Católicos y vida pública en América Latina
Por Guzmán Carriquiry, subsecretario del
Consejo Pontificio para los Laicos
SANTIAGO DE CHILE, sábado, 26 agosto 2006 (ZENIT.org).-
Publicamos la Conferencia dictada por el doctor Guzmán Carriquiry, subsecretario
del Consejo Pontificio para los Laicos, en el segundo Congreso Iberoamericano
Católicos y Vida Pública realizado en la sede central de Universidad Santo Tomás
de Chile entre el 8 y el 9 de junio. La ponencia ha sido recogida por
Forumlibertas.com
Católicos y Vida Pública en América Latina
Misión y política
La Iglesia no puede jamás ser ajena a las vicisitudes de la vida pública de
pueblos y naciones. Esto es propio de la lógica de la encarnación. La Iglesia es
pueblo universal de Dios - una «etnia sui generis», la definió elocuentemente el
papa Pablo VI - que vive en el seno de todos los pueblos, dentro de los más
diversos Estados pero trascendiéndolos, asumiendo críticamente las diferentes
culturas sin confundirse con ninguna de ellas.
Desde sus orígenes, la «Carta a Diogneto» así presentaba a los cristianos:
«(...) ni por región ni por su lengua ni por sus costumbres se distinguen de los
demás hombres (...) De hecho, no viven en ciudades propias, ni tienen una jerga
que los diferencie, ni un tipo de vida especial...participan de todo como
ciudadanos y en todo se destacan como extranjeros. Cada país extranjero es su
país, y cada patria es para ellos extranjera (...). Obedecen las leyes
establecidas, y con su vida van más allá de las leyes (...). Para decirlo
brevemente, como el alma en el cuerpo así están los cristianos en el mundo» (1).
La presencia y el servicio de los cristianos en el mundo – afirmó el Concilio
Ecuménico Vaticano II (GS, 1, 39) - implica la solidaridad «con los gozos y
esperanzas, las tristezas y angustias» del propio tiempo, «sobre todo de los
pobres y cuantos sufren», bien conscientes que «la espera de una tierra nueva no
debe amortiguar, sino mas bien avivar la preocupación por perfeccionar esta
tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de
alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo» (2).
Ciertamente, la Iglesia no queda definida por las muy diversas coyunturas
históricas que le toca vivir. Menos aún la define el poder. Si todo es política
- como se gustaba decir en tiempos de borrachera de hiper-politización -, la
política ciertamente no es todo, ni lo mas radical y decisivo en la vida de las
personas y de la misma «polis».
La Iglesia no tiene una finalidad política, no tiene una vocación de poder. No
tiene como referencia de sí la conquista o el sostén de un poder político. La
salvación del hombre no es fruto de la política (y cuando la política pretende
ser salvífica no hace más que generar infiernos). Desde el «dad al Cesar lo que
es del Cesar y a Dios lo que es de Dios», la Iglesia no sólo ha desacralizado
sino también relativizado la política.
El Reino de Dios no puede ser producto de la política ni la fe puede quedar
subalterna y funcional al primado de la política. Si la Iglesia se redujese a
mero actor político, en una parte política entre otras, degeneraría su ser y
misión.
Más aún, debe trascender siempre la sutil tentación de dejar absorber
excesivamente su presencia y su mensaje en las mallas estrechas de las
contingencias y estrategias políticas, sabiendo que nunca faltarán quienes
pretendan servirse de ella para sus propias estrategias de poder.
Aun dentro de filas cristianas, no faltan quienes terminan considerándola y
hasta juzgándola según sus intervenciones políticas. De tal modo, mas que el
testimonio a Cristo por medio de su Cuerpo, que es la Iglesia, ésta puede quedar
considerada sólo como institución de poder mundano, coyunturalmente interesante,
aliada eventual.
Otra cosa es la misión de la Iglesia. Su «cometido fundamental (...) en todas
las épocas y particularmente en la nuestra es dirigir la mirada del hombre,
orientar la conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio
de Cristo, ayudar a todos los hombres a tener familiaridad con la profundidad de
la Redención, que se realiza en Cristo Jesús» (3).
«Evangelizar - escribió Pablo VI – es la dicha y vocación propia de la Iglesia,
su identidad más profunda (4); es su servicio original, insustituible, a todos
los hombres, de todos los tiempos y lugares.
Esto no quiere decir que la Iglesia pueda desinteresarse de la vida pública de
las naciones, que no abrace la totalidad de las dimensiones de la existencia y
convivencia humanas - entre las cuales la política es dimensión fundamental y
englobante -, que no esté ella misma implicada en la vida y destino de las
naciones. Si bien «la misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de
orden político, económico o social» sino de «orden religioso», «precisamente de
esta misma misión religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden
servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina»
(5); o como dirá después la exhortación apostólica «Evangelii Nuntiandi»: «entre
evangelización y promoción humana - desarrollo, liberación - existen, en efecto,
vínculos profundos», de orden antropológico, teológico y de caridad (6).
En el plan de Dios, en su designio de salvación de los hombres, la Iglesia es
sacramento de la comunión para la que todos los hombres han sido creados y
destinados, derribando los muros de división. Comunica la fuerza de la
Resurrección de Jesucristo, la máxima revolución del amor, ruptura de toda
cadena de esclavitud, victoria sobre la muerte y certeza de un destino bueno
para los hombres.
El Evangelio de Jesucristo «es buena noticia sobre la dignidad de la persona
humana» (7). Es un «mensaje de libertad y fuerza de liberación» (8). No hay,
pues, construcción verdaderamente humana - construcción de la persona y la
sociedad - si Cristo no es reconocido y puesto como la «piedra angular». Desde
esa luz, bien se entienden las primeras palabras del pontificado de Juan Pablo
II: «Abrid de par en par las puertas a Cristo (...). Abrid a su potestad
salvadora los sistemas económicos y políticos, los extensos campos de la
cultura, de la civilización y del desarrollo» (9)
Por eso, también, Juan Pablo II afirmaba: «No tengáis miedo de Cristo; no temáis
la función incluso pública que el cristianismo puede ejercer para la promoción
del hombre..., respetando plenamente, más aún, promoviendo sinceramente la
libertad religiosa y civil de todos y cada uno, y sin confundir en modo alguno
la Iglesia con la comunidad política» (10).
Y continuaba así: «También y sobre todo en una sociedad pluralista y
parcialmente descristianiza, la Iglesia está llamada a actuar, con humilde
valentía y plena confianza en el Señor, a fin de que la fe cristiana tenga, o
recupere, un papel-guía y una eficacia desbordante, en el camino hacia el
futuro» (11). Esto no es añadido político a su misión, sino que deriva
intrínsicamente de ella. Más extensa y profundamente cala la evangelización en
el corazón de las personas, en vida de las familias, en la cultura de los
pueblos, más se expresa como servicio orientador en la vida pública de las
naciones.
Más la fuerza del Evangelio alcanza y transforma «los criterios de juicio, los
valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las
fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad» (12), más su
evangelización llega a ser fuente de construcción civilizatoria. Más ayuda a
encontrar y experimentar la paternidad misericordiosa de Dios, más imprime en el
hombre la conciencia de su vocación, de su dignidad, de la fraternidad con
todos, de su destino.
En los nuevos escenarios
En nuestra actualidad, la Iglesia está llamada a un profundo repensamiento y
relanzamiento de su misión en los nuevos escenarios mundiales y
latinoamericanos.
La turbulencia de la fase sudamericana que estamos viviendo se inscribe
ciertamente en la onda larga de una gigantesca y convulsa transición, desatada
por el giro histórico provocado por el colapso del comunismo y la conclusión del
bipolarismo mundial, alimentada por la aceleración y difusión de la revolución
tecnológica (sobre todo en el campo del «bios», la energía y las
comunicaciones), las dinámicas de globalización-regionalización, el
resurgimiento y resquebrajamiento de la utopía del mercado auto-regulador, el
paso de los mesianismos ideológicos al relativismo hedonista, las renovadas
identificaciones étnicas, culturales y religiosas, el terrorismo del
fundamentalismo islámico y la elevación de los niveles de la violencia.
Es en medio de todo esto que se da la búsqueda dramática de una nueva
convivencia mundial. Aunque mas bien marginal en el escenario mundial que se
está prefigurando, también América Latina se ha visto conmovida. Nada puede ser
igual que antes. Entramos en una fase de cambios acelerados y nuevos
realineamientos (13).
La Iglesia, que ha estado en la génesis misma de nuestros pueblos, que ha
sellado con el Evangelio su sustrato cultural, que ha configurado la «nueva
cristiandad de Indias» y que ha acompañado la formación y desarrollo de nuestros
Estados ya por casi dos siglos desde la emancipación, no puede dejar de estar
presente en medio de este cambio de época que estamos viviendo a inicios del
siglo XXI.
Las más diversas encuestas que se han ido realizando recientemente en numerosos
países latinoamericanos expresan todavía el profundo arraigo, la vasta
confianza, la alta credibilidad y consenso que los pueblos manifiestan respecto
de la Iglesia católica en la vida pública de las naciones.
Los mejores recursos de humanidad de nuestros pueblos provienen de ese arraigo
de la fe cristiana, en su tradición y cultura. La conciencia de dignidad de las
personas, la sabiduría ante la vida, el dolor y la muerte, aún la alegría de
vivir en medio de condiciones muchas veces sufridas de convivencia, los
sentimientos de fraterna solidaridad por reconocimiento de un padre común, la
pasión por la justicia y la esperanza contra toda esperanza han sido sólo
posibles por la semilla del Evangelio plantada en el «corazón» de los pueblos,
como germen de «nueva creación» .
La Iglesia ha estado siempre cercana a las necesidades de las personas y los
pueblos, también por medio de una red de obras educativas, hospitalarias,
culturales, de promoción del trabajo y de las más diversas formas de servicio y
asistencia, no como suplencias a las carencias del Estado y el mercado sino por
irradiación de la caridad.
Sin embargo, nos interpela el hecho de que en un continente de sustrato
católico, que reconoce su tradición cristiana como alma de sus pueblos y la
cultura católica en la identidad original de América Latina, contando la Iglesia
con tan hondo arraigo y credibilidad, se vivan situaciones dramáticas de atraso
e injusticia, de marginación, violencia y miseria, que «contradicen los valores
que el pueblo latinoamericano lleva en su corazón como imperativos recibidos del
Evangelio» (14).
Esta incoherencia, esta escisión, esta contradicción entre la cultura cristiana
de nuestros pueblos y las condiciones a las que están sometidos, suscita sí
afirmaciones de dignidad y reivindicaciones de justicia, pero, a la vez,
levantan un índice interpelante: la fe no ha sido vivida con la potencia de
conversión de la totalidad de la experiencia humana, con la radicalidad,
inteligencia y fidelidad suficientes para afrontar más a fondo dramáticos
problemas de la convivencia social, y menos aún se ha expresado en los
«criterios y decisiones de aquéllos que han asumido responsabilidades políticas
e intelectuales en la organización de las sociedad latinoamericanas» (15).
Además, somos conscientes también de la persistente y fuerte erosión que está
sufriendo la tradición católica. Corremos el riesgo de ver dilapidado el mejor
tesoro con que cuentan los pueblos, y los pobres por amor preferencial. Por eso,
no hay tarea más crucial que la de una «nueva evangelización» (16), apta para
arraigar el Evangelio, con más profundidad, en el corazón de las personas, las
familias y los pueblos, condición de una revitalización de la presencia católica
en la vida de las naciones.
¿Dónde están las «divisiones» del Papa?
Un hecho que impresiona en estos últimos 25 años, que son los más duraderos de
democratización en casi toda América Latina, en los que ha habido profundos
recambios de formas y liderazgos políticos, mientras muchos esquemas mentales e
ideológicos quedaban sumidos en el anacronismo y se planteaban nuevos problemas
y desafíos, es la escasez de significativas y fuertes presencias católicas en
los liderazgos de primer plano en los nuevos escenarios públicos de nuestras
naciones.
Cuando consideramos la presencia pública de la Iglesia nos concentramos en el
protagonismo de Juan Pablo II a 360 grados, o pensamos en la jerarquías
eclesiásticas nacionales, en sus declaraciones y documentos, en sus diálogos con
el poder político, en sus gestos y orientaciones públicas.
Mientras el Magisterio de la Iglesia multiplica sus documentos y orientaciones
relativos a los principios doctrinales y criterios de discernimiento sobre las
grandes cuestiones sociales de nuestro tiempo, cabe la pregunta inquietante
sobre cómo se realizan efectivamente.
