Ciencia y Sagrada Escritura

La división que inició Galileo

Marcello Pela

 

El origen de lo que Joseph Ratzinger, hoy Papa Benedicto XVI, llama «la contradicción más radical» producida en Europa fue la «gran división» provocada por la revolución científica.

En su intento por evitar cualquier conflicto con la Iglesia a propósito de la relación entre la nueva astronomía copernicana y la Sagrada Escritura interpretada en perspectiva aristotélica, Galileo formuló dos tesis.

Tesis de Galilleo

La primera sostiene que la Escritura, correctamente interpretada, está necesariamente de acuerdo con la astronomía. Y es que, como el propio Galileo escribía en su carta de 21 de diciembre de 1613 a Benedetto Castelli, la Sagrada Escritura y la naturaleza, «por el hecho de que ambas proceden de la Palabra divina, la primera como dictada por el Espíritu Santo y la segunda como ejecutora precisa del designio de Dios, es más, como la Escritura está de acuerdo en que para adaptarse a la comprensión humana hay que decir muchas cosas que tanto en la forma como en el significado de las palabras difieren de la verdad absoluta (...), da la impresión que aquello que los efectos naturales o la experiencia sensata nos ponen ante los ojos, o lo que se deduce de una demostración convincente, no debe en modo alguno ponerse en duda con citas de la Escritura donde las palabras tengan una forma distinta, ya que no todos los dichos de la Escritura están sujetos a obligaciones tan estrictas como lo están los efectos de la naturaleza».

La segunda tesis afirma que Escritura y astronomía se ocupan de cosas distintas: la Escritura, de la salvación de los hombres, y la astronomía, de cuestiones fácticas. En el año 1615, Galileo escribía a Madame Cristina de Lorena: «Si el propio Espíritu Santo no ha querido enseñamos expresamente esa clase de proposiciones [de astronomía] por ser ajenas a su propósito, o sea, a nuestra salvación, ¿cómo se podrá afirmar ahora que aceptar una parte de ellas, mientras se rechaza otra parte, sea tan necesario como que una sea de Fide, Y la otra ¿errónea? ... Yo podría decir aquí lo que escuché a un personaje eclesiástico elevado a la más alta categoría, a saber, que la intención del Espíritu Santo es la de enseñamos cómo se va al cielo, y no cómo vaya el cielo».

Diferencias teóricas

La primera tesis se puede denominar tesis de convergencia o de unidad entre ciencia y Escritura, y la segunda, tesis de separación o de diversidad entre el campo de la investigación científica y la esfera de la salvación religiosa.

Por lo menos a primera vista, esas dos tesis no son incompatibles. De hecho, para Galileo, gran científico y profundo creyente, no lo eran. Las dos sostienen la posibilidad de conciliar la ciencia con la religión, aunque de manera diversa. Mientras que para la tesis de convergencia no puede haber conflicto entre verdad de ciencia y verdad de fe, porque ambas -«por el hecho de que la Sagrada Escritura y la naturaleza proceden de la misma Palabra de Dios»- avanzan de manera armónica, tanto que cualquier progreso científico resulta un progreso hermenéutico, para la tesis de separación tampoco puede haber conflicto, porque las dos avanzan de manera independiente, cada una en esferas autónomas y separadas, y con métodos, criterios y fuentes diferentes.

Pero, aunque en apariencia no incompatibles, en realidad las dos tesis albergan divergencias en cuanto a las perspectivas teóricas y a las consecuencias prácticas, y tanto la una como la otra han dejado una profunda huella en la cultura europea. Desde el punto de vista teórico, para la tesis de convergencia, el discurso de la ciencia y el discurso de la fe son dos saberes auténticos que se armonizan o deben armonizarse, mientras que, para la tesis de separación, el saber auténtico es el científico, porque el discurso de la fe no es propiamente un saber, sino una creencia. En el primer caso, el conocimiento es unitario: el hombre conoce en sentido propio y pleno tanto su mundo como el sentido de ese mundo. En el segundo caso, el conocimiento está, o terminará por estar, dividido: hay un saber científico público y objetivo y una creencia religiosa privada y subjetiva.

