ANONIMO S. XIV

 

LA NUBE DEL NO SABER

(Selección)

Editorial Hastinapura, Buenos Aires 1986.
Versión castellana por Mirtha Rosenberg
págs. 31-46 y 133-142.

 

 

ENVIO

Amigo en Dios y en la vida espiritual, te pido y te conjuro a que consideres atentamente en qué consiste tu vocación y hacia qué tiende. Agradece a Dios desde el fondo de tu corazón, para que su gracia te ayude a permanecer en el estado, el grado y la forma de vida que has abrazado, resistiendo a los ataques solapados de tus enemigos corporales y espirituales. Así ganarás la corona de la vida eterna. Amén.

 

CAPITULO I

De los cuatro grados de la vida cristiana y de las etapas sucesivas de la vocación de aquél a quien este libro está destinado.

         Amigo en Dios y en la vida espiritual, has de saber que distingo, en la simplicidad de mi entendimiento, cuatro etapas o grados de la vida cristiana: el grado de la vida común, el de la vida especial, el de la vida singular o eminente, y, por fin, aquél de la vida perfecta. Tres de ellos empiezan y terminan en esta vida; el cuarto, por gracia, puede empezar aquí abajo, y durará eternamente en la beatitud del cielo.

         Y bien, el orden que yo les he dado en la enumeración es el mismo con el que, si juzgo bien, Nuestro Señor, en su gran bondad, te ha llamado y atraído hacia sí, en forma sucesiva, gracias al deseo de tu corazón.

         En efecto –y en esto no tengo necesidad de instruirte–, has llevado primero, con tus amigos del mundo, el género de vida común a todos los cristianos. Pero el amor eterno de la Divinidad de Nuestro Señor (amor por el que fuiste creado y formado mientras estabas en la nada, y después rescatado al precio de su preciosa sangre cuando te perdiste con Adán) no te ha dejado tan lejos de sí, en ese género y en ese grado. La gracia ha excitado en ti el deseo, lo ha fijado con la atadura de una aspiración ardiente, y así te ha conducido a una forma de vida y a un estado más importante: ha hecho de ti uno de sus servidores íntimos, permitiéndote aprender a llevar una vida consagrada a su servicio de un modo más especial y más espiritual que la del grado precedente. ¿Qué más debía hacer?

         Parece, sin embargo, que eso no bastó para el amor que su corazón ha albergado por ti desde tu creación. ¿Qué otra cosa ha hecho? ¿Acaso no ves con qué celo y con qué bondad te ha conducido secretamente al tercer grado y a la tercera forma de vida, la que llamamos singular?

         En esa forma de vida, que es la vida solitaria, podrás aprender a elevar tu amor y ascender así a ese estado que es el último de todos: el de la perfección.

 

CAPITULO II

Un breve estímulo a la humildad y a la obra que es el tema de este libro.

         Y ahora, ser débil y miserable, mira, y ve qué eres tú. ¿Quién eres, y qué has hecho para merecer el llamado de Nuestro Señor? Pero también, ¿qué criatura indigna y torpe, dormida en la pereza, sería aquella que no despertaría ante la atracción de ese amor o la voz. de ese llamado? Es hora de desconfiar de tu enemigo, miserable: no te creas más santo o mejor a causa de la forma eminente de vida que has logrado. Más bien júzgate culpable y digno de maldición si no haces lo mejor que puedas para corresponder a tu vocación, con la ayuda de la gracia y una buena dirección. Debes ser más humilde y amar más al esposo de tu alma, ya que él, el Dios todopoderoso, Rey de reyes y Señor de señores, se humilla y se inclina junto a ti. Entre todas las ovejas de su rebaño te ha elegido, por gracia, para que seas uno de sus privilegiados; te ha llevado a sus .campos de pastoreo donde puedes nutrirte con la dulzura de su amor, anticipo de tu herencia en el reino de los cielos.

         Date prisa para actuar, entonces; mira por anticipado y no retrospectivamente, ve qué es lo que te falta y no lo que tienes: ese es el mejor medio de adquirir y preservar la humildad. Si quieres avanzar hacia la perfección, toda tu vida, de ahora en más, debe consistir en deseo. Ese deseo se forma en tu voluntad, por la mano de Dios todopoderoso y por tu aquiescencia. Pero hay algo que debo hacerte comprender: Dios es un amante celoso, que no tolera compartir; no querrá obrar en tu voluntad a menos que se encuentre allí a solas contigo. No es tu ayuda lo que él reclama, sino a ti. El desea obrar, tú sólo debes contemplarlo y dejarlo hacer. Lo único que debes hacer es proteger puertas y ventanas de moscas y enemigos. Y si quieres tener éxito, has de insistir junto a él por la plegaria, y muy pronto él te ayudará. Haz entonces presión sobre él y muéstrale tu buena voluntad. El está dispuesto, y te espera.

         Pero, tú me preguntas, ¿cómo seguir? ¿Cómo hacer presión sobre él?

 

CAPITULO III

De cómo se hace la contemplación, y de qué modo ella sobrepasa en dignidad a todos los demás ejercicios.

         Eleva tu corazón hacia Dios en un humilde movimiento de amor, sin proponerte lograr ninguna otra cosa más que a él, sin considerar ninguno de sus bienes.

         Que todo pensamiento, fuera de él, te cause aversión y que nada ocupe tu inteligencia ni tu voluntad salvo él. Haz lo que puedas para olvidar a todas las criaturas que Dios ha creado, y a sus obras, para que ni tu pensamiento ni tu voluntad se concentren en ellas ni por ellas sean solicitados, ni en general ni en particular. Déjalas ser lo que son y no te preocupes más.

         De todas las obras del alma, ésta es la que más complace a Dios: Los santos y los ángeles se regocijan ante tu intento, y se esfuerzan por ayudarte con todo su poder. Los demonios se enfurecen cuando a ella te aplicas, y por todos los medios intentan impedírtelo. De ella los hombres vivientes de la tierra extraen gran socorro, aunque tú no sepas cómo. Su virtud alivia el sufrimiento de las almas del purgatorio, y para ti no hay otro ejercicio que contribuya tanto a purificarte y a hacerte virtuoso. Sin embargo, es el más fácil de todos, y el que más rápidamente se realiza cuando la gracia lleva allí al alma; y sin ella, en cambio, es difícil, y hasta diría, imposible.

