madre, que es la Comunidad a la que vivimos incorporados. Ella nos mirará inmediata mente como hijos suyos muy queridos, y seremos para nuestros hermanos motivo de consuelo y edificación.

Ved ahí lo que deben hacer quienes han perdido o se han puesto a pique de perder su vocación, y por con siguiente la gracia de Dios, y de caer en los excesos que son consecuencia inevitable de tal pérdida.

 

69. PARA EL DOMINGO DECIMOSEXTO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 

Sobre la obligación que tienen los Hermanos de edificar al prójimo.

Refiérese en el evangelio de este día que habiendo entrado Jesús en la casa de cierto príncipe de los fariseos para comer, éstos le acechaban maliciosa mente (1).

Vosotros ejercéis un empleo en el que todos os observan, y que os obliga por consiguiente a poner en práctica el consejo que san Pablo da a su discípulo Tito, obispo de Creta, cuando le dice: Muéstrate en todo dechado de buenas obras por la doctrina, la integridad de las costumbres, la regularidad de tu conducta y la gravedad (2).

En primer término, os observan los alumnos; por tanto, estáis obligados a darles buen ejemplo en relación con cuanto les enseñáis; a imitación del Señor, quien, según afirma san Lucas en los Hechos de los Apóstoles, comenzó por obrar antes de enseñar (3). Eso es lo que os autorizará delante de ellos.

En consecuencia, para desempeñar dignamente los deberes que tenéis con los alumnos, importa mucho que vuestras obras les enseñen más aún que vuestras instrucciones: a fin de que, como sigue diciendo el mismo san Pablo a Tito: Sean las palabras irreprochables; a saber, no sólo sanas respecto de la doctrina, sino también indicio y efecto de vuestra virtud; con lo cual lograreis que aquellos a quienes instruís, según añade san Pablo, no tengan nada que oponer a cuanto les enseñáis viéndolo conforme con lo que hacéis (4).

¿Es ése vuestro modo de proceder? ¿No enseñáis a los discípulos algo que vosotros no cumplís? Cuando los invitáis a ser modestos, ¿lo sois primero vosotros? Cuando los recomendáis que oren con fervor, ¿lo hacéis vosotros también? ¿Tenéis con ellos la misma caridad que desearíais observaran ellos entre sí?

Obrando de este modo, seréis modelo de buenas obras en todo, principalmente en lo relativo a la doctrina.

Como vivís con vuestros Hermanos a tenor de las mismas reglas y siguiendo un género de vida en todo uniforme, os observan ellos de continuo; por tanto, debéis particularmente servirles de modelo en todo. Y como en comunidad es peligroso y perjudicialísimo el escándalo, tenéis que velar mucho sobre vosotros para no dar de él ningún motivo en los actos comunes que ejecutáis todos los días con los Hermanos, por miedo a las faltas que ellos pudieran cometer a causa de vuestro mal ejemplo.

Puede haber algunos débiles entre vosotros, a quienes vuestro proceder, poco conforme con las Reglas, y capaz de destruir el buen orden, podría causarles perniciosa impresión y darles pretexto para caer en la inobservancia. Por ese motivo afirma Jesucristo en el Evangelio que sería preferible nos ataran al cuello una rueda de molino y nos arrojasen al mar, antes que producir escándalo en el menor de los pequeñuelos que nos están encomendados (5).

¡Oh! ¡Palabra terrible para el alma que teme ofender a Dios y que otros le ofendan! Pensad a menudo que debéis ser modelo de inocencia y de fervor para los Hermanos; esto es, que debéis guardar todas las Reglas con exactitud, no sólo para emplear los medios de salvación que Dios os da, sino también para edificarlos a ellos.

La profesión que ejercéis os impone la obligación de frecuentar el mundo a diario; en él se espían hasta vuestras actitudes más insignificantes. Esto os ha de urgir a procurar por todos los medios ser dechado de toda clase de virtudes a los ojos de los seglares entre quienes debéis vivir.

Particularmente, habéis de edificarlos por la gravedad y modestia; pues si notaran en vosotros algún asomo de ligereza o desenvoltura, fácilmente se escandalizarían. Mientras que, si aparecéis ante ellos con exterior mesurado, os mostrarán mucha veneración.

Puede añadirse a lo dicho que, pues se juzga al hombre por su exterior, según asegura el Sabio (6), tan pronto como os vieran derramados exteriormente, deducirían que tenéis poca piedad y recogimiento. Al contrario, si mostráis por de fuera aspecto sencillo y grave, se con vencerán al punto de que vuestro interior está bien ordenado y de que hay motivo para suponer que os halláis en condiciones de educar a vuestros discípulos en el es espíritu del cristianismo.

Ponderad de qué importancia es para vosotros y para el honor de vuestro empleo, el mostraros exteriormente recatados, cuando tratáis la gente del siglo, si queréis edificarla.

 

70. PARA EL DOMINGO DECIMOSÉPTIMO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 

De cómo debemos amar a Dios.

En respuesta a un doctor de la ley que le había preguntado cuál era en la Ley el mandamiento principal, dijo Jesús: Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas (1).

Éste es, en efecto, mandamiento grande, porque tiene amplísima extensión y porque el modo como Jesucristo aclara que debe amarse a Dios, exige de nosotros extraordinaria valentía. Él dará hoy tema a nuestras reflexiones.