¿Acaso no se advierte la desproporción entre la difusión de la Doctrina Social
de la Iglesia, renovada y muy enriquecida en el pontificado de Juan Pablo II, y
cierta impotencia en suscitar caminos para su efectiva inculturación y
realización? Repetir sólo sus grandes «principios» termina reduciéndola a
discurso, a ideología; es una forma de empantanarla y esterilizarla.
No basta enunciar nuestros buenos propósitos como abstractas orientaciones, sino
demostrar efectivamente que el cristianismo es la respuesta más radical, más
total y satisfactoria, a los deseos de verdad y libertad, de justicia y
felicidad que constituyen el «corazón» del hombre y laten en la cultura de los
pueblos. ¡Y es una respuesta que se demuestra a la vez gratuita, razonable y
conveniente! Hay que confirmar con las obras más que con las palabras que no hay
verdadera solución a la cuestión social fuera del Evangelio.
¿En donde están, pues, las «divisiones» del Papa y de los Obispos? ¿Cuáles son
las respuestas sociales, culturales, políticas de los cristianos?
¿Donde se están elaborando, experimentando y proponiendo nuevos aportes, nuevas
obras, nuevos caminos, desde una presencia católica, para esta fase de
desarrollo de América Latina, para la promoción de una cultura para la vida,
para la reconstrucción del tejido familiar y social, para una alianza del
mercado con la solidaridad y justicia, para la reforma de la empresa y el
trabajo, para un replanteamiento profundo de la educación y de la formación del
capital humano, para el replanteamiento de un sindicalismo sin hipoteca
ideológica, para un despliegue de nuestra tradición cultural capaz de incorporar
las innovaciones científico-tecnológicas para bien de la persona y de los
pueblos, para creaciones artística que reflejen el esplendor de la verdad, para
nuevas formas de participación que consoliden la democracia, para renovadas
formas de auto-organización, promoción y asistencia de los excluidos?
¿Dónde están nuestros Adenauer, los De Gasperi, los Monnet, los Schumann, que
estén afrontando los caminos efectivos de la necesaria integración regional
hacia los Estados Unidos de Sudamérica en el marco de un nuevo protagonismo
mundial? ¿Dónde nuestros Tomás Moro, obedientes súbditos de la autoridad, pero
sobre todo de la ley inscrita por Dios en la conciencia del hombre, fuente de su
auténtica libertad? ¿Cómo puede ser que en pueblos de tradición católica ésta no
encuentre mayor expresividad política en caminos de contribución coherente y
original ante los enormes desafíos y problemas de las naciones?
La contribución indispensable de los fieles laicos
¿Acaso no fueron las enseñanzas del Concilio Vaticano II que pusieron en resalto
la dignidad y el protagonismo de los fieles laicos, a los que se les confía
especialmente «gestionar y ordenar los asuntos temporales según Dios»? (17). Nos
es bien notoria la insistencia con la que el acontecimiento conciliar ha puesto
la «índole secular» como carácter propio y peculiar» de los laicos católicos
dentro de la circularidad y complementariedad de los estados de vida en la
Iglesia, considerándola como modalidad de realización de la vocación cristiana
en las condiciones ordinarias «de la vida diaria, familiar y social» (18) para
dilatar el Señorío de Cristo, que es «reino de verdad y de vida, reino de
santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz» (19). Diez años
después del Concilio, la exhortación «Evangelii Nuntiandi» volvía a poner el
acento en esa «forma singular de evangelización» confiada a los laicos «en el
corazón del mundo y al frente de las más variadas tareas temporales» (20). Y aún
en la exhortación apostólica «Christifideles laici» se señala que «la condición
eclesial de los fieles laicos se encuentra radicalmente definida por su novedad
cristiana y caracterizada por su índole secular» (21), donde «secular» no quiere
decir jamás separado de Cristo sino llamado a transformar y recapitular en
Cristo todas las dimensiones de la persona y de la convivencia social. En
efecto, el mundo es «el ámbito y el medio de la vocación de los cristianos
laicos» (22), en cuanto realidad destinada a obtener en Cristo la plenitud de
significación y de vida.
Las actuales sociedades democráticas, en las cuales loablemente todos son
reconocidos como partícipes de la gestión de la cosa pública en un clima de
verdadera libertad, exigen - recordaba un reciente documento de la Congregación
para la Doctrina de la Fe, entonces presidida por el Card. J. Ratzinger –
«nuevas y más amplias formas de participación en la vida pública por parte de
los ciudadanos, cristianos y no cristianos» (23). Ello es también renovada
invitación y exigencia planteada a los fieles laicos, que «no pueden abdicar de
la participación a la
Sin embargo, hemos pasado por una fase que hubo quien destacó como de
«secularización de los clérigos» pero que desemboca ahora en cierta «clericalización
de los laicos». Es claro que corresponde a la jerarquía eclesiástica enseñar e
interpretar auténticamente los principios morales que deben guiar la conducta y
opciones de los fieles a nivel de la «polis», pero corresponde a los fieles
laicos, «con la propia iniciativa y sin esperar consignas y directivas, penetrar
de espíritu cristiano la mentalidad y las costumbres, las leyes y las
estructuras de la comunidad en la que viven» (25). A este nivel, es notoria, en
verdad, la desproporción entre, por una parte, la necesaria y generosa
disponibilidad de muy numerosos laicos como animadores litúrgicos y de
comunidades cristianas, catequistas, colaboradores de los escasos sacerdotes en
las parroquias, «agentes pastorales» revestidos de los más diversos «ministerios
no ordenados», partícipes de varios organismos, consejos y oficinas en el ámbito
eclesiástico, y, por otra, la diáspora muchas veces conformista, anónima,
insignificante de los laicos católicos en el mundo del trabajo y la economía, de
la política y la cultura, de los medios de comunicación social, etc. A tal
punto, que algunos laicos comienzan a considerar más importante para su vida
cristiana, para su participación en la misión de la Iglesia, si tienen, o no,
voto consultivo o deliberativo en tal o cual organismo eclesiástico, si pueden,
o no, ejercer tal o cual función pastoral, que el hecho de estar tomando cada
día decisiones importantes en la vida familiar, laboral, social y política.
Correlativamente, los sacerdotes terminan considerando más a los laicos como
meros colaboradores parroquiales y pastorales que mediante modalidades de
educación, valorización, compañía y apoyo, por parte de la comunidad cristiana,
de su presencia «secular» en búsqueda de la construcción de formas de vida más
humanas.
Cierto es también que en un serio relevamiento en el seno de las Iglesias
locales y a nivel nacional nos encontramos, confortados y alentados, con
numerosos laicos que asumen responsablemente su vocación y misión cristianas en
el mundo, en variados campos de acción. Hay una enorme generosidad dispersa
entre los cristianos latinoamericanos. Hay obras maravillosas que se aprecian en
muchos campos de servicio. Todos tenemos presente en la memoria, con nombres y
apellidos, cristianos que dan testimonio de su fe en la vida pública. Pero se
trata de una presencia en proporción e influjos insuficientes, sin que se
adviertan grandes corrientes y movimientos de novedad cristiana a lo largo y
ancho del continente. ¿Qué está pasando, pues?
El divorcio entre fe y vida
Arriesguemos algunas hipótesis explicativas de esa escasa presencia de los
católicos en los nuevos escenarios de la vida pública en América Latina.
«Uno de los más graves errores de nuestra época» -señaló el Concilio Vaticano II
- es el divorcio entre «la fe y la vida diaria de muchos», así como las
«opciones artificiales entre ocupaciones profesionales y sociales, por una
parte, y la vida religiosa, por otra» (26). Para muchos el bautismo ha quedado
sepultado bajo una capa de olvido e indiferencia, di ignorancia religiosa, en la
distracción y el descuido. Es muy frecuente también la tendencia a las vidas
paralelas, fragmentadas, parcializadas, en las que la familia, la educación, el
trabajo, las diversiones, la política y la religión ocupan como compartimentos
separados y escasamente comunicados. En la existencia de los cristianos parecen
muchas veces darse «dos vidas paralelas: por una parte, la llamada vida
‘espiritual’, con sus valores y exigencias, y por otra, la vida llamada
‘secular’, o sea la vida de familia, de trabajo, de las relaciones sociales, del
compromiso político y de la cultura» (27). La fe recibida va quedando así
reducida a episodios y fragmentos de toda la existencia. Se cae, pues en el
ritualismo – lo religioso reducido a episódicos y a veces esporádicos gestos
rituales y devocionales -, en el espiritualismo – el cristianismo evaporado en
un vago sentimiento religioso -, en el pietismo – una piedad cristiana amenazada
de subjetivismo, sin arraigo en la objetividad sacramental y magisterial de la
Iglesia – y en el moralismo – la fe en Cristo salvador reducida a ciertas reglas
y comportamientos morales -. En todos estos casos, la fe católica no es
concebida ni experimentada como acontecimiento de un encuentro sorprendente y
fascinante con Cristo, que abraza y convierte toda la vida del bautizado. Falta
una «apropiación» personal del anuncio evangélico de modo que la fe crezca y sea
cada vez más la experiencia y el significado totalizantes de la existencia.
La ruptura entre el Evangelio y la cultura
El divorcio entre la fe y la vida refleja, y a la vez ahonda, la «ruptura entre
Evangelio y cultura» que Pablo VI ya indicó como «el drama mayor» de nuestro
tiempo (28).
En América Latina este drama se incuba histórica y culturalmente en el cisma
entre las elites ilustradas, racionalistas, secularizantes, dependientes de los
modelos sociales e ideológicos de las metrópolis, y las grandes mayorías
populares, «barrocas», de sedimentos católicos y tradiciones orales, que
acompañó la formación de los Estados y su incorporación subalterna en el mercado
mundial.
Fue interpretado por esas elites como la oposición entre «civilización y
barbarie», entre los fautores del progreso y la modernización y los vastos
«mundos» populares todavía anclados en la sociedad tradicional, «pre-moderna».
Similar cisma se prolongó en nuestro siglo XX en el que las elites ilustradas
pagaron fuertes tributos a las ideologías dominantes del mundo bipolar (29). De
tal modo, las instituciones públicas han sido teatro de las diversas
corporaciones públicas que se disputaron y distribuyeron el poder –
administración pública, partidos, ejército, corporaciones de empresarios,
centrales sindicales y universidad…-, mientras los límites y carencias del
Estado en cuanto instancia de síntesis reguladora, integradora, de la sociedad,
multiplicaba los espectadores indiferentes y descreídos de la cosa pública y los
excluidos que organizaban su supervivencia a través de la «informalidad».
En el extremo de este cisma – que admitió según los países muchas variantes y
excepciones – estuvo el México gobernado durante siete décadas por la monocracia
masónica mientras el 90% de los mexicanos se confesaba católica y el 99% «guadalupana»;
lo católico quedaba vedado de los ámbitos públicos, y en especial de los
políticos, culturales y editoriales.
En tales condiciones, las formas arraigadas de piedad popular católica, con
profundo sentido de la presencia del misterio, se limitaban así a ser pura
resistencia, tendiendo a empobrecerse, no siendo suficientemente cultivadas.
Incluso tuvieron aún que sufrir una vasta ola de iconoclastía por lecturas y
aplicaciones secularizantes de la renovación conciliar, ¡precisamente cuando más
se hablaba del «pueblo de Dios»!
Por eso mismo, el episcopado latinoamericano, en Puebla, exhortó a las elites a
«asumir el espíritu de su pueblo, purificarlo, aquilatarlo y encarnarlo en forma
preclara, y, a la vez, desarrollar «una mística de servicio evangelizador de la
religión de su pueblo», expresada sobre todo por los pobres y sencillos (29).
Hoy día esa ruptura entre Evangelio y cultura - que es contrapeso que dificulta
la presencia de los cristianos en la vida pública - se ha ido agudizando cada
vez más.
Paradójicamente, el derrumbe del comunismo y la victoria del capitalismo liberal
han puesto de manifiesto y radicalizado una «crisis de sentido» que sufre sobre
todo la cultura occidental.
La conclusión de la parábola de los ateísmos mesiánicos - que habían tenido en
el marxismo su vértice ideológico y en el socialismo real los primeros Estados
confesionalmente ateos de la historia - dejaba paso ahora a un hedonismo
agnóstico, relativista, convertido gracias a los medios de comunicación masiva,
y sobre todo a la televisión, en un ateísmo libertino de masas (30).