         No obstante, no te desanimes: trabaja hasta experimentar esa atracción. La primera vez que te aboques a esta obra, sólo hallarás allí oscuridad: será como una nube de no saber; algo que no podrás saber qué es, pero constatarás en tu voluntad una aspiración desnuda y pura, que tiende a Dios. Hagas lo que hagas, esta oscuridad y esa nube estarán entre tú y tu Dios; y no podrás verlo claramente con la luz de la inteligencia, ni tomar contacto con él en la dulzura del amor o el afecto. Disponte entonces a permanecer en esa oscuridad todo el tiempo que sea necesario, deseando sin cesar a aquél a quien amas, pues si alguna vez llegaras a disfrutar de su presencia, a verlo como es posible aquí abajo, será siempre en esa oscuridad, y a través de esa nube. Y si quieres trabajar diligentemente como te lo he indicado, tengo confianza en que la misericordia de Dios hará que lo veas muy pronto.

 

CAPÍTULO IV

De la simplicidad de la contemplación, que no se alcanza por el conocimiento ni por la imaginación.

         Para que evites todo error acerca de la actividad de la que hablo, y no te la imagines diferente de lo que es, te diré un poco más acerca del modo en que yo la concibo.

         Para realizarla, no se requiere demasiado tiempo, tal. como lo suponen algunas personas. No es más larga ni más corta que un átomo, que es la más pequeña división del tiempo de acuerdo con la definición que dan los expertos de la ciencia de la astronomía. El átomo es tan corto que, en razón de su brevedad, es indivisible y casi incomprensible. Y sin embargo de él se ha escrito: "Se te demandará que digas cómo has empleado todo el tiempo que se te dio". Y es razonable que de él debas rendir cuenta, pues no es ni más largo ni más corto, sino de la exacta duración de cada uno de los movimientos de tu voluntad, es decir, de la principal de tus facultades operativas. Tantos actos y deseos como pueda haber, y hay, en una hora de tu voluntad, ni un átomo de más o de menos habrá en esa misma hora.

         Si por la gracia te hubieras reintegrado al grado aquel donde el alma del hombre se encontraba antes del pecado, serás, con el socorro de Dios, el amo de esos actos de tu voluntad. Ninguno de ellos se desviará, sino que todos tendrán como fin a Aquel que es el único y supremo objeto del deseo y de la voluntad, es decir, Dios. En efecto, él desciende al nivel de nuestra alma y le proporciona su Divinidad, y nuestra alma puede elevarse hasta él a causa de la dignidad con que fuimos creados a su imagen y semejanza. Es Dios, y solamente Dios, quien puede llegar a colmar nuestra voluntad y nuestro deseo. Y ello es así porque la gracia, que ha reformado nuestra alma, la ha vuelto capaz de acceder plenamente y por amor a Aquel que es inaccesible a toda facultad intelectual, sea angélica o humana; inaccesible, lo repito, a la inteligencia pero no al amor, y es por eso que hablo de la facultad de conocer.

         Toda criatura inteligente, ángel u hombre, posee por sí misma dos facultades principales: una, la facultad de conocer; otra, la facultad de amar, y de ambas es Dios el creador; él no es accesible a la primera, pero sí lo es a la segunda, de acuerdo con un grado que es diferente para cada uno. Pues sólo el alma que ama puede, en virtud de su amor, acceder a Aquel que se basta plenamente y por encima de toda comparación para satisfacer a todas las almas y a todos los ángeles que serán jamás creados. Esa es la maravilla infinita, ése es el milagro del amor que Dios renovará incesantemente. Aquél a quien se le ha dado la gracia, disfruta de la beatitud infinita; pero infinito es el dolor, por el contrario, para el que está privado de ella.

         Y como dentro del orden natural la voluntad no puede estar desprovista de movimientos, aquellos, que una ver reformados por la gracia se apliquen con perseverancia a esa obra de amor, no serán jamás despojados, en esta vida, de porción alguna de infinita dulzura, y en la dicha del cielo, estarán totalmente satisfechos.

         No te asombre, entonces, que te induzca a esta obra espiritual, a la que espontáneamente estarías entregado si el hombre no hubiera pecado. Pues el hombre fue creado para amar, y todas las demás cosas fueron hechas para ayudar al hombre a progresar en esta obra y por ella alcanzar la perfección. El abandono de esta obra hace que el hombre se hunda más y más en el pecado, alejándose de Dios. Por el contrario, por el solo hecho de practicarla constantemente, el hombre se eleva más y más por encima del pecado, aproximándose gradualmente a Dios.

         Por lo tanto, sé atento con el tiempo y la manera en que lo empleas. Nada es más precioso que el tiempo. En un momento, por corto que sea, el cielo puede ganarse o perderse. Hay un hecho que prueba el valor de cada momento: Dios, que los da, no los da jamás a dos juntos, sino uno después del otro. Y eso es porque no quiere revertir el orden o el curso ordinario de las causas de la creación. En efecto, el tiempo está hecho para el hombre, y no el hombre para el tiempo. Tampoco Dios, que ha hecho las leyes de la naturaleza, quiere, al dar el tiempo, anticiparse a los movimientos del alma humana; por tal causa esos movimientos se producen sólo de a uno por momento. De este modo el hombre no tendrá excusa alguna el día del juicio, y cuando rinda cuenta del empleo del tiempo no podrá decir: me has dado dos momentos juntos cuando mi alma sólo podía producir un acto por vez.

         Me dirás entonces con tristeza: "¿Qué haré? ¿De qué modo he de aplicar tu consejo y rendir cuenta de cada momento en particular? Porque hasta este día –y tengo ya veinticuatro años– jamás fié prestado atención al tiempo. Si quisiera enmendarme –y tus propias palabras así lo prueban– de acuerdo con el curso natural de las cosas o la gracia común, no podría hacer un buen uso del tiempo salvo en los momentos futuros. Y en cuanto a esos momentos futuros, sé por experiencia que mi exceso de fragilidad y la indolencia de mi espíritu sólo me permitirán cuidar de una centésima parte: no veo solución para esta dificultad. Ayúdame, entonces, por el amor de Jesús".

         En verdad, tienes razón al decir: por el amor de Jesús. Pues en el amor de Jesús se halla tu socorro. El amor tiene tanta fuerza que hace que todo sea compartido. Ama, pues, a Jesús, y todo lo que él tiene será tuyo. Por su Divinidad, él es quien ha hecho y ha dado el tiempo; por su Humanidad, él es quien lo cuida; y por su Divinidad y su Humanidad a la vez, él es el verdadero juez y quien pide cuenta del empleo del tiempo. Únete a él por el amor y por la fe, y tendrás una parte de sus bienes junto con todos aquellos que se han unido a él por medio del amor.

