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CAPÍTULO
7
LA
MUJER EN LA VIDA DEL MUNDO Y DE LA IGLESIA
"Entrevista realizada por Pilar Salcedo. Publicada en Telva (Madrid), el
1-II-1968 y reproducida en Mundo Cristiano (Madrid) el 1-III-1968.
Monseñor,
cada vez es mayor la presencia de la mujer en la vida social, más allá del
ámbito familiar, en el que casi exclusivamente se había movido hasta ahora.
¹Qué le parece esta evolución? ¹Y cuáles son, a su entender, los rasgos
generales que la mujer ha de alcanzar para cumplir la misión que le está
asignada?.
En primer término, me parece oportuno no contraponer esos dos ámbitos que
acabas de mencionar. Los mismo que en la vida del hombre, pero con matices muy
peculiares, el hogar y la familia ocuparán siempre un puesto central en la vida
de la mujer: es evidente que la dedicación a las tareas familiares supone una
gran función humana y cristiana. Sin embargo, esto no excluye la posibilidad de
ocuparse en otras labores profesionales -la del hogar también lo es-, en
cualquiera de los oficios y empleos nobles que hay en la sociedad, en que se
vive. Se comprende bien lo que se quiere manifestar al plantear así el
problema; pero pienso que insistir en la contraposición sistemática -cambiando
sólo el acento- llevaría fácilmente, desde el punto de vista social, a una
equivocación mayor que la que se trata de corregir, porque sería más grave
que la mujer abandonase la labor con los suyos.
Tampoco en el plano personal se puede afirmar unilateralmente que la mujer haya
de alcanzar su perfección sólo fuera del hogar: como si el tiempo dedicado a
su familia fuese un tiempo robado al desarrollo y a la madurez de su
personalidad. El hogar -cualquiera que sea, porque también la mujer soltera ha
de tener un hogar- es un ámbito particularmente propicio para el crecimiento de
la personalidad. La atención prestada a su familia será siempre para la mujer
su mayor dignidad: en el cuidado de su marido y de sus hijos o, para hablar en
términos más generales, en su trabajo por crear en torno suyo un ambiente
acogedor y formativo, la mujer cumple lo más insustituible de su misión y, en
consecuencia, puede alcanzar ahí su perfección personal.
Como acabo de decir, eso no se opone a la participación en otros aspectos de la
vida social y aun de la política, por ejemplo. También en esos sectores puede
dar la mujer una valiosa contribución, como persona, y siempre con las
peculiares de su condición femenina; y lo hará así en la medida en que esté
humana y profesionalmente preparada. Es claro que, tanto la familia como la
sociedad, necesitan esa aportación especial, que no es de ningún modo
secundaria.
Desarrollo, madurez, emancipación de la mujer, no deben significar una
pretensión de igualdad -de uniformidad- con el hombre, una imitación del modo
varonil de actuar: eso no sería un logro, sería una pérdida para la mujer: no
porque sea más, o menos que el hombre, sino porque es distinta. En un plano
esencial -que ha de tener su reconocimiento jurídico, tanto en el derecho civil
como en el eclesiástico- sí puede hablarse de igualdad de derechos, porque la
mujer tiene, exactamente igual que el hombre, la dignidad de persona y de hija
de Dios. Pero a partir de esa igualdad fundamental, cada uno debe alcanzar lo
que le es propio; y en este plano, emancipación es tanto como decir posibilidad
real de desarrollar plenamente las propias virtualidades: las que tiene en su
singularidad, y las que tiene como mujer. La igualdad ante el 87 derecho, la
igualdad de oportunidades ante la ley, no suprime sino que presupone y promueve
esa diversidad, que es riqueza para todos. La mujer está llamada a llevar a la
familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es
propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad
incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de
intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad... La feminidad no es
auténtica si no advierte la hermosura de esa aportación insustituible, y no la
incorpora a la propia vida.
Para cumplir esa misión, la mujer ha de desarrollar su propia personalidad, sin
dejarse llevar de un ingenuo espíritu de imitación que -en general- la
situaría fácilmente en un plano de inferioridad y dejaría incumplidas sus
posibilidades más originales. Si se forma bien, con autonomía personal, con
autenticidad, realizará eficazmente su labor, la misión a la que se siente
llamada, cualquiera que sea: su vida y su trabajo serán realmente constructivos
y fecundos, llenos de sentido, lo mismo si pasa el día dedicada a su marido y a
sus hijos que si, habiendo renunciado al matrimonio por alguna razón noble, se
ha entregado de lleno a otras tareas. Cada una en su propio camino, siendo fiel
a la vocación humana y divina, puede realizar y realiza de hecho la plenitud de
la personalidad femenina. No olvidemos que Santa María, Madre de Dios y Madre
de los hombres, es no sólo modelo, sino también prueba del valor trascendente
que puede alcanzar una vida en apariencia sin relieve.
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En ocasiones, sin embargo, la mujer no está segura de encontrarse realmente en
el sitio que le corresponde y al que está llamada. Muchas veces, cuando hace un
trabajo fuera de su casa, pesan sobre ella los reclamos del hogar; y cuando
permanece de lleno dedicada a su familia, se siente limitada en sus
posibilidades. ¹Qué diría usted a las mujeres que experimentan esas
contradicciones?.
Ese sentimiento, que es muy real, procede con frecuencia, más que de
limitaciones efectivas -que tenemos todos, porque somos humanos- de la falta de
ideales bien determinados, capaces de orientar toda una vida, o también de una
inconsciente soberbia: a veces, desearíamos ser los mejores en cualquier
aspecto y a cualquier nivel. Y como no es posible, se origina un estado de
desorientación y de ansiedad, o incluso de desánimo y de tedio: no se puede
estar en todas las cosas, no se sabe a qué atender y no se atiende eficazmente
a nada. En esta situación, el alma queda expuesta a la envidia, es fácil que
la imaginación se desate y busque un refugio en la fantasía que, alejando de
la realidad, acaba adormeciendo la voluntad. Es lo que repetidas veces he
llamada la mística ojalatera, hecha de ensueños vanos y de falsos idealismos:
ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esa profesión, ojalá tuviera
más salud, o menos años, o más tiempo!
El remedio -costoso como todo lo que vale- está en buscar el verdadero centro
de la vida humana, lo que puede dar una jerarquía, un orden y un sentido a
todo: el trato con Dios, mediante una vida interior auténtica. Si, viviendo en
Cristo, tenemos en El nuestro centro, descubrimos el sentido de la misión que
se nos ha confiado, tenemos un ideal humano que se hace divino, nuevos
horizontes de esperanza se abren ante nuestra vida, y llegamos a sacrificar
gustosamente no ya tal o cual aspecto de nuestra actividad, sino la vida entera,
dándole así, paradójicamente, su más hondo cumplimiento.
El problema que planteas en la mujer, no es extraordinario: con otras
peculiaridades, muchos hombres experimentan alguna vez algo semejante. La raíz
suele ser la misma: falta de un ideal profundo, que sólo se descubre a la luz
de Dios. 88 En todo caso, hay que poner en práctica también remedios
pequeños, que parecen banales, pero que no lo son: cuando hay muchas cosas que
hacer, es preciso establecer un orden, es necesario organizarse. Muchas
dificultades provienen de la falta de orden, de la carencia de ese hábito. Hay
mujeres que hacen mil cosas, y todas bien, porque se han organizado, porque han
impuesto con fortaleza un orden a la abundante tarea. Han sabido estar en cada
momento en lo que debían hacer, sin atolondrarse pensando en lo que iba a venir
después o en lo que quizá hubiesen podido hacer antes. A otras, en cambio, las
sobrecoge el mucho quehacer; y así sobrecogidas, no hacen nada.
Ciertamente habrá siempre muchas mujeres que no tengan otra ocupación que
llevar adelante su hogar. Yo os digo que ésta es una gran ocupación, que vale
la pena. A través de esa profesión -porque lo es, verdadera y noble- influyen
positivamente no sólo en la familia, sino en multitud de amigos y de conocidos,
en personas con las que de un modo u otro se relacionan, cumpliendo una tarea
mucho más extensa a veces que la de otros profesionales. Y no digamos cuando
ponen esa experiencia y esa ciencia al servicio de cientos de personas, en
centros destinados a la formación de la mujer, como los que dirigen mis hijas
del Opus Dei, en todos los países del mundo. Entonces se convierten en
profesoras del hogar, con más eficacia educadora, diría yo, que muchos
catedráticos de universidad.
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Perdone que insista en el mismo tema: por cartas que llegan a la redacción,
sabemos que algunas madres de familia numerosa se quejan de verse reducidas al
papel de traer hijos al mundo, y sienten una insatisfacción muy grande al no
poder dedicar su vida a otros campos: trabajo profesional, acceso a la cultura,
proyección social... ¹Qué consejos daría usted a estas personas?
Pero, vamos a ver: ¹qué es la proyección social sino darse a los demás, con
sentido de entrega y de servicio, y contribuir eficazmente al bien de todos? La
labor de la mujer en su casa no sólo es en sí misma una función social, sino
que puede ser fácilmente la función social de mayor proyección.
Imaginad que esa familia sea numerosa: entonces la labor de la madre es
comparable -y en muchos casos sale ganando en la comparación- a la de los
educadores y formadores profesionales. Un profesor consigue, a lo largo quizá
de toda una vida, formar más o menos bien a unos cuantos chicos o chicas. Una
madre puede formar a sus hijos en profundidad, en los aspectos más básicos, y
puede hacer de ellos, a su vez, otros formadores, de modo que se cree una cadena
ininterrumpida de responsabilidad y de virtudes.
También en estos temas es fácil dejarse seducir por criterios meramente
cuantitativos, y pensar: es preferible el trabajo de un profesor, que ve pasar
por sus clases a miles de personas, o de un escritor, que se dirige a miles de
lectores. Bien, pero, ¹a cuántos forman realmente ese profesor y ese escritor?
Una madre tiene a su cuidado tres, cinco, diez o más hijos; y puede hacer de
ellos una verdadera obra de arte, una maravilla de educación, de equilibrio, de
comprensión, de sentido cristiano de la vida, de modo que sean felices y
lleguen a ser realmente útiles a los demás.
Por otra parte, es natural que los hijos y las hijas ayuden en las tareas de la
casa: una madre que sepa preparar bien a sus hijos, puede conseguir esto, y
disponer así de oportunidades, de tiempo que -bien aprovechado- le permita
cultivar sus aficiones y talentos personales y enriquecer su cultura. Por
fortuna, no faltan hoy medios técnicos que, como sabéis muy bien, ahorran
mucho trabajo, si se manejan convenientemente y se les saca todo el partido
posible. En esto, como en todo, son determinantes las condiciones personales:
hay mujeres que tienen una lavadora del último modelo, y tardan más tiempo en
lavar -y lo hacen peor- que cuando lo hacían a mano. Los instrumentos son
útiles sólo cuando se saben emplear.
Sé de muchas mujeres casadas y con bastantes hijos, que llevan muy bien su
hogar y además encuentran tiempo para colaborar en otras tareas apostólicas,
como hacía aquel matrimonio de la primitiva cristiandad: Aquila y Priscila. Los
dos trabajaban en su casa y en su oficio, y fueron además espléndidos
cooperadores de San Pablo: con su palabra y con su ejemplo llevaron a Apolo, que
luego fue un gran predicador de la Iglesia naciente, a la fe de Jesucristo. Como
ya he dicho, buena parte de las limitaciones se pueden superar, si
verdaderamente se quiere, sin dejar de cumplir ningún deber. En realidad, hay
tiempo para hacer muchas cosas: para llevar el hogar con sentido profesional,
para darse continuamente a los demás, para mejorar la propia cultura y para
enriquecer la de otros, para realizar tantas tareas eficaces.
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Usted aludió a la presencia de la mujer en la vida pública, en la política.
Actualmente se están dando en España pasos importantes en este sentido.
¹Cuál es a su juicio la tarea específica que debe realizar la mujer en este
terreno?
La presencia de la mujer en el conjunto de la vida social es un fenómeno
lógico y totalmente positivo, parte de ese otro hecho más amplio al que antes
me he referido. Una sociedad moderna, democrática, ha de reconocer a la mujer
su derecho a tomar parte activa en la vida política, y ha de crear las
condiciones favorables para que ejerciten ese derecho todas las que lo deseen.
La mujer que quiere dedicarse activamente a la dirección de los asuntos
públicos, está obligada a prepararse convenientemente, con el fin de que su
actuación en la vida de la comunidad sea responsable y positiva. Todo trabajo
profesional exige una formación previa, y después un esfuerzo constante para
mejorar esa preparación y acomodarla a las nuevas circunstancias que concurran.
Esta exigencia constituye un deber particularísimo para los que aspiran a
ocupar puestos directivos en la sociedad, ya que han de estar llamados a un
servicio también muy importante, del que depende el bienestar de todos.
Una mujer con la preparación adecuada ha de tener la posibilidad de encontrar
abierto todo el campo de la vida pública, en todos los niveles. En este sentido
no se pueden señalar unas tareas específicas que correspondan sólo a la mujer
Como dije antes, en este terreno lo específico no viene dado tanto por la tarea
o por el puesto cuanto por el modo de realizar esa función, por los matices que
su condición de mujer encontrará para la solución de los problemas con los
que se enfrente, e incluso por el descubrimiento y por el planteamiento mismo de
esos problemas.
