La esencia de la moral cristiana
 
Aurelio Fernández
El mensaje moral de Jesús de Nazaret,
Palabra, Madrid 1988, pp. 378-389

 

 

Sumario

Introducción.- 1. ¿Qué es ser cristiano en el campo de la existencia?.- 2. El seguimiento de Cristo.- 3. Proceso de identificación con Cristo.- 4. La moral cristiana y la vida social

 

Introducción

Expuestas las características más sobresalientes de la moral predicada por Jesucristo, cabe hacer un esfuerzo por reducir a síntesis y delimitar la esencia de la moral cristiana. La cuestión responde a estas preguntas: ¿Qué es ser cristiano en el campo de la existencia? ¿Cuál es la configuración moral del cristianismo? O de otro modo, dadas las «características del mensaje moral predicado por Jesús», ¿qué es lo esencial y diferenciador de una vida que quiera encarnar ese programa moral?

Si se trata de vivir lo «esencial», quiere decir que debe encontrarse en todos, y no puede faltar en ninguna persona que quiera denominarse cristiana. Deben, pues, encarnarla no sólo los «perfectos», sino también cuantos se proponen vivir de acuerdo con ese mensaje moral; si bien, dadas las debilidades inherentes a la naturaleza humana, su logro pleno nunca será posible.

Esas preguntas no son meramente académicas, sino que se las formulan o están latentes en la mayor parte de los creyentes. De hecho, la hacen cuantos en un momento determinado de su vida se replantean su existencia cristiana. Tales se preguntan: «¿Qué debo hacer? No hay en esto novedad alguna, dado que así se dirigió a Jesus el «joven rico» (Mt 19,16) y la formularon a los Apóstoles los miles de hombres y mujeres que escucharon la primera predicación de San Pedro: «¿Qué hemos de hacer, hermanos?» (Hch 2,37). Juan Pablo II parte de ese encuentro con el joven rico y enseña:

«El coloquio de Jesús con el joven rico continúa, en cierto sentido, en cada época de la historia, también hoy. La pregunta "Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?" brota en el corazón de cada hombre, y es siempre y sólo Cristo quien ofrece la respuesta plena y definitiva» (VS, 25).

Pero en la cuestión que plantea a Jesús el joven, Juan Pablo II encuentra este profundo significado: «Más que una pregunta sobre las reglas que hay que observar, es una pregunta de pleno significado para la vida... Esta pregunta es, en última instancia, un llamamiento al Bien absoluto que nos atrae y nos llama hacia sí: es el eco de la llamada de Dios, origen y fin de la vida del hombre» (VS, 7).

En efecto, la respuesta moral está condicionada a la concepción que se tenga del hombre. Es sentencia común que existe una íntima relación entre antropología y moral, pues el tipo de conducta que se demande al hombre depende del concepto que se tenga de él. Pues bien, la moral cristiana deriva intrínsecamente de la antropología sobrenatural, por la cual el hombre, mediante el Bautismo, deviene a ser una «nueva criatura» (Ga 6,15; Rom 7,6; 2 Co 5,17); es decir, es un «hombre nuevo» (Ef 4,23-24).

1. ¿Qué es ser cristiano en el campo de la existencia?

En orden de esencialidad, el cristiano se define por la «vocación»: es el hombre que se siente «llamado por Dios». En esto se distingue de otras concepciones religiosas, en las que Dios es el proceso final de una búsqueda.

Es claro que Dios se manifiesta por las realidades de la naturaleza (teofanías cósmicas), o por los fenómenos del espíritu (teofanías humanas), o por el deseo que Dios puso en el corazón de los fundadores de las religiones universales. Pero en la religión cristiana, Dios ha tomado radicalmente toda la iniciativa. El cristianismo es esencialmente una Revelación de Dios. En la Biblia es «Dios quien busca al hombre». Por eso, se puede afirmar con todo rigor que en el cristianismo Dios no es el final de un hallazgo, fruto de la búsqueda, sino que está al principio como un encuentro o como respuesta a una llamada.

Esto es evidente ya en el Antiguo Testamento: Dios «llama» a la existencia a Adán (Gn 1,26), Y luego le «llama» verbalmente cuando peca (Gn 3,9); del mismo modo «llama» a Caín (Gn 4,9), a Abrahán (Gn 12,1), a Moisés (Ex 3,2) y a los Profetas. De un modo gráfico lo recordará Yahvé al profeta Isaías: «Yo te he llamado por tu nombre» (Is 43,1).

