Los
actos intrínsecamente malos y la enseñanza de la Encíclica “Veritatis Splendor”
Por William E. May*
Hacia el final del Capítulo III de la Encíclica Veritatis Splendor, al recordarles a sus hermanos los obispos sus responsabilidades como pastores, el Papa Juan Pablo II ofrece como signo distintivo del «núcleo de las enseñanzas de esta Encíclica», núcleo «que se reafirma con la autoridad del Sucesor de Pedro», el siguiente: “la reafirmación de la universalidad e inmutabilidad de los mandamientos morales y, en particular, de aquellos que prohiben siempre y sin excepción los actos intrínsecamente malos» (n. 115).
La
finalidad de este artículo es la de presentar y comentar la enseñanza de la
Veritatis Splendor sobre la cuestión de los actos intrínsecamente malos, y
-con referencia a ellos-, de las normas absolutas que no admiten excepciones. Al
hacerlo, prestaré atención a lo siguiente: 1) el significado existencial de los
actos humanos; 2) su especificación moral; 3) los criterios para evaluar su
bondad o malicia moral, y la verdad de que los absolutos morales, al excluir los
actos intrínsecamente malos, protegen la dignidad inviolable de la persona
humana y señalan el camino hacia la plenitud humana en Cristo; y 4) la
incoherencia de las teorías éticas, rechazadas por el Papa Juan Pablo II, que
niegan la existencia de absolutos morales y la noción de actos intrínsecamente
malos tal como se entiende en la tradición católica. Concluiré con una reflexión
acerca de la infalibilidad de la enseñanza expuesta en la Veritatis Splendor.
El significado existencial de los actos humanos
En la tercera parte del Capítulo II, dedicada a la consideración de la opción
fundamental y de los distintos tipos específicos de comportamiento, Juan Pablo
II subraya que la libertad humana, con justicia, debe considerarse no sólo como
“la elección de esta o aquella acción particular”, sino que «es también, dentro
de esa elección, decisión sobre sí y disposición de la propia vida a
favor o en contra del Bien, a favor o en contra de la Verdad; en última
instancia, a favor o en contra de Dios” (n. 65). Además, al principio de su
discusión acerca del acto moral en la cuarta parte del Capítulo II, el Papa
observa que «es precisamente mediante sus actos como el hombre se perfecciona en
cuanto tal, como persona llamada a buscar espontáneamente a su Creador y a
alcanzar libremente, mediante su adhesión a Él, la perfección feliz y plena” (n.
71). Afirma, más adelante, que nuestros actos libremente escogidos «no producen
sólo un cambio en el estado de cosas externas al hombre, sino que, en cuanto
decisiones deliberadas, califican moralmente a la persona misma que los realiza
y determinan su profunda fisonomía espiritual” (n. 71).
En estos textos, Juan Pablo II no hace más que reafirmar una verdad central
acerca de la persona humana que es materia de nuestra fe católica, a saber: la
realidad de la libre elección como autodeterminante. Esta es una verdad
central de la Escritura (cfr. Sirac 15, 11-20), de los Padres y de todos los
escolásticos, [1] y es la enseñanza definida por la Iglesia [2]. La libre
elección, en efecto, es el principio existencial de la moralidad, del bien moral
y del mal moral, precisamente porque el bien moral y el mal moral dependen, para
su propio ser, del poder de la libre elección. Esto es así porque lo que hacemos
es nuestra acción y ésta puede ser una mala acción o lo contrario
sólo si nosotros decidimos libremente realizarla [3]. Es a través de la libre
elección, precisamente, como la persona humana como el tipo de persona que es,
se hace una persona moralmente buena o mala. Esta es la razón por la que la
libre elección es un principio existencial de nuestra vida moral, y esa es la
verdad precisa expuesta por Juan Pablo II en los números 65 a 70 de la
Veritatis Splendor, en los que rechaza aquellas teorías de la opción
fundamental que disocian la autodeterminación de las libres elecciones que
realizamos a diario, y la colocan en un supuesto acto de libertad básica que es
distinto y diferente de la libre elección.
Los actos humanos, en otras palabras, son configurados por las elecciones
libres. Los actos humanos no son simplemente eventos físicos que van y vienen,
tales como la caída de la lluvia o el agitarse de las hojas con el viento. Los
actos humanos no son «cosas» que «ocurren» a una persona, sino que por el
contrario son la expresión externa de la elección de la persona, el desvelar o
la revelación de la identidad moral de la persona. En el núcleo de un acto
humano, como acto moral y personal, hay una elección libre y autodeterminante,
que es algo espiritual por naturaleza y que habita en la persona, otorgándole su
propia identidad moral. Es precisamente por esta razón por lo que Santo Tomás
afirma que «obrar es una acción que permanece en el propio agente» [4]. La
Escritura, particularmente el Nuevo Testamento, es muy clara a este respecto.
Jesucristo enseñó que no es aquello que entra en la persona lo que le mancha;
más bien, le mancha aquello que sale de la persona, de su corazón, del núcleo de
su ser como agente moral, de su libre elección (cfr. Mateo 15, 10-20; Marcos 7,
14-23).
Somos libres para escoger lo que vamos a hacer y, por medio de esa elección,
para hacer que nosotros seamos la persona que somos. Pero no somos
libres para hacer que aquello que decidimos realizar sea bueno o malo, el
bien o el mal. Podemos acertar o no cuando elegimos. Elegimos bien cuando
decidimos hacer el bien; elegimos mal cuando decidimos hacer el mal. ¿Pero cómo
podemos determinar, previamente a la elección, qué alternativas son
moralmente buenas y cuáles son moralmente malas? Esto nos lleva a
considerar la especificación de los actos humanos y los criterios necesarios
para determinar si los actos son moralmente buenos o malos.
