Visión ecológica de la ética sexual

 

Gregorio Rubio Navarro
Profesor Titular del Departamento de Matemática Aplicada
Profesor de Ética y Deontología. Universidad Politécnica de Valencia




Ecología


La versión final de estas notas coincide con noticias diversas sobre la aplicación del llamado Protocolo de Kioto. Las emisiones de una serie de gases producto de muchos de los procesos industriales de nuestra civilización están perjudicando al planeta, y a partir de 1995 empezó a negociarse un protocolo para conseguir reducir estas emisiones. El Protocolo de Kioto se aprobó el 11 de diciembre de 1997. Llevarlo a la práctica trae consigo problemas económicos importantes, y las noticias de estos días se refieren a algunas de las discusiones que ello provoca.

Es un aspecto de la preocupación ecológica, muy presente hoy porque es una necesidad, porque nos jugamos mucho. Queremos cuidar el planeta, para nuestro bienestar y el de las generaciones futuras. Esto exige acciones concretas, y conocer la naturaleza, para saber lo que le hace bien y lo que le perjudica. Se la puede maltratar por mala idea, por ejemplo, incendiando un bosque, pero también por desconocimiento de lo que puede hacerle daño. Actitud respetuosa con la naturaleza implica actuar sobre ella teniendo presente su modo de ser, su realidad. Cabe cerrar los ojos e ignorar esto, ya sea con mala intención o porque parece que en ese momento no se puede hacer otra cosa, o porque no se sepa, pero entonces se le perjudicará, en mayor o menor medida.

Resulta natural pensar que esta actitud ecológica debe extenderse a toda la realidad que nos afecta, y no solamente a la realidad medioambiental. Respetar la naturaleza, incluyéndonos también nosotros en ella, no sólo en el aspecto biológico, sino en toda nuestra realidad de seres humanos. ¿Puedo matar a un hombre y comérmelo? La respuesta es bastante evidente para casi todo el mundo: no parece adecuado a la realidad del ser humano. Sin embargo la ética sexual requiere en algunos puntos un poco de reflexión, que es lo que pretendo hacer aquí, fundamentándolo en algunas ideas básicas acerca de cómo somos las personas.

La cuestión del Protocolo de Kioto parece una buena metáfora de lo que ocurre con el tema que voy a exponer. Es evidente que hay multitud de problemas en la vida de la gente asociados a la sexualidad. Desde los casos extremos de explotación de seres humanos, al desconcierto sentimental que sufren muchísimas personas. Por concretar, aunque la situación mundial es sobradamente conocida en líneas generales, citaré unos pocos ejemplos del país en el que vivo, España. El Instituto de Política Familiar, tomando como fuentes el Instituto Nacional de Estadística, Eurostat y el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, da unos datos ilustrativos, de entre los que entresaco algunos. La cifra de matrimonios al año es de unos 200.000 desde hace 20 años (en particular 209.065 en el 2002), con respecto al cual el número de separaciones/divorcios es comparativamente elevado, en concreto los dos últimos años que aportan son 2001 con 103.393, y 2002 con 115.049. El Ministerio de Sanidad hace públicos estos días datos sobre número de abortos en España. 77.125 en 2002, un aumento de casi el 70% en 10 años. Y, en particular, entre las mujeres menores de 20 años el número se ha duplicado desde 1996. No parecen razonables estos hechos, teniendo en cuenta lo fácil que resulta acceder a medios contraceptivos. Y detrás de estas estadísticas hay sobre todo historias de sufrimiento de personas concretas, muchas de ellas víctimas inocentes, como por ejemplo los hijos de los matrimonios rotos.

Además de estas situaciones que podemos considerar de la vida "normal", están las tremendas injusticias que suponen la explotación sexual de mujeres y niños, difícilmente cuantificables pero cuya existencia es bien conocida. A comienzos de febrero de 2004 se recogía en la prensa la noticia de que más de 30.000 españoles viajan cada año a Latinoamérica en busca de sexo con menores. No es necesario insistir: es claro que hay contaminación ambiental relacionada con la sexualidad, provocada a veces a sabiendas, y otras seguramente sin mala intención, tal vez por desconocimiento de aspectos fundamentales del ser humano.

En definitiva, el amor sexual, que teóricamente debería ayudarnos a ser muy felices, con demasiada frecuencia lleva al desastre vital, y sus distorsiones están en la base de muchas injusticias. Es sensato, pues, estudiar la situación, y tratar de tomar las medidas oportunas. Su efectiva aplicación tal vez exija después resolver algunos problemas. Detectar errores de comportamiento será una cosa, corregirlos puede no resultar fácil, pero trabajar en esa dirección vale la pena, es lo correcto: estoy convencido de que la felicidad, la vida lograda, tiene bastante que ver con lo que podemos llamar ecología sentimental o sexual.


2. Personas


Cada uno somos alguien que va por la vida estableciendo relaciones diversas con las personas y las cosas. Ante estas últimas lo que nos planteamos es utilizarlas para desarrollar nuestra existencia lo mejor que podamos: alimentos, vestidos, casas, máquinas, obras de arte, etc. Una cosa es "algo", lo cual quiere decir que no es dueña de sí misma. No tiene capacidad para decidir sobre su fin, aunque se trate de un animal muy evolucionado. En este caso puede establecerse una relación más rica que con un objeto inanimado, pero el animal sigue siendo un ser sin libertad, que el hombre es capaz incluso de domesticar. Por el contrario, ante las personas, ante los seres con libertad, la situación es muy distinta. Necesito los servicios de los otros para desarrollar mi vida, pero recibir estos servicios no debe implicar utilizar a los otros como si fueran cosas, por la sencilla razón de que no son cosas. La persona no debe ser un simple medio, porque tiene capacidad para orientar su existencia y marcarse su propio fin. Si no hay que tratar a nadie como un simple medio, quiere decir que al mismo tiempo debo considerarle el fin de mi acción [E. Kant, (ver Amor y Responsabilidad, K. Wojtyla, Plaza & Janés,1996)]. En definitiva, en cada encuentro con alguien tengo que ser capaz de apreciar a la persona, acogerle como tal, agradecer el servicio que me presta o servirle con todo el respeto que merece su dignidad de persona.

Ese es el marco en que deben desarrollarse las diversas relaciones que establezca con la gente que vaya encontrando en mi vida. Serán relaciones muy diferentes, con mayor o menor profundidad, pero siempre sin perder de vista el carácter personal. Si en el trato despersonalizo (más o menos) a alguien al considerarlo (más o menos) un mero instrumento, estoy violentando la realidad, es una actitud anti-ecológica, que por tanto nos perjudica.

