Una nueva lectura del Decreto "Unitatis redintegratio" sobre el ecumenismo, después de cuarenta años

 

Walter Kasper

 

Conferencia sobre el 40º aniversario de la promulgación del Decreto conciliar «Unitatis redintegratio» del Card. Walter Kasper, Presidente del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, en Rocca di Papa, el jueves 11 de noviembre de 2004.

Fuente: vatican.va (http://www.vatican.va/roman_curia/pontifical_councils/chrstuni/card-kasper-docs/rc_pc_chrstuni_doc_20041111_kasper-ecumenism_sp.html)

Sumario

Introducción.- 1. La preparación del Decreto sobre el ecumenismo.- 2. El ecumenismo, expresión de la dinámica escatológica de la Iglesia.- 3. "Subsistit in", expresión de una eclesiología históricamente concreta.- 4. El ecumenismo a la luz de la eclesiología de comunión.- 5. Oriente y Occidente dos formas del mismo movimiento ecuménico.- 6. Quanta est nobis via?

 

Introducción

El 21 de noviembre de 1964, el concilio Vaticano II promulgó solemnemente el decreto Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo. Desde su introducción, el documento afirma que "Cristo Señor fundó la Iglesia una y única", que la división contradice la voluntad del Señor, "es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura". "Promover el restablecimiento de la unidad entre todos los cristianos es uno de los propósitos principales del sagrado concilio ecuménico Vaticano II" (n. 1).

Desde entonces han transcurrido cuarenta años, durante los cuales el documento ha tenido repercusiones sin precedentes, cuyo influjo se extiende más allá de la Iglesia católica. Cuarenta años son una medida de tiempo bíblica. Por eso, tenemos buenos motivos para preguntarnos:  ¿Cuál era la finalidad del Decreto? ¿Qué efecto ha tenido? ¿Cuál es la situación actual del ecumenismo? ¿Cuál es el camino que le queda aún por recorrer al ecumenismo? Ecumenismo, quo vadis?

El Concilio es la charta magna del camino de la Iglesia en el siglo XXI (cf. Tertio millennio adveniente, 18). El Papa ha reafirmado en varias ocasiones que el camino ecuménico es irreversible (cf. Ut unum sint, 3) y que el ecumenismo es una de las prioridades pastorales de su pontificado (cf. ib., 99). Por eso, podemos preguntarnos: ¿Cuáles son los principios católicos del ecumenismo, tal como fueron formulados en el decreto Unitatis redintegratio?

1. La preparación del Decreto sobre el ecumenismo

El Decreto sobre el ecumenismo no surgió de la nada. Se inserta en el contexto del movimiento ecuménico que nació en el siglo XX fuera de la Iglesia católica (cf. Ib., 1 y 4) y vivió un momento decisivo en el año 1948 con la creación del "Consejo ecuménico de las Iglesias". Durante largo tiempo, la Iglesia católica miró con prevención este movimiento. Sin embargo, su aceptación por parte del concilio Vaticano II tiene raíces que se remontan ya a la teología católica del siglo XIX. Johann Adam Möhler y John Henry Newmann, en particular, se pueden considerar precursores y pioneros.

Pero también se pueden citar acontecimientos, a nivel oficial, que prepararon el camino. Ya antes del concilio Vaticano II, los Sumos Pontífices estimularon la oración por la unidad y la Semana de oración por la unidad de los cristianos. León XIII y Benedicto XV prepararon la apertura ecuménica. Pío XI aprobó explícitamente las "Conversaciones de Malinas" (1921-1926) con los anglicanos (Para los antecedentes del movimiento ecuménico en la Iglesia católica, puede verse: H. Petri, Die römisch-katholische Kirche und die Ökumene, en: Handbuch der Ökumenik, vol. 2, Paderborn 1986, pp. 95-135).

Pío XII dio un paso más. En una Instrucción de 1950 apoyó expresamente el movimiento ecuménico, subrayando que en su origen estaba la acción del Espíritu Santo. Este Papa, además, publicó una serie de encíclicas innovadoras. Por consiguiente, sería erróneo ignorar esta continuidad fundamental, considerar el Concilio como una rotura radical con la Tradición e identificarlo con la llegada de una nueva Iglesia.

2. El ecumenismo, expresión de la dinámica escatológica de la Iglesia

Sin embargo, con el Concilio comenzó algo nuevo:  no una Iglesia nueva, sino una Iglesia renovada. El Papa Juan XXIII dio el impulso inicial. Este Papa puede considerarse con razón el padre espiritual del Decreto sobre el ecumenismo, pues él fue quien quiso el Concilio y quien definió su finalidad:  la renovación dentro de la Iglesia católica y la unidad de los cristianos.