La especificación moral de los actos humanos
El Papa Juan Pablo II se preocupa explícitamente por la especificación de los
actos humanos y por los criterios para la evaluación de su bondad o malicia
morales en la cuarta parte del Capítulo II de la Veritatis Splendor.
Después de rechazar ciertas teorías éticas contemporáneas, que él identifica
como tipos de «teleologismo», como teorías absolutamente inadecuadas (volveré
sobre ello más adelante), el Santo Padre subraya que “la moralidad del acto
humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente
por la voluntad deliberada» (n. 78) [5] Luego, en un pasaje extremadamente
importante que resume muy bien la tradición moral católica expresada por Santo
Tomás de Aquino, Juan Pablo II escribe lo siguiente:
«Así pues, para poder aprehender el objeto de un acto, que lo especifica
moralmente, hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa.
En efecto, el objeto del acto del querer es un comportamiento elegido
libremente. Y en cuanto es conforme con el orden de la razón, es causa de la
bondad de la voluntad, nos perfecciona moralmente y nos dispone a reconocer
nuestro fin último en el bien perfecto, el amor originario. Así pues, no se
puede tomar como objeto de un determinado acto moral, un proceso o un evento de
orden físico solamente, que se valora en cuanto origina un determinado estado de
cosas en el mundo externo. El objeto es el fin próximo de una elección
deliberada que determina el acto del querer de la persona que actúa» (n. 78).
Este pasaje es central respecto de la enseñanza de la Veritatis Splendor
acerca de los actos intrínsecamente malos; por lo tanto es preciso entenderlo
correctamente. En este pasaje, como ya he indicado, Juan Pablo II resume
atinadamente la tradición moral católica tal como había sido expresada
magistralmente por Santo Tomás de Aquino. Nótese que el Papa insiste en el hecho
de que no podemos aprehender el objeto que especifica moralmente a un acto
humano si no es desde la perspectiva del agente, y que subraya que el objeto de
un acto moral no es «un proceso o un evento de orden físico solamente». En esto,
no hace más que reafirmar la enseñanza de Santo Tomás, que claramente distingue
entre la especie natural de un acto -un acto considerado como evento
material o proceso físico (por ejemplo, matar , copular)- y la especie moral
de un acto (por ejemplo, el ajusticiamento de un criminal versus el
asesinato de una persona inocente; el acto conyugal versus un acto de
adulterio) [7]. Para Santo Tomás, el acto exterior, es decir el acto de
cualquier poder humano que no sea la voluntad, imperado o mandado por la
voluntad, queda especificado por su objeto, es decir por la materia de que se
trata -lo que él llama la materia circa quam, para distinguirla de la
materia ex qua [8]-, o lo que podemos llamar la propuesta inteligible
aprehendida por la razón y deseada voluntariamente por el agente, esto es,
adoptada por su elección.
Santo Tomás explica esto con claridad. Señala que un acto humano no es como una
«cosa» en el mundo de la naturaleza que recibe su forma, y a través de su forma
su especie, de la naturaleza. Los actos humanos, como actos que proceden de la
inteligencia, reciben su forma, y a través de su forma su especie, de la razón
humana [9]. Esta «forma» constituida inteligentemente es el «objeto» del acto
exterior, que lo sitúa en su especie moral.
El «objeto» de un acto humano, entonces, es precisamente aquello que uno decide
hacer. Es el «objeto» de la voluntad de uno; es aquello que uno elige voluntaria
y libremente y, al escogerlo, lo que uno ratifica en su corazón y aprueba. Por
ejemplo, si el «objeto» de mi elección es mantener relaciones sexuales con una
persona que no es mi cónyuge, estoy eligiendo libremente cometer el adulterio y,
al hacerlo, hago que yo mismo sea un adúltero. Además, ya que «obrar es una
acción que permanece en el propio agente», sigo siendo un adúltero hasta que,
mediante otro acto humano libremente escogido, me arrepiento de mi adulterio y
me convierto en un adúltero arrepentido.
Más aún, Santo Tomás insiste en que la bondad primera de un acto humano
proviene del objeto escogido y deseado, y que la malicia primera de un
acto humano procede de la misma fuente [10]. La bondad que poseen los actos
humanos en razón de los buenos fines por cuya búsqueda son escogidos y de los
que dependen como de sus causas finales, es otra fuente de la bondad
de los actos humanos, además de la bondad absoluta inherente o
intrínseca de esos actos [11].
Para completar esta presentación de la tradición católica acerca de la
especificación moral de los actos humanos, nos será útil fijarnos en el artículo
3 de la cuestión 20 en la Prima secundae de la Summa theologiae de
Santo Tomás. En este artículo el Doctor Universal subraya que hay una doble
fuente para la bondad moral o la malicia moral de los actos exteriores. Una
fuente es el fin hacia el cual se ordena el acto exterior, el fin por el
cual se decide realizar por ese acto; pero la otra fuente es la materia
aprehendida inteligiblemente (el objeto propio) del acto exterior, una
fuente que debe tenerse en cuenta y que proporciona una especificación moral
del acto exterior con independencia del fin para el cual el agente
decide realizar ese acto exterior. En un texto clave, Santo Tomás escribe lo
siguiente:
Cuando el acto exterior tiene una bondad intrínseca o una malicia intrínseca, es
decir, una bondad o una malicia que le vienen dadas por razón de su materia
(i.e., su materia circa quam u objeto) o sus circunstancias, entonces la
bondad (o malicia) del acto exterior es una cosa, mientras que la bondad (o la
malicia) de la voluntad derivada del fin es otra. Así que la bondad (o la
malicia) del fin presente en el acto por razón del deseo del fin se comunica al
acto exterior, y la bondad (o la malicia) de la materia y de las circunstancias
se comunica al acto de la voluntad [12].
