El padrenuestro, un itinerario bíblico

Hermano John de Taizé


Texto actual del Padrenuestro en castellano adoptado por todas las conferencias episcopales de los países de lengua española desde el 27/11/1989 "para la unificación de la liturgia en los 22 países de lengua española".

«Padre nuestro, que estás en el cielo,
santificado sea tu nombre;
venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.»

«Dános hoy nuestro pan de cada día;
perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal.»

Amén (así es).

«Enséñanos a orar»

Cuando la Iglesia cristiana se encontraba todavía en su infancia, uno de sus responsables se dirige por escrito a los nuevos bautizados. En su carta les anima a practicar constantemente el amor fraterno, piedra de toque de la nueva vida en la que han entrado, para a continuación comparar su bautismo a un nuevo nacimiento:

...pues habéis sido reengendrados de un germen no corruptible, sino incorruptible, por medio de la palabra de Dios viva y permanente. (1 P 1,23).

Un poco más adelante, desarrollando la misma imagen, les señala el camino a seguir:

Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura, a fin de que, por ella, crezcáis para la salvación. (1 P 2,2).

La vida cristiana es una simiente de Evangelio sembrada en nosotros, principio de una existencia nueva portadora de frutos de amor. Para ello una condición: alimentar esta semilla para permitir su crecimiento. Por esta razón la verdadera pregunta planteada al cristiano no es: «¿Cómo llevar a cabo grandes obras en mi existencia?» sino: «¿Cómo alimentar la semilla de Evangelio depositada en mí, la vida del Espíritu, para que crezca y dé fruto?». Se trata, en otras palabras, de la cuestión de las fuentes de la fe, de la vida interior: ¿De dónde retomar continuamente un nuevo impulso? Entre esas fuentes y en un lugar eminente se encuentra la oración, ese momento en el que de forma voluntaria y consciente, nos ponemos en presencia de Dios. Podemos decir que la oración es el acto mediante el cual el ser humano expresa su identidad de creyente con pleno conocimiento de causa: el que ora se está definiendo implícitamente como un ser no autocentrado, alguien que se acerca a Dios con las manos abiertas. Es cierto que Dios es siempre presente y que nuestro deseo es vivir de y para él, pero no es menos cierto que el olvido forma parte de la condición humana y que la multiplicidad de preocupaciones conduce irremediablemente a la dispersión. Esa es la razón que hace insustituibles esos tiempos en los que nos detenemos para ocuparnos de «lo único esencial». (cf. Lc 10,42). Pero, ¿cómo orar? Cuestión vital de la que nunca nos vemos dispensados, tan cierto es que la oración no nos pertenece. Se trata de un vasto universo del que una vida entera apenas permite vislumbrar algunos atisbos. Si bien es cierto que los métodos y consejos no escasean, no lo es menos que la mayoría de las veces no corresponden a la respuesta buscada por no abordar la cuestión en profundidad. La cuestión de la oración evoca inexorablemente otra no menos esencial: ¿Quién es Dios? Si en efecto la oración es definida como relación con ese Otro que nosotros llamamos Dios, la oración estará en función de la concepción que tengamos de Dios. ¿Es Dios, por ejemplo, un tirano celoso de mi libertad, un maestro de escuela ávido de perfección o bien alguien que me ama como soy y que quiere colmarme de sus dones? La manera en que concibamos a Dios estará inevitablemente unida a una forma particular de orar.

Estas dos preguntas, «¿quién es Dios?» y «¿cómo orar?», pueden recibir múltiples respuestas. Si bien es cierto que cada uno podemos dar la nuestra personal, no lo es menos que existen respuestas colectivas e históricas aportadas por las grandes religiones del mundo. Por otro lado, el cristiano no puede contentarse con una respuesta puramente individual, pues se sabe miembro de una comunidad de fe que atraviesa la historia y que hace que no se apoye únicamente en sus intuiciones personales sino en la fe de todo el pueblo de Dios, desde Abraham, Moisés y los profetas de Israel, para avanzar tras las huellas de los apóstoles y discípulos de Jesucristo. La fe de este pueblo se ha transmitido de generación en generación mediante una tradición viva. Algunos hombres inspirados hicieron de ella palabra escrita en los libros que constituyen lo que nosotros llamamos la Biblia. La meditación de los libros bíblicos permite al cristiano ver cómo se plasma en el curso de una historia milenaria, un esbozo del rostro de su Dios y de los rasgos del hombre que corresponde al deseo de Dios. El cristiano sabe igualmente que no todo lo que aparece en la Biblia se debe colocar en el mismo plano. En el centro discierne la figura de Jesucristo, cuya vida, muerte y resurrección revelan el fondo del corazón de Dios. Esta figura, cuya venida se prepara desde el origen de los tiempos y que permanece viva en la comunidad que lleva su nombre, es la que revela al cristiano la unidad de la Biblia. Por tanto, es significativo que los discípulos de Jesús le formularan un día la pregunta que ahora nos ocupa:

Sucedió que, estando él orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: «Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos.» (/Lc/11/01).

En primer lugar hay aquí un hecho muy sencillo que merece ser resaltado: Jesús oraba. Estamos acostumbrados a ver a Jesús como el «Hijo amado» (Mc 1,11) y por tanto como alguien que vivió constantemente en una comunión natural y espontánea con Dios. Ello hace más significativo, si cabe, el hecho de que durante su existencia terrena Jesús no dejara de emplear el tiempo necesario para detenerse y adentrarse de forma concreta en la intimidad divina, en un «a solas» con Dios. Prosigamos. ¿Cuál es el sentido auténtico de la exhortación del discípulo, que, tras mirar a Jesús, le ruega? Los apóstoles eran judíos y por ello la oración un elemento consustancial a sus vidas. Conocían oraciones para todo tipo de ocasiones: oraciones para la mañana, la noche, para bendecir las comidas... Lo que aquí piden es sin embargo algo distinto; lo que desean es conocer la oración de Jesús, ser adentrados en su relación de carácter único con Dios. Quieren una oración que recapitule en cierto modo el mensaje específico de Jesús y se adapte a su condición de discípulos. Jesús responde a su ruego enseñándoles el Padrenuestro (/Lc/11/02-04; /Mt/06/09-13). Lo dicho puede ayudarnos a comprender por qué, desde al menos a comienzos del siglo III (Tertuliano), esta oración de Jesús ha sido contemplada como un compendio del Evangelio. Sin embargo, al leerla, es difícil permanecer insensibles a dos hechos: su gran sencillez, por un lado, se trata casi de la oración de un niño, y por otro el hecho de que casi la totalidad de sus expresiones son propias de la oración judía, fuertemente enraizada en las Escrituras hebraicas, que los cristianos llamamos Antiguo Testamento. Que estas dos constataciones no nos velen la fuerza y novedad de esta oración. Desde otro punto de vista podemos observar una cierta analogía con el misterio de la Encarnación. Cuando Jesús de Nazaret recorría, hace dos mil años, los pueblos de Palestina resultaba, en opinión de muchos de sus contemporáneos, un hombre que no salía en absoluto de las categorías habituales. Un rabino impresionante, genial incluso, un curandero, un milagrero... un gran hombre tal vez, pero, con todo, un hombre como nosotros. Unicamente quienes, respondiendo a una llamada que viene del fondo de sus almas le siguieron, fueron lentamente conducidos a descubrir su misterio profundo: «¡Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo!» (/Mt/16/16). Lo mismo puede decirse de la oración de Jesús, el Padrenuestro: sólo quienes se adentren en su misterio sabrán percibir bajo las apariencias ordinarias, bajo las expresiones contextuales de origen judío y bíblico, algo único, como si de una inmersión en la vida íntima de Dios se tratara. Ese será nuestro propósito al sondear las frases del Padrenuestro una tras otra.

Para reflexionar

1. Jesús utiliza con frecuencia en su predicación la imagen de una semilla. ¿De qué manera las parábolas del sembrador (Mc 4,1-9), del grano que germina sólo (Mc 4,26-29), de la cizaña (Mt 13,24-30), del grano de mostaza (Mt 13,31-32), nos ayudan a comprender su mensaje? 2. ¿Qué concepción de Dios aparece implícita en el magisterio de Jesús sobre la oración en Mt 6,5-8?

Padre nuestro que estás en el cielo

Si el Padrenuestro es un compendio o recapitulación del mensaje de Jesús, las primeras palabras de esta oración son a su vez un resumen de la misma que nos adentra en el corazón del Evangelio. Al igual que en castellano, la primera palabra que aparece en el texto griego es Padre. Hablar de Dios, o de un dios, como de un padre es una referencia frecuente en muchas civilizaciones. El hecho de que para hablar de la intangible divinidad, los hombres recurran a imágenes de la vida terrena -un padre, una madre, un rey, un pastor...- es usual. No es difícil, por tanto, comprender la razón de aplicar el atributo a Dios, visto como la fuente de la vida. En el Israel antiguo es un hecho corriente recurrir a imágenes tomadas de la vida cotidiana para hablar de Dios, lo que no impide que el pueblo de Dios esté fuertemente habitado por la conciencia de que su Dios es el Otro, el Incomparable, Aquel que está más allá de todas las categorías de la inteligencia humana. El término «Padre», que evoca un lazo de gran proximidad entre Dios y los hombres, es utilizado en las Escrituras hebreas con una cierta discreción y prácticamente nunca en las oraciones. Por otro lado, en la Biblia, la imagen del padre no corresponde al hecho de que Dios sea Creador del universo, sino que fundamentalmente evoca la génesis de un pueblo a través de la experiencia del Exodo y la fidelidad de Dios a este pueblo en todas las etapas de su existencia (cf. Dt 32,6; Is 63,16; 64,7; Mt 2,10). El término expresa aquí el carácter particular de la relación existente entre el Señor y su pueblo, a pesar de lo cual no podemos decir que se trate de uno de los títulos de Dios preferidos por el pueblo. La lectura de los Evangelios con este telón de fondo se hace aún más significativa. Como todo judío practicante, Jesús conoce y utiliza las oraciones de la Biblia, los salmos (cf. Mc 15,34). Sin embargo, cada vez que reza espontáneamente lo hace comenzando con la palabra «Padre», y más exactamente, como nos lo refiere Marcos 14,36, con el término Abbá. En tiempos de Jesús existen en Palestina dos lenguas semíticas: el hebreo, la lengua de la Biblia y de la liturgia, y el arameo, la lengua hablada cotidianamente. Dado que Abbá es el vocablo arameo que corresponde a padre, no es difícil imaginar que los discípulos de Jesús se sintieran desconcertados al oírle dirigirse de esta manera al Dios del universo. No era hecho frecuente invocar al «Santo de Israel» con una expresión tan corriente que podía ser escuchada en boca de los niños de la calle al requerir la atención de sus padres. Este término tuvo sin duda que llamar la atención de los que lo escucharon en boca de Jesús y es una de las poquísimas expresiones en arameo que pueden encontrarse en los libros del Nuevo Testamento. La traducción «Padre» en mera yustaposición al vocablo arameo Abbá hace pensar que éste último lleva en sí un mensaje esencial. ABBA/SIGNIFICADO: iQué ha querido expresar Jesús al llamar a Dios en su oración Abbá? Antes que nada, este término traduce una intimidad única. No ofrece duda ninguna que los fieles judíos creían en un Dios que amaba y cuidaba de su pueblo, y que en ningún caso era un Dios lejano. La relación entre Jesús y Dios aparece sin embargo envuelta de una intimidad mucho mayor y profunda que nos permite hablar incluso de comunión total, de unidad de vida entre ambos. Cuando, mucho más tarde, los cristianos confiesen formalmente que Jesús es el Hijo único de Dios, no harán sino explicitar el mensaje contenido en esta sencilla palabra: Abbá. En segundo lugar, la utilización del término Abbá es un signo de confianza, de amor filial. Como un niño se vuelve a su padre o a su madre al tropezar con la más pequeña dificultad, el que dice a Dios Abbá está viendo en él a alguien siempre presente y dispuesto a acompañarle y ayudarle a avanzar, en particular en los momentos más difíciles. Esta confianza es una inimaginable fuente de libertad: Jesús vive en la certeza de que «el Padre ha puesto todo en su mano» (Jn 3,35; cf. Mt 11,27a). Dos textos fundamentales de san Pablo nos permitirán dar un nuevo paso:

