Vladimir Soloviev §

 

Adriano Dell´Asta *

 

«No dejéis que me duerma: hacedme rezar». Así pasaron, marcados por la oración, los últimos días de Soloviev, hasta que el 31 de julio de 1900, a las nueve y media de la tarde, llegó la muerte para ayudarle a dar el último paso hacia la resurrección y la eternidad. Sobre su tumba, en el monasterio de Novodevisij de Moscú, manos desconocidas colocaron dos iconos, uno griego de la resurrección, con la inscripción «Cristo ha resucitado de entre los muertos», y el otro polaco, de la Virgen, con la frase «In memoria aeterna erit justus». Presentamos la semblanza y fragmentos de sus escritos, de uno de los grandes pensadores rusos: incansable promotor de la unidad de la Iglesia, y creador, según Hans Urs von Balthasar de «la creación especulativa más universal de la Edad moderna»

 

Su vida

 

Querida, ¿acaso no ves cómo todo lo que aparece ante nuestros ojos es sólo un reflejo, una sombra, de aquel que es invisible?

Querida, ¿acaso no oyes cómo el estruendo estridente del mundo es sólo un eco engañoso de las armonías triunfantes?

¿O tal vez no sientes, querida, que sólo hay una cosa en el mundo: lo que un corazón confía a otro corazón en un saludo sin palabras?

 

«No dejéis que me duerma: hacedme rezar». Así pasaron, marcados por la oración, los últimos días de Soloviev, hasta que el 31 de julio de 1900, a las nueve y media de la tarde, llegó la muerte para ayudarle a dar el último paso hacia la resurrección y la eternidad. Sobre su tumba, en el monasterio de Novodevisij de Moscú, manos desconocidas colocaron dos iconos, uno griego de la resurrección, con la inscripción «Cristo ha resucitado de entre los muertos», y el otro polaco, de la Virgen, con la frase «In memoria aeterna erit justus».

 

Vladimir Sergueievich Soloviev no era viejo todavía. Nacido en Moscú en 1853, tenía apenas cuarenta y siete años, pero los médicos que in-; tentaron en vano salvarlo no se extrañaron tanto de su temprana muerte cuanto del hecho de que un hombre con tan mala salud estuviese aún vivo y hubiese podido trabajar tan intensamente hasta unos pocos días antes. En efecto, toda su vida estuvo consagrada a la «difícil obra del Señor», fue una sucesión infatigable de oración, caridad y trabajo. Y no es que Soloviev hubiese sido siempre creyente: según parece que era la práctica normal en la sociedad culta de la Rusia del siglo pasado, también él había pasado por una fase de ateísmo, tan precoz (en torno a los trece años) como rabioso, durante la cual parece que una de sus diversiones preferidas era la de ir por los cementerios pisando cruces. Y sin embargo bien pronto supo el viento del Espíritu vencer al ambiente de la época; por lo demás, tal vez era inevitable que la fe de Soloviev pasase por el crisol de las dudas a que se veía expuesto por la libertad que había caracterizado su educación y a lo que le llevaba aún el destino que haría de él uno de los mayores genios integradores de la historia del pensamiento, capaz de aceptar cualquier idea para analizarla e integrarla en el organismo de la Verdad unitotal.

 

Cuarto de los doce hijos de Serguei Mijailovich Soloviev, uno de los más grandes historiadores rusos y futuro rector de la Universidad de Moscú, Vladimir Sergueievich había sido educado con libertad, no según un sistema educativo cualquiera y tampoco, en cierto sentido, según un modelo personalizado: la educación había sido para él producto del ambiente mismo que había respirado en su familia. Se trataba, sin duda, de una familia patriarcal en la que el padre, hombre de fe sólida, era mirado y venerado como una especie de dios en la tierra, pero no existía ni sombra de tradicionalismo, hasta el punto de que la obra de Serguei Mijailovich, por ejemplo, se consideró revolucionaria; de modo que si el pequeño Volodia aprendió a leer y a escribir en los libros de historia sagrada que le leía su madre, y si desde la más tierna infancia estaba habituado a la esplendorosa tradición litúrgica oriental a la que se sentía muy próximo por su abuelo sacerdote, podía encontrar, sin embargo, en la biblioteca de su casa, las obras del positivismo y naturalismo más recientes. Y, en efecto, las leyó, es más, las devoró; pero, una vez más, cuando su padre le descubrió leyendo a Renan, al decir Vladimir que jamás volvería a participar en las funciones litúrgicas, la reacción paterna fue paradójica; aunque apesadumbrado, no tuvo nada que objetar, aconsejando a su hijo únicamente que leyese algo más radical y más científico. La respuesta era arriesgada, pero ¿acaso no había hecho decir Dostoievski a un santo obispo que «el ateísmo vale más que la indiferencia mundana y se forma en el penúltimo peldaño que lleva a fe perfecta»? Así le ocurriría al joven nihilista.

 

Las ciencias naturales llegan a apasionarle (incluso después no dejará nunca de ocuparse de ellas y de valorarlas en su justa medida); los monstruos antediluvianos le resultan más atractivos que las definiciones de un catecismo antediluviano. Mientras tanto, sin embargo, la verdad lleva su marcha: cuanto más se adentra en el estudio de las ciencias naturales, tanto menos le satisfacen, de modo que cuando en la Facultad de Ciencias (en la que se había matriculado en 1869) se piensa en encargarle de una cátedra de paleontología, las dudas sobre el valor absoluto de la ciencia son mayores. La lectura de filósofos como Spinoza, Kant, Schopenhauer (empezada hacia los quince años) por un lado lo libera del cientifismo y por otro lo sume en un profundo pesimismo existencial. En 1872, de improviso, termina su evolución: en el punto crítico de una de tantas experiencias místicas que jalonan su vida, dice haber comprendido finalmente que «Dios está en el hombre, y en la vida existe el bien y una alegría auténtica»: su obra, a partir de entonces, será la del Señor, al que le había consagrado su abuelo cuando apenas contaba nueve años.

 

Soloviev abandona la Facultad de Ciencias por la de Letras y en poco más de un año prepara la tesis doctoral, La crisis de la filosofía occidental (1874) que, en el marco de una crítica a fondo de la historia de la filosofía, deja vislumbrar ya lo que será el objeto de su elaboración filosófica posterior: el encuentro y la reunificación de la riqueza espiritual de Oriente y la fuerza racional de Occidente, para mostrar la verdad del cristianismo y reconocer el mérito de la fe de los padres. La defensa de la tesis fue triunfal y al joven Soloviev, de poco más de veinte años, se le confió una cátedra de filosofía; empezó a dar clase, pero el mundo académico no estaba hecho para su espíritu de peregrino: eran diversas las disciplinas y las luchas que estaba dispuesto a aceptar. Tras un año sabático, solicitado para poder estudiar en Londres, vuelve de nuevo a enseñar, pero algunas disputas académicas lo alejan definitivamente del ambiente universitario: uno de los profesores había propuesto una reforma de los estatutos de la universidad y Soloviev, más que por ser partidario de sus ideas, estaba contrariado por la forma en que habían sido acogidas tales propuestas; por otra parte, para no encontrarse entre los opositores de su padre, que entonces era precisamente el rector, presentó la dimisión.