No tengo intención de describir aquí la génesis complicada del decreto Unitatis redintegratio (cf. W. Becker, en:  LThK, Vat. II, vol. 2 [1967] II-39; L. Jaeger, Das Konzildekret über den Ökumenismus, Paderborn 1968, pp. 15-78; Storia del Concilio Vaticano II, por G. Alberigo, vol. 3, Bolonia 1998, pp. 277-365; vol. 4, Bolonia 1999, pp. 436-446), con el cual se abandonó por fin la visión restringida de la Iglesia de la Contrarreforma y postridentina, y se promovió, no un "modernismo", sino una vuelta a la tradición bíblica, patrística y medieval, que permitió una comprensión nueva y más nítida de la naturaleza de la Iglesia.

El Concilio pudo asumir el movimiento ecuménico porque entendió a la Iglesia como un movimiento, es decir, como el pueblo de Dios en camino (cf. Lumen gentium, 2, 8, 9, 48-51; Unitatis redintegratio, 2). En otras palabras, el Concilio revalorizó la dimensión escatológica de la Iglesia, mostrando que esta última no es una realidad estática, sino dinámica; es el pueblo de Dios en peregrinación entre el "aquí" y el "aún no". El Concilio integró el movimiento ecuménico en esta dinámica escatológica. El ecumenismo, así entendido, es el camino de la Iglesia (cf. Ut unum sint, 7). No es ni una añadidura ni un apéndice, sino parte integrante de la vida orgánica de la Iglesia y de su actividad pastoral (cf. ib., 20).

Desde esta perspectiva escatológica, el movimiento ecuménico está íntimamente vinculado al movimiento misionero. Ecumenismo y misión son como dos gemelos (cf. J. Le Guillou, Mission et unité. Les exigeances de la communion, París 1959; Y. Congar, Diversité et communion, París 1982, p. 239 s. También el Papa Juan Pablo II subrayó este vínculo en su encíclica Redemptoris missio sobre la misión, nn. 36 y 50).

La misión es un fenómeno escatológico gracias al cual la Iglesia asume el patrimonio cultural de los pueblos, lo purifica y lo enriquece, enriqueciéndose así también a sí misma y alcanzando la plenitud de su catolicidad (cf. Ad gentes, 1 y 9). Del mismo modo, en el movimiento ecuménico, la Iglesia participa en un intercambio de dones con las Iglesias separadas (cf. Ut unum sint, 28 y 57), las enriquece y al mismo tiempo acoge sus dones, las lleva a la plenitud de su catolicidad y, al obrar así, realiza plenamente su propia catolicidad (cf. Unitatis redintegratio, 4). Misión y ecumenismo son las dos formas del camino escatológico y de la dinámica escatológica de la Iglesia.

El Concilio no fue tan ingenuo como para ignorar el peligro que podía encerrar la integración del movimiento ecuménico en la dinámica escatológica de la Iglesia. Esta dinámica, como ha sucedido a menudo en la historia de la Iglesia, se podía interpretar erróneamente como un movimiento progresista, según el cual la herencia de las antiguas tradiciones se considera anticuada y se rechaza en nombre de una concepción, por decir así, progresista de la fe. Donde se interpreta así, existe el peligro real de relativismo e indiferentismo, de un "ecumenismo barato", que acaba por resultar superfluo. De este modo, el movimiento ecuménico ha sido a veces presa de movimientos críticos con respecto a la Iglesia y ha sido instrumentalizado contra ella.

El laxismo dogmático lleva a olvidar la esencia de la dimensión escatológica de la Iglesia. En efecto, el eschaton no se refiere a una realidad futura, que se sitúa más allá de la historia. Con Jesucristo y con la efusión del Espíritu Santo, entró definitivamente en la historia y se halla presente en la Iglesia. La Iglesia misma es un fenómeno escatológico. Por tanto, la unidad, su característica esencial, no es una meta situada en un futuro lejano, ni, con mayor razón, una meta escatológica. La Iglesia es ya "una sancta Ecclesia" (ib., 4; cf. Ut unum sint, 11-14). El camino ecuménico no es un viaje hacia una meta desconocida. La Iglesia será en la historia lo que es, lo que siempre ha sido y lo que siempre será. Está en camino para realizar de forma plena y concreta su naturaleza en la vida.

