J. M. J.
BIOGRAFÍA
DEL ARZOBISPO ANTONIO MARÍA CLARET
A
D V E R T E N C I A
1.
Habiéndome
pedido el señor D. José Xifré, Superior de los Misioneros de los Hijos del
Corazón de María, diferentes veces de palabra y por escrito una biografía de
mi insignificante persona, siempre me he excusado, y aun ahora no me habría
resuelto a no habérmelo mandado. Así únicamente por obediencia lo hago, y por
obediencia revelaré cosas que más quisiera que se ignorasen; con todo, sea
para la mayor gloria de Dios y de María Santísima, mi dulce Madre, y
confusión de este miserable pecador.
Dividiré
esta biografía en tres partes
2.
La
primera parte comprenderá lo que principalmente ocurrió desde mi nacimiento
hasta que fui a Roma (1807-1839).
La
segunda contendrá lo perteneciente al tiempo de las Misiones (1840-1850).La
tercera, lo más notorio que ha ocurrido desde la Consagración de arzobispo en
adelante. (1850-1862).
P
A R T E P R I M E R A
C
A P Í T U L O I
Del
nacimiento y bautismo
3.
Nací
en la villa de Sallent, Deanato de Manresa, Obispado de Vich, provincia de
Barcelona. Mis padres se llamaban Juan Claret y Josefa Clará, casados, honrados
y temerosos de Dios, y muy devotos del Santísimo Sacramento del Altar y de
María Santísima.
4.
Fui
bautizado en la pila bautismal de la parroquia de Santa María de Sallent, el
día 25 de diciembre, día mismo de la Natividad del Señor del año 1807, y en
los libros parroquiales dice 1808; por empezar y contar el año siguiente por
este día, y por esta razón mi partida es la primera del libro del año 1808.
5.
Me
pusieron por nombre Antonio, Adjutorio, Juan. Mi padrino fue un hermano de mi
madre que se llamaba Antonio Clará y quiso que me llamara por su nombre de
Antonio. Mi madrina fue una hermana de mi padre que se llamaba María Claret,
casada con Adjutorio Canudas, y me puso por nombre el de su marido. El tercer
nombre es Juan, que es el nombre de mi padre; y yo después por devoción a
María Santísima, añadí el dulcísimo nombre de María, porque María
Santísima es mi Madre, mi Madrina, mi Maestra, mi Directora y mi todo después
de Jesús. Y así, mi nombre es:Antonio María Adjutorio Juan Claret y Clará.
6.
Fuimos
once hermanos, que enumeraré por orden, marcando el año en que nacieron:
1º
Una hermana que nació en 1800, llamada Rosa, fue casada, ahora es viuda,
siempre ha sido muy laboriosa, honrada y piadosa; es la que más me ha querido.
2º
Una hermana que nació en 1802, llamada Mariana, murió a los dos años.
3º
Un hermano (1804), llamado Juan, éste heredó todos los bienes.
4º
Un hermano (1806), llamado Bartolomé, murió a los dos años.
5º
Fui yo (1807-1808).
6º
Una hermana (1809), que murió a lo poco de nacida.
7º
Un hermano (1810), que se llamó José, fue casado, tuvo dos hijas, Hermanas de
Caridad o Terciarias.
8º
Un hermano (1813), llamado Pedro; murió de cuatro años.
9º
Una hermana (1815), llamada María, Hermana Terciaria.
10º
Una hermana (1820), llamada Francisca, murió de tres años.
11º
Un hermano (1823), llamado Manuel, murió de trece años, después de haber
estudiado Humanidades en Vich.
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A P Í T U L O I
I
De
la primera infancia
7.
La
Divina Providencia siempre ha velado sobre mí de un modo particular, como se
verá en éste y en otros casos que referiré. Mi madre siempre crió por sí
misma a sus hijos, pero a mí no fue posible por falta de salud; me dio a una
ama de leche en la misma población, en donde permanecía día y noche. El
dueño de la casa hizo una excavación demasiado profunda para formar una bodega
más espaciosa; pero una noche en que yo no estaba en la casa, resentidos los
cimientos por motivo de la excavación se hincaron las paredes y se hundió la
casa, quedando muertos y sepultados en las ruinas el ama de leche, que era la
dueña de la casa, y cuatro hijos que tenía; y si yo me hubiese hallado en la
casa por aquella noche, habría seguido la suerte de los demás. ¡Bendita sea
laProvidencia de Dios! Y ¡cuántas gracias debo dar a María Santísima, que
desde niño me preservó de la muerte, como después me ha librado de otros
apuros! ¡Oh cuán ingrato soy!...
8.
Las
primeras ideas de que tengo memoria son que cuando tenía unos cinco años,
estando en la cama, en lugar de dormir, yo siempre he sido muy poco dormilón,
pensaba en la eternidad, pensaba siempre, siempre, siempre; me figuraba unas
distancias enormes, a éstas añadía otras y otras, y al ver que no alcanzaba
al fin, me estremecía, y pensaba: los que tengan la desgracia de ir a la
eternidad de penas, ¿jamás acabarán el penar, siempre tendrán que sufrir?
¡Sí, siempre, siempre tendrán que penar...!
9.
Esto
me daba mucha lástima, porque yo, naturalmente, soy muy compasivo; y esta idea
de la eternidad de penas quedó en mí tan grabada, que, ya sea por lo tierno
que empezó en mí, o ya sea por las muchas veces que pensaba en ella, lo cierto
es que es lo que más tengo presente. Esta misma idea es la que más me ha hecho
y me hace trabajar aún, y me hará trabajar mientras viva en la conversión de
los pecadores, en el púlpito, en el confesionario, por medio de libros,
estampas, hojas volantes, conversaciones familiares, etc., etc.
10.
La
razón es que, como yo, según he dicho, soy de corazón tan tierno y compasivo
que no puedo ver una desgracia, una miseria que no la socorra, me quitaré el
pan de la boca para dar al pobrecito y aun me abstendré de ponérmelo en la
boca para tenerlo y darlo cuando me lo pidan, y me da escrúpulo el gastar para
mí recordando que hay necesidades para remediar; pues bien, si estas miserias
corporales y momentáneas me afectan tanto, se deja comprender lo que producirá
en mi corazón el pensar en las penas eternas del infierno, no para mí, sino
para los demás que voluntariamente viven en pecado mortal.
11.
Yo
me digo muchas veces: Es de fe que hay cielo para los buenos e infierno para los
malos; es de fe que las penas del infierno son eternas; es de fe que basta un
solo pecado mortal para hacer condenar a una alma, por razón de la malicia
infinita que tiene el pecado mortal, por haber ofendido a un Dios infinito.
Sentados esos principios certísimos, al ver la facilidad con que se peca, con
la misma con que se bebe un vaso de agua, como por risa o por diversión; al ver
la multitud que están continuamente en pecado mortal, y que van así caminando
a la muerte y al infierno, no puedo tener reposo, tengo que correr y gritar, y
me digo:
12.
Si
yo viera que uno se cae en un pozo, en una hoguera, seguro que correría y
gritaría para avisarle y preservarle de caer; ¿por qué no haré otro tanto
para preservar de caer en el pozo y en la hoguera del infierno?
13.
Ni
sé comprender cómo los otros sacerdotes que creen estas mismas verdades que yo
creo, y todos debemos creer, no predican ni exhortan para preservar a las gentes
de caer en los infiernos.
14.
Y
aun admiro cómo los seglares, hombres y mujeres que tienen fe, no gritan, y me
digo: Si ahora se pegara fuego en una casa y, por ser de noche, los habitantes
de la misma casa y los demás de la población están dormidos y no ven el
peligro, el primero que lo advirtiese, ¿no gritaría, no correría por las
calles gritando: ¡fuego, fuego! en tal casa? Pues ¿por qué no han de gritar
fuego del infierno para despertar a tantos que están aletargados en el sueño
del pecado, que cuando se despertarán se hallarán ardiendo en las llamas del
fuego eterno?
15.
Esa
idea de la eternidad desgraciada que empezó en mí desde los cinco años con
muchísima viveza, y que siempre más la he tenido muy presente, y que, Dios
mediante, no se me olvidará jamás, es el resorte y aguijón de mi celo para la
salvación de las almas.
16.
A
este estímulo con el tiempo se añadió otro, que después explicaré, y es el
pensar que el pecado no sólo hace condenar a mi prójimo, sino que
principalmente es una injuria a Dios, que es mi Padre. ¡Ah! esta idea me parte
el corazón de pena y me hace correr como... Y me digo: si un pecado es de una
malicia infinita, el impedir un pecado es impedir una injuria infinita a mi
Dios, a mi buen Padre.
