Jorge Olaechea C.

 

Interioridad y encuentro en las
Confesiones de San Agustín

 

Introducción

Pretender investigar y escribir sobre el hombre ha sido y sigue siendo una de las empresas más osadas y al mismo tiempo más importantes de la filosofía. Una de las empresas más osadas porque se propone como objeto una realidad completamente peculiar y compleja: absolutamente cercana —el investigador es el objeto mismo-, y al mismo tiempo profundamente misteriosa; una de las empresas más importantes porque de los resultados a los que llegue depende en buena parte el planteamiento personal y social de la vida humana.

Insistimos sobre este doble carácter social (o comunitario) y personal de la antropología. La pregunta misma que busca responder se plantea siempre con dos caras: ¿qué es el hombre?, ¿quién soy yo? Su respuesta busca ser válida para todos los hombres —y es por esto que toda cultura y sistema social tiene en su base una concepción determinada del hombre—, pero se trata al mismo tiempo de una respuesta para cada uno de los hombres —que debe ser, por tanto, dada "en primera persona"— en cuanto es expresión de esa búsqueda de la propia identidad presente en todo corazón humano y desde la cual cada uno plantea el horizonte de su propia vida.

San Agustín ha buscado dar una respuesta a esta pregunta bidimensional por el hombre no en un tratado de filosofía sino en una obra espiritual: las Confesiones. Habrá quien apresuradamente objete que el estudio de una obra espiritual no es trabajo de un filósofo, pero la objeción nos parece banal en cuanto depende de una concepción de la filosofía que excluye a priori una dimensión de la realidad que en el caso del hombre es esencial, a saber, su relación con lo Absoluto. Nos aventuramos a decir que quizás San Agustín habría también descartado tal objeción como un sin sentido. Nadie mejor que él supo reconocer en la filosofía un verdadero amor por la sabiduría (1), abierta a la totalidad de lo real y guiada por aquella pasión por la verdad que lo lleva a proclamar en un momento de su vida: «¡Piérdase todo y dejemos todas estas cosas vanas y vacías y démonos por entero a la sola investigación de la verdad!» (2).

Confesando ante Dios su propia vida, San Agustín nos ha legado un profundo ensayo sobre el hombre en el cual las dos caras de la antropología arriba mencionadas son conservadas con una frescura existencial pocas veces superada. El capítulo inicial del presente trabajo buscará dar algunas coordenadas que nos parecen esenciales para entender la posición del hombre en el pensamiento agustiniano. En los capítulos siguientes buscaremos profundizar en la interioridad agustiniana desde una perspectiva a nuestro parecer muchas veces descuidada, a saber, considerándola como un espacio de encuentro. Creemos que investigando este aspecto, no único pero sí fundamental, de la vida interior como la concibe San Agustín, se pueda dar un aporte a la antropología de nuestros días, que parece olvidar —con trágicas consecuencias— la identidad más profunda del ser humano.

 

I. Hombre y Dios: la antropología teologal
de San Agustín

Noverim me, noverim te
(Soliloquios, II, 1, 1).

Todo aquel que haya leído con un poco de atención las Confesiones de San Agustín no podrá negar que se encuentra ante un hombre "experto en sí mismo". Análisis profundos, ricas descripciones, trabadas argumentaciones, sentidas oraciones, se van sucediendo en esta especie de paisaje de la vida humana, mostrando la capacidad —especulativa y existencial— de su autor para entrar en contacto con lo humano.

Demos, sin embargo, un paso atrás para observar en la estructura fundamental de las Confesiones la clave de la antropología agustiniana: el hombre ante Dios. El hombre que buscándose a sí mismo y su propia felicidad, busca a Dios, y encontrando a Dios se encuentra a sí mismo. Podría decirse que aquí entrevemos la "situación" fundamental desde la cual parte para San Agustín cualquier investigación sobre el ser humano y su realidad.

