SAN GREGORIO DE NISA (335-392)

 

VIDA DE MOISÉS
(Primera Parte)

Camino a la Perfección de las Virtudes (Vida de Moisés), Ed. Lumen, Buenos Aires, 1991. Col., Ichthys.

PREFACIO

Cuando los espectadores de los juegos ecuestres ven a sus favoritos comprometidos en la lucha de la carrera, aunque éstos no descuidan nada para ir más rápido, en su deseo de verlos vencer, no pueden evitar gritar desde las tribunas; sus ojos giran con los corredores; excitan (al menos así lo creen) al cochero a un movimiento más rápido; pliegan las rodillas al mismo tiempo que los caballos y extienden sus manos hacia ellos agitándolas como un látigo. No es que estas manifestaciones ayuden a la victoria, pero el interés que muestran por el luchador los lleva a testimoniar su preferencia con la voz y el gesto.

Me parece que hago para contigo algo similar, tú, el más estimado de los amigos y los hermanos, cuando al verte tomar parte en las arenas de la virtud de la carrera divina y apresurarte, con trancos rápidos y ligeros, hacia "el premio a que Dios me llama desde lo alto", te excito con mis palabras, te apresuro y te exhorto a aumentar la velocidad y el ardor. Esto hago, no impulsado por algún arrebato irreflexivo, sino con el deseo de verte colmado de bienes como a un hijo bien amado.

En la carta que me has enviado recientemente, me pides algunos consejos sobre la perfección. Tu pedido me pareció digno de ser acogido. Quizá nada de lo que diga te sea útil. No habré perdido del todo el tiempo si, al menos, te he dado un ejemplo de obediencia. En efecto, al ver que nosotros, que tenemos sobre tantas almas el lugar del padre, hemos considerado que correspondía a nuestros blancos cabellos acceder al pedido de tu virtuosa juventud, estimo que, gracias a este ejemplo, tendrás más afección a la práctica de la obediencia.

Pero ya es suficiente. Debemos emprender ahora nuestro trabajo pidiéndole a Dios que nos guíe. Nos has solicitado, amado, que te describiéramos lo que es la vida perfecta; evidentemente es con el objetivo, si encuentras lo que buscas en nuestra respuesta, de aprovechar para tu propia vida el bien comunicado por nuestras palabras. Desgraciadamente creo que ambas cosas son imposibles. En efecto, ya sea que se trate de describir la perfección o de realizarla en la vida, digo que ambas están por encima de nuestras fuerzas. Quizá, por otra parte, no soy el único en pensarlo y muchos santos personajes, muy adelantados en la virtud, reconocerán que tal cosa está por encima de sus posibilidades. Para no parecer, sin embargo, como dice el Salmista, temblar de espanto donde no hay espanto, te diré más claramente mi pensamiento.

La perfección en todas las cosas que son de orden sensible está comprendida dentro de límites determinados, como la cantidad continua o discontinua. En efecto, toda medida cuantitativa supone límites definidos. Y el que considera el codo y el número diez, bien sabe que la perfección consiste para éstos en que no tienen un comienzo y un fin. Pero, si se trata de la virtud, hemos aprendido del Apóstol que su perfección sólo tiene un límite, que es no tener ninguno. En efecto, este hombre de espíritu amplio y profundo, ese divino Apóstol, al correr por la vía de la virtud jamás cesó de lanzarse "a lo que está por delante". Detener su carrera le parecía peligroso, ¿Por qué? Es que todo bien, por su propia naturaleza, no tiene límites, sino que sólo está limitado por la confrontación con su opuesto: la vida por la muerte, la luz por la oscuridad; y, en general, todo bien se detiene en las realidades que se le oponen.

Del mismo modo, pues, que el fin de la vida es el comienzo de la muerte, así dejar de correr en la vía de la virtud es comenzar a correr en la del vicio. Y he aquí por qué nuestras palabras no eran tan falsas cuando decíamos que en lo que concierne a la virtud es imposible definir la perfección. Hemos mostrado, en efecto, que lo que está contenido dentro de límites no es virtud.

En cuanto a la otra afirmación: que aquellos que tienen parte en la vida virtuosa están imposibilitados de alcanzar la perfección, también se debe precisar el sentido. Lo que es Bien en sentido primero y propio, cuya esencia es la bondad, es decir, la Divinidad misma, posee en sí toda la perfección concebible. Ahora bien, se ha establecido que la virtud no tiene otro límite más que el vicio. Por otra parte, acabamos de decir que la Divinidad excluye todo lo contrario. Podremos, pues, concluir que la naturaleza divina es ilimitada e infinita. Pero el que participa de la verdadera virtud, ¿de qué participa sino de Dios, puesto que la virtud perfecta es Dios mismo?

Si, por otra parte, los seres que conocen lo Bello en sí aspiran a participar de él, partiendo de que es infinito, necesariamente el deseo del que busca participar de él será coextensivo de lo infinito y no conocerá reposo. Y, por lo tanto, es totalmente imposible alcanzar la perfección, ya que como lo hemos establecido, la perfección no está comprendida en los límites y la virtud sólo tiene un límite: lo ilimitado. ¿Cómo llegaríamos al límite buscado si no existe?

Sin embargo, no porque hayamos mostrado que lo que buscábamos estaba absolutamente fuera de nuestro alcance, debemos desatender el mandamiento del Señor cuando dice: "Vosotros, pues, sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial." En efecto, incluso si no es posible adquirir plenamente los bienes verdaderos, ya es un gran avance para el hombre con sentido común no quedar totalmente privado de ellos. Se debe, pues, manifestar un gran ardor para no perder la perfección de la que se es capaz y adquirir todo lo que podamos contener. ¿Quién sabe, en efecto, si la disposición que consiste en tender siempre a un bien mayor no es la perfección de la naturaleza humana?