17.
Si
un hijo tuviese un padre muy bueno y viese que sin más ni más le maltrataban,
¿no le defendería? Si viese que a este buen padre inocente le llevan al
suplicio, ¿no haría todos los esfuerzos posibles para librarle si pudiese?
Pues ¿qué debo hacer yo para el honor de mi Padre que es así tan fácilmente
ofendido e inocente llevado al Calvario para ser de nuevo crucificado por el
pecado como dice San Pablo? El callar, ¿no sería un crimen? El no hacer todos
los esfuerzos posibles, ¿no sería...?¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Padre mío! Dadme
el que pueda impedir todos los pecados, a lo menos uno, aunque de mí hagan
trizas.
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A P Í T U L O I I I
De
las primeras
inclinaciones
18.
Para
mayor confusión mía diré las palabras del autor de la Sabiduría (8, 19): Ya de niño era yo de buen ingenio y me cupo por suerte una alma buena.
Esto es, recibí de Dios un buen natural o índole, por un puro efecto de su
bondad.
19.
Me
acuerdo que en la guerra de la Independencia, que duró desde el año 1808 al
1814, el miedo que los habitantes de Sallent tenían a los franceses, y con
razón, pues que habían incendiado la ciudad de Manresa y el pueblo de Calders,
cercanos a Sallent; se huía todo el mundo cuando llegaba la noticia de que el
ejército francés se acercaba; las primeras veces de huir, me acuerdo, me
llevaban en hombros, pero las últimas, que ya tenía cuatro o cinco años, y
andaba a pie y daba la mano a mi abuelo Juan Clará, padre de mi madre; y como
era de noche y a él ya le escaseaba la vista, le advertía de los tropiezos con
tanta paciencia y cariño, que el pobre viejo estaba muy consolado al ver que yo
no le dejaba, ni me huía con los demás hermanos y primos, que nos dejaron a
los dos solos, y siempre más le profesé mucho amor hasta que murió, y no
sólo a él, sino también a todos los viejos y estropeados.
20.
No
podía sufrir que nadie hiciera burla de alguno de ellos, como tan propensos son
a eso los muchachos, no obstante el castigo tan ejemplar que Dios hizo con
aquellos chicos que se burlaban de Eliseo.
Además
me acuerdo que en el templo, siempre que llegaba un viejo, si yo estaba sentado
en algún banco, me levantaba y con mucho gusto le cedía el lugar; por la calle
los saludaba siempre, y cuando yo podía tener la dicha de conversar con alguno
era para mí la mayor satisfacción. Quiera Dios que yo me haya sabido
aprovechar de los consejos que los ancianos me daban...
21.
¡Oh
Dios mío, qué bueno sois! ¡Qué rico en misericordia habéis sido para
conmigo! ¡Oh, si a otro hubierais hecho las gracias que a mí, cómo habría
correspondido mejor que yo! Piedad, Señor, que ahora empezaré a ser bueno,
ayudado por vuestra divina gracia.
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A P Í T U L O I
V
De
la primera educación
22.
Apenas
tenía seis años que ya mis amados padres me mandaron a la escuela. Mi maestro
de primeras letras fue D. Antonio Pascual, hombre muy activo y religioso; nunca
me castigó, ni reprendió, pero yo procuré no darle motivo: era siempre
puntual, asistía siempre a las clases, trayendo siempre bien estudiadas las
lecciones.
23.
El
Catecismo lo aprendí con tanta perfección que lo recitaba siempre que quería
de un principio al último sin ningún error. Otros tres niños también lo
aprendieron como yo lo había aprendido, y el señor maestro nos presentó al
señor cura párroco, que lo era entonces el Dr. D. José Amigó, y este señor
nos hizo decorar todo el Catecismo entre los cuatro en dos domingos seguidos, y
lo hicimos sin ningún error a la presencia del pueblo en la iglesia por la
tarde, y en premio nos dio una hermosa estampa a cada uno, que siempre
guardamos.
24.
Cuando
supe el Catecismo me hizo leer el Pintón, Compendio
de Historia Sagrada, y entre lo que leía y lo que él nos explicaba, me
quedaba tan impreso en la memoria, que después yo lo contaba y refería con
mucha gracia sin confundirme ni perturbarme.
25.
Además
del maestro de primeras letras, que era muy bueno, como he dicho, que por cierto
no es pequeño beneficio del cielo, tuve también muy buenos padres, que de
consuno con el maestro trabajaban en formar mi entendimiento con la enseñanza
de la verdad, y cultivaban mi corazón con la práctica de la Religión y de
todas las virtudes. Mi padre todos los días, después de haber comido, que
comíamos a las doce y cuarto, me hacía leer en un libro espiritual, y por las
noches nos quedábamos un rato de sobremesa y siempre nos contaba alguna cosa de
edificación e instrucción al mismo tiempo, hasta que era la hora de ir a
descansar.
26.
Todo
lo que me referían y explicaban mis padres y mi maestro lo entendía
perfectamente, no obstante de ser muy niño; lo que no entendía era el diálogo
del Catecismo, que lo recitaba muy bien, como he dicho, pero como el papagayo.
Sin embargo, conozco ahora lo bueno que es saberlo bien de memoria, pues que
después con el tiempo sin saber cómo ni de qué manera, sin hablar de aquellas
materias, me venía a la imaginación y caía en la cuenta de aquellas grandes
verdades que yo decía y recitaba sin entenderlas, y me decía: ¡Hola! ¡Esto quiere decir esto y esto! Vaya qué tonto eras que no lo
entendías. A la manera que los botones de las rosas que con el tiempo se
abren, y si no hay botones, no puede haber rosas; así son las verdades de la
Religión: si no hay instrucción de Catecismo, hay una ignorancia completa en
materias de Religión, aun en aquellos hombres que pasan por sabios. ¡Oh,
cuánto me han servido a mí la instrucción del Catecismo y los consejos y
avisos de mis padres y maestros...!
27.
Cuando
después me hallaba solo en la ciudad de Barcelona, como en su lugar diré, al
ver y oír cosas malas, me recordaba y me decía: Eso
es malo, debes huirlo; más bien debes dar crédito aDios, a tus padres y a tu
maestro, que a esos infelices que no saben lo que se hacen ni lo que dicen.
28.
Mis
padres y maestro no sólo me instruyeron en las verdades que había de creer,
sino también en las virtudes que había de practicar. Respecto a mis prójimos,
me decían que nunca jamás había de coger ni desear lo ajeno, y si alguna vez
hallaba algo lo había de volver a su dueño. Cabalmente un día al salir de la
escuela, al pasar por la calle que iba a mi casa, vi un cuarto en el suelo, lo
cogí y pensé de quién podría ser para devolvérselo, y no viendo nadie en la
calle, pensé si habría caído de algún balcón de la casa de enfrente y subí
a la casa, pedí por el dueño de la casa y se lo entregué.
29.
En
la obediencia y resignación me impusieron de tal manera que siempre estaba
contento con lo que ellos hacían, disponían y me daban tanto de vestido como
de comida. No me acuerdo haber dicho jamás: No
quiero esto, quiero aquello. Estaba tan acostumbrado a esto, que después,
cuando ya sacerdote, mi madre, que siempre me quiso mucho, me decía: Antonio,
¿te gusta esto?, y yo le decía: Lo
que usted me da siempre me gusta. Pero siempre hay cosas que gustan más
unas que otras. -Las que usted me da me gustan más que todas. De modo que murió sin
saber lo que materialmente me gustaba más.
C
A P Í T U L O V
De
la ocupación en el trabajo de la fábrica
30.
Siendo
muy niño, cuando estaba en el Silabario, fui preguntado por un gran señor que
vino a visitar la escuela, qué quería ser. Yo le contesté que quería ser
sacerdote. Al efecto, concluidas con perfección las primeras letras, me
pusieron en la clase de latinidad, cuyo profesor era un sacerdote muy bueno y
muy sabio llamado Dr. D. Juan Riera. Con él aprendí o decoré nombres, verbos,
géneros y poco más, y como se cerró esta clase, no pude estudiar más y me
quedé así.
31.
Como
mi padre era fabricante de hilados y tejido, me puso en la fábrica a trabajar.
Yo obedecí sin decir una palabra, ni poner mala cara, ni manifestar disgusto.
Me puse a trabajar y trabajaba cuanto podía, sin tener jamás un día de
pereza, ni mala gana; y lo hacía todo tan bien como sabía para no disgustar en
nada a mis queridos padres, a quienes amaba mucho y ellos también a mí.
