La fe y la Iglesia: el dogma

 

Romano Guardini

 

Si se le hubiera preguntado a un hombre de los primeros siglos del cristianismo: «¿Qué significa la Iglesia para t», seguramente habría respondido: «La Iglesia es la madre que ha dado vida a mi fe, es el aire que respiro, el suelo en que se afirma mi fe. En realidad, es la Iglesia la que cree; es su fe la que vive en mí»...

Nosotros, los hombres de hoy, no podemos ya, sin duda, enfocar la cuestión desde ese punto de vista. Aunque comprendamos y consideremos plausible tal mentalidad, debemos enfocar el problema bajo otro aspecto. En efecto, Occidente llega al término de un proceso de individualización, en el curso del cual el individuo se ha desembarazado de las conexiones inmediatas de la comunidad para encontrar en mismo su propio fundamento. Que esa tendencia ha sido funesta desde muchos puntos de vista, lo sabemos de sobras. Determinó nuestro pensamiento y nos señaló ciertas vías de acceso hacia la verdad, pero también hacia el error. Aunque nos cueste retroceder un poco, es preciso que tengamos en cuenta esa tendencia individualista, e incluso que la tomemos aquí como punto de partida.

Cuando queremos tener plena conciencia de la fe valorándola en toda su seriedad, viene a nuestra mente la situación de un individuo que se encontrara frente a esta disyuntiva: «¿Es Dios verdaderamente el que habla aquí? ... ¿Debo creerlo, o tengo el derecho de seguir mi juicio personal?.. ¿ Debo procurar progresar en la fe o permanecer anclado donde estoy?» La soledad en medio de la cual la conciencia toma su decisión, el riesgo que implica dar ese paso, la fidelidad y la energía con las cuales se mantiene la decisión; todo eso constituye la seriedad en la fe. El individuo sabe que él mismo es su único fiador. Nadie puede decidir en lugar suyo. Él es quien debe combatir en la batalla que la fe planta a su alma, a su vida, al mundo; nadie lo hará por él.

Todo eso es cierto y puede llevar hasta la actitud tan de nuestro tiempo del autoaislamiento y la autonomía... Sin embargo, tendríamos que formular al que así actuara las preguntas siguientes: «¿De dónde te viene esa fe, a ti que hablas así? ¿La has hallado en ti mismo? ¿O es que la recibiste directamente de Dios? ¡Por supuesto que no! Tus padres y tus maestros te educaron; aprendiste en los libros; lo que has recibido, lo tienes de la práctica cultural de tu parroquia, de las tradiciones de tu ámbito social. Y no recibiste solamente contenidos, doctrinas puramente objetivas que te correspondía transformar en fe o en negación de la fe. Tu fe misma, en calidad de vida del espíritu y del corazón, se encendió al contacto de la fe de los otros. Una enseñanza puramente doctrinal es incapaz de despertar la fe en quien la recibe, pero puede conseguido una doctrina en la cual cree el maestro mismo. Sólo la verdad amada y vivida puede suscitar la fe. Es la fe de tu madre o bien de algún maestro, de algún amigo o de alguien de tu entorno, la que despertó la tuya. Con aquellos en cuya fe has vivido surge tu propia fe, al principio sin saberlo, y va afirmándose hasta que, finalmente, adquiere la fuerza necesaria para marchar por sí misma. Como un cirio se enciende con la llama de otro, así la fe se enciende al contacto de la fe».