De igual manera, también nosotros, cuando éramos menores de edad, vivíamos como esclavos bajo los elementos del mundo. Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios. (/Ga/04/03-07).

En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos, para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados. (/Rm/08/14-17).

En estos textos san Pablo describe lo esencial de la vida cristiana como el paso de la condición de esclavo a la de hijo. Dicho de otro modo, una relación con Dios caracterizada por el temor se transforma en una relación de confianza. Pablo no ve este tránsito como el logro de un esfuerzo humano, sino como una obra que Dios realiza por medio de Jesús, su Hijo. En el Hijo y por el Hijo, llegamos a ser hijos e hijas de Dios. En otras palabras, por su muerte y su resurrección, Cristo nos hace participar en su relación con Dios «para ser primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Nos hace partícipes, continúa san Pablo, enviando su Espíritu a nuestros corazones, Espíritu que clama en nosotros: «¡Abbá Padre!». Poder decir «Padre» a Dios es por tanto declarar que Jesús nos ha hecho entrar en una relación completamente nueva con Dios y expresar esta relación con la palabra que Jesús nos ha enseñado. Confesamos así nuestra fe en un Dios que es fuente de confianza, que nos es fiel y que desea para nosotros la vida en plenitud (cf. Jn 10,10). El que reza el Padrenuestro se atreve, en la confianza de la fe, a acoger desde la primera palabra el don del Espíritu y ocupar así el lugar propio de Jesús, el Hijo amado. Pero el que ose llamar a Dios «Padre» al hacer suya la oración de Jesús, debe añadir a continuación «nuestro», que a pesar de su sencillez traduce una verdad fundamental del Evangelio: la nueva relación con Dios implica como consecuencia inmediata una nueva relación con los hombres. De ahora en adelante no estamos solos, sino que formamos parte de una comunidad. El Dios de Jesucristo no consiente relación individualista alguna. Entrar con Jesús en una nueva relación con Dios es, al mismo tiempo, encontrarse vinculado a todos los que avanzan sobre ese mismo camino. En respuesta a una pregunta que le formularon un día, Jesús hace alusión a los dos grandes mandamientos que recapitulan la Torah: el amor a Dios y el amor al prójimo (cf. /Mt/22/34-40). Si miramos con detenimiento, estos dos mandamientos revelados en el Evangelio son como las dos caras de una misma y única realidad. «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4,20b). La existencia de la comunidad cristiana, en la que este amor fraterno se vive en lo concreto del día a día, se transforma así en el signo existencial del Dios de Jesucristo, presente y actuante en el corazón de la historia y el mundo (cf. Jn 13,35;1 Jn 4,12). Encontramos por último la expresión «en el cielo», expresión típicamente judía que no indica en modo ninguno que Dios esté lejos de nosotros, sino que quiere hacernos comprender que, aunque le llamemos «Padre», Dios no deja de ser el Otro. Dios no es un padre a la manera de los hombres. Nuestra imagen de Dios se construye, es cierto, a partir de nuestras experiencias humanas. Quien no haya conocido un amor humano auténtico tendrá que hacer frente a una mayor dificultad para acoger el amor que Dios le profesa, pero por otro lado es fundamental que comprendamos que el amor de Dios supera ampliamente toda relación humana, y ello más aún si la experiencia personal con nuestros padres ha sido incompleta o negativa. En realidad el sentido exacto de la expresión «Padre nuestro» puede ser comprendido únicamente contemplando a Jesús en los Evangelios y descubriendo su relación con Dios. Ahondar en esta relación ha de ayudarnos a completar y, si fuera el caso, corregir, nuestras experiencias humanas de amor y paternidad porque en la raíz del Padrenuestro no yace una imagen humana cualquiera sino la relación viva y concreta entre Jesús y Aquél al que él llama Abbá. Por medio de Cristo esta relación única nos es accesible. Al ofrecerle nuestro sí, recibimos su Espíritu y participamos así de su propia relación con el Padre; entramos, en otras palabras, en la comunión de la Santísima Trinidad. Esta es la razón por la que en los primeros siglos, el Padrenuestro era una de las últimas enseñanzas ofrecidas a los que pedían el bautismo. Los recién bautizados recitaban esta oración por vez primera después de su bautismo en el transcurso de la liturgia del Sábado Santo, para subrayar la nueva etapa que daba comienzo, la nueva relación en la que acababan de entrar con Dios y que se concretaba, entre otras, en la entrada en la comunidad cristiana.

Para reflexionar

1. A pesar de que las Escrituras hebreas no utilicen con demasiada frecuencia el término «Padre» para hablar de Dios, éste es presentado siempre como quien suscita nuestra confianza. Según los textos siguientes: ¿Cuál es la razón de esta confianza?: Sal 91(90); Sal 103(102); Di 7,7-8; Di 26,1-11.

2. ¿De qué manera el relato del bautismo de Jesús (Mt 3,13-17) esclarece las primeras palabras del Padrenuestro?

Santificado sea tu Nombre

Las primeras palabras del Padrenuestro van seguidas de una serie de súplicas que podrían parecernos un retroceso con respecto a lo anteriormente descubierto. Si Dios es nuestro Abbá que nos ama y nos es cercano, ¿qué razón hay para pedirle nada?; la expresión de estas peticiones ¿no es innecesaria e incluso un signo de desconfianza?

La enseñanza de Jesús sobre la oración puede ser clarificadora:

Yo os digo: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama se le abre. ¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide un pez, en lugar de un pez le da una culebra; o, si pide un huevo, le da un escorpión? Si, pues, vosotros, imperfectos como sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (/Lc/11/09-13).

Jesús toma como punto de partida la imagen de un padre humano para asegurarnos que Dios es mucho más («¡cuánto más...!», v.13). Por ello dice a los discípulos: «Pedid y (Dios*) os dará». En el Evangelio, el hecho de pedir no es un signo de duda sino por el contrario, actualización, ejercicio de la confianza y la libertad filiales. Precisamente porque Dios es nuestro Abbá y nosotros, por medio de su Hijo, sus hijos amados, podemos y debemos pedirle todo. Esta es la manera de expresar nuestra confianza y de vivir la nueva relación con Dios en lo concreto de nuestras existencias. Dar y recibir engendran una mutua relación en la que no deja de primar el don por parte de Dios y la súplica y la receptividad por la del hombre. Pedir es colaborar con Dios. Las peticiones del Padrenuestro aparecen claramente divididas en dos grupos. El primero de ellos se caracteriza por la repetición del término «tu» (tu Nombre, tu Reino, tu Voluntad) y el segundo por la de «nos» (danos, perdónanos, líbranos). Las tres primeras peticiones son similares; se trata de hecho de tres invocaciones con matices ligeramente distintos, dirigidas a una misma y única intervención de Dios. Veremos que no son meras peticiones humanas sino participación en la oración y misión del Hijo, en su «sufrimiento activo», en el gemido del Espíritu que asciende desde las profundidades de la creación (cf. Rm 8,18-27). La primera de las súplicas, «santificado sea tu Nombre», es probablemente la de más difícil comprensión por tratarse de un lenguaje bíblico que difiere mucho de nuestra manera habitual de expresión. ¿Qué sentido puede tener pedir a Dios que su Nombre sea santificado? Antes de nada se impone comprender el significado bíblico del nombre. No se trata nunca de una simple palabra o etiqueta como ocurre con frecuencia en nuestro caso. En la Biblia, el nombre forma parte de la realidad de una cosa o de una persona; es revelación de su secreto, manifestación de su ser, su identidad. Por esta misma razón ocurre con frecuencia en la Biblia que tras el encuentro de un hombre o una mujer con Dios, éstos reciben un nuevo nombre. Su vida se ha visto transformada y han recibido una nueva identidad. Si ello es así, razón de más para que el Nombre de Dios no sea una simple palabra. El Nombre divino es, en cierto modo, Dios mismo. Más exactamente, es Dios que se revela a los hombres, el perfil de Dios vuelto hacia su pueblo. En este sentido podemos leer en los textos de la escuela deuteronómica que el Nombre de Dios habita el Templo de Jerusalén (cf. Dt 12,11; 14,23; 1 R 3,2; 5,17). Ello no significa, por supuesto, que una simple palabra more en ese lugar, sino que expresa la convicción del creyente de que el templo es el lugar privilegiado para la manifestación de Dios, para el encuentro con su pueblo. La presencia de Dios en Israel no se limita, no obstante, al culto, como nos lo hace ver este significativo texto:

El Señor hará de ti el pueblo consagrado a él, como te ha jurado, si guardas los mandamientos del Señor tu Dios y sigues sus caminos. Todos los pueblos de la tierra verán que sobre ti es invocado el nombre del Señor y te temerán. (Dt. 28,9-10).