Tal es la ideología dominante de las sociedades del consumo y el espectáculo, en
proyección y difusión globales, vehiculada por fuertes poderes mediáticos, cada
vez más lejana y hostil respecto a la tradición católica.
Es nuevo opio del pueblo, que opera como distracción, confusión y banalización
de la conciencia y la experiencia de lo humano, censura y ofusca los
interrogativos irreprimibles de la persona sobre el origen, sentido y destino de
la vida, reduce la razón a un positivismo estrecho que se desahoga con
irracionales veleidades «espirituales» y «religiosas» para todos los gustos, y
degenera la libertad en instintividad insaciable por exacerbación indiscriminada
de los deseos.
Su agresividad contra la Iglesia católica se manifiesta no sólo a través de
sistemáticas campañas de desprestigio sino, más radicalmente, en la tendencia a
operar una reducción del acontecimiento cristiano que sea funcional al poder
mundano.
Intenta así imponer su propia «agenda» a los cristianos, homologándolos en las
«opiniones comunes» que el mismo poder difunde por doquier y arrastrándolos
hacia un mix» sincrético y arbitrario de creencias y comportamientos,
resquebrajando su pertenencia fiel a la comunión de la Iglesia como lugar de
donde procede su juicio sobre toda la realidad.
Promueve, a la vez, la ordenación de toda la vida personal y colectiva en
seguimiento de los ídolos del poder, del dinero, del éxito, del placer efímero.
No hace más que socavar la tradición católica de nuestros pueblos, erosionar su
temple humano, dificultar una auténtica educación de la persona, multiplicar
individualismos invertebrados sin conciencia de pueblo, fomentar el consumo
cuando nos es capital crecer en la laboriosidad y productividad, anestesiar el
espíritu de sacrificio sin el cual no hay amor, ni amistad, ni grandes causas
que se lleven adelante.
Más aún, predomina la idea de que el relativismo, en cuanto pluralismo ético, es
condición de posibilidad de la democracia (31).
Sin duda, la Iglesia católica aprecia la democracia, especialmente después de un
siglo de ideologías y sistemas totalitarios, de tiranías represivas, de
conculcación de derechos humanos y libertades, de «guerras sucias», de
estrategias violencia que han sido políticas de muerte y la muerte de toda
política, y hoy aún de terrorismo globalizado.
Sin embargo, cierta universalización de la democracia, no exenta de bolsones
negros y amenazas por doquier, ha coincido con la crisis de sus mismos
fundamentos.
»En numerosos países, después de la caída de las ideologías que ligaban la
política a una concepción del mundo (…) – escribía Juan Pablo II -, un riesgo no
menos grave aparece hoy (…): el riesgo de la alianza entre la democracia y el
relativismo ético» (32).
Más aún, los credos religiosos y las narraciones ideológicas son considerados
como amenaza de fanatismo, intolerancia y violencia. En sociedades cada vez más
pluriculturales y multi-religiosas, la democracia debería construirse sólo desde
reglas razonables de procedimiento, formas provisorias de consenso mayoritario,
confinando las creencias a los ámbitos de lo «privado», sin que pretendan tener
relevancia en la vida pública (33).
Sólo quedan coletazos de aquel laicismo decimonónico que reaccionaba ante
cualquier presencia pública de la Iglesia con airados tonos anticlericales, pero
hoy predomina la cultura relativista que pretende dejar toda referencia a
verdades objetivas fuera del debate público.
Se pide a los ciudadanos – incluidos los católicos – «que renuncien a contribuir
a la vida social y política de sus propios países, según la concepción de la
persona y del bien común que consideran humanamente verdadera y justa, a través
de los medios lícitos que el orden jurídico democrático pone a disposición de
todos los miembros de la comunidad política» (34).
Es bien cierto que todo Estado religioso, confesional, ideológico, lleva consigo
un dinamismo de violencia contra la libertad. Hoy lo es evidente en los
regímenes de tradición islámica. Lo que de por sí es relativo, como una ordenada
convivencia sobre bases liberales, no puede convertirse en absoluto.
Y no es esto una buena advertencia para los latinoamericanos, que hemos tenido
la tendencia a sacralizar los principios políticos como verdades absolutas según
inflaciones ideológicas. Pero la alianza de relativismo y democracia deja a ésta
asentada sobre un tembladeral.
En verdad, «la historia del siglo XX es prueba suficiente de que la razón está
de la parte de aquellos ciudadanos que consideran falsa la tesis relativista,
según la cual no existe una norma moral, arraigada en la naturaleza misma del
ser humano, a cuyo juicio se tiene que someter toda concepción del hombre, del
bien común y del Estado» (35).
Una democracia que no sepa fundarse y estar animada por algunos grandes
criterios que distingan lo justo de lo injusto, lo bueno de lo malo, lo
verdadero de lo falso, no genera auténticas conciencias de pertenencia ni se
muestra capaz de grandes convergencia ideales, solidarias y constructivas.
Tiende a quedar a merced de los poderes dominantes.
La paradoja de una democracia fundada en el relativismo ético es que niega en
vía teórica una verdad ontológica sobre el hombre, pero permite al poder dictar
a través de las leyes, una propia ontología, antropología y ética, incluso
contrabandeando como libertades conquistadas lo que no son más que atentados
contra la persona humana.
Si por tradición histórica y cultural la democracia ha estado siempre
íntimamente asociada al reconocimiento y ejercicio de los derechos humanos,
universales porque arraigados en una común naturaleza humana, hoy día se
pretende imponer desde el poder nuevos, confusos e instrumentales «derechos
individuales», que comprenden la legitimación del aborto, la fertilización
asistida, la eugenesia, la eutanasia, el matrimonio de los homosexuales, etc.
Es paradójico que cuanto más se critique a nivel latinoamericano el
neoliberalismo económico, sin encontrar alternativas factibles, más se busque la
patente de «progresista» en el ámbito de propuestas y legislaciones
caracterizadas por un individualismo salvaje y un ultraliberalismo radical, que
atenta contra el primer derecho, que es a la vida, y arremete y disgrega el
tejido familiar, social y cultural de los pueblos.
La participación de los católicos en la vida pública se hace, en tales
condiciones, más difícil y exigente.
Hay que estar preparados, inteligentemente, a dar buenas razones, que afronten
los nuevos problemas y desafíos planteados desde una concepción del bien
integral de la persona y los pueblos, que sea compartible, más allá de confines
confesionales, con quienes buscan efectivamente ese bien, participando con
coherencia y valentía en el debate público.
Sin embargo, no faltan las tentaciones y fragilidades de no pocos entre quienes
se confiesan católicos de adecuarse a las nuevas condiciones del poder, sin
poner en cuestión sus derivas relativistas. Hay que tener clara conciencia que
este relativismo utilitario y hedonista, de desembocadura tendencialmente
nihilista, es de ningún modo constructivo ni de la persona ni de la sociedad.
Nada peor para América Latina que confiarse al anacronismo de las ideologías del
mesianismo ateo que ya han demostrado sus miserias y fracasos, o difundir y
acoger acríticamente esas tendencias culturales decadentes de las sociedades de
la abundancia, estancadas en el conformismo y el tedio, cada vez más estériles
de todo punto de vista, que se presentan bajo las máscaras de progreso de
«sociedades avanzadas» (36).
Crisis de las formas asociativas del laicado y de las corrientes políticas de
referencia
Otro factor causal de la insuficiencia de presencias más significativas de
católicos en la vida pública, a otro nivel bastante diverso, es el que podrían
ser indicado en la crisis y resurgimiento de las formas asociativas del laicado
católico, también en relación con los movimientos históricos que mayormente han
canalizado la participación política de líderes católicas desde los años
cincuenta a los ochenta del siglo pasado (37).
Estas formas asociativas han sido siempre muy importantes en la formación y el
protagonismo de los laicos, y más aún, en las condiciones de modernización y
diferenciación en sociedades cada vez más complejas.
En efecto, las asociaciones se mueven, según sus objetivos y campos de acción, y
gracias a la circulación de experiencias que suscitan a su interior, en ámbitos
más vastos y cruciales de aquellos de la vecindad, que son los más propios de
las parroquias.
Tienen muchas veces dimensión nacional e incluso internacional. Se hacen
presentes en los «areópagos» de la sociedad en cuanto ámbitos ya no
territoriales sino funcionales, como los de la economía, la política, la
cultura, etc.
Provinieron de sectores juveniles de la Acción Católica gran parte de los
líderes católicos fundadores de las corrientes social-cristianas y los partidos
demócrata-cristianos en países latinoamericanos, desde la nueva síntesis «maritainiana»,
dejando atrás los reductos católicos en los partidos conservadores y sus
incrustaciones integristas.
Su ápice estuvo en los años sesenta con la «revolución en libertad» de Eduardo
Frei, el COPEI en el gobierno de Venezuela y presencias y fuerzas significativas
en otros países.
Paradójicamente, la Acción católica general se extinguía por muchos países de
América Latina precisamente en los años sesenta, por una pérdida gradual de
vitalidad y cierta incapacidad a superar formas mentales e institucionales que
iban quedando anacrónicas, precisamente cuando el Concilio Vaticano II
continuaba a recomendarla encarecidamente.
La pérdida de vínculos fluídos a través de vasos comunicantes entre la Iglesia y
las Democracias Cristianas estuvo a la base del gradual empobrecimiento cultural
y estancamiento político de éstas.
Luego de la generación de los fundadores, de fuerte experiencia de formación y
participación en la Iglesia, nuevas generaciones de militantes y dirigentes
concentrados en una óptica primaria, si no exclusivamente política, carecieron
de aquella experiencia de pertenencia eclesial, lo que reducía la «inspiración
cristiana» a una referencia inasible y abstracta, y dejada a la merced de
oscilaciones entre las ideologías fuertes del mundo bipolar.
No faltaron, por otra parte, lecturas secularizantes de la renovación conciliar
que consideraron toda objetivación institucional de lo cristiano en la
secularidad, y especialmente en la política, como forma residual de «nueva
cristiandad» que debía ser sometida a crítica y superada.
Actualmente, las Democracias Cristianas tiene necesidad evidente de refundarse
radicalmente: esto no supone simplemente recambios de líderes, sino una ingente
tarea de recapitulación y reformulación de su tradición cultural, desde sus
fuentes originarias, realimentándose por un actualizado arraigo en el «humus»
del pueblo católico y de las corrientes de pensamiento en la Iglesia, condición
para proyectarse como novedad política en los actuales escenarios
latinoamericanos y mundiales. La otra alternativa es sobrevivir residual y
subalternamente.
En la Acción católica especializada, o de ambiente, de origen franco-belga, y de
fuerte ímpetu de presencia en América Latina desde los años cincuenta, sectores
estudiantiles vivieron los ímpetus de renovación que llevarían al Concilio
Vaticano II y que se expresarían en la renovación conciliar.
La «apertura al mundo» en pleno era del «engagement» - ¡no hay fe sin
compromiso!- llevó a la primera generación «postconciliar» de laicos informados
y sensibles respecto a la renovación de la Iglesia, animados por sectores
clericales renovadores, a un intenso compromiso en los ámbitos universitarios,
sociales y políticos para la transformación de las estructuras de injusticia y
dependencia en América Latina, en los «años calientes» que siguieron a las
álgidas repercusiones de la revolución cubana.
Quedaron marcados por el impacto combinado de las turbulencias de la primera
fase pos-conciliar y las altas mareas ideológicas y de hiper-politización de
fines de la década del sesenta a fines de los setenta.
Fueron sectores, sobre todo estudiantiles y clericales, que intentaron acompañar
e iluminar su compromiso político absorbente y radical desde su opción
revolucionaria por los pobres, con el desarrollo de una teología de la
liberación, de comunidades de base y de la así llamada «iglesia popular», pero
quedaron bajo cierta hegemonía intelectual y política del marxismo, en boga por
entonces. Su militancia en la escena pública desembocó en las corrientes de
«cristianos para el socialismo», a veces en las aventuras trágicas de las
guerrillas.
La pasión y crisis de buena parte de esa primera generación posconciliar, que
abrió muchos caminos y replanteó cuestiones de mucha importancia pero que quedó
arrastrada por oleajes ideológicos muy fuertes, terminó con frecuentes crisis de
identidad cristiana y eclesial y con el abatimiento provocado por la represión
de los regímenes de seguridad nacional (38).
El derrumbe del «socialismo real» fue como el acta de defunción de tales
corrientes. La intensidad de ese colapso histórico hubiera requerido «una puesta
en discusión, radical, profunda, verdaderamente crítica», de los fundamentos
epistemológicos del marxismo.