Esto nos muestra al mismo tiempo dos rasgos fundamentales de su antropología, que pueden ser considerados dos rasgos de su pensamiento todo: su agudo realismo y su profundo carácter existencial. Como señala acertadamente Copleston: «la actitud agustiniana tiene por su parte la ventaja de que contempla siempre al hombre tal como éste es, al hombre en concreto, porque de facto el hombre tiene solamente un fin último, un fin sobrenatural, y, en lo que respecta a su existencia actual, no es sino hombre caído y redimido: nunca ha sido, ni es, ni será, un mero "hombre natural", sin un fin y una vocación sobrenatural» (3). Esta "aproximación a lo concreto" es para muchos una piedra de tropiezo al acercarse al pensamiento agustiniano: fe y razón, filosofía y teología, lo natural y lo sobrenatural, se encuentran de tal manera unidos por esta manera de acercarse a lo real-concreto, que no pocas veces se traiciona a San Agustín, y —por qué no decirlo— la realidad misma, buscando encasillarla en esquemas que reducen su riqueza y complejidad, riqueza y complejidad de las cuales el Santo Obispo fue siempre muy consciente.

«Porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (4). En estas pocas palabras que Agustín dirige a Dios al inicio de las Confesiones encontramos densamente resumida la esencia de la antropología agustiniana. Ellas expresan en primer lugar la experiencia de "inquietud" del corazón humano ante la realidad que lo rodea, señalando esa apertura al infinito que caracteriza al hombre en cuanto hombre. Y no sólo eso, muestran asimismo el motivo de esta inquietud: el ser el hombre creado por Dios para "descansar" en Él. San Agustín —enseña Juan Pablo II recordando este pasaje- «ve al hombre como una tensión hacia Dios» (5). Como señala al respecto Romano Guardini: «La existencia del hombre tiene la forma de "hacia-Dios" y "desde-Dios"... El hombre puede, en fin, ser comprendido sólo partiendo de Dios, existiendo y realizándose sólo por obra de Dios» (6).

Ciertamente estas coordenadas no van en desmedro de las demás dimensiones de la vida humana —los demás, uno mismo, el mundo (7)- pero constituyen el punto de referencia desde el cual se ordena toda la visión agustiniana del hombre.

Esta situación existencial del hombre, que constituye la respuesta de Agustín a dos de los cuestionamientos fundamentales de todo ser humano: ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ilumina asimismo la realidad esencial del ser humano (¿quién soy?), permitiendo con ello el acceso del hombre al sentido de su propia existencia. Así, para el Obispo de Hipona la esencia del hombre es su ser "imagen de Dios". Tratando de lo más elevado en el ser humano en De Trinitate, San Agustín recuerda que «es su imagen [de Dios] en cuanto es capaz de Dios y puede participar de Dios» (8). Más allá de las conclusiones específicas de esta monumental obra, resulta emblemático el intento mismo de San Agustín: "ejercitar" nuestro débil entendimiento para acercarnos lo más posible al misterio de la Santísima Trinidad a través de la comprensión de su imagen más perfecta en este mundo, la naturaleza humana. Nos adentramos en la imagen para entender el Modelo, pero a su vez desnaturalizamos la imagen si perdemos de vista que lo es siempre del Original.

Jacques Maritain, desde su perspectiva propia, da algunas luces sobre esta íntima unión en el pensamiento agustiniano: «Al experimentar a Dios místicamente, el alma experimenta también, en el repliegue más oculto de su actividad santificada, su propia naturaleza de espíritu. Esta doble experiencia, producida bajo la inspiración especial del Espíritu de Dios y por sus dones, es como el acabamiento sobrenatural del movimiento de introversión propio de todo espíritu. Ella es, en todo lo concerniente a Dios y al alma, el centro de gravitación de las doctrinas de San Agustín. Si la perdemos de vista, se nos esfuma el sentido profundo de estas doctrinas» (9).

Dios y el hombre. El hombre siempre ante Dios, Dios siempre presente en el hombre. Sólo desde esta "teologalidad" de la existencia humana se puede entender la profundidad de la interioridad agustiniana, a la cual dedicaremos el resto de este trabajo.

 

II. La interioridad agustiniana como espacio interno

Noli foras ire, in teipsum redi… transcende et teipsum.
(De vera religione, XXXIX, 72).

Si quisiéramos representar mediante una figura material (en cuanto tal siempre limitada) la vida interior del hombre según San Agustín, podríamos imaginar una obra de teatro. En ella se encuentran ante todo los actores que realizan la obra, de los cuales nos ocuparemos más adelante. Pero los actores necesitan un espacio donde moverse para representar sus papeles: un escenario. Este escenario tiene unas determinadas dimensiones: una cierta altura, una anchura y profundidad definidas, así como ciertas cualidades acústicas que hacen posible la actuación. Veamos ahora cuales son las dimensiones y características de este "escenario" interior del hombre tal como nos lo presenta San Agustín en sus Confesiones (10).