Debemos, pues, primero, amar a Dios con todo nuestro corazón; o sea, con todo nuestro afecto, sin reservar la menor partecita de éste para criatura alguna; antes, queriendo amar meramente a Dios, por ser Dios el solo amable, ya que Él es lo único bueno, esencialmente y por sí mismo.

De ahí que, amar algo fuera de Dios es hacerle injuria y posponerle a lo que está infinitamente por de bajo de Él. Porque si alguna bondad posee o alguna amabilidad presenta en sí lo criado, son sólo emanación y participación de la bondad que fluye de Dios, como bien que le es propio, y del que hace partícipe a su criatura.

Además, por ser Dios infinitamente bueno, y el manantial inagotable de todo bien creado, no nos es lícito tender ni entregarnos con toda la amplitud de nuestro corazón a cosa alguna que no sea Dios; pues todo lo creado ha sido hecho para Él y, si amamos algo en las criaturas, ha de ser sólo en Dios, donde hallamos como en su principio todo lo amable que existe en ellas.

Es imposible que amemos a Dios con todo el corazón, si no le amamos también con toda nuestra alma; esto es, si no estamos dispuestos a renunciar, no sólo a todas las cosas exteriores y sensibles, sino a la vida misma, significada por la palabra " alma "; antes que vernos privados un solo instante del amor de Dios.

Y eso, porque sobre cualquiera otra cosa que pudiera despertar nuestro afecto, debemos preferir a Dios. La razón de ello es que, hallándose Dios infinitamente por encima de todas las cosas creadas - entre las cuales se incluye nuestra vida - no merece ésta el menor aprecio de nuestra parte, parangonada con quien es su creador.

¿No es justo, pues, que la ofrezcáis a Dios gustosos, y le hagáis de ella el sacrificio, con el fin de conservar o aumentar en vosotros su santo amor? Además, habiéndoos dado Dios la vida por efecto de una bondad puramente gratuita, está muy puesto en razón, para manifestarle cuán deudores le sois y en qué medida le pertenecéis, que le hagáis de ella homenaje, como de cosa que le pertenece y de la que no sois más que depositarios.

Es, en verdad, hacer a Dios holocausto de la propia vida no emplearla sino en su servicio; eso es lo que estáis en condiciones de cumplir vosotros por vuestra profesión y empleo; sin inquietaros de morir en él al cabo de pocos años, con tal de que os salvéis y ganéis en él almas para Dios. Éstas, a su vez, os ayudarán a encumbraros en la gloria, después que hayáis procurado franquearles a ellas la entrada, enseñándolas y ayudándolas a poner por obra cuantos medios deban emplear para ir al cielo. Así manifestaréis a Dios que " le amáis con toda vuestra alma ".

Dios, que nos ha traído al mundo sólo para Él, según aquel dicho del Sabio: El Señor ha creado todas las cosas para Sí (2); piensa también continuamente en nosotros; y habiéndonos dotado de espíritu tan sólo para que pensemos en Él, con razón dice Jesucristo en el evangelio de este día que debemos amar a Dios con toda nuestra mente.

Cumpliremos este mandamiento ocupándonos siempre de Él, y enderezando de tal modo hacia Él cuanto pensemos sobre las criaturas, que nada de lo que concierne a éstas ocupe nuestro espíritu, sin que nos induzca a amar a Dios o a preocuparnos de su santo amor; ya que nada descubre mejor el amor de una persona para con otra que el sentirse incapaz de pensar más que en ella.

¡Felices vosotros, si todos vuestros pensamientos tendieran exclusivamente a Dios y versaran sólo acerca de Él. Entonces habríais encontrado el paraíso en la tierra, pues vuestra ocupación sería la de los Santos, y gozaríais por consiguiente la felicidad que ya ellos disfrutan.

Verdad es que se daría esta distinción: los Santos ven a Dios claramente y en su propia esencia, mientras nos otros gozaríamos de Él sólo por la fe. Pero esta visión de fe causa tal gozo y alegría en el alma enamorada de su Dios, que experimenta ya en esta vida cierto gusto anticipado de las delicias del cielo.

¿Disfrutan vuestras almas ventura tan apetecible? Si no son tan felices que ya la posean, procurad irla alcanzando por la aplicación a Dios en vuestras plegarias y por el uso frecuente de las oraciones jaculatorias. ¡Es el mayor bien que podéis gozar en este mundo!

 

71. PARA EL DOMINGO DECIMOCTAVO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 

De los medios para curar las enfermedades espirituales, tanto voluntarias como involuntarias

Ocurre a veces que los siervos de Dios se hallan como impotentes para obrar el bien, ya a causa de las tentaciones, a las que apenas pueden resistir, ya por la desolación interna, ya por el brío de las pasiones. Se les dificulta el acercarse a Dios, ora por falta de luces, ora por falta de apoyo en quienes los dirigen. Todo ello viene figurado por el paralítico de quien nos habla el evangelio este día (1).

En algunas ocasiones esa especie de dolencia persiste durante mucho tiempo. Deja Dios al alma en tal estado, para convencerla de que, sin Él nada puede; de que es incapaz de hallar en sí fuerzas suficientes para llegarse a Él, si no le asiste el auxilio de su gracia; y de que lo puede todo, en cambio, cuando Dios la fortifica. Ha de esperar, pues, el alma con paciencia que pase Jesús y ponga remedio a su mal; porque, así como Él nos ha procurado la gracia de la redención, así conoce el me dio de fortalecer nuestras almas y devolverles el impulso que han perdido.

