Eficacia de la Muerte de Cristo


José Antonio Riestra
 


 

Satisfacción, merito y eficiencia de Cristo en la Redención

José Antonio Riestra

Cfr Ocáriz, Mateo-Seco, Riestra, El misterio de Jesucristo, 2ª ed. Eunsa 1993, pp. 404-435

Sumario

Introducción.- 1. La satisfacción por los pecados: a) El concepto anselmiano de satisfacción; b) Justicia y misericordia de Dios; c) La sustitución penal; d) La satisfacción vicaria; e) Satisfacción adecuada y sobreabundante; f) Una satisfacción infinita.- 2. El mérito.- 3. Cristo, causa eficiente de nuestra salvación.-

Introducción

La Redención es esencialmente la destrucción del pecado, y la reconciliación con Dios. Se trata, pues, de una realidad de gran riqueza teológica, que entraña en sí misma gran variedad de facetas, y un misterio cuya comprensión nos excede. La Sagrada Escritura utiliza diversas denominaciones y analogías, que se complementan entre sí, para referirse al modo en que la vida, la muerte y la glorificación de Cristo han operado nuestra redención. La redención tiene tantos aspectos como facetas tiene la liberación del pecado: si el pecado es una caída, la redención será levantar al caído; si el pecado es una enfermedad, la redención será un remedio; si el pecado es una deuda, la redención será un pago, una compra, un rescate; si el pecado es una falta, la redención será una expiación; si el pecado es una esclavitud, la redención será una liberación; si el pecado es una ofensa a Dios, la redención será una satisfacción, una propiciación, una reconciliación con Dios [69].

De todos estos aspectos incluidos en el concepto teológico de redención, tres se destacan como dignos de mayor atención: satisfacción, mérito y eficiencia. Cristo, ha satisfecho por nuestros pecados, ha merecido la nueva vida para nosotros y, como causa eficiente, produce en nosotros esa nueva vida de la gracia y de la gloria. No se trata de elementos desconectados entre sí, sino de tres aspectos del mismo y único misterio. La vida y la muerte de Cristo no sólo es victoria sobre el pecado, el demonio y la muerte, sino también verdadera expiación y satisfacción por el pecado; Cristo ha vencido el mal con su muerte precisamente porque con ella ha satisfecho y expiado por el pecado del hombre.

1. La satisfacción por los pecados

El valor satisfactorio de la vida y de la muerte de Cristo es, quizás, el aspecto de la Redención en el que se deba poner mayor empeño por hablar con exactitud, para no deformar su contenido teológico. Se habla del valor satisfactorio de la muerte de Cristo, para designar lo que esta muerte tiene de reparación a Dios por la ofensa cometida por la humanidad, es decir, de reparación y expiación por los pecados. Este es el sentido de la palabra satisfacción en el lenguaje teológico: reparación de la ofensa que supone el pecado mediante el ofrecimiento a Dios de un amor y de una obediencia hasta la muerte con los que Cristo borra la ofensa, la injusticia, el deshonor inferido por el pecado (cfr Rom 5,12-21) [70].

En la Sagrada Escritura es claro que la salvación que trae el Mesías está relacionada con el pecado de los hombres. El mesías se llamará Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados (Mt 1,21). En el Antiguo Testamento, se va destacando cada vez con mayor nitidez el valor redentor del dolor y de la muerte del justo, al mismo tiempo que se va subrayando la idea de su solidaridad con el pueblo. Los sufrimientos del justo, precisamente por su amistad con Dios, atraen las bendiciones divinas no sólo para sí, sino para el pueblo. Así p.e., Dios confirma sus bendiciones a Abraham y su descendencia en respuesta a su heroica obediencia. Este pensamiento llega quizás a su más elocuente formulación precisamente en el cuarto poema del Siervo de Yahvé (Is 52,13-53,12), donde se habla del valor redentor de los padecimientos del Siervo, que soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores (...) fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados (...) ofreciendo su vida en sacrificio por los pecados.

San Pedro alude a esta profecía, cuando recuerda que Cristo padeció por nosotros: El que no cometió pecado, y en cuya boca no se halló engaño; el que, al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba, sino que se ponía en manos de aquel que juzga con justicia; el mismo que, sobre el madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; con cuyas heridas habéis sido curados (1 Pet 2,22-24). Este mismo pensamiento ?el valor redentor del sufrimiento? se destaca también en los textos sacrificiales. Ambas líneas teológicas ?el valor expiatorio del sufrimiento del justo y el del sacrificio? convergen en la figura de Cristo, justo que sufre, y cuyo sufrimiento no sólo es expiación por los pecados del pueblo, sino también sacrificio redentor ofrecido a Dios, que convierte su sangre derramada en sangre que sella la nueva alianza (Lc 22,20) [71].

En el Nuevo Testamento, desde los primeros escritos, la muerte del Mesías aparece ligada al pecado de los hombres: Cristo murió por nuestros pecados (cfr 1 Cor 15,3; Rom 4,25; Gal 1,4), murió por los impíos (Rom 5,6), se entregó por nosotros para redimimos de toda iniquidad (Tit 2,14), murió por nuestros pecados, el Justo en favor de los pecadores (1 Pet 3,18), etc.

Aunque la Sagrada Escritura no utiliza el término satisfacción para referirse a la muerte de Cristo, sí utiliza conceptos equivalentes o que la comportan. Así p.e., morir Jesús en favor de los impíos o de los pecadores significa que es en la muerte de Cristo donde se produce la reconciliación de los pecadores con Dios, de forma que, por ello, la muerte de Cristo se convierte en rescate (lytrón), propiciación (ilasmos), y expiación (ilastérion) por nuestros pecados. El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (Mt 20,28); Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados (1 Jn 4,10).

Al hablar de la muerte de Cristo como satisfacción por nuestros pecados, no se debe olvidar que esta entrega de la muerte ?y el mismo Cristo? es don del Padre a los hombres. La satisfacción de que se habla no es, pues, primordialmente una obra humana, sino iniciativa divina. A este respecto es de particular importancia el texto de Rom 3,21-27: Mas ahora, sin la Ley, se ha manifestado la justicia de Dios (...); pues todos han pecado y todos están privados de la gloria de Dios, y ahora son justificados gratuitamente por su gracia, por la redención de Cristo Jesús, a quien ha puesto Dios como sacrificio de propiciación (...) para manifestación de su justicia, por la tolerancia de los pecados pasados, en la paciencia de Dios para manifestar su justicia en el tiempo presente y para probar que es justo y que justifica a todo el que cree en Jesús.

El concepto clave de este pasaje, concepto que delimita las coordenadas en las que ha de entenderse el concepto teológico de satisfacción, es el de «justicia de Dios». Con esta expresión se refiere aquí San Pablo a la santidad de Dios que se manifiesta causando la salvación y santificación de los hombres [72]. Una vez que todos han pecado y, por ello, se encuentran privados de la gloria de Dios, esta justicia se manifiesta en el hecho de que es el mismo Dios quien ha puesto a Cristo como sacrificio de propiciación y para justificar a todo el que cree en El. Quiere esto decir que es precisamente la muerte de Cristo la que hace posible que actúe la justicia de Dios, removiendo el obstáculo del pecado. Así pues, al hablar de la muerte de Cristo como satisfacción por los pecados, hay que tener presente que la iniciativa de la satisfacción es precisamente del Dios ofendido, lo que llama la atención hacia la necesidad de utilizar la analogía a la hora de hablar de la satisfacción como reparación del honor de Dios ofendido y, sobre todo, a la hora de hablar de la ira de Dios. Y, por supuesto, Cristo es ofrecido por la santidad de Dios como víctima de propiciación; en ningún momento se dice que haya sido puesto para ser castigado por nuestros pecados. La idea de substitución penal no aparece en el texto [73].

Esta iniciativa del Padre en la redención es vuelta a poner de relieve por San Pablo un poco más adelante: Dios probó su amor a nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros. Con mayor razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos salvados por El de la ira; porque, si siendo enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, ya reconciliados, seremos salvos en su vida. y no sólo reconciliados, sino que nos gloriamos en Dios por nuestro Señor Jesucristo, por quien recibimos ahora la reconciliación (Rom 5,8-11).

Como en el texto citado anteriormente, San Pablo habla de dos estados: aquél en que estábamos bajo la ira de Dios ?es decir, bajo el pecado?, y el nuevo estado en que estamos reconciliados con Dios. La causa de este nuevo estado ha sido la muerte del Hijo, que, por esta razón, ha de entenderse como redención y propiciación por nuestros pecados. Ha de entenderse, pues, que la muerte de Cristo es la que aparta la ira de Dios del pecador y, por tanto, la que ofrece algo a Dios que consigue la reconciliación del pecador. Este algo que se ofrece proviene del mismo Dios, que es quien ha tomado la iniciativa, para reconciliamos consigo en Cristo (cfr 2 Cor 5,18-22).

Los mismos elementos vuelven a aparecer en Rom 5, 12.17-21, en la contraposición de Cristo y Adán. En este lugar, San Pablo apunta a lo que hay de personal en el pecado de Adán y en la satisfacción operada por Cristo: frente a la desobediencia, una obediencia hasta la muerte; una obediencia con la que Cristo tributa al Padre un supremo acto de culto, indiscutiblemente de mayor valor y de frutos más grandes que, en sentido negativo, pudo tener la desobediencia de Adán. Lo que borra la desobediencia de Adán no es un castigo que recaiga sobre las espaldas de Cristo y con el cual la ira de Dios se sienta satisfecha, sino un acto moral de valor infinito de Cristo que, como Cabeza de la humanidad y solidario con sus hermanos los hombres, con su obediencia, rinde a Dios un homenaje de total adoración, borrando con ella la desobediencia adamítica. Es decir, la esencia de la satisfacción no es la expiación, aunque la muerte de Cristo haya tenido también valor expiatorio.