32.
La
pena mayor que tenía era cuando oía que mis padres habían de reprender a
algún trabajador porque no había hecho bien su labor. Estoy seguro que sufría
yo muchísimo más que el que era reprendido, porque tengo un corazón tan
sensible que al ver una pena tengo yo mayor dolor que elmismo que la sufre.
33.
Mi
padre me ocupó en todas las clases de labores que hay en una fábrica completa
de hiladosy tejidos, y por una larga temporada me puso juntamente con otro joven
a dar la última mano a las labores que hacían los demás. Cuando teníamos que
corregir a alguno, a mí me daba mucha pena y, sin embargo, lo hacía, pero
antes observaba si había en aquella labor alguna cosa que estuviese bien, y por
allí empezaba haciendo el elogio de aquello, diciendo que aquello estaba muy
bien sólo que tenía este y este defecto, que, corregidos aquellos defectillos,
sería una labor perfecta.
34.
Yo
lo hacía así sin saber por qué, pero con el tiempo he sabido que era por una
especial gracia y bendición de dulzura con que el Señor me había prevenido.
Así era como de mí los trabajadores recibían siempre la corrección con
humildad y se enmendaban; y el otro compañero, que era mejor que yo, pero que
no había recibido del cielo el espíritu de dulzura, cuando había de corregir
se incomodaba, les reprendía con aspereza y ellos se enfadaban y a veces ni
sabían en qué habían de enmendarse. Allí aprendí cuánto conviene el tratar
a todos con afabilidad y agrado, aun a los más rudos, y cómo es verdad que
más buen partido se saca del andar con dulzura que con aspereza y enfado.
35.
¡Oh
Dios mío! ¡Qué bueno habéis sido para mí!... Yo no he conocido hasta muy
tarde las muchas y grandes gracias que en mí habíais depositado. Yo he sido un
siervo inútil que no he negociado como debía con el talento que me habíais
entregado. Pero, Señor, os doy palabra que trabajaré; habed conmigo un poquito
de paciencia; no me retiréis el talento; ya negociaré con él; dadme vuestra
santísima gracia y vuestro divino amor y os doy palabra que trabajaré.
C
A P Í T U L O V
I
De
las primeras devociones
36.
Desde
muy pequeño me sentí inclinado a la piedad y a la Religión. Todos los días
de fiesta y de precepto oía la santa Misa; los demás días siempre que podía;
en los días festivos comúnmente oía dos, una rezada y otra cantada, a la que
iba siempre con mi padre. No me acuerdo de haber jamás jugado, enredado ni
hablado en la iglesia. Por el contrario, estaba siempre tan recogido, tan
modesto y tan devoto, que, comparando mis primeros años con los presentes, me
avergüenzo, pues con grande confusión digo que no estoy, ni aún ahora, con
aquella atención tan fija, con aquel corazón tan fervoroso que tenía
entonces...
37.
¡Con
qué fe asistía a todas las funciones de nuestra santa Religión! Las funciones
que más me gustaban eran las del Santísimo Sacramento: en éstas, a que
asistía con una devoción extraordinaria, gozaba mucho. Además del buen
ejemplo que en todo me daba mi querido padre, que era devotísimo del Santísimo
Sacramento, tuve yo la suerte de parar a mis manos un libro que se titula
Finezas de Jesús Sacramentado. ¡Cuánto me gustaba! De memoria lo aprendía.
Tanto era lo que me agradaba.
38.
A
los diez años me dejaron comulgar. Yo no puedo explicar lo que por mí pasó en
aquel día que tuve la imponderable dicha de recibir por primera vez en mi pecho
a mi buen Jesús... Desde entonces siempre frecuenté los santos sacramentos de
Penitencia y Comunión, pero ¡con qué fervor, con qué devoción y amor!...
Más que ahora, sí, más que ahora. y lo digo con la mayor confusión y
vergüenza. Ahora que tengo más conocimiento que entonces, ahora que se ha
agregado la multitud de beneficios que he recibido desde aquellos primeros
días, que por gratitud debería ser un serafín de amor divino, soy lo que Dios
sabe. Cuando comparo mis primeros años con los días presentes, me entristezco
y lloro y confieso que soy un monstruo de ingratitud.
39.
Además
de la Santa Misa, Comunión frecuente y funciones de Exposición del Santísimo
Sacramento, a que asistía con tanto fervor por la bondad y misericordia de
Dios, asistía también en todos los domingos sin faltar jamás ni un día de
fiesta al Catecismo y explicación del santo Evangelio, que siempre hacía el
cura párroco por sí mismo todos los domingos, y, finalmente, se terminaba esta
función por la tarde con el santísimo Rosario.
40.
Digo,
pues, que además de asistir siempre mañana y tarde, allá, al anochecer,
cuando apenas quedaba gente en la iglesia, entonces volvía yo y solito me las
entendía con el Señor. ¡Con qué fe, con qué confianza y con qué amor
hablaba con el Señor, con mi buen Padre! Me ofrecía mil veces a su santo
servicio, deseaba ser sacerdote para consagrarme día y noche a su ministerio, y
me acuerdo que le decía: Humanamente no
veo esperanza ninguna, pero Vos sois tan poderoso, que si queréis lo
arreglaréis todo. Y me acuerdo que con toda confianza me dejé en sus
divinas manos, esperando que él dispondría lo que se había de hacer, como en
efecto así fue, según diré más adelante.
41.
También vino a parar a mis manos un librito llamado El
Buen Día y la Buena Noche. ¡Oh, con qué gusto y con qué provecho de mi
alma leía yo aquel libro! Después de haberle leído un rato, lo cerraba, me lo
apretaba contra el pecho, levantaba los ojos al cielo arrasados en lágrimas y
me exclamaba diciendo: ¡Oh, Señor, qué cosas tan buenas ignoraba yo! ¡Oh,
Dios mío! ¡Oh, amor mío! ¡Quién siempre os hubiese amado!
42.
Al
considerar el bien tan grande que trajo a mi alma la lectura de libros buenos y
piadosos es la razón por que procuro dar con tanta profusión libros por el
estilo, esperando que darán en mis prójimos, a quienes amo tanto, los mismos
felices resultados que dieron en mi alma. ¡Oh, quién mediera que todas las
almas conocieran cuán bueno es Dios, cuán amable y cuán amante! ¡Oh, Dios
mío!, haced que todas las criaturas os conozcan os amen y os sirvan con toda
fidelidad y fervor ¡Oh, criaturas todas! Amad a Dios, porque es bueno, porque
es infinita su misericordia.
C
A P Í T U L O V I I
De
la primera devoción a María Santísima
43.
Por
esos mismos años de mi infancia y juventud profesaba una devoción
cordialísima a María Santísima. ¡Ojalá tuviera ahora la devoción que
entonces! Valiéndome de la comparación de Rodríguez, soy como aquellos
criados viejos de las casas de los grandes, que casi no sirven para nada, que
son como unos trastos inútiles, que los tienen en la casa más por compasión y
caridad que por la utilidad de sus servicios. Así soy yo en el servicio de la
Reina de cielos y tierra: por pura caridad y misericordia me aguanta, y para que
se vea que es la verdad positiva, sin la más pequeña exageración, para
confusión mía referiré lo que hacía en obsequio de María Santísima.
44.
Desde
muy niño me dieron unas cuentas de rosario que agradecí muchísimo, como si
fuera la adquisición del mayor tesoro, y con él rezaba con los demás niños
de la escuela, pues al salir de las clases por la tarde todos formados en dos
filas, íbamos a la iglesia, que estaba cerca de allí, y todosjuntos rezábamos
una parte de Rosario, que dirigía el maestro.'
45.
Siendo
aún muy niño, encontré en mi casa un libro que se titulaba el Roser, o el
Rosal, en que estaban los misterios del Rosario, con estampas y explicaciones
análogas. Aprendí por aquel libro el modo de rezar el Rosario con sus
misterios, letanías y demás. Al advertirlo el maestro, quedó muy complacido y
me hizo poner a su lado en la iglesia para que yo dirigiera el Rosario. Los
demás muchachos mayorcitos, al ver que con esto había caído en gracia del
buen maestro, los aprendieron también, y en adelante fuimos alternando por
semanas, de modo que todos aprendían y practicaban esta santísima devoción,
que después de la Misa es la más provechosa.
46.