Ciertamente, es Dios quien obra el milagro de la fe. Él atrae a los corazones y llega a los espíritus. De una palabra oída, de una figura hallada, de una imagen contemplada, extrae el germen de la nueva vida. Es Dios quien llama al individuo, pero lo llama en su condición de hombre preso de un modo inextricable en la red de los contextos necesarios a su vida. El hombre es para el hombre el camino hacia Dios; separado de su medio, el individuo no existe. Esos contextos tienen tanta vida que es fácil reconocer en nuestra fe la actitud de aquellos a cuyo contacto ésta se encendió, la manera como nuestros maestros comprendieron las verdades divinas o nuestros amigos la imagen de los santos; los motivos que desempeñaron un papel tan importante en el destino de este o de aquel ser cercano a nosotros; la emoción con que la familia celebró el acontecimiento de una fiesta santa; la gravedad profunda, inconsciente de su venerable grandeza, con que rezaba nuestra madre, y la fuerza de resistencia que ella encontraba en su confianza en Dios. Desde esos sentimientos tan acentuados que se unían la predilección, la desaprobación, el desagrado, que formaron la atmósfera, de nuestra infancia, hasta las costumbres particulares de nuestro ambiente y las tradiciones locales.

Es Dios quien obra el milagro de la fe. Él la despierta en el corazón al que llama. Aun en el ambiente más frío, Dios puede inflamar un corazón. Con una simple palabra, Él puede encender la llama. «Dios puede convertir a las piedras en hijos de Abraham», y es en el fondo lo que siempre hace. En efecto, ¿qué son el corazón del hombre, la palabra del hombre ante el despertar a la vida divina? sin embargo, la gracia sigue el camino de las cosas humanas. Nuestra fe se despierta al contacto de la fe de los que nos dieron vida y nos educaron. La fe, tal como era practicada en nuestra familia, en nuestro medio, con su intensidad y su aspecto particulares, continúa viviendo en nosotros.

No hay fe aislada, independiente. Basta con imaginar por un momento lo que sucedería en torno nuestro si de pronto toda fe se apagase; bien entendido que no quiero preguntar con esto qué acontecería si todo el mundo se volviese hostil a nuestra fe, pues la hostilidad supone ya una relación que puede encendemos, e incluso excitamos hasta hacemos arriesgado todo... No, no es eso; imaginemos un clima de indiferencia, de absoluta indiferencia. En un medio semejante, ¿hubiéramos encontrado la fe? Y si así fuera, ¿ hubiéramos podido conservada? Para Dios no hay nada imposible, pero la experiencia ,nos enseña que en tales circunstancias nunca podría nacer la fe, y si naciera, moriría de frío, como una frágil hierbecilla en un glaciar.

Nuestra fe personal extrae su vida de toda la fe que nos rodea y que se remonta hasta el pasado, yeso constituye ya la Iglesia.

La «Iglesia» viene a ser el «nosotros» en la fe. Es el conjunto, la comunidad de los creyentes; es la colectividad creyente. La que debe decir «nosotros» no es sólo la plegaria cristiana, es también la fe, porque también en ella está arraigado el «nosotros» como totalidad. El verdadero «nosotros» representa algo más que la suma de los individuos; es un impulso surgido de todos ellos. La verdadera colectividad, la totalidad, es algo más que la simple organización de muchos; es una vasta estructura viviente de la que cada uno forma parte como miembro. Cien hombres que se presentan a Dios en calidad de ekklesia representan más que la suma de cien individuos; forman una comunidad viviente, creyente. Es decir, no sólo una simple «comunidad», en el sentido todavía subjetivo del término, que designa una realidad surgida de la necesidad gregaria del individuo. No, el origen de esa comunidad, cuya consistencia y valor radica fuera de esa necesidad, viene de otra parte, adquiere su consistencia y valor en otra parte. Esa comunidad es la «Iglesia».

La Iglesia es la institución de Cristo plantada en la historia, en la humanidad. Comprende, no sólo a «muchos», sino a «todos»: comprende a todo el género humano como tal, a la humanidad total. En el día de Pentecostés ésta fue llamada a una existencia santa, a un renacimiento.

Esa totalidad cristiana es algo sustancial, y continuaría existiendo aun si, desde el punto de vista numérico, sólo la integraran tres personas. No es una resultante de la voluntad y del pensamiento de los hombres, como tampoco lo es la existencia del individuo cristiano; existe en virtud de un decreto divino, por institución y creación santa según la voluntad de Cristo.

La Iglesia fundada por Cristo y depositaria de su palabra se dirige al individuo con autoridad.