Además, en un artículo anterior de la cuestión 20 (artículo 1), Santo Tomás
había insistido en que “la bondad o malicia que tiene en sí un acto
exterior por razón de su materia y circunstancias propias, no deriva de
la voluntad, sino de la razón». Había concluido que «si la bondad del acto
exterior es considerada en cuanto que deriva de la razón que lo aprehende y lo
informa, esta bondad tiene prioridad por encima de la bondad que deriva de la
voluntad» [13].
No obstante, -y esto es lo más importante a tener en cuenta-, precisamente
porque un acto humano es un acto moral en cuanto que es el objeto de la
elección libre y autodeterminante de uno mismo, especificado por su objeto, es
moralmente bueno o malo porque es escogido y deseado por la persona
que actúa. Por consiguiente, en otro texto importante, escribe Santo Tomás:
...la voluntad puede ser considerada bajo dos aspectos: (i) según su intención,
en cuanto que versa sobre un fin último, y (ii) según su elección, en cuanto que
versa sobre un objeto próximo que se ordena a ese fin último. Si es considerada
de acuerdo con la primera acepción, entonces basta con la malicia de la voluntad
para que el acto sea malo, porque aquello que se hace con vistas a un fin malo,
es malo. Pero la bondad de la voluntad que intenta no es suficiente como para
hacer que el acto sea bueno, porque el acto puede ser malo en sí, puede ser un
acto que no puede convertirse en bueno de ninguna manera. Pero si la voluntad
es considerada según va eligiendo, entonces es universalmente verdadero que un
acto puede decirse bueno por razón de la bondad de la voluntad, y malo por razón
de la malicia de la voluntad [14].
Con esta noción del «objeto» del acto humano en mente, resulta fácil entender la
conclusión de Juan Pablo II, a saber, que «hay que rechazar la tesis,
característica de las teorías teleológicas y proporcionalistas, según la cual
sería imposible cualificar como moralmente mala según su especie -su
«objeto»- la elección deliberada de algunos comportamientos o actos
determinados prescindiendo de la intención por la que la elección es hecha o de
la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para todas las
personas interesadas), (n. 79; cfr. n. 82).
Los criterios para evaluar la bondad moral o la malicia moral de los actos
humanos. La verdad de que los absolutos morales, al excluir los actos
intrínsecamente malos, protegen la dignidad inviolable de la persona humana e
indican el camino hacia la plenitud humana en Cristo.
Con este entendimiento del «objeto» en mente, es también fácil entender el
argumento del Papa, que él mismo resume al decir que “la razón testimonia que
existen objetos del acto humano que se configuran como "no-ordenables" a Dios,
porque contradicen radicalmente el bien de la persona, creada a su imagen»
(n. 80; énfasis del autor).
He puesto énfasis en este último pasaje de la Veritatis Splendor porque
aquí el Santo Padre se refiere a los criterios morales, a las verdades
que nos permiten determinar si un «objeto» propuesto de la elección humana es
moralmente bueno o malo. Anteriormente en la Encíclica, en el Capítulo I, el
Papa Juan Pablo II señala el vínculo esencial entre la obediencia a los
mandamientos y la vida eterna. Empieza señalando que los tres primeros
mandamientos del Decálogo, las «diez palabras», nos llaman a «reconocer a Dios
como Señor único y absoluto, y a darle culto solamente a El porque es
infinitamente santo» (n. 11). Pero el joven rico del Evangelio de San Mateo,
como respuesta a la declaración de Jesús de que había de guardar los
mandamientos para alcanzar la vida eterna, quiere saber «cuáles» (Mat. 19, 18).
Juan Pablo II observa: «le interpela sobre qué debe hacer en la vida para dar
testimonio de la santidad de Dios» (n. 13). En su respuesta a esta pregunta,
Jesús especifica los mandamientos del Decálogo respecto de nuestro prójimo: «por
boca del mismo Jesús, nuevo Moisés -dice el Papa-, los mandamientos del Decálogo
son nuevamente dados a los hombres» (n. 12). Y estos mandamientos, nos recuerda
el Papa, están arraigados en el mandamiento de que hemos de amar a nuestro
prójimo como a nosotros mismos, un mandamiento que expresa «la singular
dignidad de la persona humana, la cual es la única criatura en la tierra a
la que Dios ha amado por sí misma”, (Concilio Vaticano II, Constitución pastoral
sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, n. 24) (n. 13) [15].
Es en este punto, en el que Juan Pablo II desarrolla un tema de crucial
importancia respecto del significado de nuestra existencia como personas morales
y del entendimiento de las verdades que han de guiar nuestras elecciones,
a saber, que podemos amar a nuestro prójimo y respetar su dignidad como persona
sólo si apreciamos los verdaderos bienes que le perfeccionan y si nos negamos a
dañar, destruir o impedir esos bienes. Apelando a las palabras de Jesús, el Papa
subraya la siguiente verdad:
"Los diversos mandamientos del Decálogo no son más que la refracción del único
mandamiento que se refiere al bien de la persona, como compendio de los
múltiples bienes que connotan su identidad de ser espiritual y corpóreo, en
relación con Dios, con el prójimo y con el mundo material... Los mandamientos,
recordados por Jesús a su joven interlocutor, están destinados a tutelar el
bien de la persona humana, imagen de Dios, a través de la tutela de sus
bienes particulares» (n. 13).