Esta obediencia hasta la muerte ha sido dolorosa. Cristo es así la víctima propiciatoria por los pecados de los hombres: El es víctima de propiciación por nuestros pecados (1 Jn 2,2); ha sido puesto por Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre (Rom 3,25). De forma que San Pablo puede afirmar con términos fuertes, que a quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en El (2 Cor 5,21) [74]. De ahí que, si bien no se puede decir que Cristo sufrió un castigo, en el sentido estricto del término, sí hay que decir que tomó sobre sí nuestras iniquidades y que padeció esos sufrimientos por nuestros pecados (cfr Gal 3,13). La satisfacción dada por Cristo incluye, pues, una auténtica expiación. Somos salvados en su sangre derramada; su dolor y su muerte ?el hecho de que hayan sido elegidas como camino para la salvación? están en relación con el dolor y la muerte debidos por nuestros pecados, y son razón de que su muerte se pueda llamar expiación por los pecados de los hombres.

Este tema ha sido habitual en la patrística, a la hora de hablar de la muerte de Cristo y de su carácter redentor en el comentario de los textos correspondientes de la Sagrada Escritura [75]. Así por ejemplo, Eusebio de Cesarea (? 339-340) afirma que el Cordero de Dios «ha soportado por nosotros tormentos y suplicios que no merecía ?nosotros sí que los merecíamos por la multitud de nuestros pecados?, ya que aceptaba por nosotros la muerte, los azotes, los oprobios merecidos por nosotros; transfiriéndolos a El, atrajo sobre sí mismo la maldición debida a nosotros, siendo salvación para nosotros. ¿Qué fue sino el sustituto de nuestra vida?» [76]. San Ambrosio recuerda que Jesucristo «satisfacía al Padre por nuestros pecados» [77]. San Agustín comenta que «si Cristo no hubiera pagado lo que no era deuda suya, no nos habría liberado de nuestra deuda» [78].

En los Símbolos se destaca el carácter expiatorio de la vida y de la muerte de Cristo, quien «por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo...» [79], «que padeció por nuestra salvación» [80]. Y el Concilio XI de Toledo enseña: «Concebido sin pecado alguno según la verdad evangélica, nacido sin pecado, sin pecado es creído que murió el que solo por nuestros pecados se hizo pecado (2 Cor 5,21), es decir, sacrificio por nuestros pecados. Y sin embargo, salva su divinidad, padeció su pasión por nuestras culpas...» [81]. Jesucristo murió «para que la naturaleza perdida por Adán fuese reparada por El» [81]; «se ofreció a Si mismo como sacrificio por nosotros» [83].

Sin embargo, aunque en los textos del Magisterio es frecuente la afirmación de que Cristo muere para reparar la naturaleza humana herida por el pecado de Adán, el término satisfactio no es utilizado para referirse a la Pasión de Cristo hasta el Concilio de Trento y sólo de forma indirecta. Al tratar de las causas de la justificación, dice de Cristo que es la causa meritoria de nuestra justificación, porque «con su santísima Pasión en el leño de la cruz nos mereció la justificación y satisfizo al Padre por nosotros» [84]; y al hablar de la satisfacción como acto del penitente, dice: «Añádase a esto que al padecer en satisfacción por nuestros pecados, nos hacemos conformes a Cristo Jesús, que por ellos satisfizo (Rom 5,10; 1 Jn 2,1-2) (...). A la verdad, tampoco es esta satisfacción que pagamos por nuestros pecados, de tal suerte nuestra, que no sea por medio de Cristo Jesús...» [85].

A partir de aquí es frecuente encontrar en los textos del Magisterio la palabra satisfacción referida al modo como Cristo nos redime del pecado. «El Unigénito de Dios ?escribe León XIII?, hecho hombre, satisfizo ubérrima y cumplidamente con su sangre al Dios ofendido por los hombres» [86]. El misterio de la Redención es ?dice Pío XII? «un misterio del amor justo de Cristo a su Padre celestial, a quien el sacrificio de la Cruz, ofrecido con amor y obediencia, presenta una satisfacción sobreabundante e infinita por los pecados del género humano» [87].

El concepto de satisfacción forma parte integrante de la doctrina sobre el misterio de la Redención, y no debe omitirse en la explicación teológica [88]. «Jesucristo, Hijo de Dios vivo, se ha convertido en nuestra reconciliación ante el Padre (cfr Rom 5,11; Col 1,20). Precisamente El, solamente El, ha dado satisfacción al amor eterno del Padre, a la paternidad que desde el principio se manifestó en la creación del mundo (. . .); e igualmente ha dado satisfacción a la paternidad de Dios y al amor, en cierto modo rechazado por el hombre con la ruptura de la primera Alianza (cfr Gen 3,6-13) Y de las posteriores que Dios ha ofrecido en diversas ocasiones a los hombres (cfr IV Prex Eucharistica)» [89].

a) El concepto anselmiano de satisfacción

Aunque en la Sagrada Escritura y en la Tradición estaba claro el valor expiatorio de los padecimientos de Nuestro Señor y, por tanto, se entendía la muerte de Cristo como una reparación por nuestros pecados, sólo con S. Anselmo adquiere el término satisfacción la importancia y la orientación de cariz marcadamente juridicista que recibirá en el Medioevo. A diferencia de Pedro Abelardo quien, al hacer hincapié en que Cristo nos ha salvado por su palabra y por su buen ejemplo, parece ser que no admite que la muerte de Cristo sea una auténtica satisfacción por nuestros pecados [90], S. Anselmo intenta demostrar rationibus necessariis la Encarnación del Verbo, apoyándose en la necesidad que el hombre tenía de ser redimido por Cristo. Para ello insiste en la infinitud del pecado ?por ser ofensa de Dios infinito? y en las exigencias de la justicia divina hasta el punto que parece que el mismo Dios se ve necesitado por su justicia a exigir una satisfacción ex toto rigore iustitiae, y, por tanto, una satisfacción que sólo puede ser ofrecida por alguien cuyos actos tengan valor infinito, es decir, por el mismo Hijo de Dios. En consecuencia, las condiciones requeridas para la Redención exigirían la Encarnación del Verbo, que era el objetivo principal del tratado anselmiano [91].

Este propósito, rígidamente seguido con una concepción demasiado jurídica de la satisfacción y una concepción del honor divino ofendido que parece tomada de la concepción feudal del honor, compromete la validez de la teoría anselmiana de la satisfacción [92]. Santo Tomás corregiría esta teoría hablando no de la necesidad de la satisfacción, sino de su conveniencia. Para la salvación del género humano, la muerte de Cristo fue el camino más conveniente a la justicia y a la misericordia divina: a la justicia, porque por su Pasión Cristo satisfizo por los pecados de todo el género humano y así el hombre fue librado por la justicia de Cristo; a la misericordia de Dios porque, siendo el hombre incapaz de satisfacer por sí mismo, Dios le dio a su Hijo para que satisfaciese, y esto fue más misericordioso ninguna satisfacción [93].

Con esta modificación de Santo Tomás, la doctrina anselmiana es aceptada universalmente. De hecho esta modificación es sustancial, si se tienen en cuenta tres puntos capitales: de una parte, se salva la gratuidad y la libertad de la Encarnación, así como la de la Redención; de otra parte, se considera la satisfacción ofrecida por Cristo como fruto de la justicia y de la misericordia divinas, con lo que se utiliza un concepto teológico de justicia, lejano de una consideración jurídica; finalmente, en toda la doctrina de Santo Tomás sobre la satisfacción se encuentra subyacente, como fundamento, la afirmación de la solidaridad de Cristo con el género humano. En efecto, a la objeción de cómo es posible que alguien ofrezca satisfacción por otro, contesta: «La Cabeza y los miembros forman como una persona mística. En consecuencia, la satisfacción de Cristo pertenece a todos los fieles como a sus miembros» [94].

b) Justicia y misericordia de Dios

Hablar de la Redención en su aspecto de satisfacción implica hablar de la justicia de Dios. Ya hemos considerado la justicia de Dios como causa de la Redención: se trataba de la justicia de Dios en su aspecto de santidad santificante, tan destacado por San Pablo. A esa justicia divina se debe la iniciativa de la Redención. Es la acepción de justicia que veíamos usada por Santo Tomás en el párrafo anterior: la elección de la satisfacción como el modo en que se realizase la redención era lo más conveniente a la justicia y a la misericordia divinas. Pero el concepto satisfacción pide ser contemplado también a la luz de la justicia divina en su sentido de justicia que exige el restablecimiento del orden destruido, la reparación de la ofensa. En efecto, de una forma o de otra, la satisfacción comporta la idea de una reparación relacionada con algo exigido por la justicia vindicativa.

Al hablar de esta justicia en Dios, han de evitarse los riesgos de un inoportuno antropomorfismo que concibiese la justicia divina en forma unívoca con la justicia humana, o peor aún, que confundiese la virtud de la justicia con el legalismo jurídico. No debe olvidarse que la justicia existe en Dios en forma eminente [95], y que es infinitamente perfecta con la plenitud de la santidad, ya que, en Dios, «la justicia se funda sobre el amor, mana de él y tiende hacia él (...). La justicia divina revelada en la cruz de Cristo es a medida de Dios, porque nace del amor y se, completa en el amor, generando frutos de salvación» [96].