Este mismo proceder ?si bien de un modo eminente? se cumple en la vida histórica de Jesús, cuando sale a los caminos y llama a la gente: «Tú ven y sígueme» (Mc 1,17; 2,14; Lc 9,57-62). Por eso, cuando se despide de los Apóstoles, les encarga que «llamen» a otros para convertirlos en discípulos (Mt 28,19-20; Mc 16,15-16). Esto es lo que quiere decir San Pablo cuando afirma que la fe «viene por el oído» (Rm 10,17); es decir, la fe viene por la palabra de Dios que «llama» y es acogida fielmente por el hombre. La fe cristiana no toma origen en la razón que piensa, como la filosofía, sino en el oído que escucha y atiende a la «llamada» de Dios: es la prioridad de la palabra que llama sobre la razón que piensa y sobre la voluntad que busca.

Esa «llamada» ?vocación, de «vocare»? es precisamente una llamada para «seguirle»; pues «ser discípulo» no es «apuntarse» o «matricularse», sino que connota entrar y pertenecer a la «escuela» del maestro, aprender sus métodos, tener las mismas concepciones de la ciencia o del arte, los mismos «puntos de vista», etc. Es lo que realmente sucede en el campo humano y en todos los saberes: el gran cirujano que ha hecho escuela de medicina, el artista, el filósofo o el poeta. Quien se hace «discípulo» de esos «maestros» aprende sus métodos, sigue sus normas, acepta su doctrina, les imita en su modo de obrar, etc.

Del mismo modo, el que escucha la «llamada» de Dios y quiere seguirle, siendo discípulo de Cristo, entra en «su escuela» (en su vida) por el Bautismo, trata de «seguir sus pasos» (1 P 2,21) y procura «obrar como Él obró» (1 Jn 1,6; Jn 14,12).

2. El seguimiento de Cristo

Tratando de señalar más detalladamente los elementos que configuran la vida del cristiano, podríamos reducirlos a los siguientes momentos:

? Lo que inicia la vida cristiana es la vocación, o sea, la «llamada de Dios». Cristo ha tomado la iniciativa y le llama (1 Jn 4,10). Pero esa «llamada» requiere una «respuesta». Así lo expresa Juan Pablo II: «La vida moral se presenta como la respuesta debida a las iniciativas gratuitas que el amor de Dios multiplica en favor del hombre. Es una respuesta de amor» (VS, 10).

? Esa «llamada» es una invitación a seguirle, a acompañarle. Esto exige como condición la fe en Él, que es un don sobrenatural que Él mismo da gratuitamente (Jn 6, 28-29): «Es Jesús mismo quien toma la iniciativa y llama a seguirle... Por eso seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana» (VS, 19).

La «respuesta» postula la renuncia de ciertas cosas o situaciones: tal es el caso de los Apóstoles (Mc 1,16-20) Y de algunas «llamadas» especiales (Mt 19,21):

? El «seguimiento» se traduce en que aquel que le sigue se convierte en «discípulo» (Mt 4,18-22; Mc 1,16-20; Lc 5,11; Jn 15,7-8): «El discípulo de Jesús, siguiendo, mediante la adhesión por la fe, a Aqúel que es la sabiduría encarnada, se hace verdaderamente discípulo de Dios... Por tanto imitar al Hijo, que es "imagen de Dios invisible" (Col 1,15), significa imitar al Padre» (VS, 19).

? El «discipulado» exige, por la cercanía a la persona del Maestro, ser testigo de su vida y de sus palabras, y que le imiten, reproduciendo en su vida los ejemplos de Cristo (Rm 8,26-29). Jesucristo es la falsilla: eso significa el término «ípigrammon» (1 P 2,21) [6].

«No se trata solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir unos mandamientos, sino de algo más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre» (VS, 19).

? «Seguimiento» e «imitación» son equivalentes; pero la vida cristiana no consiste solamente en «imitar la vida de Cristo», sino en «identificarse con Él» (Ef 4,13), pues la nueva vida que ha recibido en el Bautismo postula y exige que se desarrolle, hasta el punto de que sea «otro Cristo» (Ga 2,20; Rm 6,5-11): «Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad más profunda. Ser discípulo significa hacerse conforme a Él, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz» (VS, 21).

