Vigencia y actualidad de los Diez Mandamientos

 

Aurelio Fernández
Cfr. Moral especial
Rialp, Madrid 2000, cap
ítulo I.

 

Los Diez Mandamientos expresan no sólo el plan de Dios acerca de cómo ha de conducirse el ser humano, sino que le ofrece la certeza de que esos preceptos protegen y valoran su libertad. Consecuentemente, no representan un peso que le resta autonomía, sino que responden al ser mismo del hombre y de la mujer. Por ello, su cumplimiento es la garantía de que la persona humana alcanzará su propia perfección y con ella la felicidad a la que aspira.

Relación de la Moral Fundamental con la Teología Moral Especial

Es común que todas las ciencias se dividan en dos partes: Fundamental y Especial. Como es lógico, ambas se complementan mutuamente. La Fundamental trata de exponer los principios sobre los que se asienta la asignatura, mientras que la Especial estudia los temas propios de cada saber. Sin los principios que expone la Fundamental, la Especial carecería de base o de fundamento. Sin la parte Especial, que ofrece las materias sobre las que versa tal ciencia, la Fundamental no lograría introducirse en la temática propia de la asignatura.

Lo mismo acontece con la Teología Moral. En el tratado de Moral Fundamental se exponen los principios o fundamentos del actuar ético de la persona, con el fin de obtener criterio para juzgar cuándo sus actos pueden ser calificados de "buenos" o "malos". En la Moral Especial se estudian y desarrollan la materia y los temas concretos en los que el hombre y la mujer han de vivir moralmente; o sea, se considera cómo, dónde y en qué ámbitos concretos de su existencia la persona ha de practicar el bien y evitar el mal.

Conforme a ese esquema, en el volumen Moral Fundamental hemos expuesto los siguientes temas: Modo de integrar la Moral en el campo de la Teología. También estudiamos los fundamentos de la moralidad y las cuatro columnas sobre las que se asienta el actuar ético del hombre: la libertad, la conciencia, la norma o ley moral y las fuentes de la moralidad. Estos temas ?junto con los dos efectos de la vida moral: la virtud y el pecado, constituyen los diez temas que se enuncian en el Índice de la Teología Moral Fundamental de esta misma Colección de "Iniciación Teológica" [Cfr. A. FERNÁNDEZ, Moral Fundamental. Ed. Rialp. Madrid 2000, 201 pp.]

Ahora bien, dado que el hombre y la mujer deben actuar éticamente y que sus acciones pueden ser buenas y malas, cabe preguntar: ¿Qué ámbitos de su vida caen bajo el juicio moral, de forma que podamos calificarlos como éticamente "buenos" o, al contrario, cabe juzgarlos como "malos"? ¿Cómo estudiar el actuar de la persona de modo que podamos deducir con claridad la bondad o malicia de sus acciones? La respuesta a estas y otras preguntas constituye el objeto de la Moral Especial. Ahora bien, el estudio de estas cuestiones puede hacerse desde ángulos ópticos diversos, por lo que, a lo largo de la historia, ha dado lugar a tres modelos distintos de estructurar los contenidos de esta asignatura.

Diversos modelos de exposición de la Teología Moral Especial

Como queda consignado en la Moral Fundamental, la Teología Moral es una asignatura nueva en la historia de la Teología. Desde el inicio de la teología como ciencia, la Teología Dogmática y la Teología Moral se han estudiado juntas, formando una perfecta unidad. Los temas de uno y otro tratado se sucedían en los libros, con método idéntico, si bien con las diferencias que demandaba cada tema, bien fuese una verdad a creer (Dogma) o se tratase de una conducta a vivir (Moral).

Pero la Teología Moral se separó de la Teología Dogmática y constituyó una ciencia nueva en el comienzo del siglo XVII, exactamente en el año 1600. Las razones son varias. Cabe reducirlas a dos: Primera, era necesario iluminar más de cerca la conducta de los cristianos con el fin de que supiesen con claridad qué acciones eran buenas y cuáles debían calificarse de malas. Segunda, se imponía elaborar una teología moral menos teórica y más práctica, que ayudase a los sacerdotes a instruir y orientar a los fieles en el confesionario.