Los principios católicos del ecumenismo enunciados por el Concilio y más tarde por el Papa Juan Pablo II se oponen de forma clara e inequívoca a un irenismo y a un relativismo que tienden a trivializarlo todo (cf. Unitatis redintegratio, 5, 11 y 24; Ut unum sint, 18, 36 y 79). El movimiento ecuménico no rechaza nada de lo que hasta ahora ha sido valioso e importante para la Iglesia y en su historia; permanece fiel a la verdad que en la historia es reconocida y definida como tal, y no le añade nada nuevo. El movimiento ecuménico, y la finalidad que persigue, es decir, la plena unidad de los discípulos de Cristo, permanecen insertados en el surco de la Tradición.

Con todo, la Tradición, según el espíritu de los dos grandes precursores del Concilio, J.A. Möhler y J.H. Newmann, no es una entidad petrificada; es una tradición viva. Es un acontecimiento en el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a la plenitud de la verdad, según la promesa del Señor (cf. Jn 16, 13), revelándonos sin cesar el Evangelio, que nos ha sido transmitido una vez para siempre, y haciéndonos progresar en la comprensión de la verdad revelada una vez para siempre (cf. Dei Verbum, 8; DS 3020). Según el obispo mártir san Ireneo de Lyon, es el Espíritu de Dios quien mantiene joven y vigoroso el patrimonio apostólico que nos ha sido transmitido una vez para siempre (cf. Adversus haereses III, 24, 1: Sources chrétiennes, n. 211, París 1974, p. 472).

En este sentido, el movimiento ecuménico es un fenómeno carismático y una "acción del Espíritu Santo". En efecto, la Iglesia no sólo tiene una dimensión institucional, sino también, como destacó el Concilio, una dimensión carismática (cf. Lumen gentium, 4, 7, 12 y 49; Apostolicam actuositatem, 3; Ad gentes, 4 y 29). Así pues, el ecumenismo es un nuevo inicio, suscitado y guiado por el Espíritu de Dios (cf. Unitatis redintegratio, 1 y 4). El Espíritu Santo, alma de la Iglesia (cf. Lumen gentium, 7), otorga la unidad y la variedad de los dones y de los ministerios (cf. ib.; Unitatis redintegratio, 2). Por eso, el Concilio afirmó que el ecumenismo espiritual es el corazón del ecumenismo. Ecumenismo espiritual significa conversión interior, renovación del espíritu, santificación personal de la vida, caridad, abnegación, humildad, paciencia, pero también renovación y reforma de la Iglesia. Y, sobre todo, la oración es el corazón del movimiento ecuménico (cf. Unitatis redintegratio, 5-8; Ut unum sint, 15 ss, 21-27).

En cuanto movimiento espiritual, el movimiento ecuménico no desarraiga de la Tradición. Al contrario, propone una comprensión nueva y más profunda de la Tradición que nos ha sido transmitida una vez para siempre; gracias a él se está realizando el nuevo Pentecostés anunciado por Juan XXIII en su discurso de apertura del Concilio; con él se prepara una nueva fisonomía histórica de la Iglesia, no una Iglesia nueva, sino una Iglesia espiritualmente renovada y enriquecida. Juntamente con la misión, el ecumenismo es el camino de la Iglesia en el siglo XXI y en el tercer milenio.

3. "Subsistit in", expresión de una eclesiología históricamente concreta

La dinámica escatológica y pneumatológica necesitaba una aclaración conceptual. Esta aclaración la proporcionó el Concilio en la Constitución sobre la Iglesia, con la fórmula tan discutida del "subsistit in":  la Iglesia de Jesucristo subsiste en la Iglesia católica (cf. Lumen gentium, 8). El redactor principal de la Constitución sobre la Iglesia, G. Philips, tuvo la clarividencia de prever que se escribiría mucho sobre el significado del "subsistit in" (L'Église et son mystère aux deuxième Concile du Vatican, vol. I, París 1967, p. 119). En efecto, se sigue escribiendo y probablemente se seguirá escribiendo, antes de que queden aclaradas las cuestiones planteadas.

Durante el Concilio, la expresión "subsistit in" sustituyó a la fórmula anterior:  "est" (Una visión de conjunto se encuentra en Synopsis historica, a cargo de G. Alberigo - F. Magistretti, Bolonia 1975, pp. 38, 439 s, 506 s). Esa expresión encierra in nuce todo el problema ecuménico (cf. G. Philips, ib.). El verbo "est" afirmaba que la Iglesia de Jesucristo "es" la Iglesia católica. Esta plena identificación de la Iglesia de Jesucristo con la Iglesia católica se hallaba presente, por ejemplo, en las encíclicas Mystici corporis (AAS 35 [1943] 199), y Humani generis (AAS 42 [1950] 571).