En resumen, «llamada-respuesta», «seguimiento», «imitación» , «identificación» con la Persona de Cristo, son los grandes puntos de referencia que definen la moral cristiana, que, como la definió Pablo VI, es la ciencia que trata de ser cristiano en el campo de la existencia.

De aquí que el cristianismo no se mida exclusivamente por unas normas éticas que rijan la conducta, sino que se trata de un comportamiento que toca el núcleo de la persona. La razón última es de índole antropológica. En efecto, nuevamente conviene hacer alusión a la tesis comúnmente admitida y más arriba enunciada sobre la interrelación entre antropología y ética: ¡qué clase de conducta se demande al existente humano, depende de la concepción que se tenga de él! Pues bien, según la antropología sobrenatural, el cristiano por el Bautismo ha sido regenerado «por un semen no corruptible, sino incorruptible» (1 P 1,23), por ello «participa de la naturaleza divina» (2 P 1,4) y deviene a ser «nueva criatura» (Ga 6,15; 2 Co 5,17), pues «ha nacido de Dios» (1 Jn 2,29; 3,9). En consecuencia el bautizado es verdaderamente «hijo de Dios» (Rm 8,16-17), por lo que debe vivir conforme a su dignidad. El espíritu de filiación divina es, pues, la centralidad de la ética cristiana.

Por este motivo, la moral de Jesucristo es algo verdaderamente específico, que supone una nueva vida, dado que sitúa al que ha sido «llamado» en un ámbito nuevo de existencia. La gracia es vida sobrenatural que exige al cristiano «cambiar en novedad de vida» (Rm 6,4), hasta que «Cristo se configure en nosotros» (Ga 4,19): «Insertado en Cristo, el cristiano se convierte en miembro de su cuerpo... Bajo el impulso del Espíritu, el Bautismo configura radicalmente al fiel con Cristo..., dice San Agustín dirigiéndose a los bautizados: "hemos llegado a ser no solamente cristianos, sino el propio Cristo (...). Admiraos y regocijaos: ¡hemos sido hechos Cristo!". El bautizado, muerto al pecado, recibe una vida nueva: viviendo por Dios en Cristo Jesús, es llamado a caminar según el Espíritu y a manifestar sus frutos en la vida» (VS, 21).

Cuando e el hombre «se convierte en otro Cristo», es entonces cuando de verdad, «por Él, con Él y en Él» se glorifica al Padre (Jn 15,8). De este modo se logra ?si bien por otro camino? el planteamiento clásico de la teología moral: el fin último del hombre es la glorificación de Dios y la santidad que alcanza la persona mediante el desarrollo de las virtudes teologales y morales infusas, bajo la acción del Espíritu Santo. Pues la glorificación máxima de Dios es la que hace Cristo, a quien se asocian sus discípulos, los cuales, en virtud del Bautismo, participan de su vida y se esfuerzan, con la práctica de las buenas obras y la lucha ascética, en identificarse con Él?

3. Proceso de la identificación con Cristo

El cristiano, por el Bautismo, pertenece a un nuevo ámbito de existencia, dado que renace (Jn 3, 3), hasta el punto de llamarse y ser realmente «hijo de Dios» (Jn 3,1).

Esa comunicación de la vida divina, en virtud de la gracia santificante recibida en el sacramento, sitúa al bautizado en un nuevo orden de ser: es la «nueva criatura» (2 Co 5,17), es decir, es un «hombre nuevo» (Ef 4,24).

De este modo, el cristiano, según una célebre expresión patrística, está divinizado, pues «el espíritu de Dios está en nosotros» (Rm 8,9), nos «hemos revestido de Cristo» (Ga 3,27; Rm 13,14) Y «Cristo habita en nosotros» (Ef 3,17), dado que, por un «nuevo nacimiento» (Jn 3,3-15), hemos sido «hechos a imagen de Cristo» (Rm 8,29).

Eso explica la frase de San Pablo de que el cristiano es «otro Cristo» (Ga 2,19-20). Ahora bien, ese es el fin y el culmen de la moral cristiana: esforzarse, con la ayuda de la gracia y de los sacramentos, por desarrollar esa imagen de Cristo que ha recibido en el Bautismo. A pesar de que, como afirma Bergson, «las comparaciones se vengan», cabría hacer un paralelo con la vida corporal y psicológica de la persona. En efecto, al modo como cada individuo desarrolla la inteligencia, la voluntad, los sentimientos y la misma fortaleza física a partir de las potencias con que se ha nacido, pero que necesitan ser desarrolladas armónicamente para adquirir la madurez de la vida adulta, de modo semejante, el cristiano debe desarrollar esa vida nueva que ha recibido en el Bautismo.