Conforme a esa doble finalidad, los primeros autores optaron por dos sistemas distintos. Unos estructuraron los contenidos de la doctrina moral sobre el esquema del Decálogo; es decir, explicaban los Diez Mandamientos. Otros eligieron el modelo de las virtudes; o sea, expusieron la doctrina moral en torno al estudio de las tres virtudes teologales (fe, esperanza, caridad) y de las cuatro virtudes cardinales (prudencia, justicia, fortaleza, templanza).

Ambos sistemas, como es lógico, tienen ventajas e inconvenientes. El método del desarrollo de la Teología Moral bajo el esquema de los Diez Mandamientos tiene su origen en la Biblia: así se recogen en las Tablas de la Ley entregadas por Dios a Moisés (Ex 20,1-17). Al mismo tiempo, el enunciado del Decálogo ofrece un método fácil, pues sobre los Diez Mandamientos se puede articular el conjunto de las normas morales con las que el hombre se encuentra en su existencia.

Por su parte, la sistematización de la Teología Moral en el esquema de las virtudes tiene también una larga tradición: Enlaza con Aristóteles, que fue el primer filósofo de Occidente que escribió diversos tratados filosóficos de la Ética y lo hizo en torno a los hábitos o virtudes. Este mismo método es seguido por Santo Tomás de Aquino, que elaboró el primer tratado de Teología Moral estudiando cada una de esas siete virtudes [Santo TOMÁS de AQUINO, Suma Teológica II-II, qq. 1-170].

Junto a las ventajas cabe también enunciar las limitaciones de estos dos modelos de Teología Moral Especial. El esquema de los Mandamientos tiene dos dificultades que es preciso obviar: Primera, se corre el riesgo de quedarse en los enunciados éticos del A.T. sin recoger la abundante doctrina del mensaje moral predicado por Jesús. Segunda, este esquema puede acentuar el aspecto normativo que encierra el término "mandamiento", lo que daría lugar a una moral legalista y jurídica en exceso. Y es sabido, que la sensibilidad actual rehuye una moral excesivamente sometida a normas. Es cierto que tal dificultad es fácilmente subsanable, puesto que también la Biblia comparte esta sensibilidad. El hecho es que la moral del N.T. -aun contando con verdaderos preceptos morales- tiene en cuenta y de modo preferente la libertad del hombre, al que Jesucristo alienta para que se decida por el bien de un modo voluntario y libre.

Por su parte, también la Teología Moral que se desarrolla en el estudio de las virtudes puede evocar en exceso la ética pagana de Aristóteles, lo cual corre el riesgo de no contemplar suficientemente algunas virtudes típicamente cristianas, como es la humildad. A su vez, el esquema de las virtudes podría inducir a una moral excesivamente sometida a costumbres. Este defecto se puede obviar si se tiene en cuenta que la psicología actual ?y con ella, también la ciencia moral- vuelve a descubrir la importancia de que la persona desarrolle actitudes fundamentales, que le lleven a actuar conforme a modos constantes de acción, o sea, que desarrolle hábitos buenos, lo cual es, precisamente, lo que define a la "virtud".

Estos dos modelos se desarrollaron a lo largo de cuatro largos siglos y aún hoy ambos tienen plena vigencia. Pero, actualmente, algunos teólogos optan por una tercera sistematización: tratan de iluminar éticamente la vida concreta del hombre y de la mujer. En consecuencia, desarrollan los temas de la Teología Moral Especial siguiendo este esquema: "Moral de la Persona", en la cual integran las relaciones del hombre con Dios, los temas de la familia y del matrimonio, a los que añaden el amplio campo de la sexualidad y de la bioética. Y la "Moral Social", que estudia las dimensiones sociales, económicas y políticas de la vida del creyente, incluidas las instituciones sociales y las leyes que regulan la convivencia.