Resulta importante en primer lugar tomar conciencia de que las "dimensiones" espirituales de la interioridad humana, a diferencia de las dimensiones espaciales materiales, no son neutras, sino que portan consigo toda la carga de significación propia de lo humano. Los binomios que expresan las distintas dimensiones (exterior-interior, inferior-superior) implican al mismo tiempo una polaridad de valor (11), determinada por la realidad esencial del hombre que encuentra su auténtica realización no en cualquier dirección, sino sólo en aquella por donde se llega a la vita beata. La íntima unión entre ser, verdad y bien —corazón de la metafísica agustiniana— encuentra así en el hombre una expresión altísima (12).

No podemos perder de vista, además, que estas "direcciones" y su polaridad significativa ponen de manifiesto que el hombre en su interior es una realidad "en tensión hacia". Es más, podríamos decir que es la tensión (espiritual) misma la que genera el espacio interior. Fuerzas en tensión: esa es quizás una de las mejores maneras de representarnos la interioridad para San Agustín, así como una interesante clave para entender su visión del hombre. Como ya hemos señalado en el capítulo anterior, el Obispo de Hipona en sus Confesiones describe al hombre concreto, situado, inserto espacio-temporalmente en una historia concreta (su propia vida), en la cual debe tomar decisiones, enfrentar situaciones, padecer sufrimientos. La interioridad de tal hombre no puede ser sino vida interior: los acontecimientos cotidianos que constituyen la totalidad de su existencia nunca son sólo exteriores, sino que involucran a la persona toda, la cual vive en un dinamismo interior constante.

Lo dicho anteriormente queda a su vez corroborado por la manera como San Agustín describe el peregrinar humano: como una búsqueda. El hombre es un ser en búsqueda. ¿De qué? De la propia felicidad, de aquello que puede saciar su inquietum cor. Y no se trata de una búsqueda meramente intelectual, como el mismo San Agustín señala: «lo que deseaba no era tener mayor certeza de ti, sino ser más estable en ti» (13). Es la búsqueda del sentido del propio ser.

Teniendo claras estas premisas podemos pasar a la descripción de las coordenadas o dimensiones de ese lugar interno, «que no es lugar» (14).

El itinerario de las Confesiones se desarrolla siempre en una doble tensión: hacia lo interior y hacia lo superior. Es ella la que configura la "profundidad" o "vastedad" del espacio interno. Ya en las primeras páginas leemos el interrogante por el lugar de Dios en el hombre: «¿Y qué lugar hay en mí a donde venga mi Dios a mí, a donde Dios venga a mí, el Dios que ha hecho el cielo y la tierra? ¿Es verdad, Señor, que hay algo en mí que pueda abarcarte?» (15). Y cuando San Agustín debe dar más adelante una respuesta, pone de manifiesto esta doble dimensionalidad: «porque tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío» (16).

Narrando su llegada a Cartago, donde «por todas partes crepitaba un hervidero de amores impuros», San Agustín describe su propio estado de enfermedad interior: «Y por eso no se encontraba bien mi alma, y, llagada, se arrojaba fuera de sí» (17). Igualmente, el hombre que entrega su corazón a los bienes caducos se dirige "hacia afuera", «porque adondequiera que se vuelva el alma del hombre y se apoye fuera de ti, hallará siempre dolor, aunque se apoye en las hermosuras que están fuera de ti y fuera de ella» (18). Este salir fuera de sí al cual se refiere Agustín aquí, que aliena a la persona, la aleja de sí misma, es muy distinto del salir de sí comunicativo en el cual la persona se expresa a sí misma a los demás, por la cual se dona y se realiza.

Por otro lado, en un momento crucial de su vida, la lectura de «ciertos libros de los platónicos, traducidos del griego al latín», lo mueve a dirigirse "hacia adentro" de sí mismo: «y amonestado de aquí a volver a mí mismo entré en mi interior guiado por ti» (19).

Pero quizás el pasaje que muestre mejor esta dimensión del "dentro-fuera" sea aquella oración que eleva Agustín al terminar su peregrinar por «los campos y los amplios palacios de la memoria» (20): «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y ved que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo» (21). Para encontrar la salud del alma, el sentido de su vida, el hombre debe recogerse hacia el lugar donde "habita la verdad" de sí mismo: «¡Oh verdad, verdad!, cuán íntimamente suspiraba entonces por ti desde los meollos de mi alma» (22).