         Por esa vía te encontrarás unido a María, que estuvo llena de gracia en todo momento con los ángeles del cielo, que jamás han perdido un momento; y con todos los santos del cielo y de la tierra a quienes la gracia de Jesús les ha permitido cuidar el tiempo en virtud del amor.

         Ese será tu consuelo. Reflexiona y trata de aprovecharlo. Pero debo hacerte una advertencia sobre un punto en particular. No creo que persona alguna pueda lograr unión con Jesús, con su justa madre, con sus ángeles y con los santos, si no hace por su parte todo lo que puede, con la ayuda de la gracia, para conseguir el buen empleo de su tiempo. De ese modo esa persona prestará servicio a la comunidad, aunque sea pequeño, al igual que el resto de sus miembros.

         Presta, pues, mucha atención a esta obra y a la manera sorprendente en que ella se realiza en tu alma. Cuando genuina, es un impulso súbito y espontáneo que salta con fuerza hacia Dios, como una chispa del fuego.

         Es maravilloso ver cuántos movimientos de esta clase pueden darse en apenas una hora en un alma bien preparada para esta obra; y en cada uno de ellos el alma puede olvidar súbita y completamente todas las cosas creadas. Es verdad que, muy pronto, la corrupción a la que la carne está sujeta nos hace recaer en cualquier pensamiento extraño o en alguna acción pasada o futura, pero, ¿qué importa? También muy pronto el alma puede volver a elevarse como lo ha hecho antes.

         De lo que acabo de decir se puede extraer una sucinta idea acerca de esta obra, y se puede apreciar hasta qué punto está alejada de todo lo que sea imagen, imaginación falsa u opinión extravagante, todas cosas que el humilde y piadoso movimiento de un amor ciego no puede producir, pero que son atribuibles a una inteligencia orgullosa, inquieta y en la que la imaginación ocupa una gran parte. Una inteligencia de esa clase debe ser maniatada sin piedad si es que uno desea que la obra se realice dentro de la pureza del corazón.

         Sería una ilusión muy peligrosa creer que por haber escuchado algunas lecturas o discursos referidos a esta obra, dicha obra puede realizarse por medio del trabajo de las facultades. Quien eso crea se pondrá a pensar en cómo hacer, fatigará su imaginación contradiciendo el curso de la naturaleza s. compondrá una clase de ejercicio que no será ni corporal ni espiritual. En verdad, si Dios en su gran bondad no realiza un milagro de misericordia, apartándolo de su ejercicio y volviéndolo humilde y dócil para seguir a las personas experimentadas en esta obra, acabará en el frenesí, o caerá en la gran desdicha de los pecados espirituales y las ilusiones diabólicas. Todo eso puede fácilmente conducirlo a la pérdida del alma y del cuerpo.

         Por amor de Dios, sé entonces muy prudente en esta obra, y por nada del mundo pongas a trabajar tus facultades y tu imaginación. Te lo repito: no es así como se cumplirá la obra; déjalas de lado y no te sirvas de ellas.

         Tampoco te imagines, cuando yo hablo de la oscuridad y de la nube, que se trata de una nube formada por vapores que flotan en el aire, o de una oscuridad como la que se produce en tu casa durante la noche, cuando se ha extinguido la vela. Si se tratara de una oscuridad o de una nube de ese género, podrías imaginarlas en tu espíritu y representarlas como el día más claro del verano, del mismo modo que puedes imaginarte una luz clara y brillante por la más sombría noche del invierno. Deja de lado esos errores, pues no es eso lo que quiero decir. Cuando hablo de oscuridad me refiero a una falta de conocimiento. En ese sentido, todo lo que no conoces o has olvidado es oscuro para ti, pues no puedes verlo con tu ojo espiritual. Por eso no es posible llamar nube de la atmósfera, sino nube del no saber, a lo que se interpone entre Dios y tú.

 

CAPITULO V

Que durante esta obra todas las criaturas pasadas, presentes y futuras, y todas sus acciones, deben estar ocultas bajo la nube del olvido.

         Si quieres alcanzar esta nube alguna vez, y morar allí y trabajar como te lo indico, será necesario que pongas por debajo de ti una nube de olvido que quedará entre ti y todas las criaturas, tal como la nube del no saber está por encima de ti, entre tú y Dios.

         Tal vez pienses que estás muy lejos de Dios a causa de !a Nube del no saber que te separa de él, pero, si juzgas bien, estás aún más lejos de él a causa de la nube del olvido que no existe entre tú y todas las criaturas, sean cuales fueren. Y cada vez que hablo de estas criaturas no me refiero exclusivamente a ellas sino también a todo cuanto les concierne, y no exceptúo a ninguna, ya sea corporal o espiritual, ni a ninguna de sus obras o propiedades, buenas o malas; todo, sin excepción, debe quedar oculto bajo la nube del olvido en el caso que nos ocupa.

         A veces puede ser muy útil pensar en ciertas propiedades o en ciertas acciones de ciertas criaturas particulares, pero en este caso el provecho es mínimo o inexistente. ¿Por qué? Porque siendo el recuerdo o la idea de otras criaturas y de lo que han hecho una suerte de vista espiritual, el ojo del alma se abre para verlas y queda fijado en ellas como el ojo del cazador en la presa que ha avistado. En consecuencia, todo aquello en lo que piensas se ubica. por encima de ti y se interpone entre tú y tu Dios. Y, si tu espíritu alberga otras preocupaciones, estás lejos de él.

         Sí, y puedo decirlo con toda decencia y respeto: en esta obra de poco sirve pensar en la bondad y la excelencia de Dios, o de Nuestra Señora, o de los santos, o de los ángeles, o incluso en los gozos del Paraíso; quiero decir, pensar particularmente en .ellos, como si quisieras por ese medio alimentar e incrementar tu intención. Estoy convencido de que eso te resultará absolutamente inútil en ese caso y para esta obra. Sin duda es excelente pensar en la bondad de Dios y amarlo y alabarlo a causa de ella, pero es muchísimo mejor que fijes tu pensamiento sobre su ser simple y desnudo, y que lo ames y lo alabes en sí mismo.

 

CAPITULO VI

Una idea sobre la obra en cuestión, resumida en un diálogo.

         En. este momento me preguntarás: ¿Cómo puedo hacer para pensar en Dios tal cual es en sí mismo? Y a esa pregunta sólo puedo responder: No lo sé.