Es claro que estos tres modelos ?cada uno con sus ventajas e inconvenientes- son aptos para desarrollar los contenidos doctrinales que deben figurar en el Índice de un manual de Teología Moral Especial. Aquí, por su facilidad, hemos optado por el esquema de los Diez Mandamientos. Pues, a las ventajas arriba señaladas, es el método elegido por el Catecismo de la Iglesia Católica, el cual puede servir de guía a los lectores de este manual. Al mismo tiempo, se ha procurado evitar los inconvenientes arriba señalados. Y, en un afán de síntesis, hemos aprovechado las ventajas de los otros dos modelos para asegurar un desarrollo de la Moral Especial, breve en exceso, pero lo más completo posible.

El misterio de la llamada a la comunión de los hombres con Dios y entre sí y su realización práctica

Lo más importante no es el modelo a elegir, sino que lo decisivo es explicar con rigor cómo la moral cristiana pretende que el creyente logre la plenitud de su vida y, que, al mismo tiempo, alcance la comunión con Dios y con demás hombres. Y esto es lo que se pide a la Moral Especial bien se siga el esquema de los mandamientos o se estudien las virtudes o se consideren las situaciones normales de la existencia de cada hombre o mujer. En síntesis, cualquier esquema de un tratado de Moral Especial ha de alcanzar, simultáneamente, los tres objetivos siguientes:

Primero. Debe resaltar que la moral católica explica, satisface y perfecciona la vocación ética de cualquier hombre o mujer. En efecto, la Moral Especial ha de mostrar que las exigencias morales no son un añadido a la persona: no son impuestas por la sociedad, ni por los padres o maestros, ni por la Iglesia o sus ministros, sino que nacen de la propia vocación personal, pues el hombre es "un ser moral por naturaleza". Por ello, es preciso afirmar que las exigencias morales de los Diez Mandamientos son una dimensión intrínseca de la naturaleza humana; es decir, no son extrínsecos al ser del hombre, sino que dimanan de su naturaleza.

Prueba de ello es que una diferencia muy marcada entre el animal y el hombre (además de la racionalidad y la socialidad) es el comportamiento moral. El hombre y la mujer orientan su vida de acuerdo con unas normas éticas; el animal, por el contrario, se conduce por el instinto. Por eso, como escribió Aristóteles, "el hombre es el mejor de los animales cuando vive la ética y el peor animal cuando se guía por el instinto" [ARISTÓTELES, Política I, 1, 20, 1253a.]. Pues bien, la Moral Especial parte del hecho de que, desde el mismo origen, Dios ha determinado que el hombre y la mujer deben conducirse éticamente. Por ello, advirtió a Adán y a Eva que ellos no eran dueños del "árbol del bien y del mal" (Gn 3,1-5): no debían comer sus frutos según su antojo; o sea, que no podían comportarse éticamente de un modo caprichoso y arbitrario.

Como es sabido, bajo este mandato divino, no se oculta un dominio despótico de Dios sobre la conducta humana, sino que el texto bíblico quiere expresar, que, dado que Dios ha creado al hombre y a la mujer, sólo Él sabe y por ello determina lo que es bueno o malo para ellos. Por eso les advierte: "no hagáis el mal", porque os deteriora; "haced el bien", pues así mejoraréis y perfeccionaréis vuestro mismo ser. En consecuencia, la Moral Especial ofrece al cristiano el conocimiento de aquellas materias en las que debe actuar el bien y en aquellas otras que ha de evitar para no cometer el mal. De este modo, la moral ayuda a la persona a mejorar, a perfeccionarse, a dar gloria a Dios y así alcanzar, con la ayuda de la gracia, la felicidad eterna. Al mismo tiempo le da la seguridad de que, cuando el hombre comete el pecado, se destruye, porque rompe su unidad interior.