Esta autocrítica histórica radical del marxismo, que no ha sido aún abordado por
las formaciones de izquierda y que queda pendiente, dejará al marxismo como
«vagabundeando durante mucho tiempo por los caminos de la historia
contemporánea, con una palidez mortal», sin condiciones de sentar las bases de
nuevos movimientos históricos y proyectos políticos (39).
En general, los teólogos de la liberación , tributarios en diferentes modos y
grados del marxismo, no realizaron una revisión que los liberase de aquella
originaria dependencia, convertida en fardo embarazador: su mayor aporte debería
haberse dado después de la caída del comunismo, para refundar nuevos caminos de
solidaridad con los pobres, y no enmudecer y casi extinguirse con el marxismo.
El derrumbe del comunismo arrastró también, desde lo que fue su hegemonía en el
movimiento socialista, a la socialdemocracia, que quedó empantanada y oscilante
entre los polos de un pragmatismo realista en la conquista o conservación del «welfare
State» y del reflejo de la ideología dominante de las sociedades de consumo y el
espectáculo.
Esta situación ha hecho que muchos cristianos que fueron parte de la corriente
histórica del socialismo, en sus diversas variantes políticas, hayan quedado
aferrados a esquemas anacrónicos o desconcertados ante la nueva situación
histórica.
Antes y más allá de las democracias cristianas y de los cristianos para el
socialismo, la Iglesia convivió pacíficamente, salvo episodios controvertidos,
con los movimientos nacionales y populares que marcaron la vida política de
muchos países latinoamericanos por variadas décadas del siglo XX.
Estos movimientos operaron definitivamente la ruptura de las «polis
oligárquicas» decimonónicas a través de procesos de incorporación económica,
social y política de vastos sectores populares a la vida nacional, los cuales
provenían de un «humus» católico que fue, por lo general, respetado.
No hubo en ellos fuerzas organizadas y significativas del laicado católico que
tuvieran un influjo especial. A diferencia de entonces, los actuales gobiernos y
movimientos calificados con simplismo genérico como «populistas» tienden a
manifestar cierta indiferencia, a veces hostilidad y otras, manifiesta
agresividad contra la Iglesia.
Desde los tiempos del gradual agotamiento de la Acción católica y de crisis
convulsa de los movimientos «especializados», los Obispos se repetían
desconcertados: «tenemos laicos, pero no un laicado», advertían un repliegue
eclesiástico de los laicos, sustituían el vacío asociativo con la participación
en los consejos pastorales y los ministerios no ordenados.
Sólo la «nueva etapa asociativa de los fieles laicos» (40) que emerge
sorpresivamente en el pontificado de Juan Pablo II a través de muy numerosos y
diversos movimientos eclesiales y nuevas comunidades, que este Papa no deja de
acoger y alentar, y que se han ido difundiendo por las Iglesias locales en
América Latina, es condición, promesa y desde ya experiencia viva de gestación
de una nueva generación de católicos (41).
En tales compañías carismáticas, educativas y misioneras, se están forjando
nuevos y coherentes protagonistas de la vida pública en nuestros países. Sin
embargo, en la actual coyuntura efervescente por la que pasa América Latina
todavía la Iglesia paga el costo de una insuficiente presencia pública de los
católicos.
La naturaleza del acontecimiento cristiano y la novedad de vida
Si resulta fundamental repensar, reconstruir y relanzar la presencia católica en
la vida pública, sería más bien patético reaccionar ante esa insuficiencia,
fragilidad y dificultad, con llamamientos urgidos y repetitivos al «hay que
comprometerse».
Por lo general, encuentran un terreno abonado por grandes dosis de indiferencia
y utilitarismo. Los imperativos categóricos, en cuanto exhortaciones morales,
muy raramente llegan al «corazón» de la persona, mueven su inteligencia y
cambian su vida. Quedan como declamaciones retóricas a uso de la buena
conciencia, sin consecuencias reales.
Tampoco sirve concentrar las energías en pretender sacar consecuencias morales,
políticas y culturales de una fe, que se da por supuesta en condiciones cada vez
más irreales, como si se tratara de una mera incoherencia moral en la vida de
los católicos.
Lo que está en juego es algo mucho más originario, profundo y crucial. Hay que
tener en cuenta, por una parte, la naturaleza misma del acontecimiento cristiano
en la vida de las personas. El cristianismo no es, ante todo, una doctrina, una
ideología, ni tampoco un conjunto de normas morales, menos aún un espiritualismo
de «bellas almas». Es un hecho, históricamente acaecido: el Verbo se hizo carne,
el Misterio en que todo consiste y subsiste ha irrumpido en la historia humana,
Jesucristo ha revelado el rostro de Dios, que es amor misericordioso, y a la vez
la vocación, dignidad y destino de la persona humana y de toda la creación,
salvadas de la caducidad, de la corrupción, por su victoria pascual.
Ha sido dado a toda persona, en todo tiempo y lugar, ser contemporánea de la
Presencia de Cristo gracias a su Cuerpo y a su Pueblo, que es la Iglesia, la
compañía de sus testigos y discípulos. Como enseña Benedicto XVI en su encíclica
«Deus est Caritas»: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o por
una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que
da nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (42).
También en un continente «católico», y a mayor razón, la tarea esencial,
primera, fundamental, es rehacer siempre la fe de los cristianos; y con más
exigencia y urgencia en tiempos en que la fe no es ya un patrimonio común ni una
posesión tranquila, sino un don cada vez más asediado y ofuscado por los
«dioses» y los «señores» de este mundo.
Sabemos que vastos sectores de nuestros pueblos, aunque arraigados en la
tradición católica, han sido muchas veces y a veces por mucho tiempo
descuidados, en el sostén, cultivo y crecimiento de su fe.
Sabemos también cuántos bautizados en la Iglesia católica la abandonan para
refugiarse y reconocerse en las comunidades «evangélicas» y pentecostales, y en
derivas sectarias. Sabemos aún cuánto el patrimonio católico es agredido hoy por
una cultura hostil, que penetra por doquier con los medios tecnológicos
potentes, invadientes y homologantes de la comunicación.
Todos estamos llamados a vivir la fe como nuevo inicio, como esa novedad
sorprendente de vida, esplendor de verdad y promesa de felicidad, que reenvía al
acontecimiento que la hace posible y fecunda.
No es casual que el pontificado de Juan Pablo II haya comenzado con su llamado a
«abrir las puertas a Cristo» y concluya con su invitación a «recomenzar desde
Cristo» (43), fija la mirada en su rostro, redescubriendo toda la densidad,
profundidad y belleza de su misterio, confiándose mendicantes a su gracia,
conscientes de ser llamados a la santidad, desde la pertenencia al misterio de
comunión que es la Iglesia, en la más inaudita «revolución del amor» que da
sentido y plenitud a la historia humana .
Todos estamos llamados a que la tradición católica se convierta cada vez más en
carne y sangre de nuestra vida. Todo lo demás se dará por añadidura. Cualquier
otro planteamiento que no fuera éste sería totalmente desviado y estéril. No hay
otro camino que «recomenzar desde Cristo», para que Su Presencia sea percibida,
encontrada y seguida con la misma realidad, novedad y actualidad, con el mismo
poder de persuasión y afecto, que lo experimentado hace 2000 años por sus
primeros discípulos en las orillas del Jordán o hace 500 años por los «juandiego»
del Nuevo Mundo.
Sólo en el estupor de ese encuentro, sobreabundante a todas nuestras
expectativas pero percibido y vivido como plena respuesta a los anhelos de
verdad y felicidad del «corazón» de la persona, el cristianismo no queda
reducido a una lógica abstracta sino que se hace «carne» en la propia
existencia. En otras palabras, se trata del redescubrimiento, lleno de gratitud,
alegría y responsabilidad, del propio bautismo como la más profunda y sublima
autoconciencia de la dignidad de la persona, disminuida y ofuscada por el pecado
pero regenerada por la gracia, destinada a la plena estatura de lo humano en
Cristo Jesús.
El Señorío de Cristo ha de ser siempre de nuevo experimentado en modo concreto,
comprensible, razonable y convincente, como certeza experimentada en la vida, en
su bondad, en su belleza, en su verdad, y no como discurso abstracto y formal.
Gracias a ese encuentro y seguimiento, se emprende un camino de crecimiento en
la fe y de su verificación en la vida, desde la reiniciación cristiana hacia la
formación de personalidades cristianas maduras.
De tal modo, crece la «criatura nueva» que somos por el bautismo, hombres nuevos
y mujeres nuevas, no en sentido retórico o simbólico sino desde todo su realismo
ontológico, en cuanto protagonistas nuevos dentro del mundo, testigos de una
vida cambiada, convertida en más humana. Es óptimo, pues, el tema aprobado por
Benedicto XVI para la próxima V Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano: «Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros
pueblos en El tengan vida» (44).
Si es verdadero encuentro con Cristo, seguimiento fiel, profunda comunión,
entonces cambia la vida de quienes lo encuentran.
Nada puede quedar ajeno a esa «metanoia», es decir, a esa conversión, a esa
transformación de toda la existencia. Si es verdadero encuentro, cambia la vida
de la persona e imprime con su forma la vida matrimonial y familiar, las
amistades, el trabajo, las diversiones, el uso del tiempo libre y el dinero, el
modo de mirar toda la realidad, e incluso los mínimos gestos cotidianos.
Todo lo convierte en más humano, más verdadero, más esplendoroso de belleza, más
feliz. Todo lo abraza con la potencia de un amor transfigurador, unitivo,
vivificante. «El que está en Cristo, es nueva creación» (II Cor. 5, 16). Lo que
queda sin cambiar hace parte de nuestra carga residual de paganismo, de
mundanidad. El cristianismo es llamado de Cristo a nuestra libertad; espera la
simplicidad del «fiat», como el de la Virgen María, para que, por medio de la
sacramentalidad de la Iglesia, se haga carne en nuestra carne. De tal modo se
convierte en totalizante, que es lo contrario de un cristianismo disociado de
los intereses vitales de la persona.
Esa «metanoia», esa novedad de vida, no es resultado del esfuerzo moral, siempre
frágil, de la persona, sino fruto ante todo de la gracia, o sea, de un encuentro
que se vuelve amistad, comunión, confianza en el amor misericordioso de Dios y
que puede llegar a exclamar con el apóstol: «vivo, pero no soy yo, sino que es
Cristo quien vive en mí» (Gal. 3, 19).
«La síntesis vital entre el Evangelio y los deberes cotidianos de la vida que
los fieles laicos sabrán plasmar – señalaba Juan Pablo II – será el más
espléndido y convincente testimonio de que, no el miedo sino la búsqueda y la
adhesión a Cristo son el factor determinante para que el hombre viva y crezca, y
para que se configuren nuevos modos de vivir más conformes a la dignidad humana»
(45). «La vida es Cristo»! (cfr. Flp., 1, 21).
Sólo quienes vivan la experiencia de una vida materialmente cambiada por la fe,
no obstante las propias incoherencias y miserias, siempre confiándose a la
misericordia de Dios, se convertirán en auténticos sujetos que hagan presente el
cristianismo en todos los ámbitos de la vida personal y la convivencia social.
En ese cambio profundo de la persona reside la experiencia originaria que hace
posible y fecunda toda transformación social. Parece un objetivo ínfimo,
desproporcionado, si se miran los grandes escenarios y problemas globales.
Sin embargo, se trata de abandonar la utopía, intrínsecamente engañadora, de que
este modelo o aquel sistema, por la sola virtud de sus mecanismos, pueda
sustituir el cambio requerido en el «corazón» de la persona, en sus actitudes y
comportamientos, y lograr la transformación cualitativa de la persona.
Es vana y engañosa la espera de un «cambio global de estructuras», donde todo
será justicia y felicidad. Influye siempre una servidumbre interior, un desorden
radical de la persona, que no puede ser rescatado con meras reformas de
estructura y de las relaciones sociales. El realismo cristiano se propone ante
todo rescatar una y otra vez, sin pausas, a la persona y sus obras,
congénitamente frágiles, reformables, mejorables. Sabe que el mal no tiene la
última palabra.
Existe un destino bueno y misericordioso que salva al hombre de sus límites,
incluso de la muerte. La vida no se concluye en una «pasión inútil» – como
afirmaba Sastre -, lo que sería el máximo de la irracionalidad, de la
injusticia, de la iniquidad. Es esta certeza lo que ayuda a la persona siempre a
recomenzar: éste es el germen y el ímpetu más potente de esperanza, de cambio
real en la vida de la personas y los pueblos.