Mi vida será lograda en la medida en que lo sean las relaciones que vaya estableciendo con otras personas. Sin verdadera conexión con otras subjetividades estoy solo en medio de la realidad. Y la persona sola es una planta sin raíces, está colocada en la tierra, pero no puede conseguir su alimento. Lo contrario de la soledad es la comunicación, incluso hasta sentirte tan cercano a alguien, que sea como otro yo, con una confianza y sintonía totales.

Amor


De entrada, vemos que la mayoría de nuestras relaciones son formas de amor, en sentido amplio: entre padres e hijos, entre amigos, el simple afecto del compañerismo, etc. De hecho, la palabra "amor" encierra muchos significados, aunque todos tienen algunas características comunes. Así, querer a alguien implica desear su bien, que es lo que a veces se llama "benevolencia". Pero también implica necesitar a esa persona. Yo prefiero sentirme necesitado por quien se supone que me quiere, a ser objeto de un altruismo "puro". Lo que pasa es que esa necesidad debe ser desprendida: el amante necesita a quien ama, pero quiere su bien, y por eso no intenta explotarle. No debe ser "necesidad egoísta". Por otra parte, querer implica también admiración, reconocimiento de los valores del otro independientemente de los beneficios que puedan reportarme: es lo que llamaremos "amor de apreciación". Común a todas las formas de amor es la afirmación de la persona amada: el que ella esté ahí, exista, produce en el amante una reacción de afirmación, de aprobación, le alegra, no le deja indiferente; y esta actitud es la que empuja a querer su bien, a valorarla, y a ser desprendido al tratar de colmar la necesidad que se experimenta de ella.

El amor se "siente": se siente afecto, nos enamoramos, nos encontramos a gusto con los amigos?Pero esto no significa que sea algo puramente sensible, o sea, independiente de la inteligencia: el enamoramiento no superficial, la amistad, el compañerismo, suponen sintonía en aspectos diversos de la vida y conocimiento mutuo de las personas. Entonces, ¿tiene sentido decidir amar a alguien, independientemente de mis sentimientos, tal vez incluso en contra de ellos? El corazón es emoción e inteligencia: si intento conocer mejor a una persona podría descubrir aspectos que faciliten que surja el afecto, o cabe llegar a ver las cosas de modo que sea capaz de pasar por alto determinados defectos, o puedo buscar motivos que me lleven a la afirmación de la persona, etc. En definitiva, lo natural como seres humanos es vivir un amor inteligente [E. Rojas, El amor inteligente, Temas de hoy, 1997. Cuenta casos en mi opinión muy ilustrativos], lo cual hace posible la decisión libre.

Entonces, cualquier relación puede recibir su impulso de un amor así. Unas veces será más espontáneo, otras menos; quizá el sentimiento acompañe, quizá no. Habrá relaciones especialmente profundas, como la amistad o el enamoramiento; otras veces simplemente será el saludo al conductor del autobús o a quien me vende el periódico. Pero en cualquier caso, la coherencia con el respeto a la persona al establecer cada relación lleva a una actitud de afirmación de esa persona, es decir, a una actitud de amor.

Cuando queremos realmente a alguien, tratamos de darnos a esa persona, con todo tipo de atenciones y servicios, intentando cuidarla, procurando contribuir a su felicidad, en definitiva. Cuando se ama a una persona, esto se traduce en querer ser un don para ella. Obsérvese que eso admite ser un camino de dos direcciones: si amo, quiero ser don. Pero aunque no "sienta" amor, puedo intentar ser don y así amar con los hechos. La donación es máxima expresión de libertad, porque para darse hay que ser dueño de uno mismo. Y nunca dejo de serlo, porque me doy como una persona, no como una cosa. Por tanto, no se trata de dejarme utilizar por el otro en su beneficio, de ser un simple medio para satisfacer sus necesidades, sino de modular mi libertad de modo que mi actuación sea para el otro un verdadero regalo.

Evidentemente, no amamos igual a los amigos íntimos que a los conocidos, ni a la familia como a quien encontramos casualmente. Cada una de esas relaciones contiene, entre otras características, - espontáneo, y/o cultivado, como ya hemos dicho -un grado diverso de afirmación, benevolencia, necesidad y apreciación. Por tanto no tiene sentido vivir el ser don de la misma manera con todo el mundo. Pero cultivar esa actitud, en el grado que corresponda, con todos, parece que sería poner una buena base para edificar relaciones personales logradas. Donde hubiera reciprocidad, el encuentro personal sería capaz de vencer la soledad. Un grupo, por ejemplo una familia, que viviera intensamente ese planteamiento, que vivieran por tanto los unos para los otros, disfrutarían del mejor regalo (en mi opinión) a que la humanidad puede aspirar, que es la unidad y confianza total entre ellos, la sintonía plena, lo que a veces se llama "comunión de personas". Es justo lo contrario de la soledad: unos lazos profundos te unen a otras personas, comprendes y te sabes comprendido, acoges y te sabes acogido, valorado por ti mismo, no por lo que representas.


Observemos que este modo de plantear las cosas es coherente con el comienzo mismo de cada vida humana: lo previsto por la naturaleza es que el amor de dos personas origine a su vez otra persona. Cada uno que haya nacido así es de hecho la materialización de una relación de amor especialmente intensa. Creo que se puede afirmar que somos amor, de principio a fin, esa es nuestra esencia, y cuando no amamos, dejamos de ser lo que somos, nos devaluamos. Un creyente piensa espontáneamente que Dios es amor (1 Jn 4, 16) y como nos ha creado a su imagen y semejanza, nosotros también lo somos.


4. Pareja


De entre todas las relaciones que pueden establecerse, la de pareja reúne condiciones para ser una cima de la relación personal (aunque conseguirlo no tiene por qué ser fácil). Gracias a la sexualidad, el cariño puede expresarse en grado sumo, y la unión entre ambos vivirse máximamente. Se dan las condiciones para la mejor comunicación posible entre dos seres humanos. Pero observamos que este tipo de relación también fracasa a veces espectacularmente. La conjunción de dos libertades no es sencilla, cada pareja es distinta y su historia también. Sin embargo hay unos principios que cabe considerar con carácter general.