Desde
entonces, no sólo lo rezaba en la iglesia, sino también en casa todas las
noches, como disponían mis padres. Cuando, concluidas las primeras letras, me
pusieron de fijo en el trabajo de la fábrica, como dije en el capítulo V,
entonces cada día rezaba tres partes, que también rezaban conmigo los demás
trabajadores; yo dirigía y ellos respondían continuando el trabajo. Rezábamos
una parte antes de las ocho de la mañana, y después se iban a almorzar; otra,
antes de las doce, en que iban a comer, y otra, antes de las nueve de la noche,
en que iban a cenar.
47.
Además
del Rosario entero que rezaba todos los días de labor, en cada hora del día le
rezaba una Avemaría y las oraciones del Angelus
Domini en su debido tiempo. Los días de fiesta pasaba más tiempo en la
iglesia que en casa, porque apenas jugaba con los demás niños; sólo me
entretenía en casa, y mientras estaba así, inocentemente entretenido en algo,
me parecía que oía una voz, que me llamaba la Virgen para que fuera a la
iglesia, y yo decía: Voy, y luego me
iba.
48.
Nunca
me cansaba de estar en la iglesia, delante de María del Rosario, y hablaba y
rezaba con tal confianza, que estaba bien creído que la Santísima Virgen me
oía. Se me figuraba que desde la imagen, delante de la cual oraba, había como
una vía de alambre hasta el original, que está en el cielo; sin haber visto en
aquella edad telégrafo eléctrico alguno, yo me imaginaba como que hubiera un
telégrafo desde la imagen al cielo. No puedo explicar con qué atención,
fervor y devoción oraba, más que ahora.
49.
Con
muchísima frecuencia, desde muy niño, acompañado de mi hermana Rosa, que era
muy devota, iba a visitar un Santuario de María Santísima llamado Fussimaña, distante una legua larga de mi casa. No puedo explicar
la devoción que sentía en dicho Santuario, y aun antes de llegar allí, al
descubrir la capilla, yo me sentía conmovido, se me arrasaban los ojos en
lágrimas de ternura, empezábamos el Rosario y seguíamos rezando hasta la
capilla. Esta devota imagen de Fussimaña la he visitado siempre que he podido,
no sólo cuando niño, sino también cuando estudiante, sacerdote y arzobispo,
antes de ir a mi diócesis.
50.
Todo
mi gusto era trabajar, rezar, leer y pensar en Jesús y María Santísima; de
aquí es que me gustaba mucho guardar silencio, hablaba muy poco, me gustaba
estar solo para no ser estorbado en aquellos pensamientos que tenía; siempre
estaba contento, alegre, tenía paz con todos; ni jamás reí ni tuve pendencias
con nadie, ni de pequeño ni de mayor.
51.
Mientras estaba yo en estos santos pensamientos ocupado con grande placer de mi
corazón, de repente me vino una tentación, la más terrible y blasfema, contra
María Santísima. Esta sí que fue pena, la mayor que he sufrido en mi vida.
Habría preferido estar en el infierno para librarme de ella. No comía, ni
dormía, ni podía mirar su imagen. ¡Oh qué pena!. Me confesaba, pero como era
tan jovencito, yo no me sabría explicar bien, y el confesor desechaba lo que yo
le decía, no le daba importancia, y yo quedaba con la misma pena que antes.
¡Oh qué amargura!. Duró esta tentación hasta que el Señor se dignó por sí
mismo remediarme.
52.
Después tuve otra contra mi buena Madre, que me quería mucho, y yo también a
ella. Me vino un odio, una aversión contra ella muy grande, y yo, para vencer
aquella tentación, me esmeraba en tratarla con mucho cariño y humildad. Y me
acuerdo que cuando me fui a confesar, al dar cuenta a mi Director de la
tentación que sufría y de lo que hacía para vencerla y superarla, me
preguntó: ¿Quién te ha dicho que practicases estas cosas?. Yo le contesté:
Nadie, Señor. Entonces me dijo: Dios
es quien te enseña, hijo; adelante, sé fiel a la gracia.
53.
Delante de mí no se atrevían a hablar malas palabras ni tener malas
conversaciones. En cierta ocasión me hallaba en una reunión de jóvenes, por
casualidad, porque yo regularmente me apartaba de tales reuniones, pues que (no)
se me ocultaba el lenguaje que se usa en tales reuniones, y me dijo uno de los
mayores de aquellos jóvenes: Antonio,
apártate de nosotros, que queremos hablar mal. Yo le di las gracias por el
aviso que me daba y me fui, sin que jamás me volviese a juntar con ellos.
54.
¡Oh Dios mío! ¡Qué bueno habéis sido para mí! ¡Oh cuán mal he
correspondido a vuestras finezas! Si Vos, Dios mío, hubieseis hecho estas
gracias que a mí a cualquiera de los hijos de Adán, habría correspondido
mucho mejor que yo. ¡Oh que confusión, qué vergüenza es la mía! ¿Y qué
podré responder, Señor, en el día del juicio cuando me diréis: Redde
rationem villicationis tuae?
55.
¡Oh María, Madre mía! ¡Qué buena habéis sido para mí y qué ingrato he
sido yo para Vos! Yo mismo me confundo, me avergüenzo. Madre mía, quiero
amaros de aquí en adelante con todo fervor; y no sólo os amaré yo, sino que
además procuraré que todos os conozcan, os amen, os sirvan, os alaben, os
recen el Santísimo Rosario, devoción que os es tan agradable. ¡Oh Madre
mía!, ayudad mi debilidad y flaqueza a fin de poder cumplir mi resolución.
C
A P Í T U L O V
I I I
De
la traslación a Barcelona en la edad de 17 años cumplidos,
cerca
de los 18, año de 1825
56.
Deseoso de adelantar en los conocimientos de la fabricación, dije a mi padre
que me llevara a Barcelona. Condescendiendo mi Padre, me llevó allá; yo mismo,
como San Pablo, me ganaba con mis manos lo que necesitaba para comida, vestidos,
libros, maestros, etc. La primera cosa que hice fue presentar una solicitud a la
Junta de la Casa Lonja para ser admitido en las clases de dibujo; lo conseguí y
me aproveché algún tanto. Y, ¡quién lo había de decir que el dibujo que yo
aprendía para la fabricación, Dios lo disponía para que sirviera para la
Religión! Y, en efecto, mucho me ha servido para dibujar estampas del Catecismo
y de asuntos místicos.
57.
Además
del dibujo, me puse (a) estudiar gramática castellana, y después la francesa,
dirigiendo todos estos trabajos y estudios al objeto de adelantar en el comercio
y en la fabricación.
58.
De cuantas cosas he estudiado y en cuantas me he aplicado durante la vida,
ninguna he entendido tanto como la fabricación. Cabalmente en la casa en que
trabajaba había los libros de muestras que cada año salían en París y
Londres, y todos los años se los hacían venir para estar al corriente de
cuanto se adelantaba. Dios me había dado tanta inteligencia en esto, que no
tenía más que analizar la muestra cualquiera, que al instante tra(z)aba el
telar con todo su aparato, que daba el mismísimo resultado, y aun, si el dueño
quería, se hacían mejores.
59.
En un principio algo me costaba, pero con la aplicación de día y noche y de
día de trabajo y de día de fiesta, (en lo que era permitido, como estudiar,
escribir y dibujar), salí aprovechado. ¡Ojalá que así me hubiese aplicado a
la virtud, que otro sería de lo que soy! Cuando después de mucho discurrir
acertaba ala descomposición y composición de la muestra, sentía un gozo,
experimentaba una satisfacción, que andaba por casa como loco de contento. Todo
esto lo aprendí sin maestro; antes bien, en lugar de enseñarme el modo de
entender las muestras y remendarlas perfectamente, me lo ocultaban.
60.
En
cierto día, yo dije al mayordomo de la fábrica si aquella muestra que los dos
teníamos en las manos se haría de esta y de esta manera; él tomó el lápiz y
marcó la manera que se había de componer el telar para ello; yo me callé y le
dije que, si no tenía a mal, lo estudiaría, y al efecto me llevé a mi casa la
muestra y el aparato que había trazado. Y a los pocos días le presenté el
dibujo del aparato necesario para producir aquella muestra, haciéndole ver al
mismo tiempo que el aparato que él había trazado no produciría aquella
muestra, sino otra cosa que yo le señalé. El mayordomo quedó confundido y
admirado al (ver) mis dibujos y al oír mis razones y explicaciones.
61.
Desde
aquel día me apreció mucho, por manera que en los días de fiesta se me
llevaba a paseo un rato con sus hijos, y, a la verdad, me sirvió (mucho) su
amistad, sus máximas y sus sanos principios, pues que, además de ser un hombre
muy instruido, era un fiel casado, un buen padre de familia, un buen cristiano y
un realista por principios y por convicción, que, a la verdad, muy bien me
vinieron algunas lecciones de este Señor por haberme yo criado en una
población como Sallent, que en aquel tiempo hasta el aire que se respiraba era
constitucional.