 

No cabe pensar que careciese de inclinación a la polémica: cuando se trate de cosas esenciales para él no se detendrá ante nadie, ni ante amigos o familiares, ni frente a los poderosos (ya fueran los grandes de la cultura, como Tolstoi, ya fuese el zar en persona); y sus polémicas eran frecuentemente mordaces. Con respecto a Briusov, por ejemplo, escribirá: «Si no tiene más de catorce años, podrá llegar a ser un discreto escritor de versos, pero también podrá llegar a no ser nada. En cambio, si es un hombre adulto, entonces está claro que toda esperanza literaria está fuera de lugar.» Briusov, que a pesar de la poco profética crítica demoledora será reconocido más tarde como un gran poeta, tenía entonces veintidós años y pertenecía a la corriente simbolista, pero Soloviev, poeta también él y siendo incluso, según la opinión general, el padre de dicha corriente, no podía admitir que tras la máscara del simbolismo se ocultase «una complicidad con las bajas pasiones».

 

Así como no era ajeno a la polémica, tampoco se puede pensar que Soloviev fuese opuesto a todo tipo de disciplina, todo lo contrario: en ¿el período que pasó en Londres, por ejemplo, empezó a imponerse un régimen de vida enteramente parecido al de los monjes orientales, que ya no abandonará nunca y que, para él, forzado a seguir el ritmo de la vida secular, resultará mortal con el tiempo, especialmente si se tiene en cuenta que le acompañará siempre una actividad increíble por la amplitud y por desarrollarse muy a menudo de noche; en efecto, al aumentar su fama, las horas diurnas terminaban estando siempre ocupadas por la obligación de responder a todos aquellos que se dirigían a él por los motivos más diversos (desde la solicitud de una crítica a una vulgar petición de dinero). Y Soloviev no era capaz de decir que no a nadie, con una caridad que se podría tomar fácilmente por una falta absoluta de sentido práctico —y así era normalmente, al menos en parte— si no hubiera ido acompañada siempre de un trabajo agotador.

 

Por consiguiente, Soloviev no era de por sí contrario a la disciplina y tampoco era intolerante en sus relaciones humanas; se sentía profeta, es cierto, y en algún sentido sin tierra, pero sentía con igual claridad que el espíritu profético y el estado de peregrino eran imposibles sin una regla, sin ascetismo. Para Soloviev, sin embargo, el ascetismo no será nunca un fin en sí mismo que se reduce sólo al respeto autocomplaciente de una serie de convenciones mundanas o de una serie de reglas, extrañas a la dimensión del auténtico crecimiento espiritual que es, en todo caso, un salir de sí para entrar en un nuevo mundo.

 

Así pues, no era un fin en sí mismo ni siquiera el trabajo, que Soloviev concebía no como la actuación de un «proyecto humano», sino como «respueta ante el Señor de amor». El trabajo, el ascetismo, la caridad eran para él la traducción existencial del amor y del respeto a la realidad de aquella unidad que constituye, según Soloviev, el contenido de la fe y el fundamento de la razón; trabajo, ascetismo y caridad eran la realización de la unidad entre la singularidad y las diversas esferas del ser: la material o inferior, que se encuentra en el trabajo; la divina o superior, que se encuentra en el ascetismo o en la oración; y la puramente humana, que se halla en el amor al prójimo. Esta unidad, o unitotalidad como la llama él mismo, será siempre el leitmotiv de su obra y de su vida.

 

Habíamos dejado a Soloviev en Londres, a finales de la primera mitad de la década de los años setenta; después de regresar a Moscú en 1876, el año siguiente se traslada a San Petersburgo donde publica sucesivamente los Principios filosóficos del saber integral, las Lecciones sobre la Divinohumanidad y la Crítica de los principios abstractos. Sólo la segunda de estas obras, leída en una serie de conferencias públicas en presencia de todos los grandes de la época (desde Tolstoi a Dostoievski), está concluida; las otras dos, en cambio, a pesar de sus dimensiones y de su organicidad, anuncian otros capítulos que no se llegarían a escribir nunca. La Crítica de los principios abstractos permite de todos modos a Soloviev alcanzar el grado académico más alto, pero esta vez lo que le aleja de la enseñanza no es tanto su espíritu nómada, cuanto el choque bastante más grave con el poder zarista.

 

En 1881, en efecto, tras el asesinato del zar Alejandro II, Soloviev pronuncia dos discursos en los que, aunque condena el atentado, pide el indulto para los asesinos, porque la pena de muerte es incompatible con el nombre de cristiano con que se honra el emperador. La reacción es inmediata y a Soloviev se le prohíbe hablar en público. Sus campos de interés se amplían: la crisis de la sociedad rusa, que sale una vez más a la luz con esta medida tan poco liberal y que revela cómo la santa Rusia es cristiana ya sólo de nombre, empuja al filósofo a buscar los motivos de este alejamiento de la tradición. Soloviev reanuda los estudios teológicos que había comenzado ya en los años de su tesis de doctorado cuando, cosa inaudita para la época, él, un laico, había empezado a asistir a la Academia Eclesiástica de Moscú, además de ir a la Facultad de Letras; los escritos de los santos Padres griegos y latinos y la historia de los Concilios se convierten en su lectura diaria.

 

El discurso sobre la unidad, que hasta entonces había sido puramente filosófico, se enriquece ahora con temas teológicos y se transforma en el tema de la unidad de las iglesias, al cual se entrega Soloviev en cuerpo y alma: durante una década será el motivo central de sus obras y de sus amistades. Se acerca cada vez más a Roma, se hace amigo de muchas personalidades católicas, entre ellas el obispo croata Strossmayer (por cuya influencia introdujo León XIII en el calendario de la Iglesia católica la festividad litúrgica de los santos Cirilo y Metodio), el cual elogia su causa en los ambientes romanos: en una carta de 1889 al cardenal Rampolla, entonces Secretario de Estado, definirá una de las obras de Soloviev de aquellos años, Rusia y la Iglesia universal, como «praeclarissima», escrita «summo ingenio ac pietate». A pesar de todo, aun admitiendo Soloviev la verdad de la «Iglesia hermana» de Roma, aceptando incluso las posiciones doctrinales de ésta, no se considerará nunca en el deber de abandonar su Iglesia madre: postura ésta cuyo profetismo acabará por enemistarle con muchas personas y por hacerle objeto, cada vez más a menudo, de los dardos de la censura. Rusia y la Iglesia universal sólo verá la luz en francés, mientras que La historia y el futuro de la teocracia (1885-1887) solamente se podrá publicar en Croacia. Entre tanto, sin embargo, consigue publicar los Fundamentos espirituales de la vida (1882-1884), una de sus obras de más elevada espiritualidad, y los Tres discursos en memoria de Dostoievski: Soloviev había estado unido al gran novelista por una profunda amistad y había ejercido sobre él una gran influencia, a pesar de ser unos treinta años más joven.