         Pues es tu pregunta precisamente la que me ha llevado a esta oscuridad y a esta nube del no saber donde me gustaría encontrarte. El hombre puede, con el socorro de la gracia, obtener un conocimiento completo de las criaturas y de sus obras, y hasta de las obras mismas de Dios puede hacerse una idea, pero no de Dios. Por eso prefiero dejar de lado todas las cosas de las que puedo hacerme una idea, y tomar como objeto de mi amor a aquello sobre lo cual no puedo hacerme ideas. ¿Y por qué? Porque puede ser amado pero no pensado: el amor puede asirlo y tenerlo, jamás el pensamiento. Así, aunque a veces sea bueno reflexionar en particular acerca de la bondad y la majestad de Dios, y por más que eso sea una luz y una parte de la contemplación, en la obra que nos ocupa es necesario rechazar todas estas consideraciones y cubrirlas con una nube de olvido. Elévate más con valor y energía, en un piadoso y dulce movimiento de amor, y esfuérzate por traspasar la oscuridad que está por encima de ti. Golpea, pues, esa espesa nube del no saber con el acerado dardo de un amor ardiente, y no te detengas por nada del mundo.

 

CAPITULO VII

Cómo hemos de conducirnos en esta obra en relación a los pensamientos, y particularmente respecto a los que resultan de nuestra curiosidad, de nuestra ciencia o de nuestra inteligencia natural.

         Si un pensamiento cualquiera se presenta en tu espíritu y quiere por la fuerza situarse por encima de ti, entre tú y la oscuridad de la que hablo, y te pregunta qué es lo que buscas y qué es lo que quieres, respóndele: "A Dios solo busco y deseo, a él y sólo a él".

         Si entonces ese pensamiento te pregunta: "Qué es Dios?", dile: "Es el Dios que me ha creado, que me ha rescatado y que, por su gracia, me ha llamado al grado en donde estoy. Y de él, agregarás, no sé nada".

         Con eso le dirás a este pensamiento que se vaya, y en un impulso de amor lo desecharás a pesar de parecerte a todas luces santa y adecuada ayuda para tu búsqueda de Dios. En efecto, él te hará recordar bellas y admirables consideraciones acerca de la bondad de Dios, te dirá que Dios está colmado de dulzura, de amor y de gracia, te dirá que es perfectamente misericordioso. Y si lo escuchas, no necesitará mayor ventaja: te distraerá más y más hasta que te haga descender al recuerdo de la Pasión. Una vez llegado allí, te representará la extrema bondad de Dios, y si sigues escuchándolo, nada le será más grato. Muy pronto te hará recordar las miserias de tu vida pasada, y después te conducirá al recuerdo de algún lugar donde hayas vivido. Por lo que al final, y sin haber tenido tiempo de advertirlo, habrás caído en una absoluta disipación, y esa disipación habrá procedido del hecho de haber prestado atención al pensamiento que se te presentaba: tú le habrás respondido, tú lo habrás recibido y tú habrás confiado en él.

         El tema que traía era bueno y santo. Sin embargo, a pesar de ser un gran error pretender alcanzar la contemplación sin haberse dedicado antes a meditar acerca de la propia miseria, de la Pasión, de la bordad y la excelencia de Dios, llega un momento en que aquél que se ha esforzado en esas meditaciones durante largo tiempo debe interrumpirlas, rechazándolas y enviándolas por debajo de sí, bajo la nube del olvido, si es que desea atravesar alguna vez la nube del no saber que lo separa de su Dios.

         Entonces, cada vez que te dispongas a realizar esta obra, y que te sientas llamado por la gracia, eleva tu corazón en un humilde impulso de amor y proponte acceder al Dios que te ha creado, que te ha rescatado y que te ha elevado al grado en el que estás; pero no admitas ningún otro pensamiento acerca de él. Y en cuanto a estos últimos que he enumerado, tampoco los admitas si no te sientes inclinado hacia ellos, ya que sólo hay que tender hacia Dios en una completa desnudez de espíritu, sin otro objeto que él mismo.

         Si te place asegurar esta aplicación de tu voluntad centrando tu mente en una palabra con el fin de retenerla más fácilmente, elige una palabra corta y de una sola sílaba; será mejor que no sea de dos, pues mientras más corta sea más convendrá a la operación espiritual. Será, por ejemplo, la palabra Dios o fe.

         Elige la que quieras, éstas u otras, la que prefieras entre las palabras de una sílaba, y fíjala en tu corazón de modo que no se aleje de allí por nada del mundo.

         Esta palabra te servirá de escudo y de lanza, tanto en la paz como en la guerra. Con ella combatirás la oscuridad y la nube que se hallan por encima de ti. Con ella encerrarás todos los pensamientos bajo la nube del olvido, y si alguno de ellos ejerce presión sobre ti y te pregunta qué es lo que buscas, contéstale con esa palabra solamente. Si te ofrece hacer uso de su erudición para explicarte esa palabra y las propiedades que posee, respóndele que quieres conservarla entera, sin fragmentarla ni desarrollarla. Puedes estar seguro de que, si te mantienes encerrado en tú resolución, ningún pensamiento resistirá. ¿Y por qué? Porqué tu no lo permitiste desarrollarse discutiendo con él.

 

CAPITULO VIII

De una pregunta que permite explicar ciertas dudas a propósito de 1a contemplación demostrando la inutilidad de la curiosidad del hombre, de su saber y de su inteligencia natural, y distinguiendo los grados o partes de la vida activa y la vida contemplativa.

         Me harás ahora esta pregunta: "Pero qué es entonces lo que me importuna durante el tiempo que demanda esta obra? ¿Es un buen o un mal movimiento? Si me respondes que es malo, tendré que asombrarme: ¿Cómo, entonces, tiene la virtud de aumentar tanto la devoción?. Muchas veces me parece experimentar un gran consuelo cuando escucho las cosas que me dice. Me hará llorar amargas lágrimas, tanto por la Pasión de Cristo como por mi propia desdicha o por otros motivos santos que me han hecho mucho bien. ¿Cómo, entonces, podría ser malo? Pero si es bueno, y sus dulces palabras me son provechosas, me asombra que me digas que las rechace y las relegue lo más lejos posible, bajo la nube del olvido".

         Te diré que me parece una pregunta muy bien formulada, e intentaré responderla lo mejor que pueda.

         Me preguntas qué es lo que te distrae de esta obra bajo el pretexto de ayudarte: te respondo que son consideraciones claras y precisas producidas por tus facultades naturales, e impresas por tu inteligencia en el interior de tu alma. Y cuando me preguntas si son buenas o malas, te responderé que deben ser buenas por naturaleza, pues son un asomo de la semejanza a Dios.