Podemos, ventajosamente, tomar en nuestra exposición las Escrituras como guía. La palabra de Dios dice, en efecto, por el profeta Isaías: "Reparad en Abraham... y en Sarah que os dio la luz." Estas palabras se dirigen a las almas perdidas. Así como para los marinos, llevados lejos de la dirección del puerto, la vista de un fuego que se eleva de una altura o de la cima de una montaña y que aparece a lo lejos sirve de referencia para encontrar la buena ruta, así las almas perdidas, los espíritus sin piloto, en el océano de la vida, son atraídos al puerto de la divina voluntad por el ejemplo de Abraham y de Sarah. Y como la humanidad está dividida entre los dos sexos y la elección entre el bien y el mal se la proponen al uno y al otro, las Escrituras nos ponen modelos de virtud ambos, a fin de que cada cual mire el que le corresponde: el hombre, Abraham y la mujer, Sarah, y ambos tengan ejemplos apropiados en la vía de la virtud.

Nos contentaremos, pues, con recordar la vida de uno de esos personajes ilustres para hacerles cumplir el oficio de faro y mostrar así cómo es posible hacer que el alma aborde en el apacible puerto de la virtud donde ya no estará expuesta a las tempestades de la vida y no correrá más el riego de naufragar en los abismos del pecado bajo el golpe de las sucesivas olas de las pasiones. El motivo por el cual la vida de esas santas almas ha sido escrito en detalle, ¿no será acaso dirigir en la vía del bien, por el ejemplo de los justos de los tiempos pasados, la vida de sus sucesores?

Pero, alguien dirá: si no soy caldeo, como se dice que era Abraham, ni lactante de una hija de Egipto, como la historia nos enseña de Moisés, si no tengo nada en común en mi forma de vida con ninguno de esos hombres de antaño, ¿cómo conformar mi vida a la misma regla de alguno de ellos? No veo cómo imitar a alguien que difiere totalmente de mí por sus hábitos. Responderemos a esto que, en nuestra opinión, ni la virtud ni el vicio son caldeos, y que ni vivir en Egipto, ni habitar en Babilonia exime a nadie de la vida virtuosa. No sólo en Judea los justos conocen a Dios, y la Sión de la historia no es la casa de Dios. Pero necesitaremos una atenta meditación y una vista aguda para discernir, más allá de la letra de la historia, de qué caldeos y de qué egipcios debemos alejarnos, y después de haber escapado a qué cautiverio en Babilonia alcanzaremos la vida bienaventurada.

Sea como sea, tomemos a Moisés como modelo. Daremos primero un panorama rápido de su vida, tal como las Escrituras nos lo hacen conocer. Luego buscaremos el sentido espiritual que corresponde a la historia, para encontrar en ella una regla de virtud. Y de esa forma aprenderemos a conocer lo que es, para los hombres, la vida perfecta.

PRIMERA PARTE

HISTORIA DE MOISÉS

Moisés, dice el relato, nació en una época en que la ley del tirano prohibía criar a los varones. Su belleza dejaba presagiar todo lo que el tiempo le agregaría. Al ver a este niño tan hermoso desde la cuna, sus padres dudaron en darle muerte. Así, cuando las amenazas del tirano se acentuaron, en lugar de tirarlo directamente en el Nilo, lo ubicaron en un cestillo, cuyas junturas fueron enduidas con alquitrán y pez, y lo depositaron en el río. Esto es, al menos, lo que informan los que han estudiado cuidadosamente lo que le concierne. Guiado por alguna fuerza divina, el cestillo encalló en un terraplén de la orilla, empujado hacia ese lugar por el movimiento mismo de las aguas. Ahora bien, la hija del rey vino a los prados que cubrían la parte de la orilla donde había encallado. Descubrió a Moisés al oír los chillidos que venían del cestillo. Ni bien lo vio, la belleza que provenía de él la conquistó, y lo convirtió en su hijo adoptivo. Pero él, por una repugnancia natural, se negaba a alimentarse de leche extraña. De este modo, gracias a un artilugio de sus parientes, fue alimentado del seno materno.

Vida retirada

Cuando salió de la infancia, a pesar de haber sido instruido durante su educación de príncipe en la cultura profana, no eligió lo que era considerado como glorioso entre los paganos ni aceptó durante más tiempo reconocer como madre a quien lo había adoptado y que no lo era realmente. Volvió a quien lo era naturalmente y se reunió con sus compatriotas.

Al producirse una riña entre un egipcio y un hebreo, tomó partido por su compatriota y abatió al extranjero. Luego, en ocasión en que dos hebreos se habían ido a las manos, intentó apaciguar la disputa mostrándoles que, dado que eran hermanos, estaría bien no dejar a la cólera sino a la naturaleza la decisión de su desacuerdo. Rechazado por el que no tenía razón, hizo de esta desgracia la ocasión para una filosofía superior.

Habiéndose apartado del trato con la gente, pasó el tiempo siguiente en la soledad, al servicio de un extranjero, hombre hábil en discernir las cualidades, y entrenado en juzgar las costumbres y la vida de los hombres. Le alcanzó a éste una sola circunstancia, el ataque de los pastores, para descubrir el valor del joven. Se dio cuenta, en efecto, de que no era por una ventaja personal que había defendido la justicia; sino que consideraba la justicia digna de ser amada por sí misma y que por ello se había vengado de los pastores, cuando éstos no le habían hecho ningún mal. Como había apreciado al joven en aquella ocasión y estimado su virtud, a pesar de su visible pobreza, más valiosa que grandes riquezas, le dio a su hija por esposa y le permitió vivir como le placía. Llevó pues una vida solitaria y retirada, lejos de la agitación de las ciudades, cuidando el ganado en la soledad del desierto.