 

Un día, explicándole a nuestro filósofo por qué se sentía tan unido a él, Dostoievski le había dicho precisamente: «Usted me recuerda extraordinariamente a un hombre que ejerció una enorme influencia sobre mí y sobre mi juventud. Se parece tanto en la figura y en el carácter, que a veces tengo la impresión de que su alma hubiera pasado a usted». A lo que Soloviev, por no correr el riesgo de tomárselo demasiado en serio y echándose a reír, contestó que, puesto que aquella persona había muerto en 1872, él habría estado vagando sin alma durante veinte años. Amistades como éstas, sin embargo, aun siendo numerosas y a pesar de ser importantes y cálidas, no consiguieron endulzar la amargura de las polémicas de aquellos años: su actividad a favor de la unión de las iglesias no pudo fructificar entonces. En cualquier caso, Soloviev no abandonó la obra que había emprendido; una vez concretado el marco filosófico y teológico dentro del que era posible la participación del hombre en la santificación del universo, una vez establecido que la unidad, como don originario, era lo que daba sentido a la existencia, se trataba de ver de qué forma podría realizarse esta unidad en el mundo.

 

Así pues, sus últimos años estuvieron dedicados a la estética y a las obras sobre el amor y sobre la filosofía moral: el arte y el amor aparecen en ellas precisamente como las vías para la construcción de la unidad y para encarnar el ideal. Es un período de actividad y de vitalidad increíbles, a pesar de los avisos cada vez más frecuentes de la muerte: vuelve a escribir poesías; uno de sus muchos amores desgraciados le inspira algunas de las páginas más bellas que se hayan escrito jamás sobre el amor humano, El significado del amor (1892-1894); un editor le encarga la traducción de las obras de Platón, y del nuevo acercamiento al filósofo, estudiado ya en la juventud, nace (además de la traducción) otro texto sobre el amor, El drama de la vida de Platón (1898); posteriormente escribirá una obra de filosofía moral, La justificación del bien (1897), los artículos sobre el arte y sobre los poetas rusos, los artículos de filosofía para la enciclopedia Brockhaus-Efron (algo parecido a nuestro Espasa), algunos de los cuales el mismo Soloviev los consideraba entre las cosas más importantes que había escrito; después están los proyectos: una metafísica (de la que dejó sólo los tres capítulos de la Filosofía teorética), una historia de la filosofía, una filosofía basada en la Biblia; está la última obra, Los tres diálogos, con el Relato del Anticristo, y está la esperanza en la transfiguración del universo que ha de realizarse mediante la colaboración del hombre con Dios. Por último, la muerte y la nueva vida, eterna y justa. Después de los funerales, el príncipe S. N. Trubeskoi, gran filósofo también él y futuro rector de la Universidad de Moscú, dirá: «Hoy hemos dado sepultura al hombre más grande que haya tenido Rusia».

 

Su obra

 

Viven los hombres del amor de Dios,

que sobre todos desciende invisible,

del Verbo de Dios que, silencioso,

resuena en el mundo entero.

Viven los hombres de aquel amor,

que sólo anhela al otro,

que triunfa de la muerte

y no concluye en el hades.

Y puesto que no es demasiada osadía

sentirse hombre entre los hombres,

vivo en la idea de que junto al amado

juntos estaremos para siempre.

 

El saber integral

 

Se ha comparado a veces el genio de Soloviev con el de Tomás de Aquino o el de Orígenes, la fuerza con que evocaba el Reino de Dios ha hecho que se hable de él como de un nuevo San Agustín, por la intensidad y la claridad de estilo se le ha equiparado a Schopenhauer, por la poesía y riqueza de imágenes ha adquirido el renombre de Nietzsche o el de Platón. La misma abundancia de parangones, aunque resulta halagadora, no puede ocultar una carencia importante: Soloviev sigue siendo desconocido en Occidente, a pesar de haber sido definida su obra precisamente en Occidente como «la creación especulativa más universal de la Edad moderna» (Hans von Balthasar). Una de las razones de este desconocimiento tal vez pueda hallarse realmente en aquello que constituye uno de los mayores méritos de la filosofía de Soloviev y que le hace de la más candente actualidad: su ideal es el de un conocimiento, de una vida y de una creatividad integrales; frente a una sociedad en descomposición y ya disgregada, hoy como entonces, el sueño de Soloviev es el de la reconciliación y de la victoria sobre el aislamiento y la separación en que ha caído cada una de las esferas del ser. Lo que le hace simultáneamente extraño y esencial al mundo contemporáneo es esta aspiración suya a una ciencia que no mire más con recelo a la filosofía, es su deseo de que la religión no vuelva a encontrarse confinada por las dos primeras en la esfera de la irracionalidad y que no se encierre a sí misma en una lucha estéril. La clave de la filosofía de Soloviev es la idea de unitotalidad, idea inaudita al tiempo que buscada desesperadamente por la conciencia contemporánea: la posibilidad de un mundo en el que la distinción plena y la libertad de cada uno de los elementos vaya al mismo paso y se sustente en la perfecta unidad. Criterio éste exigente y comprensivo al mismo tiempo, por el que el juicio sobre el mundo va siempre acompañado de la máxima afirmatividad posible.

 

Por lo cual, desde su primera obra, Soloviev no considera la historia de la filosofía como una sucesión estéril de errores, sino que aprovecha de ella la manifestación de verdades parciales que, dejadas a su suerte y puestas como excluyentes, acaban por evidenciar su unilateralidad y por abrir entonces la posibilidad de una más elevada y más consciente reconciliación entre ellas. El organismo unitario de la realidad, compuesto de los elementos humanos, divinos y materiales, dice Soloviev, se escinde cuando, en un determinado momento de la Edad Media, la parte propiamente humana (la razón) se rebela contra lo divino (la autoridad representada por la Iglesia). Expulsado lo divino del universo, se rompe la integridad y entre los dos elementos que quedan, el natural-material y el humano, comienza una lucha sin cuartel por el predominio. La historia de la filosofía moderna es la historia de esta lucha, en la que la verdad de lo humano y la verdad de la naturaleza, separadas ya, caminan aisladamente y cada una se afirma a pesar de la otra. Al final se llega con el idealismo, por una parte, a la afirmación de lo únicamente humano, de la razón absoluta que, por haber querido absorber en sí todas las cosas, pierde el contacto con la realidad; por otra, se llega con el materialismo a la afirmación de la naturaleza sola que, sin embargo, se ve privada de todo sentido racional.

 

«Si el racionalismo —dice Soloviev— no puede salir del círculo vicioso de los conceptos generales y alcanzar la realidad particular, el empirismo, por el contrario, limitado por los datos particulares de la realidad fenoménica, no puede en modo alguno, si quiere permanecer fiel a sí mismo, alcanzar las leyes universales e inmutables que son necesarias para el conocimiento auténtico». La vía de escape de estos círculos viciosos la define Soloviev al mismo tiempo como «el resultado necesario de la filosofía occidental» y como «la verdad espiritual» que ya había revelado el cristianismo bajo la forma de la fe. Es decir, se trata, por un lado, de admitir la verdad de lo humano (la verdad del sujeto del conocimiento) y la verdad de la naturaleza (la verdad del objeto del conocimiento) que había afirmado la filosofía de manera tan prepotente; pero, por otro lado, se trata también de liberar estas afirmaciones de una unilateralidad y de un exclusivismo que han acabado por aniquilar lo que de positivo pudieran tener ciertos descubrimientos.