Sin embargo, la misma Mystici corporis reconoce que hay personas que, sin estar bautizadas, pertenecen a la Iglesia católica por su deseo (cf. DS 3921). Por este motivo, el Papa Pío XII, ya en el año 1949, había condenado una interpretación exclusivista del axioma "Extra Ecclesiam nulla salus" (Carta de la Santa Sede al arzobispo de Boston, 1949:  en DS 3866-3873).

El Concilio dio un notable paso adelante gracias al "subsistit in". Se quiso reconocer el hecho de que, fuera de la Iglesia católica, no sólo hay cristianos, sino también "elementos de Iglesia" (Este concepto se remonta, en el fondo, hasta J. Calvino, pero, mientras que para Calvino el término se refería a tristes residuos de la verdadera Iglesia, en el debate ecuménico se entiende en sentido positivo, dinámico y orientado hacia el futuro. Por primera vez aparece en Yves Congar como continuación de la postura antidonatista de san Agustín, cf. A. Nichols, Yves Congar, Londres 1986, pp. 101-106. Con la declaración de Toronto, en 1950, entró también en el lenguaje del Consejo ecuménico de las Iglesias) y también Iglesias y comunidades eclesiales que, aun sin estar en comunión plena, pertenecen con derecho a la única Iglesia, y para sus miembros son medios de salvación (cf. Lumen gentium, 8 y 15; Unitatis redintegratio, 3; Ut unum sint, 10-14).

Por tanto, el Concilio sabe que, fuera de la Iglesia católica, existen formas de santidad que llegan incluso al martirio (cf. Lumen gentium, 15; Unitatis redintegratio, 4; Ut unum sint, 12 y 83). En consecuencia, la cuestión de la salvación de los no católicos ya no se resuelve a nivel individual partiendo del deseo subjetivo de un individuo, como indicaba la Mystici corporis, sino a nivel institucional y de modo eclesiológico objetivo.

La noción "subsistit in", en la intención de la Comisión teológica del Concilio, significa que la Iglesia de Cristo tiene su "lugar concreto" en la Iglesia católica: en la Iglesia católica se encuentra la Iglesia de Cristo y en ella es donde se halla concretamente (Synopsis historica, p. 439; G. Philips, o.c., p. 119; A. Grillmeier, LThK, Vat. II, vol. 1 [1966] p. 175; L. Jaeger, o.c., pp. 214-217). No se trata de una entidad puramente platónica o de una realidad meramente futura; existe concretamente en la historia y se encuentra concretamente en la Iglesia católica (cf. Declaración de la Congregación para la doctrina de la fe, Mysterium ecclesiae, n. 1; y también la Declaración Dominus Iesus, n. 17).

Entendido de este modo, el "subsistit in" asume la característica esencial del "est". Sin embargo, ya no describe el modo según el cual la Iglesia católica se entiende a sí misma en términos de "splendid isolation", sino que toma conciencia de la presencia operante de la única Iglesia de Cristo también en las demás Iglesias y comunidades eclesiales (cf. Ut unum sint, 11), aunque no estén aún en plena comunión con ella. Al formular su identidad, la Iglesia católica establece una relación de diálogo con esas Iglesias y comunidades eclesiales.

En consecuencia, se interpreta erróneamente el "subsistit in" cuando se lo considera el fundamento de un pluralismo y un relativismo eclesiológico, afirmando que la única Iglesia de Cristo subsiste en numerosas Iglesias y que la Iglesia católica es simplemente una Iglesia entre otras. Esas teorías de pluralismo eclesiológico contradicen la comprensión de la propia identidad que la Iglesia católica -como, por lo demás, también las Iglesias ortodoxas- siempre ha tenido a lo largo de su Tradición, comprensión que el mismo concilio Vaticano II quiso hacer suya.

La Iglesia católica reivindica para sí actualmente, como en el pasado, el derecho de ser la verdadera Iglesia de Cristo, en la que se encuentra toda la plenitud de los medios de salvación (cf. Unitatis redintegratio, 3; Ut unum sint, 14), pero ahora toma conciencia de ello entablando un diálogo, teniendo en cuenta a las demás Iglesias y comunidades eclesiales. El Concilio no afirma ninguna doctrina nueva, sino que motiva una nueva actitud; renuncia al triunfalismo y formula la comprensión tradicional de su propia identidad de modo realista, históricamente concreto y, podríamos decir, incluso humilde. El Concilio sabe que la Iglesia está en camino en la historia, para realizar concretamente en la historia lo que es ("est") su naturaleza más profunda.