Dios crea un pueblo, que lleva su Nombre, y se revela así su identidad «a todas la naciones de la tierra» por medio de la existencia de un pueblo creado a ese efecto. El legado del Nombre de Dios no es un automatismo sino que su pueblo está llamado a «guardar sus mandamientos» y «seguir sus caminos» para transmitir al conjunto de la humanidad la justa imagen de su Dios. En consecuencia, cuando este pueblo no vive en consonancia con la voluntad de Dios, tiene lugar una contradicción viviente por no devolver, como pueblo, una imagen fiel de la fuente de su existencia y no permitir que los demás conozcan a Dios tal y como es en verdad. En términos bíblicos, este pueblo profana el nombre del Señor (cf. Lv 22,31 ss; Is 52,5). Surge una insostenible separación entre la realidad del Dios de la vida y la imagen que de él refleja su pueblo con su existencia. Varios siglos antes de Cristo, el profeta Ezequiel se ve enfrentado a una situación de este tipo. Sus palabras constituyen de hecho el mejor de los comentarios posibles a esta primera petición del Padrenuestro. El profeta ejerce su ministerio durante el exilio en Babilonia. Se trata de un momento muy difícil de la vida de Israel en el que, en cierta manera, éste deja de existir como nación. El profeta explica así esta coyuntura:

La palabra del Señor me fue dirigida en estos términos: Hijo de hombre, los de la casa de Israel que habitaban en su tierra, la contaminaron con su conducta y sus obras... Los dispersé entre las naciones y fueron esparcidos por los países... Y en las naciones donde llegaron, profanaron mi santo Nombre, haciendo que se dijera a propósito de ellos: «Son el pueblo de Dios, y han tenido que salir de su tierra». (Ez 36,16-20).

Por vuestra infidelidad y el desastre político consiguiente, dice el Señor por boca del profeta, habéis profanado mi santo Nombre. Pero, añade, no puedo permitir que esta situación se perpetúe, he de hacer algo:

He tenido consideración a mi santo Nombre que la casa de Israel profanó entre las naciones adonde había ido. Por eso, di a la casa de Israel: Así dice el Señor: No hago esto por consideración a vosotros, casa de Israel, sino por mi santo Nombre, que vosotros habéis profanado entre las naciones adonde fuisteis. (36, 21-22).

Dicho de otra manera, el pueblo no tiene derecho ninguno a exigir que Dios se ocupe de él, no es merecedor de nada. A pesar de ello, Dios actuará por fidelidad a sí mismo, para ser consecuente con su identidad: él es el Dios de misericordia y justicia. El profeta prosigue:

Santificaré mi gran Nombre profanado entre las naciones, profanado allí por vosotros, y las naciones sabrán que soy el Señor... cuando yo, por medio de vosotros, manifieste mi santidad a la vista de ellos. Os tomaré de entre las naciones, os rociaré con agua pura y quedaréis purificados: de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. (36, 23-25).

Dios se dispone por tanto a actuar para salvar a su pueblo; hará volver a los exiliados a sus lugares y perdonará su pecado. La identidad de Dios se pone de esta manera claramente de manifiesto. Sin embargo, el profeta sabe que ello no resolverá difinitivamente el conflicto. ¿Qué puede evitar que el pueblo olvide de nuevo al Señor como lo hizo en el pasado? El profeta avista un nuevo horizonte, presiente que vendrá un tiempo en el que Dios transformará a su pueblo desde el interior, cambiando su corazón de piedra por un corazón de carne e infundiendo su Espíritu, el Soplo divino, en el fondo de su ser (36,26-27). Ese día el pueblo podrá santificar en verdad el Nombre de Dios pues su manera de vivir hará que la identidad de Dios brille plenamente:

Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas. Habitaréis la tierra que yo di a vuestros padres. Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios. (/Ez/36/16-28).

No es difícil comprender por qué los primeros cristianos vieron en el Evangelio de Jesucristo el cumplimiento de este oráculo. Por un lado Jesús es «El que viene en el Nombre del Señor» (Mc 11,9). Dicho de otro modo, Jesús nos revela la verdadera identidad de Dios, nos hace conocer su auténtico Nombre. Si bien es cierto que ello puede hacernos pensar en el término Abbá, el Nombre verdadero de Dios que Jesús viene a revelarnos no es un mero título o una simple palabra pronunciada por su boca, sino su existencia toda. La vida de Jesús en su totalidad, recapitulada en su muerte y resurreción reveladoras de lo extremo de su amor (cf. Jn 13,1), nos da la respuesta a la pregunta «¿quién es Dios?». La misión de Jesús es por tanto «manifestar el Nombre de Dios» (Jn 17,6), «dar a conocer su Nombre» (Jn 17,26). En su Evangelio (Jn 12,23-32), Juan nos dice que en un momento determinado, los miembros de las otras naciones quieren ver a Jesús. La subida a Israel de las naciones para adorar al Dios de Israel y recibir su enseñanza, significa para el pueblo de Israel que se acerca el fin de la historia (Is 2,2-4; 60; Zc 8,20-23; 14,16-19). Así, el simple hecho de la atención que comienzan a profesarle los no judíos hace comprender a Jesús que ha llegado la hora de su glorificación, la plena manifestación de su identidad. Jesús habla de su muerte y resurrección empleando la imagen de la semilla que ha de caer en tierra y morir para dar mucho fruto y después exclama: «Padre, glorifica tu Nombre». Este clamor tiene un sentido muy próximo a «santifica tu Nombre». Al revelar la muerte y resurrección de Jesús su auténtica identidad de Hijo revelarán plenamente la identidad de Dios. Hemos visto que según el Antiguo Testamento, Israel ha recibido el Nombre de Dios para profanarlo o para santificarlo. Ello es igualmente válido para cada uno de nosotros como discípulos de Cristo que somos. Al final de su vida, Jesús ora al Padre por sus discípulos todavía en el mundo: «Cuida en tu Nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros» (Jn 17, 11b). El signo más importante de que somos portadores de ese Nombre, de que pertenecemos a Dios, es la comunión que existe entre nosotros, comunión que hunde sus raíces en el ser mismo de Dios, («uno como nosotros»). Al permanecer en esta comunión por la vivencia del amor fraterno, los cristianos son para el mundo un icono viviente del Dios de la vida, al hacer presente su Nombre de forma auténtica (Cf. Jn 13,34-35; 17,20-23). Al orar «santificado sea tu Nombre», pedimos a Dios su intervención para que los hombres puedan conocer su auténtica identidad, para que puedan reconocerlo como su Abbá. Pedimos que todos puedan comtemplarlo como fuente de confianza y amor. Expresamos nuestro deseo de que esta nueva relación con Dios en la que hemos entrado por medio de Cristo y el don del Espíritu Santo, se haga extensible a la creación entera. No dejamos por ello de ser conscientes de que la santificación del Nombre de Dios pasa por nuestras existencias. Pedimos a Dios que, valiéndose de nuestas vidas, se dé a conocer a los demás tal y como él es en realidad. Pedimos que nos sea concedido ser imagen suya, transmitir fielmente un reflejo de él.

Para reflexionar

1. En dos momentos claves de su vida, Moisés recibe una revelación del Nombre de Dios (Ex 3,14; 34,6). ¿Cuál es el significado de estos dos «nombres» revelados?

2. Los primeros cristianos son designados a menudo como «los que invocan el Nombre del Señor» (Hch 9,14. 21; 22,16; 1 Co 1,2; 2 Tm 2,22). ¿Qué luz vierten sobre este título el oráculo de Joel (Jl 3,1-5; cf. Hch 2,17-21) y el himno a los Filipenses (Flp 2,6-11)?

3. ¿Cómo hacer de nuestra existencia una mayor transparencia de la luz de Dios?

Venga a nosotros tu Reino

Abordemos ahora la segunda de las súplicas del Padrenuestro, «venga a nosotros tu Reino», que hace referencia a la misma realidad que la precedente, enfocándola desde un punto de vista distinto. No se trata únicamente de conocer la verdadera identidad de Dios sino, una vez conocida, vivir en consecuencia. Pasamos por tanto de una categoría de culto, la santificación del Nombre, a una política, el Reino de Dios. Dos oráculos yuxtapuestos del segundo Isaías nos permitirán comprender la unidad de estos dos lenguajes:

Y ahora, ¿qué voy a hacer aquí -oráculo del Señor- pues mi pueblo ha sido arrebatado sin motivo? Sus dominadores profieren gritos -oráculo del Señor- y todo a lo largo del día mi Nombre es blasfemado. Por eso mi pueblo conocerá mi Nombre en aquel día y comprenderá que soy yo el que decía: «Aquí estoy». ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia la salvación, que dice a Sión: «¡Ya reina tu Dios!» (Is 52,5-7).

En primer lugar, en la línea de Ezequiel 36, Dios explica que su Nombre ha sido profanado por la miserable situación de su pueblo, exiliado en Babilonia. A pesar de ello, Dios resolverá tomar sin demora las riendas de la situación: «Mi pueblo conocerá mi Nombre». Se trata de un anuncio de la salvación venidera, explicitada desde un ángulo diferente en el versículo siguiente: se tratará de un tiempo de paz y felicidad resumido en la exclamación: «¡Ya reina tu Dios!». Ese día la realidad del mundo se identificará con el mundo deseado por Dios. En la tradición judía posterior, el tiempo de la salvación será denominado con frecuencia «el Reino (o Reinado) de Dios». Los evangelistas por su parte se han referido a este versículo de Isaías 52,7 para evocar la venida de Cristo Jesús y su «Buena Nueva» de la llegada del Reino de Dios (cf. Mc 1,14-15). Un nuevo texto de Isaías nos describe este Reino:

Sucederá en días futuros que el monte de la casa del Señor será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones, y acudirán pueblos numerosos. Dirán: «Venid, subamos al monte del Señor, a la Casa del Dios de Jacob. para que él nos enseñe sus senderos». Pues de Sión saldrá la Ley, y de Jerusalén la Palabra del Señor. Juzgará entre las naciones, será árbitro de pueblos numerosos. Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra. (Is 2,2-4; Mi 4,1-3).