Este concepto teológico de la justicia divina ?incluso en su aspecto de justicia que premia y castiga?, exige que se aplique correctamente a la Redención la categoría de satisfacción. Se trata de un concepto teológico, que tiene algún parecido con lo que se entiende en el lenguaje común como reparación de la ofensa, («aplacar la ira del ofendido»), y, al mismo tiempo, tiene una gran diferencia.

En efecto, en el caso del pecado del hombre, la «ira del ofendido», es decir, la ira de Dios, se manifiesta en que él mismo ofrece a su propio Hijo para que el mundo no perezca (cfr Jn 3,16-17). Como es sabido, no se puede hablar de la existencia de la ira en Dios más que en sentido metafórico [97], ni de su justicia más en la santidad divina [98]. La «ira» de Dios ante el pecado ¡del hombre no sólo es compatible con su justicia, sino con la fidelidad al amor del que brota la creación. En Cristo agonizante y muerto «se ha revelado de un modo nuevo y más admirable la verdad fundamental de la creación que testimonia el libro del Génesis cuando repite varias veces: Y vio Dios ser muy bueno (...). El Dios de la creación se revela como Dios de la redención, como Dios que es fiel a sí mismo (cfr 1 Tes 5,24), fiel a su amor al hombre y al mundo, ya revelado el día de la creación. El suyo es amor que no retrocede ante nada de lo que en él mismo exige la justicia» [99].

c) La sustitución penal

Como ya se indicó anteriormente, el pensamiento de que Cristo es castigado en nuestro lugar se encuentra en el centro de la soteriología de los primeros reformadores [100]. Se denomina esta teoría sustitución penal. Dos ideas se encuentran presentes en ella: que Cristo es castigado ?sus dolores tienen carácter de auténtico castigo de Dios inferido a Cristo?, y que es castigado en nuestro lugar. Esta concepción está en estrecha dependencia de la típica concepción luterana de que tanto la justicia como el pecado pueden ser imputados desde fuera al hombre, es decir, son puras denominaciones legales. En consecuencia, se considera que a Cristo, absolutamente inocente, se le puede imputar el pecado hasta el punto de que realmente deba ser castigado por ese pecado [101]. En ese caso, la satisfacción ofrecida por Cristo sería meramente una sustitución penal: la justicia vindicativa de un Dios colérico habría recaído sobre un Cristo inocente, que habría sustituido de este modo a la humanidad pecadora para expiar las penas que los pecadores habían merecido [102].

La teoría de la sustitución penal es inaceptable como explicación de la Redención. No se puede pensar, en efecto, que la esencia del acto redentor consista en que el Padre haya descargado sobre Jesús, inocente, los sufrimientos y la muerte como castigo de los pecados de los hombres. Una «sustitución penal» de este tipo (castigar a un inocente en vez de castigar al culpable) estaría en contradicción con la infinita justicia de Dios y, además, sería incompatible con la complacencia del Padre manifestada en el Bautismo y la Transfiguración de Jesús: Este es mi hijo amado, en quien tengo mis complacencias (Mt 3,17; cfr Mt 17,5). Un Dios que castiga al inocente en lugar del culpable no sería ni justo, ni misericordioso, sino arbitrario [103]: no sería Dios. La realidad es que, en cuanto tal, la teoría de la sustitución penal, junto con los fundamentos en que se apoya y de los que es inseparable, se opone a elementales principios de sentido común. En efecto, el pecado es un acto personal, de tal forma que no tiene sentido imputado a quien no lo ha cometido, pues no se puede imponer desde fuera lo que esencialmente es una actitud libre e intransferible. Tampoco tiene sentido castigar a un inocente en vez del culpable; quien pretendiese satisfacerse así de la ofensa que se le hubiese inferido debería ser calificado de irracional [104].

La teoría de la sustitución penal fue mantenida insistentemente por las Confesiones surgidas de la Reforma. Fausto Socino (? 1604) reacciona contra ella, pero no sólo critica la idea de sustitución penal, sino que niega además el carácter objetivo de la Redención, es decir, niega que Cristo, nuevo Adán, por el infinito amor con que obedece al Padre soportando incluso la muerte, repara objetivamente nuestra desobediencia. Socino, negándole a la muerte de Cristo su carácter satisfactorio, reduce su valor redentor al de un mero «modelo», a un simple «ejemplo» de caridad que mueve al hombre a imitar su vida [105]. En la misma línea de rechazo de una redención objetiva se movía el protestantismo liberal de Schleiermacher (1786-1834), Ritschl (1822-1889) y Sabatier (1839-1901), para quien la Pasión del Señor se reduce a «la más poderosa llamada al arrepentimiento que la humanidad haya oído jamás» [106]. Esta reducción de la Redención a mero influjo moral ?en cuanto ejemplo a los hombres?, negándole su carácter objetivo de expiación, influye en los modernistas, quienes atribuyen a San Pablo la doctrina de la muerte expiatoria de Cristo y, en consecuencia, niegan que Cristo tuviese conciencia del carácter sacrificial de su muerte, o hablase de ello [107].

d) La satisfacción vicaria

Las inexactitudes que acompañan a la doctrina de la satisfacción cuando no se tiene en cuenta la analogía con que han de utilizarse las palabras ?satisfacción, pena, etc.? a la hora de trasladadas del terreno jurídico al teológico, y el justo rechazo de la teoría de la sustitución penal, no justifican, sin embargo, la omisión del concepto de satisfacción como parte integrante de la doctrina de la Redención. Los textos de la Sagrada Escritura, algunos de los cuales hemos citado, no permiten que se minimice lo que la muerte de Cristo tiene de precio, expiación, propiciación, rescate y sacrificio por los pecados de los hombres. Por parte del Padre, no hubo acto ninguno de justicia vindicativa ?de venganza o castigo?, respecto a Cristo por los pecados de los hombres; sin embargo Cristo, con su muerte, expió los pecados, y el Padre aceptó esa expiación voluntaria ofrecida por Cristo, como satisfacción por los pecados de los hombres. Es el Padre mismo el que pone en el corazón de Cristo la caridad necesaria para la entrega de la propia vida por la salvación de los hombres [108]. Pero la entrega es real y dolorosa; no se puede minimizar lo que la cruz tuvo de dolor y de oprobio (cfr Hebr 12,2), de satisfacción expiatoria.

El valor satisfactorio de la muerte de Cristo aparece con mayor nitidez, cuando se considera que ?como ya se ha señalado? el aspecto esencial de la satisfacción no es la expiación de las penas mediante el sufrimiento, sino el amor y la obediencia. Cristo satisfizo por nuestros pecados principalmente ?esencialmente? ofreciendo al Padre un amor y una obediencia tales que reparaban sobreabundantemente la desobediencia y la falta de amor que implica el pecado. Por esta razón, no sólo la Pasión y la Muerte de Jesús, sino su vida entera, todos y cada uno de sus actos humanos, tuvieron valor satisfactorio, porque todos fueron expresión de su amor y obediencia al Padre (cfr Jn 4,34; 8,29). Amor y obediencia que se manifestaron de un modo supremo en la Cruz (Fil 2,8).

Frecuentemente, se considera que la satisfacción necesariamente incluye un aspecto penal ?penoso? de expiación. Si se utiliza este lenguaje, cabría decir que no todas las obras de Cristo fueron satisfactorias, pues no todas comportaron sufrimiento. Aunque sería más adecuado afirmar que todas las acciones humanas de Jesús tuvieron dimensión expiatoria, tanto porque se encuentran ligadas a la cruz formando con ella una unidad salvífica, cuanto por el estado de kénosis ?de estado pasible? presente en todas ellas. En cualquier caso, es claro que, en definitiva, el valor de la satisfacción no depende de la magnitud de los sufrimientos, sino de la grandeza del amor y de la obediencia con que se padecen.

Como explica Santo Tomás, «propiamente hablando satisface por la ofensa el que devuelve al ofendido algo que éste ama tanto o más de cuanto aborreciera la ofensa. Ahora bien, Cristo, padeciendo por caridad y obediencia, ofreció a Dios algo más grande que lo exigido en compensación por las ofensas del género humano: primero, por la magnitud de la caridad con que padecía; segundo, por la dignidad de su vida que entregaba como satisfacción y que era la vida del Dios-Hombre; y, tercero, por la amplitud de su Pasión y la magnitud del dolor que sufrió» [108].

A esta reparación de que venimos hablando se le suele denominar satisfacción vicaria, es decir, satisfacción ofrecida en nuestro lugar, reparación por pecados ajenos [109]. En cierto sentido, lo que se dice con esta expresión es bien sencillo: Cristo era absolutamente inocente y, por tanto, no ofreció su vida en reparación por pecados propios; la entregó, en cambio, como expiación por los pecados de los demás hombres. Esto es lo que significa, p.e., que su sangre es derramada para la remisión de los pecados (cfr Mt 26,28). Esta satisfacción vicaria no debe confundirse con la sustitución penal: ni a Cristo se le imputa nuestro pecado, ni Cristo es castigado como si fuera culpable; el Señor borra nuestra desobediencia con su obediencia, nuestro desamor con su amor. No nos sustituye, sino que nos toma sobre sí ?se une en cierto modo a cada hombre?; no satisface en vez de nosotros, sino como nuestra Cabeza.