Un telón de fondo genérico de toda nuestra vida, y, en particular, de las relaciones de pareja, es la presencia de la sensualidad. Gracias a los sentidos podemos disfrutar de la existencia, el placer nos mueve con frecuencia a actuar y acompaña muchas de las cosas que hacemos. Sin embargo es evidente que no todo placer es bueno para uno, como ocurre si se bebe más de la cuenta, o se toma un alimento delicioso pero inadecuado. El trato entre los humanos se facilita o se perjudica, entre otros aspectos, según el papel que juegue la sensualidad de carácter sexual. Así, resulta espontáneo querer acercarse a una persona del sexo contrario, es fácil que la conversación se de en un clima agradable, encontramos valores muy apreciables, como belleza, simpatía, afecto, etc, que en parte tienen que ver con la percepción sensible del otro. Pero también, dejarse arrastrar por la sensualidad y utilizar a la otra persona como "alimento" de esa sensualidad, por el modo de pensar en ella, o de mirarla o tratarla, es enturbiar la comunicación. Cuanto más la considere como objeto de mi deseo, menos comunicación existe: es un egoísmo, o, más suavemente, una necesidad, que busca saciarse, mucho o poco. Y obsérvese que cabe la misma actitud en ambos, y exista por tanto un doble egoísmo, en la que cada uno utilice al otro.

Así pues, se trata de mantener en todo momento la relación al nivel de las personas, con el apoyo de la sensualidad cuando va en esa dirección, o neutralizando los impulsos que lleven a enturbiar la comunicación. Esto es válido en particular para el acto sexual. Ese encuentro debe ser afirmación mutua, benevolencia radical como es el don corporal de uno mismo, acogida del otro con agradecimiento y no como posesión de algo que se necesita. El placer acompaña a la unión de las personas, producida por el don mutuo de cada una de ellas. Pero no es el objetivo. Se busca al otro, la unión y comunicación con él; no se busca el placer en sí mismo, porque esto sería usar a la persona que teóricamente se ama como mero instrumento del propio placer. Y además sería un negocio muy malo: un encuentro en el que la persona, el yo más íntimo, puede manifestarse con total confianza, y sentirse a la vez completamente acogido y afirmado, un encuentro diseñado para que sus protagonistas experimenten una sintonía total, se reduce a unos goces más o menos intensos.

Obsérvese que vivir el acto sexual de ese modo no es solo cuestión de determinación, hacen falta unas condiciones necesarias. La unión física debe reflejar la unión personal, porque en la medida en que la unión de las personas sea pobre, sólo queda lo físico: unión de los cuerpos, mientras las personas se sienten más o menos cercanas nada más. Entonces parece difícil que el placer no pase a ocupar el primer plano. ¿Cuál sería el "contenido mínimo" personal que aseguraría la primacía de lo personal en la unión física? Parece que si la unión de los cuerpos es completa y el don físico es total, lo que corresponde es que la unión y el don de las personas sean completas, es decir, lo más totales posibles.

Esto es el amor matrimonial, o esponsal, en el que un hombre y una mujer se entregan mutuamente el uno al otro llevando al extremo la lógica del don de uno mismo. Observemos que si se quiere la mayor unidad posible, el don tiene que ser el mayor posible, y esto implica el compromiso para siempre. Es evidente que hay más entrega si ésta se decide definitiva, que si se contempla la posibilidad de abandonar. La unión más completa posible corresponde a la entrega más completa, y por tanto al matrimonio para siempre. Se configura así la vida como un proyecto que consiste en la persona de quien se está enamorado [cfr Julián Marías, Antropología Metafísica, Alianza, 1998], a la vez que se es el proyecto vital de ella. Es exactamente querer vivir el uno para el otro, lo cual supone un ejercicio de libertad continuo y cabe esperar que generalmente gozoso, que exige fortaleza para superar las pruebas, para respetarse mutuamente, para llevar a cabo ese proyecto, en definitiva. Y fortaleza también para seguir siendo uno mismo: la unión funciona a partir de dos individualidades cuyo amor potencia como personas, no se diluyen el uno en el otro. El amor nació con el encuentro de un determinado ser humano, y es el desarrollo y maduración de ese ser humano, y no su anulación, lo que le ayudará a crecer.

Se suele objetar que nadie puede prometer lo que no sabe si será capaz de cumplir, en este caso amor para siempre. Pero, más que prometer, es comprometerse: está uno decidido a amar así, desea entregarse a la otra persona lo más completamente posible, y se compromete, se obliga, a hacerlo día a día. Lo que se está diciendo es: "este deseo de hacerte feliz que ahora siento con toda mi alma, lo tomo como la tarea de mi vida, como algo que me impongo independientemente de que en algún momento me resulte quizá duro. Te quiero tanto que te doy el derecho, porque mi obligación es tu derecho, a contar siempre conmigo".

Cabe protestar que "yo no quiero que nadie se sienta obligado a quererme", y, si no matizamos un poco más, me parece una objeción razonable. Hay obligaciones que podemos calificar de "convencionales": dos personas firman un contrato, y con ello asumen por convenio unas obligaciones que estarán vigentes mientras no se rescinda el contrato. Y hay obligaciones que podemos llamar "naturales", o intrínsecas a la naturaleza de las cosas: los padres están "obligados" amar a sus hijos, y a procurarles todo lo que necesiten para su desarrollo. Normalmente es una obligación gustosa, aunque también costosa en muchas ocasiones. Entonces, lo que aquí llamamos amor matrimonial hace del amor una "obligación" en este sentido, no como un contrato convencional y rescindible, sino como una situación entre dos personas cuyas obligaciones y derechos son equiparables a los de la relación de filiación y paternidad-maternidad.

Decidir comenzar una vida en pareja, procurando hacer feliz y serlo, con el deseo de que la relación dure y vaya a más, aunque asumiendo la posibilidad de dejarlo si los problemas se hacen insalvables, es un paso. Pero decidir unir la vida a otra vida asumiendo explícitamente que no se contempla la posibilidad de ruptura, que siempre contará uno con el apoyo del otro, pase lo que pase, va mucho más adelante, y parece evidente que es un amor más generoso: da mucho más, es incondicional, se implica hasta las cejas. Esta implicación radical de dos trayectorias vitales en un único proyecto, de hecho es una realidad nueva, una unidad de dos personas que llamamos matrimonio.

Ahora bien, todo esto implica, si lo asumimos en su más completa radicalidad, que la unión creada se considera indestructible, es decir, que el vínculo creado seguirá en pie independientemente de la voluntad de los que lo generaron, como uno no puede dejar de ser hijo de su padre. Parece claro que este marco es el que posibilita la máxima entrega mutua, y no creo que sea exagerado decir que es el marco que el corazón humano reclama de modo natural: es necesario para satisfacer la aspiración de entrega total, de amor pleno. Reúne condiciones para que pueda desarrollarse al máximo la capacidad de amar.