 

Conviene advertir ahora que la superación de los límites del pensamiento occidental y el redescubrimiento de las verdades de la fe no los realiza Soloviev saliendo simplemente de los ámbitos propios de la filosofía y de la ciencia, mediante los principios extrínsecos de la razón filosófica y científica, sino invitando a la filosofía y a la ciencia, principio humano y principio natural, a una mayor fidelidad a sí mismos. El respeto al objeto en todos los ámbitos de la realidad, el respeto a su especificidad y a sus leyes, es lo que guía a Soloviev en su crítica. «Si el espiritualismo abstracto —dice Soloviev— traiciona inconscientemente al principio racionalista en cuanto personifica la propia sustancia lógica absoluta y le atribuye de este modo una existencia real, es decir, empírica, el materialismo por su parte traiciona el principio empírico (asimismo inconscientemente) en cuanto generaliza el propio objeto empírico real (la materia), atribuyéndole así un significado universal y necesario, es decir, lógico». Por consiguiente, se le reprocha al idealismo que, tras haber descubierto la función esencial del sujeto, le haya conferido un carácter de absoluto, que haya reducido todo el pensamiento abstracto del sujeto y, consiguientemente, para no correr el riesgo de perder completamente la relación con la realidad, se ha visto constreñido a atribuir al pensamiento las prerrogativas del objeto; y viceversa, al materialismo se le reprocha el hecho de que, después de haber descubierto el objeto, lo haya puesto a su vez como absoluto y, para no correr el riesgo de tener que renunciar a toda racionalidad de lo real, ha terminado por atribuir al objeto lo que es propio del sujeto. En resumen, por haber querido separar demasiado el sujeto del objeto, el idealismo y el materialismo han acabado por confundirlos.

 

Llegado a este punto, se trata para Soloviev de eliminar sencillamente el exclusivismo que hizo estéril el descubrimiento de la importancia del sujeto, por un lado, y la del objeto, por el otro, y de mantener estos resultados en su estricta positividad. Actuando del mismo modo respecto al principio estrictamente divino, se acabará por recuperar plenamente aquella unidad de lo humano, lo natural y lo divino de cuya escisión se había partido, y se descubrirá que es precisamente en esta unidad donde los diversos principios pueden mantener firmes sus prerrogativas, permaneciendo distintos, y no estando, por lo tanto, constreñidos a la confusión, por estar realmente unidos originariamente. Más aún, sólo en esta unidad con lo divino es como lo que es propiamente humano y natural puede ser verdaderamente ello mismo: si es verdad que el resultado necesario de la filosofía occidental consiste en el hecho de que ella misma abre de nuevo la vía de la unitotalidad, poniendo de manifiesto la falta de fundamento y la infecundidad de las propias unilateralidades, es también cierto que esta nueva apertura no conduciría a nada si no llegase a la afirmación, más aún, al reconocimiento, de un sentido y de un principio absoluto de la vida, lo que hace coincidir precisamente los resultados deseables de la filosofía occidental con las verdades de la fe y lo que encuentra realmente en las verdades de la fe su justificación plena. En el Cristo revelado está realmente la verdad del ser, y es sobre la figura de Cristo donde modela Soloviev su propio discurso, porque en él se mostró por primera vez en la realidad aquello que es el fundamento del mundo, de la Sabiduría (Sofía) de Dios que está impregnada en todo momento de la realidad y da a cada cosa particular un sentido universal.

 

El tema de la divina Sofía es uno de los preferidos de Soloviev; a la Sabiduría dedicó páginas densísimas y poesías inspiradas, la figura de la Sofía está presente a lo largo de toda su vida y el mismo Soloviev cuenta que se le apareció tres veces. Tema de difícil interpretación en todo caso, se puede decir de él que está directamente relacionado con la cristología, de la que es una especie de desarrollo, como una tentativa de extraer del dogma cristológico una serie de consecuencias en el plano antropológico y cosmológico. De ella dice Soloviev en una de sus poesías más famosas: «Todo aquello por lo que es bella Afrodita terrena, / la alegría de las casas, de los bosques y del mar, / todo aquello sabrá unir la belleza celeste / y de forma más pura, más fuerte y más viva y plena lo unirá». La misma síntesis de filosofía, ciencia y sentido religioso, tendente a hacer posible una sabiduría humana integral, se aprovecha como una de las implicaciones de la cristología: la persona de Cristo, en su perfecta unidad y perfecta divinidad, sin separación y sin confusión, se conviene en el criterio de la realidad. Del olvido de esta unión es de donde han nacido todas las divisiones y todas las tentaciones: la de concebir a Dios como algo que exige el desprecio del hombre y de la naturaleza, y luego la de concebir al hombre como algo que para ser él mismo debe renunciar a Dios y explotar la naturaleza, hasta la de concebir a la naturaleza como la única realidad. En cambio, para Soloviev, es posible superar estas tentaciones recordando simplemente, sobre el modelo de la persona de Cristo, que «creer en el hombre significa reconocer en él algo superior, aquella fuerza y aquella libertad que lo asemejan a la divinidad» y que «creer en la naturaleza significa reconocer en ella una luz y una  belleza recóndita que hacen de ella el cuerpo divino».

 

Era inevitable, por consiguiente, que Soloviev volviese a considerar más específicamente a la Iglesia, dado que en ella veía él realmente la expresión de aquella unidad que daba sentido a lo humano y verificaba todas las investigaciones y la evolución de la humanidad. Y fueron precisamente las cuestiones dogmáticas y eclesiológicas las que ocuparon los años centrales de su producción.

 

Soloviev, gracias al descubrimiento del pensamiento de los Padres de la Iglesia, que caracterizaba especialmente a ciertos ambientes monásticos de la Rusia de aquellos años, se familiarizó cada vez más con la literatura patrística; cita frecuentemente a los Padres y los textos de los Concilios y, sobre todo, sus obras están impregnadas del espíritu del viejo adagio de la patrística: «Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera hacerse Dios». Pero donde este mismo tema encuentra su aplicación más exacta es en la Iglesia porque, según Soloviev, «sólo en el amor y en el servicio a la Iglesia se puede servir verdaderamente al propio pueblo y a la humanidad».

 

La Iglesia, por lo demás, impone su centralidad precisamente porque en ella se encuentra el modelo de aquella unidad que es el centro del pensamiento de Soloviev. «La Iglesia verdadera —templo, cuerpo y esposa mística de Dios— es una, como Dios mismo. Pero existen diversos tipos de unidad. Está la unidad negativa, solitaria y estéril, que se limita a excluir toda pluralidad. Es una simple negación que supone lógicamente lo que niega... Pero existe la unidad verdadera que no se opone a la pluralidad, que no la excluye, antes bien, en el goce sereno de la propia superioridad, domina a su contrario y lo somete a sus leyes. La unidad mala es el vacío y la nada; la verdadera es el ser uno que tiene todo en sí mismo. Esta unidad positiva y fecunda, permaneciendo siempre lo que es, por encima de cualquier realidad limitada y múltiple, contiene en sí, determina y manifiesta las fuerzas vivientes, las razones uniformes y las diversas cualidades de cuanto existe. El credo de los cristianos comienza precisamente con la profesión de esta unidad perfecta que genera y comprende todo: in unum Deum Patrem omnipotentem... (pantocratora). Este carácter de unidad positiva (de unitotalidad o de uniplenitud) pertenece a todo aquello que es o debe ser absoluto en su género. Tal es en sí el Dios omnipotente, tal es idealmente la razón humana que puede comprenderlo todo, tal debe ser, por último, la Iglesia verdadera esencialmente universal». Es evidente que este modo de concebir a la Iglesia tuvo que afrontar el espinoso y doloroso problema de la división de las Iglesias.