Segundo. La Moral Especial enseña que la conducta moral facilita que el hombre y la mujer se comuniquen amistosamente con Dios. Y esa buena conducta posibilita que vivan en comunión con Él, pues en Dios reconocen su origen, se orientan a Él como a su fin y se relacionan como un hijo con su padre. Es evidente que el bien ayuda a la persona humana a encontrarse en amistad con Dios; por el contrario, el pecado le aleja de Él. La imagen más plástica es la de Adán y Eva, que vivían unidos a Dios hasta que cometieron el pecado, y, una vez que se dejaron seducir por el demonio, se sienten alejados de Él, no responden a su llamada y se sienten avergonzados en su presencia.

Tercero. Finalmente, la conducta moral es un elemento imprescindible para que exista una convivencia armoniosa entre los hombres. En efecto, es lamentable que, mientras, al principio, Adán se alegró inmensamente cuando Dios le presentó a su mujer Eva, y ambos vivían felices en el Paraíso, una vez que han pecado, los dos se acusan mutuamente. Y es que el mal moral engendra la desunión y el caos en la convivencia humana.

En resumen, la vida moral es el ámbito natural en el que la persona se perfecciona a sí misma, vive en estrecha comunión con Dios y logra la paz y la concordia entre todos los demás hombres. Tal es el fruto del cumplimiento de los mandamientos, o el clima social que se origina cuando se practican las virtudes, o la situación que se crea en caso de que el hombre y la mujer se conduzcan rectamente con Dios, vivan las exigencias éticas en sus mutuas relaciones y se comporten éticamente en la vida familiar, en el ámbito social, en las relaciones económicas y en la convivencia política.

Y esta situación descrita no es una mera utopía, pues la historia testifica que aquellas épocas históricas en las que los hombres vivieron las exigencias éticas del Evangelio -a pesar de que nunca ha faltado la aparición del mal-, esos momentos de la sociedad se distinguen por la armonía que reina en las múltiples manifestaciones de la vida. Por el contrario, la historia es pródiga en mostrar no pocos ejemplos de desorden social y de corrupción de las costumbres, que coinciden siempre que los hombres descuidan el ejercicio de las virtudes o actúan de espaldas a lo que prescriben los Diez Mandamientos.

De este modo, el hombre y la mujer alcanzan el fin de la ciencia moral, que es lograr una vida feliz, lo cual coincide también con la vocación natural del hombre. En efecto, la vida moral tiende a que la persona sea feliz, tal como Dios lo ha dispuesto en su corazón: la felicidad es el fin de la vida humana. Dios ha creado al hombre para la felicidad y, como fruto inmediato de la felicidad individual, se origina la concordia en la convivencia social. Pero, para alcanzar la felicidad individual y la paz social, el hombre y la mujer deben vivir de un modo éticamente correcto. Así se expresa el Catecismo de la Iglesia Católica:

"La bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor" (CEC 1723).

Los Diez Mandamientos

Durante la estancia en Egipto y a lo largo del camino hacia la "tierra prometida", los israelitas se habían comportado de acuerdo con las viejas tradiciones del pueblo hebreo desde su inicio con Abraham. Pero, ya en el desierto, recibieron grandes revelaciones divinas, pues Dios mismo se comunicaba con el pueblo y dictaba las órdenes convenientes hasta llegar a Palestina, lugar en el que debían establecerse.

Pues bien, al pié del monte Sinaí, en medio de signos y señales extraordinarias, Dios se revela a Moisés y le entrega el Decálogo, que los israelitas denominarán de continuo las "diez palabras". Esta es la narración, tal como la transmite el Éxodo: "Entonces pronunció Dios todas estas palabras. Yo, Yavéh, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de la servidumbre" (Ex 20,1). A continuación, el texto sagrado anuncia los Diez Mandamientos. El relato continúa así: "Todo el pueblo percibía los truenos y relámpagos, el sonido de la trompeta y el monte humeante" (Ex 20,19). La narración bíblica finaliza con esta advertencia por parte de Dios: "Dijo Yavéh a Moisés: Así dirás a los israelitas: Vosotros mismos habéis visto que os he hablado desde el cielo. No haréis junto a mí dioses de plata, ni os haréis dioses de oro. Hazme un altar de tierra para ofrecer sobre él tus holocaustos y tus sacrificios" (Ex 20,22-23).