         Pero el uso que se les da puede ser bueno o malo. Es bueno cuando procede de una gracia dada para permitirte contemplar tu miseria, la Pasión del Señor, la bondad de Dios y todo aquello que tan maravillosamente actúa en sus criaturas corporales y espirituales. No es asombroso, entonces, que esos pensamientos, aumenten tu devoción como dices. Es malo cuando el exceso de erudición y de saber nos infla de orgullo y de pretensión, como sucede a ciertos sabios. Esos no persiguen esa ciencia humilde, propia de los maestros de teología y de devoción, sino esa erudición orgullosa y diabólica que los convierte en maestros de vanidad y mentira. En cuanto a aquellos que no son grandes doctos, religiosos o seglares, el uso y el ejercicio de su inteligencia natural es malo, ya que los colma de orgullo y de curiosidad de pensamientos mundanos en los que prima el deseo de honores, de riquezas, de satisfacciones vanas y de adulación.

         Pero también quieres saber por qué debes desechar estas reflexiones, y ocultarlas bajo una nube de olvido, siendo, como son, buenas por naturaleza y cuando un buen uso de ellas resulta provechoso y hace crecer tu devoción.

         Para responderte, debo explicarte que hay en la santa Iglesia dos géneros de vida: la vida activa y la vida contemplativa. La primera es inferior, la segunda, más elevada. Cada una de ellas tiene dos grados: uno inferior y otro superior. Pero estas dos vidas están fuertemente ligadas entre sí, hasta tal punto que, aunque sean completamente diferente en ciertos puntos, ni la una ni la otra pueden ser ejercidas plenamente sin mezclarse en parte con la otra. ¿Y por qué? Porque el grado más elevado de la vida activa es al mismo tiempo el grado inferior de la vida contemplativa. Del mismo modo, nadie puede tener una vida activa en plenitud si no es en parte contemplativo, y nadie puede ser plenamente contemplativo –tanto como se puede serlo en esta tierra– si no es parcialmente activo. La vida activa tiene como condición el comenzar y terminar aquí abajo; pero no es lo mismo para la vida contemplativa: ella comienza en esta vida, pero su duración no tiene fin. Es la parte que María eligió y que jamás le será retirada. La vida activa está atormentada y plagada de ocupaciones innumerables; la vida pasiva se desarrolla en paz, atenta a un objeto único.

         La parte inferior de la vida activa consiste en las obras corporales, buenas y loables, de caridad y misericordia. El grado más elevado de esa vida, que es también el grado inferior de la vida contemplativa, consiste en buenas meditaciones espirituales, supone el examen atento de nuestra miseria que provoca la tristeza y la contrición, la consideración de la Pasión de Cristo y la de sus servidores, en la que se mezclan la piedad y la compasión, y también la consideración, acompañada de acciones de gracia, de los dones admirables de Dios, de su bondad y de su obra en sus criaturas.

         Pero el grado superior de la contemplación, tal como podemos lograrla en esta vida, reside por completo en esta oscuridad y en esta nube de no saber, con un impulso de amor y una mirada ciega que se posan sobre el ser desnudo de Dios en sí mismo y sólo en Dios.

         Mientras el hombre se encuentra en la parte inferior de la vida activa, está detrás y por debajo de sí mismo. En la parte superior de la vida activa el hombre se halla dentro de sí y al mismo nivel que sí mismo. Pero en la parte superior de la vida contemplativa, el hombre está por encima de sí mismo y por debajo de su Dios. Está por encima de sí mismo porque busca llegar, por la gracia, allí donde por su naturaleza no puede arribar; en otras palabras, a unirse a Dios en espíritu, en la unidad del amor y la conformidad de la voluntad.

         Por lo tanto resulta imposible concebir cómo podría uno elevarse al grado más alto de la vida activa sin abstenerse por un tiempo de las ocupaciones propias de la vida inferior. Pero lo mismo sucede en la vida contemplativa: no se puede alcanzar el grado más elevado sin abandonar por un tiempo el grado inferior. Quien se siente a meditar y considere en sus meditaciones todas sus obras exteriores, pasadas o futuras, por santas que sean, obrará en contra de todas las reglas y fracasará.

         Del mismo modo, quien quiera esforzarse en esta oscuridad y en esta nube de no saber: si deja entrar en su espíritu los pensamientos y reflexiones acerca de los dones de Dios, su bondad y sus obras, hará que sus meditaciones, por más sublimes y santas y consoladoras que sean, se conviertan para él en un obstáculo.

         Es por eso que te he dicho que rechaces esos pensamientos ingeniosos y sutiles que se te presentarán, y que los cubras con una espesa nube de olvido aunque parezcan muy santos y prometan ayudarte. ¿Y por qué? Porque sólo el amor puede llegar a Dios en esta vida, no el conocimiento. Más aún, mientras el alma habita este cuerpo mortal, la punta de nuestra inteligencia, para considerar las cosas espirituales y especialmente a Dios, es aguzada por la intervención de la imaginación, haciendo que nuestras operaciones intelectuales sean impuras, y sería asombroso que no nos indujera a error.

 

CAPITULO IX

Que durante el tiempo de realización de la oración contemplativa, el recuerdo de toda criatura, sin exceptuar la más santa, es más un obstáculo que una ayuda.

         Es necesario, pues, rechazar y poner por debajo de ti todos los pensamientos que irrumpan en tu inteligencia en el momento en que desees concretar esta obra; porque si no los colocaras por debajo de ti, ellos se situarían por encima. Tal vez te imagines que estás en la nube y que en tu espíritu sólo se halla Dios, pero si observas bien, advertirás que no es en la oscuridad donde estás trabajando sino que consideras algún objeto en particular que está por debajo de Dios. Con seguridad, ese objeto estará por encima de ti, entre Dios y tú. Tendrás que decidirte, entonces, a dejar de lado toda consideración precisa, por más santo que sea su objeto.

         Y, por cierto, un ciego impulso de amor concentrado en Dios en sí mismo, un impulso que haga secreta presión sobre la nube del no saber; es mucho más provechoso para tu alma y más noble que cualquier otro ejercicio: complace en primer lugar a Dios, a los santos y a los ángeles del cielo, y es más útil para todos aquellos que tú amas con una amistad espiritual o natural, vivos o muertos. Es mejor para ti experimentar tu amor a Dios en la oscuridad de la nube del no saber, que tener los ojos del alma abiertos para la contemplación y la consideración de todos los santos y ángeles del cielo, participando del goce y de la melodía que son su parte de la beatitud.



o  O  o
 


Amigo en Dios y en la vida espiritual, me has preguntado por la regla según la cual conducirás tu corazón durante el tiempo de la oración: voy a responderte lo mejor que pueda.