 

Ya hemos dicho que Soloviev desempeñó en este ámbito una función profética, comparándosele con el cardenal John Henry Newman, no tanto porque se habría convertido también él al catolicismo, sino más bien por el impulso que recibió el movimiento ecuménico mediante su obra. Supo evitar sin vacilaciones las estrecheces en que se encontraban entonces bloqueadas las relaciones entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente, fue capaz de superar la indiferencia recíproca y las incomprensiones e intuir, anticipándose mucho a los tiempos, que la Iglesia de Roma y las iglesias bizantino-eslavas no eran dos confesiones de fe extrañas, sino dos «Iglesias hermanas». Su unidad, a pesar de las apariencias en sentido contrario y de las diferencias reales, era para él más profunda que cualquier división y estaba atestiguada por la unidad real dogmática, consolidada y confirmada en los siete primeros concilios ecuménicos (desde el concilio de Nicea del 325 al concilio, también de Nicea, del 787) que las dos Iglesias habían celebrado juntas.

 

Es verdad que en las principales cuestiones de controversia Soloviev se fue aproximando poco a poco y cada vez más decididamente a las posiciones católicas, hasta el punto de reconocer, por ejemplo, a Roma como «el único centro de unidad legítimo y tradicional», en torno al cual «deben reunirse todos los verdaderos creyentes»; pero también es verdad que no por eso se creyó nunca en la obligación de abandonar la Iglesia rusa sino que, antes bien, se opuso a cualquier forma de conversión individual y de unión externa, por considerarlas «no sólo inútiles, sino incluso nocivas para la obra universal» y en cierto sentido «indeseables» sin más.

 

Semejante actitud no debe hacer pensar en un Soloviev defensor de una especie de indiferentismo dogmático o partidario de una religiosidad enteramente subjetiva que, insatisfecha con la realidad de las Iglesias existentes, se crea otra originaria y perfecta, pero sólo en la mente. El profetismo y la capacidad de transfigurar místicamente la realidad no eran posibles para Soloviev si no estaban anclados en la sólida base de los dogmas y en la realidad de Cristo y de su Cuerpo: para Soloviev ni siquiera el servicio social a la humanidad era posible fuera de la Iglesia, y los dogmas, lejos de ser juegos intelectuales que aprisionan la libertad del espíritu y de los que hay que deshacerse lo antes posible, son «la palabra de la Iglesia que responde a la palabra de Dios», algo en lo que está en juego la humanidad misma: ser indiferente a ellos significa sencillamente para Soloviev no responder a la vocación, a la llamada de Dios, perder la propia responsabilidad ante Dios y, por consiguiente, faltar a aquella relación con lo divino que es la que constituye la verdadera esencia del hombre.

 

Del mismo modo, la Iglesia de Soloviev no es el resultado de la construcción intelectual de una sola persona más o menos genial e iluminada, que construye la unidad y la verdad tomando fragmentos ya de una Iglesia, ya de la otra; semejante concepción llevaría al absurdo de un cristianismo sin Iglesia, en el que la unidad y la verdad se aplazan indefinidamente para el futuro y no son, en cambio, el don ofrecido eterna y universalmente por el Espíritu a su Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica. Para Soloviev la Iglesia y el cristianismo están constituidos precisamente por este don originario de la unidad y es en esta unidad fundamental donde son posibles realmente las verdaderas diversidades de tradición que a su vez, y dentro de este marco unitario, más parecen una posibilidad de enriquecimiento recíproco que una traición. "En este sentido concluye Soloviev su meditación sobre la Iglesia afirmando: «Es necesario reconocer ante todo que nosotros, tanto orientales como occidentales, a pesar de todas las divergencias de nuestras comunidades eclesiales, seguimos inquebrantablemente siendo miembros de la Iglesia única e indivisible de Cristo... Cada una de las dos Iglesias es ya la Iglesia Universal en la medida en que tiende no a la separación sino a la unidad».

 

La transfiguración del universo

 

Semejante insistencia sobre la realidad de la unidad ofrecida originariamente al hombre va ligada en Soloviev a su capacidad de sacar todas las conclusiones que encierra el dogma cristológico. La encarnación de Cristo, en su realidad, implica el redescubrimiento del valor de la materia y de la historia, lo que significa que la fe no se puede reducir ni a una dimensión interior ni a una mera manifestación de culto. «Jesucristo resucitado en la carne ha demostrado cómo la existencia corpórea no estaba excluida de la reunión divinohumana, y que la objetividad exterior y sensible podía y debía convertirse en el instrumento real y la imagen visible de la fuerza divina... Se priva a la encarnación divina de toda su realidad cuando se pretende que la divinidad no pueda tener una expresión sensible y que la fuerza divina no pueda emplear para su acción medios visibles y representativos. Esto es algo más que una tradición: es la supresión del cristianismo».

 

Reconocer, pues, la unidad donada por Cristo y hablar de ella significa, por lo mismo, tratar de encarnarla, intentar realizarla en la propia vida y en la del universo; la humanidad no podía limitarse ya a contemplar a la Divinidad, sino que debía «hacerse ella misma divina». «La religión entendida rectamente no sólo no exime a nadie ni ordena que nos desentendamos de aquellas obligaciones sociales que nos impone la conciencia, sino que, por el contrario, las refuerza con mayor vigor», dirá a menudo Soloviev para subrayar cómo la fe no es un refugio cómodo en una casa confortable y acogedora, resguardada de las discordias del mundo, sino más bien fuerza para asumir las necesidades del mundo. Durante toda su vida insistió en este tema, polemizando incansablemente ya sea con quien negaba esta vinculación partiendo de posiciones ateas (las diversas corrientes revolucionarias rusas), ya sea con quien incluso confesando con especial celo los principios cristianos, predicaba «la más bárbara política anticristiana de violencia y de destrucción». Al contrario, esta tentación era para él más grave y más funesta aún que la primera y, como dirá unos decenios después un pensador muy próximo a él, también era ella, a pesar de las apariencias, «un ateísmo homicida de la vida religiosa y una blasfemia contra el Espíritu Santo» (Berdiaev).

 

Cuando olvida el sentido de la encarnación, la mera adoración de Dios, la teolatría, corre el riesgo de transformarse casi inevitablemente en idolatría; el único medio para tratar de evitar este riesgo consiste en que aquélla se desarrolle en la realización de la tarea que Dios ha confiado al hombre, la de transfigurar el universo. Este desarrollo de la adoración de Dios es lo que Soloviev define como el paso de la idolatría a la «teurgia»; esta es precisamente la obra de Dios, la obra que Dios confía al hombre, «una acción común de la Divinidad y de la humanidad, capaz de transformar a esta última de humanidad carnal o natural en humanidad espiritual o divina».