62.
Respecto
a la fabricación, no sólo salí muy hábil en entender las muestras, como he
dicho, sino también muy diestro en componer el aparato del telar; así es que
algunos trabajadores me pedían de favor que les compusiese su aparato, porque
ellos no acertaban, y yo les procuraba a complacer, y por esto me respetaban y
amaban mucho.
63.
Se
extendió por Barcelona la fama de la habilidad que el Señor me había dado en
la fabricación. De aquí es que algunos Señores llamaron a mi Padre y le
dijeron que sería del caso que formásemos una compañía y pusiésemos una
fábrica a nuestra cuenta. Esta idea halagó muchísimo a mi Padre, porque
contribuía al mayor desarrollo de la fábrica que ya tenía; me habló y me
propuso las ventajas que resultarían y la fortuna que me convidaba.
64.
¡Pero
cuán inescrutables son los juicios de Dios!... Al paso que a mí la
fabricación me gustaba tanto y había en ella hecho los progresos que he dicho,
no me supe resolver; sentía interiormente una repugnancia en fijarme y hacer
que mi Padre comprometiera intereses. Le dije que me parecía que aún no era
tiempo, que yo era muy joven, y además, siendo pequeño, los trabajadores no se
dejarían gobernar por mí. Me contestó que esto no me diera cuidado, porque
otro ya gobernaría los trabajadores; que yo sólo tendría que ocuparme de la
parte directiva de la fabricación... También me excusé diciendo que después
ya veríamos, que por ahora no me sentía inclinado. Y, (a) la verdad, fue esto
providencial. Cabalmente, yo nunca me había opuesto a los designios de mi
padre. Esta fue la primera vez que yo no hice su voluntad, y fue porque la
voluntad de Dios quería de mí otra cosa, me quería eclesiástico y no
fabricante, aunque yo en este tiempo no lo conocía no pensaba en ello.
65.
En
este tiempo se cumplió en mí aquello del Evangelio de que las espinas habían
sofocado el buen trigo. El continuo pensar en máquinas, telares y composiciones
me tenía tan absorto, que no acertaba a pensar en otra cosa. ¡Oh Dios mío,
qué paciencia tan grande tuvisteis conmigo! ¡Oh Virgen María, aun de Vos
había momentos que me olvidaba! ¡Misericordia, Madre mía!
C
A P Í T U L O I
X
De
los motivos que tuve para dejar la fabricación
66.
En
los tres primeros años que estuve en Barcelona me resfrié mucho en el fervor
que tenía cuando estaba en mi patria. Es verdad que recibía los santos
sacramentos algunas veces entre año, que todos los días de fiesta y de
precepto oía misa y cada día rezaba a María Santísima el santo Rosario y
algunas otras devociones; pero no eran tantas ni tan fervorosas como antes. Todo
mi objeto, todo mi afán, era la fabricación. Por más que diga, no lo
encareceré bastante; era un delirio el que yo tenía por la fabricación. ¿Y
quién lo habría de decir que esta afición tan extremada era el medio de que
Dios se había de valer para arrancarme del amor a la fabricación?
67.
A
los últimos días del año tercero de hallarme en Barcelona tan aficionado como
he dicho, al asistir en los días de precepto a la santa Misa tenía trabajo
grande en desvanecerme de los pensamientos que me venían, pues que, si bien que
a mí me gustaba muchísimo pensar y discurrir sobre aquellas materias, pero
durante la misa y demás devociones no quería, las apartaba, las decía que
después ya me ocuparía de ellas, pero que ahora quería pensar en lo que
hacía y rezaba. Eran inútiles mis esfuerzos, a la manera que una rueda que
anda muy aprisa, que repentinamente no se puede detener. Cabalmente, para mayor
tormento, durante la misa me venían ideas nuevas, descubrimientos, etc., etc.;
por manera que durante la misa tenía más máquinas en la cabeza que santos no
había en el altar.
68.
En
medio de esta barahúnda de cosas, estando oyendo la santa Misa, me acordé de
haber leído desde muy niño aquellas palabras del Evangelio: ¿De qué le aprovecha al hombre el ganar todo el mundo si finalmente
pierde su alma? Esta sentencia me causó una profunda impresión... fue para
mí una saeta que me hirió el corazón; yo pensaba y discurría qué haría,
pero no acertaba.
69.
Me
hallé como Saulo por el camino de Damasco; me faltaba un Ananías que me dijese
lo que había de hacer. Me dirigí a la Casa de San Felipe Neri, di una vuelta
por los claustros y vi un cuarto abierto; pedí permiso y entré, y hallé a un
hermano llamado Pablo, muy humilde y fervoroso, y le referí sencillamente mi
resolución. Y el buen hermano me oyó con mucha paciencia y caridad, y con toda
humildad me dijo: Señor mío, yo soy un
pobre lego; no soy yo quien ha de aconsejar a V.; yo le acompañaré a un Padre
muy sabio y muy virtuoso, y él le dirá lo que V. debe hacer. En efecto, me
condujo al P. Amigó. Me oyó y celebró mi resolución, y me aconsejó que
estudiase latín, y le obedecí.
70.
Se
despertaron en mí los fervores de piedad y devoción, abrí los ojos, y conocí
los peligros por donde había pasado de cuerpo y alma. Referiré brevemente
algunos.
71.
En
aquel verano último, la Santísima Virgen me preservó de ahogarme en el mar,
Como trabajaba mucho, en los veranos lo pasaba muy mal, perdía enteramente el
apetito, y hallaba algún alivio con irme a la mar, lavarme los pies y beber
algunos sorbos de aquella agua. Un día que a este intento fui a la mar vieja, que llaman, tras la Barceloneta,
hallándome en la orilla del mar, se alborotó de repente, y una grande ola se
me llevó, [después] de aquella, otra. Me (vi) de improviso muy mar adentro, y
me causaba admiración al ver que flotaba sobre las aguas sin saber nadar, y,
después de haber invocado a María Santísima, me hallé en la orilla del mar,
sin haber entrado en mi boca ni una gota de agua. Mientras me hallaba en el agua
estaba con la mayor serenidad; pero después, cuando me hallé en la orilla, me
horripilaba el pensar el peligro [de] que había escapado por medio de María
Santísima.
72.
De
otro peligro peor me había también librado María Santísima por el estilo del
casto José. Hallándome en Barcelona, iba alguna que otra vez a visitar a un
compatricio mío. Con nadie de la casa hablaba sino con él, que (al) llegar me
dirigía a su cuarto y con él únicamente me entendía; pero me veían siempre
al entrar y salir. Yo entonces era jovencito, y si bien es verdad que yo mismo
me ganaba el vestido, me gustaba vestir, no diré con lujo, pero sí con
bastante elegancia, quizá demasiada. ¿Quién sabe si el Señor me pedirá
cuenta de esto en el día del juicio? Un día fui a la mis(ma) casa y pedí por
el compatricio. La dueña de la casa, que era una señora joven, me dijo que lo
esperase, que estaba para llegar. Me esperé un poco, y luego conocí la pasión
de aquella Señora, que se manifestó con palabras y acciones, y yo, habiendo
invocado a María Santísima y forcej[e]ando con todas mis fuerzas, escapé de
entre sus brazos, me salí corriendo de la casa y nunca jamás quise volver, sin
decir a nadie lo que me había ocurrido, a fin de no perjudicar su honor.
73.
Todos
(estos) golpes me daba Dios para despertarme y hacerme (salir de) los peligros
del mundo; pero aún fue preciso otro más fuerte, y fue el siguiente: Un joven
como yo me invitó [a] que hiciese con él compañía de intereses.
Condescendí. Empezamos en poner a la lotería. Teníamos bastante suerte. Como
yo estaba siempre tan ocupado en mis cosas, apenas podía hacer otra cosa que
ser el depositario. El tomaba los billetes y yo los guardaba. Al día del sorteo
se los entregaba y me decía lo que habíamos sacado. Y como tomábamos muchos
billetes, en cada jugada sacábamos, y a veces cantidades de grande
consideración. Separábamos lo que se necesitaba para tomar más billetes y lo
restante se ponía en manos de los comerciantes al seis por ciento, con los
recibos correspondientes, y yo los guardaba todos, que (era) lo único que
hacía; todas las demás diligencias corrían a cuenta del compañero.
74.