«El que no escucha a la Iglesia, que. sea a vuestros ojos como un pagano o un pecador público». Es para cada individuo la órbita de su vida cristiana. En ella «no somos ya extraños, sino habitantes de una misma casa». Ella es el coro en el cual los individuos tienen su lugar asignado, una totalidad creyente, militante, oferente, celebrante. Es la unidad de la vida sagrada, en la cual todos participan; es el cuerpo, después de haber sido el seno que lo llevaba.

En ella, la potencia redentora de Dios se ha apoderado de las raíces del ser. En ella, ha comenzado a existir la nueva creación. Nuevos cielos y una nueva tierra; casi habría que decir una «nueva naturaleza», sólo entonces naturaleza verdadera, hecha posible por obra de la gracia.

La Iglesia es la esposa. de Cristo y la madre santísima de cada creyente. En la proclamación de la Palabra y en las fuentes del Bautismo, sus entrañas se abren, tiene lugar un nuevo nacimiento proveniente de Dios. A ella, y no a la existencia individual, es a quien pertenecen los «signos eficaces», los sacramentos; a ella es a quien pertenecen las formas y las reglas sagradas de la nueva existencia donde el individuo «penetra».

La Iglesia misma cree. Vive como creyente. La fe de la Iglesia tiene un carácter que le es propio, pues siendo una, es vasta y múltiple, llena de tensiones, de perspectivas lejanas que, sin embargo, constituyen un todo. La fe de la Iglesia se arraiga y realiza en otras estructuras del espíritu y del alma distintas de la fe del individuo. Posee una profundidad y una grandeza que le son propias, y está expuesta a crisis que también le son propias. Éste no es lugar para extenderse más sobre el particular.

En esa vida de la fe de la Iglesia es donde participa el individuo, aunque de manera diferente.

La Iglesia es el principio original de la vida individual; es el suelo que la sostiene., la atmósfera en la cual respira, y henos aquí de vuelta al punto en que nos hallábamos al comienzo de nuestro estudio y que todavía no podíamos admitir: la Iglesia es un todo viviente que penetra en el individuo. Es de ella de donde él extrae su vida, sin que tenga, sin embargo, necesidad de saberlo. Pero la Iglesia puede igualmente tomar distancias con respecto al individuo, recobrarse y erguirse frente a él, como depositaria de una autoridad santa. Es lo que hace cuando enseña, distingue, juzga, ordena.

Es a la Iglesia, no al individuo, a quien se confían la nueva existencia, la existencia cristiana, la enseñanza divina, el misterio de Cristo y el gobierno sagrado, así como le es conferida la fuerza creadora capaz de transmitir y propagar la fe. La misión de la Iglesia es completamente maternal: ella nos conduce, es a la vez el suelo que nos sostiene y la atmósfera en la cual respiramos. Si bien es verdad que a través de ella es Dios quien obra, es por mediación de la Iglesia como el individuo recibe el contenido de la fe y, con la autoridad que se le ha conferido, la que juzga. También en esto es Dios quien obra, pero sólo a través de ella, y no por el individuo, así se trate del mejor dotado y más inteligente. Es por mediación de la Iglesia como Dios enseña y como juzga la fe del individuo, según la sentencia: «el que no escucha a la Iglesia" que sea a vuestros ojos como un pagano o un pecador público».

Esta doble significación de la Iglesia ?vivir en cada creyente como éste vive en ella, e imponerse a él por sus enseñanzas y sus mandamientos? aparece en el caso del dogma con una claridad particular.