El pueblo de Israel tuvo siempre presente esta advertencia de Yahveh y asumió el Decálogo como el código de conducta moral, al que debía acomodar toda su existencia. La tradición judía añadirá que Dios mismo escribió esas Diez Palabras "con su dedo" (Ex 31,18). Y Moisés recuerda al pueblo cómo han sido escritas por Dios y entregadas a él: "Estas palabras dijo Yavéh a toda vuestra asamblea, en la montaña, de en medio del fuego, la nube y la densa niebla, con voz potente, y nada más añadió. Luego las escribió en dos tablas de piedra y me las entregó" (Dt 5,22).

Con el Decálogo, Dios cerró la alianza con su pueblo, por eso al Decálogo se le denomina las "tablas del Testimonio" (Ex 31,18; 32,15; 34,29). Y como un testimonio permanente, las dos tablas debían guardarse en el Arca, que será de "madera de cedro" y "revestida de oro por dentro y por fuera", y en "derredor", llevará "una moldura también de oro" (Ex 25,10-16). Asimismo, se prescribe que el Arca debe ser colocada en medio de la tienda, que hacía de templo (Ex 40,1-2).

El porvenir del pueblo de Israel está condicionado al cumplimiento de los Diez Mandamientos: "Si amas a Yavéh y sigues sus mandamientos vivirás y te multiplicarás; Yavéh tu Dios te bendecirá en la tierra a la que vas a entrar para tomarla en posesión" (Dt 30,16-17). Más tarde, los Profetas recordarán al pueblo las exigencias morales contenidas en estos Diez Mandamientos (cfr. Jr 7,9; Ez 18,5-9; Os 4,2, etc.). El Catecismo de la Iglesia Católica comenta esos pasajes en los siguientes términos: "El Decálogo se comprende ante todo cuando se lee en el contexto del Exodo, que es el gran acontecimiento liberador de Dios en el centro de la antigua Alianza. Las "diez palabras", bien sean formuladas como preceptos negativos, prohibiciones o bien como mandamientos positivos (como "honra a tu padre y a tu madre"), indican las condiciones de una vida liberada de la esclavitud del pecado. El Decálogo es un camino de vida" (CEC 2057).

La obligación del Decálogo

Los Diez Mandamientos mantienen su valor a través de la historia del judaísmo y son también válidos para los hombres de todos los tiempos, especialmente, para los cristianos. Por eso la Iglesia continúa explicando el Decálogo y urge su cumplimiento.

La razón fundamental es que sus contenidos éticos corresponden a las exigencias de la dignidad del hombre. En efecto, Dios no podía exigir una moral de "máximos" al pueblo de Israel, que, en aquella época tan primitiva de su historia, no gozaba de suficiente altura moral. Además, salía de un estado de esclavitud y debía vivir largo tiempo en el desierto, en unas situaciones infrahumanas, antes de establecerse definitivamente en Palestina. Por todo ello, el Decálogo, tal como está enunciado en el Éxodo, contiene unos preceptos que, de acuerdo con la terminología posterior, responde a la denominada "ley natural". Es lo que afirma también el Catecismo de la Iglesia Católica: "Los diez mandamientos pertenecen a la revelación de Dios. Nos enseñan al mismo tiempo la verdadera humanidad del hombre. Ponen de relieve los deberes esenciales y, por tanto indirectamente, los derechos fundamentales, inherentes a la naturaleza de la persona humana. El Decálogo contiene una expresión privilegiada de la ley natural" (CEC 2070).