El Papa continua afirmando que los preceptos negativos del Decálogo -no matarás,
no cometerás adulterio, no robarás, no mentirás-, «expresan con singular fuerza
la exigencia indeclinable de proteger la vida humana, la comunión de las
personas en el matrimonio», etc. (n. 13).
Aquí, el Papa está articulando, una vez más, la entera tradición moral católica.
Hace siglos, Santo Tomás de Aquino señaló que «Dios es ofendido por nosotros
sólo porque actuamos en contra de nuestro propio bien” [16]. Los actos humanos,
especificados por sus objetos, que la tradición católica siempre ha reconocido
como actos intrínsecamente malos, quedan excluidos por preceptos negativos que
nos prohiben adoptar propuestas de libre elección para dañar, destruir o impedir
los bienes de la persona humana. Estos preceptos, además, no dicen que es malo
actuar en contra de una virtud -por ejemplo, «matar injustamente» o «realizar
actos sexuales impuros»-. Más bien, estos preceptos excluyen -sin excepción,
como nos recuerda el Papa (cfr. nn. 52, 67, 76, 82)-, tipos de comportamiento
«específicos", “concretos», «particulares» (cfr. nn. 49, 52, 70, 77, 79, 82)
como especificados por el objeto de la elección humana. Esos tipos de
comportamiento -por ejemplo, hacer algo para propiciar la muerte de una persona
inocente o mantener relaciones sexuales con una persona a pesar de que uno mismo
o la otra persona se haya comprometido irrevocablemente a una tercera persona en
el matrimonio-, quedan excluidos por los correspondientes preceptos negativos
sin haber sido identificados antes por su oposición a virtudes [17].
Como explica Juan Pablo II, los «preceptos morales negativos... que prohiben
algunos actos o comportamientos concretos como intrínsecamente malos» (n. 67),
protegen la dignidad de la persona y son requeridos por el amor al prójimo como
a uno mismo (nn.13, 50-52, 67, 99). Los actos intrínsecamente malos violan (cfr.
n. 75) y «contradicen radicalmente» (n. 80) el «bien de la persona, como
compendio de los múltiples bienes que connotan su identidad de ser espiritual y
corpóreo, en relación con Dios, con el prójimo y con el mundo material» (n. 13;
cfr. n. s 78-80). Es imposible, explica el Papa, -una vez más en consonancia con
toda la tradición católica-, respetar el bien de la persona sin respetar los
bienes que son intrínsecos a ella, “los bienes... indicados por la ley natural
como bienes que hay que conseguir» (n. 67), los «bienes para la persona...
tutelados por los mandamientos, los cuales, según Santo Tomás, contienen toda la
ley natural» (n. 79; cfr. nn. 43, 72, 78). Juan Pablo II subraya que «la
exigencia moral originaria de amar y respetar a la persona como fin y nunca como
un simple medio, implica también, intrínsecamente, el respeto de algunos bienes
fundamentales», entre los cuales está la vida del cuerpo (n. 48; cfr. n. 50).
La gran verdad de que las normas absolutas, «siempre válidas y para todos, sin
excepción», prohiben los actos intrínsecamente malos, es, obviamente -como
subraya Juan Pablo II-, crucial para la defensa de los derechos humanos
inviolables (n. 97). El Papa escribe: «estas normas constituyen el fundamento
inquebrantable y la sólida garantía de una justa y pacífica convivencia humana,
y por tanto de una verdadera democracia, que puede nacer y crecer solamente si
se basa en la igualdad de todos sus miembros, unidos en sus derechos y deberes.
Ante las normas morales que prohiben el mal intrínseco no hay privilegios ni
excepciones para nadie» (n. 96). La negación de la existencia de actos
intrínsecamente malos y de normas morales que los excluyen absolutamente, lleva
a la negación de derechos inviolables de la persona, derechos que han de ser
reconocidos y respetados si ha de ser decente la sociedad [18].
El Papa reconoce el coste de «sufrimientos y de grandes sacrificios» que puede
exigir la fidelidad al orden moral (n. 93). No obstante, insiste en que el
discernimiento que hace la Iglesia con respecto a los teleologismos «no
se reduce a su denuncia o a su rechazo» porque llevan a la negación de normas
absolutas que proscriben actos intrínsecamente malos, sino que «trata de guiar
con gran amor a todos los fieles en la formación de una conciencia moral que
juzgue y lleve a decisiones según verdad», en última instancia según la verdad
revelada en Jesús (n. 85). Porque es precisamente «en Cristo crucificado»
en quien «la Iglesia encuentra la respuesta» a esta cuestión, por lo que
hemos de obedecer “las normas universales e inmutables» (n. 85). Estas normas
obligan precisamente porque protegen la dignidad inviolable de la persona
humana, a la que hemos de amar con el amor de Cristo, un amor que se sacrifica
así mismo y que está dispuesto a padecer el mal antes de cometerlo.
Juan Pablo II ilustra esta gran verdad apelando al testimonio de los mártires.