La visión teofánica

Luego de haber pasado algún tiempo en este estilo de vida, nos dice el relato, tuvo una maravillosa aparición de Dios. A pleno mediodía, una luz más brillante que la del sol resplandeció ante sus ojos. Sorprendido por esa extraña visión, elevó los ojos hacia la montaña y vio una zarza de donde la luz brotaba como una llama. Las ramas de la zarza permanecían frescas en la llama como bajo el rocío. Se dijo a sí mismo: Vayamos a ver ese espectáculo grandioso. Pero apenas había dicho eso, el milagro de la zarza no sólo afectó a sus ojos, sino que, lo que es más sorprendente, los rayos de luz comenzaron a brillar también en su oído. En efecto, la belleza de la luz se distribuía en uno y otro sentido, iluminado los ojos por el brillo de los rayos y alumbrando el oído por enseñanzas incorruptibles. La voz de la luz impidió a Moisés acercarse a la montaña, pesado por el calzado. Pero cuando hubo quitado los pies del calzado, pudo tocar la tierra que estaba en el campo de la luz.

Luego no quiero insistir demasiado en las cuestiones puramente históricas, a fin de mantenerme dentro de mis objetivos, fortificado por la visión de la teofanía, recibe la orden de liberar a su pueblo de la esclavitud de los egipcios. Y para estar plenamente instruido del poder que le es confiado por Dios, experimenta, bajo las órdenes de éste, con lo que tiene a mano. La experiencia consistió en esto: un cayado que su mano dejó caer cobró vida y se convirtió en un animal el animal era una serpiente; luego, al recogerlo, volvió a ser lo que era antes de la metamorfosis; por otra parte, la piel de su mano, cuando la alejó de su seno, cobró la blancura de la nieve, luego, cuando la volvió a acercar, retornó a su apariencia natural.

Regreso a Egipto

Volvió a descender a Egipto llevando consigo a su mujer, de raza extranjera, y los hijos que le habían nacido de ella. El relato cuenta que encontró un ángel que lo amenazó de muerte. Su mujer lo apaciguó con la sangre de la circuncisión del niño. Luego encontró a Aarón, que Dios mismo había impulsado a salir a su encuentro. Ambos convocaron entonces al pueblo a una asamblea general y lo exhortaron a sacudirse la servidumbre que los agobiaba con trabajos penosos. Con respecto a esto, tuvo lugar una conversación con el tirano. Pero esto no hizo más que aumentar la irritación de éste contra los que dirigían los trabajos y contra los israelitas. La fabricación de ladrillos se convirtió en un trabajo más pesado, ya que una consigna dada lo hacía más penoso, al agregar a la carga de arcilla, la de paja.

Los milagros y castigos

Luego, Faraón tal era el nombre del tirano de los egipcios intentó oponer a los milagros, que Dios les hacía realizar, los falsos prestigios de los magos. Como Moisés nuevamente había transformado su cayado en serpiente, la magia pareció operar la misma maravilla con las varas de los magos. Pero el resultado hizo aparecer la superchería. En efecto, la serpiente, producto de la transformación del cayado de Moisés, devoró a las varas de los magos, es decir, a las serpientes. Así se vio que las varas de los magos no poseían ninguna fuerza para defenderse ni para vivir, sino solamente la apariencia que la superchería de los magos hacía aparecer ante los ojos de los incautos.

Al ver que todo el pueblo era cómplice de los malos designios de su jefe, Moisés castigó con una plaga general a la nación egipcia, sin exceptuar a nadie de la experiencia de los males. Para cooperar con él, en el golpe asestado a los egipcios, los elementos del universo entraron en movimiento: la tierra, el fuego, el aire y el agua, como una armada sometida a sus órdenes, cambiando sus propiedades según las disposiciones de los hombres.

En efecto, al producirse el fenómeno en el mismo tiempo y en el mismo lugar, el culpable era castigado y el que no tenía malicia quedaba indemne.

De este modo, todo lo que era agua de Egipto fue transformado en sangre por mandato de Moisés, de forma que los peces fueron aniquilados, ya que el agua se había espesado por coagulación; pero cuando los hebreos bebían, la sangre volvía a tornarse en agua; los magos utilizaron la ocasión para provocar un equívoco, ya que el agua encontrada entre los hebreos tenía aspecto de sangre. Lo mismo sucedió con las ranas que comenzaron a pulular en Egipto: semejante profusión en la proliferación de esta casta no podría ser atribuida al curso de la naturaleza, sino que una orden dada en ese momento a la raza de las ranas provocó la aparición de ese tipo de animales. Todo Egipto fue invadido por esos destructores animales que se introducían en las casas, pero la vida de los hebreos no fue alcanzada por la calamidad.

Del mismo modo, también la atmósfera dejó de presentar distinción entre el día y la noche para los egipcios: permanecían en una continua oscuridad; para los hebreos, por el contrario, nada había cambiado en lo cotidiano. Y así con todo el resto: granizo, fuego, piojos, pústulas, nube de langostas. Cada una de estas cosas actuaban sobre los egipcios conforme a su naturaleza; los hebreos sabían lo que les sucedía a sus vecinos por relatos e informes, pero no padecían ninguno de esos ataques.

Luego vino la muerte de los primogénitos, que agravó la diferencia entre egipcios y hebreos: unos se deshacían en lamentos por la muerte de quienes les eran más preciados, los otros se mantenían tranquilos y serenos. La salud de estos últimos es asegurada por la unción con sangre: los montantes de cada lado de las puertas y el dintel que estaba sobrepuesto estaban untados. Luego, mientras los egipcios, destruidos por la desgracia de sus primogénitos, se lamentaban de las pruebas pasadas, cada uno en particular y todos juntos, Moisés dirigió el éxodo de los israelitas, habiéndoles advertido con anterioridad que tomaran, en préstamo, las riquezas de los egipcios.