Seguidamente, el Catecismo recoge esta cita de san Ireneo: "Desde el comienzo, Dios había puesto en el corazón de los hombres los preceptos de la ley natural. Primeramente se contentó con recordárselos. Esto fue el Decálogo" [San IRENEO, Contra las herejías 4, 15,1. PG 7, 1012].

En efecto, Dios reveló los Diez Mandamientos, para que el hombre adquiriese un conocimiento más claro y seguro de los deberes morales que están de acuerdo con su naturaleza específica y que responden a su categoría de persona humana. Por esta razón, resulta normal que Jesús, tanto en su actuación como en sus palabras, diese testimonio continuo de la vigencia del Decálogo (cfr. CEC 2076).

Efectivamente, Jesús mismo hace alusión y urge el cumplimiento de los Diez Mandamientos. Por ejemplo, en el caso del joven rico. Éste le propone la pregunta ética por excelencia: "Maestro, ¿qué he de hacer yo de bueno para conseguir la vida eterna". Y Jesús le responde: "Si quieres entrar en la vida, guarda los Mandamientos". Seguidamente, Jesucristo enumera diversos preceptos del Decálogo (Mt 19,16-19).

En otra ocasión, ante otra pregunta que le hacen los fariseos acerca de cuál es el mandamiento principal, Jesús menciona también la doctrina en torno a los Diez Mandamientos (Mt 22,34-40).

No obstante, Jesús expresa que, aunque Él no ha venido a destruir la Ley antigua, sin embargo quiere darle pleno cumplimiento, con el fin de llevarla a la perfección (Mt 5,17). De acuerdo con esta misión, Jesús, después de predicar las bienaventuranzas, por cinco veces, propone algunos cambios que perfeccionan la ley antigua. Así, frente al Decálogo que prohibía dar muerte al inocente, Jesús condena la simple injuria e irritación con el hermano (Mt 5,21-26). En cuanto al sexto mandamiento, Jesús prohibe no sólo el adulterio, sino el pensamiento contra la virtud de la castidad (Mt 5,27-32). En contra del juramento prestado sin necesidad, tan habitual en las costumbres del pueblo, propone el amor a la verdad (Mt 5,33-37). Como corrección a la ley del Talión que devolvía mal por mal, Jesús impera devolver bien por mal (Mt 5,38-42). Finalmente, el "aborrecimiento" al enemigo, queda condenado, de modo que el cristiano tiene que amar al amigo y al enemigo (Mt 5,43-48).

Pero los Diez Mandamientos -con estas importantes reformas que Jesús introdujo- mantienen plena vigencia, de forma que no se oponen a las virtudes ni a las bienaventuranzas, sino que más bien se complementan.

a) Los Diez Mandamientos y las virtudes.- Los Mandamientos son los preceptos que el cristiano ha de cumplir para llevar una vida de acuerdo con el querer de Dios. Pero, para ejecutar esas normas éticas, el creyente ha de llevar a cabo una serie de actos que, repetidos una y otra vez, crean en él un hábito de actuar conforme a lo preceptuado en cada mandamiento. Ese hábito es, precisamente, la "virtud", que se define como "un hábito operativo bueno" [Cfr. Capítulo XIII]. Por consiguiente, "virtud" y "mandamiento" se distinguen, pero no se oponen, sino que más bien se coposibilitan, pues, mediante el cumplimiento de los mandamientos, el cristiano alcanza y logra las virtudes. Asimismo, a quien practica la virtud le es más fácil cumplir los mandamientos.