Lo que sólo importa es vivir sobre aviso para ser fiel en dejarse conducir a Jesucristo cuando pase, como hizo este paralítico que yacía postrado en su lecho, y sobre llevar gustoso la dolencia hasta que Jesús la cure. Por que, ordinariamente, sólo Él puede poner remedio a este género de enfermedades. Lo único posible al alma es velar sobre si para no caer en faltas. También es preciso entonces orar mucho y contentarse con decir a Dios como David: Crea en mí, oh Dios, un corazón puro y renueva en él tu espíritu para conducirme derechamente a Ti (2).

Cuando nos hallemos delante de Jesús; es decir, cuando alguna luz pasajera nos ilustre, ya proceda de nosotros, ya de quienes nos gobiernan, esperemos a que Jesús nos hable y nos devuelva la salud y el movimiento, como hizo con el paralítico. Sosténganos la firmeza de nuestra fe, aun no experimentando sentimiento alguno afectuoso para con Dios y careciendo de toda inclinación hacia Él. Tengamos la seguridad de que esa mirada de fe le será tan agradable que, después de haberla Él favorecido, y de haber alentado nuestra confianza, nos dirá como dijo al paralítico: " Levantaos "; quiere decir, elevaos hasta Dios; lo cual conseguiremos fácilmente porque, recobradas todas las fuerzas, no hallaremos cosa que nos detenga; nada que sea obstáculo en nuestros movimientos exteriores y que nos impida llegar a Dios.

Por lo cual nos dirá al punto Jesucristo: Id en paz: o sea, hallaremos tanta facilidad para acercarnos a Dios y conversar con Él, que ninguna otra cosa nos resultará tan placentera: ése será el fruto de nuestra paciencia, la cual gusta Dios de premiar en sus siervos.

A veces, tales disposiciones proceden de haberse cometido algún pecado; si así es, hay que gemir en la presencia de Dios deplorando la propia miseria; porque, comúnmente, eso es lo que Jesús espera para mejorar al alma enferma, y reparar cuanto la debilidad humana le había hecho perder. Vigilaos, pues, para que no sean vuestras faltas el motivo de que os retire Dios sus gracias.

No basta para la curación de nuestra parálisis espiritual que Jesús nos ordene levantarnos; es necesario además que lo deseemos por nuestra parte. A no ser que la parálisis sea exclusivamente prueba de Dios, sin culpa alguna nuestra, en cuyo caso basta que Él lo mande para ser obedecido.

Pero, si en nosotros se dio alguna causa para tal enfermedad o que contribuyese a ella, es preciso que colaboremos también nosotros a la curación. Porque no siguen idéntico proceso las enfermedades espirituales y las corporales: para curar éstas, basta que Jesús lo diga o sencillamente lo desee; mas, para las del alma, necesitamos por nuestra parte querer curarnos, porque Dios no violenta la voluntad, aunque la exhorte y la inste. A nos otros corresponde aceptar la gracia, cooperar con ella y secundar el buen deseo que tiene Dios de sanar nuestras dolencias espirituales.

Cuando, pues, no sintáis moción alguna que os impulse hacia Dios, mostraos prontos y dóciles a oír su voz; levantaos tan pronto como os lo diga, y echad a andar; o sea, reanudad los ejercicios virtuosos para los que experimentéis dificultades; mortificad las pasiones y aplicaos a vencerlas; sobre todo, sed dóciles en descubrir lo íntimo del alma a vuestros directores: eso es lo que os impedirá, de ordinario, caer en tal género de dolencias.

Por fin, id derechos a vuestra casa; o sea, vivid en el retiro, recogimiento y silencio, y aplicaos asiduamente a la oración y demás ejercicios piadosos, no menos que al exacto cumplimiento de las Reglas de la comunidad.

Esos son medios seguros para restablecer en vuestra alma las buenas inclinaciones que en ella se habían interrumpido.

 

72. PARA EL DOMINGO DECIMONONO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 

Que muchos son los llamados, mas pocos los escogidos para vivir en comunidad.

Afirma Jesucristo en el evangelio de este día que muchos son los llamados y pocos los escogidos (1). Lo dice del cielo; pero esa verdad no es menos constante aplicada a las comunidades; pues, sin embargo de ser muchas las personas que ingresan en ellas, hay pocas, con todo, que sean fieles a la gracia de su vocación, o que adquieran y mantengan en sí el espíritu de su estado, después de haberse comprometido a ello.

Lo primero que debe hacerse cuando se ingresa en alguna comunidad, para ser elegido de Dios en ella, es aprender bien a orar y aplicarse debidamente a ello. Porque, no existiendo profesión más sujeta a las tentaciones del demonio - a causa de cierta como seguridad que de salvarse hay en ella cuando se cumplen con fidelidad las reglas por que se rige -; es allí mucha la necesidad que de fortaleza se tiene para poder resistir a los embates del tentador.

Lo segundo, esmerarse especialmente en la observancia de las Reglas; porque la regularidad es el medio principal que Dios suministra para salvarse en las comunidades; y según eso, tanto más se afianza en ellas " la vocación y elección por las buenas obras peculiares al propio estado ", según dice san Pedro (2), cuanto mejor se guarda esa virtud.

Mas, siendo pocos los que en las comunidades se sujetan exactamente a ese doble deber; síguese que se hallan muchos desprovistos de las gracias indispensables para perseverar en ellas y conservar el espíritu de su estado. De modo que, o no viven en la comunidad sino con el cuerpo, o se ponen en el trance de ser amputados de ella, como miembros dañados y capaces de contaminar a los otros.