San Agustín señala, sin embargo, otra tensión que genera el espacio interno humano: la tensión hacia lo superior. La dimensión "inferior-superior" se encuentra presente en no pocos pasajes de las Confesiones.

En el capítulo cuarto del libro III, por ejemplo, donde narra su encuentro con El Hortensio de Cicerón, al recordar el cambio que tal obra suscitó en su vida, San Agustín se expresa con estas palabras: «De repente apareció a mis ojos vil toda esperanza vana, y con increíble ardor de mi corazón suspiraba por la inmortalidad de la sabiduría, y comencé a levantarme (et surgere coeperam) para volver a ti» (23). Y poco más adelante, lamenta así el error al que lo portó su vínculo con la secta maniquea: «¡Ay, ay de mí, por qué grados fui descendiendo hasta las profundidades del abismo, lleno de fatiga y devorado por la falta de verdad!» (24). Esta representación del "lugar" del error como "abismo", "profundidad" o "infierno" —contrapuesto a la altura luminosa de la verdad— la encontramos también en otros pasajes de la obra: «Con estos pensamientos me volvía a deprimir y ahogar, si bien no era ya conducido hasta aquel infierno del error, donde nadie te confiesa» (25), «mas yo caminaba por tinieblas y resbaladeros, y te buscaba fuera de mí, y no te hallaba, oh Dios de mi corazón, y había venido a dar en lo profundo del mar, y desconfiaba y desesperaba de hallar la verdad» (26).

Por el contrario, dirigirse hacia la verdad significa ir "hacia arriba", "levantarse", "crecer". Baste citar por extenso aquel hermoso pasaje describiendo el momento en que San Agustín intuye por vez primera la espiritualidad de Dios: «¡Oh eterna verdad, y verdadera caridad, y amada eternidad! Tú eres mi Dios; por ti suspiro día y noche, y cuando por vez primera te conocí, tú me levantaste (assumpsisti) para que viese que existía lo que había de ver, y que aún no estaba en condiciones de ver. Y reverberaste la debilidad de mi vista, dirigiendo tus rayos con fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y de horror. Y advertí que me hallaba lejos de ti en la región de la desemejanza, como si oyera tu voz de lo alto: "Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne, sino tú te mudarás en mí"» (27).

«Ambas determinaciones —escribe al respecto Guardini— componen la totalidad de la trascendencia espiritual, cuyas polaridades se dirigen hacia el "interior" y hacia el "superior", como a metas a las cuales tiende el espíritu. Allí, en el simple "interior" y en el "arriba" está Dios. Estos "lugares" del éxtasis divino determinan los ejes de la naturaleza humana. En vista de ésta es "edificado" el hombre, que llega a ser verdaderamente tal sólo en la medida en que este orden se afirma en él; en la medida en que se hace "interior": "vive él, pero no él, sino Cristo en él"; y en la medida en que es "elevado": "buscad aquello que está arriba, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre; estimad y gustad aquello que está arriba, no en la tierra"» (28).

«Grande profundum est ipse homo» (29), dice Agustín ante el misterio de su propia realidad: una «gran profundidad». Esta profundidad, esta amplitud abismal del hombre, es sin embargo "generada y mantenida" por las tensiones interiores que hemos descrito (30). Ellas bordean el infinito, al estar dirigidas hacia quien es el Infinito mismo: «interior intimo meo, et superior summo meo» (31). Ellas expresan asimismo la "direccionalidad" originaria del hombre hacia el Bien y hacia la Verdad, metas del hombre que busca la felicidad, pero que vive su existencia como un drama al verse "alejado" de ellas por su propia miseria.

Este drama de la "lejanía", vivido personalmente por San Agustín con gran fuerza, es un tema omnipresente en las Confesiones: «Yo me alejé de ti y anduve errante, Dios mío, muy fuera del camino de tu estabilidad allá en mi adolescencia y llegué a ser para mí una región de esterilidad» (32). El hombre que se mueve en dirección contraria a su tensión fundamental entra en la «región de la desemejanza» (33) y de la esterilidad donde se pierde a sí mismo. Así, recordando su pasado, el Obispo de Hipona exclama: «Tú callabas entonces, y yo me iba cada vez más lejos de ti tras muchísimas semillas estériles de dolores con una soberbia abyección y una inquieta laxitud» (34). O también: «¿Y dónde estaba yo cuando te buscaba? Tú estabas, ciertamente, delante de mí, mas yo me había alejado de mí mismo y no me encontraba. ¿Cuánto menos a ti?» (35). En este último pasaje vemos como el alejarse de Dios conduce a la lejanía de uno mismo.