RD/QUE-ES: El profeta comunica su visión de un futuro en el que todos los pueblos confluirán a Jerusalén para recibir la enseñanza de Dios y aprender a caminar por sus senderos. Si bien el término «rey» no es utilizado en este texto para designar a Dios, éste no deja por ello de recibir los títulos de «juez» y «árbitro», dos funciones reales por excelencia. Vendrá después un tiempo de paz y justicia para el mundo entero como consecuencia de la aceptación de Dios por todos los hombres como único guía y árbitro. El Reino de Dios se revela así como un nuevo orden mundial abierto a todos, fruto del conocimiento de Dios y sus caminos. ¿Cómo logrará esta hermosa visión convertirse en realidad? La opinión de los judíos a este respecto aparece dividida. En opinión de algunos, el establecimiento del Reino sólo puede ser obra personal de Dios, obra que implique incluso una transformación completa del universo tal y como nosotros lo conocemos. A los hombres corresponde esperarlo ardientemente y orar por que llegue. En el otro extremo, algunos conciben la llegada del Reino como el fruto de una revolución política: se impondría tomar las armas para expulsar a los enemigos de Israel de la Tierra Prometida y forzar así, en cierta manera, la mano de Dios, que se vería obligado a actuar en nuestro favor. Entre estos dos puntos de vista extremos existía, sin duda, todo un abanico de concepciones diversas. En tiempos de Jesús, un sector influyente del pueblo judío aspiraba ardientemente al Reino de Dios. Estos creyentes opinaban que para urgir la llegada de ese Reino habría que comenzar anticipándolo aquí y ahora, en las circunstancias concretas de la vida. Esto se conseguiría observando los mandamientos, viviendo lo más fielmente posible a la Ley de Dios. Dicho con sus palabras, se trataba de «tomar sobre sí el yugo de la Torah». Los que así pensaban eran los fariseos, cuyas concepciones en ciertos aspectos no eran tan diferentes de las del propio Jesús. Jesús, a su vez, retoma la imagen del Reino para expresar el núcleo de su mensaje adaptándola para conformarla a la novedad de su visión. No es nuestro cometido en estas páginas profundizar en todas las dimensiones de la comprensión que Jesús tenía del Reino de Dios, menos aún teniendo en cuenta que él no ofreció nunca una definición precisa del mismo sino que se refirió siempre a él mediante contraste de imágenes y parábolas. Intentaremos únicamente dar algunas indicaciones importantes. En primer lugar, Jesús no piensa en manera ninguna que el Reino de Dios se instaure por la fuerza y la violencia humanas. No tiene nada que ver con un nacionalismo exacerbado que significaría la victoria de unos y consecuentemente la derrota de otros. Tal y como Jesús explica al gobernador romano, no se trata de un reino según los criterios de este mundo (cf. Jn 18,36) En segundo lugar, el Reino de Dios conserva en todo momento su proyección universal; es como un árbol que cobija a todos los pájaros del cielo (Lc 13,19), una red que recoge «peces de todas clases» (Mt 13,47), un banquete al que son invitados incluso los pobres y disminuidos (Lc 14,13.21); resumiendo, una realidad abierta a todos. El tercer rasgo del Reino proclamado por Jesús es tal vez el más original. Para Jesús el Reino es, justo es decirlo, objeto de una ardiente espera, de una realidad futura que el Padre establecerá en un tiempo y manera que sólo él conoce (cf. Mt 25,13; Lc 21,31). No obstante, esto no le impide ser una realidad que espera a la puerta (Mc 1,15) que, en cierta forma, ha dado comienzo con la venida de Jesús. Para expresar esta aparente paradoja recurrirá Jesús a parábolas como la de la minúscula semilla que se convertirá en inmenso árbol y la de la levadura que fermentará toda la masa (Mt 13,31-33). Jesús anuncia el Reino de Dios como una realidad actuante ya en el mundo, aunque sea de forma oculta y misteriosa. Si bien no puede ser constatada mediante indicaciones exteriores (cf. Lc 17,20-21), no deja de exigir por ello un compromiso radical, una conversión de corazón. Los que tienen ojos para ver y oídos para oír el misterio del Reino presente en Jesús se hacen a su vez, sujetos de ese Reino. Por su sí a Jesús, preparan los caminos del Reino haciéndolo pasar de la clandestinidad a la luz del día. Ello explica la urgencia de la llamada de Jesús. Con su llegada suena la hora de Dios.

Para reflexionar

1. ¿Qué rasgos caracterizarían a un mundo dócil al designio de Dios?

2. Los oráculos que describen la espera de Israel hablan con frecuencia de un rey ideal, el «Mesías», el Ungido de Dios, que vendrá con el tiempo nuevo. ¿De qué manera los textos siguientes nos ayudan a comprender los rasgos del Reino de Dios y de la misión de Cristo Jesús?: Is 11,1-9; Sal 72(71); Za 9,9-10.

3. Jesús explica a Nicodemo que la entrada en el Reino de Dios no es posible si no tiene lugar un nuevo nacimiento de lo alto (Jn 3). ¿Por qué?

Hágase tu voluntad...

En el oráculo de Isaías 2,2-4 citado anteriormente, la creación de un mundo de paz y reconciliación va unido a la búsqueda por parte de «todas las naciones» de los caminos del Señor. Este texto muestra el estrecho lazo existente entre la tercera súplica del Padrenuestro, ausente por otro lado en la versión de san Lucas, y la precedente. Efectivamente, el Reino de Dios, el nuevo orden mundial, se hace presente allá donde los hombres viven según la voluntad de Dios. VD/DOS-SIGNIFICADOS: Las Escrituras hebreas hablan de la voluntad de Dios con dos connotaciones diferentes: una más activa, la otra de carácter más pasivo. Nos encontramos por un lado con la expresión «hacer la voluntad de Dios» (cf. Sal 40,9;119,112;143,10). En hebreo esta expresión significa literalmente «hacer lo que agrada a Dios, hacer lo que Dios desea». Esta traducción nos recuerda que no se trata por tanto de obedecer a una ley abstracta, sino de vivir las consecuencias de una relación personal. En efecto, cuando amamos a alguien buscamos espontáneamente hacer lo que le agrada, actuar en pos de su felicidad. Podemos de igual manera invertir la imagen. Si Dios nos ama, su felicidad es que nosotros descubramos la vida en plenitud, que seamos felices; no una felicidad superficial sino la felicidad que experimenta el ser humano que se convierte en el hombre que está llamado a ser. Ello nos conduce a la segunda acepción de la expresión «la voluntad de Dios», que alude al designio o plan de Dios para el conjunto de la humanidad así como de cada uno de nosotros (cf. Ef 1,9-10). La expresión «designio de Dios» hace referencia al hecho de que Dios nos ha creado por algún motivo, que nuestras vidas tienen un sentido: la existencia del universo y la vida de cada uno de nosotros tienen una finalidad deseada por Dios en su bondad. Lo que nos pueda ocurrir y lo que podamos hacer no le es indiferente. Dios nos ha creado con vistas a una comunión con él. Sin embargo, la imagen del designio de Dios seria errónea si nos condujera a pensar en una especie de libro en el que todo hubiera sido escrito previamente, una realidad preexistente a la que únicamente nos quedara obedecer, seguir ciegamente. Una vez más un ejemplo de orden humano puede esclarecer este punto. Los padres que aman realmente a sus hijos tienen, sin duda alguna, ciertas esperanzas depositadas en ellos. Su deseo es que sus hijos desarrollen plenamente todas sus capacidades, y lo que puedan o no hacer no les es indiferente. Ello no les conduce en modo alguno a imponerse a sus hijos y dictar su comportamiento. Su deseo es que, haciendo libre uso de sus dones, sus hijos lleguen a ser adultos responsables, plenamente conscientes. Lo dicho es aún más cierto para Dios. Dios desea nuestra felicidad; la diferencia con nuestros padres humanos es que es Dios mismo quien ha depositado en nosotros los dones, y entre ellos el que es tal vez el don más grande: la libertad. Por eso, para dar cumplimiento al designio de Dios, hemos de realizar plenamente el ser que somos, desarrollando todos los dones depositados en nosotros. Su designio no es una cadena que suprima nuestra libertad sino una llamada a utilizarla plenamente para ser cada vez más capaces, a imagen suya, de amar y servir. La voluntad de Dios no podrá nunca ser separada de su amor, la primera es la forma en que el segundo se despliega y realiza por etapas en nuestras existencias y en la historia del mundo. El hecho de que la voluntad de Dios no aniquile la nuestra puede parecer paradójico si se contempla únicamente en un plano teórico. El ejemplo de Jesús en los evangelios, primordialmente en el de san Juan, nos hace comprender que en la práctica no existe tal contradicción. Por un lado Jesús afirma que no busca su propia voluntad sino la de su Padre, nada de lo que hace es por sí (cf. Jn 5,19.30; 8,28.42b; 12,49). Por otro lado Jesús es el hombre más libre que pueda imaginarse, escuchado siempre por el Padre (Jn 11,42), que ha puesto todo entre sus manos (cf. Jn 13,3; 5,20-22;26-27). Podemos igualmente entrever este misterio de la libertad del Hijo expresada en la obediencia a la voluntad del Padre en estas palabras de Jesús: «Mi aliento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34). Lejos de ser algo que le oprima o que coarte su libertad, el descubrimiento de la puesta en práctica de la voluntad de Dios es para Jesús fuente de vida y energía, un alimento. Para él, la voluntad del Padre es el amor divino traducido en las circunstancias concretas de su existencia como una llamada a actuar, una fuente que le empuja a avanzar. Todo esto es cierto incluso en el momento más difícil de la vida de Jesús en Getsemaní (/Mc/14/32-42). Allí Jesús conoce la fuerza del mal con todo su poder, pero eso no le impide orar: «Abbá... no sea lo que yo quiero sino lo que quieras tú» Es fundamental subrayar que no se trata aquí de una actitud fatalista, de un consentimiento forzado, de «un mal menor», sino bien al contrario, de un acto de confianza en el corazón de la noche. Jesús vive en y de la convicción de que Dios es su Abbá que desea lo mejor para él y para el mundo, a pesar de lo contradictorio de las apariencias. Su oración es un intento de discernir en medio de las tinieblas la victoria del amor. Jesús sabe que la confianza en Dios es la única puerta que abre a ese discernimiento. Surge entonces en nosotros la pregunta de cómo hacer la voluntad de Dios. Se trata de una cuestión inagotable que no se deja reducir a una regla o método. Un texto sobradamente conocido de san Mateo puede orientarnos sobre el sentido correcto:

Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos. (/Mt/05/14-16). Jesús compara a sus discípulos con la luz para más tarde ante la pregunta: «¿Qué hacer?» responder no sin cierto humor: «¡Hay que brillar!». Desde el momento en que somos una luz, brillar es lo único que podemos hacer. Por medio de otra imagen, la de la ciudad situada en lo alto de un monte, Jesús nos explica la dificultad, la imposibilidad incluso, de ocultar este destello una vez que existe. Como ocurre con frecuencia en los evangelios, Jesús responde a nuestras preguntas transformándolas. En este caso la auténtica cuestión consiste en situarse en un plano distinto, pues no se trata de elaborar un sinnúmero de proyectos, sino de descubrir cómo ser luz. Felizmente Jesús responde a esta pregunta cuando proclama: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12). En la medida en que vivimos unidos a él, de él recibimos esa luz que poco a poco nos transfigurará en imagen suya (cf. 2 Cor 3,18). Seremos entonces portadores de fruto, el fruto de las «buenas obras» que «glorificarán al Padre», es decir, que le darán a conocer a los demás tal y como es. El actuar no carece de importancia, pero no ha de estar centrado en sí mismo, sino que debe brotar de nuestra identidad de hijos de Dios, como una lámpara da luz. Hacer la voluntad de Dios es ante todo dejar que Dios cumpla su voluntad en nosotros y a través de nosotros (cf. Jn 6,28-29; Flp 2,13; Hch 13,21).