La segunda razón de que haya pocos elegidos en las comunidades, es que son pocos en ellas los que tienen verdadera y total sumisión a los superiores.

Ahora bien, por ser la obediencia la primera virtud que debe observarse en comunidad, y la principal entre las que ayudan a mantenerse en ella; tan pronto como la obediencia falta, se siente uno dejado a si mismo, sin fuerzas ni vigor, e incapaz por ello, de producir el bien correspondiente a su peculiar estado; de donde se sigue que, o no se persevera, o que, permaneciendo en él, se vuelve uno inútil, y aun perjudicial a los otros, como rama desgajada del tronco, que es Jesucristo, de quien ya no fluye la savia necesaria para producir fruto.

No se adhiere uno a Jesucristo, como las ramas al árbol, sino en la medida en que se conserva la unión con los superiores y se procede en absoluta dependencia respecto de ellos; ya que, según dice san Pablo, " a Dios y a Jesucristo mismo se obedece cuando se les está sujeto; y también que ha de obedecérseles, no con la mira de agradar a los hombres, sino cumpliendo de buen grado la voluntad de Dios, y en cuanto miembros y siervos de Jesucristo " (3).

A su vez, tampoco tienen derecho a mandar los superiores sino porque hablan en nombre de Jesucristo y como representantes de su persona. Ni ha de obedecérseles sino porque, en expresión del mismo san Pablo, trabajan en la perfección de los santos y en la edificación del cuerpo de Jesucristo (4), que es nuestra cabeza; el cual, por la sumisión que se le presta en sus ministros, " traba y une todos los miembros de su cuerpo con justa proporción, para no formar más que un solo cuerpo " (5).

Por la virtud de la obediencia os convertiréis, pues, vosotros en verdaderos elegidos de Dios dentro de la comunidad (*).

Otra causa de que sean pocos los escogidos para vivir en comunidad es que son pocos también los que, en ella, descubren plenamente el corazón a sus superiores; sin lo cual es imposible ponerse a salvo de las perniciosas consecuencias que pueden acarrear las violentas tentaciones con que el demonio acomete a los llamados a vivir en las comunidades.

Estas tentaciones son, ordinariamente, tanto más recias cuanto más se adelanta en virtud; pues a quienes trabajan con fervor, por adquirir la perfección de su estado, el demonio los " ronda, según dice san Pedro, dando vueltas en su derredor, espiando la ocasión para hacerlos caer " (6): sabe que, si perseveran, podrán dañarle mucho, tanto con su buen ejemplo, como por las gracias que obtendrán para los otros con sus oraciones.

Por lo cual, asegura san Doroteo, que experimenta el diablo especial alegría cuando encuentra algunos que se gobiernan a si mismos y no se dejan guiar por el superior, pues sabe que caerán como las hojas de los árboles, ya que se ponen de acuerdo, dice este Santo, con el demonio y con los demás enemigos de su salvación. Llega a afirmar san Doroteo que no conoce otra causa de la caída de quienes viven en comunidad sino la con fianza que tienen en sus propias luces; y concluye que no hay cosa más detestable y más perniciosa en ellas que tal modo de proceder, ni otra senda para conseguir la salvación en ellas que la manifestación del corazón. Mas ¡ay! en cuán pocos ésta es total.

Unos dicen: " ¿qué pensará mi superior si todo se lo declaro? ". - Pero, si dejáis de declarárselo, sabrá muy pronto que sois infieles.

Otros: " no me atreveré a decírselo todo porque, luego, tendré reparo en presentarme delante de él ". Otros: " basta que diga mis faltas en confesión " - Si, pero vuestro superior está en mejores condiciones que ningún otro para facilitaros los remedios.

Otros: " es un Hermano como yo ".- Es verdad, pero tiene misión de Dios para ayudaros a conseguir la salvación.

Servíos, pues, de los medios que Dios os ofrece para salvaros; si no, pronto vendréis a menos en el espíritu de vuestro estado y, a pesar de haber sido llamados a él, no seréis del número de los elegidos de Dios.

 

73. PARA EL DOMINGO VIGÉSIMO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 

Que no ha de esperarse haga Dios milagros con el fin de darnos gusto

Un señor de la corte se llegó a Jesús para suplicarle que fuese a su casa con el fin de curar a un hijo suyo que estaba a la muerte. Jesús le dijo en respuesta: Vosotros, si no veis milagros y prodigios, no creéis (1). Este evangelio puede aplicarse muy bien a muchas personas que viven en comunidad; las cuales, con bastante frecuencia y muy fuera de razón, quisieran ver milagros para decidirse a obrar el bien que su deber les impone.

Primero, para tenerlos por tales, darles fe y obedecer los, aspiran a ver milagros y prodigios en sus superiores. Querrían no hallar tacha en ellos; en caso contrario, critican sus acciones, murmuran de ellos y se quejan diciendo que a los superiores les resulta muy fácil mandar. Al parecer, y por decirlo así, exigen tanta perfección en sus superiores cuanta confiesan en Jesucristo.

Y todo ello procede de que, no obedeciendo por espíritu de fe, consideran al superior únicamente como hombre, y no como ministro de Dios, cuyo lugar ocupa visiblemente para con ellos. No aciertan a distinguir en él dos clases de personas: la persona de Jesucristo, que no tiene falla, y de quien es lugarteniente el superior, y la persona de un hombre, que puede estar sujeto a muchas imperfecciones. Desconocen que, al dirigirse a este hombre como a superior, no deben considerar en él más que a Dios, que les manda sirviéndose de un hombre como instrumento.