Esta concepción humilde y realista se encuentra principalmente en el número 8 de la Lumen gentium, donde el Concilio, con el "subsistit in", reconoce no sólo elementos de la Iglesia fuera de su estructura visible, sino también miembros y estructuras de pecado en la Iglesia misma (Sobre la noción de "estructuras de pecado", puede verse la exhortación apostólica del Papa Juan Pablo II Reconciliatio et paenitentia, n. 16, así como la encíclica Ut unum sint, n. 34).

En el pueblo de Dios hay también pecadores, con la consecuencia de que la naturaleza espiritual de la Iglesia no aparece claramente a los hermanos separados y al mundo; la Iglesia tiene su parte de responsabilidad en las divisiones existentes, y se está retrasando el crecimiento del reino de Dios (cf. Unitatis redintegratio, 3 s). Por otra parte, las comunidades separadas a veces han desarrollado mejor algunos aspectos de la verdad revelada, de forma que, en la situación de división, la Iglesia católica no puede desarrollar de forma plena y concreta su catolicidad (cf. Unitatis redintegratio, 4; Ut unum sint, 14). Por esto, la Iglesia necesita purificación y renovación, y debe recorrer sin cesar la senda de la penitencia (cf. Lumen gentium, 8; Unitatis redintegratio, 3 s, 6 s; Ut unum sint, 34 s; 83 s).

Esta concepción autocrítica y penitente constituye el fundamento del camino del movimiento ecuménico (cf. Unitatis redintegratio, 5-12). Comprende la conversión y la renovación, sin las cuales no puede haber ecumenismo ni diálogo, que, más que un intercambio de ideas, es un intercambio de dones.

Desde esta perspectiva escatológica y espiritual, la finalidad del ecumenismo no puede concebirse como una simple vuelta de los demás al seno de la Iglesia católica. La meta de la unidad plena sólo se puede alcanzar mediante el compromiso animado por el Espíritu de Dios y la conversión de todos a la única Cabeza de la Iglesia, Jesucristo. En la medida en que estemos unidos en Cristo, estaremos también unidos unos a otros y realizaremos concretamente y en toda su plenitud la catolicidad propia de la Iglesia. El Concilio definió teológicamente este objetivo como unidad-comunión.

4. El ecumenismo a la luz de la eclesiología de comunión

La idea fundamental del concilio Vaticano II y, en particular, del Decreto sobre el ecumenismo se resume en una palabra: comunión (A este respecto, puede verse el Sínodo extraordinario de los obispos de 1985, II, C, 1. El Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos trató este tema de modo detallado durante su asamblea plenaria del año 2001. Cf. la ponencia del cardenal Kasper:  Communio. The Guiding Concept of Catholic Ecumenical Theology. The Present and the Future Situation of the Ecumenical Movement, en:  Information Service n. 109, 2002, I-II, pp. 11-20).

El término comunión es importante para comprender correctamente la cuestión de los "elementa Ecclesiae". Esa expresión sugiere una dimensión cuantitativa, casi material, como si se pudieran medir o contar esos elementos, verificando si su número está completo. Esa "eclesiología de los elementos" fue criticada ya durante los debates conciliares y sobre todo después del Concilio (cf. sobre todo H. Mühlen, Una mystica persona, Munich-Paderborn 1968, pp. 496-502 y 504-513). Sin embargo, el Decreto sobre el ecumenismo no se detuvo allí, pues no considera a las Iglesias y comunidades eclesiales separadas como entidades que han conservado un residuo de elementos, de diversa consistencia según los casos, sino como entidades integrales que ponen de manifiesto esos elementos dentro de su concepción eclesiológica global.

Eso sucede gracias al concepto de comunión. Con esta noción, presente en la Biblia y utilizada por la Iglesia primitiva, el Concilio define el misterio más profundo de la Iglesia, que es como imagen de la comunión trinitaria, como icono de la Trinidad (cf. Lumen gentium, 4; Unitatis redintegratio, 2). Originariamente, communio y communio sanctorum no designaban a la comunidad de los cristianos entre sí, sino su participación (participatio) en los bienes de la salvación, en los sancta, es decir, en los sacramenta.

En todo ello es fundamental el bautismo, sacramento de la fe a través del cual los bautizados pertenecen al único cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Por consiguiente, los cristianos no católicos no están fuera de la única Iglesia; al contrario, pertenecen ya a ella de modo fundamental (cf. Lumen gentium, 11 y 14; Unitatis redintegratio, 22). Sobre la base del único bautismo común, el ecumenismo va mucho más allá de la mera benevolencia y la simple amistad; no es una forma de diplomacia eclesial, sino que tiene un fundamento ontológico y una profundidad ontológica; es una acción del Espíritu.