         1. Cuando comiences tu oración, sea cual fuere, larga o breve, te conviene particularmente, y es mi humilde consejo, persuadirte interiormente, sin ninguna falsía, de que morirás al terminarla. Eso no es una ficción, puedes estar convencido, y he aquí la prueba: ¿Acaso no es verdad que nadie aquí abajo osará afirmar lo contrario, asegurándote que seguirás con vida al terminar la oración? Por lo tanto; puedes creer sinceramente que morirás, y te exhorto a hacerlo.

         Si me escuchas, no tardarás en advertir que el conocimiento general de tu miseria, sumado a esta particular visión del tiempo brevísimo que tienes para corregirte, harán nacer en ti un sincero movimiento de temor. Este movimiento penetrará hasta lo más íntimo de tu alma si es que –y a Dios no le place– no lo adulas con las bajas y ciegas tendencias de tu corazón, si no lo engañas y no pretendes confundirlo con la falaz promesa de una segura prolongación de la vida.

         Sin duda, puede por cierto ser verdad que vivirás más tiempo; sin embargo, es una falsedad y una equivocación creerlo antes de comenzar la oración, y es peor aún prometértelo. La veracidad de un acontecimiento de esta clase es sólo de Dios; en ti, solamente puede suscitar una ciega aceptación de la voluntad divina, sin ninguna certeza de que vivirás un momento más, ni tan siquiera de la duración de un parpadeo, o menos.

         Entonces, si quieres orar con sabiduría, como lo ordena el Profeta en los Salmos: "Psallite sapienter, salmodiad con sabiduría" (Sal. XLV 11, 7), esfuérzate por infundir en tu alma, desde el principio, este movimiento de temor. ¿Acaso el mismo Profeta no dice: "Initium sapientae, timor Domini, el comienzo de la sabiduría es el temor de Dios Nuestro Señor? (Sal. CM, 10).

         2. Pero con el temor solamente no podrás lograr la seguridad de hallarte en el buen camino; incluso puede ser que él te haga caer en una gran depresión. Será necesario que a ese pensamiento le sumes otro que hallarás aquí, y que creas firmemente que si –por la gracia de Dios– pronuncias bien las palabras de tu oración, si al menos haces por ello todo lo posible –que tengas la oportunidad de terminarla o que la muerte te interrumpa, poco importa–, servirá para que Dios compense todas las negligencias en que has caído desde el principio de tu vida hasta el presente.

         Me explico: siempre que te hayas reformado de la manera prescripta, a partir de la iluminación de tu conciencia, por medio de una confesión hecha según las leyes generales de la Santa Iglesia, esta corta oración, por breve que sea, será aceptada por Dios, quien la considerará suficiente para tu salvación si es que debes morir; si no, si has de seguir con vida, la hará útil para tu progreso en la vía de la perfección.

         Tal es la bondad de Dios quien, según las palabras del Profeta, no abandona a ninguno de aquellos que se confían a él (Sal. XXXIII, 23) y que tienen la voluntad de convertirse. Pero la conversión consta de dos puntos: renunciar al mal y hacer el bien; y para lograrla no hay mejor procedimiento que aquél del que ya he hablado, y que implica la acción interior de los dos pensamientos que mencioné. Por cierto, ¿qué hay más eficaz que el temor a la muerte para extirpar del corazón el apego al pecado? ¿Y qué puede instaurar en el alma un fervor por el bien, si no la firme esperanza en la misericordia y la bondad de Dios, tal como resulta del segundo de estos pensamientos?

         3. A no dudarlo, la impresión espiritual producida por este segundo pensamiento –es decir, la esperanza en sí misma–, unido al primero, será para ti como un sólido bastón y un sostén de todas tus buenas acciones. Gracias a este bastón, podrás ascender con seguridad a la alta montaña de la perfección y lograr el perfecto amor a Dios. Al principio, sin embargo, habrá aún mucha imperfección en tu manera de obrar, como lo verás más adelante.

         ¿Cuál será el resultado de la consideración general de la misericordia de Dios, unida a la experiencia particular que de ella has hecho, cuando él acepte, como te he dicho, a cambio de tu larga negligencia, un acto religioso breve e insignificante que lo satisface? ¿No será acaso el generar en ti un movimiento de amor hacia aquél que es contigo tan bueno y misericordioso? El uso que harás entonces de tu bastón de esperanza se te mostrará claramente, si es que de él te sirves tal como te lo he indicado. Los efectos se harán sentir en el momento de la oración; el temor y el movimiento de amor producido por el uso espiritual de tu bastón de esperanza harán surgir de tu alma un acto de veneración amorosa dirigida a Dios: veneración que no es más que la unión del temor y el amor fundada en una esperanza segura.

         De acuerdo con mi consejo, la devoción es quien te probará la existencia de estas disposiciones. En efecto, según santo Tomás el Sabio, la devoción se define a partir de la prontitud de la voluntad para hacer todo aquello que concierne al servicio de Dios. Entonces, que cada uno se observe a sí mismo y constate qué es lo que hace su voluntad para cumplir con el servicio de Dios. Por su lado, san Bernardo aplica la misma doctrina cuando nos aconseja obrar en todas las cosas con prontitud y alegría. ¿Acaso la prontitud no está causada por el temor, y la alegría por la esperanza y la confianza amorosa en la misericordia de Dios?

         Pero, ¿de qué sirve insistir? En verdad preferiría tener el mérito de aquél que se aplica a este ejercicio –sin haber practicado en su vida ninguna penitencia corporal fuera de las prescriptas por la Santa Iglesia– antes que obtener la recompensa de todos aquellos que, desde el comienzo del mundo, se han dedicado a la mortificación sin experimentar los sentimientos de los que hablo. Por cierto, no pretendo que el mérito esté en el solo hecho de pensar en estas dos virtudes; el mérito se halla en el acto de adoración amorosa de la que estas virtudes son el mejor estímulo, es decir, en lo que concierne a la parte del hombre.

         Este último acto tiene valor en sí mismo, sin que se le agregue ninguna otra práctica ni penitencia de ningún género. Por sí mismo complace a Dios todopoderoso y merece recompensa; sin él ningún alma tiene valor ante Dios, e incluso de su intensidad depende la grandeza de la recompensa. Quien lo experimenta con mayor fuerza tendrá más mérito, y menos quien lo experimente con menor intensidad. Los otros ejercicios no son útiles, salvo cuando generan este sentimiento de veneración y de amor. Por el contrario, es posible que este acto sea plenamente suficiente sin ejercicios corporales, y, de hecho, a menudo lo logran ciertas almas que no han realizado ejercicios corporales.