La Redención, en efecto, es llevada a cabo por alguien que no sólo no es ajeno a los hombres, sino que guarda con cada hombre una relación especial. Cristo no sólo es perfecto hombre, sino nuevo Adán. Como enseña San Pablo, por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte. Pero donde abundó el delito sobreabundó la gracia, de forma que por la justicia de Jesucristo llega a todos la justificación de la vida, pues como por la desobediencia de uno muchos fueron los pecadores, así también por la obediencia de uno muchos serán hechos justos (cfr Rom cp. 5) [111].

La capitalidad de Cristo sobre el género humano, su unión con todo hombre, es la perspectiva en que ha de situarse cuanto se diga de la Redención [112]. En esta capitalidad se manifiesta en grado supremo su solidaridad con los hombres, que es un misterio cuya existencia está claramente afirmada en el Nuevo Testamento (cfr p.e., Rom 5,12 ss; Col 1,13-20) [113], y a cuya profundidad podemos acercamos a la luz del misterio mismo de la Encarnación: «La subsistencia en Cristo de la Persona divina del Hijo, la cual supera y al mismo tiempo abraza todas las personas humanas, hace posible su sacrificio redentor "por todos"» [114]. La solidaridad y capitalidad de Cristo sobre todos los hombres es, pues, consecuencia de la misma encarnación del Verbo: del Verbo eterno en el que el Padre dice todas las criaturas (creación por y en el Verbo, según Jn 1,3 y Col 1,16-17) [115], y que al hacerse hombre abraza, ante el Padre, a todos los hombres.

La encarnación implica no sólo que Cristo es verdadero hombre, sino que toma sobre sí el peso de la historia. Cada hombre lo hace al nacer: desde el nacimiento, se está unido por lazos misteriosos con los antepasados, con el propio pueblo, con todos los hombres. La solidaridad entre los hombres adquiere niveles más profundos cuando se la mira desde la teología: pecado original y comunión de los santos son dos verdades que constituyen buena muestra de esto. La solidaridad de Cristo con la humanidad se encuentra situada a un nivel aún más alto, único: El es el nuevo Adán, relacionado capitalmente con el género humano aún más estrechamente que el primer Adán: «Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor (...). En El, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre» [116].

Al unirse misteriosamente a todo hombre, Aquel que no conoció el pecado fue hecho pecado (cfr 2 Cor 5,21); tomó sobre sí amorosamente nuestra historia hasta tal punto que, sin haber pecado, el pecado le afectaba; nuestros pecados eran, en cierto modo, pecados del Cordero santo e inmaculado en atención a nuestra unión con El, y su satisfacción nuestra satisfacción. Es en el Corazón de Cristo donde Dios reconcilia el mundo consigo (cfr Col 1,20). Hombre verdadero, amando al Padre con caridad infinita, Cabeza del género humano, sintiendo como propios todos los pecados de quienes son sus miembros, Jesús arde en deseos de reparar, de satisfacer, de borrar nuestra desobediencia con su obediencia. Así el amor y la adoración de Cristo al Padre se expresan en satisfacción, reparación, sacrificio.

Toma sobre sí amorosamente el Señor las consecuencias que, en medio de una generación perversa y adúltera (cfr Mt 12,39), siguen inevitablemente a la predicación clara del reino de Dios. Padecerá hasta el extremo la persecución propter iustitiam; y en su fidelidad de testigo del Padre consumará su vida en sacrificio. «A Cristo ?escribe Tomás de Aquino? se le dio gracia no sólo en cuanto persona singular, sino en cuanto es cabeza de la Iglesia, para que de El redundase a los miembros. Por esta razón las obras de Cristo son en lo que respecta a El y a sus miembros como las obras de otro hombre ?constituido en gracia? con respecto de sí mismo. Ahora bien, es claro que quien en estado de gracia padece por la justicia, merece para sí mismo la salvación, según aquello de Mt 5,10: bienaventurados los que padecen persecución por la justicia. Por tanto, Cristo no sólo mereció para sí la salvación, sino para todos sus miembros» [117].

e) Satisfacción adecuada y sobreabundante

La satisfacción ofrecida por Cristo al Padre se caracteriza por ser una satisfacción vicaria en razón de su capitalidad sobre la humanidad. Se trata, pues, de una vicariedad que sólo Cristo puede realizar, pues sólo El es Cabeza del género humano. Esta satisfacción se caracteriza, además, por ser adecuada y sobreabundante.

Se entiende por satisfacción adecuada aquella que compensa proporcionalmente la ofensa; en cambio, se llama inadecuada, cuando en sí misma no es una compensación proporcional, sino que es suficiente sólo por la benignidad de la persona ofendida, que se da por compensada con ella. Utilizando un lenguaje clásico, se puede decir que se entiende como satisfacción adecuada aquella que repara objetivamente la ofensa inferida en toda su intensidad.

En este sentido, al considerar la satisfacción ofrecida por Cristo, es necesario considerar también aquello por lo que se ofrece: el pecado de la humanidad. Por mucho que se quiera evitar el «juridicismo», no es posible tratar de la Redención, sin tener en cuenta la dimensión del pecado como ofensa a Dios y como perturbación del orden de la creación querido por Dios. Los textos de la Sagrada Escritura que hablan del pecado como ofensa a Dios son muy numerosos y claros. Y, por otra parte, decir que Dios no se ofende gravemente con nuestros pecados equivale a negar no sólo la justicia de Dios, sino su amor [118].

Conviene insistir en que, al hablar así, es necesario no olvidar que estamos utilizando un lenguaje analógico, dado que en Dios ?que es amor (1 Jn 4,8)?, la justicia se identifica con su santidad, y brota del mismo amor. Pero la analogía no es equivocismo. Misteriosa y realmente el pecado es una ofensa a Dios. Esta ofensa, en cierto sentido, es infinita, dada la infinitud del Amor que rechaza, de la Santidad a la que se opone. De ahí que, al hablar de la satisfacción por el pecado, se diga que sólo una satisfacción de valor infinito puede compensar adecuadamente lo que, objetivamente, el pecado tiene en sí mismo de ofensa a Dios.

Sea lo que sea de las exageraciones y de las deformaciones a que haya podido dar lugar, fue mérito de San Anselmo de Canterbury poner de relieve la relación de la satisfacción ofrecida por Cristo con la gravedad de la ofensa inferida por el hombre. A la infinita gravedad del pecado, corresponde la exigencia de una satisfacción infinita [119]. En consecuencia, sólo el Hombre-Dios podía ofrecer una satisfacción infinita, pues sólo los actos de un Hombre-Dios tienen valor infinito. Santo Tomás limó las aristas de la teoría anselmiana, manteniendo lo acertado de la intuición de fondo, pero suavizando sus aspectos jurídicos, realzando el aspecto moral del pecado en cuanto afecta a las relaciones interpersonales entre el hombre y Dios, y destacando lo que San Anselmo no destacó: la soberana libertad de Dios a la hora de elegir el camino para salvar al hombre. La satisfacción operada por Cristo aparece así como conveniente para la salvación del hombre, pero no como necesaria [120]. Esta satisfacción es necesaria sólo en la hipótesis de que se quiera una reparación adecuada del pecado, es decir, ex toto rigore iustitiae. En esta hipótesis ?y sólo en esta hipótesis?, se puede decir que, para la salvación del género humano, era necesaria una satisfacción ofrecida por Cristo, Sólo una satisfacción de este género es adecuada, en efecto, a la gravedad del pecado. Pero ni la Encarnación era necesaria para la salvación (Dios podía salvar a los hombres de muchos otros modos), ni la muerte de Cristo era necesaria para una perfecta satisfacción, como parece defender San Anselmo [121].

La satisfacción ofrecida por Cristo no sólo fue adecuada, sino sobreabundante. Se significa con esto que Cristo ofreció al Padre mucho más de lo que era necesario para una satisfacción adecuada por nuestros pecados. En efecto, cualquier acto de amor y de obediencia de Cristo era suficiente para tal satisfacción, porque el amor de su voluntad humana era el máximo posible, y porque tenía un valor, en cierto modo, infinito, en cuanto que era un acto humano de una Persona divina. Por esto, «Cristo derrama su sangre abundantemente, aunque una sola gota de aquella sangre, en razón de la unión hipostática, hubiera sido suficiente para rescatar a la humanidad entera» [122].

Esta verdad es tema frecuente en la predicación cristiana de todos los tiempos. Así, p.e., decía San Cirilo de Jerusalén en el a. 348: «La injusticia de los pecadores no fue tan grande como la Justicia de Aquel que murió por nosotros. Nosotros no tenemos tantos pecados cuanto excelencia por su Justicia Aquel que dio su vida por nosotros» [123]. La satisfacción de Cristo no sólo fue sobreabundante en este aspecto, sino que también fue sobre abundante en referencia a sus efectos: Allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rom 5,20), que es lo mismo que decir que Cristo restituyó al hombre a un estado de gracia superior al que tenía Adán antes de la caída.

f) Una satisfacción infinita

Decir que la satisfacción realizada por Cristo es una satisfacción adecuada e incluso sobreabundante a la gravedad del pecado, implica afirmar que la obra realizada por Jesús tiene un valor infinito. Esto plantea un cuestión ulterior: cómo entender esta infinitud.