El proceso de esa identificación con Cristo es único como una es la vida del hombre; pero, al modo como la psicología distingue en la persona humana varios componentes, del mismo modo cabe diferenciar diversos ámbitos en el proceso de la vida moral:

a) El cristiano debe acomodarse primeramente a un modo singular de pensar. Es decir, primero debe tratar de pensar no «según la carne» (2 Co 5,16-18), sino «pensar como Cristo» (1 Co 2,16). Esta nueva inteligencia de la que habla la Biblia es un conocimiento espiritual y sobrenatural (Rm 8,5-7; 1 Co 1,17-31). Ello connota el esfuerzo moral por «bautizar la inteligencia» y vivir la vida de fe, de modo que el creyente conforme su vida según «criterios» sobrenaturales.

b) «Convertida la inteligencia», el cristiano debe esforzarse por convertir el «corazón», es decir, la voluntad, teniendo el mismo querer de Cristo, hasta el punto de que, como aconseja San Pablo, «Jesús se posesione de nuestros corazones» (Ef 3,17). O sea, que el cristiano debe querer y tender a lo que quiera Cristo.

c) Pero el hombre no sólo es entendimiento, voluntad y libertad. Posee también la gran riqueza de la vida afectivo-sentimental. Ahora bien, la moral cristiana postula que también los sentimientos sean cristianos. Es lo que San Pablo exhorta cuando escribe a los fieles de Filipos: «Que tengáis los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,5).

d) Cuando el cristiano, de algún modo, haya transmutado todo su mundo interior, mudará también su forma de actuar. Su conducta se adecuará al modo del actuar de Cristo: «Todo lo que hagáis de palabra o de obra, hacedlo en nombre de Jesús» (Col 3,17; 1 Co 10,31).

En resumen: la moral predicada por Jesús consiste en que el ser del hombre se transforme en vida de Cristo. O, con otras palabras, que el hombre piense como Cristo, quiera como Cristo, sienta como Cristo y actúe como actuaría Cristo. El final será cuando esa transformación e identificación con Cristo sea tal, que el cristiano pueda decir como San Pablo: «No soy yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20).

Esa altura y exigencia de la vida moral cristiana puede dar vértigo, pero el creyente sabe que ese ideal vale la pena, y que para alcanzado no está solo, sino que tiene en sí el germen de la nueva vida y que para desarrollada cuenta con la ayuda del Espíritu Santo y de los Sacramentos. Aquí toman origen los llamados «principio pneumatológico» y «principio sacramental» de la moral cristiana, tal como se explican en la Teología Moral.

4. La moral cristiana y la vida social

Esa moral de la «identificación con Cristo» no es una moral negativa de anulación de lo humano ?como algunas morales orientales? porque lo espiritual «no mata lo humano», sino que lo sublima y eleva sobrenaturalmente. Tampoco profesa un individualismo ético que descuide las exigencias sociales y políticas de la fe, pues, tal como enseña el Concilio Vaticano II, «es preciso superar la ética individualista» (GS,30), sino que connota también graves exigencias morales en el ámbito de la convivencia humana.

El mensaje moral predicado por Jesús tiene inseparablemente unido la exigencia de la transformación social: también Cristo debe ser el centro del mundo. El «cristocentrismo» incluye al hombre y a la entera historia humana: «El Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, hecho Él mismo carne y habitando en la tierra, entró como hombre perfecto en la historia del mundo asumiéndola y recapitulándola en sí mismo. Él es quien nos revela que Dios es amor (1 Jn 4,8), a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, y, por tanto, de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor» (GS,38).

Para ello el cristiano debe esforzarse en que la realidad de la vida social: la convivencia entre los hombres, el campo de la cultura y de las relaciones económicas y sociales, etc., se configuren conforme al espíritu de Cristo.

San Pablo señala los efectos que el pecado ha producido en la naturaleza física: el mundo que salió bueno de las manos de Dios sufrió también las consecuencias del pecado original, y por eso grita «como mujer en parto», clamando por su liberación (Rm 8,18-22).