b) Los Mandamientos y las bienaventuranzas.- También se distinguen los Mandamientos y las bienaventuranzas, pues el Decálogo tiene la fuerza de una imposición moral, mientras que las bienaventuranzas aluden más bien a las disposiciones que ha de tener el cristiano para vivir todas las exigencias morales que se encuentran en los Mandamientos. En este sentido, mandamientos y bienaventuranzas se perfeccionan mutuamente, pues se orientan al mismo fin. Igualmente, mientras los mandamientos vinculan la conciencia, las bienaventuranzas ofrecen el clima para cumplirlos con perfección. Así se expresa la doctrina de la Encíclica Veritatis splendor: "Las bienaventuranzas no tienen por objeto unas normas particulares de comportamiento, sino que se refieren a actitudes y disposiciones básicas de la existencia y, por consiguiente, no coinciden exactamente con los mandamientos. Por otra parte, no hay separación o discrepancia entre las bienaventuranzas y los mandamientos: ambos se refieren al bien, a la vida eterna (...). Las bienaventuranzas son ante todo promesas de las que también se derivan, de forma indirecta, indicaciones normativas para la vida moral" (VS 16).

En este sentido, las bienaventuranzas abren un horizonte nuevo a la vida moral, pues conducen más directamente a la imitación de Jesucristo, pues "son una especie de autorretrato de Cristo y, precisamente por esto, son invitaciones a su seguimiento y a la comunión de vida con Él" (CEC 16).

Ateísmo. Agnosticismo. Secularismo

El reverso de una existencia cristiana (que consiste en estar a la escucha de la revelación de Dios y disponerse a llevar un género de vida conforme a su voluntad) lo constituyen otros fenómenos culturales nuevos, que se oponen a Dios y no cuentan para nada con las directrices morales que Dios propone a los hombres. Son algunos errores modernos, entre otros, el ateísmo, el agnosticismo y el secularismo.

Ateísmo.- El "a-teo" es quien dice un "no" radical a Dios: para el ateo Dios no existe. El ateísmo no es un fenómeno original, sino originado. Es decir, el hombre, tal como se mantiene en todas las culturas más antiguas, es un ser religioso, hasta el punto de que entre los datos que la Paleontología usa para distinguir si se trata de restos humanos o de un animal, concluye que se trata de un ser humano, si junto a ellos, se encuentra algún elemento de culto. Y es que, como se asegura de ordinario tanto en la Filosofía como en las Ciencias de la Religión, el hombre es un ser esencialmente religioso.

El ateísmo es además un fenómeno nuevo. Es cierto que siempre han existido hombres que negaron la existencia de Dios, pero se trataba de casos aislados. La Biblia recoge este dato: "Dijo el insensato: no hay Dios" (Salmo 10,4). Pero se trata, precisamente, del "insensato", o sea, el que no tiene bien la razón. Incluso, cuando entre los griegos, los epicúreos, por ejemplo, negaban a Dios, no se trataba de un ateísmo, tal como hoy se entiende, sino que negaban la existencia de los dioses que se aceptaban en aquella sociedad pagana y politeísta.

Pero, modernamente, el ateísmo ha cobrado una especial fuerza en aquellas naciones que hace siglos aceptaron y profesaron la fe cristiana. El ateísmo sistemático se inicia con Nietzsche y se propaga y se justifica en el marxismo, alcanzando unas dimensiones insospechadas en el siglo XX. Por eso, el Concilio Vaticano II enseña que "el ateísmo es uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo" (GS 19). A continuación, la Constitución "Gaudium et spes" distingue distintas clases de ateísmo, así como se detiene a enumerar las causas que los provocan (GS 19-20).

Pero la Iglesia, no sólo lo valora y lo condena, sino que afirma que en no pocas ocasiones los que niegan a Dios han de considerarse culpables, dado que los ateos asumen unas actitudes ante la vida y ante la existencia de Dios que en buena medida explican el por qué de su negación de Dios: "La Iglesia, fiel a Dios y fiel a los hombres, no puede dejar de reprobar con dolor, pero con firmeza, como hasta ahora ha reprobado, esas perniciosas doctrinas y conductas, que son contrarias a la razón y a la experiencia humana universal y privan al hombre de su innata grandeza" (GS 21).

Agnosticismo.- Hoy el ateísmo ha sido sustituido, en buena parte, por el agnosticismo. Los agnósticos no niegan la existencia de Dios, sencillamente o afirman que la inteligencia humana no puede demostrar su existencia (tampoco lo puede negar con certeza) o, simplemente, prescinden de Dios en su vida.