Procurad regiros por tal sentimiento de fe; penetraos bien de él antes de ir a la presencia del superior, y sed fieles en ejercitar actos de tal virtud, sobre este particular, a fin de que le obedezcáis como a Dios mismo.

Muchos quieren ver milagros y prodigios también en sus hermanos. Desearían no tener nada que soportar en ellos, lo cual resulta imposible, porque es ley de Dios y, por consiguiente, obligatorio, que mutuamente se aguanten las personas que viven juntas, como lo atestigua san Pablo por estas palabras: Llevad las cargas, esto es los defectos, unos de otros, y así cumpliréis la ley de Jesucristo (2). Se trata, pues, de una ley de Jesucristo, la cual, por consiguiente, ha de cumplirse.

Soportarse unos a otros constituye cierta forma de caridad que cada uno está obligado a ejercer con sus hermanos, si quiere conservar la unión con ellos, mostrar por su conducta que con ellos constituye una sola sociedad y, por consiguiente, que toma parte en cuanto los demás padecen, ya que nadie puede eximirse de soportar a los otros.

Es imposible, en efecto, que dos personas vivan juntas sin ocasionarse de algún modo mutuamente molestias; y, pues damos que sufrir a los demás, está muy puesto en razón que por nuestra parte los aguantemos. Carga es ésta que Dios ha impuesto a todos los hombres, y que les facilita la salvación. De aquí viene que se haga soportable el yugo de Jesucristo, puesto que Él ayuda a llevar holgadamente las cargas y penas de la vida, que, sin su auxilio serian difíciles de tolerar.

No seáis, pues tan poco cuerdos, tan poco razonables y tan poco cristianos, que pretendáis no tener que sufrir de los hermanos cosa ninguna; exigiríais verdadera mente con ello uno de los milagros más inauditos y singulares. Luego, no intentéis tal cosa a lo largo de toda vuestra vida.

Hay, por fin, otros muchos que exigen prodigios y milagros respecto de si mismos. Desearían hacer lo todo bien y sin tacha, mas sin querer imponerse para ello la menor molestia.

Anhelarían ardientemente tener contentos a los superiores; nada les agradaría tanto como vivir estrecha mente unidos a sus hermanos; aspirarían con ansia a ser fieles observadores de la Regla, porque ven con claridad que es para ellos medio excelente de santificación, y el que Dios mismo les proporciona.

Pero, en cuanto han de hacerse violencia para llevar al cabo tan hermoso designio, pierden el resuello, por decirlo así, al primer paso que dan en el camino de la perfección. Quisieran que Dios por Si los llevara, sin que se vieran ellos obligados a andar, y ni siquiera a moverse para nada al ir de un punto a otro; lo que resultaría, ciertamente, prodigio estupendo.

Es forzoso, dice san Pablo, que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios (3). Cuando dice " es forzoso " nos da a entender bien a las claras que sería pedir a Dios milagros abrigar la esperanza de que nos llevase al cielo sin tomar el camino que necesariamente ha de conducirnos a él.

No soñéis, pues, con tal milagro; seguid la senda segura del cielo, que es la del dolor y de la puerta angosta. Esforzaos por franquearla; allí estará Jesucristo que, no lo dudéis, os tenderá la mano para facilitaros la entrada.

 

74. PARA EL DOMINGO VIGÉSIMO PRIMERO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 

De la obligación que tienen los que viven en comunidad de soportar las faltas de sus hermanos.

Cierto señor perdonó una deuda de diez mil talentos a uno de sus criados, que le rogó esperase un poco para pagársela; mas luego, quedó muy sorprendido al saber que este mismo servidor había encarcelado a uno de sus compañeros que le debía cien denarios, a pesar de haberle éste pedido con insistencia que le diese tan sólo tiempo para pagarle. ¡Criado inicuo!, le dijo entonces su señor, ¿no era justo que tuvieses compasión de tu compañero como yo la tuve de ti? (1).

Dios os ha perdonado una deuda muy crecida, y espera en justa retribución que perdonéis vosotros aquello poquito de que, tal vez, los hermanos pudieran seros deudores.

No es posible que vivan juntas varias personas sin que hayan de soportarse entre sí. El uno será de temperamento atrabiliario, el otro de humor tornadizo; éste tendrá modales poco delicados; aquél, genio difícil, y el de más allá, excesiva condescendencia; quién manifestará con excesiva facilidad lo que piensa; aquél se mostrará en extremo reservado y cauteloso; éste será fácil a la critica

Raro será que tales diferencias de condición, e índoles tan distintas no acarreen dificultades entre los hermanos; de modo que, si la gracia no acude con su ayuda, resulta casi imposible que se avengan unos con otros, y que la caridad no sufra gravísimo detrimento.

El medio de mantener la unión en el seno de la comunidad, no obstante esa diversidad de humores, es soportar caritativamente a cada uno sus faltas, y estar dispuesto a excusar a los otros como queremos que ellos nos disculpen. A eso necesariamente se obligan los que se deciden a vivir en comunidad.

Recapacitad bien sobre ello en el día de hoy, y en todo el resto de vuestra vida.

La caridad que se nos exige supone en nosotros paciencia a toda prueba. Todos tienen sus defectos, que los acompañan por doquier. Sólo, pues, disimulándoselos mutuamente pueden subsistir la paz y la unión en las sociedades mejor concertadas. Por eso dice san Pablo que " la caridad lo soporta todo " (2); y para convencernos de que no se engaña al decirlo ni lo afirma a la ligera, lo reitera por dos veces.