El cristiano vivirá una vida moral conforme al Evangelio esforzándose para que toda la naturaleza física y las relaciones sociales entre los hombres se desarrollen de un modo querido por Cristo. Es decir, la moral cristiana postula «restaurar todas las cosas en Cristo» (Ef 1,10). Por eso, siempre que entre los hombres existan relaciones de injusticia y de pecado, el creyente en Cristo ha de esforzarse para que «Dios esté en todas las cosas» (1 Co 15,28).

Esta «moral cristológica» ?personal y social? deriva del cristocentrismo que abarca a la creación entera, tal como enseña San Pablo: «Es preciso que Él reine hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo destruido será la muerte... y, cuando le queden sometidas todas las cosas, entonces el mismo Hijo se sujetará a quien a Él todo se lo sometió, para que sea Dios en todas las cosas» (1 Co 15,25-28).

«Como cristiano, tienes el deber de actuar, de no abstenerte, de prestar tu propia colaboración para servir con lealtad, y con libertad personal, al bien común» [3].

Pero este texto deja patente cómo el «cristocentrismo» personal y cósmico es esencialmente «teocéntrico». Y, aunque San Pablo en este texto no mencione de modo explícito al Espíritu Santo, sin embargo la moral cristiana, si bien se origina en el seguimiento e imitación de Cristo, es esencialmente teocéntrica y pneumatológica. En efecto, Cristo es el modelo, pero el Espíritu Santo presta la ayuda para «configuramos» con Él y posibilita entender sus enseñanzas morales [4]. Si en el presente libro se destaca el elemento cristológico, se explica por su origen, tal como se constata a lo largo de sus páginas.

En consecuencia, la vida del cristiano que se limita en exclusividad a identificarse personalmente con Cristo e ignore o descuide que ese mismo espíritu de Cristo debe impregnar las relaciones sociales, es evidente que no encarna el mensaje moral predicado por Jesucristo. Aquí se aúnan de nuevo el amor a Dios y el amor al prójimo, y se conjuntan y armonizan la entrega a Cristo y la dedicación plena a salvar y «redimir» el mundo.

La preocupación porque las enseñanzas de Jesucristo alcancen todos los ambientes de la vida social es lo que constituye la enseñanza continua de los Papas, hasta el punto de que Pablo VI llegue a afirmar que «el hombre es tan responsable del desarrollo (cultural, económico, etc.) como de su salvación» (PP,15).

Notas

[1] La «imitación de Cristo» como programa ético tiene un fundamento metafísico y antropológico, es decir, es antes una exigencia metafísica que un problema moral, pues parte del hecho de que el ser del hombre es «imagen de Dios», el cristiano goza de una cualidad más profunda: «ser-enCristo», tal como enseñan San Juan y San Pablo.

[2] «Identificarse con Cristo» sólo cabe interpretarlo si admitimos dos supuestos: que Cristo asume de modo eminente todo lo humano, es decir, que es «verus horno», y, a la vez, que el hombre ha sido «cristificado». De este modo se evita cualquier ascetismo riguroso que ponga en riesgo la libertad del hombre a la que conduce una ética espartana.

[3] San Josemaría Escrivá, Forja, Madrid 1996, n. 714.

[4] La moral católica refiere no sólo el mensaje trinitaria, sino el ser mismo de la Trinidad. El siguente texto de Tomás de Aquino es ilustrativo al respecto: «El Hijo vino en nombre del Padre... y como quien es Hijo del Padre. Análogamente el Espíritu Santo viene en nombre del Hijo... y como quien es Espíritu del Hijo... Así como el Hijo, viniendo en nombre del Padre, hizo que todos estén sometidos al Padre..., así también el Espíritu Santo nos configura con el Hijo... El efecto de la misión del Hijo fue conducir a los fieles al Padre, el de la misión del Espíritu Santo es conducimos al Hijo, el cual, siendo la Sabiduría engendrada, es también la Verdad misma... Por lo cual el efecto de esta misión, la del Espíritu Santo, es hacer a los hombres partícipes de la Sabiduria divina y conocedores de la Verdad. El Hijo nos entrega la doctrina, puesto que es el Verbo, el Espíritu Santo nos capacita para entenderla» [Sto. Tomás, In Ioan 14, lec. 6, n. 1157-1158].