Durando, Escota, Biel y otros teólogos cercanos al nominalismo estiman que la satisfacción ofrecida por Cristo es una satisfacción adecuada, sobreabundante y de valor infinito; pero entienden que esta infinitud le viene no de su valor intrínseco, sino desde fuera, es decir, del valor que el Padre le otorga, de la graciosa aceptación por parte de Dios [124]. Según esto, las obras de Cristo tendrían sólo un valor limitado y, si su muerte tuvo un valor satisfactorio infinito, fue porque Dios lo aceptó así. Esta postura es coherente con su afirmación en torno al carácter finito del pecado en cuanto ofensa a Dios.

Santo Tomás, San Buenaventura y gran parte de los teólogos piensan, en cambio, que las obras de Cristo tienen un valor infinito por sí mismas. El pecado, escribe Santo Tomás, «tiene cierta infinitud por razón de la infinita majestad de Dios» y, en consecuencia, «para la satisfacción perfecta es preciso que la obra satisfactoria tenga una eficacia infinita, como, por ejemplo, la del Hombre-Dios» [125].

El valor infinito de las obras satisfactorias de Cristo tiene su fundamento en la unión hipostática, pues las acciones se atribuyen a la persona, es decir, es el mismo Verbo el que sufre en su Humanidad [126]. Ciertamente, sus obras humanas, consideradas en sí mismas, como las obras de todos los hombres tienen una dimensión finita y, en este sentido, unas son más valiosas que otras: objetivamente es de más entidad el sufrimiento de Cristo en la cruz que sus lloros de niño. Sin embargo, consideradas en la Persona que las realiza, son acciones del Verbo, que posee una dignidad infinita. De ahí que sea más adecuado decir que la satisfacción de Cristo posee un valor intrínsecamente infinito.

2. El mérito de Cristo

El concepto de mérito es indisoluble de las nociones de sacrificio, de expiación y de satisfacción. En efecto, con este concepto se designa algo que afecta a lo más profundo del ámbito personal del Redentor en su actuación redentora: el valor moral de su actuación. Jesús con su obediencia hasta la muerte no sólo satisface por el género humano, sino que merece para sí mismo y para el género humano las bendiciones divinas, es decir, se hace acreedor ante Dios de su glorificación y del perdón de los pecados de la humanidad.

Al igual que al hablar de satisfacción, también al tratar del mérito de Cristo y de su relación con nuestra redención es necesario evitar el «juridicismo», y para ello es necesario saber utilizar la analogía. El concepto de mérito, en efecto, se inscribe en el ámbito de la justicia en cuanto que ésta «da a cada uno lo suyo», lo que merece. Y por tanto no conviene olvidar que si el hombre puede «merecer» algo ante Dios, es porque previamente ha recibido como don aquello con lo que puede merecer. Desde esta perspectiva, el mismo merecimiento es ya un don. Lo mismo sucede con Jesucristo quien, si puede merecer ante Dios, es porque previamente ha recibido el mayor de todos los dones posibles: la gracia de unión, es decir, el don de la unión hipostática [127].

La dimensión meritoria de los actos humanos puede describirse como el valor moral inherente a una acción ejecutada en obsequio de alguien, digna de ser reconocida, acertada y recompensada por aquel en cuyo obsequio se ejecutó [128]. Esto implica la existencia de un coherente orden moral en razón del cual las obras son dignas de premio o castigo y, en este sentido, existe una relación indisoluble entre el mérito y la justicia de Dios. El obrar bueno «exige» el premio a la sabiduría y justicia de Dios.

Decir, pues, que Cristo merece nuestra salvación con su Pasión y su Muerte equivale a decir que éstas han sido verdadera causa de nuestra redención por el valor moral que tienen ante Dios. No otra cosa significan expresiones como las de que Cristo nos ha comprado con el precio de su sangre (cfr 1 Pet 1,18-21; 2 Cor 6,20; 7,23; Gal 4,5). De ahí que pueda decirse que el meritum representa la genuina obra del mediador en toda su anchura, altura y profundidad [129]. En efecto, con la categoría de mérito se está hablando de la relación personal entre Jesucristo y el Padre; se trata de esa relación en cuanto Jesús se hace acreedor de premio ante el Padre en atención al «obsequio» prestado con su amor y su obediencia. El mérito está en Cristo, como una realidad y como una exigencia que clama ante la sabiduría y justicia divinas. Decir que Cristo merece implica, pues, afirmar su actuación moral, es decir, su actuación con auténtica libertad humana en estado de caminante; implica también afirmar que esta actuación moral de Cristo causa realmente nuestra salvación, porque la calidad de su obediencia repara sobreabundantemente nuestra desobediencia, «exigiendo» ante el Padre nuestra reconciliación con El; implica también ?dada la unión hipostática? afirmar que sus méritos son infinitos en atención a la Persona que realiza esa actuación moral [130].

Pertenece a la fe que Jesucristo, por medio de su Pasión y su Muerte mereció ante Dios nuestra salvación: El es la causa meritoria de nuestra justificación [131]. Aunque la palabra mérito no se encuentra en la Sagrada Escritura aplicada al modo con que Cristo nos redime, su contenido sí se sobreentiende con frecuencia. Así sucede, p.e., en todos aquellos textos en los que se dice que Cristo nos adquirió la salvación a través de su sacrificio, a través de su sangre (cfr p.e., Ef 5,2; Hebr 10,5-10; Apoc 5,9, etc.). La misma idea de redención mediante el pago de un rescate insinúa la noción de mérito, pues quien paga el precio justo merece la obtención de aquello por lo que paga.

En el Nuevo Testamento se habla de que Jesús mereció la glorificación para sí mismo. En Fil 2,8-9, se presenta la exaltación de Cristo como premio a su precedente humillación: «se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre sobre todo nombre». Ya se encontraba profetizado en Isaías: por eso le daré su parte entre los grandes, y con poderosos repartirá despojos, ya que se entregó indefenso a la muerte y fue contado con los rebeldes (Is 53,12). Y en Hebreos se dice que a Jesús le vemos coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte (Hebr 2,9; cfr también Jn 17,4-5; Lc 24,26; Apoc 5,12). Los Padres de la Iglesia, al hablar de los méritos de Cristo, en un principio, se referían sobre todo al mérito que Jesús adquirió para sí mismo, y sólo a partir de S. Gregorio Magno se aplica generalmente la idea de mérito también a nuestra salvación [132].

Conviene considerar que, en la obra redentora, el mérito no es separable de la satisfacción. Cristo, en efecto, merece el perdón de nuestros pecados porque satisface por ellos ante el Padre, con su amor y obediencia; es decir, porque su amor manifestado en su entregamiento hasta la muerte ?un entregamiento vivido no sólo como persona individual, sino también como Cabeza de la humanidad?, es digno de ser aceptado por Dios.

Por esto, así como no sólo la Cruz tuvo valor de satisfacción, sino todos los actos humanos de Cristo, así también todas sus acciones, que guardan una estrecha unidad con el misterio de la Cruz, tuvieron el correspondiente valor meritorio de nuestra salvación [133]. Este merecimiento de nuestra salvación es un auténtico mérito en sentido estricto, de condigno. Hay que tener presente que sólo Cristo puede hacer esto. El mérito de condigno se aplica al merecimiento personal, es decir, para sí mismo; por los demás sólo podemos merecer de congruo, es decir, acogiéndonos a la absoluta liberalidad de Dios, ofreciendo nuestra petición o nuestras obras como una petición. En cambio Cristo mereció nuestra salvación en estricta justicia por ser Cabeza de la humanidad y, en consecuencia, por su solidaridad con todos los hombres; mereció nuestra salvación de condigno, como si la mereciese para sí mismo.

Al igual que sucedía con la satisfacción, los escotistas afirman que los méritos de Cristo tienen un valor finito; y sólo fundándose en la aceptación divina podría hablarse de un valor infinito extrínseco. En realidad, para Escota, el mismo carácter meritorio de cualquier acción buena es extrínseco: un acto bueno sólo es meritorio, si Dios lo acepta como tal. La mayoría de los teólogos, por el contrario, defiende el valor infinito intrínseco de los méritos de Cristo por la misma razón que defendían el valor infinito de la satisfacción que ofrece al Padre: por el principium quod de esos actos, que es el mismo Verbo. «El mérito de Cristo ?argumenta Santo Tomás? no fue infinito según la intensidad del acto, pues amaba y conocía de modo finito, pero poseía cierta infinitud por razón de la Persona, que era de una dignidad infinita» [134].

Las mismas notas que acompañan a la satisfacción operada por Cristo ?carácter sobreabundante, infinitud, etc.? acompañan al mérito de Cristo, y por las mismas razones. Sin embargo, se trata de aspectos diferentes de la misma realidad; el mérito mira más a lo personal de Cristo ?es la exigencia de premio inseparable de su buen obrar?, mientras la satisfacción mira a la reparación de la ofensa inferida.

El merecer es propio del estado de caminante. Por eso se dice de Cristo que mereció mediante todos los actos realiza dos durante su caminar terreno, mientras que su glorificación no fue meritoria, aunque sí fue merecida. Durante su caminar terreno, Cristo mereció para sí mismo todo lo que su exaltación comporta y aún no poseía; para nosotros mereció sobreabundantemente todos los bienes de la gracia y de la gloria (cfr Rom 5,20-21; Ef 1,3; 2,5-10) [135]. Se trata no sólo de la gracia justificante, que nos es infundida «por merecimiento de Cristo» [136], sino incluso de todas las gracias actuales con las que el hombre se prepara para la justificación [137]. Jesucristo nos merece también la liberación «del dominio del diablo» [138]. En una palabra, nadie «puede ser justo, sino a quien se le comuniquen los méritos de la Pasión de Nuestro Señor» [139].