El problema es qué pasa si al cabo de un tiempo uno o ambos quieren dejarlo. Según las circunstancias, habría que considerar diversas cuestiones, como la fidelidad, la lealtad, el respeto a la persona y a su entrega. Pero lo que está claro es que sería imposible crear de nuevo un vínculo tan radical con otra persona (al menos mientras el cónyuge no haya muerto): porque, o se sigue considerando que el matrimonio es indisoluble, en cuyo caso hay que admitir que el anterior sigue en pie, o ya se ha cambiado de idea, y entonces obviamente todo es diferente. Sin embargo, una separación que excluya nuevo matrimonio puede ayudar a ver los problemas con perspectiva y tratar de recomponer las cosas, y deja la puerta abierta para recomenzar lo que ya una vez comenzó con toda la ilusión del mundo, y que por tanto podría renacer de nuevo.


5. Vida


Básicamente toda relación es diálogo, comunicación. El matrimonio es un diálogo muy particular entre dos, en cierto modo continuo, en cuanto es natural que la otra persona esté siempre especialmente presente; este diálogo se realiza no sólo con palabras, sino con toda la riqueza de posibilidades que el lenguaje del cuerpo ofrece gracias a la sexualidad. Decimos "lenguaje del cuerpo" porque la persona se expresa también con multitud de gestos y acciones cuyo significado puede captarse, bien porque se conoce el código que una determinada cultura asocia a ciertos signos, bien porque el significado viene ya dado. Por ejemplo, sonreír es un gesto cuyo significado llevamos incorporado "de fábrica".

Según hemos visto antes en el caso concreto del acto sexual, para hablar correctamente este lenguaje, y, en consecuencia, para que la comunicación sea verdadera, no distorsionada, la unión física debe expresar la unión de personas. Ahora vamos a analizar un poco más el lenguaje del cuerpo en esta situación, considerando la naturaleza de la unión física, y la particular clase de relación personal que constituye el matrimonio.

Biológicamente el acto sexual está orientado a la reproducción, aunque la fecundación ocurre sólo a veces, y la pareja es, en términos zoológicos, un macho y una hembra, cada uno con su misión respecto a la transmisión de la vida. La atracción sexual, que es la base más elemental y genérica del amor de la pareja, pero base al fin y al cabo, aparece pues vinculada a la transmisión de la vida. Esto se confirma en el hecho de que generalmente los matrimonios quieren tener algún hijo. Podría pensarse que la relación personal es tan intensa que cobra existencia propia y llega a ser una nueva persona: el amor de los padres se materializa en el nuevo ser, por lo que podría decirse que la esencia de éste es entonces amor. Todo amor es creador de vida, en un sentido muy general: sentirse querido estimula, anima a ser mejor, ilusiona; puede ser incluso necesario para vivir, por ejemplo cuando se es pequeño. La fecundidad del amor matrimonial es la máxima realización de este poder creador del amor.

Así pues, el acto sexual entre esposos reúne las condiciones para ser un encuentro de máxima unión y comunicación, en el cual es posible la generación de una persona que encarne esa unidad. Un amor tan fuerte entre dos personas que puede crear otro ser a quien amar y de quien recibir amor. Unión de dos personas que puede dar lugar a una persona. Dejando aparte por un momento otras consideraciones que inviten a no desear la llegada de un hijo, lo natural, si es físicamente posible, es que forme parte de la interioridad de los esposos en el momento de unirse la conciencia de que pueden estar llamando a la existencia a una persona, de que tal vez reciban el don de que su amor cobre vida, de que alcance por tanto una entidad verdaderamente inaudita: amándose con todo su ser, cuentan con que pueden estar dando la vida a alguien. Amar y hacer vivir: una nueva existencia que surge del amor. Un amor que da la vida, un amor máximamente creador. Al contrario, cerrarse a esa posibilidad es limitar el amor, empobrecer radicalmente su encuentro: esta unión puede ser alguien, por tanto querer evitarlo es de hecho querer mutilarla.

Esa actitud de apertura a la vida se concreta en algo muy simple: no actuar contra ella. No se emplea ningún medio contraceptivo, con lo que se está disponible para acoger el don de la nueva persona si ésta llegara a concebirse. Al contrario, la contracepción va contra la vida, y de un modo nada abstracto. Quiero decir: (permítaseme acudir a este ejemplo) hace bastantes años, una de las primeras veces en que mis padres se quisieron con todas las fuerzas de su cuerpo y de su alma, fui concebido yo mismo. Si hubieran utilizado algún contraceptivo, yo no estaría aquí (salvo accidente). Es claro que tampoco estaría si no se hubieran conocido, o no se hubieran unido sexualmente en ese momento, pero esto forma parte de nuestra condición de criaturas que no tienen porqué existir. Lo que pasa es que ahora la situación es distinta: ellos habían creado las condiciones que, salvo obstáculo en contra, originarían mi vida. Ninguna otra situación anterior ni posterior habría originado mi vida, aunque no hubiese habido ningún obstáculo. Sin embargo, ahora, si hubieran utilizado un contraceptivo, habrían actuado exactamente contra mi vida. Digamos que yo habría perdido mi oportunidad.

Así pues, la contracepción va contra la vida de un modo muy concreto: se crea una situación que podría originar a una persona, actuando a la vez para impedirlo. Si aquella persona hubiera llegado a existir de no emplear el contraceptivo, entonces la pareja es la que ha malogrado esa vida. El amor sexual se enraíza en la transmisión de la vida, se edifica sobre esa estructura básica, existe porque hay sexo y el sexo es el modo natural de reproducción, mientras que el acto contraceptivo va directamente contra la vida. Por tanto la contracepción ataca al amor matrimonial en su misma base.

Vemos pues que, en el lenguaje del cuerpo, el acto sexual tiene un doble significado que viene dado por su propia naturaleza: dado que une a la pareja realizando el proceso de fecundación, (o realiza el proceso de fecundación uniendo a la pareja), o sea, dado que corporalmente esa unión se expresa mediante el proceso que puede producir la fecundación, y por tanto puede hacer existir a una nueva persona, entonces significa una unión de personas capaz de hacer vivir a otra persona. Por tanto, si se quiere expresar el amor conyugal a través del cuerpo, es decir, si se quiere vivir en toda su riqueza el acto de comunicación que es la unión sexual, hay que respetar esos significados, porque alterar el significado del lenguaje sería falsear la expresión del amor. Es una situación análoga a la siguiente: supongamos que hago un regalo, o sea, realizo un acto de comunicación mediante una acción cuyo significado es regalar algo. Si elimino ese significado, p.e., porque lo que doy es inservible, o pertenece a otra persona, con mi acción no estoy expresando en realidad nada, es absurda desde el punto de vista de la comunicación entre personas (a menos que más bien lo que se esté pretendiendo sea una broma o una burla). Análogamente, si quiero comunicarme mediante el acto sexual, en la medida en que elimine algo de su significado le estoy despojando de su capacidad de expresión.