 

El último período de la vida de Soloviev está dedicado precisamente a la profundización de esta obra y de su significado: las vías principales para la realización de esta tarea las señalará Soloviev en el arte y en el amor, entendidos ambos como instrumentos de encarnación del ideal, es decir, como instrumentos de edificación de una humanidad realmente deificada.

 

Por consiguiente, al ser la belleza el fin último del arte, es definida como «encarnación del ideal», «luz materializada» o «materia iluminada», «forma sensible del bien y de la verdad», y Soloviev insiste especialmente en recordar que la encarnación del ideal significa la participación, aunque sólo sea prefigurada, del elemento material en que se produce la encarnación en la inmortalidad del otro elemento. En conclusión, la materia no queda abandonada a sí misma, no se concibe como algo carente de sentido y destinado a la muerte, sino que se convierte en el medio donde se manifiesta la potencia de Dios, gracias a la cual «se me ha ofrecido la salvación», como decía san Juan Damasceno. En este sentido, también ella está llamada al mismo destino de santidad a que está llamado el hombre.

 

El arte que debe realizar una belleza semejante está lejos evidentemente, ya sea del desempeño del esteticismo (el arte por el arte), ya sea de la instrumentalización del utilitarismo estético, porque cuando se afirma su valor absoluto queda liberado de cualquier sumisión servil al criterio de lo útil, mientras que cuando se le representa como una vía de transfiguración del universo se le ofrece aquella plenitud de sentido que acabaría perdiendo si se mantuviera dentro de los límites del puro esteticismo.

 

Sin embargo, para Soloviev la vía fundamental para la encarnación del ideal es la del amor, la de la unión de los esposos. El auténtico amor humano, dice Soloviev, no termina en otra cosa sino en la edificación de la persona a través del sacrificio del egoísmo, ya sea el humano que reduce a los amantes a un simple objeto de deseo, ya sea el místico que absorbe la realidad en un todo indiferenciado, ya sea el natural que quisiera hacer del hombre un instrumento para las necesidades de la especie. En efecto, partiendo del criterio de la unitotalidad, que Soloviev aplica también en este caso, toda realidad pierde significado cuando falla el contacto con la integralidad del ser, lo cual ocurre precisamente allí donde se reduce el amor a la simple satisfacción del propio instinto (acabando así por olvidar la vinculación con la sociedad humana, con la naturaleza y con la divinidad), lo que sucede aun cuando se reduce el amor a un hecho desencarnado y lo que ocurre, finalmente, cuando se reduce el amor a un simple medio de reproducción de la especie. En este último caso se nos olvida que si la naturaleza no es anulada o negada, debe ser transfigurada, se nos olvida que la procreación puede asumir su significado auténtico sólo cuando la persona ha encontrado nuevamente el sentido integral del ser y ha vuelto a descubrir que su destino es el de la humanidad y de la inmortalidad. Si no se restituye de este modo a la persona a una vida llena de significado, la procreación no será otra cosa para Soloviev que un mero nacer para morir. En este sentido, por tanto, el significado del amor está todo y ante todo en el renacimiento de la unidad de la persona, en el redescubrimiento dentro de sí y en la persona amada de la imagen de Dios —que es garantía y fundamento de esta unidad— y en la realización de esta imagen a través de la unión del hombre con la mujer. Pero el amor entendido así, observa Soloviev, tiene un alcance que va mucho más allá de los límites de la relación entre el hombre y la mujer: si la Biblia ha elegido la figura de la unión de los esposos para describir las relaciones de Cristo con la Iglesia, no lo ha hecho por amor sentimental a un símbolo, sino porque precisamente aquí se realiza aquella manera de ser que es vía de edificación del Reino. Será, pues, en virtud de esta observación como tratará Soloviev de trazar las líneas de una actividad social y económica, modelándola sobre la figura de la unión de; los esposos y haciendo consiguientemente de la relación con los hombres y con la naturaleza no un medio de aprovechamiento o de defensa de la realidad externa, sino una vía de edificación del Remo, aunque sea parcial y, dentro de los límites de la historia humana, siempre perfectible.

 

La obra de Soloviev, inspiradora del renacimiento cultural ruso de principios de siglo y fuertemente presente en el renacimiento actual, ha sido definida como la «justificación más profunda y la filosofía más vasta del cristianismo total de los nuevos tiempos», y verdaderamente lo ha sido. Pero no lo ha sido en el sentido de una defensa celosa y unilateral de la fe ante los ataques de una razón igualmente exclusivista; para Soloviev, en efecto, habían pasado definitivamente los tiempos del Dios enemigo del hombre y del hombre enemigo de Dios. La obra de Dios, la obra eclesial, la teurgia, era por sí misma a sus ojos una obra común a toda la humanidad; la justificación de la fe era tal porque era justificación de lo humano: no se trataba en ella de quitarle algo al hombre para restituírselo a Dios, sino de devolverle a la humanidad toda su plenitud.

 

«En la oscuridad de los siglos se ha disipado ya aquella noche en la que, cansada de dolores y fatigas, la tierra reposó en los brazos del cielo, y en el silencio nació Dios-con-nosotros.

Hoy no existen muchas cosas que eran posibles ayer: los reyes ya no escrutan el cielo y los pastores no escuchan en el desierto a los ángeles que les hablan del Señor.

 

Pero todo lo eterno que fue revelado aquella noche no puede ya ser corrompido por el tiempo; y el Verbo nacido en aquella edad remota en un pesebre renace de nuevo en tu alma.

 

Sí, Dios está con nosotros, pero no ya bajo la bóveda azul del cielo, ni más allá de los confines de innumerables mundos, ni en el fuego pérfido ni en el soplo de las tempestades, ni encerrado en la adormecida memoria de los siglos.

 

El está aquí, ahora; y entre la vanidad efímera, en el turbulento torrente de las inquietudes de la vida, tú posees un secreto pleno de alegría: el mal es impotente, y nosotros somos eternos: Dios está con nosotros».

 

Amar, esto es, afirmar la unidad

 

Cuando hablamos de tener fe en el objeto de nuestro amor debemos entender la afirmación de este objeto como algo que existe en Dios y que sólo en este sentido adquiere un valor infinito. Evidentemente, esta actitud con respecto al otro, que nos hace considerarlo como trascendente y que lo traspone mentalmente a la esfera de la Divinidad, presupone una actitud análoga hacia sí mismo, una trasposición análoga y afirmación de sí en la esfera absoluta. Yo puedo reconocer el valor absoluto de una persona determinada o tener fe en ella (sin lo cual es imposible un amor auténtico) sólo si la afirmo en Dios y, por consiguiente, sólo si creo en Dios mismo y en mí como ser que tiene en Dios su propio centro focal y sus propias raíces. Esta fe trinitaria es ya en cierto sentido un acto interior, y con este acto se ponen los cimientos de una reunificación auténtica del hombre con su otro y para restablecer en uno (o en los dos) la imagen del Dios uno y trino...