Dirá alguno: yo aguantaría gustoso esto de mi hermano, mas aquello no puedo resolverme a sufrirlo; o acaso: mi natural es demasiado opuesto al suyo. Por el hecho de no querer tolerar esto o aquello en vuestro hermano, renunciáis a amarle y vivir en unión con él; ya que la caridad todo lo soporta.

¡Pensadlo bien! Si pretendéis haber venido a la comunidad sin veros en la precisión de tolerar las faltas de vuestros hermanos, vivís engañados y os engañasteis al ingresar en ella. Tomad medidas a este respecto para lo venidero y durante toda vuestra vida.

Lo que os debe mover también a sobrellevar las faltas de los hermanos, es la obligación que de hacerlo os ha impuesto Dios. Cuando os llamó el Señor a la vida de comunidad cargó sobre vosotros un fardo difícil de llevar. ¿Qué fardo es ése? Son las faltas de los demás. Por pesada que resulte, san Pablo quiere que llevemos esa carga, si queremos cumplir la ley de Jesucristo (3).

¿Habéis oído bien esa lección? ¿La comprendéis bien? ¡Pues a practicarla!

Dios mismo os da ejemplo: Él os ha aguantado tantas cosas en lo pasado, y todavía os tolera muchas otras todos los días. Le habéis ofendido con muchas culpas, a pesar de serle deudores de tantas gracias; con todo, si acudís a Él, " os lo remitirá todo; aunque sólo a condición, dice, de que perdonéis también a vuestros hermanos ", y que no guardéis resentimiento alguno por todas las molestias que os hayan inferido o puedan causaros en adelante (4). Esto os asegura en el evangelio del presente día, y constituye tanto su preludio como su conclusión.

Si, pues, no queréis tolerar nada en los hermanos, Dios no tolerará nada en vosotros, y os castigará de manera terrible por las ofensas cometidas contra Él. Si por el contrario lo sobrelleváis todo en vuestros hermanos, Dios os perdonará cuanto le hayáis ofendido. Os medirá, según dice en otra parte, con la misma medida con que vosotros midiereis a los demás (5).

 

75. PARA EL DOMINGO VIGÉSIMO SEGUNDO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 

Que no debe obrarse por respeto humano.

Los fariseos y los herodianos, según refiere el evangelio de hoy, al acercarse a Jesucristo le alabaron porque enseñaba el camino de Dios con verdad, sin dársele nada de nadie, y sin consideración a la calidad de las personas (1).

Los que viven en comunidad son quienes han de seguir particularmente este proceder del Señor. Pues, habiendo renunciado al mundo, deben obrar siempre con la mira puesta en Dios, sin hacer caso de cuanto puedan decir los demás.

En primer término, deben imitar esa conducta de Jesucristo los superiores. Como son los únicos con quienes se relacionan tanto los de dentro como los de fuera, son también los más expuestos a la censura ajena en su modo de proceder.

Los que, dentro de casa, viven ansiosos de libertad juzgan, a veces, que el superior es harto puntual y exigente. Si es cuerdo y grave, dirán que es serio en demasía; si tiene exterior afable y atrayente, que es expansivo y acomodaticio en exceso; si reprende a menudo y no tolera nada, que es demasiado brusco; si disimula ciertas faltas en algunos, que permite la total relajación: si procede bien a juicio de unos, obrará mal según otros; de forma que ninguna de sus acciones se verá libre de reproche.

Lo único que el superior debe hacer a este respecto es no inquietarse por lo que digan de él; aunque ha de velar sobre si para no hacer cosa alguna que pueda dar mal ejemplo o esté en oposición a los deberes de su ministerio, y para no tener afición particular con ninguno, y poder presentarse como modelo de todos por la pie dad y la observancia.

Los inferiores deben, a su vez, obrar igual mente sin respetos humanos, por ser ésa una de las cosas que en mayor grado vician las acciones de los hombres. Dios los ha creado exclusivamente para El; no quiere, por tanto, que los mueva a obrar la consideración de criatura alguna. De modo que toda acción ejecutada por un fin creado, la considera Dios como injuriosa para Él, y de ninguna forma tendrá en cuenta el bien aparente que de ella pudiera seguirse

Si ocurriere, pues, que alguno de los hermanos faltase a la regularidad, no le imitéis por respeto humano: la ley y la voluntad de Dios han de servirnos de regla; no el ejemplo de los otros ni la estimación natural y humana que ellos nos merezcan. Si obráis con el fin de agradar a los hombres, no recibiréis otra recompensa por ello sino la bien ruin, efímera y pasajera que podrán daros los hombres.

Sobre todo, nada obréis ni omitáis por complacer a los mundanos, pues de ellos habla el Apóstol cuando afirma: Si pretendiera agradar a los hombres, no seria siervo de Jesucristo (2). A su vez, dice Jesucristo: Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo, por eso el mundo os aborrece (3).

Puesto que es necesario, según Jesucristo y según san Pablo, despreocuparse de agradar a los mundanos, y aun de ser aborrecido por ellos; nada debéis hacer con la intención de complacerles; máxime que los procederes e intenciones de la gente del mundo son diametral mente opuestos a los que vosotros debéis adoptar. Cuando, pues, os asalten pensamientos de respeto humano, traed a la memoria estas palabras de san Pablo: Si pretendiera agradar a los hombres, no sería yo siervo de Jesucristo.