Quizá exista mucho amor en mi corazón, pero cuanto más significado elimine del acto sexual, menos me sirve como vehículo de expresión de ese amor. Se falsea el lenguaje del cuerpo, se "habla" de un modo contradictorio: actuar como si se quisiera intentar una fecundación, a la vez que se impide esa fecundación. Si el aspecto unitivo se mantiene, la contradicción no será total. Sin embargo, parece natural pensar que si estos dos aspectos forman la realidad del acto sexual, de modo que están perfectamente unidos, como si tratara de una aleación, actuar contra uno de ellos tiene que repercutir en el otro. En nuestra clave "filológica": si el lenguaje se falsea, la comunicación, y por tanto, la unión, seguramente se verá afectada.

Obsérvese que no se falsea el lenguaje del cuerpo cuando el acto sexual, por edad o por otras causas, se realiza en ausencia de fertilidad. Sigue teniendo perfectamente sentido su aspecto unitivo, aunque los cuerpos de los esposos no sean capaces de procrear. El acto sexual se vive con toda la integridad posible en esa situación, con todo el significado que tiene en ese momento. Lo cual es muy diferente de actuar para eliminar la potencial fertilidad del acto sexual, como ocurre cuando se emplea algún contraceptivo .

Las ideas que estamos manejando nos permiten también valorar éticamente la procreación artificial. Ahora se busca la vida con independencia del acto sexual. Quizá en el marco de un amor matrimonial que acude a este medio para tener un hijo, o tal vez como resultado del capricho. En cualquier caso, lo que está claro es que ese hijo no será la materialización de un acto de amor esponsal, su vida no surgirá de la fusión amorosa más radical que pueden vivir dos personas. El hijo se fabrica a partir de material biológico adecuado, mediante un proceso técnico. Pero fabricar algo implica superioridad y dominio sobre lo fabricado, que claramente no es dueño de su destino. Así, producimos objetos diversos, animales y plantas según nuestras necesidades, y hacemos y deshacemos, mejoramos la calidad y destruimos lo que no sirve. Fabricar seres humanos es entonces tratarles como objetos, muchas veces con todas sus consecuencias, como cuando se hace necesario eliminar embriones del útero para dejar espacio al resto (reducción de embriones), o cuando se congelan, a la espera de un destino que quizá sea la experimentación. También cuando el hijo se busca para satisfacer la necesidad de paternidad: nadie tiene derecho a apropiarse de un ser humano para satisfacer una necesidad. Uno puede desear un hijo, pero no como un modo egoísta de realización personal, porque eso sería considerar a un ser humano como simple medio en mi beneficio. Y la primera condición es respetar en todo momento a ese hijo, lo que incluye hacerlo venir al mundo como una persona, y no como un simple mamífero.

Todo esto tampoco es ecológico, en el sentido general que decíamos antes, pues supone un tremendo falseamiento de la realidad, de la verdad: las personas son libres, dueñas de su destino, no deben ser tratadas como objetos, por tanto no deben ser traídas a la vida como si fueran objetos. Seguramente después su familia le dará todo lo que necesite para llevar una vida digna, y tratará de vivir su libertad como todo el mundo. Pero eso no elimina el hecho de que al comienzo de su existencia no fue tratado de acuerdo con la dignidad que corresponde a un ser humano: es muy diferente surgir del momento de amor más intenso y radical que entre dos personas se puede dar - como la unión viviente de ambos y por tanto, al mismo nivel de dignidad - que ser fabricado como una cosa.

Hemos hablado de embriones, dando por supuesto que son seres humanos. Sin embargo, resulta sorprendente que a estas alturas haya gente que lo cuestione. En la era de la informática y del genoma debería ser evidente para todos que el ser humano comienza su vida en la concepción. Cuando el óvulo es fecundado, la nueva célula contiene toda la información necesaria para el desarrollo de un ser humano distinto de sus padres e irrepetible. En sus 46 cromosomas se contienen los aproximadamente 40.000 genes que gobernarán su desarrollo. Se ha constituido un programa informático increíble que empieza a desplegarse, y que solo necesita alimento y hábitat adecuado para funcionar. El programa se puede interrumpir violentamente en cualquier estadio de su desarrollo: con arma de fuego, p.e., si la persona es más o menos autosuficiente, con falta de cuidados, p.e., dejando de alimentar a un lactante; abortando, cuando está absolutamente indefenso, en el vientre de su madre; abortando también, aunque sea menos sangriento, con la RU-486, la píldora del día siguiente (que incluye mecanismo antianidamiento del embrión) u otro procedimiento abortivo a este nivel.

Nuestra época se caracteriza, entre otras cosas, por un desprecio sobrecogedor de la vida humana. Hemos conocido genocidios monstruosos, y a mayor o menor escala siempre hay gente que pisotea la vida de los demás para conseguir sus fines. No vamos por camino de superar este mal, mientras se siga maltratando la vida humana más inocente, la del concebido no nacido. Porque mientras una gran parte de la población y las leyes de muchos países amparen las muertes que se provocan cada año en el seno materno, la humanidad carecerá de recursos morales para oponerse a quienes hacen lo mismo con las personas ya nacidas.


6. Castidad


Completaremos estas ideas considerando algunos aspectos concretos de conducta, como sugerencias para vivir la sexualidad de un modo ecológico, es decir, respetando su realidad, que es en lo que consiste la castidad.

Una primera cuestión es la regulación de la natalidad. Ya hemos visto que el respeto a la vida, y el respeto a la realidad del acto sexual, exige no utilizar contraceptivos. Pero también forma parte del respeto a la vida procurarla en condiciones adecuadas, y cada pareja tiene la responsabilidad de juzgar si reúnen las condiciones para recibir un nuevo hijo o no. Si estuviera claro que no se debe tener un hijo, el único modo de vivir el acto sexual sin ir contra la vida, es decir, sin eliminar su significado procreador, es abstenerse en los periodos fértiles del ciclo femenino. No existen las condiciones para que se conciba una persona, no se impide ninguna vida, "nadie" pierde su oportunidad de existir. Esto es posible porque hay métodos serios de diagnóstico de la fertilidad, y es lo que se conoce como regulación natural de la natalidad. Desde luego, se puede decir que es completamente ecológica: por el respeto a la realidad de la sexualidad, y por los medios que utiliza.