         Para explicártelo más claramente, querría verte pesar cada cosa de acuerdo con su valor: las menos importantes como menos importantes, las más meritorias como más meritorias. La ignorancia es causa de numerosos y frecuentes errores, y a menudo los hombres estiman más las mortificaciones corporales que el ejercicio espiritual de las virtudes, o esa adoración plena de amor de la que yo hablo.

         4. Insistiré, entonces, sobre su mérito y su valor, y para aclarártelo aún más, te diré ciertas cosas.

         Cuando esta adoración amorosa es consecuencia del temor y de la esperanza, los actos que le dan nacimiento pueden compararse a un árbol cargado de frutos. En este árbol la raíz, que está sepultada en la tierra, es el temor; la esperanza es aquello que se eleva por encima de la tierra, es decir el tronco con sus ramas. Como es estable y segura, el tronco la representa; las ramas la prefiguran en el sentido de que conduce a los hombres al ejercicio del amor. En cuanto al sentimiento del que hablamos, constituido por el amor y la veneración, está representado por los frutos. Pero mientras permanece adherido al árbol, el fruto será verde y conservará de algún modo el sabor del árbol. Por el contrario, si se separa del árbol, al cabo de cierto tiempo, ya perfectamente maduro, no será desabrido. Dejará de ser un alimento para los servidores y se convertirá en bocado digno de un rey.

         Cuando ha alcanzado la perfección del fruto maduro esta adoración tiene todo el mérito que he dicho. Por lo tanto, habrás de proceder interiormente de manera de poder separar el fruto del árbol y ofrecerlo, independiente de todo, al Altísimo Rey de los Cielos.

         Entonces merecerás verdaderamente el nombre de hijo de Dios, pues lo amarás con amor casto, por sí mismo y no por sus bienes. Es cierto que los innumerables beneficios que Dios, en su graciosa bondad, ha prodigado a cada alma en esta vida son motivo suficiente –y más que suficiente– para que cada uno lo ame con toda la fuerza de su espíritu, de su inteligencia y de su voluntad. Aunque supongamos –algo totalmente imposible– que un alma tenga todo el poder, el mérito y la inteligencia de todos los santos y los ángeles del Cielo juntos, y que todos esos dones no los tenga gracias a Dios, y que Dios jamás le haya dado pruebas de su ternura en esta vida, si esta alma ve hasta qué punto Dios es amable por sí mismo, se empapará de amor hasta el punto que su corazón se romperá: ¡hasta ese punto es Dios digno de amor, bueno y glorioso!

         5. ¡Ninguna cosa más admirable y sublime que el amor a Dios! No hay lengua perfecta que sea capaz de dar a comprender ni siquiera una parte de él, salvo por medio de suposiciones imposibles. ¡De qué modo sobrepasa a la inteligencia humana! Y sin embargo a él aludo cuando hablo de amar a Dios con un amor casto, de amarlo por sí mismo y no por sus bienes. No digo –ya está perfectamente explicado– amarlo mucho por sus bienes pero incomparablemente más por sí mismo. Pues si es necesario que me explique más extensamente acerca del modo en que concibo la perfección y el mérito de este amor de adoración, he aquí lo que diré: cuando el alma ha sido rozada por la presencia sentida de Dios tal como es en sí mismo, cuando, al mismo tiempo, su razón está esclarecida por el puro rayo de esa luz que es Dios, de modo de poder ver y saborear hasta qué punto Dios en sí mismo es digno de amor, en ese mismo momento pierde la noción de sus bondades hacia ella y deja de ver cualquier otro motivo de amar a Dios que no sea Dios en sí mismo.

         Es cierto que cuando se trata de la perfección común, podemos decir que la gran bondad y la ternura que Dios nos dispensa en esta vida son excelentes motivos, dignos de provocar nuestro amor; pero al considerar este punto, esta cima de la perfección adonde quiero conducirte por medio de las reflexiones de este escrito, aquél que ama a Dios perfectamente teme demorarse en la ruta y no ve (en el momento en que alcanza esta perfección) ningún otro motivo de amar a Dios más que Dios en sí mismo. En este sentido se dice que el amor casto consiste en el amor a Dios en sí mismo y no por sus bienes.

         6. Entonces, toma por regla el ejemplo que te doy, y disponte interiormente a separar el fruto del árbol, ofreciéndolo al Rey de los Cielos tal como es en sí mismo. Así tu amor será casto. Por el contrario, mientras le ofrezcas el fruto aún verde y pendiendo del árbol, mereces ser comparado a una mujer cuyo amor no es casto y que ama a su esposo más por sus bienes que por sí mismo. Piensa bien por qué hago esta comparación, y pregúntate si el miedo a la muerte, la idea de la brevedad del tiempo y la esperanza de obtener perdón por tu debilidad no son las causas del celo con que sirves a Dios. Si es así, tu fruto está aún verde y conserva el sabor del árbol; es parcialmente agradable a Dios, pero no lo complace de manera perfecta, porque tu amor no es aún casto

         Tu amor es verdaderamente casto cuando no le pides a Dios en esta vida ni alivio del sufrimiento, ni incremento de la recompensa, ni dulzura en el amor. Por cierto que no está prohibido, en ciertos momentos, buscar consuelo para refrescar tus facultades espirituales, para que éstas no desfallezcan en el camino; pero aparte de esos momentos, no habrás de demandar a Dios otra cosa más que a él mismo, sin tomar en cuenta si te hallas alegre o dolorido, sin siquiera prestar atención al dolor o la alegría, pues posees a Aquél a quien amas. Ese es el amor casto, el amor perfecto.

         Entonces, prepárate para separar el fruto del árbol; en otras palabras, a separar tu amor y tu adoración de los pensamientos de temor y esperanza que los han precedido. Así podrás ofrecérselo a Dios tal como es en sí mismo, maduro y casto, y sin que haya en él ningún otro motivo interior o agregado a la idea de Dios: ese amor será de Dios y causado por Dios, y tendrá todo el mérito del que he hablado.

         En efecto, es ésta una verdad bien conocida por todos aquellos que son expertos en teología y en la ciencia del amor a Dios: cada vez que el afecto de un hombre asciende hasta Dios sin ningún intermediario, es decir, sin haber sido estimulado por ningún pensamiento en particular, merece la vida eterna. Y como por este medio un alma bien dispuesta puede elevarse hasta Dios un incalculable número de veces en una hora, merece, de una manera tan absoluta que no puedo expresarla, ser ascendida a la alegría por la gracia de ese Dios que es el principal autor de su acción.