La lejanía, sin embargo, no puede ser nunca absoluta, ya que el vínculo originario con el Creador, vínculo que señala el camino auténtico del hombre, no puede perderse jamás. «Así es como fornica el alma —explica San Agustín—: cuando se aleja de ti y busca fuera de ti lo que no puede hallar puro y sin mezcla sino cuando vuelve a ti. Perversamente te imitan todos los que se alejan y alzan contra ti. Pero aun imitándote así, indican que tú eres el creador de toda creatura y, por tanto, que no hay lugar adonde se aparte uno de modo absoluto de ti» (36).

Uno no puede menos que impresionarse ante la riqueza y la profundidad de la descripción hecha por San Agustín del espíritu humano como "escenario". Efectivamente, en las Confesiones, «la multiplicidad de los espacios interiores, cómo son creados por los diversos sentimientos y por sus valores morales-religiosos, es descrito de una manera magnífica; es increíble la precisión con la cual estos son designados y distinguidos el uno del otro» (37).

Con todo, Agustín es consciente de las limitaciones de su intento, y de aquí que el tono de sus palabras se torne a veces paradójico. Ante el misterio, el lenguaje se estrella consigo mismo y la imagen se torna insuficiente: «Pues ¿dónde te hallé para conocerte —porque ciertamente no estabas en mi memoria antes que te conociese—, dónde te hallé, pues, para conocerte, sino en ti sobre mí? No hay absolutamente lugar, y nos apartamos y nos acercamos, y, no obstante, no hay absolutamente lugar. ¡Oh Verdad!, tú presides en todas partes a todos los que te consultan y a un tiempo respondes a todos los que te consultan, aunque sean cosas diversas» (38).

 

1. «Porque en ti está la Sabiduría, y el amor a la sabiduría tiene un nombre en griego, que se dice filosofía» (Confesiones, III, 4, 8). Asimismo leemos en De vera religione, V, 8: «La filosofía, o sea, el estudio de la sabiduría, y la religión no son dos cosas diversas».

2. Confesiones, VI, 11, 19. Agustín es, de esta manera, un hito fundamental a contemplar y profundizar para que la filosofía recupere esa «dimensión sapiencial de búsqueda del sentido último y global de la vida» a la que Juan Pablo II exhorta en la Fides et ratio. Nos ha parecido innecesario abundar más en la discusión sobre la existencia o no de una filosofía en San Agustín.

3. Frederick Copleston, S.J., Historia de la Filosofía. Vol. II: De San Agustín a Escoto, Ariel, 4a. ed., Barcelona 1980, p. 58. Por su parte Romano Guardini, analizando las Confesiones, reconoce en San Agustín un cristiano estupor ante la existencia que lo lleva a modular de una manera nueva las ideas platónicas y neoplatónicas recibidas: «El valor de las cosas, el significado del existente, la intensidad expresiva de los eventos lo penetran de todas partes en el sentimiento. El mundo en el cual se encuentra es por todas partes rico en significado, ya que todo aquello que hay está saturado de forma eterna. Quien pensase simplemente en abstracto, podría verse inducido por la doctrina de las ideas a la indiferencia respecto de las cosas terrenas, pero esto no puede ocurrir a quien vive y observa las cosas en modo concreto. Éste aferra la idea sintiendo precisamente la riqueza de significado del existente» (La conversione di Sant'Agostino, Morcelliana, Brescia 1957, p. 106).

4. Confesiones, I, 1, 1.

5. Agustinum Hipponensem, 17.

6. Romano Guardini, op. cit., pp. 19-20.

7. La estructura misma de las Confesiones nos puede dar una vez más la clave: San Agustín escribe este diálogo con Dios en vistas a que los demás se edifiquen con ello, su referencia al "otro" se encuentra ciertamente presente. Las Confesiones constituyen además —como es evidente— una instancia de recuerdo y profundización en sí mismo.