El éxodo

Luego que hubieron hecho tres días de camino fuera de Egipto, el egipcio, nos dice el relato, comenzó a lamentar que Israel no permaneciera a su servicio, y tras movilizar a sus hombres, comenzó la persecución del pueblo con la caballería. A la vista de semejante despliegue de armas y caballos, el pueblo, no experto en la guerra y poco acostumbrado a tales espectáculos, fue víctima de repentino temor y se rebeló contra Moisés. El relato cuenta un hecho extraordinario de Moisés en ese momento: desdoblando su actividad, por un lado con la voz y la palabra exhortaba a los israelitas y los invitaba a conservar las esperanzas, mientras que interiormente, en su corazón, presentaba a Dios una súplica por los que estaban angustiados, y era instruido, por el consejo de lo Alto, sobre la manera de escapar al peligro. Dice el relato que Dios mismo oía su grito silencioso.

Una nube conducía por efecto del poder divino. No era una nube de naturaleza ordinaria. En efecto, no estaba formada por vapores o emanaciones resultantes de la condensación del aire por los vapores a causa de su naturaleza húmeda y la comprensión por el viento, sino que era algo más grande y sobrepasaba la comprensión humana. Esta nube, las Escrituras dan testimonio de ello, tenía la maravillosa propiedad de constituir una pantalla para el pueblo, cuando el brillo de los rayos del sol quemaban, dando sombra a los que estaban debajo y humectando con un leve rocío el aire inflamado; y, durante la noche, se tornaba en fuego, conduciendo a los israelitas con su brillo como una antorcha, desde el anochecer hasta la mañana.

Moisés tenía la mirada fija en ella y enseñó al pueblo a seguir la aparición. Así llegaron al Mar Rojo, guiados en su trayectoria por la nube. Los egipcios rodeaban al pueblo por detrás con todas sus tropas. Los hebreos no tenían forma de escapar a sus terribles enemigos por ningún lado, ya que estaban aprisionados entre los egipcios y el mar. En ese momento, Moisés, envalentonado por el poder de Dios, realizó el más increíble de todos sus actos: se acercó a la orilla y golpeó el mar con su cayado. Y, así como en un vidrio la rotura producida en un extremo se extiende hasta el otro lado del borde, así en el mar, rasgado en un extremo por el golpe del cayado, la separación de las aguas se extendió hasta la orilla opuesta. Moisés que había descendido al hueco en que el mar se había dividido, se encontraba con todo el pueblo en el fondo del mar con el cuerpo seco y a pleno sol. Atravesaron con los pies secos los abismos del lecho del mar, sin temer a las murallas de agua que se habían levantado repentinamente, ya que el mar se había congelado a sus flancos de ambos lados como una muralla.

Pero cuando Faraón con los egipcios penetró a su vez en el mar por la vía que se había trazado recientemente en las aguas, éstas se juntaron y el mar volvió a fluir sobre sí mismo y retomó su forma presentando nuevamente a la mirada la superficie unida por las aguas. Para entonces, los israelitas, en la orilla opuesta, descansaban del gran esfuerzo que la travesía del mar les había demandado. Entonces cantaron un himno de victoria a Dios que había levantado para ellos un trofeo no sangrante, ya que todos los egipcios con todo el armamento, caballos, armas y carros habían sido aniquilados por las aguas.

Agua potable

Luego, Moisés continuó avanzando. Pero, tras haber caminado tres días sin hallar agua, se encontró en un aprieto, ya que no tenía con qué apaciguar la sed del ejército. Encontraron una napa de agua, cerca de la cual acamparon, pero era agua de mar y aun más amarga que aquélla. Estaban, pues, sentados cerca del agua, devorados por el deseo de beber agua. Entonces, por consejo de Dios, Moisés recogió un trozo de madera que se hallaba en aquel lugar y golpeó con él el agua. Ésta, de inmediato, se tornó potable; la madera por sus propias virtudes cambió la naturaleza del agua de amarga a dulce. La nube entonces continuó su marcha hacia adelante, y los israelitas continuaron su camino siguiendo el movimiento de aquélla.

Siempre actuaron así, cesando de caminar donde la nube les daba la señal del reposo, y continuando la marcha cuando la nube retomaba el camino delante de ellos.

Siguiendo esta guía, llegaron a un lugar regado por agua potable. Doce fuentes daban abundante agua y un bosquecillo de palmeras daba sombra. Había setenta palmeras pero alcanzaban, a pesar de su escasa cantidad, a hacer una gran impresión en los espectadores a causa de su belleza y altura, que eran excepcionales. Pero la nube que los conducía no les permitió demorarse en ese lugar y los condujo a otro. Era un desierto de arena árida y quemante y no había ni una gota de agua para regar la región. Nuevamente la sed presionaba al pueblo. Pero Moisés golpeó con su cayado una roca situada sobre una protuberancia y ésta se esparció en agua potable y deliciosa, suficiente para las necesidades de todo el ejército.

Alimento caído del cielo

También allí, mientras las provisiones de alimentos traídos de Egipto se acababan y el pueblo era atormentado por el hambre, se produjo el milagro más increíble. En efecto, no fue la tierra, como habitualmente ocurre, quien proveyó el aumento, sino que éste se esparció desde el cielo como rocío sobre ellos, y este rocío se convertía en alimento para quienes lo recogían. Lo que caía no era líquido como el rocío ordinario, sino que las gotas de agua eran reemplazadas por grumos que tenían la apariencia del hielo y la forma redondeada de un grano de coriandro; su gusto tenía la dulzura de la miel.