Consecuencias prácticas

En cuanto a sus consecuencias prácticas, mientras que, en el ámbito de la tesis de convergencia, el conocimiento del mundo debe percibir el vínculo entre la religión y la Escritura, para armonizarse con ella, en la tesis de separación, la ciencia es libre y debe proceder por cuenta propia, aun en el caso de que la Escritura le fuera contraria en tal o cual punto. Esa consecuencia resulta más aguda cuando la ciencia produce la técnica. La ciencia sabe; la técnica puede. Pero si la ciencia es libre a la hora de saber, también la técnica es libre a la hora de poder. Por su parte, la religión no puede serie obstáculo porque actúa en un plano distinto.

La fractura entre ciencia y moral y religión.- Ésta es la «gran división» que Galileo puso en movimiento. Fue la primera, pero pronto se le añadieron otras muchas: verdades de fe y verdades científicas, verdades morales y verdades jurídicas, verdades divinas y verdades sociales, verdades públicas y verdades privadas. En todos los campos, desde la ciencia a la sociedad y a la vida individual, el hombre europeo occidental ha producido y vivido una división, una separación entre, por un lado, lo que es y que, por consiguiente, se puede probar de manera científica (con las «experiencias sensatas y las necesarias demostraciones») y por otro lado, lo que debe ser y que, por su parte, se basa en fuentes no científicas o no racionales (como el hábito, la creencia, la fe).

Ese encuentro de la racionalidad con la ciencia y esa fractura entre ciencia, moral y religión es el sello de la modernidad. La «ley de Hume» («es un error lógico pasar del ser al deber ser») es un axioma de nuestro modo de pensar. y la «gran división» es la bandera cultural y política de lo que, con un término comodín, se llama la Ilustración.

La solución de Kant.- ¿Qué puedo conocer? ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo esperar? Quebrada la unidad del saber, se quebró la relación entre estas preguntas, cada una en manos de sí misma y sin esperanza de obtener una respuesta común con la otra. Kant, que se había planteado esas mismas cuestiones de manera más sistemática que otros y que había visto con mayor penetración el peligro de esa ruptura, se apresuró a ponerle remedio. En su intento de fundamentar la ciencia sin destruir la moral y la fe, consideró la existencia de Dios, la libertad y la inmortalidad del alma como «postulados de la razón práctica», sin los que no se puede actuar moralmente o alcanzar el sumo bien. Por esa vía, lo que queda excluido por la ciencia porque supera los límites de la razón, tiene que aceptado la moral y la religión. La ciencia no prueba ni el bien ni el mal, como tampoco demuestra la existencia o la no-existencia de Dios; en cambio, la moral y la religión necesitan esa prueba. El saber científico prescinde de Dios; en cambio, la acción moral lo exige. Se trata de una auténtica ruptura que la solución pensada por Kant no logró recomponer, porque, una vez establecida, la lógica de la separación era más poderosa que la lógica de la unificación.

Efectos de la racionalidad ilustrada.- La racionalidad de la Ilustración produjo sus prodigiosos y apreciables efectos. Los grandes logros científicos, tecnológicos, económicos, civiles y constitucionales que han caracterizado a Europa y a todo el Occidente no se pueden explicar sin esa actividad racional. La cadena es larga, pero sin que se hayan producido interrupciones. Después de la revolución científica surgió la revolución tecnológica, luego la revolución industrial, y más tarde las revoluciones políticas, sociales y las que abogaban por los derechos del individuo.

¿Conquistas universales y autosuficientes?.- Ahora bien, ¿se trata de conquistas universales? Sí, al menos en parte, ya que se trata de adquisiciones importantes, fundamentales y preciosas, si se considera la fuerza con la que han logrado imponerse, el poder de expansión que todavía poseen y el grado de atracción que las distingue.

Pero, ¿son también conquistas autosuficientes? No, como dice Benedicto XVI, porque a la postre tienen un precio que hoy, sobre todo, tenemos que pagar: la marginación, la subjetivización, el arrinconamiento de lo divino, de lo sagrado, de Dios. En la cultura europea, el precio es la exclusión del cristianismo no sólo de la vida de los diferentes Estados, sino también de la sociedad civil. En la Constitución Europea, el precio es el rechazo hasta del recuerdo de que nuestro continente ha sido el continente cristiano. En la vida europea, el precio es el descarrío de las conciencias.