Hay una gran desinformación acerca de estos métodos, se suele pensar que son poco fiables, o que hay situaciones suficientemente complicadas como para hacerlos inviables, o también que no debe ser fácil aprenderlos o que seguirlos supondría entrar en un modo de vivir la sexualidad cuadriculado, y cosas por el estilo. Una experta en la materia ha escrito un pequeño folleto en el que presenta la planificación natural de la natalidad aplicada a muy diversas situaciones y da esas explicaciones que la experiencia y el conocimiento de un tema hace tan atractivas [Mónica de Aysa, Sexo: un motivo para amar (2ª edición), Folletos mc, Palabra, 2001].

La presunta dificultad de aprendizaje se puede enjuiciar en el texto que transcribo a continuación, tomado de un libro sobre la Madre Teresa de Calcuta. En él ella misma cuenta cómo sus misioneras lo enseñaban en los suburbios de Calcuta, como respuesta a una iniciativa del gobierno de esterilizar a los enfermos de lepra. "Un grupo de leprosos, de habitantes de los suburbios y chabolas, de mendigos (¡son todos éstos quienes reciben de nosotras la denominación de Nuestra Gente!), acudieron un día a nuestra casa para darme las gracias por el hecho de permitir a las jóvenes Hermanas y Novicias explicarles en qué consiste la planificación familiar natural.

Me dijeron:

-"Ustedes, las personas que tienen el voto de castidad, son sin duda alguna las más indicadas para enseñarnos, puesto que el control familiar natural no consiste en otra cosa más que en el dominio de sí mismo dentro del amor mutuo. Les estamos agradecidos por habérnoslo enseñado, ya que de esta suerte nuestras familias permanecen unidas, gozan de buena salud y podemos tener un hijo cuando lo deseamos."

Ha llegado a nuestros oídos que, de acuerdo con las estadísticas del Gobierno, en estos años han nacido entre los mendigos, los leprosos y los habitantes de los suburbios unos 150.000 niños menos sólo en Calcuta, gracias a este método, sin duda maravilloso.

Da alegría ver cómo se ayudan unos a otros a crecer en el amor?" [Madre Teresa de Calcuta, Mi vida por los pobres, Temas de hoy, 1992].


Es muy interesante también una carta aparecida en la revista Ciudad Nueva, en el número de julio de 1994. El contexto es la experiencia de la castidad matrimonial de una persona que quiere ser fiel a la moral de la Iglesia Católica. Como se sabe, la Iglesia alienta el aprendizaje de la regulación natural de la natalidad como el único modo congruente con el plan de Dios sobre el amor sexual y la transmisión de la vida humana. "? se ha puesto en claro en mi interior la forma de llevar adelante cristianamente mi matrimonio, comprometiendo también a mi marido. El dilema se nos presentó después de la llegada del tercer hijo pues, aparte del número de hijos, se trataba también de distanciar los nacimientos. El cuadro no era estimulante, porque también había un problema de salud; y me preguntaba cómo ir adelante. (?) Mientras tanto, se abría camino dentro de mí la conciencia de que ante todo debiera ser una cristiana realizada, y sólo podría serlo en la medida en que tratara de buscar complacer a Dios antes que a mi marido. En un encuentro de Familias Nuevas al que asistimos, se habló de los métodos naturales (Billings-temperatura) [No puedo dejar de citar el pequeño libro del Dr. Billings "El don de la vida y el amor". Él y su esposa son los descubridores del método que lleva su nombre. Puede encontrarse en: Juan Pablo II, Dr. J. Billings, El Don de la Vida y el Amor, Regulación natural de la fertilidad, libros mc, Palabra].

Después de escuchar las experiencias de algunas parejas, me entusiasmé. Fue entonces cuando descubrí en mi corazón a la Iglesia como una madre que sabe aconsejar a sus hijos para hacerlos felices y no para privarles de algo; y también descubrí que uno solo era el amor y que podía amar a Dios a través de las personas que me había puesto cerca."

"Me di cuenta de que no podía llevar sola adelante esta nueva aventura, por lo que hablé con mi marido, quien al principio no estaba de acuerdo: no podíamos arriesgarnos, teniendo ya tres hijos? Sin embargo, sentí que no debería sentirme justificada con su actitud, sino que tenía que hacer mi parte, tratando de conocer a fondo estos métodos. Después de varios meses en los que busqué conocer mi cuerpo, comprendí que me era posible ponerlos en práctica; y el día que estuve segura, se lo comuniqué a mi marido. Fue para nosotros descubrirnos de nuevo: era hermoso estar juntos bajo la mirada amorosa del Padre, que mira en secreto."

"Mi marido también se sintió envuelto por este clima de amor, al ver la diferencia y al alejarnos un poco de las ocasiones que pudieran conducirnos a un amor no puro, por encontrarnos purificados en los días de espera. Nos dábamos cuenta de que además de la confianza en Dios renacía en nosotros, como por milagro, el deseo de estar abiertos a la vida."

"Actualmente llevamos a nuestras espaldas 20 años de matrimonio y hace 14 que seguimos con confianza los métodos naturales. Es cierto que no nos han faltado caídas, que he de decir que nos han servido para volver al camino con nuevos alientos; nos hacen descubrir la fragilidad humana, nuestras debilidades, y que somos criaturas siempre necesitadas de la misericordia del Creador. Es una cuestión de calidad de amor, un amor que no conoce lo que es el hastío. "

Sin embargo, hay que añadir que elegir solamente el momento no fértil debe obedecer a razones proporcionadas: si se dan las condiciones que podrían permitir acoger la vida, tratar de evitarlo es un modo de no valorar esa vida, de no verla como un bien. Nadie rechaza un regalo importante sin motivos proporcionados, y si ocurriera, se consideraría como un desprecio a ese regalo, o al menos, ese regalo no se ve como un bien para uno. En este caso, la pareja no actuaría contra la vida desde el punto de vista del acto sexual, y respetaría por tanto su realidad; pero sí que actuaría contra la vida desde el punto de vista del amor matrimonial, porque ésta podría acogerse y no se quiere, lo que implica que esa vida ahora no se considera un bien. Pero el amor matrimonial es creador, lleva la fecundidad en su misma esencia, como hemos visto. Por tanto, limitar sin razones proporcionadas, limitar injustamente podríamos decir, el poder creador del amor, es limitar el amor mismo. Todo esto es muy diferente del que debe renunciar al bien de la vida por razones consistentes, por sentido de responsabilidad y por respeto a ese bien, lo cual no impide seguir valorándolo como tal y en modo alguno es una actitud negativa.