El cristianismo como radical y global inteligencia de la realidad
Condición para una renovada presencia de los católicos en la vida pública es que
toda su existencia quede transformada y animada por el Evangelio de Cristo. Esa
novedad de vida que va configurando toda la existencia se vuelve una nueva
sensibilidad, una modalidad nueva de mirar, afrontar y discernir toda realidad.
No faltan, en verdad, los católicos que viven con seriedad su cristianismo en
las condiciones ordinarias de su vida familiar y laboral, pero cuya mirada sobre
la realidad pública de las naciones queda prisionera y ofuscada por los
diafragmas trasmitidos por los poderes políticos, culturales y mediáticos. Los
hay devotos pero incongruentes en la vida pública.
Más aún, los hay quienes consideran que baste una genérica referencia a la
tradición cristiana, a los «valores» cristianas, a una «inspiración cristiana»,
en cuanto «input» sujetivo para actuar en la vida política y social.
Otros aún consideran que la teología es para lo religioso como las ciencias
sociales para los análisis de la realidad social, desconociendo, por una parte,
que las grandes teorías y modelos macro-sociales implican, por lo general de
modo inconfeso, una filosofía de la historia e incluso una teología y, por otra,
reduciendo la pretensión de verdad que tiene el cristianismo.
En efecto, si Dios existe y es el «Logos», o sea, la racionalidad última de toda
la realidad, ¿cómo no considerar lo religioso como la dimensión más radical,
global y decisiva de la existencia de las personas y de la convivencia social?
Construir la sociedad sin Dios, contra Dios, es construirla contra el hombre. Y
si Dios se ha revelado en Jesucristo, ¿cómo no considerar el acontecimiento de
la encarnación de Dios como el hecho más capital de la historia humana, la clave
de la inteligencia de toda la realidad? Esta pretensión de verdad no se reduce a
una fórmula intelectual, a un razonamiento filosófico o a una cosmovisión
ideológica, sino que se identifica con una persona que ha dicho de si: «Yo soy
la verdad», «yo» la verdad del cosmos y de la historia, «yo» la clave más
radical y total de la realidad, «yo» el significado y destino de la existencia
humana, «yo» el sentido de tu vida...
No hay otra alternativa: o es la afirmación de un loco o es sorprendentemente
verdadera. A nosotros, cristianos, che hemos recibido esa revelación por el
flujo de una tradición viva de 2000 años y que la hemos experimentado como
verdadera en la propia vida, nos toca, ¡nada menos!, proponer esta «hipótesis» y
demostrar su razonabilidad, auscultando, discerniendo e integrando las múltiples
aproximaciones a la verdad y los signos de bien y de belleza que se dan en la
aventura humana.
Tenemos que demostrar la verdad de lo que afirma el Concilio Vaticano II cuando
así se expresa en la «Gaudium et Spes»: «la fe todo lo ilumina con nueva luz y
manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta
la inteligencia hacia soluciones plenamente humanas» (46).
La pertenencia al Cuerpo de Cristo, que hoy vive en la Iglesia, es el la
referencia ineludible de la novedad de vida, como juicio nuevo y original sobre
toda la realidad. Cuando esa pertenencia resulta frágil en la conciencia y en la
vida, no se da ese juicio original (la fuerza purificadora de la fe respecto a
la razón), por lo que se termina por resultar subordinado a las instancias
dictadas vez por vez por el poder y los intereses dominantes.
La encíclica «Populorum Progressio» lo expresaba con otras palabras cuando
indicaba, como criterio para el juicio cristiano, la progresión de «condiciones
menos humanas «a más humanas» de convivencia social, señalando en el ápice de
las condiciones más humanas a la «fe, don de Dios acogido por la buena voluntad
de los hombres, y la unidad de la caridad en Cristo, que nos llama a todos a
participar, como hijos, en la vida de Dios vivo, Padre de todos los hombres»
(47).
Nuestra certeza como católicos es que Cristo constituye el centro efectivo de la
realidad histórica y la piedra angular de toda construcción auténticamente
humana, y, por ende, la Iglesia católica.
No concebimos una solución mejor para todo el hombre y todos los hombres que la
«revolución del amor» que en Dios encuentra su fuente inagotable, en el corazón
del hombre su máximo anhelo, en la convivencia social el mayor reconocimiento
del hombre por el hombre en vínculos de una fraternidad más radical que la de la
sangre, y en Jesucristo su revelación y total realización.
Quienes no crean en esta hipótesis al menos tienen que aceptarla como punto de
partida. Rechazar esta posibilidad en cuanto tal sería prejuicio. Pretender
imponerla sin más sería violencia.
Ella es la certeza que tiene que animar a los cristianos en la vida pública de
las naciones y en el orden internacional, y que no los exime sino que los
empeña, a auscultar los «signos de los tiempos», a apreciar los auténticos
logros en los campos del conocimiento, de las ciencias y de la convivencia, a
emprender diálogos de 360 grados, a elaborar síntesis culturas siempre
provisorias y a colaborar abiertamente con quienes buscar con recta razón el
bien del hombre.
De ello, la encíclica «Deus caritas est» saca las siguientes conclusiones: «La
justicia es el objeto y, por tanto, la medida intrínseca de toda política
(...)», que presupone una pregunta radical: «¿qué es la justicia?» y ¿cómo
liberar la política de la «preponderancia del interés y del poder que la
deslumbran»?
La perspectiva de Dios libera la razón de sus cegueras, la política de sus
ídolos. «En este punto se sitúa la doctrina social católica: no pretende otorgar
a la Iglesia un poder sobre el Estado. Tampoco quiere imponer a los que no
comparten la fe sus propias perspectivas y modos de comportamiento. Desea
simplemente contribuir a la purificación de la razón y aportar su propia ayuda
para lo que es justo, aquí y ahora, pueda ser reconocido y después puesto
también en práctica» (48).
Juicio cristiano sobre la realidad latinoamericana
Se requiere siempre en la Iglesia una inteligencia cristiana del tiempo
presente, que es a la vez «católica» - porque no hay institución más universal y
global que la Iglesia – y situada en los distintos ámbitos de su encarnación. No
puede estar ausente un juicio cristiano, católico, sobre los tiempos que nos
toca vivir en una América Latina cada vez más integrada en circuitos globales.
Cuando este juicio falta, se debilita intrínsecamente toda forma de
participación de los fieles en la vida pública.
En efecto, la presencia católica en América Latina ha pagado un fuerte tributo
de subordinación y confusión respecto de interpretaciones y proyectos
ideológicos que no se concilian con la tradición católica.
La Iglesia en América Latina no podía no quedar sacudida íntimamente por las
polarizaciones políticas e ideológicas que repercutían en toda la realidad
latinoamericana. Sufrió el embate de opuestos extremismos: de quienes pretendían
que ignorase las injusticias, sufrimientos y esperanzas de los pueblos, no
custodiase derechos y libertades fundamentales, legitimando una presunta defensa
de la «civilización occidental y cristiana» con todos los medios represivos, o
al menos que callase ante los costos de una «guerra sucia», y de quienes
intentaban presionar la reformulación de su doctrina y acción, reduciéndola a
sujeto político de apoyo a estrategias revolucionarias, incluso violentas, bajo
hegemonía marxista (49).
La fase histórica de guerra caliente del mundo bipolar en las periferias
conmovió hondamente las comunidades cristianas de América Latina. La Iglesia
católica, no sin grandes costos, supo custodiar y reafirmar su propia identidad
y su propio servicio a los pueblos. El vértice de su autoconciencia eclesial y
latinoamericano se expresó en el documento final de la III Conferencia General
del Episcopado latinoamericano, en Puebla de los Angeles, capaz de recapitular
la génesis, la historia, la cultura, los sufrimientos y las esperanzas de los
pueblos latinoamericanos, desde su originalidad, su vida y destino (50). No ha
habido desde entonces nuevas síntesis enriquecedoras.
El cambio de época que se está procesando vertiginosamente desde fines de los
años ochenta han dejado muchos esquemas mentales y políticos sumidos en el
desconcierto y el anacronismo (por más que haya que salvar la parte de verdad
que los animaba). Se desmoronaron las «sociologías de la modernización», la
teoría de la dependencia, las teorías y estrategias revolucionarias, los modelos
de sociedad socialista. No está más a la orden del día la Revolución (con esa R
mayúscula, expresiva de pretensiones mesiánicas).
También, poco después de la euforia del liberalismo vencedor y de sus recetas
del «Consenso de Washington», se resquebrajaba nuevamente la resurgida utopía
del mercado auto-regulador (51).
La teología de la liberación, como teoría y praxis de un cristianismo
inculturado en América Latina, ha quedado muda, o a lo más cansinamente
repetitiva, prisioneras de sus límites y confusiones, sin autocrítica
superadora. Aquí y allá se aferra al indigenismo, al feminismo, al ecologismo,
pero en formas parciales y cargando siempre con lastres ideológicos.
Sin embargo, ese cambio de época es de tal magnitud y repercusión que,
demoliendo buena parte de nuestras recientes «bibliotecas» y exigiendo
replanteamientos radicales y globales, también exige de la Iglesia una profunda
renovación de su juicio histórico, tarea necesaria de grandes exigencias.
Más allá del agitarse del follaje en esta hora de turbulencia que sacude a
América Latina, quedan planteadas grandes y exigentes tareas históricas que
requieren firme paciencia y serena inteligencia.
La promoción de un crecimiento económico persistente y auto-sostenido, la
gradual superación de los muros de desigualdades y exclusiones, la incorporación
tecnológica y modernización de los sectores productivos con alto valor agregado,
la elevación de los niveles educativos en cantidad y calidad, la reconstrucción
del tejido familiar y social, la consolidación y extensión de una auténtica
democracia, la construcción de un Estado que no sea ineficiente, sofocante y
meramente asistencialista y de un mercado que logre ser inclusivo y no
excluyente, el camino de integración y solidaridad hacia el mercado común y la
confederación sudamericana, una renovada presencia y participación en el
escenario mundial...son retos enormes.
Requieren todavía sangre, sudor y lágrimas de pueblos protagonistas, conscientes
de que sólo del sacrificio, de la movilización de todas sus energías de
dignidad, laboriosidad, empresarialidad y solidaridad, de ímpetus profundos de
fraternidad, se podrá avizorar espirales verdaderos de esperanza .
Se hace difícil dar un juicio sintético sobre la coyuntura actual de América
Latina, sin caer en lo meramente reactivo (y, por eso, reaccionario) de quienes
sólo ven confusión, amenaza y peligro ante «populismos» e indigenismos», o de
quienes pretenden cubrir la variedad y complejidad de situaciones y desafíos con
la capa de ideologismos gastados o de verborragias y tomas de posición tan
iracundas como simplistas.
Una cosa son las proclamas encendidas, pero otra muy diversa y mucho más
compleja y difícil es el gobierno realista de la cosa pública, sus estrategias y
programas de transformación y construcción, en medio de escasos márgenes de
maniobra y de situaciones difícilmente controlables.
Una cosa es la conciencia de un mestizaje incompleto y lacerado, y la justa
reivindicación de dignidad y justicia para los sectores indígenas; otra cosa es
la de un «indigenismo» anacrónico, que pretende contraponer raíces ibéricas e
indias, que se alimenta de la «leyenda negra» y pretende incluso volver a los
«brujos» y «chamanes».
Es tentación la de contraponer, dividir, polarizar e insultar para reinar, pero
la gigantesca obra de reconstrucción y liberación de pueblos exige contar con la
mayor convergencia popular, nacional e ideal de energías.
Es fácil acumular las tintas acusatorias sobre los chivos emisarios que cargan
con nuestros males, pero mucho más difícil es asumir seriamente la grave
responsabilidad de ir definiendo y actuando, desde las propias circunstancias,
nuevos paradigmas de desarrollo, de justicia, a la altura y en las condiciones
de nuestro tiempo.
Es contradictorio apostar por el imprescindible desbloqueo, por la
reconstrucción y relanzamiento del MERCOSUR y por caminar decididamente hacia
nuestra anhelada Unión Sudamericana (pues solos y aislados no vamos a ninguna
parte) y, a la vez, operar confusamente contra ello, reduciéndolo a retóricas
confusas y provocando o azuzando dialécticas de contraposición entre países
hermanos.