Como escribe el Card. Ratzinger, «Europa ha desarrollado una cultura que, de un modo hasta ahora desconocido para la humanidad, excluye a Dios de la conciencia pública». y como también recuerda el papa, no deja de ser verdad que «la Ilustración es cristiana en su origen». Y su mejor testigo es Galileo. Sin embargo, hoy día, ese origen desaparece de la memoria, y la racionalidad de la Ilustración se agosta. En una aridez tan invadente, la ciencia sólo produce erudición, la laicización engendra laicismo, e incluso aquella secularizacióm que durante siglos había sido una conquista para el hombre, para los pueblos y para los Estados se vuelve contra sí misma y produce alienación en el individuo, carencia de identidad en los pueblos, y debilidad, incertidumbre, inercia e incluso miedo en los Estados.

Las elucubraciones sobre Bioética.- Un último efecto de la racionalidad de la Ilustración o, más precisamente, de la racionalidad erudita y laicista como epígono del iluminismo de Galileo y de Kant, son nuestras elucubraciones sobre temas de bioética. En ese terreno, la «gran división» producida por la revolución científica demuestra hasta qué punto era optimista la tesis de la separación de las esferas de competencia y lo precario que es el equilibrio entre, por una parte, la ciencia y la técnica y, por otra parte, la moral y la religión.

La racionalidad de la Ilustración nos ha proporcionado un principio que para nosotros es sagrado e inviolable. Se trata, en palabras del papa Ratzinger, del «único valor absoluto e indiscutible, hasta el punto de que se convierte en filtro de selección de todos los demás valores: el derecho de la libertad individual a expresarse sin imposiciones, con tal de no causar detrimento al derecho del otro. Ese derecho, que consiste o deriva del derecho de la persona a que se la respete, es también de origen cristiano, porque dice el libro del Génesis: "El hombre fue creado a imagen de Dios", y también: "Dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza"».

La transformación de ese derecho de Dios en derecho del hombre, como obra de la Ilustración, fue una gran conquista. Pero cuando a esa conquista se añadieron otras, como la libertad de la ciencia, la autonomía de la técnica, o la autodeterminación de la mujer, se planteó toda una serie de problemas de dificil solución.

Entre los que hoy día nos resultan más dificiles están los problemas de bioética, en especial, el de justificar el motivo por el que, con la actual legislación sobre el aborto y la fecundación artificial, el derecho del feto o del embrión a no sufrir daño o ser suprimido tenga que ceder ante el derecho a la libertad individual. La razón no está clara. ¿Quizá porque feto y embrión no son personas? ¿Quizá porque son «pequeños» y la vida de los pequeños se puede sacrificar en favor de los adultos? ¿Quizá porque un «pequeño homicidio» no es verdadero homicidio? ¿Quizá porque embrión y feto no entran en la categoría de aquellos «otros» que constituyen el límite infranqueable del derecho a la libertad individual, es decir, «nosotros»?

Aquí se da por descontado el límite de la «gran división». No es verdad que la separación de esferas (científica, jurídica, moral y religiosa) garantice siempre un equilibrio, sin que se produzcan contradicciones entre ellas. Lo que sí es verdad es precisamente lo contrario, es decir, que muchas veces la actuación libre en una esfera interfiere negativamente con la libre actuación en otra. Si se expulsa a Dios de la esfera científica, la religión queda expulsada de la vida del hombre. Si se expulsa la moral del ámbito del derecho, quedará fuera de la ley cualquier sistema de valores. Si se atribuyen garantías ilimitadas a la ciencia y a la técnica, es posible que el progreso avance ciegamente y hasta resulte destructivo.

Posible solución: "velut si Deus daretur"

Buscar la solución de estos problemas mediante un retorno a la alianza, anterior a Galileo, de un saber único, total y armónico, es tarea imposible. También aquí juegan su papel los efectos del pecado original: el que ha comido del árbol del conocimiento ha perdido el paraíso. Con todo, aún es posible, más aún, es obligado recurrir a los límites de la ciencia y poner cortapisas al derecho. Se da por descontada una desviación entre la velocidad con que la ciencia y la técnica nos ofrecen medios para satisfacer nuestros deseos y la lentitud con que llegamos a entenderlo s y asimilarlos, entre la sabiduría y la prudencia, entre la racionalidad ilustrada y nuestra salvación.