El agnóstico adopta una postura fácil. Primero, no tiene que esforzarse en buscar argumentos que demuestren que Dios no existe, tal como hacía el ateo. Tampoco recibe la triste herencia que tienen los ateos, pues la historia del ateísmo tiene una larga crónica de persecución y de muerte.

Pero el agnosticismo tiene un vicio inicial: su escasa confianza en la razón. Ahora bien, es preciso invitar al agnóstico a que haga un uso pleno de su inteligencia, puesto que no hay derecho a que una generación que ha empleado tan a fondo la razón para el conocimiento y avance de la técnica, luego, cuando se refiere al hombre o a los valores espirituales, concluya que la razón del hombre es impotente para plantearse los graves problemas en torno al origen y sentido de la vida humana.

Juan Pablo II pone un gran empeño en que el hombre moderno descubra la importancia de la razón para conocer la verdad. Y denuncia ese escaso interés de un sector de la cultura actual por conocer, de forma que más que ocuparse por el desarrollo de la razón, se limita a destacar sus limitaciones: "En lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene el hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus límites y condicionamiento. Ello ha derivado en varias formas de agnosticismo y de relativismo, que han llevado la investigación filosófica a perderse en las arenas movedizas de un escepticismo general" (FR 5).

En efecto, con el agnosticismo se originó el relativismo. El relativismo se inicia con el conocer y destaca la relatividad de la verdad. Pero, seguidamente, surgió el relativismo ético, según el cual, al bien y el mal pierden entidad, de forma que el bien y el mal se juzgan en razón de la opinión de cada individuo o en dependencia de las circunstancias en que se actúa, o que se vive, etc. El relativismo ético es como el cáncer de la vida moral dado que corroe el sistema de los valores morales. Así se expresa Juan Pablo II: "Basándose en la gran variedad de costumbres, hábitos e instituciones que, aunque no siempre niegan los valores humanos universales, sí llevan a una concepción relativa de la vida moral" (VS 33).

El relativismo -bien sea metafísico, gnoseológico o ético- es un mal que daña gravemente la realidad, la verdad y la convivencia, pues es un mal radical, dado que, si todo es relativo, nada es importante y decisivo. Por ello, en la cultura relativista no hay respuestas definitivas para nada; más aún, no existen cuestiones ni preguntas radicales y tampoco últimas. En tal situación cultural, desaparecen las certezas y surgen la zozobra y la angustia, porque el hombre de todos los tiempos lo que busca es la seguridad, y el relativismo le niega el fundamento de la existencia y el sentido último de la vida.

Secularismo.- En una época histórica en la que algunos sectores cualificados del pensamiento se declaran ateos y otras muchas personas se apuntan al agnosticismo, es normal que no pocos ámbitos de la cultura de nuestro tiempo intenten situarse fuera de cualquier influencia religiosa. El secularismo engrosa ese amplio sector de la vida social, económica, política y cultural que trata de organizar el mundo y las estructuras sociales al margen de Dios.

Los Papas Pablo VI y Juan Pablo II denuncian de continuo este secularismo que pretende que Dios esté ausente de la vida de los pueblos. Es cierto que en ocasiones hubo ciertas confusiones entre el ámbito de las cosas de Dios y el orden temporal. Pero el Concilio Vaticano II ha declarado una legítima autonomía de todas las realidades temporales (GS 36, 41, 55, 59).

Ahora bien, también el Concilio ha dejado claro que cualquier realidad creada no debe romper su relación original con Dios (GS 19, 36, 56). Por ello, entre la "clericalización" de la sociedad que busca que la Jerarquía de la Iglesia opine y decida sobre los asuntos temporales y el "secularismo" que niega toda intervención de Dios en la vida de los hombres y en la convivencia de los pueblos, existe un límite. La doctrina moral cristiana se opone tanto al clericalismo como al secularismo.