Tenemos, por cierto, necesidad de corredores bi-oceánicos, anillos energéticos
regionales, «tradings» productivos extensivos hasta la constitución compañías
multinacionales sudamericanas y latinoamericanas, liberalización comercial y
complementación económica entre países hermanos, unidad de intereses e ideales
para negociar y conquistar nuevos mercados a 360 grados, pero tenemos sobre todo
necesidad de recomenzar desde la reconstrucción de la persona y la conciencia de
ser pueblo, o sea de los sujetos protagonistas de todo cambio y construcción que
no se revelen efímeros o ilusorios.
Sólo quienes se muestren capaces de recapitular y repensar, reformular y
reproponer las matrices culturales e ideales de los pueblos latinoamericanos, y
a bregar con realismo, pasión y competencia por su bien común podrán tener
futuro (52).
Sin embargo, ante esa exigencia se hace más notorio un cierto déficit que se
advierte entre los cristianos y las comunidades cristianas de un juicio
orientador certero, de un discernimiento profundo, de perspectivas motivadoras y
proyectuales respecto al destino de los pueblos latinoamericanos.
Falta por doquier pensamiento, falta iniciativa de mayores horizontes y largo
aliento, falta meter a fuego prioridades, falta debatir abiertamente sobre lo
que más importa, falta cuajar convergencias firmes y motivadoras en medio de
tanta generosidad dispersa. A eso estamos llamados los cristianos, las
comunidades cristianas, si pretendemos una renovada presencia y aporte en la
vida pública de nuestros países y a escala regional.
Doctrina Social de la Iglesia
El juicio cristiano ante el momento histórico que nos toca vivir y la renovación
de nuestra presencia y aporte encuentra un alimento sustancial en las enseñanzas
y orientaciones de la Doctrina Social de la Iglesia.
Es el fruto del encuentro del Evangelio con los problemas que van surgiendo en
la vida social. Pertenece desde siempre a la tradición de la Iglesia, flujo de
caridad al encuentro de las necesidades de los hombres.
Con la encíclica «Rerum Novarum» entró en una fase moderna de codificación
orgánica bajo las repercusiones de la constitución y desarrollo de las ciencias
sociales, la difusión de la revolución urbano-industrial y el surgimiento de
nuevos movimientos históricos e ideológicos, que plantearon exigencias y retos
para la renovación de la misión de la Iglesia.
Desde entonces, «se ha formado ya un corpus doctrinal renovado, que se va
articulando a medida que la Iglesia, en la plenitud de la Palabra revelada por
Jesucristo y mediante la asistencia del Espíritu Santo», con la ayuda de la
razón y las ciencias sociales, afronta los problemas de las diversas coyunturas
históricas (53).
Sufrió una fase de eclipse en la conciencia de muchos cristianos durante la
primera fase de impacto del Concilio Vaticano II, pero fue profundamente
renovada durante el pontificado de Juan Pablo II, en sus fundamentos teológicos,
antropológicos y culturas, y en su adherencia histórica. Recientemente ha sido
recopilada sistemáticamente con el «Compendio de la Doctrina Social de la
Iglesia católica» (54).
Ahora bien, una renovada presencia de los católicos en la vida pública requiere
la más plena integración de las enseñanzas sociales de la Iglesia en la
catequesis y en la formación cristiana (55).
Requiere fundamentalmente por parte de los laicos su estudio sistemático, su
asimilación fiel y su asunción como criterio de juicio y acción. Requiere
asimismo que su referencia no se reduzca a la repetición abstracta y mecánica de
sus «principios» sino que se transforme en hipótesis razonable y adecuada para
afrontar, con inteligencia, competencia y audacia, los problemas y retos de la
actual situación latinoamericana.
En efecto, la Doctrina Social de la Iglesia hoy puede sintetizarse en tres
pilares fundamentales para toda construcción social: la dignidad de la persona
humana, la subsidiariedad y la solidaridad. ¿Cuál es la actualidad, vigencia e
importancia de estos pilares para la contribución de los católicos, y de los
hombres de buena voluntad, en los actuales escenarios latinoamericanos y
mundiales?
La defensa y promoción de la dignidad de la persona humana, en su singularidad,
en la integralidad de su subjetividad corporal y espiritual, en su
irreductibilidad ontológica a las condiciones biológicas, materiales y políticas
de su existencia, es un principio capital. Se trata de verificar siempre el
primado de la persona – que es sujeto y fin, nunca medio – sobre toda
institución social, anterior y superior al Estado.
El «yo» es el factor más grande de todo el universo. Hoy más que nunca, la
«salvaguardia de la dignidad trascendente» de la persona, jamás reducida a
«partícula de la naturaleza o elemento anónimo de la sociedad humana» es tarea
crucial (56).
En efecto, la realidad contemporánea nos pone delante de la amenaza de
ofuscamiento o destrucción de la persona ante una existencia humana cada vez más
fragmentada, desprovista de sentido, que tiende a ser manipulada desde la
constitución genética hasta los contenidos de la conciencia y sus modelos de
vida, cada vez más plasmada por la cultura dominante, sobre todo por los medios
de comunicación social, reducido el «yo» a un haz de sensaciones y reacciones
episódicas.
Hay que emprender, pues, un ingente trabajo educativo, de reconstrucción de la
persona, de toma de conciencia de la grandeza del ser, de su vocación, dignidad
y destino, del don y drama de su libertad, de sus deseos constitutivos de verdad
y de amor.
Esa dignidad de la persona se expresa en sus derechos originarios, inviolables,
que descienden directamente de su propia naturaleza humana.
Constituyen un derecho natural que viene primero, ontológica y axiológicamente,
que el derecho positivo y al que la norma estatal debe tender como al propio
ideal.
Son el fundamento de toda democracia. Presupuesto de todos los demás es el
derecho a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural pasando por todas
las fases de la existencia - , baluarte hoy contra las amenazas de una «cultura
de muerte» que se plantea desde proyectos «neomalthusianos», de «darwinismo
social», con auxilio de tecnologías libradas a la mera factibilidad, disociadas
de la ética.
Eje primordial de todas las libertades y solidaria con ellas es la libertad
religiosa, que se expresa indisociablemente en la «libertas ecclesiae», garantía
de esa dignidad trascendente de la persona ante toda pretensión absorbente y
determinante del Estado.
Los cristianos han de estar en la vanguardia de la custodia y universalización
de esos derechos naturales de toda persona humana. En la misma génesis del Nuevo
Mundo está aquella primera predicación profética documentada, la del fraile
Montesinos a los primeros colonizadores españoles, en defensa de los indios:
«¿No son hombres como vosotros?, ¿no tienen almas racionales?, ¿no estáis
obligados a amarlos como a vosotros mismos?» (57).
Jamás puede aceptarse la reducción y manipulación de la persona como pieza de
recambio biológico, fuerza bruta, instrumento, número o cosa.
Estado y mercado tienen necesidad no sólo de ciudadanos-súbditos o de
productores-consumidores, sino de sujetos libres que afronten toda la realidad
con anhelos de verdad y felicidad, que son los más grandes recursos de
humanidad.
Ni Estado ni mercado pueden últimamente satisfacerlos, pero no intentar
impedirlos sino crear las condiciones para que puedan tener fecundos
desarrollos. Por eso mismo, toda situación, programa y proyecto en la «polis»
han de ser juzgados bajo la luz de ese parámetro antropológico.
La auténtica riqueza de una nación se fragua en la educación de sus hijos - que
es la mejor inversión -, en el cultivo de su razón y libertad, en su aptitud al
sacrificio en el don de sí, en su capacidad de iniciativa, laboriosidad y
emprendimiento, de construcción solidaria. No en vano cada vez se está
valorizando más el capital humano como factor primordial de todo emprendimiento.
La persona es la fuerza de la sociedad, del Estado, de la misma Iglesia. No
encuentra más radical ni sublime fundamento de dignidad que el ser creada a
imagen y semejanza de Dios.
Esta dignidad se radicaliza y se eleva cuando por el don de la fe se confiesa
que «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado» (58), es decir, que Cristo, el hombre perfecto, ha revelado y hecho
posible la verdadera estatura de la persona humana.
Por eso, donde se ofusca la fe en Dios, creador del hombre y hecho hombre,
«entra en crisis el más profundo motivo de reconocimiento de la dignidad
originaria de todo ser humano» (59).
Ahora bien, esta dignidad de la persona arriesga quedar en la abstracción si no
se tiene en cuenta la articulación real de su experiencia, en cuanto ser que se
realiza en la relación, colaboración y comunión con los otros, sea en el
matrimonio y la familia, en el trabajo, en la convivencia nacional.
Por eso, la Iglesia vincula la tarea de reconstrucción de la persona y la
custodia de su dignidad a la batalla por el bien y verdad de la estructura
natural de la familia – como unión entre varón y mujer, fundada en el matrimonio
-, célula natural y fundamental de toda construcción social, expresión primera
de la comunión entre las personas, comunidad de vida y amor, escuela de
humanidad, sometida actualmente a radicales y sistemáticas agresiones.
La realidad familiar es medida de la calidad de vida de un pueblo, de una
auténtica «patria» – común paternidad y maternidad -, de una nación – de «natio»,
filiación y fraternidad más allá de la estirpe-.
En efecto, la familia es el arquetipo de una sociedad en la que la verdad de la
persona se expresa como don, como gratuidad de un amor compartido, como
transmisión y custodia generosa de la vida, como crecimiento en humanidad, como
escuela de actitudes y comportamientos de respeto, perdón, reconciliación, paz y
solidaridad, decisivas para la convivencia social.
Por eso, es primordial el derecho de los padres a educar a sus hijos. La
agresión contra la familia se resuelve siempre en grave atentado contra el bien
de las personas y de la comunidad nacional.
La batalla por el bien y la verdad de la familia es la base y a la vez está
incluida en la tarea de reconstrucción del tejido social a través de lo que la
doctrina social de la Iglesia llama «cuerpos intermedios».
Al servicio de la persona, la familia y la sociedad, de la pluralidad de sujetos
sociales y de la vitalidad de sus asociaciones y obras, de sus iniciativas e
ideales, el Estado, en vez de pretender enyesar la realidad con cada vez más
sofisticadas y costosas ortopedias, está llamado a promover los espacios de una
mayor realización de los derechos de libertad, de asociación operativa y
constructiva, de auto-organización popular y de participación democrática desde
la «base» en la vida de las naciones. Aquí está en juego el principio de
subsidiariedad, cada vez más planteado en los debates públicos (60).
El principio de subsidiariedad quiere ser cauce de promoción y movilización de
las energías vivas y responsables de las personas y las formaciones sociales
para que el tejido social no se desfibre en el anonimato o en una masificación
impersonal, lo que deja al individuo a mercede de las pretensiones del poder
(61).
Por el contrario, hoy resultan fundamentales las modalidades de
auto-organización de la sociedad civil, las redes naturales, sociales,
culturales e ideales de solidaridad y cooperación, que buscan dar respuestas
eficaces a sus necesidades, movidas ciertamente por el propio interés pero
también por una conciencia de fraternidad y gratuidad.
Esto es cosa bien diferente de la actitud de quienes todo lo esperan e incluso
pretenden del Estado con mentalidad rentista, asistencialista, corporativista y
parasitaria, y de quines todo lo esperan del mercado, aunque deje a los más como
meros consumidores y, peor aún, como desocupados y excluidos.
Depositar toda la confianza en los aparatos burocráticos del poder o en la «mano
invisible» del mercado, haciendo abstracción de la dignidad y participación de
los sujetos reales – personas, familias, asociaciones, empresas,
sindicatos…pueblo organizado – arriesga corromper las fibras morales, erosionar
la consistencia democrática real y bloquear las potencialidades de la economía
de mercado.
¿Quién puede pensar que los enormes problemas, desafíos y tareas que plantea el
desarrollo de sociedades complejas pueden ser enfrentados sólo con la estrechez
de la dialéctica Estado-mercado?
La extensión y densidad de una multitud de empresas « profit» y «non profit»,
redes de servicio, organizaciones de voluntariado, iniciativas y obras de
asistencia, solidaridad y cooperación social en los más diversos campos –
educación, vivienda, salud, trabajo, cultura, cuidado de minusválidos y
ancianos, recuperación de drogadictos y muchos más – emerge actualmente como
camino urgente y fecundo a recorrer (62). Constituyen un muy valioso e
indispensable «capital social», aporte a una mejor calidad de vida y
contribución al bien común. Cercana a las necesidades del pueblo, y
especialmente de los pobres, en respuesta a muchas de sus necesidades y por
irradiación de su caridad, la Iglesia ha sido un sujeto fundamental en la
creación de obras muy diferentes, valiosas contribución al bien común. Muchas
veces fueron descuidadas, perdieron su ímpetu originario y cayeron en
secularización y burocratización. Presentes en los diversos ámbitos de la
convivencia social, los laicos católicos están llamados a ser activos promotores
del crecimiento de una sociedad abierta, creativa, participativa, que sepa
afrontar con libertad y responsabilidad sus necesidades, crear o renovar las
obras sociales más prioritarias y urgentes, y abrir espacios de construcción y
esperanza.