 

Dado que para el Dios eterno e indivisible existe todo en conjunto y simultáneamente, todo en uno, afirmar en Dios a un ser individual cualquiera no significa afirmarlo aislado en sí mismo, sino en el todo, o mejor, en la unidad del todo. Sin embargo, puesto que este ser individual, en su concreción determinada, no se sumerge en la unidad del todo sino que tiene una existencia aparte como fenómeno material aislado, el objeto de nuestro amor-fe se distingue necesaria-mente del objeto empírico de nuestro amor-instinto, aunque luego esté indisolublemente ligado a este último. Se trata de la misma e idéntica persona considerada desde dos puntos de vista diferentes o según dos esferas distintas del ser, la ideal y la real. El primero de estos dos aspectos es todavía una idea solamente. Pero en el amor auténtico, en el amor marcado por la fe y por la capacidad de ver en profundidad, sabemos que esta idea no es una invención arbitraria nuestra sino que expresa, en cambio, la verdad del objeto, aquella idea que no se ha realizado aún perfectamente en la esfera de los fenómenos reales externos.

 

Esta idea verdadera del objeto amado se transparenta sin duda a través del fenómeno real en los momentos del «pathos» amoroso, pero al principio aparece con mayor claridad solamente como objeto de la imaginación. La forma concreta de esta imaginación, la imagen ideal con la que en un momento dado revisto a la persona amada es, evidentemente, una creación mía, pero no es una creación de la nada, y la subjetividad de dicha imagen en cuanto tal, es decir, como algo que aparece aquí y ahora ante los ojos de mi alma, no demuestra en modo alguno que el objeto imaginado sea subjetivo en el sentido de que existiría sólo para mí. Si a mí, que me encuentro de este lado del mundo trascendente, un determinado objeto ideal no me parece otra cosa que un nuevo producto de mi imaginación, esto no impide que dicho objeto tenga una realidad plena propia en otra esfera superior del ser. Y aunque nuestra vida real se desarrolle fuera de esta esfera superior, a nuestro intelecto no le es totalmente extraña sino que, por el contrario, podemos tener también un cierto conocimiento especulativo de las leyes de su naturaleza. Y la primera ley, la fundamental, dice: si en nuestro mundo la existencia distinta y aislada es una realidad y algo actual, mientras que la unidad es sólo un concepto y una idea, en el otro mundo, en cambio, lo verdaderamente real es la unidad o, más exactamente, la unitotalidad, mientras que la distinción y el aislamiento existen solamente como algo potencial y subjetivo.

 

De donde resulta que, en la esfera trascendente, el ser de esta persona concreta no es individual en el sentido en que lo es el ser real en este mundo nuestro. Allí, es decir, en la verdad, la persona individual es sólo un rayo vivo y real, pero inseparable de la única luz ideal, esto es, de la sustancia unitotal. Esta persona o idea personificada no es más que una individualización de aquella unitotalidad que está indivisiblemente presente en cada una de sus individualizaciones. Así, cuando nos imaginamos la forma ideal del objeto amado, a través de dicha forma se nos comunica realmente la sustancia unitotal.  

(El significado del amor)

 

El anticristo

 

«Cristianos, ¿cómo podría yo haceros felices? ¿Qué puedo daros, no como a mis subditos, sino como a mis correligionarios, a mis hermanos? ¡Cristianos! Decidme lo que más os interesa del cristianismo, afín de que pueda yo dirigir mis esfuerzos en esa dirección». Se detuvo y esperó. Después de esperar un rato, el emperador se dirigió de nuevo al concilio en el mismo tono afable de antes, pero en el que resonaba una cierta ironía apenas perceptible: «Amados cristianos, dijo, comprendo que os resulte difícil darme una respuesta directa. Quiero echaros una mano. Si no sois capaces de poneros de acuerdo entre vosotros, espero poner de acuerdo yo a todas las partes. ¡Amados cristianos! Sé que muchos de vosotros, y no los últimos, lo que más aprecian del cristianismo es aquella autoridad espiritual que confiere a sus legítimos representantes y no para su beneficio particular, sino para el bien común, sin duda alguna... ¡Amados hermanos católicos! ¡Oh, qué bien comprendo vuestro punto de vista y cómo desearía apoyar mi poder en la autoridad de vuestro jefe espiritual! Y para que no creáis que se trata de lisonjas ni de palabras vanas, declaramos solemnemente: por nuestra voluntad autocrática, el obispo supremo de todos los católicos, el papa romano, queda desde este momento reintegrado en su sede de Roma, con todos los derechos y prerrogativas de otros tiempos. Pero para eso, hermanos católicos, quiero solamente que en lo íntimo de vuestros corazones reconozcáis en mí a vuestro único defensor y único protector. Quienes en su conciencia y en sus sentimientos me reconozcan como tal, vengan aquí a mi lado...»

 

Casi todos los príncipes de la Iglesia católica, cardenales y obispos, la mayor parte de los creyentes laicos y más de la mitad de los monjes subieron al estrado y, tras hacer una profunda inclinación ante el emperador, fueron a ocupar los sillones que tenían destinados. Pero abajo, en medio de la asamblea, erguido e inmóvil como una estatua de mármol, el papa Pedro II permaneció en su sitio. Entonces las ya clareadas filas de los monjes y de los laicos que se habían quedado abajo, se corrieron apiñándose en tomo a él en un círculo cerrado.

 

Mirando con sorpresa al papa inmóvil, el emperador alzó de nuevo la voz: «¡Amados hermanos! Sé que entre vosotros hay algunos para los que las cosas más valiosas del cristianismo son su santa tradición, los viejos símbolos, los cánticos y las oraciones antiguas, los iconos y las ceremonias del culto. Y en realidad ¿qué puede haber más valioso que esto para un alma religiosa? Sabed, pues, amados míos, que se interesan por esta mi voluntad, aquellos que proporcionan abundantes recursos para el museo universal de la arqueología cristiana que se creará en nuestra gloriosa ciudad imperial de Constantinopla, con objeto de reunir, estudiar y conservar todos los monumentos de la antigüedad eclesiástica, principalmente los de la Iglesia oriental... ¡Hermanos ortodoxos! Los que se interesan por esta mi voluntad, los que por sentirlo íntimamente pueden llamarme su verdadero jefe y señor, vengan aquí arriba». Y la mayor parte de los prelados del oriente y del norte, la mitad de los viejos creyentes y más de la mitad de los sacerdotes, de los monjes y de los laicos ortodoxos subieron al estrado con gritos de alborozo... Pero el starets Juan no se movió y dio un gran suspiro. Y cuando la muchedumbre que le rodeaba se aclaró un poco, dejó su banco y fue a sentarse junto al papa Pedro y su grupo. Detrás de él se encaminaron también todos los demás ortodoxos que no habían subido al estrado. El emperador volvió a tomar la palabra: «Me resultan conocidos entre vosotros, amados cristianos, también aquellos que valoran más que nada en el cristianismo la seguridad personal en realidad de verdad y la investigación libre respecto a las Escrituras. No es necesario que me extienda sobre lo que pienso yo... Y hoy, además del decreto para la fundación del museo de arqueología cristiana, he firmado el de la creación de un instinto universal para la investigación libre sobre la Sagrada Escritura en todas sus partes y desde todos los puntos de vista, así como para el estudio de todas las ciencias auxiliares, con un presupuesto anual de un millón y medio de marcos. Aquellos de vosotros que sientan interés por estas sinceras disposiciones mías y que con sentimientos puros puedan reconocerme por su jefe soberano, les ruego que vengan aquí, junto al nuevo doctor en teología.» Y los hermosos labios del gran hombre esbozaron una extraña sonrisa. Más de la mitad de los sabios teólogos se encaminaron hacia el estrado, bien que con cierta demora y algo vacilantes. Todos volvieron la mirada hacia el profesor Pauli que parecía haber echado raíces en su asiento. Pauli alzó la cabeza, se levantó con cierta indecisión, se dirigió hacia los bancos que habían quedado vacíos y, acompañado por sus correligionarios que se habían mantenido firmes, vino a sentarse con ellos junto al starets Juan, al papa Pedro y a sus grupos.