En virtud de las dotes naturales que le son propias, la mujer puede enriquecer
mucho la vida civil. Esto salta a la vista, si nos fijamos en el vasto campo de
la legislación familiar o social. Las cualidades femeninas asegurarán la mejor
garantía de que habrán de ser respetados los auténticos valores humanos y
cristianos, a la hora de tomar medidas que afecten de alguna manera a la vida de
la familia, al ambiente educativo, al porvenir de los jóvenes.
Acabo de mencionar la importancia de los valores cristianos en la solución de
los problemas sociales y familiares, y quiero subrayar aquí su trascendencia en
toda la vida pública. Igual que al hombre, cuando la mujer haya de ocuparse en
una actividad política, su fe cristiana le confiere la responsabilidad de
realizar un auténtico apostolado, es decir, un servicio cristiano a toda la
sociedad. No se trata de representar oficial u oficiosamente a la Iglesia en la
vida pública, y menos aún de servirse de la Iglesia para la propia carrera
personal o para intereses de partido. Al contrario, se trata de formar con
libertad las propias opiniones en todos estos asuntos temporales donde los
cristianos son libres, y de asumir la responsabilidad personal de su pensamiento
y de su actuación, siendo siempre consecuente con la fe que se profesa.
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En la homilía que usted pronunció en Pamplona en el pasado mes de octubre,
durante la misa que celebró con ocasión de la Asamblea de los Amigos de la
Universidad de Navarra, habló del amor humano con palabras que nos han
conmovido. Muchas lectoras nos han escrito comentando el impacto que
experimentaron al oírle hablar así. ¹Nos podría decir cuáles son los
valores más importantes del matrimonio cristiano?.
Hablaré de algo que conozco bien, y que es experiencia sacerdotal mía, ya de
muchos años y en muchos países. La mayor parte de los socios del Opus Dei
viven en el estado matrimonial y, para ellos, el amor humano y los deberes
conyugales son parte de la vocación divina. El Opus Dei ha hecho del matrimonio
un camino divino, una vocación, y esto tiene muchas consecuencias para la
santificación personal y para el apostolado. Llevo casi cuarenta años
predicando el sentido vocacional del matrimonio. Qué ojos llenos de luz he
visto más de una vez, cuando -creyendo, ellos y ellas, incompatibles en su vida
la entrega a Dios y un amor humano noble y limpio- me oían decir que el
matrimonio es un camino divino en la tierra!
El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y
santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial,
que confiere el sacramento instituido por Jesucristo. Quien es llamado al estado
matrimonial, encuentra en ese estado -con la gracia de Dios- todo lo necesario
para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar
hacia el Señor a las personas con las que convive. 91 Por esto pienso siempre
con esperanza y con cariño en los hogares cristianos, en todas las familias que
han brotado del sacramento del matrimonio, que son testimonios luminosos de ese
gran misterio divino -sacramentum magnum!, sacramento grande- de la unión y del
amor entre Cristo y su Iglesia. Debemos trabajar para que esas células
cristianas de la sociedad nazcan y se desarrollen con afán de santidad, con la
conciencia de que el sacramento inicial -el bautismo- ya confiere a todos los
cristianos una misión divina, que cada uno debe cumplir en su propio camino.
Los esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a
santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que su
primer apostolado está en el hogar. Deben comprender la obra sobrenatural que
implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la
irradiación cristiana en la sociedad. De esta conciencia de la propia misión
dependen en gran parte la eficacia y el éxito de su vida: su felicidad. Pero
que no olviden que el secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no
en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al
hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en
el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que
hay que afrontar con deportividad; en el aprovechamiento también de todos los
adelantes que nos proporciona la civilización, para hacer la casa agradable, la
vida más sencilla, la formación más eficaz.
Digo constantemente, a los que han sido llamados por Dios a formar un hogar, que
se quieran siempre, que se quieran con el amor ilusionado que se tuvieron cuando
eran novios. Pobre concepto tiene del matrimonio -que es un sacramento, un ideal
y una vocación-, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y
los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es entonces cuando el
cariño se enrecia. Las torrenteras de las penas y de las contrariedades no son
capaces de anegar el verdadero amor: une más el sacrificio generosamente
compartido. Como dice la Escritura, aquae multae -las muchas dificultades,
físicas y morales- non potuerunt extinguere caritatem, no podrán apagar el
cariño.
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Sabemos que esta doctrina suya sobre el matrimonio como camino de santidad no es
una cosa nueva en su predicación. Ya desde 1934, cuando escribió
"Consideraciones espirituales", usted insistía en que había que ver
el matrimonio como una vocación. Pero en este libro, y luego en
"Camino", usted escribió también que el matrimonio es para la clase
de tropa y no para el estado mayor de Cristo. ¹Nos podría explicar cómo se
concilian estos dos aspectos?.
En el espíritu y en la vida del Opus Dei no ha habido nunca ningún impedimento
para conciliar estos dos aspectos. Por lo demás, conviene recordar que la mayor
excelencia del celibato -por motivos espirituales- no es una opinión teológica
mía, sino doctrina de fe en la Iglesia.
Cuando yo escribía aquellas frases, allá por los años treinta, en el ambiente
católico -en la vida pastoral concreta- se tendía a promover la búsqueda de
la perfección cristiana entre los jóvenes haciéndoles apreciar sólo el valor
sobrenatural de la virginidad, dejando en la sombra el valor del matrimonio
cristiano como otro camino de santidad.
Normalmente, en los centros de enseñanza no se solía formar a la juventud de
manera que apreciara como se merece la dignidad del matrimonio. Todavía ahora
es frecuente que, en los ejercicios espirituales que suelen dar a los alumnos
cuando cursan los últimos estudios secundarios, se les ofrezcan más elementos
para considerar su posible vocación religiosa que su también posible
orientación al matrimonio. Y no faltan -aunque sean cada vez menos- quienes
desestiman la vida conyugal, haciéndola aparecer a los jóvenes como algo que
la Iglesia simplemente tolera, como si la formación de un hogar no permitiese
aspirar seriamente a la santidad.
En el Opus Dei hemos procedido siempre de otro modo, y -dejando muy clara la
razón de ser y la excelencia del celibato apostólico- hemos señalado el
matrimonio como camino divino en la tierra.
A mí no me asusta el amor humano, el amor santo de mis padres, del que se
valió el Señor para darme la vida. Ese amor lo bendigo yo con las dos manos.
Los cónyuges son los ministros y la materia misma del sacramento del
Matrimonio, como el pan y el vino son la materia de la Eucaristía. Por eso me
gustan todas las canciones del amor limpio de los hombres, que son para mí
coplas de amor humano a lo divino. Y, a la vez, digo siempre que, quienes siguen
el camino vocacional del celibato apostólico, no son solterones que no
comprenden o no aprecian el amor; al contrario, sus vidas se explican por la
realidad de ese Amor divino -me gusta escribirlo con mayúscula- que es la
esencia misma de toda vocación cristiana.
No hay contradicción alguna entre tener este aprecio a la vocación matrimonial
y entender la mayor excelencia de la vocación al celibato propter regnum
coelorum, por el reino de los cielos. Estoy convencido de que cualquier
cristiano entiende perfectamente cómo estas dos cosas son compatibles, si
procura conocer, aceptar y amar la enseñanza de la Iglesia; y si procura
también conocer, aceptar y amar su propia vocación personal. Es decir, si
tiene fe y vive de fe.
Cuando yo escribía que el matrimonio es para la clase de tropa, no hacía más
que describir lo que ha sucedido siempre en la Iglesia. Sabéis que los obispos
-que forman el Colegio Episcopal, que tiene como cabeza al Papa, y gobiernan con
él toda la Iglesia- son elegidos entre los que viven el celibato: lo mismo en
las Iglesias orientales, donde se admiten los presbíteros casados. Además es
fácil de comprender y de comprobar que los célibes tienen de hecho mayor
libertad de corazón y de movimiento, para dedicarse establemente a dirigir y
sostener empresas apostólicas, también en el apostolado seglar. Esto no quiere
decir que los demás seglares no puedan hacer o no hagan de hecho un apostolado
espléndido y de primera importancia: quiere decir sólo que hay diversidad de
funciones, diversas dedicaciones en puestos de diversa responsabilidad.
En un ejército -y sólo eso quería expresar la comparación- la tropa es tan
necesaria como el estado mayor, y puede ser más heroica y merecer más gloria.
En definitiva: que hay diversas tareas, y todas son importantes y dignas. Lo que
interesa, sobre todo, es la correspondencia de cada uno a su propia vocación:
para cada uno, lo más perfecto es -siempre y sólo- hacer la voluntad de Dios.
Por eso, un cristiano que procura santificarse en el estado matrimonial, y es
consciente de la grandeza de su propia vocación, espontáneamente siente una
especial veneración y un profundo cariño hacia los que son llamados al
celibato apostólico; y cuando alguno de sus hijos, por la gracia del Señor,
emprende ese camino, se alegra sinceramente. Y llega a amar aún más su propia
vocación matrimonial, que le ha permitido ofrecer a Jesucristo -el gran Amor de
todos, célibes o casados- los frutos del amor humano.
93
Muchos matrimonios se ven desorientados, en relación con el tema del número de
hijos, por los consejos que reciben, incluso de algunos sacerdotes. ¹Qué
aconsejaría usted a los matrimonios, ante tanta confusión?
Quienes de esa manera confunden las conciencias olvidan que la vida es sagrada,
y se hacen acreedores de los duros reproches del Señor contra los ciegos que
guían a otros ciegos, contra los que no quieren entrar en el Reino de los
cielos y no dejan tampoco entrar a los demás. No juzgo sus intenciones, e
incluso estoy seguro de que muchos dan tales consejos guiados por la compasión
y por el deseo de solucionar situaciones difíciles: pero no puedo ocultar que
me causa una profunda pena esa labor destructora -en muchos casos diabólica- de
quienes no sólo no dan buena doctrina, sino que la corrompen.
No olviden los esposos, al oír consejos y recomendaciones en esa materia, que
de lo que se trata es de conocer lo que Dios quiere. Cuando hay sinceridad
-rectitud- y un mínimo de formación cristiana, la conciencia sabe descubrir la
voluntad de Dios, en esto como en todo lo demás. Porque puede suceder que se
esté buscando un consejo que favorezca el propio egoísmo, que acalle
precisamente con su presunta autoridad el clamor de la propia alma; e incluso
que se vaya cambiando de consejero hasta encontrar el más benévolo. Entre
otras cosas, ésa es una actitud farisaica indigna de un hijo de Dios.
El consejo de otro cristiano y especialmente -en cuestiones morales o de fe- el
consejo del sacerdote, es una ayuda poderosa para reconocer lo que Dios nos pide
en una circunstancia determinada; pero el consejo no elimina la responsabilidad
personal: somos nosotros, cada uno, los que hemos de decidir al fin, y habremos
de dar personalmente cuenta a Dios de nuestras decisiones.
Por encima de los consejos privados, está la ley de Dios, contenida en la
Sagrada Escritura, y que el Magisterio de la Iglesia -asistida por el Espíritu
Santo- custodia y propone. Cuando los consejos particulares contradicen a la
Palabra de Dios tal como el Magisterio nos la enseña, hay que apartarse con
decisión de aquellos pareceres erróneos. A quien obra con esta rectitud, Dios
le ayudará con su gracia, inspirándole lo que ha de hacer y, cuando lo
necesite, haciéndole encontrar un sacerdote que sepa conducir su alma por
caminos rectos y limpios, aunque más de una vez resulten difíciles.
La tarea de dirección espiritual hay que orientarla no dedicándose a fabricar
criaturas que carecen de juicio propio, y que se limitan a ejecutar
materialmente lo que otro les dice; por el contrario, la dirección espiritual
debe tender a formar personas de criterio. Y el criterio supone madurez, firmeza
de convicciones, conocimiento suficiente de la doctrina, delicadeza de
espíritu, educación de la voluntad.
Es importante que los esposos adquieran sentido claro de la dignidad de su
vocación, que sepan que han sido llamados por Dios a llegar al amor divino
también a través del amor humano; que han sido elegidos, desde la eternidad,
para cooperar con el poder creador de Dios en la procreación y después en la
educación de los hijos; que el Señor les pide que hagan, de su hogar y de su
vida familiar entera, un testimonio de todas las virtudes cristianas. El
matrimonio -no me cansaré nunca de repetirlo- es un camino divino, grande y
maravilloso y, como todo lo divino en nosotros, tiene manifestaciones concretas
de correspondencia a la gracia, de generosidad, de entrega, de servicio. El
egoísmo, en cualquiera de sus formas, se opone a ese amor de Dios que debe
imperar en nuestra vida. Este es un punto fundamental, que hay que tener muy
presente, a propósito del matrimonio y del número de hijos.
94
Hay mujeres que, teniendo ya bastantes hijos, no se atreven a comunicar a sus
parientes y amigos la llegada de uno nuevo. Temen las críticas de quienes
piensan que, existiendo la píldora, es un atraso la familia numerosa.
Evidentemente, en las circunstancias actuales, puede resultar difícil sacar
adelante una familia con muchos hijos. ¹Qué nos diría sobre esto?
Bendigo a los padres que, recibiendo con alegría la misión que Dios les
encomienda, tienen muchos hijos. E invito a los matrimonios a no cegar las
fuentes de la vida, a tener sentido sobrenatural y valentía para llevar
adelante una familia numerosa, si Dios se la manda.