Ni basta abstenerse de obrar con el fin de agradar a los hombres. Es necesario que " se proceda en todo con la única mira de tener contento a Dios y serle grato " (4), como dice el Apóstol - " haciendo todas las cosas de manera digna de Dios " (5); y que, con este fin, " caminéis por los senderos de Dios, de modo que, según enseña en otra parte san Pablo, los sigáis de continuo y progreséis en ellos de día en día "; porque, añade, la voluntad de Dios es que seáis santos y puros (6); esto es, que vuestras obras sean sin mancha, por no proponeros otro fin en ellas que a Dios.

Este será el auténtico y más seguro medio de andar por las veredas de Dios y de adelantar en ellas de continuo. Porque, así como en la otra vida ha de ser Dios el fin y término de todas vuestras acciones, así debe serlo ya también en la presente. Sobre todo en vuestro estado, que exige de vuestra parte mucha perfección; pues, como dice el Apóstol: No os llamó Dios a la impureza; o sea, a realizar obras indignas de vuestro estado, a causa de estar contaminadas y corrompidas por el mal fin que les imprimáis al hacerlas; sino que os llamó Dios para ser santos " (7).

Quien no se esmera, pues, por obrar con la mira puesta en Dios, no menosprecia a algún hombre, sino a Dios mismo.

 

76. PARA EL DOMINGO VIGÉSIMO TERCERO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 

De algunos que, aun habiendo dejado el mundo para vivir en comunidad, no han renunciado a su espíritu.

Llegado Jesús a la casa de un príncipe de la sinagoga con el fin de resucitar a la hija de éste, mandó salir fuera al tropel de gente que allí se encontraba, y dijo: La niña no está muerta sino dormida (1).

Puede afirmarse también de muchos que han dejado el mundo para vivir en comunidad, que no están muertos, sino sólo dormidos; porque, si efectivamente dejaron el siglo, no han renunciado de todo punto a él, como lo manifiestan a las claras con su conducta.

En primer lugar, no están muertos sus sentidos. Es muy cierto que algunos se muestran recatados delante de sus superiores y, otros, en presencia de sus hermanos cuando están en casa o durante los ejercicios de piedad; pero, si salen a la calle, han de enterarse de cuanto en ella ocurre.

Los hay que parecen más comedidos; pero ¿sucede algo fuera de lo corriente?, luego levantan la vista para mirarlo; o bien, cuando van de viaje, se apartan del camino, si a mano viene, para satisfacer la curiosidad y ver lo interesante que puedan hallar a su paso, como iglesias y edificios hermosos, o amenos jardines.

Otros parecen muy mortificados en la mesa: toman indistintamente cuanto se les coloca delante, sin quejar se de nada; pero, si han de ponerse en camino, se las arreglan para comer lo mejor que encuentran y, si caen enfermos, cuesta lo suyo complacerlos.

Los sentidos de todos éstos no han muerto; están sólo adormecidos; por eso se despiertan con suma facilidad. No imitéis a los israelitas quienes, salidos de Egipto por señalado favor de Dios, se olvidaron pronto de los males que allí pasaron, y echaban de menos las cebollas que comían en aquel país.

Sus pasiones tampoco están muertas. Algunos soportan cuanto les dicen en las calles para humillarlos; pero se disgustan si en casa los reprenden o avisan sus faltas, o se los humilla en alguna ocasión. Otros se niegan a tolerar cosa alguna, tanto dentro como fuera de casa: refunfuñan, vuelven la cabeza o hacen otros gestos que dan a conocer su disgusto, y aun amenazan.

Otros soportan lo que les venga de sus superiores, y cumplen puntual y exteriormente las penitencias que les imponen; pero, si alguno de sus hermanos les dice una palabra áspera o les molesta lo más mínimo, inmediatamente los veréis incomodados. En el ejercicio de su empleo, algunas veces se enojan con los escolares y los golpean con la mano, lo que acarrea muchas veces malas consecuencias difíciles de remediar.

Las pasiones de todas esas personas no han muerto; duermen tan sólo por algún tiempo, después del cual se despiertan, en unos con mucho vigor; en otros, con alguna mayor moderación; en éstos, más a menudo; en aquéllos, más rara vez.

Vosotros, con todo, no debisteis dejar el mundo sino para dar muerte completa a las pasiones; sin lo cual nunca tendréis verdadera virtud. Aplicaos a ello decididamente y con todo el empeño de que sois capaces.

Muchos, aunque han dejado el mundo, no han muerto absolutamente a cuanto hay en él; ya que, para estar de todo en todo muertos al siglo, nada en él ha de parecer bello ni bueno. A pesar de eso, los hay que se hallan muy a gusto en compañía de los mundanos, y cuando no pueden andar entre ellos, suplen su falta, o platicando del mundo, o solicitando gustosos noticias de él, u ocupándose de sus cosas.

Otros se complacen en usar o, al menos, ambicionan tener ciertos vestidos, ropas, telas, sombreros, medias, zapatos, etc. que se parecen a los llevados por los seglares y, si no pueden hacerse con ellos, adoptan un no sé qué en la manera de vestir o en sus modales, que deja transparentar los aires mundanos.

Otros leen con frecuencia libros buenos; mas leerían de buena gana los que tratasen, no de cosas prohibidas, pero si curiosas. Hasta podría acontecer que, no obstante tenerlo prohibido los superiores, hubiese algunos tan descomedidos que leyeran periódicos, usaran tabaco y aun se lo proporcionaran por medios ilícitos.