8. De Trinitate, XIV, 8, 11.

9. Jacques Maritain, Distinguir para unir o los grados del saber, Club de Lectores, Buenos Aires 1968, p. 469.

10. No está de más subrayar que para San Agustín la división entre una dimensión interior y otra exterior en el ser humano no implica perder de vista la profunda unidad del hombre. Recordemos que siendo su pensamiento la expresión de una búsqueda espiritual, el mayor énfasis naturalmente se encuentra puesto sobre la dimensión interior; pero quien busca es el hombre todo. Basta echar un vistazo a ciertas temáticas como la tentación, el sufrimiento físico o los sentimientos, para constatar la sólida trabazón entre lo interior y lo exterior en el pensamiento del santo.

11. No se trata, sin embargo, de una polaridad unívoca a nivel de términos, ya que esto supondría reducir la riqueza de la vida interior a la limitación de los términos usados. Incluso encontramos ciertos términos que pueden tener una valoración negativa o positiva dependiendo de la realidad que San Agustín quiere representar (por ejemplo lo "abismal" o "profundo").

12. Esta unión en el hombre, reflejo de Dios que es Ser, Verdad y Bien absolutos, puede ser un interesante punto de partida y como un eje en torno al cual gire una reflexión metafísica que quiera ser al mismo tiempo realista y personalista.

13. Confesiones, VIII, 1, 1.

14. Confesiones, X, 9, 16.

15. Confesiones, I, 2, 2.

16. Confesiones, III, 6, 11. Ver también IX, 1, 1: «y en su lugar entrabas tú... más interior que todo secreto, más sublime que todos los honores».

17. Confesiones, III, 1, 1.

18. Confesiones, IV, 10, 15.

19. Confesiones, VII, 10, 16.

20. Confesiones, X, 8, 12.

21. Confesiones, X, 27, 38.

22. Confesiones, III, 6, 10. Ver De vera religione, XXXIX, 72. Como quedará más claro en el siguiente capítulo, este volverse sobre sí mismo hacia la dimensión de lo "interior" no implica en San Agustín ninguna clase de solipsismo o subjetivismo individualista. Esto supone, como veremos, la superación de una concepción de interioridad como vacío.

23. Confesiones, III, 4, 7.

24. Confesiones, III, 6, 11.

25. Confesiones, VII, 3, 5.

26. Confesiones, VI, 1, 1.

27. Confesiones, VII, 10, 16.

28. Romano Guardini, op. cit., p. 39.

29. Confesiones, IV, 14, 22.

30. Desde esta perspectiva resulta evidente cuánto traicione la verdad una lectura puramente intelectualista de San Agustín. Confundidos tal vez por la poca rigurosidad del santo en su terminología, no pocas veces se tiende a reducir la interioridad agustiniana a la simple racionalidad, perdiendo de vista que términos como mens o spiritus tienen toda una dimensión propiamente espiritual de relación y apertura a Dios. En las Confesiones, expresiones como «lo más íntimo de mi ser» (medullis meis), o «lo más íntimo del corazón» (intimus cordi) suelen hacer referencia a aquella «región de la abundancia indeficiente» (IX, 10, 24) donde se da la experiencia de contacto con Dios. «Esta "regio ubertatis indeficientis" es el fondo del alma, el lugar recóndito del pastoreo espiritual de la verdad, es decir de la experiencia mística, donde misteriosamente se desarrolla el encuentro personal con el Eterno, la esfera más íntima de nuestro ser, donde, fuera del tiempo, el corazón es tocado por Dios mismo» (Salvino Biolo, S.J., La coscienza nel "De Trinitate" di S. Agostino, Analecta Gregoriana, Vol. 172, Roma 1969, p. 160). Para una interesante comparación entre este "fondo" de la interioridad agustiniana y el "hondón del alma" de los místicos españoles ver: Ramiro Flórez, Interioridad y abismo, en Ripensare Agostino: interiorità e intenzionalità. Atti del IV Seminario internazionale del Centro di Studi Agustiniani di Perugia, Institutum Patristicum "Augustinianum", Roma 1993, pp. 41-69.

31. Confesiones, III, 6, 11.

32. Confesiones, II, 10, 18.

33. Confesiones, VII, 10, 16.

34. Confesiones, II, 2, 2.

35. Confesiones, V, 2, 2.

36. Confesiones, II, 6, 14.

37. Romano Guardini, op. cit., p. 36.

38. Confesiones, X, 26, 37.

http://www.parresia.org/filosofia/fil_01.htm