Ya
eran muchos los recibos que tenía, de modo que formaban una suma de
consideración; cuando he aquí que un día me viene diciendo que uno de
nuestros billetes había sido premiado de veinticuatro mil duros, pero que
cuando iba a cobrar había perdido el billete. Y dijo verdad que lo había
perdido, porque se lo había jugado y lo había perdido; y no solo aquel
billete, sino que además fue a mi cuarto en hora en que yo no estaba,
descerrajó mi cofre [y] se llevó todos los recibos que tenía guardados de la
compañía. Además se llevo el dinero de mi particular peculio, se me llevó
los libros y la ropa, y la puso en una prendería por cierta cantidad que le
prestaron, y todo lo perdió en el juego, y finalmente, deseoso de desquitarse,
no teniendo más que jugar, desesperado, se fue a una (casa) en que tenía
entrada y se llevó unas joyas de la Señora de dicha casa y se las vendió; se
fue al juego y también perdió.
75.
Entre
tanto la Señora halló a faltar sus joyas y pensó que aquel fulano las había
robado; dio parte a la autoridad, cogieron al ladrón, confesó su delito, le
siguieron la causa y salió condenado a dos años de presidio. No es posible
explicar el golpe que me dio este percance; no la pérdida de los intereses, que
eran muchos, sino el honor. Pensaba: ¿Qué
dirá la gente? Se creerá que tú eres cómplice de sus juegos y robos. ¡Ay!
¡Un compañero tuyo en la cárcel! ¡En presidio!… Era tanta la
confusión y vergüenza, que apenas me atrevía a salir por la calle… Me
parecía que todos me miraban y que todos hablaban y se ocupaban de mí.
76.
¡Oh
Dios mío! ¡Cuán bueno y admirable habéis sido para mí!... ¡De qué medios
tan extraños os valisteis para arrancarme del mundo! ¡De qué acíbar tan
particular usasteis para destetarme de la Babilonia! Y a Vos, Madre mía, ¿qué
gracias os podré dar por haberme preservado de la muerte sacándome del mar? Si
en aquel lance me hubiese ahogado, como naturalmente había de suceder, ¿en
dónde me hallaría ahora? Vos lo sabéis, Madre mía. Sí, en los infiernos me
hallaría, y en un lugar muy profundo, por mi ingratitud, y así con David debo
exclamar: Misericordia tua est super me,
et eruisti animam meam ex inferno inferiori.
C
A P Í T U L O X
De
la resolución que tomé de hacerme fraile
de
la Cartuja de Monte-Alegre
77.
Desengañado,
fastidiado y aburrido del mundo, pensé dejarle y huirme a una soledad, meterme
cartujo; y a este objeto y fin hacía yo mis estudios. Consideré que habría
faltado a mi deber si no hubiese participado a mi Padre, y, en efecto, se lo
dije en la primera ocasión que tuve, en una de las muchas veces que iba a
Barcelona por razón del comercio. Grande fue el sentimiento que tuvo cuando le
dije que quería dejar la fabricación, el grande negocio que ambos podíamos
hacer, y creció de punto su pena cuando le dije que me quería hacer fraile
cartujo.
78.
Como
era tan buen cristiano, me (dijo): Yo no
quiero quitarte la vocación. Dios me libre; piénsalo bien y encomiéndalo a
Dios y consúltalo bien con tu Director espiritual, y si te dice que s ésta la
voluntad de dios, la acato y la adoro, por más que lo sienta en mi corazón;
sin embargo, si fuera posible que en lugar de meterte fraile fueras sacerdote
secular, me gustaría. Con todo, hágase la voluntad de Dios.
79.
Me
dediqué al estudio de la gramática latina con toda la aplicación posible. El
primer maestro fue un tal D. Tomás, sacerdote [de] muy buen latín. A los dos
meses y medio de darme lección tuvo un ataque apoplético, que perdió el habla
y murió a las pocas horas. Otro desengaño más. Después de éste tomé a D.
Francisco Mas y Artigas, en quien seguí hasta que salí de Barcelona para Vich,
para empezar Filosofía, y fue de esta manera:
80.
Mi
hermano mayor, llamado (Juan), ya estaba casado con María Casajuana, hija de D.
Mauricio Casajuana, que era encargado del Señor Obispo de Vich para cobrar el
producto de ciertas propiedades y Señoríos que tenía en Sallent, y por esto
era muy apreciado del Señor Obispo, a quien con frecuencia iba a ver, y en una
de estas visitas le habló de mi insignificante (persona). Qué sé yo qué
cosas le diría, que el Señor Obispo entré en deseos de verme.
81.
Me
dijeron que pasara a Vich. Yo no quería ir, porque me temía que me
estorbarían el que me metiera a cartujo, que yo tanto deseaba. Lo comuniqué a
mi Maestro, y él me dijo: Yo le
acompañaré con un Padre de San Felipe Neri, el Padre Cantí, hombre muy sabio,
prudente y experimentado, y él dirá lo que se haya de hacer. Nos
presentamos, y, después de haber oído todas las razones que alegaba para no
ir, me dijo: Vaya V., y si el Señor
Obispo conoce que es voluntad (de Dios el) que V. Entre cartujo, estará tan
lejos de oponerse, que aun le protegerá.
82.
Yo
me callé y obedecí, y salí de Barcelona después de haber estado cerca [de]
cuatro años, habiendo[me] resfriado bastante en el fervor y llenado demasiado
del viento de la vanidad, de elogios y aplausos, singularmente en los tres
primeros años. ¡Oh, cuánto lo siento y lo lloro amargamente! Pero el Señor
ya tuvo cuidado de humillarme y confundirme. ¡Bendito sea por tantas bondades y
misericordias como me ha dispensado!.
C
A P Í T U L O X
I
De
la traslación de Barcelona a Vich
83.
A
los primeros del mes de Setiembre del año 1829 salí de Barcelona y mis Padres
quisieron que fuera a Sallent. Y yo, por complacerles, fui y estuve en su
compañía hasta el día de San Miguel, día 29, que salimos después de oída
la Santa Misa. Fue un viaje muy triste por razón de la lluvia, que nos
acompañó casi todo el viaje. Por la noche, enteramente calados, llegamos a
Vich.
84.
El
día siguiente fuimos a ver al S[eñ]or Obispo, que era D. Pablo de Jesús
Corcuera. Nos recibió muy bien. Y, a fin de tener más tiempo para estudiar y
poderme dedicar a mis particulares devociones, me colocaron al lado del Señor
mayordomo de palacio, llamado D. Fortián Bres, Sacerdote muy bueno, que me
quería muchísimo. Estuve con él durante toda mi permanencia en Vich, y
después siempre que iba a Vich me aposentaba en su casa. Y este mismo Señor
fue padrino cuando en la catedral de Vich me consagraron Arzobispo de Cuba.
85.
A
los primeros días de hallarme en Vich pedí que me dijeran qué sacerdote
sería a propósito para hacer con él una Confesión general. Me indicaron un
Padre de San Felipe Neri llamado Pedro Bach. Con él hice mi confesión general
de toda mi vida., y después siempre más continué confesándome con el mismo
Padre, que me dirigía muy bien. Y es digno de ser notado cómo Dios se ha
valido de tres padres del Oratorio de San Felipe Neri para aconsejarme y
dirigirme en los momentos más críticos de mi carrera espiritual: del Hermano
Pablo y de los padres Antonio Amigó, Cantí y Pedro Bach.
86.
Desde
el principio que llegué a Vich confesaba y comulgaba cada semana, y, después
de algún tiempo, el Director me hacía confesar dos veces y comulgar cuatro en
todas las semanas. Cada (día) servía la Misa al señor mayordomo D. Fortián
Bres. Cada día tenía media hora de oración mental, visitaba al Santísimo
Sacramento en las Cuarenta Horas, y también visitaba la Imagen de María
Santísima del Rosario en la iglesia de los PP. Dominicos de la misma ciudad,
por más que lloviera. Y, aunque las calles estuviesen llenas de nieve, nunca
omití las visitas del Santísimo Sacramento y de la Virgen María.
87.
Todos
los días en la mesa leíamos la vida del Santo; y además, con aprobación del
Director, tres días a la semana: lunes, miércoles y viernes, tomaba
disciplina, y el martes, jueves y sábado me ponía el cilicio. Con estas
prácticas de devoción me volvía a enfervorizar, sin aflojar en el estudio, al
que me aplicaba cuanto podía, dirigiéndolo siempre con la más pura y recta
intención que podía.
88.