Para reflexionar

1. A partir de los siguientes textos, ¿qué rasgos caracterizan a quien cumple la voluntad de Dios?: Sal 15 (14); Sal 131 (130); Gn 12,1-4 y Hb 11,8-10 (Abraham); Lc 1,26-38 (María); Lc 10,29-37.

2. San Pablo escribe: «La voluntad de Dios es vuestra santificación» (1 Ts 4,3). ¿En qué manera nos ayuda esta palabra a comprender la unidad de la primera parte del Padrenuestro?

...en la tierra como en el cielo

Antes de abordar la segunda parte del Padrenuestro, detengámonos un momento a hacer balance. Hemos visto que las primeras palabras de esta oración nos sitúan en el centro del Evangelio: por Cristo y el don de su Espíritu, entramos en una nueva relación con Dios («Padre»), que a su vez se traduce inmediatamente en una nueva relación con los hombres («nuestro»). Pero esta nueva relación hecha de amor y confianza no es un privilegio reservado a una élite. Por eso las palabras que siguen a «Padre nuestro que estás en el cielo» suponen una extensión de esta relación al resto de la humanidad, al conjunto de la creación. Pedimos a Dios que revele su identidad auténtica (su Nombre) a los demás, de manera que todos los hombres vivan según su voluntad de amor y permitir así la eclosión de un nuevo orden mundial (su Reino). En cierta forma, las últimas palabras de esta primera parte de la oración resumen perfectamente ese sentido: «En la tierra como en el cielo». El cielo representa a Dios; por medio de las tres primeras súplicas del Padrenuestro pedimos que la realidad de Dios inunde progresivamente la tierra, que su amor transforme un mundo hostil o indiferente en un Reino de justicia y paz. Esta comunión entre el cielo y la tierra, esbozada durante siglos, entra en una fase decisiva con la venida del Hijo de Dios como uno de los nuestros (cf. Lc 2,14; Jn 1,51) y encuentra su continuidad en la existencia de la comunidad de creyentes, la Iglesia, pueblo sacerdotal (cf. 1 P 2,5.9; Ex 19,6) que comparte la misión de Cristo de extender la Buena Nueva del amor «hasta los confines de la tierra» (cf. Hch 1,8). Hemos visto igualmente que esta oración es al mismo tiempo un compromiso, un decir nosotros a Dios: «Toma mi vida para que, a través de mi persona, parte de tu amor y tu luz puedan ser transmitidos a los demás. Concédeme reflejar tu vida en los sencillos acontecimientos de mi existencia». Puede, no obstante, surgir una cuestión. Conocedores como somos de nuestras fragilidades y límites, ¿cómo podemos atrevernos a asumir tal compromiso? ¿Dónde encontraremos la fuerza para mantenerlo? Se trata de una cuestión esencial, cuya respuesta nos la ofrecerá la segunda parte de la oración en la que pasaremos del «tú» al «nosotros», no para dirigir una oración egoísta en la que pedir la satisfacción de nuestro bienestar personal sino, por el contrario, para pedir todo lo que nos es necesario para cumplir el compromiso que hemos adquirido en la parte precedente. Para comprender justamente el Padrenuestro es absolutamente necesario que seamos conscientes de su unidad. No se trata de que, como se ha dicho con frecuencia, la primera parte esté consagrada a Dios y la segunda a las necesidades de los hombres. Tras la Encarnación, Dios y el hombre no pueden ser separados alegremente. Se trata de una única oración, no dos. Después de haber hecho nuestra la oración de Cristo, pedimos para nosotros los bienes que nos permitirán participar en su misión, ponernos en camino con él. Dicho con otras palabras, somos el Cuerpo de Cristo del que él es la Cabeza (cf. Col 1,18). En la primera parte del Padrenuestro nos unimos a la oración de la Cabeza, la segunda será la oración del Cuerpo.

Para reflexionar

1. ¿De qué manera vivió el propio Cristo durante su vida terrestre la primera parte del Padrenuestro?

Danos hoy nuestro pan de cada día (de mañana)

El primero de los grandes dones que pedimos a Dios es el don del pan. Antes de nada es obligado recordar que el término pan en hebreo hace referencia a todo lo que es necesario para la vida: el alimento, el vestido, el alojamiento... La Biblia es taxativa al afirmar que si bien el hombre ha de ganarse el pan «con el sudor de su frente» (Gn 3,17-19), Dios sólo es su verdadera fuente: «El da el pan a toda carne, porque es eterno su amor» (Sal 136,25; cf. 22,27;104,27s; 107,9;111,5; 145,16).

La interpretación de esta súplica del Padrenuestro se complica por aparecer en ella un término cuyo significado se nos escapa; se trata del término griego epiousios, que no volverá a ser encontrado en el Nuevo Testamento. Se le atribuyen corrientemente dos acepciones distintas. La primera y más común es la de pan cotidiano, pan de este día, el pan que nos es necesario hoy. Por otro lado puede igualmente ser interpretado como el pan de mañana, el pan del futuro, en cuyo caso podríamos preguntarnos cuál es el sentido de esta petición, conocedores como somos de la exhortación de Jesús: «No os preocupéis del mañana» (Mt 6,34). Los partidarios de esta segunda acepción recurren frecuentemente a una argumentación de tipo espiritual para explicar la aparente contradicción. El «pan de mañana» es el pan del mundo venidero, el pan del Reino de Dios, el pan de la Tierra Prometida, con lo que esta petición sería una nueva manera de orar por la venida del Reino. ¿Es posible dilucidar cuál de las dos interpretaciones es la correcta? Es nuestra opinión que cada una de estas dos posibles interpretaciones comporta una parte de verdad, y ello no por buscar una respuesta fácil sino por atenernos al significado del vocablo pan en la Biblia. Tomemos para esta reflexión tres textos sobradamente conocidos: el relato del maná en el desierto, que nos es narrado en el capítulo 16 del libro del Exodo; la tentación de Jesús referente al pan (Mt 4,2-4) y por último la narración de la multiplicación de los panes seguida del discurso sobre el pan de vida (Jn 6). Leyendo el relato del maná nos damos cuenta de que los israelitas, en camino a la Tierra Prometida, se encuentran en una situación difícil. Tienen hambre. La crítica que dirigen a Moisés y a Aarón, es en el fondo una crítica a Dios. Es entonces cuando, en pleno desierto, se produce el milagro. Durante la noche llueve sobre el suelo estéril una especie de comida, un «pan» misterioso que el pueblo llamará «maná», expresión que literalmente significa «¿Qué es esto?». MANA/EX/16/04-20 /Ex/16/04-20: Antes de entrar en cualquier otra consideración, este misterioso pan es en primer lugar una realidad material, una comida capaz de alimentar al pueblo hambriento y permitirle retomar el camino. Ser eso no le impide ser más. Ese pan viene del cielo, es decir, de Dios mismo (Ex 16,4). La narración nos dice que sabía a miel (16,31), término que a lo largo de la Biblia evoca indefectiblemente la Tierra Prometida «tierra de leche y miel», con lo que el maná prefigura esa Tierra de la Promesa, apareciendo como el «pan de mañana» que irrumpe en el hoy del pueblo para proporcionarle la fuerza que le es necesaria en su caminar. Terminemos con dos detalles que debemos tener en cuenta. El maná hace posible una milagrosa experiencia de solidaridad, de perfecto compartir. Leemos que «ni los que recogieron mucho tenían de más, ni los que recogieron poco tenían de menos. Cada uno había recogido lo que necesitaba para su sustento» (16,18). En este lugar desierto, alejado de toda civilización humana, se produce una anticipación del Reino de Dios, la realización de un mundo de justicia. Más aún, el maná no puede acumularse ni ser guardado en reserva, y cuando algunos lo intenten conservar para el día siguiente, el misterioso pan se pudrirá y se llenará de gusanos (16,20).