Cristo nos ha merecido la gracia santificante, las gracias actuales que disponen a la justificación y la misma vida eterna. El es el único Mediador, y mediador de todos los dones divinos que se conceden a los hombres.

3. Cristo, causa eficiente de nuestra salvación

Jesucristo, mereció para nosotros la gracia sobrenatural y la salvación definitiva en la gloria, satisfaciendo ante Dios por nuestros pecados. Su obra salvadora no se agota en esto: Jesús no sólo mereció para nosotros la gracia que nos reconcilia con Dios y nos libera del pecado, sino que la causa realmente en nosotros. Se trata de una causalidad situada en un ámbito distinto del mérito. En efecto, mientras que la causalidad meritoria se inserta en el terreno moral, la causalidad eficiente se inscribe en el ámbito de la causalidad «física». La infinita caridad y obediencia de Cristo le hacen acreedor ante el Padre de nuestra reconciliación, es decir, Cristo merece que el Padre nos conceda el perdón de los pecados y la filiación adoptiva. En consecuencia, somos justificados en atención a los méritos de Cristo. Esta justificación, a su vez, es algo real: recibe el nombre de nuevo nacimiento, que nos constituye nueva criatura en Cristo. Este nuevo nacimiento es causado en nosotros realmente por Cristo, que tiene el poder de producir efectos sobrenaturales. Si la causalidad meritoria de Cristo está ligada a su estado de caminante, como se decía en la página anterior, la causalidad eficiente está ligada a su poder de Hombre-Dios. En rigor, Cristo resucitado ya no merece nuestra salvación ?aunque siga intercediendo por nosotros en el cielo (cfr Hebr 7,25)? y, sin embargo, sigue siempre causándola eficientemente.

La causa eficiente principal de la gracia de la salvación. sólo puede ser Dios ?sólo El puede transformar al hombre en hijo suyo?, pero Dios causa esta gracia en nosotros mediante la Humanidad de Jesús. La Humanidad del Hijo de Dios es el instrumento que su Divinidad quiso utilizar para producir ?y no sólo para merecer? todas las gracias en los hombres [140]. En consecuencia, esta Humanidad de Jesús es verdadera causa eficiente de nuestra salvación, del mismo modo que fue «instrumento de nuestra salvación» [141]. Esta doctrina se encuentra claramente expresada por numerosos Padres de la Iglesia, como San Atanasio, San Gregorio de Nisa, San Cirilo de Alejandría, San Epifanio, San Juan Damasceno; es desarrollada especialmente por Santo Tomás, quien subraya muy adecuadamente que la salvación no sólo nos ha sido conseguida por Cristo, sino que es por la unión con El y con los misterios de su Vida, Muerte y Glorificación, como esta salvación se realiza, de hecho, en cada uno de nosotros [142].

La eficiencia de la Humanidad de Cristo con respecto a nuestra salvación es, ciertamente, eficiencia actual del Cristo glorioso sobre nosotros, pero también eficiencia siempre actual de los misterios de su existencia terrena. La Vida, la Muerte y la Glorificación de Cristo no son sólo hechos del pasado, sino que poseen una realidad trascendente ?metahistórica?, porque pertenecen a la eterna Persona del Hijo de Dios. No se trata, por supuesto, de que Jesucristo sea, aún hoy, de alguna forma, un niño, o que esté muriendo en la Cruz, etc.; sino de que los hechos acaecidos en el pasado alcanzan con su eficiencia ?y no sólo con su valor de satisfacción o de mérito? todo momento sucesivo de la historia. Como explica Santo Tomás, «las cosas que Cristo hizo o padeció en su Humanidad nos fueron saludables por la virtud de la divinidad misma (...). y esta virtud alcanza con su presencia todos los lugares y los tiempos, y tal contacto virtual basta para explicar esta eficiencia» [143].

Así, p.e., cuando un hombre se bautiza, Cristo no sólo le da la gracia merecida ya por El hace veinte siglos, sino que también de un modo misterioso, pero cierto, Cristo lo une a su vida, muerte y resurrección: ¿O es que ignoráis que cuando fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, sepultados con él por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva (Rom 6,3-4). Y, cuando se celebra el sacrificio de la Eucaristía, se realiza una verdadera renovación sacramental del Sacrificio de la Cruz [144].

Todos los misterios de la vida, muerte y glorificación de Jesucristo, si bien acaecidos en etapas sucesivas en el tiempo, constituyen una única causa de nuestra salvación: obran nuestra salvación todos juntos y al mismo tiempo, cuando en la Iglesia ?especialmente en los sacramentos? se aplica a cada hombre el fruto de la Redención. Esto no obsta para que determinados misterios de la vida de Cristo tengan una especial relación de ejemplaridad causal con particulares aspectos de la salvación. Por ejemplo, la Resurrección de Jesús es, sobre todo, modelo ?causa ejemplar? de nuestra futura resurrección, al final de los tiempos: Cristo resucitó de entre los muertos, como primicia de los que durmieron. Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo (1 Cor 15,21-22). De la Ascensión ?de la glorificación de Cristo? dice San Pablo: Subiendo a las alturas, llevó cautiva la cautividad, repartió dones a los hombres (...) El mismo que bajó es el que subió sobre todos los cielos para llenarlo todo (Ef 4,8.10). El es glorificado no sólo en cuanto hombre singular, sino también en cuanto cabeza nuestra y a la vez nos glorificará en cuanto cabeza nuestra [145].

Notas

 

[69] Cfr F. Prat, Teología de San Pablo, cit., n, 221-222. Es el mismo lenguaje que utilizan los Santos Padres para referirse al misterio de nuestra redención. «Nuestra naturaleza, tan enferma ?escribe S. Gregorio de Nisa?, tenía necesidad de un médico; el hombre, que había caído, tenía necesidad de alguien que le levantase; quien se había apartado de la vida, necesitaba quien le diera la vida; quien se había separado de la participación en el bien, necesitaba quien le condujese de nuevo hasta el bien; quien había caído en tinieblas necesitaba la presencia de la luz. El cautivo buscaba un redentor; el vencido, uno que le ayudase a luchar; quien estaba cautivo por el yugo de la esclavitud buscaba un libertador» (S. Gregorio de Nisa, Oro Cal. Magn., 15: PG 45, 48).

[70] La expiación es propiamente el cumplimiento de la pena debida a una culpa, y por eso tiene un carácter satisfactorio; pero la satisfacción no lleva necesariamente consigo una expiación, ya que es posible dar satisfacción por una ofensa mediante el ofrecimiento de algo que compense al ofendido, y esto puede comportar no asumir una pena. La satisfacción de Cristo radica en su amor y obediencia al Padre; y el hecho de que ?sobre todo en la Pasión y muerte? ese amor y esa obediencia haya incluido la aceptación del sufrimiento, hace que la satisfacción por los pecados haya incluido de hecho la expiación de esos pecados.

[71] Cfr A. Médebielle, Expiation, DBS, III, 253-254

[72] El término justicia de Dios es muy rico de significación en San Pablo; unas veces se refiere a la justicia en el sentido de dar a cada uno según sus obras; otras veces ?como es el caso del pasaje que venimos comentando?, se refiere a la misma santidad de Dios. «La justicia de Dios se presenta en San Pablo bajo dos aspectos distintos pero no dispares: la Justicia que existe en Dios y la Justicia que viene de Dios. La Justicia intrínseca de Dios no es únicamente la Justicia vindicativa o la Justicia distributiva; es también ?y a veces de manera principal? la Justicia redentora» (F. Prat, La Teología de San Pablo, cit., II, 285).

[73] «Suponiendo que San Pablo haya tenido en la mente la teoría de la sustitución, ¿cómo se explica que jamás la haya formulado? ¿Por qué dice siempre San Pablo que Cristo fue crucificado por nosotros (..., excepcionalmente :...), por todos los hombres, por los pecadores, que marchó a la muerte por nosotros, que se hizo maldición por nosotros, que se hizo pecado por nosotros, que se entregó por nuestros pecados, y por qué nunca dice que Cristo haya muerto en nuestro lugar (...), lo que en buena lógica nos dispensaba de morir?» (F. Prat, Teología de San

Pablo, cit., II, 289-290).

[74] «La frase no puede tener el sentido de que Dios convirtiese a Cristo en pecado (...) ni en pecador (...), primero, porque en el mismo renglón se acaba de decir que Jesús era inocente de todo pecado; segundo, porque el pecado es un acto vital, libre y personal, que no puede imponerse desde fuera; tercero, porque Dios no puede ser autor del pecado, ni forzar al inocente a que se constituya en pecador» (M. González Gil, Cristo, el misterio de Dios, cit., n, 138).

[75] Cfr J. Rivière, Le dogme de la Rédemption. Essai d'étude historique, París 1906,101-278; Le dogme de la Rédemption chez S. Agustin, París 1928; demption, DTC, cit., 1935-1942.

[76] Eusebio de Cesarea, Demonstr. evangel., X, 1 (PG 22, 724).

[77] S. Ambrosio, Enarrat. in Psalmos, 37, 53 (PL 14, 1085).

[78] S. Agustín, Sermo 155, 7 (PL 38, 845).

[79] Cfr Symbolum Nicaenum (DS 125).

[80] Cfr Symbolum Quicumque (DS 76).