«El no poder aceptar las teorías éticas "teleológicas", "consecuencialistas" y "proporcionalistas"
que niegan la existencia de normas morales negativas relativas a comportamientos
determinados y que son válidas sin excepción, halla una confirmación
particularmente elocuente en el hecho del martirio cristiano, que siempre ha
acompañado y acompaña la vida de la Iglesia» (n. 90). El Papa luego cita algunos
ejemplos: Susana en el Antiguo Testamento, que estuvo dispuesta a morir antes
que cometer adulterio; Juan el Bautista, que murió mártir por dar testimonio a
Herodes de “la ley del Señor» respecto del matrimonio; así como otros ejemplos
del Nuevo Testamento, incluyendo el caso del propio Jesús (n. 93). Juan Pablo II
señala que «en el martirio, como confirmación de la inviolabilidad del orden
moral” resplandecen la santidad de la ley de Dios y a la vez la intangibilidad
de la dignidad personal del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios» (n.
92). En efecto, -continúa diciendo-, «el martirio demuestra como ilusorio y
falso todo "significado humano" que se pretendiese atribuir, aunque fuera en
condiciones "excepcionales", a un acto en sí mismo moralmente malo; más aún,
manifiesta abiertamente su verdadero rostro: el de una violación de la
"humanidad" del hombre, antes aún en quien lo realiza que en quien lo
padece» (n. 92) [19].
Las normas morales absolutas que prohiben, siempre y en todo lugar, los actos
intrínsecamente malos por razón del objeto de la elección humana -dañar,
destruir o impedir los bienes fundamentales de la persona humana-, señalan el
camino hacia la plenitud en Cristo, el Crucificado que, como nos enseña el
Concilio Vaticano II, «en la misma revelación del misterio del Padre y de su
amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza
de su vocación» (n. 2)[20] «El Cristo crucificado» -que nos da la
respuesta última acerca de por qué, si hemos de ser plenamente las criaturas que
Dios quiere que seamos, debemos inhibirnos de cometer los actos prohibidos por
las normas morales absolutas- «revela el significado auténtico de la
libertad, lo vive plenamente en el don total de sí y llama a los discípulos
a tomar parte en su misma libertad» (n. 85). En un pasaje singularmente
importante, Juan Pablo II escribe:
«Es la libertad de una criatura, o sea, una libertad donada, que se ha de acoger
como un germen y hacer madurar con responsabilidad. Es parte constitutiva de la
imagen criatural, que fundamenta la dignidad de la persona, en la cual aparece
la vocación originaria con la que el Creador llama al hombre al verdadero Bien,
y más aún, por la revelación de Cristo, a entrar en amistad con él, participando
de su misma vida divina. Es, a la vez, inalienable autoposesión y apertura
universal a cada ser existente, cuando sale de sí mismo hacia el conocimiento y
el amor a los demás (cfr. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium
et spes, n. 24). La libertad se fundamenta, pues, en la verdad del hombre y
tiende a la comunión» (n. 86).
Como nos revela Jesús, “la libertad se realiza en el amor, es decir, en
el don de sí mismo... el don de uno mismo en el servicio a Dios y a
los hermanos» (n. 87). Esta es la verdad última que ha de guiar nuestras
elecciones libres: amar, del mismo modo en que hemos sido y somos amados por
Dios en Cristo, cuya «carne crucificada es la plena revelación del vínculo
indisoluble entre libertad y verdad, así como su resurrección de la muerte es la
exaltación suprema de la fecundidad y de la fuerza salvífica de una libertad
vivida en la verdad» (n. 87).
Lo podemos expresar de esta manera: Dios hizo que seamos el tipo de criaturas
que somos, personas dotadas de inteligencia y de libertad, porque quiso crear
seres a quienes El pudiera dar su propia vida y su amor, seres a los que pudiera
llamar a la intimidad personal y a la comunión. Somos libres de amar, es decir,
de darnos sin reservas a los demás y de esta manera entrar en comunión con
ellos. Y no sólo esto, porque por medio de nuestra unión con Cristo a través de
la gracia, somos libres de amar como El nos ama, con un amor de
sacrificio, con un amor redentor. Esta es la verdad que nos hace libres. Este es
el último vínculo que relaciona la libertad con la verdad, y la razón última por
la que las normas absolutas que prohiben los actos intrínsecamente malos son
verdaderas.
Al enseñar estas normas absolutas, la Iglesia no es, de ningún modo, rigorista o
poco realista. Simplemente nos recuerda nuestra dignidad como personas humanas y
la dignidad que estamos llamados a darnos a nosotros mismos, por medio de
nuestras elecciones libres, con la ayuda de la gracia de Dios: la dignidad de
personas que aman del mismo modo que nos ama Dios en Jesús crucificado. Más aún,
en nuestra lucha por vivir meritoriamente como seres hechos a imagen de Dios y
llamados a la comunión con El, no estamos solos. Podemos vivir como Dios quiere
porque El está siempre dispuesto a ayudarnos con su gracia. Como nos recuerda el
Papa, Dios nunca manda cosas imposibles: «las tentaciones se pueden vencer y los
pecados se pueden evitar porque junto con los mandamientos el Señor nos da la
posibilidad de observarlos» (n. 102). Esta verdad, -nos recuerda Juan Pablo II-,
es materia de fe. El Concilio de Trento, señala el Papa, condenó solemnemente el
argumento de que “los mandamientos de Dios son imposibles de cumplir por el
hombre justificado. Porque Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar
lo que manda, te invita a hacer lo que puedas y pedir lo que no puedas, y te
ayuda para que puedas» (n. 102) [21].