La castidad ilumina particularmente el mundo de las relaciones entre las personas, o, equivalentemente, es un componente importante en la construcción de la soledad - no-soledad de cada uno. De acuerdo con el planteamiento de comunicación y sintonía que estamos haciendo, el placer sexual está al servicio del amor esponsal, y sólo en el marco del matrimonio se dan las condiciones objetivas que permiten al acto sexual ser un medio maravilloso de unión y comunicación (aunque lógicamente el marco sin más no sea suficiente para que así ocurra). Sin la plenitud de entrega mutua del amor matrimonial, el acto sexual tiene objetivamente menos contenido humano del que le corresponde, expresa menos amor, y por ello es fácil que lo físico pase más a primer plano. Esto podría conllevar instrumentalizar al otro, utilizar el sexo más bien para satisfacción propia, buscar el placer sexual en sí mismo. Todo esto distorsiona la comunicación, porque implica replegarse sobre uno mismo, y considerar al otro, en mayor o menor medida, como simple medio, como objeto.

Buscar el placer sexual en sí mismo es lo que clásicamente se ha llamado lujuria. ¿Es acaso anti-ecológico buscar el placer? La respuesta no es universal, depende del placer de que se trate. O sea, depende de la realidad, de la verdad de las cosas. Hay un placer de apreciación, como el que sentimos ante un paisaje o un perfume agradables, por ejemplo. Buscamos ese tipo de placer en multitud de ocasiones, como cuando tomamos un aperitivo que no responde a una necesidad estricta de alimentarnos. Nos gusta disfrutar de la vida, y el placer es un ingrediente más. Pero observemos que en todos los ejemplos anteriores el placer aparece de un modo perfectamente acorde a su realidad: al ver un paisaje bonito, al oler un perfume, al comer algo sabroso. Se violentaría esta realidad si por ver el paisaje descuidáramos la conducción, por ejemplo, o si el perfume tuviera un componente nocivo, o si el afán de aperitivos degenerara en gula, y cosas así. Entonces buscar el placer nos haría daño. Hemos visto que el placer sexual va asociado al encuentro amoroso más bello que se puede dar entre dos seres humanos, por lo cual buscarlo directamente - prescindiendo de ese encuentro o dejándolo en segundo plano - distorsiona su realidad. Tanto si se busca en el acto sexual, como si se busca en solitario, se deja de lado su aspecto central, que es la de acompañar y reforzar la unión amorosa. Por eso la lujuria, en la medida en que se convierte en hábito, lleva al egoísmo, porque el filtro con el que se tiende a considerar las relaciones personales es el de la propia satisfacción sensual. Escribió J. Pieper [J. Pieper, Las virtudes fundamentales, Rialp, 1997] con toda contundencia que la esencia de la lujuria es el egoísmo; como el egoísmo es letal para el amor, es fácil deducir el efecto de la lujuria para el amor.

Conviene concretar estas ideas para el caso particular de la castidad matrimonial. Se falsificaría la expresión física del amor conyugal si se buscase el placer en sí mismo. Como hemos visto, en la medida en que esto se fuera imponiendo la comunicación se vería afectada, pues quien actuara así se replegaría sobre sí mismo. Puede ser fácil pasar de la sensación de placer a buscarlo directamente, y en esto reside la esencia de las deformaciones del amor entre hombre y mujer [K. Wojtyla, Amor y Responsabilidad, Plaza & Janés,1996]. La contracepción reúne condiciones objetivas para producir esa deformación, pues puede dar lugar a un mayor protagonismo de lo físico. En efecto: si en ausencia de contraceptivos un acto sexual sería potencialmente fecundo, los cónyuges al unirse serían conscientes de que podrían ser padres, de que su acción física les une a la vez que podría dar vida. Si eliminan esta segunda posibilidad mediante un acto contraceptivo, le estarían quitando contenido a su acción física, con lo que en parte estarían dejando simplemente la acción misma, lo físico.

Este no sería el caso si el acto fuera infecundo de suyo, por ejemplo a causa de la edad: la acción física tendría todo el contenido posible, aunque supieran que no van a ser padres. Lo mismo se aplicaría al caso de esterilidad como consecuencia de un tratamiento médico curativo, mientras sea algo inevitable y no querido, es decir, que no exista deseo de eliminar la posibilidad de ser padres.

Parece que todo esto conduce a sugerencias de conducta básicamente negativas: no usar contraceptivos, no ser infiel a tu pareja, no ser promiscuo, no buscar placer sexual solitario (ni física ni mentalmente), no mirar con deseo, y otras prohibiciones parecidas. Obsérvese que los bienes - y la capacidad de relación y sintonía, el amor en definitiva, es el mayor bien - se consiguen y potencian de dos modos: cultivando su crecimiento, y protegiéndolos de ser dañados. Todas esas medidas negativas son protectoras, son necesarias por tanto para el desarrollo del amor. Sin embargo, es evidente que no son suficientes. Una vida centrada en esas prohibiciones sería asfixiante. Establecidos los mínimos de partida, la persona puede lanzarse a amar a sus semejantes con toda radicalidad, lo cual quiere decir dotar a sus relaciones de afirmación del otro, de respeto, de intentar ser don para cada uno en la medida que corresponda, y en definitiva de toda la maravillosa e inagotable riqueza propia del bien humano del amor.

Aterrizando un poco más en la realidad cotidiana, hay que complementar las reflexiones anteriores con la cuestión de cuándo se constituye el amor esponsal: ¿en la boda? Parece que una pareja que se quiere mucho viviría el acto sexual con todo el contenido humano requerido, o que la boda poco añadiría a una convivencia estable y asumida como definitiva, por ejemplo. Sin embargo, hemos visto que el amor esponsal nace de un compromiso, del momento en que la pareja tiene objetivamente claro que se entregan mutuamente para siempre. El máximo amor nace de la máxima entrega, por tanto para siempre, y esto debe estar objetivamente patente. En teoría no sería necesario ningún acto social o religioso. Pero la comunidad se va a ver afectada por la nueva unión, y es razonable que establezca unas normas para aceptarla como válida, lo mismo que es razonable que establezca unas medidas que aseguren en lo posible la consistencia y objetividad del compromiso.

Por otra parte, hemos visto que el amor esponsal incluye apertura a la vida. Entonces, mientras esta posibilidad esté excluida, por intenso que sea el enamoramiento no existe el amor esponsal. Y parece que, si se van a traer nuevos hijos a la comunidad, es lógico que ésta tenga algo que decir. En resumen: el amor esponsal se constituye con un compromiso real - válido, objetivo - de entrega mutua para siempre y abierto a la vida. En principio, desde que ambos asumen tal compromiso, su enamoramiento se transforma en amor esponsal. Aunque, si la pareja tiene todo eso claro, no sólo no le importará rubricarlo y protegerlo con las acciones legales que su comunidad haya dispuesto, sino que lo verá como lo más razonable: la boda es el momento en el que su compromiso se hace objetivo para todo el mundo, incluidos ellos. Se podría sospechar de la sinceridad de su amor si no quisieran casarse sin especiales razones contra las costumbres nupciales de su comunidad.