Cuando alabo la familia numerosa, no me refiero a la que es consecuencia de
relaciones meramente fisiológicas; sino a la que es fruto de ejercitar las
virtudes cristianas, a la que tiene un alto sentido de la dignidad de la
persona, a la que sabe que dar hijos a Dios no consiste sólo en engendrarlos a
la vida natural, sino que exige también toda una larga tarea de educación:
darles la vida es lo primero, pero no es todo. 94 Puede haber casos concretos en
los que la voluntad de Dios -manifestada por los medios ordinarios- esté
precisamente en que una familia sea pequeña. Pero son criminales,
anticristianas e infrahumanas, las teorías que hacen de la limitación de los
nacimientos un ideal o un deber universal o simplemente general.
Sería adulterar y pervertir la doctrina cristiana, querer apoyarse en un
pretendido espíritu postconciliar para ir contra la familia numerosa. El
Concilio Vaticano II ha proclamado que entre los cónyuges que cumplen la
misión que Dios les ha confiado, son dignos de mención muy especial los que,
de común acuerdo bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más
numerosa para educarla dignamente. Y Paulo VI, en otra alocución pronunciada el
12 de febrero de 1966, comentaba: que el Concilio Vaticano II, recientemente
concluido, difunda en los esposos cristianos espíritu de generosidad para
dilatar el nuevo Pueblo de Dios... Recuerden siempre que esa dilatación del
reino de Dios y las posibilidades de penetración de la Iglesia en la humanidad
para llevar la salvación, la eterna y la terrena, está confiada también a su
generosidad.
No es el número por sí solo lo decisivo: tener muchos o pocos hijos no es
suficiente para que una familia sea más o menos cristiana. Lo importante es la
rectitud con que se viva la vida matrimonial. El verdadero amor mutuo trasciende
la comunidad de marido y mujer, y se extiende a sus frutos naturales: los hijos.
El egoísmo, por el contrario, acaba rebajando ese amor a la simple
satisfacción del instinto y destruye la relación que une a padres e hijos.
Difícilmente habrá quien se sienta buen hijo -verdadero hijo- de sus padres,
si puede pensar que ha venido al mundo contra la voluntad de ellos: que no ha
nacido de un amor limpio, sino de una imprevisión o de un error de cálculo.
Decía que, por sí solo, el número de hijos no es determinante. Sin embargo,
veo con claridad que los ataques a las familias numerosas provienen de la falta
de fe: son producto de un ambiente social incapaz de comprender la generosidad,
que pretende encubrir el egoísmo y ciertas prácticas inconfesables con motivos
aparentemente altruistas. Se da la paradoja de que los países donde se hace
más propaganda del control de la natalidad -y desde donde se impone la
práctica a otros países- son precisamente los que han alcanzado un nivel de
vida más alto. Quizá se podrían considerar seriamente sus argumentos de
carácter económico y social, cuando esos mismos argumentos les moviesen a
renunciar a una parte de los bienes opulentos de que gozan, en favor de esas
otras personas necesitadas. Entre tanto se hace difícil no pensar que, en
realidad, lo que determina esas argumentaciones es el hedonismo y una ambición
de dominio político, de neocolonialismo demográfico.
No ignoro los grandes problemas que aquejan a la humanidad, ni las dificultades
concretas con que puede tropezar una familia determinada: con frecuencia pienso
en esto y se me llena el corazón de padre que, como cristiano y como sacerdote,
estoy obligado a tener. Pero no es lícito buscar la solución por esos caminos.
No comprendo que haya católicos -y, mucho menos, sacerdotes- que desde hace
años, con tranquilidad de conciencia, aconsejen el uso de la píldora para
evitar la concepción: porque no se pueden desconocer, con triste desenfado, las
enseñanzas pontificias. Ni deben alegar -como hacen, con increíble ligereza-
que el Papa, cuando no habla ex cathedra, es un simple doctor privado sujeto al
error. Ya supone una arrogancia desmesurada juzgar que el Papa se equivoca, y
ellos no.
Pero olvidan, además, que el Romano Pontífice no es sólo doctor -infalible,
cuando lo dice expresamente-, sino que además es el Supremos Legislador. Y en
este caso, lo que el actual Pontífice Paulo VI ha dispuesto de modo inequívoco
es que se deben seguir obligatoriamente en este asunto tan delicado -porque
continúan en pie- todas las disposiciones del Santo Pontífice Pío XII, de
venerada memoria: y que Pío XII sólo permitió algunos procedimientos
naturales -no la píldora-, para evitar la concepción en casos aislados y
arduos. Aconsejar lo contrario es, por lo tanto, una desobediencia grave al
Santo Padre, en materia grave.
Podría escribir un grueso volumen sobre las consecuencias desgraciadas que, en
todo orden, lleva consigo el uso de esos u otros medios contra la concepción:
destrucción del amor conyugal -el marido y la mujer no se miran como esposos,
se miran como cómplices-, infelicidad, infidelidades, desequilibrios
espirituales y mentales, daños incontables para los hijos, pérdida de la paz
en el matrimonio... Pero no lo considero necesario: prefiero limitarme a
obedecer al Papa. Si alguna vez el Sumo Pontífice decidiera que el uso de una
determinada medicina, para evitar la concepción, es lícita, yo me acomodaría
a cuanto dijera el Santo Padre: y, ateniéndome a las normas pontificias y a las
de la teología moral, examinando en cada caso los evidentes peligros a los que
acabo de aludir, daría a cada uno en conciencia mi consejo.
Y siempre tendría en cuenta que salvarán a este mundo nuestro de hoy, no los
que pretenden narcotizar la vida del espíritu y reducirlo todo a cuestiones
económicas o de bienestar material, sino los que saben que la norma moral está
en función del destino eterno del hombre: los que tienen fe en Dios y arrostran
generosamente las exigencias de esa fe, difundiendo en quienes le rodean un
sentido trascendente de nuestra vida en la tierra.
Esta certeza es la que debe llevar no a fomentar la evasión, sino a procurar
con eficacia que todos tengan los medios materiales convenientes, que haya
trabajo para todos, que nadie se encuentre injustamente limitado en su vida
familiar y social.
96
La infecundidad matrimonial -por lo que puede suponer de frustración- es
fuente, a veces, de desavenencias e incomprensiones. ¹Cuál es, a su juicio, el
sentido que deben dar a su matrimonio los esposos cristianos que no tengan
descendencia?.
En primer lugar les diré que no han de darse por vencidos con demasiada
facilidad: antes hay que pedir a Dios que les conceda descendencia, que les
bendiga -si es su Voluntad- como bendijo a los Patriarcas del Viejo Testamento;
y después es conveniente acudir a un buen médico, ellas y ellos. Si a pesar de
todo, el Señor no les da hijos, no han de ver en eso ninguna frustración: han
de estar contentos, descubriendo en este mismo hecho la Voluntad de Dios para
ellos. Muchas veces el Señor no da hijos porque pide más. Pide que se tenga el
mismo esfuerzo y la misma delicada entrega, ayudando a nuestros prójimos, sin
el limpio gozo humano de haber tenido hijos: no hay, pues, motivo para sentirse
fracasados ni para dar lugar a la tristeza.
Si los esposos tienen vida interior, comprenderán que Dios les urge,
empujándoles a hacer de su vida un servicio cristiano generoso, un apostolado
diverso del que realizarían en sus hijos, pero igualmente maravilloso.
Que miren a su alrededor, y descubrirán en seguida personas que necesitan
ayuda, caridad y cariño. Hay además muchas labores apostólicas en las que
pueden trabajar. Y si saben poner el corazón en esa tarea, si saben darse
generosamente a los demás, olvidándose de sí mismos, tendrán una fecundidad
espléndida, una paternidad espiritual que llenará su alma de verdadera paz.
Las soluciones concretas pueden ser distintas en cada caso, pero en el fondo
todas se reducen a ocuparse de los demás con afán de servicio, con amor. Dios
premia siempre, dando a sus almas una honda alegría, a los que tienen la
generosa humildad de no pensar en sí mismos.
97
Hay matrimonios en los que la mujer -por las razones que sean- se encuentra
separada del marido, en situaciones degradantes e insostenibles. En esos casos,
les resulta difícil aceptar la indisolubilidad del vínculo matrimonial. Estas
mujeres, separadas del marido, lamentan que se les niegue la posibilidad de
construir un nuevo hogar. ¹Qué respuesta daría usted ante estas situaciones?.
Diría a esas mujeres, comprendiendo su sufrimiento, que pueden ver también en
esa situación la Voluntad de Dios, que nunca es cruel, porque Dios es Padre
amoroso. Es posible que por algún tiempo la situación sea especialmente
difícil, pero, si acuden al Señor y a su Madre bendita, no les faltará la
ayuda de la gracia.
La indisolubilidad del matrimonio no es un capricho de la Iglesia, y ni siquiera
una mera ley positiva eclesiástica: es de ley natural, de derecho divino, y
responde perfectamente a nuestra naturaleza y al orden sobrenatural de la
gracia. Por eso, en la inmensa mayoría de los casos, resulta condición
indispensable de felicidad para los cónyuges, de seguridad también espiritual
para los hijos. Y siempre -aun en esos casos dolorosos de que hablamos- la
aceptación rendida de la Voluntad de Dios lleva consigo una honda
satisfacción, que nada puede sustituir. No es como un recurso, como un
consuelo: es la esencia de la vida cristiana.
Si esas mujeres tienen ya hijos a su cargo, han de ver en esto una exigencia
continua de entrega amorosa, maternal, entonces muy especialmente necesaria,
para suplir en esas almas las deficiencias de un hogar dividido. Y han de
entender generosamente que esa indisolubilidad, que para ellas supone
sacrificio, es en la mayor parte de las familias una defensa de su integridad,
algo que ennoblece el amor de los esposos e impide el desamparo de los hijos.
Este asombro ante la dureza aparente del precepto cristiano de la
indisolubilidad, no es nuevo: los Apóstoles se extrañaron cuando Jesús lo
confirmó. Puede parecer una carga, un yugo: pero Cristo mismo ha dicho que su
yugo es suave y su carga ligera.
Por otra parte, aun reconociendo la inevitable dureza de bastantes situaciones
-que, en no pocos casos, se habrían podido y debido evitar-, es necesario no
dramatizar demasiado. La vida de una mujer en esas condiciones, ¹es realmente
más dura que la de otra mujer maltratada, o la de quien padece alguno de los
otros grandes sufrimientos físicos o morales, que la existencia lleva consigo?
Lo que verdaderamente hace desgraciada a una persona -y aun a una sociedad
entera- es esa búsqueda ansiosa de bienestar, el intento incondicionado de
eliminar todo lo que contraría. La vida presenta mil facetas, situaciones
diversísimas, ásperas unas, fáciles quizá en apariencia otras. Cada una de
ellas comporta su propia gracia, es una llamada original de Dios: una ocasión
inédita de trabajar, de dar el testimonio divino de la caridad. A quien siente
el agobio de una situación difícil, yo le aconsejaría que procure también
olvidarse un poco de sus propios problemas, para preocuparse de los problemas de
los demás: haciendo esto, tendrá más paz y, sobre todo, se santificará.
98
Uno de los bienes fundamentales de la familia está en gozar de una paz familiar
estable. Sin embargo no es raro, por desgracia, que por motivos de carácter
político o social una familia se encuentre dividida. ¹Cómo piensa usted que
pueden superarse esos conflictos?.
Mi respuesta no puede ser más que una: convivir, comprender, disculpar. El
hecho de que alguno piense de distinta manera que yo -especialmente cuando se
trata de cosas que son objeto de la libertad de opinión- no justifica de
ninguna manera una actitud de enemistad personal, ni siquiera de frialdad o de
indiferencia. Mi fe cristiana me dice que la caridad hay que vivirla con todos,
también con los que no tienen la gracia de creer en Jesucristo. Figuraos si se
ha de vivir la caridad cuando, unidos por una misma sangre y una misma fe, hay
divergencias en cosas opinables! Es más, como en esos terrenos nadie puede
pretender estar en posesión de la verdad absoluta, el trato mutuo, lleno de
afecto, es un medio concreto para aprender de los demás lo que nos pueden
enseñar; y también para que los demás aprendan, si quieren, lo que cada uno
de los que con él conviven le puede enseñar, que siempre es algo.
No es cristiano, ni aun humano, que una familia se divida por estas cuestiones.
Cuando se comprende a fondo el valor de la libertad, cuando se ama
apasionadamente este don divino del alma, se ama el pluralismo que la libertad
lleva consigo.
Pondré el ejemplo de lo que se vive en el Opus Dei, que es una gran familia de
personas unidas por el mismo fin espiritual. En lo que no es de fe, cada uno
piensa y actúa como quiere, con la más completa libertad y responsabilidad
personal. Y el pluralismo que, lógica y sociológicamente, se deriva de este
hecho, no constituye para la Obra ningún problema: es más, ese pluralismo es
una manifestación de buen espíritu. Precisamente porque el pluralismo no es
temido, sino amado como legítima consecuencia de la libertad personal, las
diversas opiniones de los socios no impiden en el Opus Dei la máxima caridad en
el trato, la mutua comprensión. Libertad y caridad: estamos hablando siempre de
lo mismo. Y es que son condiciones esenciales: vivir con la libertad que
Jesucristo nos ganó, y vivir la caridad que El nos dio como mandamiento nuevo.
99
Acaba usted de hablar de la unidad familiar como de un gran valor. Esto puede
dar pie a mi siguiente pregunta: ¹cómo es que el Opus Dei no organiza
actividades de formación espiritual donde participen conjuntamente marido y
mujer?.