La verdad de que haya actos intrínsecamente malos y, con respecto a ellos,
normas absolutas que no admiten excepciones, no se opone de ninguna manera a la
libertad y a la dignidad del hombre. Al contrario, esta verdad está arraigada en
la dignidad inviolable de la persona humana hecha a imagen y semejanza de Dios y
llamada, como Dios mismo, a ser absolutamente inocente de todo mal, a no estar
dispuesta a poner el corazón, la voluntad o la decisión en la realización del
mal, es decir, en dañar, destruir o impedir los bienes que perfeccionan a la
persona humana. Esta es la verdad a la cual han dado testimonio los mártires y,
sobre todo, el Cristo crucificado. Más aún, con la ayuda de la gracia sempiterna
de Dios podemos, de hecho, evitar cometer el mal. Jesús es, en efecto, como
señaló Santo Tomás hace siglos, «nuestro mejor y más sabio amigo» [22] y él nos
otorgará la gracia precisa para ser fieles imágenes de Dios, hijos amadísimos de
nuestro Padre, dispuestos, como él, a hacer sólo aquello que le agrada.
La incoherencia de las teorías éticas que niegan la existencia de actos
intrínsecamente malos y de normas morales absolutas
En la cuarta parte del Capítulo 2, al tratar el tema del acto humano, Juan Pablo
II distingue claramente entre lo que él llama «teleología» y los llamados «teleologismos».
Afirma que “la vida moral posee un carácter "teleológico" esencial,
porque consiste en la ordenación deliberada de los actos humanos a Dios, sumo
bien y fin (telos) último del hombre» (n. 73). Pero contrasta la
teleología con el «teleologismo»:
«Algunas teorías éticas, denominadas «teleológicas», dedican
especial atención a la conformidad de los actos humanos con los fines
perseguidos por el agente y con los valores que él percibe. Los criterios para
valorar la rectitud moral de una acción se toman de la ponderación de los
bienes que hay que respetar. Para algunos, el comportamiento concreto sería
recto o equivocado según pueda o no producir un estado de cosas mejores para
todas las personas interesadas: sería recto el comportamiento capaz de
«maximizar» los bienes y «minimizar» los males» (n. 74).
Un tipo de «teleologismo» identificado por el Papa -el «consecuencialismo»-,
«pretende obtener los criterios de la rectitud de un obrar determinado sólo del
cálculo de las consecuencias que se prevé pueden derivarse de la ejecución de
una decisión» (n. 75). Y otra variante -el proporcionalismo»-, «ponderando entre
sí los valores y los bienes que se persiguen, se centra más bien en la
proporción reconocida entre los efectos buenos o malos, en vista del "bien más
grande" o del "mal menor", que sean efectivamente posibles en una situación
determinada» (n. 75). Los que mantienen estas teorías [23] aducen que resulta
imposible determinar si un acto tradicionalmente tenido por intrínsecamente malo
(por ejemplo, el aborto directamente inducido) es, en realidad, moralmente malo
hasta que no se haya considerado, en el caso concreto, el estado de cosas «premoral»
de bien y de mal que ese acto fuese a propiciar. Concluyen que las proporciones
previstas de bien y de mal «pre-morales» en las alternativas disponibles
justifican, a veces, excepciones a preceptos que tradicionalmente son tenidos
como absolutos (cfr. n. 75).
Juan Pablo II rechaza estas teorías con fuerza, declarando que «no son fieles a
la doctrina de la Iglesia, en cuanto creen poder justificar, como moralmente
buenas, elecciones deliberadas de comportamientos contrarios a los mandamientos
de la ley divina y natural» (n. 76). Afirma el Papa que este modo de evaluar los
actos humanos «no es un método adecuado para determinar si la elección de aquel
comportamiento concreto es, "según su especie" o "en sí misma" moralmente buena
o mala, lícita o ilícita», porque «cada uno conoce las dificultades, o mejor
dicho la imposibilidad, de valorar todas las consecuencias y todos los efectos
buenos o malos –denominados pre-morales- de los propios actos» (n. 77).
Al Santo Padre no le falta razón en absoluto cuando afirma que los métodos
consecuencialista y proporcionalista de efectuar juicios morales piden lo
imposible. Pero la incoherencia de estos métodos puede mostrarse aún con más
claridad. Según el «teleologismo», un juicio moral se basa en una evaluación
comparativa de los bienes y de los males que prometen decisiones alternativas, y
uno ha de escoger la alternativa que promete la mejor proporción de bien y de
mal.
Pero, como ha demostrado Germain Grisez, esta propuesta requiere el cumplimiento
de dos condiciones incompatibles. ¿Cuáles son éstas? La primera condición es que
«ha de efectuarse un juicio moral, lo cual significa a la vez que ha de
realizarse una elección y se podría escoger una opción moral equivocada». La
segunda condición es que «se sepa cuál es la opción que ofrece definitivamente
la mejor proporción de bien y de mal» [24] Pero estas dos condiciones no pueden
cumplirse simultáneamente. Grisez demuestra que esto es así por medio de la
siguiente consideración:
Si se cumple la primera condición y se pudiera escoger la opción moralmente
equivocada, entonces sería preciso saber cual es su alternativa moralmente
correcta. De otro modo, uno no podría escoger equivocadamente, porque uno escoge
equivocadamente sólo cuando sabe cuál opción ha de escoger, y de hecho escoge
otra opción distinta. Pero cuando se cumple la primera condición, no puede
cumplirse la segunda. La opción que promete la proporción definitivamente
superior de bien respecto del mal no puede ser conocida por una persona que
escoge una alternativa que promete una proporción inferior. Si la opción
superior fuese conocida como superior, su alternativa inferior simplemente no
podría escogerse. Cualquier razón en favor de la elección de la opción inferior
sería una mejor razón aún en favor de la elección de la opción superior. Cuando
uno sabe de verdad que una posibilidad es sin duda alguna superior en términos
de la proporción de bien respecto del mal que promete, cualquier alternativa
simplemente desaparece [25].