En relación con esto último, conviene añadir una consideración importante cuando la comunidad de que se trata es la Iglesia Católica. Es sabido que el matrimonio católico es un sacramento, lo que implica una acción especial de Dios en la que no podemos profundizar ahora, que hace del estado conyugal un verdadero camino de santidad. La única visión absolutamente verdadera de la realidad es la que tiene Dios; por tanto es lógico querer contraer matrimonio ante su mirada, desear que bendiga ese amor mutuo, que lo afirme y lo transforme en algo tan grande como sea posible. Lo lógico es que la pareja quiera sentirse mirada por Dios como tal, o sea, como una unidad nueva. En la Iglesia Católica, todo esto pasa a través del sacramento del matrimonio.

La Iglesia tiene potestad suficiente sobre los sacramentos, dentro del respeto a la voluntad fundadora de Jesucristo, como para establecer las condiciones de su válida administración. Los ministros del sacramento del matrimonio son los cónyuges, y durante mucho tiempo el matrimonio sacramento quedaba constituido cuando ellos lo decidían, sin que hiciera falta ninguna ceremonia especial. Pero la necesidad de proteger el pacto conyugal de los abusos que esto propiciaba llevó a la Iglesia, en el siglo XVI, a exigir unas condiciones concretas para la validez del sacramento. Por eso el matrimonio entre católicos no es válido si no se realiza de acuerdo con las condiciones dispuestas por la Iglesia. El compromiso conyugal para los miembros de esta comunidad es así, y no existe hasta que se administra el sacramento. Por eso, si una pareja que pretenda amor esponsal rehúsa el sacramento, existirá entre ellos un vínculo psicológico o del tipo que sea más o menos profundo, pero deben ser conscientes de que no son un verdadero matrimonio.

En definitiva, desde que se constituye válidamente el pacto conyugal, desde que comienza propiamente el amor matrimonial, hay pues un antes y un después. Puede parecer natural hacer vida sexual en cuanto la relación ha madurado suficientemente, pero ya hemos quedado que es muy distinto sentirse más o menos unido a alguien, a estarlo realmente, objetivamente. Hasta ese momento no se da la unión completa de las personas, lo mismo que un contrato no es tal hasta que se firma. Es así: un segundo antes de la firma no tengo este pedido millonario, por ejemplo. Un segundo después, todo es diferente. Un momento antes de unirse irrevocablemente el uno al otro, entregándose como don mutuo y dispuestos a recibir el don de la vida, no existe todavía el amor esponsal: la decisión está ahí quizá desde hace tiempo, los sentimientos empujan en esa dirección, pero falta justamente dar el paso de constituirse en esa realidad nueva que es el matrimonio.


Ahora que la relación entre ambos es de esposo y esposa, ahora que cada uno se ha hecho don de sí para el otro, es cuando tiene pleno sentido ser corporalmente don de sí para el otro en el acto sexual. Y cabría esperar que ese don no haya sido previamente de nadie: no es lo mismo regalar algo que ya se ha regalado a otros anteriormente. Supone valorar especialmente a la persona con quien se vivirá el amor esponsal reservarse para ella, no ser de nadie antes, porque darse físicamente en cierto modo es darse uno mismo, porque el cuerpo es uno mismo, no un traje biológico. Es querer reservar los momentos de mayor intimidad para la persona escogida, definitiva, sólo ella tendrá acceso a esas parcelas de mí mismo. Independientemente de que luego puedan aparecer otros problemas, una pareja que haya vivido así, reservándose el uno para el otro, edifica su amor esponsal sobre un cimiento de exclusividad que es un buen comienzo para construir una unidad firme.

Puede objetarse que quizá alguien no está ya en condiciones de poder plantear así las cosas. Pero si lo mejor ya no es posible, siempre queda lo mejor dentro de lo posible, reservarse a partir de ahora para esa persona definitiva. Otra objeción podría surgir ante un noviazgo que se ve muy firme, tal vez con boda próxima. Se tiene la evidencia de que la persona definitiva está ahí. En tal caso, perdería fuerza la necesidad de espera por reservarse justamente para ella, aunque mantener esta actitud hace experimentar la sinceridad y determinación del reservarse en exclusiva para el esposo o la esposa. Pero siguen en pie las razones que ya hemos expuesto anteriormente basándonos en la realidad de la sexualidad humana.

En efecto, hacer vida sexual antes del momento en que se constituye el matrimonio, cuando la unión de personas no es total, y la posibilidad de hijos está excluida, según hemos visto implicaría falsear la comunicación. Si se realiza el acto de unión, pero sin unión real completa de las personas, se está diciendo con el lenguaje del cuerpo algo que no es cierto. Si se actúa contra la vida, se distorsiona el lenguaje del cuerpo. La vida sexual en esta situación reúne muchas condiciones para enturbiar la comunicación. Quizá no siempre el amor sufra daños de estas actuaciones, pero los elementos nocivos objetivos están ahí, y no parece sensato exponerse a situaciones perjudiciales a ver si con un poco de suerte no pasa nada. Es tan difícil la comunicación entre las personas, son tan fáciles los malentendidos y malinterpretaciones, es tan sorprendente cómo puede uno discutir, incluso dolorosamente, con la gente que más quiere, que lo lógico es intentar cuidar lo más delicadamente posible los medios que tenemos para comunicarnos. La sexualidad es un don maravilloso que Dios ha diseñado para permitirnos vivir una comunión de personas con un nivel de amor máximo. Vivir bien ese regalo es lo sensato. Maltratarlo es fácil, pero es un juego peligroso, como indica la abundante evidencia experimental.

Llama la atención tanto sufrimiento asociado desde siempre a la castidad no vivida. Es cierto que vivirla exige lucha, y quizá sufrir a veces; pero es muy diferente el sufrimiento destructor, que el que implica crecimiento y vida lograda. La castidad es condición necesaria para amar: facilita la afirmación del otro, el desprendimiento, el ser don. Protege y vivifica las relaciones personales, porque evita que se instrumentalice -mucho o poco - a los otros, y al contrario, ayuda a mantener una actitud de apreciación abierta a los valores de las personas. Ayuda a ser más libre, porque la castidad implica autodominio. En definitiva, es un importante componente de la ecología humana.