[81] Conc. XI de Toledo, Symbolum (DS 53).

[82] Conc. De Orange, De gratia, en. 21 (DS 391).

[83] Conc. De Éfeso, Anathematismi S. Cyrilli, 10 (DS 261).

[84] CONC. DE TRENTO, Sess. VI, Decr. De justificatione, cp. 7 (DS 1529).

[85] Conc. De Trento, Sess. XIV, cap. 8, De sacranento poenitentiae (DS 1690).

[86] León XIII, Enc. Tametsifutura, 1.XL1900: AAS 33 (1900-1901) 275.

[87] Pío XII, Enc. Haurietis aquas, cit.: AAS 48 (1956) 321.

[88] La Declaración de la Comisión de Cardenales que estudió el texto del Catecismo holandés con respecto al tema que nos ocupa, dictaminó lo siguiente: «Sin ambigüedades, hay que proponer los elementos de la doctrina sobre la satisfacción de Cristo, que pertenece a nuestra fe. Dios así amó a los pecadores, que envió al mundo a su propio Hijo para reconciliarlos consigo (cfr 2 Cor 5,19) (...). Con esta muerte santísima, la cual ante los ojos de Dios compensó de una manera sobre abundante los pecados del mundo, logró que la gracia divina fuese devuelta al género humano, como un bien que había merecido en su Cabeza divina» (AAS 60 (1968) 688). Y Pablo VI, en Carta dirigida al Cardenal Alfrink sobre este mismo asunto del Catecismo holandés, dice que no se debe dejar lugar a ambigüedad alguna en la «naturaleza de la satisfacción y del sacrificio ofrecidos por Cristo al Padre Supremo, por los que cancela nuestros pecados y reconcilia los hombres con El» (cfr C. Pozo, Las correcciones al Catecismo holandés, BAC, Madrid 1969, esp. p. 66).

[89] Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, cit., n. 9.

[90] El Conc. de Sens condenó, entre otras, las siguientes proposiciones de Pedro Abelardo: que Cristo no tomó carne para libramos del yugo del diablo; que el libre albedrío es capaz por sí solo para obrar el bien; que en Adán contrajimos la pena, pero no la culpa (cfr DS 723, 725, 728); tesis que, en cierto sentido, hacen superfluo hablar de la muerte de Cristo como satisfacción por nuestros pecados. Cfr J. Rivière, Le dogme de la Rédemption au début du moyen age, París 1934, 103-129.

[91] Cfr S. Anselmo, Cur Deus homo, I, cps 19 y 20 (PL 158, 389-393); II, 6. 17-20 (PL 158, 403-404; 419-428). Cfr J. Rivière, demption, DTC. cit., 1942-1943.

[92] La teoría de San Anselmo ha sido muchas veces exagerada para su ridiculización, sobre todo, por el protestantismo liberal. Sin embargo, como han hecho notar Greshake y Kasper, en el ambiente feudal, la teoría de San Anselmo aparece razonable hasta cierto punto. En efecto, en el orden feudal, el reconocimiento del honor del señor sirve de base al orden y a la paz social, de forma que lesionar el honor del señor significa lesionar ese orden. El restablecimiento de este honor no se fija en la satisfacción del señor, sino en el restablecimiento del orden global. San Anselmo distingue entre el honor de Dios «en la medida en que le afecta a él mismo» y «en cuanto afecta a la creatura» (Cfr W. Kasper, Jesús el Cristo, cit., 272-274). Sin embargo hay que decir que el mismo intento de probar rationibus necessariis la Encarnación está necesitado de un profundo correctivo.

[93] Cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 46, aa. 1-3, esp. a. 1, ad 3.

[94] S. Tomás de Aquino, STh III, q. 48, a. 3, ad 1.

[95] Cfr S. Tomás de Aquino, STh I, qq. 4 y 6.

[96] Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, cit., n. 7.

[97] «Ira et hujusmodi attribuuntur Deo secundum similitudinem effectus: quia enim proprium est irati punire, ejus punitio ira metaphorice vocatur» (S. Tomás de Aquino, STh I, q. 3, a. 2, ad 2).

[98] Cfr S. Tomás de Aquino, STh I, q. 6, aa. 2 y 3.

[99] Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, cit., nn. 8-9.

[100] Es la consecuencia lógica de haber dicho que Cristo no sólo toma sobre sí las consecuencias del pecado de los hombres, sino el pecado mismo hasta el punto de que se convierte en pecado: «Quare Christus non solum crucifixus est et mortuus, sed et per divinam charitatem ei impositum est peccatum. Peccato ei imposito venit lex et dicit: Omnis peccator moriatur (...). Recte ergo Paulus generalem legem adducit ex Mose de Christo: "Omnis pendens in ligno est maledictio Dei"» (M. Lutero, in Epistolam S. Pauli ad Galatas Commentarius, cit., ed. W A 40/1, 436, 24-29). Cfr B. A. Willens- R. Weier, Soteriología. Desde la Reforma hasta el presente, en VV. AA., Historia de los dogmas, cit., 11.

[101] Cfr J. Rivière, demption, cit., 1952-1953.

[102] Como ya se vio a la hora de la exégesis de la palabra de Cristo en la cruz Dios mío, Dios mío, porqué me has abandonado? (cfr Mt 27,46), siguiendo a Lutero y a Calvino, que afirmaba que Cristo soportó «los tormentos espantosos que debían soportar los condenados y perdidos» (Calvino, Inst. christ., n, c. 16, 10), algunos llegaron a afirmar que el Señor ha sentido la muerte eterna por lo que se refiere a la esencia e intensidad de las penas; e incluso, si miramos la sublimidad de la persona que sufre, esa pena no sólo iguala, sino que sobrepasa infinitamente a la de los condenados (cfr J. Rivière, demption, cit., 1952-1953).

[103] Este Dios arbitrario es lo que se encuentra como fundamento de la teoría de la sustitución penal. «La majestad del Dios desconocido es, desde su juventud, para Lutero, la del juez airado. Por obra de las doctrinas ockamistas, este juez se convertirá más tarde en Dios del capricho. Pues esto es lo definitivo en el concepto de Dios del ockamismo: que Dios tiene que ser libre, libre hasta el capricho, de cualquier determinación o norma que nosotros podamos pensar o decir» (J. Lortz, Historia de la Reforma, Taurus, Madrid 1964, 191). Cfr L.F. Mateo-Seco, Lutero: Sobre la libertad esclava, cit., 81-112.

[104] «Representarse la «cólera de Dios» como un sentimiento violento, suscitado sin duda por el pecado, pero que ha perdido su referencia al pecador hasta el punto de tener necesidad, para aplacarse, de una cierta cantidad de castigo soportado no importa por quien, no es solamente una impiedad; es un absurdo» (J .H. Nicolás, Synthese dogmatique, cit., 502).

[105] Esta doctrina junto, con otras de Socino sobre la Trinidad, es rechazada por Pío IV en la Const. Cum quorundam hominum, de 7.VIII.1555 (DS 1880).

[106] A. Sabatier, La doctrine de l'expiation et son évolution historique, París 1903, 107.

[107] En el Decr. Lamentabili, se condena la siguiente proposición: «La doctrina de la muerte expiatoria de Cristo no es evangélica, sino paulina» (DS 3438).

[108] S. Tomás insiste en que esta entrega es iniciativa del Padre, quien no sólo ordenó la Pasión del Señor como camino para la salvación del género humano, sino que inspiró a Cristo la voluntad de morir por nosotros infundiéndole una caridad que le llevase a ofrecerse libremente por nuestra salvación (cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 47, a. 3).

[109] S. Tomás de Aquino, STh q. 48, a. 2. Cfr R. Cessario, Christian satisfaction in Aquinas. Towards a personalist understanding, C. U .A. Press, Washington 1980.

[110] Aunque la expresión satisfacción vicaria es reciente (tal vez viene de M. Dobmayer, muerto en 1805), sin embargo el concepto se encuentra presente ya en las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento, sobre todo, en Is 53; cfr J. Galot, La Rédemption mystere d'Alliance, cit., 249. En el Nuevo Testamento son muchos los textos que señalan que Cristo padeció por los pecados de los demás hombres, siendo El absolutamente inocente (cfr. p.e., Mt 26,28; Mc14,24; Lc 22,20; Gañ 3,13; 2 Cor 5,21).

[111] Los variados y múltiples aspectos de la Redención han de ser considerados a la luz de la solidaridad del género humano entre sí y, sobre todo, con Cristo en razón de que El es el nuevo Adán. Todos los aspectos de la Redención «deben ser explicados y no pueden serio sino sucesivamente; pero todos son incompletos; y por haberlos aislado, exagerando al uno con detrimento de los otros, es por lo que se han imaginado (para explicar la redención) sistemas contradictorios, insuficientes en su estrechez y falsos sobre todo por su exclusivismo (...). Así es que, sea cual fuere el camino que se tome se llega siempre, con tal de no quedarse a la mitad, al principio de la solidaridad. Los Padres de la Iglesia no sólo vieron este principio revelador, sino que lo formularon claramente. Todos dicen en resumidas cuentas que Jesucristo hubo de hacerse lo que nosotros somos para que nosotros nos convirtiéramos en lo que El es; que El se encarnó a fin de que la salvación fuese por un hombre; que Cristo resume y recapitula, en cuanto Redentor a toda la Humanidad» (F. Prat, Teología de San Pablo, cit., II, 233-234).