Durante
el primer año de filosofía, en medio de mi aplicación al estudio y prácticas
piadosas, jamás me olvidé de mi deseada Cartuja, y además tenía a la vista
una grande estampa de San Bruno que coloqué en la mesa del estudio. Las más de
las veces, cuando iba a confesarme, hablaba a mi Director del deseo que aún
tenía de entrar en la Cartuja; de aquí es que se llegó a creer que Dios me
llamaba allá. Al efecto escribió al P. Prior, y quedaron convenidos que,
concluido el curso de aquel año, fuera, y al efecto me entregó el Director dos
cartas, una para el P. Prior y la otra para otro Religioso conocido que allí
tenía.
89.
Yo,
muy contento, emprendí el viaje para Barcelona, y luego para Badalona y
Monte-Alegre, cuando he aquí que poco antes de llegar a Barcelona vino una
turbonada tan desecha, que espantaba. Por lo mucho que había estudiado en aquel
año tenía el pecho un tanto delicado. Y como para cobijarnos del grande
chaparrón que caía echamos a correr, y así, por la fatiga del correr y el
vaho que se levantaba de la tierra seca y caliente, me dio una sofocación muy
grande, y pensé: ¡Ay! ¡Quizá Dios no (quiere) que vayas a la Cartuja!. Esa
idea me alarmó mucho. Lo cierto (es) que yo no tuve resolución para ir allá y
me fui a Vich; lo dije a mi Director y se calló, ni me dijo ni bien ni mal, y
se quedó así.
90.
Estos
deseos de ser cartujo sólo los comunicaba con mi Director, así es que los
demás lo ignoraban completamente. En aquellos días había en la Comunidad de
Sallent un beneficio vacante que lo pretendía un Sacerdote, que no era hijo de
la población, aunque vivía allá, y desgraciadamente no era lo [que] era de
desear. Al ver el S[eñ]or. Vicario General la solicitud, habló con el S[eñ]or.
Obispo y le hizo ver que no convenía que aquel se llevara el beneficio, y, a
fin de impedir la entrada en la Comunidad, me le hicieron pretender a mi, que
por ser hijo de la población debía ser preferido. Obtuve la gracia, y el día
dos de febrero de 1831 se Señor Obispo me dio la tonsura, y después, en el
mismo día, el Señor Vicario Gl. Me dio la colación, y al día siguiente fui a
Sallent a tomar posesión de dicho beneficio. Desde ese día vestí siempre más
hábitos talares y desde ese mismo día tuve que rezar el oficio divino.
91.
Por
las fiestas de Navidad, Semana Santa y por las vacaciones residía en Sallent
por razón del beneficio; el demás tiempo del año, por razón de los estudios,
permanecía en Vich. Ya he dicho las prácticas de devoción que hacía en
particular; además, cada mes había una comunión general que llamaban de la
Academia de Sto. Tomás, en que tenían que asistir todos los estudiantes.
Además, el Señor Obispo había puesto en la Iglesia del Colegio la
Congregación de la Inmaculada Concepción y de San Luís Gonzaga; los de esta
Congregación, que eran todos los seminaristas internos y todos los externos que
fuesen tonsurados, y si alguno que no fuese tonsurado quería entrar había de
hacer una solicitud al S. Obispo. Comulgaban los congregantes todos los terceros
domingos de cada mes, que el mismo Señor Obispo venía a decir misa en la
Iglesia del seminario y en ella nos daba la Sagrada Comunión; y el mismo día
por la tarde nos hacía una plática.
92.
Cada
año en la misma Iglesia del Colegio o Seminario, por la Cuaresma, hacíamos los
santos Ejercicios espirituales por espacio de ocho días, eso es, de un domingo
a otro, y el Señor Obispo asistía a todos los actos de la mañana y de la
tarde. Un día me acuerdo que decía en una plática: Quizá
alguna dirá a qué viene ocupar tanto tiempo el Obispo con los estudiantes, y
se contestaba: Ya sólo que hago. ¡Ah! Si yo puedo conseguir que los estudiante
sean buenos, después serán buenos sacerdotes, buenos curas, y ¡qué descanso
será par mí entonces!… Mucho conviene que los estudiantes se vayan nutriendo
en la piedad mientras van estudiando; o, si no, se crían soberbios, que es lo
peor en que pueden incurrir, porque la soberbia es el origen de todo pecado. Es
de preferir que sepan un poco menos y que sean piadosos, que no el que sepan
mucho, pero sin piedad o con poca, que entonces se hinchan del viento de la
vanidad.
93.
Pasado
aquel primer año de filosofía, ya no pensé más en ser cartujo y conocí que
aquella vocación había sido no más temporal; que el Señor me llevaba más
lejos para destetarme de las cosas del mundo, y así, desprendido de todas
ellas, me quedara en el estado clerical, como el Señor me lo ha dado a entender
después.
94.
Durante
el tiempo de los estudios entré en la Congregación del Laus
perennis del Sagrado Corazón de Jesús, cuya hora tengo en el día de San
Antonio, de junio, de cuatro a cinco de la tarde. Ingresé en ella por medio del
P. Rector del Colegio de Manresa, que vino a mi casa, llamado Ildefonso
Valiente. En la misma ciudad estoy alistado en la cédula del Rosario
perpetuo, cuya hora tengo en el día de San Pedro, día 29 de junio, de una
a dos de la tarde. En la ciudad de Vich fui alistado en la Cofradía
del Rosario y en la Cofradía del
Carmen. También me alisté y profesé en la Congregación
de Dolores.
95.
Cuando
estudia(ba) en Vich el segundo año de Filosofía me sucedió lo siguiente: En
invierno tuve un resfriado o catarro; me mandaron guardar cama; obedecí. Y un
día de aquellos que me hallaba en cama, a las diez y media de la mañana,
experimenté una tentación muy terrible. Acudía a María Santísima, invocaba
al Angel Santo de mi guarda, rogaba a los [santos]de mi nombre y de mi especial
devoción, me esforzaba en fijar mi atención en objetos indiferentes para
distraerme y así desvanecerme y olvidar la tentación, me signaba la frente a
fin de que el Señor me librase de malos pensamientos. Pero todo fue en vano.
96.
Finalmente,
me volví del otro lado de la cama para ver si así se desvanecía la
tentación, cuando he aquí que se me presenta María Santísima, hermosísima y
graciosísima; su vestido era carmesí; el manto, azul, y entre sus brazos vi
una guirnalda muy grande de rosas hermosísimas. Yo en Barcelona había visto
rosas artificiales y naturales muy hermosas, pero no eran como éstas. ¡Oh qué
hermoso era todo! Al mismo tiempo que yo estaba en la cama, y en ese momento de
boca arriba, me veía yo mismo como un niño blanco hermosísimo, arrodillado y
con las manos juntas; pero no perdía de vista a la Virgen Santísima, en quien
tenía fijos mis ojos, y me acuerdo bien que tuve este pensamiento:
¡Ay! Es mujer y no te da ningún mal pensamiento; antes bien, te los ha quitado
todos. La Santísima (Virgen) me dirigió la palabra y me dijo:
Antonio, esta corona será tuya si vences. Yo estaba tan preocupado que no
acertaba a decirle ni una palabra. Y vi que la Santísima Virgen me ponía (en
la cabeza) la corona de rosas que tenía en la mano derecha (además de la
guirnalda, también de rosas, que tenía entre sus brazos y el lado derecho). Yo
mismo me veía coronado de rosas en aquel niño, ni después de esto dije
ninguna palabra.
97.
Vi,
además, un grupo de santos que estaba a su mano derecha en además de orar; no
les conocí; sólo uno me pareció San Esteban. Yo creí entonces, y aun ahora
estoy en esto, que aquellos santos eran mis Patronos, que rogaban e intercedían
por mí para que (no) cayera en la tentación. Después, a mi mano izquierda, vi
una grande muchedumbre de demonios que se pusieron formados como los soldados
que se repliegan y forman después que han dado una batalla, y yo me decía:
¡Qué multitud y qué formidables! Durante todo esto yo estaba como
sobrecogido, ni sabía lo que me pasaba, y tan pronto como esto pasó, me hallé
libre de la tentación y con una alegría tan grande, que no sabía lo que por
mí había pasado.
98.
Yo
sé de fijo que no dormía, ni padecía vahídos de cabeza, ni otra cosa que me
pudiese producir un ilusión semejante. Lo que me hizo creer que fue una
realidad y una especial gracia de la Virgen María es que en el mismo instante
quedé libre de la tentación y por muchos años estuve sin ninguna tentación
contra la castidad, y si después ha venido alguna, ha sido tan insignificante,
que ni merece el nombre de tentación. ¡Gloria a María! ¡Victoria de
María!...