Si el principio de subsidiariedad es contrario a todo estatismo y colectivismo,
el de la solidaridad lo es ante todo conformismo indiferente e individualismo
egoísta. En efecto, en la sociedad actual se multiplican los intereses
particulares, las formas de multiculturales y las dinámicas de conflictualidad ,
sin referencia al bien común, a un ideal de vida buena superior al de las
utilidades particulares.
Por eso, las formas mundanas dominantes de las relaciones humanas son, o bien la
indiferencia hacia los otros, o bien su manipulación, instrumentalización,
explotación. Por el contrario, una auténtica convivencia surge a partir de una
experiencia de encuentro, de una apertura e interés hacia la vida de los demás,
del reconocimiento de un valor que tiene la vida compartida con los demás. ¿Qué
es la cultura de un pueblo sino aquella memoria viva de un encuentro que rompió
la indiferencia, la amenidad y la enemistad, y que se convirtió en un compartir
la vida, el trabajo, la construcción y el destino de una sociedad, de una morada
común? La Iglesia llama a la «firme y perseverante determinación por el bien
común» con el nombre de «solidaridad» (63).
Ésta no es una reacción emotiva, ni un sentimiento pasajero, que van
desgastándose, sino que sólo se sostiene y persevera cuando se convierte en
virtud, en hábito virtuoso, o sea cuando resulta fecundada y animada por la
caridad, ley inscrita en el misterio del ser y el más alto don del Espíritu para
bien del hombre. Quien experimenta la gratuidad de un amor mucho más grande que
las propias medidas, no puede no vivir una pasión por la vida y destino de los
demás.
Esa fusión entre el amor a Dios y el amor a los hermanos, todos hijos del mismo
Padre, se manifiesta como solidaridad preferencial con los pobres y los que
sufren, con los que viven más agudamente el misterio de la cruz, llevando en su
carne las llagas de la humanidad. No en vano Jesucristo se identifica con los
pobres, su «segunda eucaristía». La tensión al bien común exige esa solidaridad
preferencial que no puede afrontarse desde dialécticas de contraposición y
violencia ni degenerar en asistencialismos clientelares.
Reconstruir el pueblo como sujeto histórico y la patria como morada común, más
allá de la masificación, la división y contraposición insalvables y la
atomización, requiere esa obra paciente y perseverante de educación y conversión
solidarias, de revitalización de la propia tradición, de convergencias ideales,
de sacrificios, trabajos y esperanzas compartidas, para la construcción de una
vida más humana para todos.
Caridad y solidaridad se expresan en el gesto del buen samaritano ante la
necesidad humana encontrada. «Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí
y que yo pueda ayudar. Se universaliza el concepto de prójimo pero permaneciendo
concreto», no una referencia genérica o ideológica (64).
Se expresan también cuando se convierten en obras destinadas a enfrentar en
formas más sistemáticas, duraderas y eficaces las necesidades humanas. Existe
una «caridad de las obras» (65), porque «obras son amores».
Pero ya Pío XII hablaba de la «caridad política» a través de la presencia
cristiana en instituciones y ámbitos de la vida social, económica, política y
cultural, para encauzar las transformaciones y la organización de la sociedad,
combatiendo injusticias y escandalosas desigualdades, emprendiendo reformas
competentes y valientes en pos de la efectiva destinación universal de los
bienes y una sana ecología humana de convivencia.
Por eso, hay que rehabilitar la política, que está llamada a ser servicio
eminente de la caridad (66).
Caridad y solidaridad no reconocen confines. Alargan los horizontes para ser
pasión por el propio pueblo, y no reconocen fronteras en la búsqueda de caminos
de integración entre países hermanos, de efectiva «globalización de la
solidaridad», de condiciones de mayor pacificación y justicia en las relaciones
entre los Estados, de un «bien común universal» para la construcción de una
auténtica familia humana e incluso de una «civilización del amor».
Renovada presencia, compañía y unidad
La familia, el trabajo, la educación y cultura, así como la política son
dimensiones connaturales de la vida de la persona en la sociedad, campos
fundamentales para la construcción social, ámbitos en los que está
primordialmente en juego el reto de una convivencia más humana.
Son, pues, bancos de prueba de la presencia de los católicos en la vida pública,
del testimonio de novedad de vida que trasmiten y de los compromisos como
partícipes de la construcción del «bien común». En estos campos de la
convivencia humana se verifica la adherencia y el influjo del Evangelio en la
vida de las personas y los pueblos.
Las comunidades cristianas han de ser lugares educativos para el crecimiento de
fieles laicos adultos, cuya madurez cristiana se expresa en la viva conciencia
de las exigencias de la fe en todos estos ámbitos de vida. Ningún bautizado
puede considerarse ocioso o indiferente ante estos desafíos que conciernen su
propia vida, y su propia vida de cristianos.
La modalidad con la que los laicos católicos afrontan estas dimensiones de la
vida personal y social tiene que derivar de un ímpetu de caridad, que es también
ímpetu misionero «ad gentes» y de servicio a las personas y a la sociedad.
Esta renovada, exigente y coherente presencia de los católicos en la vida
pública no puede reducirse a la de «francotiradores» aislados, en diáspora,
desde testimonios de individualidades ejemplares hasta quienes sencillamente
hacen lo que pueden…
Esta situación es tan común que frecuentemente los mismos Obispos conocen
escasamente los «recursos humanos» con los que cuenta la Iglesia en los diversos
campos de la empresa, de la investigación científica, del periodismo, del
sindicalismo, de la creación artística…
Todavía prevalece a menudo la actitud eclesiástica de tomar distancia de los
católicos comprometidos en la vida política por el temor de no confundir la
libertad de la Iglesia respecto de las opciones que ellos asumen.
Es poco frecuente que los Pastores convoquen a políticos católicos, a
empresarios católicos, a sindicalistas católicos y podríamos enumerar aún en
otros ámbitos de la vida pública, por una parte, para conocerlos, escucharlos,
consultarlos, valorizar su testimonio y competencia, «utilizarlos» (en el mejor
de los sentidos) y, por otra, para confirmarlos y alimentarlos en la fe, para
reunirlos en tiempos de oración y retiro espiritual, para compartir con ellos
las enseñanzas de la Iglesia, para afrontar desde una profunda inteligencia
cristiana problemas concretos y cruciales que se plantean en la actualidad. A
veces se han creado capellanías para acompañar a los católicos en los distintos
ámbitos de la vida pública.
Faltan, por lo general, lugares y tiempos eclesiales que sean aptos y fecundos
para esa compañía cristiana, esa alimentación de la fe, ese enriquecimiento en
la comunión y misión.
La participación en la comunidad parroquial, y especialmente en la misa
dominical, es muy importante, pero muchas veces no es suficiente como respuesta
a las necesidades que advierten los católicos comprometidos y absorbidos en los
diversos campos de acción y debate en la vida pública.
Los movimientos eclesiales resultan, por lo general, compañías y lugares
educativos más adecuados, en cuanto comunidades vivas que abrazan más
concretamente la vida de las personas en sus diversas dimensiones a la luz de la
razonabilidad de la fe.
En algunos lugares se ha emprendido la creación de escuelas de formación
política de los cristianos, pero no parece ser una iniciativa muy congruente con
la misión de la Iglesia, y además sus resultados se revelan bastante estériles o
al menos escasos.
Es obvio que a este nivel cabría esperar una contribución mucho más sistemática,
interdisciplinaria e incisiva por parte de las instituciones católicas de
enseñanza y especialmente de las Universidades católicas. Importa también
escoger bien los «maestros» y los recursos intelectuales aptos para alimentar
esos compromisos cristianos.
En fin, tiene que prevalecer una tensión hacia la unidad entre los católicos que
operan en los diversos ámbitos de la vida pública.
Es muy mal síntoma que los católicos que asumen responsabilidades políticas,
empresariales, sindicales y en otros campos de la vida pública no sientan la
necesidad y exigencia de encontrarse, y encontrarse porque unidos por algo que
importa mucho más radicalmente e totalmente que las diferentes vinculaciones y
opciones que se tomen legítimamente en dichos ámbitos.
Si se pertenece a un misterio de comunión, más profundo, decisivo y total que
los mismos vínculos de sangre, a mayor razón esta pertenencia es anterior,
preeminente e interior a cualquier legítimo pluralismo temporal entre los
católicos.
La experiencia de esa pertenencia no es algo agregado a otras formas de
asociación. Eso sería vivir la Iglesia, no como miembros del Cuerpo de Cristo,
sino como meros participantes de una institución de finalidades religiosas y
morales.
La Iglesia no es eso; es don de Dios, creación del Espíritu Santo, cuerpo de
Cristo que prolonga su presencia y nos abraza en su sacramentalidad, reuniendo a
todos los bautizados en el «misterio tremendo» de una unidad sorprendente que el
mundo no puede darse con sus propias fuerzas y que es testimonio indispensable
para que el mundo crea.
La fragilidad y reducción de esa experiencia de pertenencia hace que la Iglesia
no sea más el lugar de donde proceden, se verifican y alimentan los criterios
que iluminan los propios comportamientos y opciones de los laicos en la vida
pública.
Solo la experiencia de la comunión – no el aislamiento o la diáspora en el mundo
– genera e irradia libertad y originalidad ante las presiones amoldantes del
medio ambiente.
Si no, predominan los reflejos ideológicos, los prejuicios de determinadas
estructuras mentales o los intereses dominantes en diversos sectores sociales.
Por el contrario, la experiencia de comunión – que encuentra su fuente y ápice
en la Eucaristía – tiene que dilatarse como unidad sensible manifiesta de los
cristianos en todos los ambientes de la convivencia humana.
Más están los cristianos en las «fronteras» de la política, la ciencia, la
cultura, la lucha social…más resultan impactados y cuestionados por desafíos
complejos…, más abiertos al diálogo, a la colaboración y a la confrontación con
gentes de muy diversas creencias e ideologías…, más han de estar vitalmente,
intelectualmente y espiritualmente arraigados en el concreto cuerpo eclesial.
Esta común pertenencia a la comunión eclesial debe ser experimentada como mucho
más apasionante y determinante para la propia vida que cualquier otro interés
material, afectivo o espiritual, que cualquier otra solidaridad social,
política, cultural o ideológica.
Entonces sí se dan las condiciones para un testimonio de la unidad en la
pluriformidad. La adhesión a la unidad en lo esencial - es decir, la plenitud de
la fe católica, en toda su verdad y en todas sus dimensiones – y la tensión a la
unidad en los diversos ámbitos de vida pública – para dar testimonio de la
comunión a la que todos los hombres están llamados -, permite superar los
círculos viciosos entre quienes pretenden atribuir exclusivamente a sus propias
opciones contingentes el carácter de católico y quienes caen en pluralismos
disgregantes caracterizados por el relativismo cultural y moral.
Por una parte, la doctrina social de la Iglesia no ha pretendido nunca
transformarse y traducirse en una ingeniería social pre-fabricada y dispuesta al
uso, con la pretensión de formular «soluciones concretas, y menos soluciones
únicas, para cuestiones temporales que Dios ha dejado al juicio libre y
responsable de cada uno» (68).
Por otra parte, hay puntos irrenunciables e incluso no negociables para el
compromiso de los católicos en la vida pública (69).
No es que los católicos puedan asumir cualquier tipo de opción, pues las hay que
contradicen la fe que profesan. No todas las concepciones de la vida tienen
igual valor.
«Una concepción relativista del pluralismo no tiene nada que ver con la legítima
libertad de los ciudadanos católicos de elegir, entre las opiniones políticas
compatibles con la fe y la ley moral natural, aquella que, según el propio
criterio, se conforma mejor a las exigencias del bien común» (70).
Los católicos tienen que saber aceptar los puntos firmes y las posiciones
comunes que tienen que compartir ante cuestiones sociales que ponen en juego
opciones éticas fundamentales, o ante momentos en que lo requiere el bien
supremo de la nación, o ante coyunturas de vida eclesial que impongan una
indicación prudencia que sea unitaria.