[112] No se ha de confundir esta capitalidad de Cristo sobre todos los hombres con su capitalidad sobre el Cuerpo Místico: la primera es presupuesto de la Redención por vía de satisfacción; la segunda es consecuencia de la primera respecto a los hombres que reciben en sí el fruto de la Redención ya realizada.

[113] Cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 8, a 3. Sobre las diversas formas en que se explica ulteriormente esta solidaridad ?como sustitución, como representación, etc?, cfr G. Oggioni, Il misterio della Redenzione, en VV. AA., Problemi e orientamenti di Teologia Dommatica, cit., II, 308-328.

[114] Juan Pablo II, Discurso, 26.X.1988, n. 5: Insegnamenli, XI, 3 (1988), 1332.

[115] El Padre ?afirma Santo Tomás? dicendo se (per Verbum), dicit omnem creaturam (S. Tomás de Aquino, De Veritale, q. 4, a. 5, in c.).

[116] Conc. Vaticano II, Consto Gaudium el spes, n. 22.

[117] S. Tomás de Aquino, STh III, q. 48, a. 1, in c.

[118] El juicio universal tal y como lo describe Nuestro Señor es buena prueba de ello: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me dísteis de comer... (Mt 25,41). Si Dios no se ofendiese por el daño que se infiere al hombre, sería porque no ama al hombre. Y, además, podemos ofender a Dios, entre otras razones, porque nos ama con amor infinito. Si su amor le lleva a desear nuestra amistad, negamos a esa amistad es una ofensa objetiva a El.

[119] Cfr. S. Anselmo, Cur Deus homo?, 2, 6 (PL 158, 404). Algunos autores piensan que, puesto que el pecado es obra del hombre, no se puede excluir que el mismo hombre pudiese satisfacer adecuadamente, pues aunque el pecado es de algún modo infinito atendiendo a la santidad infinita del Dios ofendido, sin embargo, por parte del hombre el pecado es una realidad finita, no infinita; en consecuencia, por parte del hombre podría ser adecuada una satisfacción finita (cfr J. Rivière, Rédemption, cit., 1979). Pero esta argumentación no parece válida, pues el pecado no es solamente ofensa a Dios ?y en este sentido no carece de cierta infinitud?, sino que es también el estado de enemistad con Dios en que, a causa del pecado, cae el hombre. Se trata de un estado del que no puede salir si no es por la gracia sobrenatural. En otras palabras, para poder satisfacer, el hombre debería ya estar en gracia de Dios, es decir, liberado del estado de pecado (cfr J .H. Nicolás, Synthese Dogmatique, cit., 508-512). Por otra parte, no se ve cómo un simple hombre ?aunque hubiese recibido la gracia de la salvación?, podría satisfacer adecuadamente por todos los hombres. Como escribe S. Basilio, «para la Redención no busquéis un hermano, sino alguien que esté por encima de la naturaleza; no un simple hombre, sino el Hombre Dios Jesucristo, solamente el cual puede dar satisfacción a Dios por nosotros» (S. Basilio Magno, In Psalm. hom., 48, 4: PO 29, 440).

[120] Cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 46, aa. 1-3.

[121] Cfr S. Anselmo, Cur Deus homo?, 2,10-11 (PL 158, 408-412).

[122] Clemente VI, Bula Unigenitus Dei Filius, 27.I.1343 (DS 1025).

[123] S. Cirilo de Jerusalén, Catecheses, 13, 33 (PO 33, 812).

[124] Cfr Durando, In III Sent., dist. 20, q. 2; Duns Escoto, In III Sent., dist. 19, q. un., n. 7; O. Biel, In III Sent., dist. 19, q. un. Cfr. R. Garrigou-Lagrange, De Christo Salvatore, cit., 421-430.

[125] S. Tomás de Aquino, STh III, q. 1, a. 2, ad 2. Al salvar al hombre mediante la satisfacción de su Unigénito, «se nos manifiesta, de una parte la severidad de Dios, que no quiso perdonar el pecado sin la conveniente satisfacción (...) y, de otra parte, su bondad, al dar al hombre quien satisfaciese por él, ya que él no podía satisfacer suficientemente por grande que fuera la pena que sufriese» (Ibid., q. 47, a. 3, ad 1). Cfr S. Buenaventura, III Sent., dist. 20, a. 1, q. 3-5.

[126] Es la razón que da Clemente VI a la hora de hablar del valor satisfactorio de la sangre derramada por Cristo (Clemente VI, Bula Unigenitus Dei Filius, cit.: DS 1025).

[127] Aún dentro de este marco, es decir, dentro de la relación de nuestro obrar con la justicia divina, los teólogos hablan de mérito de condigno y mérito de congruo. Se entiende por mérito de condigno, al mérito perfecto, es decir, aquel que existe cuando se da igualdad entre la calidad de la obra realizada y el premio que se va a recibir, de forma que el premio se debe en estricta justicia; se llama de congruo, cuando el premio no es debido a la calidad de la obra, sino a la liberalidad de quien premia, es decir, el premio es congruente con la obra realizada, pero ésta no lo exige en rigor de justicia, sino en atención a la liberalidad de quien premia (cfr J. Riviére, Sur l?origine des formules ecclésiastiques de condigno et de congruo, BLE 28(1927) 75-83). Este lenguaje, sin embargo, se debe utilizar teniendo siempre presente que todo lo que el hombre tiene es recibido de Dios y, por tanto, que incluso el mismo hecho de «merecer» es ya gracia ?merecemos con sus dones? de un Dios, que quiere liberalmente «obligarse» ante el actuar humano. Pero supuesta la liberalidad de este ordenamiento divino, hay que decir que se trata de auténtico mérito.

[128] Cfr M.González Gil, Cristo, el misterio de Dios, cit., n, 251.

[129] Cfr J. Auer, Curso de Teología Dogmática, IV/2, Jesucristo, Salvador del mundo, cit., 233.

[130] Cfr J. Galot, Gesu liberatore, cit., 235. Sobre el mérito de Cristo, cfr también R. Garrigou-Lagrange, El Salvador y su amor por nosotros, cit., 362-378.

[131] Cfr Conc. de Trento, Seso VI, Decr. de justificatione, (DS 1529). Cfr también J. Rivière, La doctrine de la Rédemption au Concile de Trente, BLE 26 (1925) 260-278.

[132] Cfr C. Chopin, El Verbo Encarnado y Redentor, cit., 233-234. Esta afirmación, sin embargo, se puede encontrar, aunque no con tanta frecuencia como después de S. Gregorio Magno, en algunos Padres más antiguos, cfr p.e., S. Atanasio, Orat. 1II adv. arianos 33 (PG 26, 396).

[133] El que Jesucristo haya merecido la salvación desde el primer momento de su vida no hace inútiles los méritos posteriores, pues «nada impide que una cosa pertenezca a alguien por varios motivos. Según esto, la gloria inmortal que Cristo mereció en el primer instante de su concepción, pudo merecerla también por nuevos actos y padecimientos: no para que le fuese más debida, sino para que le fuese debida por varias causas» (S. Tomás de Aquino, STh III, q. 34, a. 3, ad 3).

[134] S. Tomás de Aquino, De Veritate, q. 29, a. 3, ad 4; cfr también In In Sent., d. 13, q. 1, a. 2, sol 2, ad 4; STh III, q. 19, aa. 3-4.

[135] Cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 56, a. 1, ad 3; cfr también P. Glorieux, Le mérite du Christ selon S. Thomas, RSR 10 (1930) 622-649; H. Boüessé, Causalité efficiente et causalité méritoire de l'humanité du Christ, RT 44 (1938) 256-298; J. Rivière, Le mérite du Christ d'aprés le magistére de l' Eglise, RSR 21 (1947) 53-68; 22 (1948) 213-239; W.D. Lynn, Christ's redemptive merit. The merit of its causality according to Sto Thomas, U.P. Gregoriana, Roma 1962; B. Catao, Salut et Rédemption chez S. Thomas d?Aquin, Aubier, París 1965.

[136] Conc. de Trento, Decr. De justificatione, cp. 16 (DS 1547).

[137] Cfr Conc. XVI de Cartago, en 3 (DS 225).

[138] Conc. Florentino, Bula Cantate Domino, 4.II.1442 (DS 1347).

[139] Conc. de Trento, Decr. De justificatione, cp. 7 (DS 1530).

[140] Cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 48, a. 6.

[141] Cfr Conc. Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 5.

[142] Cuando se dice que, al causar nuestra salvación, la Humanidad de Jesús es instrumento de su divinidad, no se debe pensar como un instrumento separado (como el pincel respecto del pintor), sino como un instrumento unido, pues es la Persona del Verbo la que actúa a través de su naturaleza humana. En este sentido se le llama causa instrumental, en sentido parecido a como decimos que amamos con nuestro corazón, o trabajamos con nuestras manos. Al utilizar esta expresión, es necesario además excluir de su significado la idea de que la Humanidad de Jesús sea un mero instrumento, como un medio para un fin. En efecto, como se ha subrayado ya más de una vez, Jesús no es medio para nuestra salvación; El mismo es la salvación; nuestra salvación está en El: en la unión y configuración con El.

[143] S. Tomás de Aquino, STh III, q. 56, a. 1, ad 3; cfr q. 52, a. 8; q. 48, a. 6, ad

[144] Cfr p.e., Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, n. 28 que remite, a su vez, al Concilio de Trento (cfr DS 1739-1740).

[145] Cfr Misal Romano, Solemnidad de la Ascensión, colecta.