 

Con acento triste, el emperador se dirigió a ellos diciendo: «¿Qué más puedo hacer por vosotros? ¡Hombres extraños! ¿Qué queréis de mí? Yo no lo sé. Decídmelo, pues, vosotros mismos, cristianos, abandonados por la mayoría de vuestros hermanos y jefes, condenados por el sentir popular; ¿qué es lo que más amáis en el cristianismo?» Entonces, blanco como un cirio, se puso en pie el starets Juan y respondió con dulzura: «¡Gran soberano! Lo que más amamos en el cristianismo es a Cristo mismo. El mismo y todo cuanto proviene de él, porque sabemos que en El habita corporalmente la plenitud de la Divinidad. De ti, oh soberano, estamos dispuestos a recibir todo bien, pero sólo si en tu mano generosa pudiéramos reconocer la santa mano de Cristo. Y a tu pregunta de qué puedes hacer por nosotros, ésta es nuestra clara respuesta: confiesa, aquí y ahora ante nosotros, a Jesucristo como hijo de Dios que se encarnó, que resucitó y que vendrá de nuevo; confiésalo y nosotros te acogeremos con amor, como al verdadero precursor de su segunda venida gloriosa». Guardó silencio y fijó la mirada en el rostro del emperador. Dentro de éste ocurría algo tremendo. En su interior se estaba desencadenando una tempestad infernal. De repente oyó la voz ultraterrena, que tan bien conocía, diciéndole: «Calla y nada temas».

 

El starets Juan que no apartaba sus ojos anonadados y atemorizados del rostro del emperador, que había enmudecido, de pronto tembló de espanto y volviéndose hacia atrás gritó con voz sofocada: «¡Hijos míos, es el Anticristo!» En el templo estalló el bramido de un trueno tremendo y al mismo tiempo se vio el zigzag de un enorme rayo describiendo un cerco que envolvió al anciano. Cuando los cristianos se repusieron de su aturdimiento, el starets Juan yacía cadáver en el suelo. El emperador, pálido y sereno, se dirigió a la asamblea diciendo: «Habéis visto el juicio de Dios. ¿Quién se atreverá a oponerse a los designios del Altísimo? ¡Secretarios! Escribid: el concilio ecuménico de todos los cristianos, después de que el fuego venido del cielo fulminase a un adversario insensato de la majestad divina, reconoce por unanimidad al emperador reinante de Roma como su jefe y soberano supremo». De repente se propagó por el templo una palabra que resonaba con claridad: «Contradicitur». El papa Pedro II se puso de pie y con el rostro enrojecido, temblando de cólera, levantó su báculo apuntando hacia el emperador: «Nuestro único Soberano es Jesucristo, hijo del Dios viviente. Pero lo que tú eres ya lo has oído. ¡Aléjate de nosotros, Caín fratricida! ¡Fuera de aquí, vaso del demonio! Por la autoridad de Cristo, yo, siervo de los siervos de Dios, te arrojo para siempre del recinto sagrado, perro asqueroso, y te entrego a tu padre Satanás! ¡Anatema, anatema, anatema!» Con mayor fragor que el último anatema retumbó un trueno, y el último papa cayó exánime al suelo. «Así perecen mis enemigos por mano de mi padre», dijo el emperador. El único que mantenía la sangre fría era el profesor Pauli. Con paso decidido subió al estrado y empezó a escribir. Cuando hubo terminado se puso en pie y leyó en voz alta: «A la mayor gloria de nuestro único Salvador Jesucristo. El Concilio ecuménico de todas las Iglesias de Dios, reunido en Jerusalén, dado que nuestro beatísimo hermano Juan, representante de la cristiandad oriental, ha convencido al gran impostor y enemigo de Dios de ser el verdadero Anticristo, profetizado en la Sagrada Escritura y dado que nuestro beatísimo padre Pedro, representante de la cristiandad occidental, lo ha arrojado para siempre fuera de la Iglesia de Dios con la excomunión según la ley, hoy, ante los cuerpos de estos dos mártires de la verdad y testigos de Cristo, delibera: romper toda relación con el excomulgado y con su execrable chusma, retirarse al desierto y esperar la indefectible venida de nuestro verdadero soberano Jesucristo».

 

(Los tres diálogos y el Relato del Anticristo)

 

Pobre amiga

 

Pobre amiga, cansada del mundo,

Cuánta fatiga sienten ya tus miembros,

Pero en mí encontrará reposo tu cuerpo

Mientras oscurece y se apaga el crepúsculo.

Pobre amiga, el amor no pregunta

Dónde estuviste ni de dónde venias,

Susurra suave, llámame solamente

Y entrarás en mi corazón, mudo.

La muerte y el tiempo rigen el universo

Pero no podrán adueñarse de ti.

En el círculo oscuro de la nada terrena

Sólo permanece inamovible el sol del amor.

 

Bibliografía

 

Sobre la Divinohumanidad y otros escritos, Jaca Book, Milán 1971.

 

El problema del ecumenismo, Jaca Book, Milán 1973.

 

Dostoievski, La casa di Matriona, Milán 1981.

 

 Los fundamentos espirituales de la vida, Marietti, Turín-Roma 1949.

 

Rusia y la Iglesia universal, ed. di Comunitá, Milán 1947.

 

La filosofía teorética, Giappichelli, Turín 1978.

 

Los tres diálogos y el relato del Anticristo, Marietti, Turín 1975.

 

Poesías, Fussi, Florencia 1949.

 

H. U. von Balthasar, Gloria. Una estética teológica. Vol. 3: Estilos laicales. Cfr. el capítulo dedicado a Soloviev, pp. 283-347.

 

 

Fuente: Revista Católica Internacional Communio, Segunda época, Año 13, mayo-junio de 1991, pp. 246-265.


 


§ Traducción de Gregorio Solera

 

* Adriano Dell´Asta nació en Cremona en 1952. Doctor en Filosofía por la Universidad Católica de Milán. Se ha ocupado especialmente de la filosofía rusa de los dos últimos siglos y de la teología oriental. Ha publicado un ensayo sobre N. Berdaiev, La creatividad. A partir de Berdiaev, Jaca Book, Milán, 1977 y un estudio sobre El hombre en la tradición bizantina