Podemos expresar esto de otra manera: para que sea posible la libre elección,
deben existir alternativas. Las alternativas, sin embargo, sólo existen cuando
los bienes que prometen son inconmensurables. Si fuesen conmensurables, entonces
se sabría que una alternativa es definitivamente superior y así desaparecería la
atracción hacia las demás alternativas, ya que dejarían de ser alternativas de
cara a la elección.
Grisez concluye de la manera siguiente:
Al requerir que se cumplan dos condiciones incompatibles, el proporcionalismo no
es sólo falso, sino absurdo, literalmente incoherente. Los juicios genuinamente
morales gobiernan las elecciones libres. Cuando se realiza una elección libre,
las opciones en torno a las cuales se realiza son inconmensurables las unas
respecto de las otras en relación con bienes inteligibles relevantes. Ninguna
opción moralmente significativa promete una proporción de bien por encima del
mal definitivamente superior que pueda, de modo alguno, interesar a una persona
que se preocupa por la moralidad, a no ser que la superioridad sea medida por
una norma que contenga un "deber» moral... [Pero] tal norma no puede derivarse
de un conjunto de premisas que consideran, todas ellas, bienes y males pre-morales
y la proporción en que se darán según se adopten distintas propuestas. Cuando
uno puede proceder desde tales premisas hasta una conclusión práctica, no se
realiza ninguna elección y así no es posible ninguna elección moral [26].
La infalibilidad de la enseñanza expuesta en la Veritatis Splendor
Juan Pablo II no introduce, en ninguna parte de su Encíclica, el tema de la
infalibilidad. No obstante, en todas partes enseña que la verdad de las normas
morales absolutas es una verdad revelada. Rechaza el consecuencialismo y el
proporcionalismo no sólo porque son teorías morales que fallan filosóficamente,
sino -más importante aún- porque se oponen a la revelación divina y a la
enseñanza perenne de la Iglesia. Nos recuerda que “los fieles están
obligados a reconocer y respetar los preceptos morales específicos, declarados y
enseñados por la Iglesia en el nombre de Dios, Creador y Señor" (n. 76), y al
recordarnos esto se refiere especificamente al magisterio solemne del Concilio
de Trento [27]. Más adelante, dice que “la Iglesia, al enseñar la existencia de
actos intrínsecamente malos, acoge la doctrina de la Sagrada Escritura» (n. 81).
Luego cita dos textos de San Pablo -Romanos 3, 8 y 1 Corintios 6, 9-10-. Se
refiere al texto de San Pablo a los Romanos primero, en una cita de Santo Tomás
(n. 78) [28], y luego en el enunciado de los números 79 a 83, y finalmente en
una cita tomada de la Humanae Vitae, n. 14, en la que el Papa Pablo VI
enseña que «no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para
conseguir el bien (cfr. Rom. 3, 8), (n. 80).
Y hacia el final de su discusión de los actos intrínsecamente malos, en la
cuarta parte del Capítulo 2, el Papa señala: “la doctrina del objeto,
como fuente de la moralidad, representa una explicitación auténtica de la moral
bíblica de la Alianza y de los mandamientos, de la caridad y de las virtudes»
(n. 82).
Como ha dicho Germain Grisez, la apelación de Juan Pablo II «es a la autoridad
de Dios al revelar, la cual es la fuente de la infalibilidad de la Iglesia al
creer y de la autoridad del Magisterio al enseñar». Grisez dice más adelante que
«a los teólogos que habían disentido de la doctrina reafirmada en esta
Encíclica, sólo les quedan ahora tres opciones: o admitir que estaban
equivocados, o admitir que no creen la palabra de Dios, o alegar que el Papa
interpreta exageradamente mal la Biblia».
Concluye de la forma siguiente: «al mantener que la enseñanza recibida acerca de
los actos intrínsecamente malos es una verdad revelada, el Papa también afirma
implícitamente que esta verdad es definible. Esta afirmación implícita será
negada por aquellos que rechazan esta enseñanza. La discusión es sin duda acerca
de cosas esenciales, y no puede seguir mucho tiempo sin resolverse... Sólo
quedará resuelta mediante el dictamen definitivo del Magisterio» [29].
-.-
[1]. El
propio Juan Pablo II, en el n. 71 de la Veritatis Splendor, cita un
pasaje altamente esclarecedor de San Gregorio Niseno sobre este punto. A saber:
«Todos los seres sujetos al devenir no permanecen idénticos a sí mismos, sino
que pasan continuamente de un estado a otro mediante un cambio que se traduce
siempre en bien o en mal... Así pues, ser sujeto sometido a cambio es nacer
continuamente... Pero aquí el nacimiento no se produce por una intervención
ajena, como es el caso de los seres corpóreos... sino que es el resultado de una
decisión libre y, así, nosotros somos en cierto modo nuestros mismos
progenitores, creándonos como queremos y, con nuestra elección, dándonos la
forma que queremos». (San Gregorio Niseno, De vita Moysis, 11, 2-3; PG
44. 327-328). En cuanto a los Padres de la Iglesia sobre el tema de la libre
elección, véase también San Agustín, De libero arbitrio. Los padres
apostólicos, tales como San Justino Mártir, acentuaban la libre elección frente
al determinismo pagano. Muy pronto en la historia del cristianismo, San Justino
desarrolló una linea de razonamiento que se volvería a usar una y otra vez por
autores tales como San Agustín, San Juan Damasceno y Santo Tomás de Aquino. San
Justino escribió: «Hemos aprendido de los profetas y lo consideramos como
verdad, que los castigos y las penas y los buenos premios son distribuidos según
el mérito de las acciones de cada hombre. Si este no fuera el caso, y si todas
las cosas ocurrieran según el decreto del destino, no quedaría nada en absoluto
en nuestro poder. Si es el destino lo que decreta que este hombre ha de ser
bueno, y aquel hombre malvado, entonces ni podemos alabar al primero, ni culpar
al segundo. Además, si la raza humana no tiene el poder de una elección
libremente escogida para huir del mal y para abrazar el bien, entonces no se
pueden pedir cuentas a los hombres por sus acciones».