¿Cómo superar esa desviación? ¿Cómo afrontar los desafios que entraña? El Card. Ratzinger hace una propuesta a los laicos: «En la época de la Ilustración se intentó comprender y definir las normas esenciales de la moralidad afirmando que seguirían siendo válidas etsi Deus non daretur, es decir, aun en el caso de que Dios no existiera ... Ahora tendremos que invertir el axioma de los ilustrados y afirmar que incluso el que no logre encontrar el camino de la aceptación de Dios deberá, en todo caso, tratar de vivir y organizar su vida veluti si Deus daretur.

Hay que aceptar esa propuesta y asumir el desafio. Sobre todo, por una razón: porque el laico que actúe veluti si Deus daretur será moralmente más responsable. Ya no dirá que el embrión es una «cosa», un «montón de células», o puro «material genético». Ya no diráque suprimir un embrión o un feto no lesiona ningún derecho. Ya no dirá que un deseo que necesite un instrumento técnico para su satisfacción es automáticamente un derecho que debe reivindicarse y ser reconocido. Ya no dirá que cualquier progreso científico o técnico es, por sí mismo, una liberación o un avance moral. Ya no dirá que ciencia y técnica son buenas en sí mismas, y sólo su utilización puede ser perversa. Ya no dirá que lo único racional, lo único verdaderamente laico, es lo científico y lo que prescinde de los valores. Ya no actuará a medias tintas, a base de separaciones y divisiones. Ya no pensará que la democracia basada exclusivamente en el número de votos sustituye a la sabiduría.

Al creyente que le proponga actuar veluti si Deus daretur, el laico no creyente puede y hasta debe responder de manera afirmativa. Pero precisamente por no ser creyente, tiene el derecho y el honesto deber de hacer ciertas precisiones. Ese Dios, que incluso el laico no creyente debe considerar como si existiera, es para él un Dios laico. Un Dios sin rostro bien definido, sin dogmas apodícticos, sin revelaciones absolutas, sin intérpretes indiscutibles, sin reconocimientos específicos, sin ritos exclusivos. Ese Dios es el Dios de su propia conciencia, el que lo hace consciente de sus limitaciones, de sus miserias y de su grandeza, el Dios que lo lleva a actuar conforme a la moralidad, el Dios que misteriosamente lo castiga o lo aprueba, el Dios de sus tribulaciones y de sus triunfos.

Entre ese Dios laico y el Dios cristiano está la revelación, el acontecimiento histórico que un día se hizo manifiesto, y la percepción de una Persona que sigue manifestándose. Para el cristiano, ese acontecimiento y esa Persona constituyen la esencia de su fe que, como escribe el papa Ratzinger, «es el acto fundamental de la existencia cristiana». Para el laico, ese mismo acontecimiento y esa misma Persona forman parte de su propia cultura, de su propia historia, de su propia identidad.

Sin embargo, en cuanto a los efectos sobre la vida individual y social, no hay serias diferencias entre el Dios laico y el Dios cristiano. Por lo menos aquí, en el continente cristiano, e incluso en cualquier lugar en que el continente cristiano haya conquistado otros corazones y otras mentalidades, actuamos veluti si Deus daretur. Actuamos como seres libres e iguales, como si todos fuéramos hijos de Dios, nos respetamos unos a otros como si hubiéramos sido creados a imagen de Dios, nos amamos como si respondiéramos a un mandamiento de Dios, nos desesperamos como si hubiéramos sido abandonados por Dios, nos consolamos como si esperáramos en Dios, nos premiamos como si diéramos gracias a Dios, nos castigamos como si debiéramos dar razón a Dios. En una palabra, cada uno de nosotros vive como si fuera un hombre de Dios.

Si hoy y aquí, como dice el Card. Ratzinger, «sobre ese hombre ya no brilla el esplendor de ser imagen de Dios», porque vivimos en una época de agnosticismo, de relativismo, de desencanto, de presunción, eso es un motivo más para aceptar la proposición que él hace a los laicos. No sólo en la situación en la que nos encontramos, sino en la situación a la que podríamos elevamos, tenemos todas las de ganar. Lo tenemos todo-y todos, es decir, nosotros, nuestros pueblos, nuestras leyes, nuestra Europa, nuestra propia civilización que figuras como Agustín, Tomás de Aquino, Maquiavelo, Galileo, Newton, Kant, Einstein y tantos otros en los más diversos campos han forjado con su genio, pero que, en realidad, es la civilización que baja del Gólgota y del Sinaí.

Veluti si Deus daretur. Se trata de una apuesta que tiene como contenido nuestro compromiso y como premio nuestra salvación.