Evidentemente, el bautismo es sólo el punto de partida y la base (cf. Unitatis redintegratio, 22). La incorporación en la Iglesia alcanza su plenitud con la Eucaristía, que es fuente, fulcro y cumbre de la vida cristiana y eclesial (cf. Lumen gentium, 11 y 26; Presbyterorum ordinis, 5; Ad gentes, 39). Así, la eclesiología eucarística tiene ya su fundamento en la Constitución litúrgica y en la Constitución sobre la Iglesia (cf. Sacrosanctum Concilium, 47; Lumen gentium, 3, 7, 11, 23 y 26).

El decreto Unitatis redintegratio afirma que en la Eucaristía "se significa y realiza la unidad de la Iglesia" (n. 2). Más adelante, a propósito de las Iglesias ortodoxas, dice:  "Por la celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de estas Iglesias, se edifica y crece la Iglesia de Dios y mediante la concelebración se manifiesta la comunión entre ellas" (n. 15). Dondequiera que se celebre la Eucaristía, allí está la Iglesia. Como explicaremos en seguida, este axioma es sumamente importante para comprender a las Iglesias orientales y la distinción existente entre estas y las comunidades eclesiales protestantes.

Lo que acabamos de decir significa que toda Iglesia particular que celebra la Eucaristía es Iglesia en el sentido pleno de la palabra, pero no es toda la Iglesia (cf. Lumen gentium, 26 y 28). Dado que hay un solo Cristo y una sola Eucaristía, cada Iglesia que celebra la Eucaristía está en una relación de comunión con todas las demás Iglesias. La única Iglesia existe en todas las Iglesias particulares y a partir de ellas (cf. ib., 23) y, viceversa, las Iglesias particulares existen en la única Iglesia y a partir de ella (cf. Communionis notio, 9).

Aplicando este concepto de unidad al problema ecuménico, la unidad ecuménica hacia la que tendemos significa algo más que una red de Iglesias confesionales que, al entrar en comunión de Eucaristía y de púlpito, se reconocen recíprocamente. La concepción católica del ecumenismo presupone lo que ya existe, o sea, la unidad en la Iglesia católica y la comunión parcial con las demás Iglesias y comunidades eclesiales, para llegar, partiendo de esta comunión incompleta, a la comunión plena (cf. Ut unum sint, 14), que incluye la unidad en la fe, en los sacramentos y en el ministerio eclesiástico (cf. Lumen gentium, 14; Unitatis redintegratio, 2 s).

La unidad en el sentido de la comunión plena no significa uniformidad, sino unidad en la diversidad y diversidad en la unidad. Dentro de la única Iglesia hay lugar para una diversidad legítima de mentalidades, de tradiciones, de ritos, de reglas canónicas, de teologías y de espiritualidades (cf. Lumen gentium, 13; Unitatis redintegratio, 4 y 16 s). Podemos decir también que la esencia de la unidad, concebida como comunión, es la catolicidad en su significado originario, que no es confesional sino cualitativo; indica la realización de todos los dones que pueden aportar las Iglesias particulares y confesionales.

Por tanto, la contribución del decreto Unitatis redintegratio a la solución del problema ecuménico no es la "eclesiología de los elementos", sino la distinción entre comunión plena y comunión no plena (cf. n. 3; esta distinción no se presenta aún claramente en la terminología de los textos conciliares:  en el número 3 del Decreto se habla de "plena communio" y de "quaedam communio, etsi non perfecta"). De esta distinción deriva el hecho de que el ecumenismo no se orienta a crear asociaciones, sino a realizar una comunión, que no significa ni absorción mutua ni fusión (cf. Slavorum apostoli, 27). Esta formulación del problema ecuménico es la contribución teológica más importante que dio el Concilio a la cuestión ecuménica.

5. Oriente y Occidente dos formas del mismo movimiento ecuménico

La integración de la teología ecuménica en la eclesiología de comunión permite distinguir dos tipos de división en la Iglesia:  el cisma entre Oriente y Occidente, y las divisiones dentro de la Iglesia de Occidente desde el siglo XVI en adelante. Entre las dos, la diferencia no es sólo geográfica o temporal; se trata de cismas de diversa índole. Mientras que con la fractura entre Oriente y Occidente quedó inalterada la estructura eclesial que se había desarrollado fundamentalmente a partir del siglo II, con las comunidades que surgieron de la Reforma nos encontramos ante otro tipo de estructura eclesial (cf. J. Ratzinger, Die ökumenische Situation Orthodoxie, Katholizismus und Reformation, en:  Theologische Prinzipienlehre, Munich 1982, pp. 203-208).