En esto, como en tantas otras cosas, los cristianos tenemos la posibilidad de
escoger entre soluciones diversas, de acuerdo con las propias preferencias u
opiniones, sin que nadie pueda pretender imponernos un sistema únicos. Hay que
huir, como de la peste, de esos modos de plantear la pastoral y, en general, el
apostolado, que no parecen sino una nueva edición, corregida y aumentada, del
partido único en la vida religiosa. 99 Sé que hay grupos católicos que
organizan retiros espirituales y otras actividades formativas para matrimonios.
Me parece perfectamente bien que, en uso de su libertad, hagan lo que consideren
oportuno; y también que acudan a esas actividades los que encuentran en ellas
un medio que les ayuda a vivir mejor su vocación cristiana. Pero considero que
no es ésa la única posibilidad, y tampoco es evidente que sea la mejor.
Hay muchas facetas de la vida eclesial que los matrimonios, e incluso toda la
familia, pueden y a veces deben vivir juntos, como es la participación en el
sacrificio eucarístico y en otros actos de culto. Pienso, sin embargo, que
determinadas actividades de formación espiritual son más eficaces si acuden a
ellas separadamente el marido y la mujer. De una parte, se subraya así el
carácter fundamentalmente personal de la propia santificación, de la lucha
ascética, de la unión con Dios, que luego revierte en los demás, pero en
donde la conciencia de cada uno no puede ser sustituida. De otra parte, así es
más fácil acomodar la formación a las exigencias y a las necesidades
personales de cada uno, e incluso a su propia psicología. Esto no quiere decir
que, en esas actividades, se prescinda del estado matrimonial de los asistentes:
nada más lejos del espíritu del Opus Dei.
Llevo ya cuarenta años diciendo de palabra y por escrito que cada hombre, cada
mujer, ha de santificarse en su vida ordinaria, en las condiciones concretas de
su existencia cotidiana; que los esposos, por tanto, han de santificarse
viviendo perfectamente sus obligaciones familiares. En los retiros espirituales
y en otros medios de formación que organiza el Opus Dei, y a los que asisten
personas casadas, se procura siempre que los esposos cobren conciencia de la
dignidad de su vocación matrimonial y que, con la ayuda de Dios, se preparen
para vivirla mejor.
En muchos aspectos las exigencias y las manifestaciones prácticas del amor
conyugal son distintas para el hombre y para la mujer. Con medios de formación
específicos, se les puede ayudar eficazmente a descubrirlos en la realidad de
su vida. De modo que esa separación durante unas horas o unos días, les hace
estar más unidos y quererse más y mejor a lo largo del resto del tiempo: con
un amor lleno también de respeto. 99 Repito que en esto no pretendemos tampoco
que nuestro modo de actuar sea el único bueno, o que deba adoptarlo todo el
mundo. Me parece simplemente que da muy buenos resultados, y que hay razones
sólidas -además de una larga experiencia- para hacerlo así, pero no ataco la
opinión contraria.
Además, he de decir que, si en el Opus Dei seguimos este criterio para
determinadas iniciativas de formación espiritual, sin embargo, en otro género
de actividades variadísimo, los matrimonios, como tales, participan y
colaboran. Pienso, por ejemplo, en la labor que se hace con los padres de los
alumnos en colegios dirigidos por miembros del Opus Dei; en las reuniones,
conferencias, triduos, etcétera, especialmente dedicados a los padres de
estudiantes que viven en Residencias dirigidas por la Obra.
Como ves, cuando por la naturaleza de la actividad viene requerida la presencia
del matrimonio, son marido y mujer los que participan en estas labores. Pero
este tipo de reuniones e iniciativas es diverso de las que van directamente
encaminadas a la formación espiritual personal.
100
Continuando con la vida familiar, quisiera ahora centrar mi pregunta en la
educación de los hijos, y en las relaciones entre padres e hijos. El cambio de
la situación familiar en nuestros días lleva, algunas veces, a que el
entendimiento mutuo no sea fácil, e incluso a la incomprensión, dándose lo
que se ha llamado conflicto entre generaciones. ¹Cómo puede superarse esto?.
El problema es antiguo, aunque quizá puede plantearse ahora con más frecuencia
o de forma más aguda, por la rápida evolución que caracteriza a la sociedad
actual. Es perfectamente comprensible y natural que los jóvenes y los mayores
vean las cosas de modo distinto: ha ocurrido siempre. Lo sorprendente sería que
un adolescente pensara de la misma manera que una persona madura. Todos hemos
sentido movimientos de rebeldía hacia nuestros mayores, cuando comenzábamos a
formar con autonomía nuestro criterio; y todos también, al correr de los
años, hemos comprendido que nuestros padres tenían razón en tantas cosas, que
eran fruto de su experiencia y de su cariño. Por eso corresponde en primer
término a los padres -que ya han pasado por ese trance- facilitar el
entendimiento, con flexibilidad, con espíritu jovial, evitando con amor
inteligente esos posibles conflictos.
Aconsejo siempre a los padres que procuren hacerse amigos de sus hijos. Se puede
armonizar perfectamente la autoridad paterna, que la misma educación requiere,
con un sentimiento de amistad, que exige ponerse de alguna manera al mismo nivel
de los hijos. Los chicos -aun los que parecen más díscolos y despegados-
desean siempre ese acercamiento, esa fraternidad con sus padres. La clave suele
estar en la confianza: que los padres sepan educar en un clima de familiaridad,
que no den jamás la impresión de que desconfían, que den libertad y que
enseñen a administrarla con responsabilidad personal. Es preferible que se
dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que
ellos mismos se averguencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no
tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a
engañar siempre.
Esa amistad de que hablo, ese saber ponerse al nivel de los hijos,
facilitándoles que hablen confiadamente de sus pequeños problemas, hace
posible algo que me parece de gran importancia: que sean los padres quienes den
a conocer a sus hijos el origen de la vida, de un modo gradual, acomodándose a
su mentalidad y a su capacidad de comprender, anticipándose ligeramente a su
natural curiosidad; hay que evitar que rodeen de malicia esta materia, que
aprendan algo -que es en sí mismo noble y santo- de una mala confidencia de un
amigo o de una amiga. Esto mismo suele ser un paso importante en ese
afianzamiento de la amistad entre padres e hijos, impidiendo una separación en
el mismo despertar de la vida moral.
Por otra parte, los padres han de procurar también mantener el corazón joven,
para que les sea más fácil recibir con simpatía las aspiraciones nobles e
incluso las extravagancias de los chicos. La vida cambia, y hay muchas cosas
nuevas que quizá no nos gusten -hasta es posible que no sean objetivamente
mejores que otras de antes-, pero que no son malas: son simplemente otros modos
de vivir, sin más trascendencia. En no pocas ocasiones, los conflictos aparecen
porque se da importancia a pequeñeces, que se superan con un poco de
perspectiva y de sentido del humor.
Pero no todo depende de los padres. Los hijos han de poner también algo de su
parte. La juventud ha tenido siempre una gran capacidad de entusiasmo por todas
las cosas grandes, por los ideales elevados, por todo lo que es auténtico.
Conviene ayudarles a que comprendan la hermosura sencilla -tal vez muy callada,
siempre revestida de naturalidad- que hay en la vida de sus padres; que se den
cuenta, sin hacerlo pesar, del sacrificio que han hecho por ellos, de su
abnegación -muchas veces heroica- para sacar adelante la familia. Y que
aprendan también los hijos a no dramatizar, a no representar el papel de
incomprendidos; que no olviden que estarán siempre en deuda con sus padres, y
que su correspondencia -nunca podrán pagar lo que deben- ha de estar hecha de
veneración, de cariño agradecido, filial.
101
Seamos sinceros: la familia unida es lo normal. Hay roces, diferencias... Pero
esto son cosas corrientes, que hasta cierto punto contribuyen incluso a dar su
sal a nuestros días. Son insignificancias, que el tiempo supera siempre: luego
queda sólo lo estable, que es el amor, un amor verdadero -hecho de sacrificio-
y nunca fingido, que lleva a preocuparse unos de otros, a adivinar un pequeño
problema y su solución más delicada. Y porque todo esto es lo normal, la
inmensa mayoría de la gente me ha entendido muy bien cuando me ha oído llamar
-ya desde los años veinte lo vengo repitiendo- dulcísimo precepto al cuarto
mandamiento del Decálogo.
102
Quizá como reacción a una educación religiosa coactiva, reducida a veces a
unas pocas prácticas rutinarias y sensibleras, parte de la juventud de hoy
prescinde casi totalmente de la piedad cristiana, porque la interpreta como
beatería. ¹Cuál es a su parecer la solución a este problema?.
La solución es la que la pregunta lleva ya implícita: enseñar -primero con el
ejemplo, y después con la palabra- en qué consiste la verdadera piedad. La
beatería no es más que una triste caricatura pseudo-espiritual, fruto
generalmente de la falta de doctrina, y también de cierta deformación en lo
humano: resulta lógico que repugne, a quienes aman lo auténtico y lo sincero.
He visto con alegría cómo prende en la juventud -en la de hoy como en la de
hace cuarenta años- la piedad cristiana, cuando la contemplan hecha vida
sincera; -cuando entienden que hacer oración es hablar con el Señor como se
habla con un padre, con un amigo: sin anonimato, con un trato personal, en una
conversación de tú a tú; -cuando se procura que resuenen en sus almas
aquellas palabras de Jesucristo, que son una invitación al encuentro confiado:
vos autem dixi amicos, os he llamado amigos; -cuando se hace una llamada fuerte
a su fe, para que vean que el Señor es el mismo ayer y hoy y siempre.
Por otra parte, es muy necesario que vean cómo esa piedad ingenua y cordial
exige también el ejercicio de las virtudes humanas, y que no puede reducirse a
unos cuantos actos de devoción semanales o diarios: que ha de penetrar la vida
entera, que ha de dar sentido al trabajo, al descanso, a la amistad, a la
diversión, a todo. No podemos ser hijos de Dios sólo a ratos, aunque haya
algunos momentos especialmente dedicados a considerarlo, a penetrarnos de ese
sentido de nuestra filiación divina, que es la médula de la piedad.
He dicho antes que todo esto la juventud lo entiende bien. Y ahora añado que el
que procura vivirlo se siente siempre joven. El cristiano, aunque sea un anciano
de ochenta años, al vivir en unión con Jesucristo, puede paladear con toda
verdad las palabras que se rezan al pie del altar: entraré al altar de Dios,
del Dios que da alegría a mi juventud.
103
Entonces, ¹le parece importante educar a los chicos, desde pequeños, en la
vida de piedad? ¹Piensa que en la familia deben hacerse algunos actos de
piedad?.
Considero que es precisamente el mejor camino para dar una formación cristiana
auténtica a los hijos. La Sagrada Escritura nos habla de esas familias de los
primeros cristianos -la Iglesia doméstica, dice San Pablo-, a las que la luz
del Evangelio daba nuevo impulso y nueva vida.
En todos los ambientes cristianos se sabe, por experiencia, qué buenos
resultados da esa natural y sobrenatural iniciación a la vida de piedad, hecha
en el calor del hogar. El niño aprende a colocar al Señor en la línea de los
primeros y más fundamentales afectos; aprende a tratar a Dios como Padre y a la
Virgen como Madre; aprende a rezar, siguiendo el ejemplo de sus padres. Cuando
se comprende eso, se ve la gran tarea apostólica que pueden realizar los
padres, y cómo están obligados a ser sinceramente piadosos, para poder
transmitir -más que enseñar- esa piedad a los hijos.
¹Los medios? Hay prácticas de piedad -pocas, breves y habituales- que se han
vivido siempre en las familias cristianas, y entiendo que son maravillosas: la
bendición de la mesa, el rezo del rosario todos juntos -a pesar de que no
faltan, en estos tiempos, quienes atacan esa solidísima devoción mariana-, las
oraciones personales al levantarse y al acostarse. Se tratará de costumbres
diversas, según los lugares; pero pienso que siempre se debe fomentar algún
acto de piedad, que los miembros de la familia hagan juntos, de forma sencilla y
natural, sin beaterías. 103 De esa manera, lograremos que Dios no sea
considerado un extraño, a quien se va a ver una vez a la semana, el domingo, a
la iglesia; que Dios sea visto y tratado como es en realidad: también en medio
del hogar, porque, como ha dicho el Señor, donde están dos o tres congregados
en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.
Lo digo con agradecimiento y con orgullo de hijo, yo sigo rezando -por la
mañana y por la noche, y en voz alta- las oraciones que aprendí cuando era
niño, de labios de mi madre. Me llevan a Dios, me hacen sentir el cariño con
que me enseñaron a dar mis primeros pasos de cristiano; y, ofreciendo al Señor
la jornada que comienza o dándole gracias por la que termina, pido a Dios que
aumente en la gloria la felicidad de los que especialmente amo, y que después
nos mantenga unidos para siempre en el cielo.
104
Continuemos, si me lo permite, con la juventud. A través de la sección Gente
joven de nuestra revista, nos llegan muchos de sus problemas. Uno muy frecuente
es la imposición que a veces ejercen los padres en el momento de determinar la
orientación de sus hijos. Esto sucede tanto en la orientación de carrera o de
trabajo, como en la elección de un novio o, mucho más, si pretende seguir la
llamada de Dios para emplearse en el servicio de las almas. ¹Cabe alguna
justificación para esa actitud de los padres? ¹No es una violación de la
libertad que es imprescindible para llegar a la madurez personal?