La Iglesia cree, y al principio le sucede igual que a aquél que vive sin darse cuenta, que actúa sin tener exacta conciencia de ello, pero que, si encuentra un obstáculo o un peligro, sí adquiere conciencia de lo que hace y su actitud cambia; reflexiona y se siente responsable. Igual sucede aquí. La Iglesia cree, sin darse cuenta de toda la riqueza contenida en su creencia. Vive sencillamente en el mundo de la fe, como la gente vive en el mundo de las cosas; vive con simplicidad en la historia de su fe, como el pueblo en el curso de su existencia natural. Pero he aquí que si al contacto de una tendencia en auge, o con motivo de crisis en las creencias religiosas de ciertos individuos o de ciertos grupos, se suscita un problema ?por ejemplo, el de las relaciones entre la gracia y la capacidad del hombre, o el del esencial misterio de la Eucaristía?, entonces hace lo que todo ser viviente que se siente en peligro: se refugia en sí ña y separa el verdadero sentido de las convicciones de la fe y los falsos postulados. Para hacer esto, puede presentar la doctrina con mayor precisión y fijada en una definición solemne, tal como los símbolos de la fe, que eran lo primero que se recitaba en el bautismo de los neófitos; o puede, asimismo, con lógica incisiva, establecer el distingo entre la verdad y el error, y entonces es ya el dogma propiamente dicho, la lex credendi, la regla de fe.

El «dogma» significa que la fe de la Iglesia adquiere una conciencia aguda de sí misma; que se separa de una concepción falsa y se fija a sí misma un significado preciso. El dogma no es, pues, otra cosa que la Iglesia misma creyente en el 'momento en que protege la vida de su fe, con claridad y rigor extremos, e impone al individuo la ».

Los dogmas persiguen siempre la siguiente finalidad: preservar en su interior el misterio de la Revelación. Lo que viene del Dios santo -incomprensible, Maestro de toda verdad, independiente del mundo no puede ser captado por el simple espíritu humano. Este misterio no sólo es inaccesible para el hombre, sino que saca al hombre de su presunción y le demuestra su desvío. En el fondo, todo error dogmático se yergue contra el misterio. En un sentido o en otro, procura, partiendo de uno u otro punto, resolver el misterio. Eso no aparece de inmediato. Siempre las herejías son difundidas por hombres muy religiosos; los indiferentes no inventan herejías. Los herejes son hombres que quieren el bien. Ven más a fondo que la generalidad; hacen resaltar lo que ha sido descuidado; luchan contra un debilitamiento de la vida cristiana o contra un abuso; son hombres serios y entusiastas. Por eso a menudo nos sentimos inclinados a simpatizar con ellos, de la misma manera que nos tienta el deseo de atacar a la autoridad que se les enfrenta, tanto más cuanto que los representantes de ésta frecuentemente no son las personalidades de mayor valía y que en la lucha contra el error las peores debilidad...: des humanas se ponen en evidencia. Por algo la palabra «ortodoxia» puede tener una resonancia tan penosa. Pero eso no impide que sea cierto lo que antes hemos sostenido, y la consecuencia final de la herejía., aun de la que se propaga con las mejores intenciones del mundo y que se apoya en las más nobles cualidades humanas, es, en definitiva, destruir el santo misterio y, por tanto, anular la fe.

La Revelación significa que la palabra de Dios. penetra en el ser humano; supera, por consiguiente, su espíritu. Ahora bien, esa trascendencia es la base de su salvación, e importa que el misterio sea preservado. Las herejías parten siempre de consideraciones particulares: de una idea, una actitud, una tendencia de una época dada; yeso a pesar de los pensamientos más profundos, de la crítica más sincera, de los más animosos impulsos. Finalmente, cuando las ideas y las actividades se han abierto camino, se comprueba que la estructura misteriosa de la verdad de la fe ha sido dislocada.

Es a eso a lo que se opone el dogma. Se dice a menudo: los dogmas son proposiciones racionales, traducción en conceptos de aquello que debe permanecer viviente. El que así habla no los ha comprendido. Ciertamente que los dogmas contienen conceptos y proposiciones abstractas; pero si miramos más de cerca y observamos cómo han sido. formuladas esas proposiciones y articulados esos diferentes conceptos, veremos que todo gira, para proteger al misterio, alrededor de éste. El dogma es un cerco firme e insalvable que protege la fuente, la profundidad, la vida.