         Trata entonces de llegar al estado en que puedas ofrecer el fruto maduro y separado del árbol. Sin duda, el fruto aún suspendido de la rama también tiene mérito, si es que se lo ofreces a Dios con toda la frecuencia posible; pero la perfección reside en el ofrecimiento espontáneo y sin intermediarios de ese fruto, maduro y aislado.

         7. Todo lo que antecede prueba que el árbol es bueno; y si te pido que separes de él al fruto, es porque tengo en vista una perfección más elevada. De este modo lo planto en tu jardín; y querría que pudieras cosechar el fruto y reservarlo para tu Señor.

         Querría, verdaderamente, que aprendieras ese género de ejercicios que unen el alma a Dios, y que la transforman en la misma cosa por medio del amor y la conformidad de la voluntad., de acuerdo con el texto de San Pablo: "Qui adhaeret Deco, unus spiritus est cum illo"; quien se une a Dios, es con él un solo espíritu (I Cor., VI, 17). Quien puede así acercarse a Dios, como en el caso de este amor y adoración, es con Dios un solo espíritu: por naturaleza, Dios y él son dos y diferentes, sin embargo, están estrechamente unidos en la gracia, por lo que se convierten en un solo espíritu, ligados por el amor y la conformidad de sus voluntades. En esa unión consiste el matrimonio de Dios y el alma, matrimonio que sólo el .pecado mortal puede disolver, aunque el fervor y el ardor del acto cesen por un tiempo.

         Cuando un alma amante disfruta espiritualmente de esta unión, puede decir y entonar, si se siente inclinada a ello, la santa palabra del Cantar de los Cantares: "Dilectus meus mihi et ego illi mi bien amado es mío y yo soy suyo" (II, 16). Esto debe comprenderse así: Por su parte, Dios se ha unido al alma por el lazo espiritual de la gracia y, por tu parte, la unión se realiza por medio del amoroso consentimiento y el júbilo del espíritu.

         8. Haz entonces todo lo que te he propuesto desde el principio, y trepa a ese árbol para alcanzar el fruto, es decir, el amor y la adoración. Puedes estar seguro de que llegarás si te atienes con ardor a las dos ideas precedentes y si no te aferras a ninguna mentira.

         Dedica toda tu atención a la obra a la que tu alma se aplica. La gracia te dará el medio de hacerlo, y tu debes disponerte a inclinarte ante la grandeza de tu Dios, y poco a poco te habituarás a realizar ese mismo acto de adoración sin la ayuda de otros pensamientos.

         Por cierto que la plenitud del mérito corresponde a un acto de esta clase.

         Y mientras más tiempo permanezca tu fruto separado del árbol, es decir aislado de cualquier otra consideración, más a menudo podrás ofrecérselo a Dios con gozosa intensidad e impulso espontáneo, y mejor será su aroma y más grato al gran Rey de los Cielos.

         Si al hacer tu ofrenda experimentas la dulzura del consuelo, eso significa que el Rey comparte contigo una parte de tu propio obsequio. Por el contrario, si al principio esta obra te resulta penosa, y si sientes que debes sostener tu corazón con esfuerzo en la aridez, eso prueba que el fruto aún verde añora el árbol del que acaba de desprenderse, y explica que resulte duro a tus dientes. De todos modos, la obra tendrá utilidad para ti; no sería razonable pretender saborear las dulzuras de la almendra sin haber mordido la cáscara, que es amarga.

         No es imposible, tampoco, que tus dientes, que son tus facultades espirituales, sean demasiado débiles. En ese caso te aconsejo que utilices ciertas estratagemas, pues la habilidad resulta más útil que la fuerza.

         9. Hay otra razón por la cual he plantado este árbol en tu jardín, y por la que te aconsejo que a él te trepes. Es verdad que Dios puede hacer todo aquello que desea; sin embargo, si comprendo bien, la perfección de la obra no puede lograrse más que con la intervención de esos dos medios de los que hablé, o al menos de otros parecidos, lo que no impide que pueda concretarse repentinamente y sin intermediarios. Por eso te aconsejo que hagas tuyos los dos pensamientos que he nombrado: no que los consideres tu propiedad –no posees más que el pecado–, ya que son tuyos solamente porque Dios te los ha dado, sirviéndose de mí como mensajero para transmitírtelos. No lo olvides: todo pensamiento que te incline hacia el bien –te haya sido sugerido por tu ángel guardián actuando como mensajero, o te llegue de afuera sugerido por un mensajero humano– no es más que un instrumento de la gracia otorgada por Dios mismo, elegido y enviado por él para que obre dentro de tu alma. Y voy a explicarte por qué recomiendo estos dos pensamientos, prefiriéndolos a los demás.

         El hombre es un ser compuesto de dos sustancias: cuerpo y alma; eso hace necesario el empleo de dos medios diferentes para alcanzar la perfección. En la Resurrección del último día los dos elementos se unirán en la inmortalidad; por lo tanto, es necesario que en esta vida cada uno de ellos sea elevado a la perfección por un medio que resulte apropiado. El temor desempeña esa función para la sustancia corporal, y la esperanza lo desempeña para la sustancia espiritual. De este modo todo está bien ordenado y adaptado a su fin. En efecto, nada más adecuado para despojar al cuerpo rápidamente de todo su afecto hacia las cosas de la tierra que el temor a la muerte; y nada puede estimular con mayor facilidad y fervor el alma de un pecador para que ame a Dios, que la segura esperanza del perdón.

         10. Por eso te he prescripto trepar al árbol con el auxilio de esos dos pensamientos. Pero si tu ángel, hablándote en el corazón, o cualquier otro, te sugieren ideas que resultan más adecuadas a tus características, puedes utilizarlas con toda seguridad y sin incurrir en faltas, dejando de lado las que yo te propongo. De todos modos, en la medida que sé, las que te sugiero te resultarán muy provechosas, y no están en desacuerdo con lo que conozco de tu estado interior. Si constatas que te hacen bien, agradece a Dios desde el fondo de tu corazón, y, por amor de Dios, ruega por mí. No dejes de hacerlo, pues soy desdichado hasta un punto que no puedes siquiera imaginar.

 

         Me detengo. Que Dios se digne acordarnos su bendición. Lee y relee estos consejos, y no los olvides; ponlos en práctica valerosamente, y huye de todo aquello que sea para ti un obstáculo o una demora. En el nombre de Nuestro Señor Jesucristo. Amen.