En última instancia, es claro que las decisiones que determinan el rumbo de una
vida, ha de tomarlas cada uno personalmente, con libertad, sin coacción ni
presión de ningún tipo.
Esto no quiere decir que no haga falta, de ordinario, la intervención de otras
personas. Precisamente porque son pasos decisivos, que afectan a toda la vida, y
porque la felicidad depende en gran parte de cómo se den, es lógico que
requieran serenidad, que haya que evitar la precipitación, que exijan
responsabilidad y prudencia. Y una parte de la prudencia consiste justamente en
pedir consejo: sería presunción -que suele pagarse cara- pensar que podemos
decidir sin la gracia de Dios y sin el calor y la luz de otras personas,
especialmente de nuestros padres. Los padres pueden y deben prestar a sus hijos
una ayuda preciosa, descubriéndoles nuevos horizontes, comunicándoles su
experiencia, haciéndoles reflexionar para que no se dejen arrastrar por estados
emocionales pasajeros, ofreciéndoles una valoración realista de las cosas.
Unas veces prestarán esa ayuda con su consejo personal; otras, animando a sus
hijos a acudir a otras personas competentes: a un amigo leal y sincero, a un
sacerdote docto y piadoso, a un experto en orientación profesional.
Pero el consejo no quita la libertad, sino que da elementos de juicio, y esto
amplía las posibilidades de elección, y hace que la decisión no esté
determinada por factores irracionales. Después de oír los pareceres de otros y
de ponderar todo bien, llega un momento en el que hay que escoger: y entonces
nadie tiene derecho a violentar la libertad. Los padres han de guardarse de la
tentación de querer proyectarse indebidamente en sus hijos -de construirlos
según sus propias preferencias-, han de respetar las inclinaciones y las
aptitudes que Dios da a cada uno. Si hay verdadero amor, esto resulta de
ordinario sencillo. Incluso en el caso extremo, cuando el hijo toma una
decisión que los padres tienen buenos motivos para juzgar errada, e incluso
para preverla como origen de infelicidad, la solución no está en la violencia,
sino en comprender y -más de una vez- en saber permanecer a su lado para
ayudarle a superar las dificultades y, si fuera necesario, a sacar todo el bien
posible de aquel mal.
Los padres que aman de verdad, que buscan sinceramente el bien de sus hijos,
después de los consejos y de las consideraciones oportunas, han de retirarse
con delicadeza para que nada perjudique el gran bien de la libertad, que hace al
hombre capaz de amar y de servir a Dios. Deben recordar que Dios mismo ha
querido que se le ame y se le sirva en libertad, y respeta siempre nuestras
decisiones personales: dejó Dios al hombre -nos dice la Escritura- en manos de
su albedrío.
Unas palabras más, para referirme expresamente al último de los casos
concretos planteados: la decisión de emplearse en el servicio de la Iglesia y
de las almas. Cuando unos padres católicos no comprenden esa vocación, pienso
que han fracasado en su misión de formar una familia cristiana, que ni siquiera
son conscientes de la dignidad que el Cristianismo da a su propia vocación
matrimonial. Por lo demás, la experiencia que tengo en el Opus Dei es muy
positiva. Suelo decir, a los socios de la Obra, que deben el noventa por ciento
de su vocación a sus padres: porque les han sabido educar y les han enseñado a
ser generosos. Puedo asegurar que en la inmensa mayoría de los casos
-prácticamente en la totalidad- los padres no sólo respetan sino que aman esa
decisión de sus hijos, y que ven en seguida la Obra como una ampliación de la
propia familia. Es una de mis grandes alegrías, y una comprobación más de
que, para ser muy divinos, hay que ser también muy humanos.
105
Hay actualmente quienes mantienen la teoría de que el amor lo justifica todo, y
concluyen de ahí que el noviazgo es como un matrimonio a prueba. No seguir lo
que consideran imperativos del amor piensan que es algo inauténtico,
retrógrado. ¹Qué piensa usted de esa actitud?.
Pienso lo que debe pensar una persona honrada, y especialmente un cristiano: que
es una actitud indigna del hombre, y que degrada el amor humano, confundiéndolo
con el egoísmo y con el placer.
¹Retrógrados los que no obran o piensan de esa manera? Retrógrado es más
bien quien retrocede hasta la selva, no reconociendo otro impulso que el
instinto. El noviazgo debe ser una ocasión de ahondar en el afecto y en el
conocimiento mutuo. Y, como toda escuela de amor, ha de estar inspirado no por
el afán de posesión, sino por espíritu de entrega, de comprensión, de
respeto, de delicadeza. Por eso quise, hace poco más de un año, regalar a la
Universidad de Navarra una imagen de Santa María, Madre del Amor Hermoso: para
que los chicos y las chicas, que frecuentan los cursos de aquellas Facultades,
aprendieran de Ella la nobleza del amor, también del amor humano.
¹Matrimonio a prueba? Qué poco sabe de amor quien habla así! El amor es una
realidad más segura, más real, más humana. Algo que no se puede tratar como
un producto comercial, que se experimenta y se acepta luego o se desecha, según
el capricho, la comodidad o el interés.
Esa falta de criterio es tan lamentable, que ni siquiera parece preciso condenar
a quienes piensan u obran así, porque ellos mismos se condenan a la
infecundidad, a la tristeza, a un aislamiento desolador, que padecerán cuando
pasen apenas unos años. No puedo dejar de rezar mucho por ellos, amarlos con
toda mi alma, y tratar de hacerles comprender que siguen teniendo abierto el
camino del regreso a Jesucristo: que podrán ser santos, cristianos íntegros,
si se empeñan, porque no les faltará ni el perdón ni la gracia del Señor.
Sólo entonces comprenderán bien lo que es el amor: el Amor divino, y también
el amor humano noble; y sabrán lo que es la paz, la alegría, la fecundidad.
106
Un gran problema femenino es el de las mujeres solteras. Nos referimos a
aquellas que, con vocación matrimonial, no llegan a casarse. Al no conseguirlo
se preguntan: ¹para qué estamos en el mundo? ¹Qué les contestaría usted?
¹Para qué estamos en el mundo? Para amar a Dios, con todo nuestro corazón y
con toda nuestra alma, y para extender ese amor a todas las criaturas. ¹O es
que esto parece poco? Dios no deja a ningún alma abandonada a un destino ciego:
para todas tiene un designio, a todas las llama con una vocación
personalísima, intransferible.
El matrimonio es camino divino, es vocación. Pero no es el único camino, ni la
única vocación. Los planes de Dios, para cada mujer, no están ligados
necesariamente al matrimonio. ¹Tienen vocación matrimonial y no llegan a
casarse? En algún caso puede ser cierto, y quizá haya sido el egoísmo o el
amor propio lo que ha impedido que esa llamada de Dios se cumpliera; pero otras
veces, la mayoría incluso, eso puede ser un signo de que el Señor no les ha
dado verdadera vocación matrimonial. Sí: les gustan los niños; sienten que
serían buenas madres; que entregarían su corazón, fielmente, a su marido y a
sus hijos. Pero esto es normal en toda mujer, también en quienes, por vocación
divina, no se casan -pudiendo hacerlo-, para preocuparse del servicio de Dios y
de las almas.
No se han casado. Bien: que sigan, como hasta ahora, amando la Voluntad del
Señor, tratando de cerca a ese Corazón amabilísimo de Jesús, que no abandona
a nadie, que es siempre fiel, que nos va cuidando a lo largo de esta vida, para
darse a nosotros ya desde ahora y para siempre.
Además, la mujer puede cumplir su misión -como mujer, con todas las
características femeninas, también las afectivas de la maternidad- en ámbitos
diversos de la propia familia: en otras familias, en la escuela, en obras
asistenciales, en mil sitios. La sociedad es, a veces, muy dura -con una gran
injusticia- con las que llama solteronas: hay mujeres solteras que difunden a su
alrededor alegría, paz, eficacia: que saben entregarse noblemente al servicio
de los demás, y ser madres, en profundidad espiritual, con más realidad que
muchas, que son madres sólo fisiológicamente.
107
Las preguntas anteriores se han referido al noviazgo; el tema que planteo ahora
se refiere ya al matrimonio: ¹qué consejos daría usted a la mujer casada para
que, con el pasar de los años, su vida matrimonial siga siendo feliz, sin ceder
a la monotonía? Tal vez la cuestión parezca poco importante, pero en la
revista se reciben muchas cartas de lectoras interesadas por este tema.
A mí me parece que es, en efecto, una cuestión importante; y por eso lo son
también las posibles soluciones, a pesar de su apariencia modesta.
Para que en el matrimonio se conserve la ilusión de los comienzos, la mujer
debe tratar de conquistar a su marido cada día; y lo mismo habría que decir al
marido con respecto a su mujer. El amor debe ser recuperado en cada nueva
jornada, y el amor se gana con sacrificio, con sonrisas y con picardía
también. Si el marido llega a casa cansado de trabajar, y la mujer comienza a
hablar sin medida, contándole todo lo que a su juicio va mal, ¹puede
sorprender que el marido acabe perdiendo la paciencia? Esas cosas menos
agradables se pueden dejar para un momento más oportuno, cuando el marido esté
menos cansado, mejor dispuesto.
Otro detalle: el arreglo personal. Si otro sacerdote os dijera lo contrario,
pienso que sería un mal consejero. Cuantos más años tenga una persona que ha
de vivir en el mundo, más necesario es poner interés en mejorar no sólo la
vida interior, sino -precisamente por eso- el cuidado para estar presentable:
aunque, naturalmente, siempre en conformidad con la edad y con las
circunstancias. Suelo decir, en broma, que las fachadas, cuanto más
envejecidas, más necesidad tienen de restauración. Es un consejo sacerdotal.
Un viejo refrán castellano dice que la mujer compuesta saca al hombre de otra
puerta.
Por eso, me atrevo a afirmar que las mujeres tienen la culpa del ochenta por
ciento de las infidelidades de los maridos, porque no saben conquistarlos cada
día, no saben tener detalles amables, delicados. La atención de la mujer
casada debe centrarse en el marido y en los hijos. Como la del marido debe
centrarse en su mujer y en sus hijos. Y a esto hay que dedicar tiempo y empeño,
para acertar, para hacerlo bien. Todo lo que haga imposible esta tarea, es malo,
no va.
No hay excusa para incumplir ese amable deber. Desde luego, no es excusa el
trabajo fuera del hogar, ni tampoco la misma vida de piedad que, si no se hace
compatible con las obligaciones de cada día, no es buena, Dios no la quiere. La
mujer casada tiene que ocuparse primero del hogar. Recuerdo una copla de mi
tierra, que dice: la mujer que, por la iglesia, / deja el puchero quemar, /
tiene la mitad de ángel, / de diablo la otra mitad. A mí me parece enteramente
un diablo.
108
Dejando aparte las dificultades que pueda haber entre padres e hijos, también
son corrientes las riñas entre marido y mujer, que a veces llegan a comprometer
seriamente la paz familiar. ¹Qué consejos daría usted a los matrimonios?
Que se quieran. Y que sepan que a lo largo de la vida habrá riñas y
dificultades que, resueltas con naturalidad, contribuirán incluso a hacer más
hondo el cariño.
Cada uno de nosotros tiene su carácter, sus gustos personales, su genio -su mal
genio, a veces- y sus defectos. Cada uno tiene también cosas agradables en su
personalidad, y por eso y por muchas más razones, se le puede querer. La
convivencia es posible cuanto todos tratan de corregir las propias deficiencias
y procuran pasar por encima de las faltas de los demás: es decir, cuando hay
amor, que anula y supera todo lo que falsamente podría ser motivo de
separación o de divergencia. En cambio, si se dramatizan los pequeños
contrastes y mutuamente comienzan a echarse en cara los defectos y las
equivocaciones, entonces se acaba la paz y se corre el riesgo de matar el
cariño.
Los matrimonios tienen gracia de estado -la gracia del sacramento- para vivir
todas las virtudes humanas y cristianas de la convivencia: la comprensión, el
buen humor, la paciencia, el perdón, la delicadeza en el trato mutuo. Lo
importante es que no se abandonen, que no dejen que les domine el nerviosismo,
el orgullo o las manías personales. Para eso, el marido y la mujer deben crecer
en vida interior y aprender de la Sagrada Familia a vivir con finura -por un
motivo humano y sobrenatural a la vez- las virtudes del hogar cristiano. Repito:
la gracia de Dios no les falta. Si alguno dice que no puede aguantar esto o
aquello, que le resulta imposible callar, está exagerando para justificarse.
Hay que pedir a Dios la fuerza para saber dominar el propio capricho; la gracia,
para saber tener el dominio de sí mismo. Porque los peligros de un enfado
están ahí: en que se pierda el control y las palabras se puedan llenar de
amargura, y lleguen a ofender y, aunque tal vez no se deseaba, a herir y a hacer
daño. 108 Es preciso aprender a callar, a esperar y a decir las cosas de modo
positivo, optimista. Cuando él se enfada, es el momento de que ella sea
especialmente paciente, hasta que llegue otra vez la serenidad; y al revés. Si
hay cariño sincero y preocupación por aumentarlo, es muy difícil que los dos
se dejen dominar por el mal humor a la misma hora...