C
A P Í T U L O X
I I
De
la ordenación
99.
El
Señor Obispo, a los que hacían la carrera completa, no los ordenaba hasta que
ya estaban adelantados. Por los general los ordenaba de esta manera. Cuando
habían concluido los cuatro años de teología, les daba los cuatro Ordenes
menores, haciendo antes diez días de ejercicios espirituales. Concluido el
quinto año, les daba el subdiaconado, haciendo antes veinte días de ejercicios
espiritual(es). Concluido el sexto año de Teología, con treinta días de
ejercicios espirituales antes, le daba el diaconado, y finalmente, concluido el
séptimo año y habiendo hecho cuarenta días de ejercicios, les daba el
presbiterado.
100.
No
obstante este sistema que seguía constantemente, conmigo se portó de otra
manera; quiso ordenarme antes. Ya sea porque tenía que rezar o por tener la
edad, me quiso ordenar del modo siguiente. Concluido el primer año de Teología
y empezado el segundo, me dio las Ordenes Menores por las Témporas de Santo
Tomás del año 1833. En las Témporas de la Santísima Trinidad del año 1834
me dio el subdiaconado, que lo recibí en las mismas Ordenes en que D. Jaime
Balmes recibió el diaconado; él era el primero de los Diáconos, y yo de los
subdiáconos; él cantó el Evangelio, yo la Epístola; él y yo íbamos al lado
del Sacerdote que presidía y cerraba la procesión en el día de la
ordenación.
101.
En las témporas de Santo Tomás del mismo año de 1834 recibí el diaconado.
Cuando el Prelado, en la ordenación dijo aquellas palabras del Pontifical que
son tomadas del Apóstol San Pablo: No es nuestra lucha solamente contra la
carne y la sangre, sino también contra los príncipes y potestades, contra los
adalides de estas tinieblas... Entonces el Señor me dio un claro conocimiento
de lo que significaban aquellos demonios que vi en la tentación de que ya se ha
hecho mención en el capítulo anterior.
102.
En el día 13 de junio de 1835 fui ordenado de presbítero, no por el señor
Obispo de Vich, sino por el de Solsona, por estar enfermo el de Vich, de cuya
enfermedad murió el 5 de julio. Antes de la ordenación de sacerdote hice los
cuarenta días de ejercicios espirituales. Nunca he hecho unos ejercicios con
más pena ni tentación; pero quizá de ninguno he sacado más y mayores
gracias, como lo conocí el día que canté la primera Misa, que fue el día 21
de junio, día de San Luis Gonzaga Patrón de la Congregación, así como la
ordenación fue el día de San Antonio, día de mi santo Patrón.
103.
Canté la primera Misa en mi patria con gran satisfacción de mis parientes y de
toda la población; y como en todas las vacaciones y ferias estudiaba la
Teología moral, sabía como el Catecismo el autor de Moral; así es que el día
de Santiago fui examinado y me dieron licencia de predicar y confesar. El día 2
de agosto, día de la Porciúncula, fue el día que empecé a confesar, y estuve
confesando seis horas seguidas, desde las cinco a las once de la mañana. El
primer sermón que hice fue en el mes de septiembre del mismo año en la fiesta
principal de mi patria, en que hice el panegírico del santo Patrón de la
población, y en el día siguiente hice otro sermón de los difuntos de la
población, con admiración de todos mis compatricios.
104.
Concluidas estas funciones de mi patria, me volví a Vich para continuar mi
carrera y concluirla toda, pero como por razón de la guerra civil no podían
los estudiantes reunirse en el Seminario y tenían que estudiar en conferencias
particulares, y además como el señor Gobernador Eclesiástico y Vicario
Capitular, no tuviese sujeto para mandar de teniente cura a mi población, quiso
que fuese yo de todos modos y que allí estudiase en conferencia, como haría en
Vich, los años que me faltaban de la carrera, lo que hice así por obediencia
hasta terminar mi carrera, como se desprende del certificado que me dio el
Seminario de Vich, cuyo tenor es como sigue:
105.
El infrascrito Secretario del Seminario Conciliar de la ciudad de Vich.
Certifico
que D. Antonio Claret, natural de Sallent, de la presente diócesis, cursó y
tiene habilitados en este Seminario tres años de filosofía, en los que
estudió en el primero lógica, ontología y elementos de matemáticas en el
escolar de mil ochocientos veintinueve a treinta; en el segundo física general
y particular en el de treinta a treinta y uno, y en el tercero metafísica y
ética en el curso privado de mil ochocientos treinta y dos. Asimismo tiene
habilitados en el mismo cuatro años de instituciones teológicas en los
escolares de treinta y dos a treinta y tres, de éste a treinta y cuatro, y de
treinta y cuatro a treinta y cinco, y de éste a mil ochocientos treinta y seis
Finalmente, tiene también habilitados en el referido Seminario tres años de
teología moral en los de mil ochocientos treinta y seis a treinta y siete, de
éste a treinta y ocho, y de treinta y ocho a mil ochocientos treinta y nueve.
Así es de ver de los libros de matriculas y de habilitaciones que obran en esta
Secretaría de mi cargo a los que me refiero.
En
cuyo testimonio doy a petición del interesado la presente que firmo y sello con
el propio de esta Secretaría en Vich a veintisiete de Agosto de mil ochocientos
treinta y nueve. Agustín Alier, Pbro. Secretario. Lugar del sello.
C
A P Í T U L O XIII
De
los dos años de teniente cura
y
de los dos años de cura ecónomo
106.
Fijo en la parroquia de Santa María de Sallent, además del estudio de todos
los días, me ocupaba en las cosas del ministerio. Con el cura repartíamos el
trabajo de la predicación, alternando los dos en todos los domingos de
Adviento, Cuaresma, Corpus y demás fiestas principales, en que predicábamos
desde el púlpito en la Misa mayor cantada; los demás días de fiesta era por
la tarde después de haber enseñado el Catecismo.
A
los dos años de teniente cura quiso el Superior que fuese Cura ecónomo, por
haberse retirado el que antes había por causas políticas, y quedé solo en el
ministerio.
107.
El plan de vida que seguía era el siguiente. Todos los años hacia los santos
ejercicios espirituales por diez días, cuya práctica he seguido siempre desde
que empecé en el Seminario. Cada ocho días me reconciliaba. Ayunaba los
viernes y sábados, y tres días a la semana tomaba disciplina, esto es, el
lunes, miércoles y viernes, y otros tres días que eran el martes, el jueves y
el sábado me ponía el cilicio.
108.
Todos los días antes de salir del aposento tenía la oración mental, solo,
porque me levantaba muy de mañana y por la noche tenía con mi hermana María,
que en el día es terciaria, y el criado que era un hombre anciano, que éramos
las tres únicas personas que había en el curato. Además de la oración mental
que teníamos los tres, rezábamos también el Rosario.
109.
Predicaba todos los domingos y fiestas, como tiene dispuesto el Sagrado Concilio
de Trento, con la sola diferencia que en los domingos de Adviento, Cuaresma y
fiestas principales predicaba en la Misa, y en los demás domingos lo hacía por
la tarde, después de la enseñanza del Catecismo que había en todos los
domingos del año sin dejar ni uno.
Además
de la enseñanza en la iglesia del Catecismo lo hacía también todos los días
de la Cuaresma de las dos a las tres de la tarde para las niñas en la iglesia,
y para los niños de las siete a ocho de la noche en la casa rectoral.
110.
Todos los días celebraba la Misa muy temprano, y luego me ponía en el
confesionario y no me levantaba mientras había gente.
Todos
los días por la tarde daba una vuelta por las calles principales de la
población, y singularmente por las calles en que había enfermos, a quienes
siempre visitaba cada día, desde el Viático hasta que morían, o se ponían
sanos.
111.
Nunca entraba de visita en ninguna casa particular, ni de mis parientes, que
tenía muchos en la población: a todos amaba y servía igualmente, tanto si
eran pobres como ricos, tanto parientes como extraños, tanto si eran del país
como forasteros, que por razón de la guerra había muchos. De día, de noche,
en invierno y verano, siempre estaba pronto para servirles. Salía con mucha
frecuencia a las muchas casas que hay de campo. Yo trabajaba cuanto podía, y la
gente correspondía, se aprovechaba y me amaba muchísimo; siempre me dio
pruebas de amor, pero singularmente cuando traté de ausentarme para irme a las
misiones extranjeras como en efecto me fui a Roma para ingresar en la
Congregación de Propaganda Fide, como diré en la segunda parte.