A este milagro se agrega otro. Todos salían a cosechar, siendo evidentemente de edades y fuerzas diferentes; sin embargo no traían ni más ni menos unos que otros según la diferencia de fuerzas, sino que la cosecha estaba medida según las necesidades, de manera que el más fuerte no tenía de más y el más débil no resultaba privado de su parte. El relato cuenta otro rasgo maravilloso: cada uno recogía lo que precisaba para el día y no guardaba nada para más tarde y, si alguien, por parsimonia, quitaba de su parte cotidiana y lo guardaba para el futuro, lo que había reservado se tornaba inutilizable, se convertía en parásitos.

Aún queda un último punto sorprendente en la historia de este alimento. De entre los días de la semana, uno era celebrado con reposo por una razón mística. Ahora bien, la víspera, aun cuando lo que caía era en la misma cantidad que los días precedentes y el esfuerzo de los que hacían la cosecha era el mismo, lo juntado era el doble de la medida ordinaria: esto era a fin de que no tuvieran ningún pretexto, a causa de la necesidad alimentaria, para faltar a la ley del reposo. El poder divino aparece aquí tanto más cuanto que, mientras que los otros días lo que se guardaba se arruinaba, la víspera del shabat (es el nombre del día feriado) lo que se reservaba se mantenía intacto, y no era, en nada, menos fresco que lo que se acababa de recoger.

Las manos levantadas

Luego de esto, una guerra comenzó para ellos contra una nación extranjera. El texto llama amalequitas a los que se juntaron entonces contra ellos. Por primera vez, los israelitas se armaron para un batalla. No todo el ejército; no todos se prepararon para el combate, sólo emprendieron la guerra hombres elegidos cuidadosamente, tropas elegidas. En esta guerra Moisés dio testimonio de una nueva estrategia. Josué, que luego de Moisés condujo al pueblo, estaba al frente del ejército contra los amalequitas; Moisés, en una colina fuera del combate, como en un puesto de observación, miraba hacia el cielo, con dos de sus familiares a su lado. Y ésta es la maravilla que el relato nos cuenta que sucedió entonces. Si Moisés tenía las manos levantadas hacia el cielo, sus hombres vencían a los enemigos; si las bajaba, el ejército retrocedía ante el avance del adversario. Al comprender esto, los que estaban a su lado, cuando veían que las manos de Moisés se tornaban pesadas y difíciles de levantar por alguna razón oculta, se colocaban debajo para sostenerlas. Y como eran muy débiles para mantenerlo derecho, lo sostuvieron haciéndolo sentar sobre una piedra: de este modo mantuvieron las manos de Moisés levantadas hacia el cielo; desde entonces los extranjeros fueron dominados por los israelitas.

Como la nube que conducía al pueblo en su viaje se mantenía en el mismo lugar, el pueblo tampoco podía desplazarse, puesto que no tenía guía en su desplazamiento; por otra parte, sin esfuerzo de su parte, tenían alimento en abundancia, el aire hacía llover sobre ellos desde arriba un pan ya preparado, la roca les ofrecía desde abajo la bebida; la nube temperaba los inconvenientes del descampo: de día formaba una pantalla contra el calor y de noche disipaba la oscuridad brillando con el resplandor del fuego. Así la estadía en el desierto no tenía nada de penoso, allí, al pie de la montaña, donde se levantaba el campamento.

El pueblo iniciado en los misterios divinos

En ese momento, Moisés fue para ellos el guía de una iniciación más misteriosa, el mismo poder divino, a través de milagros que sobrepasan el discurso, inició al mismo tiempo al pueblo y a su guía. Esta mistagogia se realizó de la siguiente manera. Primero, se advirtió al pueblo que se abstuviera de toda mancha tanto del cuerpo como del alma y que se purificase mediante abluciones; más especialmente, debía abstenerse del uso del matrimonio una cantidad determinada de días. Así, purificado de toda disposición sensible y corporal, abordaría el monte libre de pasiones para allí ser iniciado. El nombre de este monte era Sinaí. En esta circunstancia, sólo abría el acceso a los únicos seres dotados de razón, y entre ellos sólo a los hombres, y entre ellos nuevamente a aquellos que estaban purificados de todo miasma. Mucho se vigiló para que ningún ser, sin motivos, subiera al monte. Y si esto ocurría, el pueblo lapidaba a todo ser de naturaleza irracional que se encontrara cerca del monte.

Luego, la pura transparencia de la atmósfera, hasta entonces luminosa, se oscureció y tornó tenebrosa, por lo que el monte resultaba invisible, rodeado, alrededor, por una nube. Una hoguera aparecía en la nube y tornaba el espectáculo aterrador. Se extendía sobre toda la superficie del monte, de modo que todo lo que se encontraba en ese círculo movedizo de fuego estaba repleto de humo. Moisés guiaba al pueblo en la ascensión. Él mismo estaba temeroso ante el espectáculo; su alma era presa de terror y su cuerpo temblaba de pavor. La emoción de su alma no escapaba a los israelitas, y él mismo reconocía estar aterrorizado por lo que se veía y su cuerpo no dejaba de temblar.

La voz de Dios

El espectáculo no sólo producía pavor a través de la vista, sino que también provocaba temor por el oído. El estrépito de una voz venida de lo alto se extendía en efecto, en forma terrible sobre toda la región. Su primer golpe ya era penoso e intolerable para el oído: su sonoridad semejaba a la de las trompetas, pero sobrepasaba por su terrible intensidad todo lo que existe en el género. Al acercarse, se tornaba cada vez más aterradora, aumentando de intensidad de manera cada vez más pavorosa. Esta voz era articulada; el aire, por el poder de Dios, articulaba la palabra sin órganos fonéticos. Y esta palabra no era pronunciada en vano, sino que promulgaba las órdenes divinas. La voz, al progresar, aumentaba de intensidad y la trompeta se sobrepasaba a sí misma, los sonidos anteriores siempre eran sobrepasados por los que los sucedían.