El cisma de Oriente incluye tanto las antiguas Iglesias de Oriente que se separaron de la Iglesia imperial en los siglos IV y V, como el cisma entre Roma y los Patriarcados orientales, cuya fecha simbólica se ha fijado en el año 1054.

Ciertamente, el Concilio no reduce las diferencias a simples factores políticos y culturales. Desde el inicio, Oriente y Occidente acogieron de diversa manera el mismo Evangelio y desarrollaron formas diferentes de liturgia, espiritualidad, teología y derecho canónico. Sin embargo, concuerdan en lo que atañe a la estructura fundamental, tanto eucarístico-sacramental como episcopal. Los diálogos nacionales e internacionales entablados después del Concilio han confirmado esta profunda comunión en la fe, en los sacramentos y en la estructura episcopal.

Así pues, el Concilio habla de relaciones entre Iglesias locales y entre Iglesias hermanas (cf. Unitatis redintegratio, 14). Esta formulación, todavía bastante vaga en el Decreto sobre el ecumenismo, fue utilizada y desarrollada en el intercambio de mensajes entre el Papa Pablo VI y el Patriarca ecuménico Atenágoras, el "Tomos agapis" (cf. J. Ratzinger, Die ökumenische Situation Orthodoxie, Katholizismus und Reformation, en:  Theologische Prinzipienlehre, Munich 1982, pp. 386-392, n. 176. Esta expresión quedó recogida también en la Declaración común del Papa Juan Pablo II y el Patriarca ecuménico Bartolomé, en 1995).

El restablecimiento de la comunión plena presupone una atenta consideración de los diversos factores de la división (cf. Unitatis redintegratio, 14) y el reconocimiento de las diferencias legítimas (ib., 15-17). El Concilio constata que, por lo que atañe a las diferencias, a menudo se trata de elementos complementarios más que de divergencias opuestas (cf. ib., 17. El Catecismo de la Iglesia católica, en el n. 248, incluye también la cuestión del Filioque entre los problemas que indican una diferencia complementaria más bien que contradictoria).

Por tanto, el Concilio declara que "todo este patrimonio espiritual y litúrgico, disciplinar y teológico, en sus diversas tradiciones, pertenece a la plena catolicidad y apostolicidad de la Iglesia" (ib., 17. Esta idea se encuentra también en el decreto Orientalium Ecclesiarum, n. 1, y en la carta apostólica Orientale Lumen, n. 1). Así pues, para restablecer la unidad, no hay que imponer más cargas que las cosas necesarias (cf. Hch 15, 28; Unitatis redintegratio, 18).

El verdadero problema en las relaciones entre Oriente y Occidente es la cuestión del ministerio petrino (cf. Ut unum sint, 88). El Papa Juan Pablo II ha invitado a un diálogo fraterno sobre el ejercicio futuro de este ministerio (cf. ib, 95). No es posible exponer aquí las complejas cuestiones históricas relacionadas con este problema, ni las posibilidades actuales de una nueva interpretación y de una nueva recepción de los dogmas promulgados por el concilio Vaticano I. Recordemos solamente que un simposio organizado en mayo del año 2003 por el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos con las Iglesias ortodoxas llevó a una apertura de ambas partes (cf. W. Kasper, ed., Il ministero petrino. Cattolici e ortodossi in dialogo, Roma 2004). Ojalá que este diálogo teológico internacional pueda reanudarse pronto y sobre todo dedicarse al estudio de este tema.

El cisma de Occidente, originado por la Reforma del siglo XVI, es de otro tipo. Como reconoce claramente el Decreto sobre el ecumenismo, se trata de un fenómeno complejo y diferenciado, de índole a la vez histórica y doctrinal. También con las comunidades surgidas de la Reforma nos unen muchos e importantes elementos de la verdadera Iglesia, entre los cuales, sobre todo, el anuncio de la palabra de Dios y el bautismo. En numerosos documentos de diálogo posconciliares esta comunión se amplía y profundiza (Podemos citar sobre todo los documentos de Lima, Bautismo, Eucaristía y ministerio, 1982; los documentos de ARCIC con la Comunión anglicana; los documentos de convergencia con los luteranos -"La cena del Señor", "El ministerio espiritual en la Iglesia", etc.- y, especialmente, la "Declaración común sobre la doctrina de la justificación", de 1999).