Nada de esto conviene de ningún modo a personas que se consagraron a Dios renunciando a todo comercio con el mundo y eligieron un estado que les compromete a llevar vida observante en el seno de su comunidad.

Y aun cuando estas personas se apliquen a los ejercicios piadosos que en la comunidad se practican, y al desempeño de sus funciones; puede afirmarse con razón, dado su modo de vivir, que no han muerto al mundo, sino que sólo están como adormilados en relación con la vida mundana.

Eso no obstante, sólo para morir y para renunciar a cuanto los mundanos practican, se abraza la vida de comunidad. Pensadlo bien y, en lo sucesivo, no viváis en ella sino con esa persuasión y con ese propósito (*).

 

77. PARA EL DOMINGO VIGÉSIMO CUARTO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 

Que la abominación desoladora en el lugar santo son el pecado y la relajación en las comunidades.

Dice hoy Jesucristo en el evangelio que cuando se establezca la abominación desoladora en el lugar santo, los que moren en Judea huyan a los montes (1).

Nadie puede poner en duda que las comunidades sean lugar santo, y es legitimo asegurar de aquellas en que se sirve fielmente a Dios lo que Jacob dice en el Génesis: que allí el Señor mora verdaderamente, y que son casa de Dios y puerta del cielo (2).

Efectivamente: si se considera su institución y su fin, puede aplicarse a la comunidad lo que se afirma del templo construido por Salomón: Dios ha escogido para Sí esta morada y la ha santificado, a fin de que su Nombre sea bendecido en ella por siempre (3).

En las comunidades se invoca a Dios con frecuencia, y los que en ellas viven, sólo allí permanecen o deben permanecer congregados, para procurar su salvación mediante la santificación de sus almas. Precisamente gracias a eso se convierte la comunidad en puerta del cielo, pues pone en el camino que al cielo conduce y prepara para entrar en él.

Tal es el primer fin que debisteis pretender cuando ingresasteis en la comunidad, y el que en ella debe manteneros. Para eso dejasteis el mundo y os sujetáis ahora a tanta diversidad de ejercicios piadosos. ¡Cuán poco juiciosos os habríais mostrado si hubieseis venido a ella con otro intento; pues, según dice el Real Profeta: Es muy conveniente, y hasta justo, que la santidad se halle en la casa del Señor (4). Como Dios es infinitamente santo, está muy puesto en razón que quienes habitan en ella sean santos y participen de la santidad de Dios.

¿Habéis venido a esta casa como a la casa del Señor? Al ingresar en ella ¿lo hicisteis con el fin de santificaros? Vuestro principal empeño ¿es tomar en ella los medios para llegar a santos? Ponderad a menudo lo que escribe san Euquerio, obispo de Lión: que " la permanencia en alguna morada santa es fuente, o de suprema perfección, o de absoluta condenación ".

Con razón podría aplicarse a algunos que viven en comunidad lo que, al entrar en el Templo, dijo Jesucristo a quienes en él vendían y compraban: Mi casa es casa de oración, mas vosotros la tenéis convertida en cueva de ladrones (5). Porque, habiendo debido venir sólo a ella para dedicarse a la oración y demás ejercicios piadosos, descuidan todas esas acciones santas; permiten a las cosas exteriores y profanas que ocupen su mente; toman el espíritu del mundo; caen pronto en la relajación, y tras ella, muchas veces, si no cambian de conducta, en pecados considerables.

De ellos puede afirmarse que introducen la abominación desoladora en el lugar santo. ¿No son, acaso, abominación el desconcierto y el pecado en casas donde sólo debiera imperar el Espíritu de Dios? Y cuando personas que no debían respirar mas que a Dios ni pensar sino en agradarle por haberse consagrado a su servicio; descuidan éste, o en absoluto renuncian a él por tedio o para dar gusto a sus inclinaciones y aun a sus pasiones desordenadas; ¿qué desolación no introducen entonces en las comunidades, puesto que allí donde Dios falta, es imposible que reinen la unión y la paz?

Los que así proceden son propiamente ladrones, según se expresa el Señor en el evangelio; pues roban el pan que comen y ocupan el lugar de otros que vivirían según el espíritu y las reglas de la comunidad.

Guardaos de incurrir en tal desdicha.

Pese al relajamiento de ciertas comunidades, Dios cuenta siempre en ellas con algunos servidores fieles que conservan el espíritu: se reserva siempre algunos en ellas que no doblan la rodilla delante de Baal, como le dijo a Elías (6). Es decir, que se ponen en guardia contra el espíritu del mundo y observan lo mejor que pueden las reglas y prácticas de su comunidad.

Estos mantienen todavía en ella el temor del Señor, y son causa de que Dios no la destruya como destruyó a Sodoma y Gomorra, que habrían evitado los terribles efectos de su ira si, como aseguró Dios a Abrahán, se hubieran hallado en ella diez justos (7).

A ellos dice Jesucristo en el evangelio de hoy que huyan a los montes; esto es, que se alejen de la compañía de los otros, para no participar de sus desórdenes y para no contaminarse con sus malos ejemplos. Es necesario también que se eleven hasta Dios por la oración.

Pedidle que mantenga siempre su Espíritu Santo en vuestra comunidad, y suplicadle a menudo con David: No nos arrojes, Dios mío, de tu presencia ni retires de nosotros tu Santo Espíritu (8).

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