Saben también discernir y reconocer que una misma fe puede conducir a
compromisos y opciones diversas ante una diversidad de circunstancias y una
pluralidad de interpretaciones y caminos para la búsqueda del bien humano y
social.
La importancia primordial de esa experiencia de comunión se traduce, en fin, en
el encuentro en sede eclesial de católicos que han asumido una pluralidad de
opciones legítimas, que no se «excomulgan» recíprocamente sino que saben
interrogarse conjuntamente, a la luz de la verdad y la caridad, lo que pueda
responder mejor al plan de Dios y, por eso, al servicio de los hombres y los
pueblos.
Urge, pues, concentrar inversiones educativas y pastorales en la formación y
compañía de nuevas generaciones de militantes católicos, que den testimonio con
su presencia coherente, con su competencia y creatividad, con sus obras, un
valioso servicio a las personas y a la sociedad.
Más allá de todo mimetismo mundano, de todo repliegue intimista, de todo
encierro eclesiástico, de toda evane3scencia espiritualista, de toda reducción
moralista, los «christifideles laicos» están urgentemente llamados a ser
protagonistas nuevos dispuestos a generar nuevas formas de vida y a abrir nuevos
caminos de convivencia, arriesgando bajo la propia libertad y responsabilidad,
sostenidos por comunidades cristianas y guiados por los Pastores, en la
pluralidad de estilos y opciones en que se realiza legítimamente la unidad.
Los cristianos participamos, junto con todos los demás ciudadanos, en la vida
democrática de nuestros países, todos empeñados en ese intento continuo de
búsqueda del bien común. Estamos siempre abiertos al diálogo y a todas las
colaboraciones posibles.
No pretendemos ni buscamos dominios ni hegemonías. Pero no podemos dejar de
contar con la fe como factor originario y energía indomable para afrontar toda
la realidad. La conciencia de la propia vocación y misión no nos separa ni nos
aleja de esa búsqueda con todos los demás.
Por el contrario, imprime una mirada atenta y un ímpetu vibrante capaces de
exaltar todo el bien que se encuentra más allá de los propios confines
confesionales y de valorizar todas las convergencias para que sean para bien de
las personas, familias y naciones. El método es el de «examinarlo todo y
quedarse con lo bueno» (cfr. I Tes. 5,21).
Si se tiene la viva conciencia de la necesidad de suscitar por doquier una mayor
y mejor presencia pública de los católicos en la situación actual de América
Latina y para su próximo futuro, parece urgente y necesario repensar a fondo,
con buena dosis de imaginación y creatividad, las exigencias, estrategias y
programas pastorales.
Destino de los pueblos y catolicidad
En América Latina viven cerca del 50% de los católicos de todo el mundo, y es
porcentaje que razonablemente se prevé que seguirá creciendo en las próximas
décadas. Sólo los ingenuos o los tontos no dan peso a los números.
No somos ilusos, sino que reconocemos que ese patrimonio está sujeto a fuerte
erosión. En Brasil, país líder de Sudamérica, el del mayor número de católicos,
este número se redujo de un 20% desde 1960 al 2001.
La mayor amenaza no reside en hostilidades y ataques contra la Iglesia católica
- que también están creciendo, aquí y allá, en América Latina -, sino,
utilizando la expresión del Card. J. Ratzinger en una reunión de Obispos
latinoamericanos en Guadalajara (México), «en el gris pragmatismo de la vida
cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad,
pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad» (71).
Nuestro catolicismo está hecho aún de pueblo, portador de vida y esperanza, y no
se reduce a la diáspora de minorías significativas en medio de una tendencia
hacia una silenciosa apostasía de masas.
«Recomenzar desde Cristo» es también para nosotros el más importante programa
personal y el mejor servicio a la sociedad.
En efecto, el destino de los pueblos latinoamericanos y el destino de la
catolicidad están en gran medida entrelazados, al menos para el actual siglo XXI.
Si cae en reflujo la tradición católica, si no se procede a un intenso trabajo
de educación en la fe, si no se desatan realmente energías misioneras para una
«nueva evangelización», y si esa tradición católica no se convierte en alma,
inteligencia, fuerza propulsora y horizonte de un auténtico desarrollo y
crecimiento en humanidad, sufren y pierden nuestros pueblos. Y si nuestros
pueblos quedan sometidos a situaciones de inicuas desigualdades, de vastos
ámbitos de pobreza, de crecientes violencias e inseguridades y de marginalidad
en el concierto mundial, entonces sufre y pierde la catolicidad.
¿Tenemos conciencia de esos destinos tan compenetrados? ¿O acaso eso parece
excesivo para nuestra responsabilidad? Dios no nos prueba más allá de nuestras
fuerzas, sino que nos socorre con su gracia ante nuestra desproporción y
fragilidad. Se nos ha dicho: «Buscad el reino de Dios y su justicia, y todo lo
demás les será dado por añadidura» (Mt. 6, 33).
Dr. Guzmán M. Carriquiry Lecour
NOTAS
(1) www.vatican.va/spirit/documents , De la Carta a Diogneto.
(2) Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual, Gaudium et Spes, n. 1.
(3) S.S. Juan Pablo II, encíclica Redemptor Hominis, n. 10, Vaticano, 1979.
(4) S.S. Pablo VI, exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, n. 14, Vaticano,
1975.
(5) Concilio Ecuménico Vaticano II, Gaudium et Spes, n. 42.
(6) S.S. Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, n. 31.
(7) S.S. Juan Pablo II, Redemptor Hominis, n. 10.
(8) Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis Nuntius,
Vaticano, 1984.
(9) S.S. Juan Pablo, homilía en la Misa de inicio de su ministerio petrino,
22/10/1978.
(10) S.S. Juan Pablo II, discurso a la Asamblea de la Iglesia italiana en
Loreto, 11/4/1985.
(11) Id.
(12) S.S. Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, n. 19.
(13) cfr. Guzmán Carriquiry, Una apuesta por América Latina, Sudamericana,
Buenos Aires, 1975, pp. 24 y ss.
(14) III Conferen cia General del Episcopato Latinoamericano, Documento de
Puebla, 436, 437, CELAM, Bogot á, 1979.
(15) Id.
(16) cfr. Guzmán Carriquiry, La presencia cristiana en las transformaciones
sociales y políticas desde Puebla a la actualidad, en Seminario sobre la
Libertatis Nuntius y la Libertatis Conscientia, La teología de la liberación a
la luz del Magisterio, Cedial, Bogotá y Trípode, Caracas, 1988, pp. 21-42.
(17) Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Iglesia, Lumen
Gentium, 31, 35, 36; Gaudium et Spes, 43; Apostolicam Actuositatem, 7; Ad
Gentes, 21.
(18) Id.
(19) Misal Romano, de la fiesta de Cristo Rey.
(20) S.S. Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, n. 70.
(21) S.S. Juan Pablo II, exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici,
15.
(22) Id, 17.
(23) Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota sobre algunas cuestiones
relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política,
Vaticano, 2002.
(24) S.S. Juan Pablo II, Christifideles laici, n. 42.
(25) Concilio Ecuménico Vaticano II, Lumen Gentium, n. 36; Gaudium et Spes, n.
43.
(26) Concilio Ecuménico Vaticano II, Gaudium et Spes, n. 43.
(27) S.S. Juan PAblo II, Christifideles Laici, n. 59.
(28) S.S. Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, n. 20
(29) III Conferencia General del Episcopato Latinoamericano, Documento de
Puebla, n. 462.
(30) A. Methol Ferré, La América Latina del siglo XXI, Edhasa, Buenos Aires,
2006, pp. 35-83.
(31) cfr. John Rawls, A theory of Justice, The Belknap Press, Harvard, Cambridge,
1971.
(32) S.S. Juan Pablo II, encíclica Veritatis Splendor, Vaticano, 1993, n. 101;
cfr. encíclica Centesimus Annus, Vaticano, 1991, n. 46.
(33) Guzmán Carriquiry, Una apuesta por América Latina, ob. cit., pp. 195-202.
(34) Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota sobre algunas cuestiones
relativas al compromiso..., ob. cit.
(35) Id.
(36) Guzmán Carriquiry, Notas sobre la actualidad sudamericana, de próxima
publicación.
(37) Guzmán Carriquiry, La presencia cristiana en las actuales
transformaciones...ob. cit., pp. 34-37.
(38) Id.
(39) A. Methol Ferré, La América Latina…ob. cit., pp. 21 y ss.
(40) S.S. Juan Pablo II, Christifideles Laici, n. 29.
(41) cfr. Il Papa e i movimenti, San Paolo, 1998; Consejo Pontificio para los
Laicos, Los movimientos en la Iglesia, Vaticano, 1998, y Los movimientos
eclesiales en la solicitud pastoral de los Obispos, Vaticano, 1999.
(42) S.S. Benedicto XVI, encíclica Deus Caritas est, Vaticano, 2006, n. 1.
(43) S.S. Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, Vaticano, 2001, nn. 29 y ss.
(44) cfr. CELAM, Documento de participación a la V Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano, Bogotá, 2006.
(45) S.S. Juan Pablo II, Christifideles laici, n. 34.
(46) Concilio Ecuménico Vaticano II, Gaudium et Spes, n. 11.
(47) S.S. Pablo VI, encíclica Populorum Progressio, Vaticano, 1968, nn. 20-21.
(48) S.S. Benedicto XVI, Deus Caritas est, n. 28.
(49) cfr. Guzmán Carriquiry, En camino a la V Conferencia de la Iglesia
latinoamericana. Memoria de los 50 años del CELAM, Claretiana, Buenos Aires,
2006, p. 46.
(50) cfr. Guzmán Carriquiry, El Concilio en América Latina, revista Nexo,
Montevideo, setiembre de 1973, n. 1, pp. 28-44.
(51) cfr. Guzmán Carriquiry, Una apuesta..., ob. cit. pp. 13-14.
(52) cfr. Guzmán Carriquiry, Notas sobre la actualidad..., ob. cit.
(53) S.S. Juan Pablo II, encíclica Sollicitudo Rei Sociales, Vaticano, 1987, n.
1.
(54) Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la
Iglesia, Vaticano, 2005.
(55) S.S. Juan Pablo II, Christifideles Laici, nn. 168 y ss.; Compendio de la
Doctrina social de la Iglesia, nn. 11, 81, 83, 546…
(56) Concilio Ecuménico Vaticano II, Gaudium et Spes, n. 14 y ss.
(57) cfr. Bartolomé de las Casas, Historia de Indias, , BAC, 96, Madrid, p. 176.
(58) Concilio Ecuménico Vaticano II, Gaudium et Spes, nn. 22, 41.
(59) S.S. Juan Pablo II, discurso a la Asamblea de la Iglesia italiana en
Loreto, 11/4/1985.
(60) cfr. S.S. Pío XI, encíclica Quadragesimo Anno, Vaticano, 1931, n. 53;
Gaudium et Spes, n. 75; Congregación para la Doctrina de la Fe, Libertatis
Constientae, Vaticano, 1986; S.S. Juan Pablo II, Catecismo de la Iglesia
católica, Vaticano, 1992, nn. 1982-85.
(61) cfr. Centesimus Annus, n. 48.
(62) cfr. Guzmán Carriquiry, Una apuesta..., ob. cit. pp. 289 y ss.
(63) S.S. Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Sociales, n. 38.
(64) S.S. Benedicto XVI, Deus Caritas est, n. 15.
(65) S.S. Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, n. 50.
(66) cfr. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 208; S.S. Pablo VI,
carta apostólica Octogesima Adveniens, Vaticano, 1971, n. 46.
(67) cfr. Christifideles Laici, nn. 36 y ss.
(68) cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Notas..., ob. cit.
(69) S.S. Benedicto XVI, en reciente discurso a dirigentes del Partido Popular
Europeo (abril 1006) señaló tres principios «que no son negociables» para la
Iglesia católica: la protección de la vida en todas sus etapas desde el primer
momento de la concepción hasta la muerte natural, el reconocimiento de la
estructura natural de la familia, como unión entre varón y mujer fundada en el
matrimonio, y la tutela del derecho de los padres a educar a sus hijos. Están
«inscritos en la naturaleza humana y, por eso, son comunes a toda la humanidad».
(70) Congregación para la Doctrina de la Fe, Notas..., ob. cit.
(71) cfr. Joseph Ratzinger, Situación actual de la fe y la teología, revista
Ecclesia, Roma, diciembre de 1996, pp. 494-96..
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