Sin embargo, existen también "discrepancias de gran peso, no sólo de índole histórica, sociológica, psicológica y cultural, sino, ante todo, de interpretación de la verdad revelada" (Unitatis redintegratio, 19). Según el Concilio, estas divergencias atañen, en parte, a la doctrina de Jesucristo y de la redención, y sobre todo a la sagrada Escritura en su relación con la Iglesia, al magisterio auténtico, a la Iglesia y a sus ministerios, al papel de María en la obra de la redención (cf. ib., 20 s; Ut unum sint, 66) y, en parte, también a cuestiones morales (cf. Unitatis redintegratio, 23). Estas últimas se han subrayado recientemente y han creado problemas tanto dentro de las comunidades eclesiales reformadas como en las relaciones entre ellas y la Iglesia católica.

A diferencia de lo que sucede en la situación del cisma de Oriente, en lo que atañe a las comunidades surgidas de la Reforma no sólo nos encontramos con diferencias doctrinales, sino también con una estructura fundamental diversa y con otro tipo de Iglesia. Aunque sea con matices diversos y a menudo notables en sus posiciones, los reformadores conciben la Iglesia como criatura verbi sobre todo a partir de la palabra de Dios (cf. M. Lutero, De captivitate Babylonica ecclesiae praeludium, 1520:  Obras completas 560 s) y no a partir de la Eucaristía.

La diferencia se acentúa cuando se trata de la cuestión de la Eucaristía. Como afirma el Concilio, las comunidades eclesiales surgidas de la Reforma, "por defecto del sacramento del orden, no han conservado la sustancia genuina e íntegra del Misterio eucarístico" (Unitatis redintegratio, 22).

En el sentido de la eclesiología eucarística, la distinción entre las Iglesias y las comunidades eclesiales depende de esta falta de sustancia eucarística. La declaración Dominus Iesus (n. 16) destacó ulteriormente esa distinción en el ámbito conceptual y, al hacerlo, suscitó amplias críticas por parte de cristianos protestantes. Quizá se habría podido formular de un modo más comprensible lo que se quería decir; pero, por lo que respecta al contenido efectivo, no se puede cerrar los ojos ante las divergencias que existen en el modo de concebir la Iglesia. Los protestantes no quieren ser Iglesia en el sentido en que la Iglesia católica se entiende a sí misma; constituyen otro tipo de Iglesia y, por ese motivo, según el criterio de identidad católico, no son una Iglesia en sentido propio.

A causa de las diferencias existentes, el Concilio pone en guardia contra toda ligereza y celo imprudente. "La acción ecuménica no puede ser sino plena y sinceramente católica, es decir, fiel a la verdad que recibimos de los Apóstoles y de los Padres, y consecuente con la fe que la Iglesia católica ha profesado siempre" (Unitatis redintegratio, 24). Pero el Concilio también pone en guardia contra las polémicas. Es significativo que el término "diálogo" se repita como un estribillo al final de las diversas secciones de esta parte del Decreto (cf. nn. 19, 21, 22 y 23). Así se expresa, una vez más, el nuevo espíritu con el que el Concilio quiere superar las diferencias.

6. Quanta est nobis via?

El Decreto constituía un inicio. A pesar de ello, ha tenido amplias e importantes repercusiones, tanto dentro de la Iglesia católica como en el ámbito ecuménico, y ha cambiado profundamente la situación del ecumenismo durante los últimos cuarenta años (cf. Il Concilio Vaticano II. Ricezione e attualità alla luce del Giubileo, ed. R. Fisichella, Roma 2000, pp. 335-415, con contribuciones de E. Fortino, J. Wicks, F. Ocáriz, Y. Spiteris y V. Pfnür).

Ciertamente, el decreto Unitatis redintegratio también dejó abiertas algunas cuestiones. Ha sido criticado y se ha desarrollado ulteriormente su contenido. Pero los problemas que se han encontrado no deben hacernos olvidar los grandes frutos que ha producido. El Decreto puso en marcha un proceso irrevocable e irreversible, para el cual no existe una alternativa realista. El Decreto sobre el ecumenismo nos muestra el camino que se ha de seguir en el siglo XXI. Es voluntad del Señor que emprendamos este camino, con prudencia, pero también con valentía, con paciencia y, sobre todo, con una esperanza inquebrantable.

En definitiva, el ecumenismo es una aventura del Espíritu. Por eso, concluyo tomando prestadas las palabras con las que concluye también el Decreto:  ""La esperanza no quedará defraudada, pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por la virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado" (Rm 5, 5)" (n. 24).