El dogma se yergue frente al individuo. Es aquí donde la oposición de la Iglesia, de la cual hemos hablado, puede mostrar su arista más dura con respecto a ciertos individuos. Una de dos: o bien el creyente reconoce que la Iglesia es aquí la encargada de hablar, y Cristo en ella, y que aquél que escucha a la Iglesia escucha a Cristo, y comprende y admite que cada creyente «debe perderse para encontrarse», o bien lo rechaza todo. La fe individual rompe entonces con la comunidad, no solamente con la comunidad de un círculo determinado o de un grupo, de un movimiento, sino con la totalidad viviente de la Iglesia, y se torna realmente fe individual en el sentido despectivo de la palabra: fe particulatista, herejía.

Pero si aquél que se ve colocado ante la decisión reconoce que se trata de una prueba, si acepta lo que se le presenta, si es capaz de hacer con sinceridad el sacrificio, a menudo muy penoso, de olvidar su opinión personal ante el dogma, persuadido de que en el dogma es Cristo mismo quien habla en la voz de su Iglesia, entonces el dogma penetra en él. Penetra en él y formará parte integrante de su propia personalidad, a pesar de todas las cosas que le chocaban al principio exteriormente, con la dureza de roca de la que la Iglesia puede hacer gala en los momentos de lucha, unidas a todas las debilidades humanas, a la estrechez de espíritu, al despotismo, a la violencia, a la obstinación de los seres que quieren tener razón y triunfar, y a tantas cosas corrientes en circunstancias análogas. El dogma se convierte para él en espacio, orden, fuerza. Desde ese momento es el dogma el que determina su vida en todas sus dimensiones. Como un apoyo, lo sostiene y lo ilumina; es como el suelo donde se afirma, como su estructura viviente, y guía sus pasos en el mundo.

Ese choque con el dogma puede tener algo de humillante. El juicio y el sentimiento individual pueden oponerse de la manera más violenta a la «regla de fe» y a la forma humana en que se la propone; pero es difícil encontrar una. experiencia que sea de una fuerza tan serena e inquebrantable como aquélla en la. cual el creyente se apoya con el dogma y, fuerte en el dogma, afronta al mundo.

A menudo se ha opuesto la fe, facultad de intuición inmediata, capacidad combativa y creadora, al dogma, al cual se le reprocha enfriar y destruir la vida cristiana. Tal cosa puede acontecer, y o bien ya ha acontecido, y la fe viviente ha perecido, o bien no ha logrado identificarse con el elemento dogmático y ha continuado su propio camino. Por eso, todos los que representan al dogma tienen una responsabilidad tan grande. Pero la separación radical y la decisión del dogma se imponen. Lo exige la existencia histórica de la Iglesia, que pasa sin cesar de la espontaneidad inmediata a la toma de posesión de la conciencia y a la responsabilidad que de ello se desprende. Y la vida del individuo lo exige igualmente: pues por hermosa que sea la espontaneidad inmediata de la vida, llegará necesariamente el día en que haya de mantenerse firme, elegir, tomar partido. La fe comporta también madurez, carácter, gravedad. Bien comprendido y bien vivido, el dogma significa realmente el carácter en la fe. Al encontrarse con el dogma, la fe . espontánea y viviente puede sufrir una crisis; hay que resignarse a ese hecho inevitable. Pero si la fe sale victoriosa, si asimila el dogma, entonces adquiere un espíritu de decisión y una conciencia de su responsabilidad, de su alcance, que son de una importancia irreemplazable. No será preciso que pierda su fuerza viviente, pues ha podrá menos de ganar con la seriedad y los sufrimientos de la discusión.

Es así como se extiende y madura la fe, hasta que, poco a poco, el dogma penetra en la existencia y en la actitud del creyente. Penetra hasta el punto que, salvo en determinados momentos de advertencias y de peligro, obra sobre la existencia del creyente, no ya tan sólo como una orientación y una regla de conciencia, sino como un guía que lo conduce por el camino de una libertad magnífica.