Pasemos ahora a la narración de Jesús en el desierto (/Mt/04/02-04). Jesús conoce también el hambre. El Tentador intenta entonces separarle de su Padre sugiriéndole que se valga de sus propios medios para resolver su problema. En lugar de vivir en la confianza, ¿no podría evitar las dificultades mediante actos de una potencia deslumbrante? Jesús responde haciendo simplemente suyas las palabras de la Escritura: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios». Si resituamos esta cita en su contexto original, el capítulo ocho del libro del Deuteronomio, descubriremos un discurso sobre las lecciones que el pueblo de Israel tenía que extraer de la travesía del desierto. El versículo en cuestión (Dt 8,3) se refiere a la historia del maná. Ello evidencia que el texto citado por Jesús no supone, como podríamos imaginar a primera vista, una separación entre el pan material (menos importante) y el alimento espiritual (don de Dios). Jesús no insinúa en modo alguno que el hombre pueda vivir sin pan, sino que quiere remitir a la confianza en Dios como verdadera fuente de todo lo que nos es necesario, sea en el orden material o espiritual. Este versículo del Deuteronomio es una invitación a discernir en las realidades terrenas la presencia actuante de Dios dándoles consistencia, una llamada a discernir ya en este mundo el Reino de Dios. Detengámonos por último en el capítulo seis del evangelio de san Juan. Una gran muchedumbre sigue a Jesús hasta un lugar desierto, una montaña situada en la otra orilla del lago, lejos de la ciudad. Jesús alimentará de forma milagrosa a esta multitud con tan sólo cinco panes. Se trata, una vez más, de un alimento material. Sin embargo las alusiones al Sinaí (el monte 6,3), y la proximidad de la Pascua (6,4), remiten a una realidad de orden distinto. Todo lo dicho se hace explícito en el discurso que sigue. Dirigiéndose a la multitud, Jesús dice: «Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre» (6,27). A continuación Jesús les explicará que él es el auténtico maná, el pan venido de Dios para dar la vida al mundo. Sus últimas declaraciones son aún más concretas, sorprendentes incluso: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (6,53). Los discípulos comprendieron plenamente estas palabras a la luz de la resurrección. Sabrán entonces que Jesús hablaba de su vida ofrecida sobre la cruz y transmitida a los hombres en el sacramento de la Eucaristía, comunión en ese Cuerpo entregado por nosotros y en esa Sangre derramada por nosotros. En los textos bíblicos mencionados, el pan, sin dejar de ser una realidad material, remite a una realidad de otro orden, más allá de su significado habitual, a Dios mismo como fuente de nuestra vida. La Biblia no separa lo «material» de lo «espiritual» para despreciar lo primero y centrarse en lo segundo. Su visión es distinta: hacer entrever tras las realidades de este mundo la presencia de Dios, dando sustento y sentido a todo. Apunta a la comunión con él, a la confianza en él, como a la realidad fundamental en la que apoyarnos a lo largo de nuestra peregrinación. Es interesante así mismo constatar que en los textos que nos ocupan, el don del pan ocurre siempre en un lugar desierto. Unicamente en un lugar así, es donde el hombre es capaz de acoger todo como don de Dios. Por el contrario, cuando nos encontramos en una situación de excesiva facilidad nos es más fácil soslayar lo esencial. Entramos así en la lógica de las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los que tenéis hambre ahora (de justicia) porque seréis saciados» (Lc 6,21; Mt 5,6). Tener hambre está lejos de ser un bien en sí, pero para Cristo, ese lugar de privación, ese lugar de necesidad, se convierte en el punto de entrada de Dios en el mundo. Por ello, cuando rezamos «danos hay nuestro pan de cada día (o del mañana)», estamos pidiendo a Dios que sea nuestro sustento en nuestra peregrinación con Cristo, a fin de ser capaces de llevar, en el desierto de este mundo, el agua viva de Dios, su luz, su amor. Este sustento no excluye en ninguna manera el pan material pero apunta más allá del mismo: ¿Cuál es el alimento que nos permite vivir como testigos de Dios en este mundo?: La Palabra de Dios que encontramos en la Biblia, la oración, el amor fraterno, el apoyo de los otros y la Eucaristía, que recapitula todas las otras formas de pan. Es en definitiva Cristo mismo, «el pan de vida», que nos alienta al ofrecernos ya en la tierra un anticipo del cielo. En esta súplica del Padrenuestro nos comprometemos además a vivir plenamente el hoy de Dios. La versión de Lucas «danos cada día nuestro pan cotidiano» subraya más claramente la dimensión de peregrinacion, el camino a retomar día tras día, mientras que la de Mateo hace hincapié en la urgencia del día presente. En todo caso, ambas nos invitan a vivir en la confianza en Dios, sin instalarnos en lo no esencial.

Para reflexionar

1. Leer 1 R 19,1-8. ¿Qué experiencias personales de desierto he vivido? Dicho de otro modo, ¿cuáles han sido los lugares o momentos en los que he sentido de forma acuciante necesidad de Dios?

2. En esas situaciones, ¿cómo me alimenta Dios? ¿Qué pan me ofrece para mi peregrinación de fe?

Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden

Quien intente vivir plenamente el hoy de Dios se verá inevitablemente confrontado con su pasado. Todos somos sujetos de una historia llena de pasos en falso, de pesares, de heridas provocadas o sufridas, en otras palabras, de todo un bagage que entorpece nuestro avance. Por esta razón, el segundo de los dones que pedimos a Dios en el Padrenuestro a continuación del pan, es el don del perdón, es decir, el amor de Dios que recrea y hace posible una nueva partida al aligerar nuestras espaldas del lastre del pasado. En la Biblia aparecen varias maneras de describir las faltas humanas. Jesús se vale en esta ocasión, como lo hará en otras, de la imagen de la deuda. La razón de esta imagen nos la ofrece la parábola de los talentos (/Mt/25/14ss). Antes de salir de viaje, un hombre rico confía una considerable cantidad de dinero a tres de sus criados, a cada uno según sus capacidades. Dos de ellos hacen que el dinero produzca más. El tercero, paralizado por el miedo, hunde en un hoyo el dinero recibido. A su regreso, el amo elogiará a los dos primeros y recriminará al tercero. Dicho de otro modo, lo grave para Jesús es que el ser humano no potencie los dones que Dios ha depositado en él, que no confíe en sí porque no confía tampoco en Dios. El hombre, creado a imagen de Dios, está llamado a transmitir a los demás lo que él ha recibido, y no permitir que este reflejo divino sea velado por el egoísmo o el miedo. D/MISERICORDIA: Otra parábola, la del acreedor inmisericorde (/Mt/18/23ss) ofrece un buen comentario a esta estrofa del Padrenuestro. En esta narración un rey perdona la deuda de su vasallo quien, a su vez, se niega a perdonar la de su compañero. Nos gustaría poner de relieve un detalle que podría pasar inadvertido. El relato de Mateo nos dice que la deuda del vasallo ascendía a diez mil talentos. ¿Somos conscientes de que en nuestros días esta suma equivaldría a unos seis mil millones de pesetas y que representa una suma que probablemente no existía en toda Palestina en aquella época? ¿Por qué entonces una exageración tal? Por un lado para ilustrar la diferencia entre la deuda perdonada por el rey y la que el vasallo se niega a perdonar, cien denarios, unas veinte mil pesetas. No hay punto de comparación entre lo que Dios nos da y lo que por nuestra parte podemos ofrecer. Se trata así mismo de decir que no podremos nunca saldar nuestra deuda con Dios, nunca podremos decirle al Señor: «Ya he hecho suficiente, déjame tranquilo», sino que una y otra vez tendremos que volvernos a Dios para recibir su perdón sin límites lo que es, a fin de cuentas, nuestra única esperanza. El hecho de que Dios perdone, de que sea un Dios de misericordia, no es una particularidad del Nuevo Testamento. El pueblo de Israel ha sabido siempre que su Dios es misericordioso, y toda su historia está orientada en este sentido. Lo vimos en el oráculo de Ezequiel 36: después de un paso en falso Dios irrumpe de nuevo en la historia humana para reconducir su pueblo. Incluso el sustantivo «misericordia» es constitutivo del Nombre de Dios (Ex 34,6; Sal 86,15; 103,8; cf. Dt 4,31; Sal 51,3; 78,38). Es verdad que Jesús nos muestra con su muerte el alcance de la misericordia del Padre; la cruz nos revela una misericordia que no conoce límites pues consiente el don total (cf. Jn 15,13). La misericordia de Dios tiene una larga historia en Israel, como por otro lado en el Islam. ¿Dónde reside entonces la novedad del Evangelio? La respuesta la encontramos en un versículo del evangelio de san Lucas: «Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo» (/Lc/06/36; cf. /Mt/05/07). La auténtica novedad no es que Dios sea misericordioso sino que nosotros podamos serlo a su imagen. Tras dos mil años de cristianismo oyendo hablar con tanta frecuencia del amor y del perdón podemos llegar a creer que se trata de lo más normal del mundo, incluso aunque no lo vivamos en la práctica. Jesús tiene una concepción distinta de las cosas. Jesús nos dice que la manera «normal» de vivir en este mundo es amando a los que nos aman, siendo buenos con los que son buenos con nosotros (Mt 5,43-47). Se trata de la sempiterna tendencia humana de dividir a los otros en dos categorías, mis amigos y mis enemigos (o los que me son indiferentes), y de actuar en consecuencia. Allí donde se viva algo distinto, donde exista la capacidad de amar a los que nos odian y perdonar a los que nos hacen daño, hay algo que va más allá de lo humano: Dios mismo presente y actuante. El Padrenuestro habla igualmente del lazo existente entre el perdón de Dios y el del hombre. Es importante comprender en qué consiste este vínculo. Una lectura superficial podría conducirnos a pensar que el perdón de Dios viene en segundo lugar, como respuesta («recompensa») al ser humano que perdona. «Perdóname porque soy bueno y compasivo.» Si así fuera, este texto sería la antinomia formal del mensaje global del Nuevo Testamento. Se trataría de erigir en modelo para los cristianos, no al publicano sino al fariseo de la famosa parábola de san Lucas (Lc 18,9-14). Para Jesús el amor de Dios es siempre el primero. Un amor humano desinteresado, aunque esencial, no puede ser sino el fruto de la acogida que se haga del amor de Dios, de su Espíritu. El capítulo cuatro de la primera carta de san Juan es esclarecedor a este respecto:

Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios... En esto consiste el amor; no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo para el perdón de nuestros pecados... Nosotros amemos, porque él nos amó primero. Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no va Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano. (1 Jn 4,7.10.19-21).