Otra cosa muy importante: debemos acostumbrarnos a pensar que nunca tenemos toda
la razón. Incluso se puede decir que, en asuntos de ordinario tan opinables,
mientras más seguro se está de tener toda la razón, tanto más indudable es
que no la tenemos. Discurriendo de este modo, resulta luego más sencillo
rectificar y, si hace falta, pedir perdón, que es la mejor manera de acabar con
un enfado: así se llega a la paz y al cariño. No os animo a pelear: pero es
razonable que peleemos alguna vez con los que más queremos, que son los que
habitualmente viven con nosotros. No vamos a reñir con el preste Juan de las
Indias. Por tanto, esas pequeñas trifulcas entre los esposos, si no son
frecuentes -y hay que procurar que no lo sean-, no denotan falta de amor, e
incluso pueden ayudar a aumentarlo.
Un último consejo: que no riñan nunca delante de los hijos: para lograrlo,
basta que se pongan de acuerdo con una palabra determinada, con una mirada, con
un gesto. Ya regañarán después, con más serenidad, si no son capaces de
evitarlo. La paz conyugal debe ser el ambiente de la familia, porque es la
condición necesaria para una educación honda y eficaz. Que los niños vean en
sus padres un ejemplo de entrega, de amor sincero, de ayuda mutua, de
comprensión; y que las pequeñeces de la vida diaria no les oculten la realidad
de un cariño, que es capaz de superar cualquier cosa.
A veces nos tomamos demasiado en serio. Todos nos enfadamos de cuando en cuando;
en ocasiones, porque es necesario; otras veces, porque nos falta espíritu de
mortificación. Lo importante es demostrar que esos enfados no quiebran el
afecto, reanudando la intimidad familiar con una sonrisa. En una palabra, que
marido y mujer vivan queriéndose el uno al otro, y queriendo a sus hijos,
porque así quieren a Dios.
109
Pasando a un tema muy concreto: se acaba de anunciar la apertura en Madrid de
una Escuela-residencia dirigida por la Sección femenina del Opus Dei, que se
propone crear un ambiente de familia y proporcionar una formación completa a
las empleadas del hogar, cualificándolas en su profesión. ¹Qué influencia
cree usted que pueden tener, para la sociedad, este tipo de actividades del Opus
Dei?.
Esa obra apostólica -hay muchas semejantes llevadas por asociadas del Opus Dei,
que trabajan junto con otras personas que no son de nuestra Asociación- tiene
como fin principal el de dignificar el oficio de las empleadas del hogar, de
modo que puedan realizar su trabajo con sentido científico. Digo con sentido
científico, porque es preciso que el trabajo en el hogar se desarrolle como lo
que es: como una verdadera profesión. 109 No hay que olvidar que se ha querido
presentar ese trabajo como algo humillante. No es cierto: humillantes eran, sin
duda, las condiciones en que muchas veces se desarrollaba esa tarea. Y
humillantes siguen siendo algunas veces ahora: porque trabajan según el
capricho de señores arbitrarios, sin garantías de derechos para sus
servidores, con escasa retribución económica, sin afecto. Hay que exigir el
respeto de un adecuado contrato de trabajo, con seguridades claras y precisas;
hay que establecer netamente los derechos y los deberes de cada parte.
Es necesario -además de esas garantías jurídicas- que la persona que preste
ese servicio esté capacitada, profesionalmente preparada. He dicho servicio
-aunque la palabra hoy no gusta- porque toda tarea social bien hecha es eso, un
estupendo servicio: tanto la tarea de la empleada del hogar como la del profesor
o la del juez. Sólo no es servicio el trabajo de quien lo condiciona todo a su
propio bienestar.
Es una cosa de primera importancia el trabajo en el hogar! Por lo demás, todos
los trabajos pueden tener la misma calidad sobrenatural: no hay tareas grandes o
pequeñas; todas son grandes, si se hacen por amor. Las que se tienen como
tareas grandes se empequeñecen, cuando se pierde el sentido cristiano de la
vida. En cambio, hay cosas, aparentemente pequeñas, que pueden ser muy grandes
por las consecuencias reales que tienen.
Para mí igualmente importante es el trabajo de una hija mía asociada del Opus
Dei que es empleada del hogar, que el trabajo de una hija mía que tiene un
título nobiliario. En los dos casos, sólo me interesa que el trabajo que
realicen sea medio y ocasión de santificación personal y ajena: y será más
importante la labor de la persona que, en su propia ocupación y en su propio
estado, vaya haciéndose más santa y cumpla con más amor la misión recibida
de Dios.
Ante Dios, igual categoría tiene la que es catedrático de una universidad,
como la que trabaja como dependiente de un comercio o como secretaria o como
obrera o como campesina: todas las almas son iguales. Sólo que a veces son más
hermosas las almas de las personas más sencillas, y siempre son más agradables
al Señor las que tratan con más intimidad a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios
Espíritu Santo.
Con esa Escuela que se ha abierto en Madrid, puede hacerse mucho: una auténtica
y eficaz ayuda a la sociedad, en una tarea importante; y una labor cristiana en
el seno del hogar, llevando a las casas alegría, paz, comprensión. Estaría
hablando horas sobre este tema, pero ya es suficiente lo que he dicho para ver
que entiendo el trabajo en el hogar como un oficio de trascendencia muy
particular, porque se puede hacer con él mucho bien o mucho mal en la entraña
misma de las familias. Esperemos que sea mucho bien: no faltarán personas que,
con categoría humana, con competencia y con ilusión apostólica, harán de esa
profesión una tarea alegre, de eficacia inmensa en tantos hogares del mundo.
110
Circunstancias de muy diversa índole y exhortaciones y enseñanzas del
Magisterio de la Iglesia, han creado y estimulado una profunda inquietud social.
Se habla mucho de la virtud de la pobreza, como testimonio. ¹Cómo puede
vivirla un ama de casa, que debe proporcionar a su familia un justo bienestar?.
Se anuncia el Evangelio a los pobres (Mat 11, 5), leemos en la Escritura,
precisamente como uno de los signos que dan a conocer la llegada del Reino de
Dios. Quien no ame y viva la virtud de la pobreza no tiene el espíritu de
Cristo. Y esto es válido para todos: tanto para el anacoreta que se retira al
desierto, como para el cristiano corriente que vive en medio de la sociedad
humana, usando de los recursos de este mundo o careciendo de muchos de ellos.
Es éste un tema en el que querría detenerme un poco, porque no siempre se
predica hoy la pobreza de modo que su mensaje llegue a la vida. Sin duda con
buena voluntad, pero sin haber captado del todo el sentido de los tiempos, hay
quienes predican una pobreza fruto de una elucubración intelectual, que tiene
ciertos aparatosos signos exteriores y simultáneamente enormes deficiencias
interiores y a veces también externas.
Haciéndome eco de una expresión del profeta Isaías -discite benefacere (1,
17)-, me gusta decir que hay que aprender a vivir toda virtud, y quizá muy
especialmente la pobreza. Hay que aprender a vivirla, para que no quede reducida
a un ideal sobre el que se puede escribir mucho, pero que nadie realiza
seriamente. Hay que hacer ver que la pobreza es invitación que el Señor dirige
a cada cristiano, y que es -por tanto- llamada concreta que debe informar toda
la vida de la humanidad.
Pobreza no es miseria, y mucho menos suciedad. En primer lugar, porque lo que
define al cristiano no son tanto las condiciones exteriores de su existencia,
cuanto la actitud de su corazón. Pero además, y aquí nos acercamos a un punto
muy importante del que depende una recta comprensión de la vocación laical,
porque la pobreza no se define por la simple renuncia. En determinadas ocasiones
el testimonio de pobreza que a los cristianos se pide puede ser el de
abandonarlo todo, el de enfrentarse con un ambiente que no tiene otros
horizontes que los del bienestar material, y proclamar así, con un gesto
estentóreo, que nada es bueno si se lo prefiere a Dios. Pero ¹es ése el
testimonio que de ordinario pide hoy la Iglesia? ¹No es verdad que exige que se
dé también testimonio explícito de amor al mundo, de solidaridad con los
hombres?
A veces se reflexiona sobre la pobreza cristiana, teniendo como principal punto
de referencia a los religiosos, de los que es propio dar siempre y en todo lugar
un testimonio público, oficial: y se corre el riesgo de no advertir el
carácter específico de un testimonio laical, dado desde dentro, con la
sencillez de lo ordinario.
Todo cristiano corriente tiene que hacer compatibles, en su vida, dos aspectos
que pueden a primera vista parecer contradictorios. Pobreza real, que se note y
se toque -hecha de cosas concretas-, que sea una profesión de fe en Dios, una
manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino
que aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios, y dar luego a todos
de ese mismo amor. Y, al mismo tiempo, ser uno más entre sus hermanos los
hombres, de cuya vida participa, con quienes se alegra, con los que colabora,
amando el mundo y todas las cosas buenas que hay en el mundo, utilizando todas
las cosas creadas para resolver los problemas de la vida humana, y para
establecer el ambiente espiritual y material que facilita el desarrollo de las
personas y de las comunidades.
Lograr la síntesis entre esos dos aspectos es -en buena parte- cuestión
personal, cuestión de vida interior, para juzgar en cada momento, para
encontrar en cada caso lo que Dios nos pide. No quiero, pues, dar reglas fijas,
aunque sí unas orientaciones generales, refiriéndome especialmente a las
madres de familia.
Sacrificio: ahí está en gran parte la realidad de la pobreza. Es saber
prescindir de lo superfluo, medido no tanto por reglas teóricas cuando según
esa voz interior, que nos advierte que se está infiltrando el egoísmo o la
comodidad indebida. Confort, en su sentido positivo, no es lujo ni
voluptuosidad, sino hacer la vida agradable a la propia familia, y a los demás,
para que todos puedan servir mejor a Dios.
La pobreza está en encontrarse verdaderamente desprendido de las cosas
terrenas; en llevar con alegría las incomodidades, si las hay, o la falta de
medios. Es además saber tener todo el día cogido por un horario elástico, en
el que no falte como tiempo principal -además de las normas diarias de piedad-
el debido descanso, la tertulia familiar, la lectura, el rato dedicado a una
afición de arte, de literatura o de otra distracción noble: llenando las horas
con una tarea útil, haciendo las cosas lo mejor posible, viviendo los pequeños
detalles de orden, de puntualidad, de buen humor. En una palabra, encontrando
lugar para el servicio de los demás y para sí misma: sin olvidar que todos los
hombres, todas las mujeres -y no sólo los materialmente pobres- tienen
obligación de trabajar: la riqueza, la situación de desahogo económico es una
señal de que es está mas obligado a sentir la responsabilidad de la sociedad
entera.
El amor es lo que da sentido al sacrificio. Toda madre sabe bien qué es
sacrificarse por sus hijos: no está sólo en concederles unas horas, sino en
gastar en su beneficio toda la vida. Vivir pensando en los demás, usar de las
cosas de tal manera que haya algo que ofrecer a los otros: todo eso son
dimensiones de la pobreza, que garantizan el desprendimiento efectivo.
Para una madre es importante no sólo vivir así, sino también enseñar a vivir
así a sus hijos: educarles, fomentando en ellos la fe, la esperanza optimista y
la caridad; enseñarles a superar el egoísmo y a emplear parte de su tiempo con
generosidad en servicio de los menos afortunados, participando en tareas,
adecuadas a su edad, en las que se ponga de manifiesto un afán de solidaridad
humana y divina.
Para resumir: que cada uno viva cumpliendo su vocación. Para mí, el mejor
modelo de pobreza han sido siempre esos padres y esas madres de familia numerosa
y pobre, que se desviven por sus hijos, y que con su esfuerzo y su constancia
-muchas veces sin voz para decir a nadie que sufren necesidades- sacan adelante
a los suyos, creando un hogar alegre en el que todos aprenden a amar, a servir,
a trabajar.
112
A lo largo de esta entrevista ha habido ocasión de comentar aspectos
importantes de la vida humana y específicamente de la vida de la mujer; y de
advertir cómo los valora el espíritu del Opus Dei. ¹Podría decirnos, para
terminar, cómo considera que se debe promover el papel de la mujer en la vida
de la Iglesia?
No puedo ocultar que, al responder a una pregunta de este tipo, siento la
tentación -contraria a mi práctica habitual- de hacerlo de un modo polémico.
Porque hay algunas personas que emplean ese lenguaje de una manera clerical,
usando la palabra Iglesia como sinónimo de algo que pertenece al clero, a la
Jerarquía eclesiástica. Y así, por participación en la vida de la Iglesia,
entienden sólo o principalmente la ayuda prestada a la vida parroquial, la
colaboración en asociaciones con mandato de la Sagrada Jerarquía, la
asistencia activa en las funciones litúrgicas, y cosas semejantes.
Quienes piensan así olvidan en la práctica -aunque quizá lo proclamen en la
teoría- que la Iglesia es la totalidad del Pueblo de Dios, el conjunto de todos
los cristianos; que, por tanto, allá donde hay un cristiano que se esfuerza por
vivir en nombre de Jesucristo, allí está presente la Iglesia.
Con esto no pretendo minimizar la importancia de la colaboración que la mujer
puede prestar a la vida de la estructura eclesiástica. Al contrario, la
considero imprescindible. He dedicado mi vida a defender la plenitud de la
vocación cristiana del laicado, de los hombres y de las mujeres corrientes que
viven en medio del mundo y, por tanto, a procurar el pleno reconocimiento
teológico y jurídico de su misión en la Iglesia y en el mundo.
Sólo quiero hacer notar que hay quienes promueven una reducción injustificada
de esa colaboración; y señalar que el cristiano corriente, hombre o mujer,
puede cumplir su misión específica, también la que le corresponde dentro de
la estructura eclesial, sólo si no se clericaliza, si sigue siendo secular,
corriente, persona que vive en el mundo y que participa de los afanes del mundo.