El pueblo entero era incapaz de soportar lo que se veía y se oía. Por ello, dirigieron todos a Moisés el pedido de que se hiciera mediador de la Ley, afirmando que no dudarían de que todo lo que ordenara según la enseñanza del Altísimo sería orden de Dios. Cuando todos volvieron a descender al pie del monte, Moisés quedó solo y mostró lo contrario de lo que se hubiera esperado. En efecto, mientras que en general los otros afrontan mejor el peligro si lo comparten con alguien, él tomó mayor confianza una vez aislado de los que lo acompañaban, manifestando así que el temor que lo había invadido al principio no lo había experimentado por sí mismo sino que lo había sentido por compasión por aquellos que lo habían experimentado. Una vez reducido a sí mismo, y liberado, como de un peso, de la timidez de la masa, afrontó la nube y penetró en las realidades invisibles, desapareciendo él mismo de la vista. Al penetrar en el santuario de la divina mistagogia, entró en contacto con lo invisible, desapareciendo de la vista, y enseñando, pienso yo, con ello que el que quiere acercarse a Dios debe abandonar todo lo invisible e incomprensible, como sobre la cima de una montaña, creer que lo divino habita allí donde ya no llega el alcance de la inteligencia.

La trascendencia de Dios

Tras llegar allí, recibe las órdenes divinas. Éstas consisten en una enseñanza relativa a la virtud, la primera de las cuales es la veneración y la verdadera manera de pensar relativa a la Divina Naturaleza; a saber: que trasciende toda noción congnoscitiva y toda representación, diferente de todo lo que es cognoscible. En efecto, recibe la orden de no considerar a ninguna de las cosas captadas por la inteligencia como pensamiento sobre Dios y no asimilar a nada de lo conocido por conceptos la naturaleza que trasciende el Universo, pero sí creer en su existencia, dejando sin investigar, como inaccesible, todo lo que concierne a la calidad, la cantidad, el modo y el origen.

La palabra agrega a esto todo lo que es actividad moral, comunicando la enseñanza por leyes generales y particulares. General es, en efecto, la ley que condena toda injusticia, ordenando amar al compatriota. Si se asegura esto, resultará, por vía de consecuencia, que no se hará ningún mal al prójimo. Entre las leyes particulares, se puede mencionar el respeto debido a los padres; también hay que tener en cuenta la lista de faltas condenadas.

El santuario de Dios

Una vez que la inteligencia se ha purificado a través de estas leyes, accede a una iniciación más perfecta, y el poder de Dios le muestra un tabernáculo en su totalidad.

Este tabernáculo era un santuario, embellecido con objetos de una diversidad inexplicable: vestíbulos, columnas, tapices, mesa, lámparas, y altares de perfumes, de holocaustos y propiciatorios, sin contar, en el interior del Santo, el santuario inaccesible. Para que la belleza y la disposición de todas estas cosas no se borren de la memoria y que la maravilla fuera mostrada a los de abajo, recibió el consejo de no confiarlas solamente a un dibujo, sino de imitar, utilizando los materiales más preciosos y más bellos entre los que se encuentran sobre la Tierra. Entre ellos, el oro, el más abundante, revestía el contorno de las columnas. Junto al oro, la plata era empleada también para adornar los capiteles y las bases de las columnas, a fin de que, pienso yo, la diferencia de color hiciera sobresalir más en los dos extremos el brillo del oro. También había sectores donde se consideraba útil el bronce, utilizado como capitel y base en las columnas de plata.

Las tinturas y los tejidos, así como el revestimiento exterior del tabernáculo y el velo tendido por sobre las columnas eran una obra de arte de tejido, cada uno en la materia apropiada. La tintura de las telas era para unas el violeta, el púrpura, un bermellón brillante y la apariencia natural y sencilla del crudo; para otras el lino o la crin habían sido utilizadas como tejidos. En algunos lugares, pieles teñidas de rojo habían sido ubicadas para adornar el edificio.

La vestimenta sacerdotal

Todas estas cosas, después de descender del monte, Moisés debía hacerlas ejecutar por artesanos según el modelo de la obra que le había sido mostrado. Pero por el momento, después de penetrar en el templo realizado por mano humana, recibe prescripciones concernientes al adorno con el que debe brillar el sacerdote cuando avanza en el santuario: la palabra le dio instrucciones concernientes a cada detalle de la vestimenta interior y exterior. Las partes de la vestimenta comienzan por lo que es visible, no por lo que está oculto. Las hombreras, teñidas de colores variados, los mismos con los que estaban hecho el velo, pero con el agregado de un hilo de oro. Broches de oro con esmeraldas encastradas sostienen las hombreras de cada lado. La belleza de estas piedras consistía en parte en su brillo natural, y en los rayos glaucos que emanaban de ellas. Pero el arte les agregaba maravillosas cinceladuras, no el arte que cincela grabados formando la imagen de algún ídolo, sino que su belleza consistía en los nombres de los patriarcas grabados sobre las piedras, seis sobre cada una. Había tachones fijados sobre la parte delantera de las hombreras, y cadenillas trenzadas, enlazadas unas con otras en forma de cordón siguiendo una determinada alternancia, estaban suspendidas arriba de cada lado del broche de tachones a fin de que, pienso yo, la belleza de la trenza refulja más, por el brillo de lo que se encontraba abajo.