«Dios nos amó el primero», nos envió a su Hijo para hacernos entrar en su amor a pesar de ser «pecadores», es decir, seres incapaces de amar (cf. Rm 5,8). Pero san Juan no se detiene ahí sino que añade a continuación que somos nosotros los que por nuestra parte hemos de amar (cf. 1 Jn 4,11). El amor, el perdón del que hacemos gala en la relación con nuestros hermanos, es el signo de la autenticidad de nuestro amor por Dios; él es igualmente la piedra de toque de nuestra comprensión del amor que Dios nos profesa. «Todo el que ama... conoce a Dios» (1 Jn 4,7; cf. 4,12). Entramos así en el misterio del «mandamiento nuevo» del amor fraterno (/Jn/13/34-35). La novedad de este mandamiento no radica en que nunca antes hubiese sido formulado -la Torah dice al pie de la letra: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18)- sino en las palabras «amad... como yo os he amado». Es un mandamiento nuevo porque no se trata únicamente de una «orden» impuesta desde el exterior, sino que al mismo tiempo es un «don». Jesús nos da su amor, su Espíritu que viene del Padre y que, paulatinamente, nos transforma en seres capaces de amar y perdonar a imagen de Dios. Nuestro amor por los otros es la prueba de nuestra comunión con Cristo (cf. Jn 13,35), que hace presente en el mundo el amor del Padre (cf. Jn 17,23). En la súplica del Padrenuestro sobre el perdón aparece una confirmación de lo que acabamos de decir. I/QUE-ES: Encontramos cuatro veces la terminación «nos» o el término «nuestro». Recordemos la significación que atribuíamos a esta palabra que aparece en el comienzo de la oración: la relación nueva en la que entramos con Dios implica una nueva relación con los otros. A partir de ese momento formamos una comunidad, somos la Iglesia, y en tanto que Iglesia pedimos el perdón de Dios. Pero la Iglesia, lejos de ser una élite humana, está formada por hombres y mujeres que han «conocido el amor que Dios tiene por ellos y creído en él» (cf.1 Jn 4,16) y que intentan vivirlo en lo concreto de sus existencias. ¿Por qué es necesario orar para recibir el perdón de Dios si lo vivimos ya? La respuesta nos la da el relato del maná en el desierto. Con los dones de Dios no se puede nunca hacer reservas. No podemos acumular el amor, la única manera de recibirlo es dándolo. En la medida en que prodiguemos a nuestro alrededor el perdón que Dios nos ha dado podremos seguir pidiéndolo una y otra vez (cf. Lc 6,38). Estamos incluso obligados a hacerlo para poder amar cada vez más. Para recibir mi amor, nos diría Dios, hay que amar, hay que poner en práctica lo poco que se haya comprendido del Evangelio. Un paso hacia adelante arrastrará otros. Hay que comenzar, aunque sea con muy poco, con casi nada. Quizás éste sea el sentido de la enigmática palabra de Cristo: «A todo el que tiene, se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, aun lo que no tiene se le quitará» (/Mt/25/29; /Lc/19/26). Una última palabra: para perdonar a quienes nos han hecho daño, perdonarles de verdad y no solamente de palabra, se impone con frecuencia recorrer un largo camino interior. Durante todo ese tiempo en que vivimos con la impresión de no poder perdonar todavía, ¿podemos orar el Padrenuestro? Creemos que sí, porque un simple atisbo de deseo de perdón es ya fruto del amor de Dios en nosotros. Además, no hemos de olvidar que el Padrenuestro no es una oración individualista sino, bien al contrario, la oración de la comunidad de la Iglesia. En una oración cristiana muy antigua encontramos estas palabras: «No mires mis pecados sino la fe de tu Iglesia.» Nos apoyamos por tanto en la confianza, en el perdón de toda la Iglesia. Para poner en evidencia la inmutable presencia del perdón de Dios entre nosotros, independientemente de nuestras impresiones subjetivas, la Iglesia ha consagrado hombres para anunciarnos este perdón por medio del sacramento de la reconciliación, sacramento que nos recuerda que el perdón de Dios se nos ofrece siempre, incluso cuando subjetivamente no nos abrevamos a creerlo. Es una promesa de futuro puesta a nuestro alcance para permitirnos vivir el hoy de Dios.

Para reflexionar

1. De acuerdo con los siguientes textos, ¿cuáles son las consecuencias del perdón de Dios en nuestras existencias? Mc 2,1-17; Lc 7,36-50.

2. ¿Vemos a los hombres de nuestro alrededor divididos en dos bandos «amigos» y «enemigos»? ¿Dónde? ¿Cómo suscitar signos de reconciliación a imagen de un Dios «que es bueno con los ingratos» (Lc 6,35) «que hace salir su sol sobre malos y buenos» (Mt 5,45)?

No nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal (del Maligno)

Esta última estrofa del Padrenuestro se encuentra sin duda entre las que tradicionalmente han ofrecido mayores dificultades de comprensión. El problema estriba, aunque no únicamente, en la traducción. Literalmente el texto de Mt 6,13 dice: «No nos adentres en la tentación (en la prueba)». La versión en castellano se encuentra por tanto entre las que menos dificultan la comprensión del texto pues existen otras que, como la francesa, traducen «no nos sometas a la tentación...», dándonos todo el derecho a preguntarnos por qué un Dios que es nuestro Abbá, nuestro Padre querido cuyo deseo es hacer que accedamos a la vida en plenitud, querría someternos a la tentación, ponernos a prueba. Desde sus orígenes, la tradición cristiana ha intentado explicar la súplica del Padrenuestro que nos ocupa, en armonía con el conjunto de la oración y el resto del Nuevo Testamento. Mucho ha sido lo dicho y escrito a este propósito, a veces con acierto y otras no tanto. Hay dos elementos que habría que estudiar separadamente: el sentido de la construcción verbal y el significado del término griego peirasmos, normalmente traducido por «tentación» o «prueba». Por lo que respecta al sentido preciso de la forma verbal son numerosos los expertos que comienzan a aceptar una sencilla explicación exegética cuya comprensión requiere que nos detengamos previamente en consideraciones de tipo gramatical. Los relatos evangélicos que han llegado hasta nosotros están escritos en griego, lo que hace que la versión mas antigua que poseemos del Padrenuestro aparece escrita en esta lengua. Sin embargo podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que Jesús no pronunció esta oración en griego sino en hebreo o en arameo. Soslayaremos en todo caso el debate sobre cuál de estas dos lenguas utilizó Jesús, pues lo que nos importa es que ambas presentan una misma estructura. Las lenguas semíticas poseen un vocabulario bastante reducido, pero tienen la facultad de poder expresar gran cantidad de ideas a partir de un escaso número de raíces, tan sólo con cambiar las vocales y añadir prefijos y sufijos. Así, para expresar la idea de «adentrar» un semita utilizará el verbo «entrar, ir en» y lo transformará en causativo, «hacer entrar». Podemos por tanto suponer que la versión semítica de la frase sería algo así como «y no hacer-entrar nosotros en la tentación/prueba». Pero una frase así puede comprenderse de dos maneras diferentes. La primera es la forma en que la ha comprendido el cronista griego traduciendo literalmente palabra por palabra: «No nos hagas-entrar...» es decir «No nos adentres...» Cabría, no obstante, otra traducción: «Haz que no entremos...». Desde un punto de vista sintáctico, esta segunda cuenta con todas las posibilidades de ser la correcta y además ofrece la ventaja de estar en armonía con el resto del mensaje de Jesús. Lejos de presentar a Dios como quien disfrutara sometiéndonos a una experiencia penosa, Jesús nos dice que supliquemos a Dios para que evite que entremos en... en lo que constituirá el objeto de nuestro estudio en las líneas que siguen. Podemos encontrar una confirmación significativa de lo anteriormente dicho en las palabras que Jesús dirige a sus discípulos en Getsemaní: «Velad y orad para que no caigáis (lit. "entréis") en tentación» (Mt 26,41). Eso es exactamente lo que hacemos al rezar el Padrenuestro, pedir la ayuda de Dios en un momento crucial de nuestra peregrinación de fe. TENTACION/PRUEBA PRUEBA/TENTACION: ¿Cuál es ese acontecimiento que nos hace sentir necesidad de la ayuda de Dios? Desafortunadamente, ni el término «tentación» ni el término «prueba» revelan su auténtico alcance. El primero se ha ido cargando de tintes moralistas, mientras que el segundo ha visto su sentido debilitarse hasta transformarse en un mero sinónimo de «pena o aflicción». Para comprender el sentido bíblico del término tentación/prueba, hemos de regresar al desierto con el pueblo de Israel, porque la experiencia de la prueba es constituyente de la peregrinación hacia la Tierra prometida y atañe siempre a la fe, a la confianza en Dios. Hemos visto un ejemplo de esta experiencia que nos ocupa en la narración del maná (Ex 16). Otro ejemplo «clásico» podemos encontrarlo en el relato de la roca de la que brota agua (/Ex/17/01-07). En ambos casos, los israelitas chocan, en su travesía del desierto, con una dificultad: la falta de alimento o de agua. Súbitamente el sentido de su peregrinación aparece en entredicho y ante ellos se levanta una auténtica alternativa con dos salidas posibles. Una primera posibilidad, que constituye la reacción característica del pueblo, será comenzar a criticar a Moisés e indirectamente a Dios. «¿Nos has hecho salir de Egipto para dejarnos morir?» Dios deja de ser visto como un Dios de misericordia y amor para ser contemplado como el Adversario, que desea la destrucción de sus interlocutores. La palabra técnica para describir esta reacción del pueblo es el verbo «murmurar»: el pueblo murmura (Ex 17,3). Otra expresión grávida de evocaciones es la de «poner a Dios a prueba» (17,2). Para escapar de una situación de prueba el hombre tiende a invertir los roles y exigir de Dios: «Si de verdad eres Dios, me concederás esto o aquello...» Lo que hacemos en realidad es construir un dios a nuestra imagen en lugar de seguir al que nos ha creado a su imagen. Podemos entrever una segunda respuesta en la actitud de Moisés. El tampoco sabe qué hacer, pero clama a Dios: «¡Señor ayúdame, enséñame el camino!» (cf. Ex 17,4). En su caso la prueba conduce a un afianzamiento del vínculo que le une a Dios, a una confianza fortalecida. Es importante comprender que en una situación de prueba no se puede permanecer inmóvil sino que se impone avanzar o retroceder. La prueba conducirá a una pérdida de la confianza en Dios o a una confianza mayor y más madura. En este último caso, de manera inesperada e incluso paradójica, la experiencia de la prueba supone un avance en la peregrinación de la fe. Hemos visto igualmente las tentaciones o pruebas vividas por Jesús que nos relatan los Evangelios. Jesús se encuentra igualmente en el desierto pero entra en escena un elemento nuevo: la presencia del Tentador, del «Maligno». El Nuevo Testamento subraya, en los momentos de prueba, la presencia de las fuerzas del mal aunándose en un intento por separarnos de Dios y de su amor, por malograr nuestra confianza en él. A veces estas fuerzas del mal aparecen personificadas y otras no, en todo caso nunca son vistas como una simple carencia de algo sino como una realidad que nos amenaza sobremanera cuando más vulnerables somos. Lo fundamental para el creyente no es obsesionarse con la cuestión del mal, sino sencillamente comprender en qué consiste para poder hacerle frente. ¿Quién no ha escuchado en los momentos más difíciles de su vida esas voces que susurran al oído imágenes de felicidad lejos de Dios? «Dios ama tal vez a los otros pero no a ti... Si te ama, ¿cómo ha permitido que te encuentres en esta situación? Vive tu vida, es la única solución...» y así sucesivamente. Cuando el Nuevo Testamento nos habla del mal o del Maligno, se refiere a todas esas voces que en nosotros o en el mundo, tienden a arrancarnos de la confianza en Dios, nuestro Abbá. En Getsemaní Jesús dice a los suyos: «Velad y orad para que no caigáis en tentación» (/Mt/26/41). Caer en la tentación/prueba no es simplemente conocer una situación de dificultad puesto que en todo caso la fe de los discípulos será puesta a prueba por la detención y muerte del Maestro. Jesús da este consejo para que los discípulos no sean víctimas del vértigo y sucumban al poder del mal. Entrar en la tentación/prueba es caer en la trampa del Tentador (cf. 1 Tm 6,9), establecer con él un pacto. Podemos comprender ahora lo que en principio hubiera podido parecer una contradicción en la visión bíblica de la tentación/prueba. Mientras algunos textos parecen decir que Dios tienta o somete a la prueba al ser humano, otros niegan categóricamente que la tentación/prueba venga de Dios. Hemos visto que esta experiencia de tentación/prueba es parte integrante de la peregrinación hacia la Tierra prometida pues de hecho podemos constatar que en la Biblia, los no creyentes no son nunca sujeto de esta experiencia. Ello nos permite decir que cuando la Biblia, parece insinuar que la prueba viene de Dios, se trata en realidad de una manera abreviada de decir que Dios nos llama a seguirle, a abandonar nuestras seguridades, para caminar con él hasta el desierto en el que de una u otra manera nuestra confianza será puesta a prueba. Por el contrario, decir que Dios quiere que suframos o que desea que caigamos en la tentación y abandonemos el camino, sería la peor de las blasfemias. Dios quiere para nosotros exactamente lo contrario: la vida en plenitud. Su deseo es que gracias a nuestra confianza en él y a su ayuda atravesemos todas las dificultades y lleguemos a una perfecta comunión con él. Un pasaje de la carta de Santiago nos muestra consecutivamente las dos caras de la tentación/prueba:

¡Feliz el hombre que soporta la prueba! Superada la prueba recibirá la corona de vida que ha prometido el Señor a los que le aman. Ninguno, cuando sea probado diga: «Es Dios quien me prueba»; porque Dios ni es probado por el mal ni prueba a nadie. Sino que cada uno es probado por su propia concupiscencia que le arrastra y le seduce. (/St/01/12-14).

Santiago nos presenta en primer lugar el aspecto «positivo» de la prueba, que, sin ser buena en sí puede conducirnos, si está afianzada en la confianza en Dios, a una más íntima relación con él. A continuación añadirá que Dios no es el provocador de la prueba, no es el autor del sufrimiento y menos aún quien nos aleja del buen camino. En este texto el origen de la tentación en ese sentido negativo se ve localizado en el ser humano, en su «alma dividida» (St 1,8) que le atrae en dos sentidos diferentes. De nuevo, un texto de san Pablo aparece como comentario pertinente a esta segunda mitad del Padrenuestro:

No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito. (/1Co/10/13).

Así cuando rezamos: «No nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal (del Maligno)» no estamos pidiendo que nos sea ahorrada toda situación difícil, sino que apelamos al amor de Dios en la certeza de que él nos dará la fuerza necesaria para atravesar la prueba y avanzar en nuestra peregrinación con él. Como con el maná en el desierto, nos gustaría constituir una reserva y tener la seguridad de una vez para siempre de que nuestro futuro no conocerá problema alguno. Sin embargo, la promesa de Dios es otra. Dios nos promete su fidelidad, estar siempre presente en el momento de la prueba para indicarnos la salida, salida que muchas veces no se revelará con antelación sino sólo en el momento preciso. Antes de dejarles para siempre, Jesús ora al Padre por sus discípulos con palabras similares a las del Padrenuestro: «No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno» (Jn 17,15). ¿Por qué las dificultades, las pruebas de la fe, han de ser constituyentes de la peregrinación de confianza con Dios? ¿Por qué el camino de la resurrección ha de pasar por la cruz? ¿Quién será capaz de dar una respuesta pertinente a esta pregunta, lacerante donde las haya? Una cosa no obstante es clara: quien acepta caminar en pos de Jesús se adentra en el camino del amor, el camino del servicio. No desea cerrar sus ojos a los problemas existentes a su alrededor pues ha renunciado a construir en torno a sí una empalizada que le proteja de todo lo que podría empañar su «felicidad». Eso hace que súbitamente se vuelva mucho más vulnerable al dolor de los demás. Dios no desea el sufrimiento, pero quien acepta amar, acepta sufrir. A todo lo dicho hay que añadir las dificultades suplementarias con que tropiezan los que se esfuerzan en vivir los valores del Evangelio en un mundo marcado por el consumismo, la competición, el individualismo y la intolerancia. El creyente se descubre a menudo viviendo a contracorriente y, lo que es peor, sometido a toda una serie de presiones procedentes no sólo del exterior sino de su propio fuero interno, presiones que le llevarán a dudar incluso de sí mismo. En nuestras sociedades esta experiencia de tentación/prueba es vivida con frecuencia como una especie de persecución interior, lo que en cierta manera facilita comprender por qué Jesús emplea la imagen de una lucecilla brillando entre las tinieblas y por qué nos asegura que las tinieblas no podrán nunca ahogarla (cf. Jn 1,5). Las últimas palabras que Jesús dirige a sus discípulos en la última cena, recogidas en el Evangelio de san Juan, resumen bien lo que acabamos de decir:

Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo! yo he vencido al mundo. (Jn 16,33; cf. Hch 14,22; Lc 22,28ss).

Jesús no promete a sus discípulos una vida fácil, les anuncia incluso el sufrimiento venidero. El término «tribulación» aquí utilizado tiene un sentido muy próximo al de «prueba/tentación». No obstante Jesús no se detiene ahí sino que va más lejos y dice a los suyos que tengan confianza pues él ha vencido al mundo. En otras palabras, el amor de Dios, tangible en la muerte y resurrección de su Hijo, se revelará superior a las fuerzas del mal. Esta certeza se transforma para los que la asumen en un manantial de paz, paz interior que viene de Dios y que permite atravesar todas las dificultades que puedan avecinarse. Enraizados en esta paz, podemos ser portadores de paz para los otros. Al final del Padrenuestro recordamos que el camino del testimonio no es una prebenda. Nos confiamos al apoyo de Dios para poder atravesar las sucesivas pruebas y expresamos nuestra confianza en que ese apoyo nos será concedido en todo momento en que nos sea preciso. Por esta súplica alejamos de nosotros toda suficiencia para, una vez más, depositar nuestra confianza en nuestro Abbá que nos cuida.

Para reflexionar

1. Cuando nuestra fe es sometida a prueba, tendemos con frecuencia a refugiarnos en una visión nostálgica e ilusoria del pasado (cf. Nm 11,5-6) y elaborar una caricatura de Dios contra la que rebelarnos (cf. Nm 20,4-5; Jr 15,18). ¿Qué formas adoptan estos mecanismos en nuestras vidas? ¿Cómo salir de ellos?

2. ¿En qué medida el misterio pascual de Cristo, su paso por una muerte dolorosa hacia una vida de plenitud, nos ofrece una llave para comprender mejor nuestra existencia en su seguimiento? (cf. Mc 8,34-37; Jn 12,24-26; Rm 6,3-11; El 3,10-12;1 P 2,21-25)

«Heme aquí, ienvíame!» (Is 6, 8)

En esta última parte de nuestra reflexión vamos a tomar conciencia de la impresionante unidad de esta maravillosa oración del Señor que es el Padrenuestro. Con las primeras palabras, las más esenciales, expresamos el hecho de que Jesús nos adentra, por el don del Espíritu Santo, en una relación nueva con Dios que implica al mismo tiempo una nueva relación con los hombres. Es como si al decir «Padre nuestro que estás en el cielo», dejáramos que Jesús cogiera nuestra mano para introducirnos en la casa del Padre (cf. Jn 14,2). Dicho en términos teológicos, entramos en la comunión de la Santísima Trinidad: compartimos la vida común de Dios y, por ella, nos vemos progresivamente trasformados a su imagen. A pesar de tener nuestra morada permanente en esta casa, se nos impulsa a ponernos sin tardar en marcha. Habitar en la casa del Señor no puede ser un privilegio reservado a una élite sino que Jesús nos invita a asociarnos a él en peregrinación, para extender esta comunión hasta los confines de la creación. Este es el sentido de las tres súplicas siguientes: que sea santificado tu Nombre, que venga tu Reino, que se haga tu Voluntad. Pedimos que el mundo entero conozca la auténtica identidad de Dios y viva en consecuencia. Ofrecemos para ello nuestra vida a Dios para que, por medio de nuestras personas, pueda comunicar algo de sí. Partimos así en peregrinación para dar testimonio del amor de Dios, de su luz, incluso en las realidades más sencillas de nuestra existencia. Jesús nos dice que no tomemos provisiones para el camino (cf. Lc 9,3). Se trata de una peregrinación de confianza: en cada etapa, Dios nos da todo lo necesario, concretado en los tres dones enumerados en la segunda mitad de la oración. En primer lugar nos ofrece el sustento material y espiritual, el pan, que no es otro a fin de cuentas que el mismo Cristo. En segundo lugar nos ofrece su perdón, de manera que podamos retomar el camino una y otra vez. Incluso si ayer faltamos a la llamada, Dios permanece fiel; con su perdón de hoy nos vuelve a colocar sobre el camino. Por último nos ofrece su ayuda en las situaciones particularmente difíciles, de forma que los momentos de prueba puedan transformarse en catapultas para avanzar; el valle de lágrimas se transforma en un lugar de fuentes. Así nuestra peregrinación se asemejará más a la de Jesús, a su misterio pascual que transforma la muerte en camino de Vida. La oración que Jesús nos enseñó expresa, con una gran sencillez, el meollo de nuestra fe. Nunca llegaremos a agotar los tesoros de Evangelio ocultos en ella. Esta oración será capaz de alimentar durante toda la vida nuestra peregrinación de confianza sobre la tierra.

Para reflexionar

1. Leer la última oración de Jesús en Jn 17. iQué temas del Padrenuestro subyacen en ella?

2. Con vistas a una actualización del Padrenuestro, meditar las siguientes preguntas ¿Cuál es el Dios que Cristo Jesús me muestra? ¿De qué manera, siguiendo el ejemplo de Cristo, puedo transmitir a los demás por medio de mi vida algo de ese Dios de vida? ¿Qué dones me ofrece Dios para realizar esa vocación? ¿Cómo acogerlos?

 

HERMANO JOHN DE TAIZE EL PADRENUESTRO... UN ITINERARIO BÍBLICO NARCEA. MADRID 1996

* «Os será dado» es un ejemplo de «pasivo divino». Por una cuestión de respeto, los judíos evitaban normalmente pronunciar el Nombre de Dios sin que por ello dejara de serles evidente que Dios es el sujeto de la frase en cuestión.