Corresponde a los millones de mujeres y de hombres cristianos que llenan la
tierra, llevar a Cristo a todas las actividades humanas, anunciando con sus
vidas que Dios ama a todos y quiere salvar a todos. Por eso la mejor manera de
participar en la vida de la Iglesia, la más importante y la que, en todo caso,
ha de estar presupuesta en todas las demás, es la de ser íntegramente
cristianos en el lugar donde están en la vida, donde les ha llevado su
vocación humana.
Cuánto me emociona pensar en tantos cristianos y en tantas cristianas que,
quizá sin proponérselo de una manera específica, viven con sencillez su vida
ordinaria, procurando encarnar en ella la Voluntad de Dios! Darles conciencia de
la excelsitud de su vida; revelarles que eso, que aparece sin importancia, tiene
un valor de eternidad; enseñarles a escuchar más atentamente la voz de Dios,
que les habla a través de sucesos y situaciones, es algo de lo que la Iglesia
tiene hoy apremiante necesidad: porque a eso la está urgiendo Dios.
Cristianizar desde dentro el mundo entero, mostrando que Jesucristo ha redimido
a toda la humanidad: ésa es la misión del cristiano. Y la mujer participará
en ella de la manera que le es propia, tanto en el hogar, como en las otras
ocupaciones que desarrolle, realizando las peculiares virtualidades que le
corresponden.
Lo principal es, pues, que como Santa María -mujer, Virgen y Madre- vivan de
cara a Dios, pronunciando ese fiat mihi secundum verbum tuum, hágase en mí
según tu palabra, del que depende la fidelidad a la personal vocación, única
e intransferible en cada caso, que nos hará ser cooperadores de la obra de
salvación que Dios realiza en nosotros y en el mundo entero.
113
CAPÍTULO
8
AMAR AL MUNDO APASIONADAMENTE
Homilía pronunciada en el campus de la Universidad de Navarra el 8-X-1967.
Acabáis
de escuchar la lectura solemne de los dos textos de la Sagrada Escritura,
correspondientes a la Misa del domingo XXI después de Pentecostés. Haber oído
la Palabra de Dios os sitúa ya en el ámbito en el que quieren moverse estas
palabras mías que ahora os dirijo: palabras de sacerdote, pronunciadas ante una
gran familia de hijos de Dios en su Iglesia Santa. Palabras, pues, que desean
ser sobrenaturales, pregoneras de la grandeza de Dios y de sus misericordias con
los hombres: palabras que os dispongan a la impresionante Eucaristía que hoy
celebramos en el campus de la Universidad de Navarra.
Considerad unos instantes el hecho que acabo de mencionar. Celebramos la Sagrada
Eucaristía, el sacrificio sacramental del Cuerpo y de la Sangre del Señor, ese
misterio de fe que anuda en sí todos los misterios del Cristianismo.
Celebramos, por tanto, la acción más sagrada y trascendente que los hombres,
por la gracia de Dios, podemos realizar en esta vida: comulgar con el Cuerpo y
la Sangre del Señor viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de
nuestras ataduras de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo,
donde Cristo mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos y donde no habrá
muerte, ni llanto, ni gritos de fatiga, porque el mundo viejo ya habrá
terminado. Esta verdad tan consoladora y profunda, esta significación
escatológica de la Eucaristía, como suelen denominarla los teólogos, podría,
sin embargo, ser malentendida: lo ha sido siempre que se ha querido presentar la
existencia cristiana como algo solamente espiritual -espiritualista, quiero
decir-, propio de gentes puras, extraordinarias, que no se mezclan con las cosas
despreciables de este mundo, o, a lo más, que las toleran como algo
necesariamente yuxtapuesto al espíritu, mientras vivimos aquí.
Cuando se ven las cosas de este modo, el templo se convierte en el lugar por
antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo,
participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica,
en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala
del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino. La doctrina del
Cristianismo, la vida de la gracia, pasarían, pues, como rozando el ajetreado
avanzar de la historia humana, pero sin encontrarse con él.
En esta mañana de octubre, mientras nos disponemos a adentrarnos en el memorial
de la Pascua del Señor, respondemos sencillamente que no a esa visión
deformada del Cristianismo. Reflexionad por un momento en el marco de nuestra
Eucaristía, de nuestra Acción de Gracias: nos encontramos en un templo
singular; podría decirse que la nave es el campus universitario; el retablo, la
Biblioteca de la Universidad; allá, la maquinaria que levanta nuevos edificios;
y arriba, el cielo de Navarra...
¹No os confirma esta enumeración, de una forma plástica e inolvidable, que es
la vida ordinaria el verdadero lugar de nuestra existencia cristiana? Hijos
míos, allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están
vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de
vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más
materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos
los hombres.
Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo no
es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque
Yaveh lo miró y vio que era bueno. Somos los hombres los que lo hacemos malo y
feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos:
cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros,
hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios.
114
Por el contrario, debéis comprender ahora -con una nueva claridad- que Dios os
llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida
humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la
cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar
de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día.
Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más
comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir.
Yo solía decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que venían junto
a mí por los años treinta, que tenían que saber materializar la vida
espiritual. Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y
ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con
Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar,
profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas. 114 Que no, hijos
míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como
esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de
carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser -en el alma y en el cuerpo-
santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más
visibles y materiales.
No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria
al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita
nuestra época devolver -a la materia y a las situaciones que parecen más
vulgares- su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios,
espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro
continuo con Jesucristo.
El auténtico sentido cristiano -que profesa la resurrección de toda carne- se
enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser
juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo
cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu.
115
¹Qué son los sacramentos -huellas de la Encarnación del Verbo, como afirmaron
los antiguos- sino la más clara manifestación de este camino, que Dios ha
elegido para santificarnos y llevarnos al Cielo? ¹No veis que cada sacramento
es el amor de Dios, con toda su fuerza creadora y redentora, que se nos da
sirviéndose de de medios materiales? ¹Qué es esta Eucaristía -ya inminente-
sino el Cuerpo y la Sangre adorables de nuestro Redentor, que se nos ofrece a
través de la humilde materia de este mundo -vino y pan-, a través de los
elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, como el último Concilio
Ecuménico ha querido recordar?.Se comprende, hijos, que el Apóstol pudiera
escribir: todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de
Dios. Se trata de un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en
nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la
gloria del Señor. Y para que quedara claro que -en ese movimiento- se incluía
aun lo que parece más prosaico, San Pablo escribió también: ya comáis, ya
bebáis, hacedlo todo para la gloria de Dios.
Esta doctrina de la Sagrada Escritura, que se encuentra -como sabéis- en el
núcleo mismo del espíritu del Opus Dei, os ha de llevar a realizar vuestro
trabajo con perfección, a amar a Dios y a los hombres al poner amor en las
cosas pequeñas de vuestra jornada habitual, descubriendo ese algo divino que en
los detalles se encierra. Qué bien cuadran aquí aquellos versos del poeta de
Castilla!: Despacito, y buena letra: / el hacer las cosas bien / importa más
que el hacerlas.
116
Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más
intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de
Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación
cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la
línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no,
donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la
vida ordinaria...
Vivir santamente la vida ordinaria, acabo de deciros. Y con esas palabras me
refiero a todo el programa de vuestro quehacer cristiano. Dejaos, pues, de
sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de eso que suelo llamar mística
ojalatera - ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión,
ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!...-, y
ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es
donde está el Señor: mirad mis manos y mis pies, dijo Jesús resucitado: soy
yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que
yo tengo.
Son muchos los aspectos del ambiente secular, en el que os movéis, que se
iluminan a partir de estas verdades. Pensad, por ejemplo, en vuestra actuación
como ciudadanos en la vida civil. Un hombre sabedor de que el mundo -y no sólo
el templo- es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo, procura
adquirir una buena preparación intelectual y profesional, va formando -con
plena libertad- sus propios criterios sobre los problemas del medio en que se
desenvuelve; y toma, en consecuencia, sus propias decisiones que, por ser
decisiones de un cristiano, proceden además de una reflexión personal, que
intenta humildemente captar la voluntad de Dios en esos detalles pequeños y
grandes de la vida.
Pero a ese cristiano jamás se le ocurre creer o decir que él baja del templo
al mundo para representar a la Iglesia, y que sus soluciones son las soluciones
católicas a aquellos problemas. Esto no puede ser, hijos míos! Esto sería
clericalismo, catolicismo oficial o como queráis llamarlo. En cualquier caso,
es hacer violencia a la naturaleza de las cosas. Tenéis que difundir por todas
partes una verdadera mentalidad laical, que ha de llevar a tres conclusiones:
-a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad
personal;
-a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que
proponen -en materias opinables- soluciones diversas a la que cada uno de
nosotros sostiene;
-y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la
Iglesia, mezclándola en banderías humanas.
117
Se ve claro que, en este terreno como en todos, no podríais realizar ese
programa de vivir santamente la vida ordinaria, si no gozarais de toda la
libertad que os reconocen -a la vez- la Iglesia y vuestra dignidad de hombres y
de mujeres creados a imagen de Dios. La libertad personal es esencial en la vida
cristiana. Pero no olvidéis, hijos míos, que hablo siempre de una libertad
responsable.
Interpretad, pues, mis palabras, como lo que son: una llamada a que ejerzáis -
a diario!, no sólo en situaciones de emergencia- vuestros derechos; y a que
cumpláis noblemente vuestras obligaciones como ciudadanos -en la vida
política, en la vida económica, en la vida universitaria, en la vida
profesional-, asumiendo con valentía todas las consecuencias de vuestras
decisiones libres, cargando con la independencia personal que os corresponde. Y
esta cristiana mentalidad laical os permitirá huir de toda intolerancia, de
todo fanatismo -lo diré de un modo positivo-, os hará convivir en paz con
todos vuestros conciudadanos, y fomentar también la convivencia en los diversos
órdenes de la vida social.
Sé que no tengo necesidad de recordar lo que, a lo largo de tantos años, he
venido repitiendo. Esta doctrina de libertad ciudadana, de convivencia y de
comprensión, forma parte muy principal del mensaje que el Opus Dei difunde.
¹Tendré que volver a afirmar que los hombres y las mujeres, que quieren servir
a Jesucristo en la Obra de Dios, son sencillamente ciudadanos iguales a los
demás, que se esfuerzan por vivir con seria responsabilidad -hasta las últimas
conclusiones- su vocación cristiana?
118
Nada distingue a mis hijos de sus conciudadanos. En cambio, fuera de la Fe, nada
tienen en común con los miembros de las congregaciones religiosas. Amo a los
religiosos y venero y admiro sus clausuras, sus apostolados, su apartamiento del
mundo -su contemptus mundi- que son otros signos de santidad en la Iglesia. Pero
el Señor no me ha dado vocación religiosa, y desearla para mí sería un
desorden. Ninguna autoridad en la tierra me podrá obligar a ser religioso, como
ninguna autoridad puede forzarme a contraer matrimonio. Soy sacerdote secular:
sacerdote de Jesucristo, que ama apasionadamente el mundo.
Quienes han seguido a Jesucristo -conmigo, pobre pecador- son: un pequeño tanto
por ciento de sacerdotes, que antes han ejercido una profesión o un oficio
laical; un gran número de sacerdotes seculares de muchas diócesis del mundo
-que así confirman su obediencia a sus respectivos Obispos y su amor y la
eficacia de su trabajo diocesano-, siempre con los brazos abiertos en cruz para
que todas las almas quepan en sus corazones, y que están como yo en medio de la
calle, en el mundo, y lo aman; y la gran muchedumbre formada por hombres y por
mujeres -de diversas naciones, de diversas lenguas, de diversas razas- que viven
de su trabajo profesional, casados la mayor parte, solteros muchos otros, que
participan con sus conciudadanos en la grave tarea de hacer más humana y más
justa la sociedad temporal; en la noble lid de los afanes diarios, con personal
responsabilidad -repito-, experimentando con los demás hombres, codo con codo,
éxitos y fracasos, tratando de cumplir sus deberes y de ejercitar sus derechos
sociales y cívicos. Y todo con naturalidad, como cualquier cristiano
consciente, sin mentalidad de selectos, fundidos en la masa de sus colegas,
mientras procuran detectar los brillos divinos que reverberan en las realidades
más vulgares.
119
También las obras, que -en cuanto asociación- promueve el Opus Dei, tienen
esas características eminentemente seculares: no son obras eclesiásticas. No
gozan de ninguna representación oficial de la Sagrada Jerarquía de la Iglesia.
Son obras de promoción humana, cultural, social, realizadas por ciudadanos, que
procuran iluminarlas con las luces del Evangelio y caldearlas con el amor de
Cristo. Un dato os lo aclarará: el Opus Dei, por ejemplo, no tiene ni tendrá
jamás como misión regir Seminarios diocesanos, donde los Obispos instituidos
por el Espíritu Santo preparan a sus futuros sacerdotes.
Fomenta, en cambio, el Opus Dei centros de formación obrera, de capacitación
campesina, de enseñanza primaria, media y universitaria, y tantas y tan
variadas labores más, en todo el mundo, porque su afán apostólico -escribí
hace muchos años- es un mar sin orillas.