También estaba aquel famoso adorno trabajado en oro, suspendido delante del pecho, en el que estaban fijadas piedras de diversas especies en cantidad igual a los patriarcas, dispuestas en filas de cuatro, cada una con tres nombres, que llevaban grabados los epónimos de las tribus. El manto bajo las hombreras descendía desde la nuca hasta el extremo de los pies, admirablemente ornado de flecos suspendidos. El borde inferior no sólo era de bella realización por la variedad del tejido, sino también por los adornos de oro que de él colgaban. Éstos consistían en campanillas y granadas de oro dispuestas alternativamente sobre el borde inferior. También tenía la tiara sobre la cabeza, totalmente violeta, y, sobre la frente, una lámina de oro puro, grabada con una marca inefable. Agreguemos la faja que ajustaba los pliegues demasiado flojos de la vestimenta, así como lo que cubría las partes ocultas y todo lo que es enseñado en símbolos sobre la virtud sacerdotal por la forma de la vestimenta.

Luego de que, rodeado por la nube invisible, Moisés hubo sido instruido en estas cosas y otras similares por la enseñanza inefable de Dios, y habiéndose superado a sí mismo en grandeza por la adquisición de doctrinas secretas, entonces, emergiendo de la noche descendió nuevamente hacia el pueblo para hacerlo partícipe de las maravillas que le habían sido mostradas en la teofanía, entregarle las leyes y establecer para él el Templo y el sacerdocio según el modelo que le había sido mostrado en el monte. También tenía entre las manos las tablas santas, que eran una invención y un don divino y que no habían demandado ninguna cooperación humana para ser hechas. Tanto la materia como los caracteres inscritos sobre ella eran obra de Dios. Los caracteres constituían la ley.

El pueblo, desviado a la idolatría

Pero el pueblo presentó un obstáculo a la gracia, ya que se había desviado hacia la idolatría antes de oír al Legislador. Mientras que Moisés, durante mucho tiempo, se mantenía ocupado en entrevistas con Dios en esa divina iniciación, y durante cuarenta días y cuarenta noches participaba de la vida eterna bajo la nube, saliéndose de la naturaleza en efecto, durante ese tiempo no precisó alimento para su cuerpo; en el mismo momento, el pueblo, como un niño que se escapa de la vista de su pedagogo, se dejó llevar al desorden por impulsos desenfrenados y, reuniéndose alrededor de Aarón, obligó al sacerdote a ser su guía hacia la idolatría. Y habiendo hecho un ídolo de oro el ídolo era un becerro, se daban a la impiedad. Por ello, Moisés, al volver hacia ellos, rompió las tablas que traía de parte de Dios, a fin de que recibieran un castigo digno de sus faltas, al verse privados de la gracia que Dios les destinaba.

La purificación del pueblo

Entonces, después de haber hecho purificar la mancha con la sangre del pueblo, gracias a los levitas, y de calmar a la divinidad con su propia cólera contra los culpables, tras destruir el ídolo, durante un nuevo período de cuarenta días rehizo las tablas: la inscripción era obra del poder divino, pero la materia fue realizada por la mano de Moisés. Las rehizo saliendo nuevamente de la naturaleza la misma cantidad de días, viviendo de una manera diferente de la que nos es familiar, sin darle a su cuerpo ninguna de las cosas necesarias a nuestra naturaleza para sustentarla mediante el alimento.

De este modo, levantó para ellos el tabernáculo y les transmitió los mandamientos, estableció el sacerdocio conforme a las instrucciones que le habían sido dadas por Dios. Luego de haber establecido estas cosas según las indicaciones divinas, todo lo que estaba en el interior: altar para el incienso, altar de los holocaustos, lámparas, tinturas, propiciatorio en el santuario, vestimenta del sacerdocio, perfume, sacrificios diversos (los de purificación, los de acción de gracias, los de impetración contra las desdichas, los de reparación por los pecados), tras haber regulado todas estas cosas entre ellos de la manera que era necesaria, suscitó contra sí el celo de sus parientes, esa enfermedad tan común en la naturaleza humana, de modo que aun Aarón, honrado con la dignidad del sacerdocio, y su hermana María, empujada por un deseo femenino contra el honor hecho por Dios a su hermano, profirieron tales palabras que provocaron que Dios castigara su falta. En esta circunstancia, Moisés mostró ser digno de ser admirado aún más por la mansedumbre de que dio testimonio. Cuando Dios quiso castigar la maldad irracional de la mujer, colocando la naturaleza por encima de la cólera, intercedió ante Dios por su hermana.

La glotonería

Nuevamente el pueblo se arrojó al desorden. El origen de la falta fue el deseo inmoderado de los placeres del estómago. No se contentaban con vivir sana y agradablemente del alimento que era distribuido desde lo alto, sino que el apetito de carnes y el deseo de comer les tornaba el cautiverio en Egipto más apreciable que la felicidad presente. Entonces Moisés conversó con Dios sobre la pasión que se había abatido sobre ellos; Dios les enseñó a no tener tales sentimientos permitiéndoles obtener lo que deseaban. Hizo caer sobre el campo una masa de aves que volaban a ras del suelo en bandadas como nubes, de modo que una caza tan fácil satisfizo el deseo de carne. El exceso de alimento provocó en la mayoría de ellos trastornos de humores en sus cuerpos, lo que provocó vómitos, y la saciedad terminó para ellos en enfermedad mortal. Ejemplo capaz de enseñar la templanza a ellos y a quienes los veían.

La falta de confianza en Dios

Luego de esto, Moisés envió observadores a la región que, según la promesa que Dios les había hecho, esperaban habitar. Todos no informaron la verdad, sino que algunos dieron noticias mentirosas y desfavorables; entonces el pueblo nuevamente se encolerizó con Moisés. Por ello, el Señor condenó, a quienes no confiaron en la ayuda divina, a no ver la tierra que les había prometido.

Mientras avanzaban en el desierto, nuevamente faltó el agua y al mismo tiempo les faltó el recuerdo del poder de Dios. El pasado milagro de la piedra no les dio confianza en que ahora tampoco les faltaría lo necesario, Y alejándose de las buenas esperanzas, se extendieron en acusaciones contra Dios y contra Moisés, de modo que hasta Moisés pareció sucumbir ante el peso de la incredulidad del pueblo. Sin embargo, volvió a realizar el milagro y transformó la roca abrupta en agua. También la esclavitud de la glotonería volvió a despertar en ellos el deseo de hastiarse y, cuando nada les faltaba de lo que es necesario para la vida, el recuerdo de las satisfacciones de Egipto se apoderó incluso de los jóvenes, al menos de los más indisciplinados. Fueron corregidos con castigos terribles: serpientes que inyectaban su veneno por las heridas de sus mordeduras mortales. Como unos tras otros sucumbían a estos animales, el Legislador, conmovido, vertió bronce sobre una figura de serpiente y la colocó sobre una altura, a fin de que fuera visible desde todo el campo. De este modo detuvo en el pueblo el daño causado por los animales y lo liberó de la destrucción. En efecto, el que se volvía hacia la imagen de la serpiente hecha en bronce no tenía que temer la mordedura de las verdaderas serpientes, ya que esta visión detenía el efecto del veneno por una misteriosa "antipatía".

Al producirse en el pueblo un nuevo levantamiento por la conquista del poder, y al intentar algunos tomar por la fuerza el sacerdocio, Moisés intercedió ante Dios por los culpables, pero la justicia del juicio divino fue más fuerte que la compasión de Moisés por sus compatriotas. La tierra, que se había abierto como un abismo, se volvió a cerrar por la voluntad de Dios, tragándose a todos los que se habían levantado contra la autoridad de Moisés. En cuanto a los que se abalanzaron sobre el sacerdocio, consumidos por el fuego en número de alrededor de doscientos cincuenta, sirvieron de lección a sus hermanos por lo que les sucedió.

La gracia del sacerdocio

Para que los hombres se persuadieran mejor de que la gracia del sacerdocio era comunicada por Dios a quienes son dignos de ella, Moisés hizo que en cada tribu los hombres más eminentes le entregaran cayados en los cuales el donador había marcado las letras de su nombre. Entre éstos se encontraba el de Aarón, el sacerdote. Luego de depositarlos delante del santuario, Moisés manifestó al pueblo, a través de ellos, la elección de Dios relativa al sacerdocio. En efecto, entre todas, sólo la vara de Aarón floreció, produjo un fruto y lo hizo madurar; el fruto era una almendra. Fue objeto de admiración para los incrédulos ver humectarse de pronto lo que era seco, liso, sin raíces y realizar lo que hacen las plantas con raíces; el poder divino cumplió para la madera funciones de tierra, corteza, savia, raíz y tiempo.

Luego de esto, como el ejército avanzaba entre tribus extranjeras que presentaban obstáculos al paso, Moisés obtuvo que permitieran al pueblo el paso que le negaban entre los campos y los viñedos, pero le hizo mantener a éste el camino real, sin desviarse a derecha ni a izquierda. Como tampoco entonces los enemigos cesaban sus ataques, tras vencerlos militarmente, se convirtió en dueño del paso.

Las prácticas mágicas de los incrédulos

Entonces un tal Balac, que reinaba sobre una tribu más importante su nombre era medianitas conmovido por lo que les ocurría a los vencidos y temiendo correr la misma suerte por parte de los israelitas, envió en su ayuda, no un contingente de armas y hombres, sino prácticas mágicas en la persona de un tal Balaam, que tenía la reputación de ser hábil en ese campo y era considerado por los que habían acudido a él como dotado de algún poder. Su método era el examen del vuelo de los pájaros, pero lo que lo hacía temible era la asistencia de algunos demonios: al tirar la suerte, atraía desgracias. Ahora bien, mientras seguía a quienes lo conducían hacia el rey de la tribu, fue advertido por la voz de su burra de que la ruta no le era favorable. Y luego, tras aprender por una aparición lo que debía hacer, comprendió que su maléfica magia era demasiado débil para perjudicar a quienes tenían a Dios por aliado. Poseído por la inspiración divina, que substituyó la acción de los demonios, profirió tales palabras que constituyen una verdadera profecía de lo que debía suceder de bueno a continuación. Por el mismo hecho de estar impedido de utilizar su arte para el mal, tomó conciencia del poder divino y, despidiéndose de la adivinación, profetizó por voluntad de Dios.

Moisés abandona la vida humana

Luego de ello, la tribu de extranjeros fue exterminada, ya que el pueblo venció en el combate. Pero éste fue vencido a su vez por la pasión de la impureza en la persona de los cautivos. Cuando Fineas atravesó con un único golpe a los que se habían unido en la ignominia, la cólera de Dios contra los que se habían vuelto a las uniones ilegítimas finalizó. Entonces Moisés, tras subir sobre un monte elevado desde donde contempló de lejos la región que había sido reservada para Israel por la promesa hecha a los patriarcas, abandonó la vida humana sin dejar sobre la tierra ningún signo, ni ninguna memoria de su partida, bajo forma de monumento fúnebre. El tiempo no había alterado su belleza, ni debilitado el brillo de sus ojos, ni empañado la brillante majestad de su rostro. Se mantenía siempre igual y conservaba sin cambio, en la movilidad de la naturaleza, la inmovilidad de su belleza.

Estas cosas, pues, tal como la historia literal del hombre nos las enseña, las hemos trazado a grandes rasgos, sin prohibirnos, por otra parte, cuando el tema lo requería, alargar el desarrollo. Ya es tiempo de adaptar al objetivo que se propone nuestro discurso la vida que hemos descrito, a fin de sacar de ella alguna utilidad para la vida virtuosa. Abordemos, entonces, el comienzo del relato de esta vida.