120
Pero ¹cómo me he de alargar en esta materia, si vuestra misma presencia es
más elocuente que un prolongado discurso? Vosotros, Amigos de la Universidad de
Navarra, sois parte de un pueblo que sabe que está comprometido en el progreso
de la sociedad, a la que pertenece. Vuestro aliento cordial, vuestra oración,
vuestro sacrificio y vuestras aportaciones no discurren por los cauces de un
confesionalismo católico: al prestar vuestra cooperación sois claro testimonio
de una recta conciencia ciudadana, preocupada del bien común temporal;
atestiguáis que una Universidad puede nacer de las energías del pueblo, y ser
sostenida por el pueblo.
Una vez más quiero, en esta ocasión, agradecer la colaboración que rinden a
nuestra Universidad mi nobilísima ciudad de Pamplona, la grande y recia región
navarra; los Amigos procedentes de toda la geografía española y -con
particular emoción lo digo- los no españoles, y aun los no católicos y los no
cristianos, que han comprendido, y lo muestran con hechos, la intención y el
espíritu de esta empresa.
A todos se debe que la Universidad sea un foco, cada vez más vivo, de libertad
cívica, de preparación intelectual, de emulación profesional, y un estímulo
para la enseñanza universitaria. Vuestro sacrificio generoso está en la base
de la labor universal, que busca el incremento de las ciencias humanas, la
promoción social, la pedagogía de la fe.
Lo que acabo de señalar lo ha visto con claridad el pueblo navarro, que
reconoce también en su Universidad ese factor de promoción económica para la
región y, especialmente, de promoción social, que ha permitido a tantos de sus
hijos un acceso a las profesiones intelectuales, que -de otro modo- sería arduo
y, en ciertos casos, imposible. El entendimiento del papel que la Universidad
habría de jugar en su vida, es seguro que motivó el apoyo que Navarra le
dispensó desde un principio: apoyo que sin duda habrá de ser, de día en día,
más amplio y entusiasta. Sigo manteniendo la esperanza -porque responde a un
criterio justo y a la realidad vigente en tantos países- de que llegará el
momento en el que el Estado español contribuirá, por su parte, a aliviar las
cargas de una tarea que no persigue provecho privado alguno, sino que -al
contrario- por estar totalmente consagrada al servicio de la sociedad, procura
trabajar con eficacia por la prosperidad presente y futura de la nación.
Y ahora, hijos e hijas, dejadme que me detenga en otro aspecto -particularmente
entrañable- de la vida ordinaria. Me refiero al amor humano, al amor limpio
entre un hombre y una mujer, al noviazgo, al matrimonio. He de decir una vez
más que ese santo amor humano no es algo permitido, tolerado, junto a las
verdaderas actividades del espíritu, como podría insinuarse en los falsos
espiritualismos a que antes aludía. Llevo predicando de palabra y por escrito
todo lo contrario desde hace cuarenta años, y ya lo van entendiendo los que no
lo comprendían.
121
El amor, que conduce al matrimonio y a la familia, puede ser también un camino
divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro
Dios. Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las
pequeñas actividades de la jornada, descubrid -insisto- ese algo divino que en
los detalles se encierra: toda esta doctrina encuentra especial lugar en el
espacio vital, en el que se encuadra el amor humano. Ya lo sabéis, profesores,
alumnos, y todos los que dedicáis vuestro quehacer a la Universidad de Navarra:
he encomendado vuestros amores a Santa María, Madre del Amor Hermoso. Y ahí
tenéis la ermita que hemos construido con devoción, en el campus
universitario, para que recoja vuestras oraciones y la oblación de ese
estupendo y limpio amor, que Ella bendice.
¹No sabíais que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habéis
recibido de Dios, y que no os pertenecéis?. Cuántas veces, ante la imagen de
la Virgen Santa, de la Madre del Amor Hermoso, responderéis con una afirmación
gozosa a la pregunta del Apóstol!: Sí, lo sabemos y queremos vivirlo con tu
ayuda poderosa, oh Virgen Madre de Dios.
La oración contemplativa surgirá en vosotros cada vez que meditéis en esta
realidad impresionante: algo tan material como mi cuerpo ha sido elegido por el
Espíritu Santo para establecer su morada..., ya no me pertenezco..., mi cuerpo
y mi alma -mi ser entero- son de Dios... Y esta oración será rica en
resultados prácticos, derivados de la gran consecuencia que el mismo Apóstol
propone: glorificad a Dios en vuestro cuerpo.
Por otra parte, no podéis desconocer que sólo entre los que comprenden y
valoran en toda su profundidad cuanto acabamos de considerar acerca del amor
humano, puede surgir esa otra comprensión inefable de la que hablará Jesús,
que es un puro donde Dios y que impulsa a entregar el cuerpo y el alma al
Señor, a ofrecerle el corazón indiviso, sin la mediación del amor terreno.
122
Debo terminar ya, hijos míos. Os dije al comienzo que mi palabra querría
anunciaros algo de la grandeza y de la misericordia de Dios. Pienso haberlo
cumplido, al hablaros de vivir santamente la vida ordinaria: porque una vida
santa en medio de la realidad secular -sin ruido, con sencillez, con veracidad-,
¹no es hoy acaso la manifestación más conmovedora de las magnalia Dei, de
esas portentosas misericordias que Dios ha ejercido siempre, y no deja de
ejercer, para salvar al mundo?
123
Ahora os pido con el salmista que os unáis a mi oración y a mi alabanza:
magnificate Dominum mecum, et extollamus nomen eius simul; engrandeced al Señor
conmigo, y ensalcemos su nombre todos juntos. Es decir, hijos míos, vivamos de
fe.
Tomemos el escudo de la fe, el casco de salvación y la espada del espíritu que
es la Palabra de Dios. Así nos anima el Apóstol San Pablo en la epístola a
los de Efeso, que hace unos momentos se proclamaba litúrgicamente.
Fe, virtud que tanto necesitamos los cristianos, de modo especial en este año
de la fe que ha promulgado nuestro amadísimo Santo Padre el Papa Paulo VI:
porque, sin la fe, falta el fundamento mismo para la santificación de la vida
ordinaria.
Fe viva en estos momentos, porque nos acercamos al mysterium fidei, a la Sagrada
Eucaristía; porque vamos a participar en esta Pascua del Señor, que resume y
realiza las misericordias de Dios con los hombres.
Fe, hijos míos, para confesar que, dentro de unos instantes, sobre este ara, va
a renovarse la obra de nuestra Redención. Fe, para saborear el Credo y
experimentar, en torno a este altar y en esta Asamblea, la presencia de Cristo,
que nos hace cor unum et anima una, un solo corazón y una sola alma; y nos
convierte en familia, en Iglesia, una, santa, católica, apostólica y romana,
que para nosotros es tanto como universal.
Fe, finalmente, hijas e hijos queridísimos, para demostrar al mundo que todo
esto no son ceremonias y palabras, sino una realidad divina, al presentar a los
hombres el testimonio de una vida ordinaria santificada, en el Nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo y de Santa María.
124
NOTAS
Cfr.
Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 8. Schema Decreti Presbyterorum Ordinis, Typis
Polyglottis Vaticanis 1965, pág. 68. Cfr. can. 89 del C.I.C. Cfr. Const. Lumen
gentium, n. 28; Const. Gaudium et spes, n. 43; Decr. Apostolicam actuositatem,
n. 24. Cfr. Const. Lumen gentium, n. 31; Const. Gaudium et spes, n. 43; Decr. Apostolicam
actuositatem, n. 7. Cfr. Const. Lumen gentium, n. 44; Decr. Perfectae caritatis,
n.5. Gal 3, 26-28.
La Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz es una Asociación propia, intrínseca e
inseparable de la Prelatura. Está constituida por los Clérigos incardinados al
Opus Dei y por otros sacerdotes o diáconos, incardinados en diversas diócesis.
Estos sacerdotes y diáconos de otras diócesis -que no forman parte del clero
de la Prelatura, sino que pertenecen al presbiterio de sus respectivas diócesis
y dependen exclusivamente de su Ordinario, como Superior- se asocian a la
Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, para buscar su santificación, según el
espíritu y la praxis ascética del Opus Dei. El Prelado del Opus Dei es, a la
vez, Presidente General de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. 1 Cor 7, 20
Recordamos cuanto se ha dicho en la Presentación de este volumen sobre algunas
respuestas, referentes a aspectos jurídicos y organizativos, que eran exactas y
precisas en aquellos momentos en los que el Opus Dei no había aún recibido la
configuración jurídica definitiva deseada por su Fundador, y que hoy habría
que completar con la breve explicación que en la misma Presentación se da.
Mons Escrivá de Balaguer expresó repetidamente que el Opus Dei, de hecho, no
era un Instituto Secular, como tampoco era una común asociación de fieles.
Aunque en 1947 el Opus Dei fue aprobado como Instituto Secular, como la
solución jurídica menos inadecuada para el Opus Dei en las normas jurídicas
entonces vigentes en la Iglesia, Mons. Escrivá de Balaguer había pensado, ya
desde muchos años antes, que la situación jurídica definitiva del Opus Dei
estaba entre ls estructuras seculares de jurisdicción personal, como es el caso
de las Prelaturas personales. Estas obras corporativas, de carácter netamente
apostólico, las promueven -como acaba de señalar Mons. Escrivá de Balaguer-
los miembros de la Prelatura junto con otras personas. A la Prelatura Opus Dei,
que asume exclusivamente la responsabilidad de al orientación doctrinal y
espiritual, no pertenecen ni las empresas propietarias de esas iniciativas, ni
los correspondientes bienes muebles o inmuebles. Los fieles del Opus Dei que
trabajan en esas labores lo hacen con libertad y responsabilidad personales, en
plena conformidad con las leyes del país, y obteniendo de las autoridades el
mismo reconocimiento que se concede a otras actividades similares de los demás
ciudadanos. Anuario Pontificio, 1966, p. 885 y 1226.
Cfr. nota al n. 19. La erección del Opus Dei como Prelatura personal ha
reforzado jurídicamente la unidad del Opus Dei, dejando muy claro que toda la
Prelatura -hombres y mujeres, sacerdotes y seglares, casados y solteros-
constituye una unidad pastoral orgánica e indivisible, que realiza sus
apostolados por medio de la Sección de varones y de la Sección de mujeres,
bajo el gobierno y la dirección del Prelado que, ayudado por sus Vicarios y sus
Consejos, da y asegura la unidad fundamental de espíritu y jurisdicción entre
las dos Secciones.
Por lo demas, el único cambio que habría que introducir en esta respuesta es
meramente terminológico: en lugar de Consiliario, habría que decir Vicario
Regional. Sigue plenamente en vigor todo lo que dice Mons. Escrivá de Balaguer
acerca del espíritu con que se ejerce la dirección en el Opus Dei.
Cfr. nota al n. 35. Mt
5, 48. Enc. Ecclesiam suam, parte I. Ioan 12, 32 Ioan 3, 30. Act 1, 1. Mt
5, 48.
Cfr. la nota al n. 35. Desde la erección del Opus Dei en Prelatura personal, en
lugar de Presidente General, hay que decir Prelado, que es el Ordinario propio
del Opus Dei, y al que ayudan en el ejercicio de su labor de gobierno sus
Vicarios y Consejos. El Prelado es elegido por el Congreso General del Opus Dei;
esta elección requiere la confirmación del Papa, como es norma canónica
tradicional para los prelados de jurisdicción elegidos por un Colegio. Mt 10,
24
Mons. Escrivá de Balaguer habla en esta respuesta de dos modos en que los
sacerdotes seculares pueden pertenecer al Opus Dei:
a) los sacerdotes que provienen de los miembros seglares del Opus Dei, que son
llamados a las Sagradas Ordenes por el Prelado, que se incardinan en la
Prelatura y constituyen su presbiterio. Se dedican fundamentalmente, aunque no
exclusivamente, a la atención pastoral de los fieles incorporados al Opus Dei
y, junto con éstos, llevan a cabo el apostolado específico de difundir, en
todos los ambientes de la sociedad, una profunda toma de conciencia de la
llamada universal a la santidad y al apostolado (cfr. Presentación);
b) los sacerdotes seculares ya incardinados en alguna diócesis pueden
participar también de la vida espiritual del Opus Dei, como señala Mons.
Escrivá de Balaguer al inicio de esta respuesta, asociándose a la Sociedad
Sacerdotal de la Santa Cruz, que está intrínsecamente unida a la Prelatura, y
de la que es Presidente General el Prelado del Opus Dei. Cfr. el texto de la
Presentación, pp. 19-20, donde hay una sucinta explicación de esta asociación
sacerdotal, en los precisos términos jurídicos que aún no podía utilizar
Mons. Escrivá de Balaguer al conceder esta entrevista.
1
Cor 3, 22 Ioan IV, 10. 2 Cor 4, 7. Heb 13, 8. Eph 5, 32. Cant 8, 7. Mat 19, 12.
Const. past. Gaudium et spes, n. 50. Ioan 15, 15 Heb 13, 8. Ps 42, 4. 1
Cor 16, 19. Mat 18, 20. Eccli 15, 14. Luc 1, 38. Cfr. Apoc 21, 4. Cfr.
Gen 1, 7 y ss. cfr. Gaudium et Spes, 38. 1
Cor 3, 22-23. 1 Cor 10, 31. A. Machado, Poesías completas. CLXI.- Proverbios y
cantares. XXIV. Espasa-Calpe. Madrid,
1940. Luc 24, 39. Act 20, 28. 1 Cor 6, 19. 1
Cor 6, 20. Cfr. Mt 19, 11. Eccli 18, 4. Ps 33, 4. Ephes 6, 11 y ss. 1 Tim 3, 9
Secreta del domingo IX después de Pentecostés. Act 4, 32.