(The First Apology 43: trad. de W.
A. JURGEN, The Faith of the Early Fathers [Collegeville, Minnesota 1970]
I, n. 123).
Véase también Santo Tomás de Aquino, Summa
theologiae, 1-2, Prólogo.
[2]. El Concilio de Trento definió solemnemente la verdad de que la persona
humana, incluso después de la Caída, es poseedora del don del libre albedrío.
Para el texto, véase DENZINGER y SCHOENMETZER, Enchiridion Symbolorum
Definitionum et Declarationum de Rebus Fidei et Morum (Romae 1975), n. 1555.
Véase también el Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes,
n. 17, en la que los padres conciliares subrayan que el poder del libre albedrío
«es un signo excepcional de la imagen divina en el hombre».
[3]. Sobre esto, véase Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1, 83, 1;
1-2, 1, 1; 1-2, 6, 1; 1-2, 18, 1; véase también G. GRISEZ, The Way of the
Lord Jesus, Christian Moral Principies, Chicago 1983, p. 41.
[4]. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae,
1-2, 57, 4: «agere est actio permanens in ipso agente».
[5]. Aquí el Papa se refiere explícitamente a las
enseñanzas de Santo Tomás de Aquino en la Summa theologiae, 1-2, 18, 6.
[6]. Vid. Summa theologiae 1-2, 1, 3, ad 3: «Possibile tamen est quod
unus actus secundum speciem naturae, ordinetur ad diversos fines voluntatis:
sicut hoc ipsum quod est occidere hominem, quod est idem secundum speciem
naturae, potest ordinari sicut in finem ad conservationem iustitiae, et ad
satisfaciendum irae». Antes, en el ad 3, Santo Tomás había distinguido entre el
fin remoto -el objeto de la voluntad que intenta- y el fin próximo -el objeto de
la voluntad que escoge-.
[7]. Vid. ibid., 1-2, 18, 5, ad 3: «actus coniugalis et adulterium,
secundum quod comparantur ad rationem, differunt specie, et habent effectus
specie differentes: quia unum eorum meretur laudem et praemium, aliud vituperium
et paenam. Sed secundum quod comparatur ad potentiam generativam, non differunt
specie. Et sic habent unum effectum secundum speciem».
[8]. Sobre esto, vid. ibid., 1-2, 18, 2, ad 2: «obiectum non est materia
ex qua, sed est materia circa quam; et habet quodammodo rationem formae,
inquantum dat speciem».
[9]. Ibid., 1-2, 18, 10: «sicut species rerum naturalium constituuntur ex
naturalibus formis, ita species moralium actuum constituuntur ex formis prout
sunt a ratione conceptae». Véase también 1-2, 18, 5; 19, 3 y 4; 94, 1 y 2.
[10]. Ibid., 1-1, 18, 2: «Primum autem quod ad plenitudinem essendi
pertinere videtur, est id quod dat rei speciem. Sicut autem res naturalis habet
speciem ex sua forma, ita actio habet speciem ex obiecto...
Et ideo
sicut prima bonitas rei naturalis attenditur ex sua forma, quae dat speciem ei,
ita et prima bonitas actus moralis attenditur ex obiecto convenienti...
puta uti re sua. Et sicut in rebus naturalibus primum malum est si res generata
non consequitur formam specificam... ita primum malum in actionibus moralibus
est quod est ex obiecto, sicut accipere aliena».
[11]. Ibid., 1-1, 18, 4: «Actiones autem humanae, et alia quorum bonitas
dependet ab alio, habent rationem bonitatis ex fine a quo dependent, praeter
bonitatem absolutam quae in eis existit».
[12]. Ibid., 1-2, 20, 3: «Quanto autem actus exterior habet bonitatem vel
malitiam secundum se, scilicet secundum materiam vel circumstantias, tunc
bonitas exterioris actus est una, et bonitas voluntatis, quae est ex fine, est
alia; ita tamen quod et bonitas finis ex voluntate redundat in actum exteriorem,
et bonitas materiae et circumstantiarum redundat in actum voluntatis».
[13]. Ibid., 1-2, 20, 1: «Bonitas autem vel malitia quam habet actus
exterior secundum se, propter debitam materiam et debitas circumstantias, non
derivatur a voluntate, sed magis a ratione.
Unde si
consideratur bonitas exterioris actus secundum quod est in ordinatione et
apprehensione rationis, prior est quam bonitas actus voluntatis».
[14]. SANTO TOMÁS DE AQUINO, In II Sent., d. 40, q. 1, a 2c: «...
voluntas dupliciter potest considerari: vel secundum quod est intendens, prout
in ultimum finem fertur; vel secundum quod est eligens, prout fertur in obiectum
proximum, quod in finem ultimum ordinatur. Si consideretur primo modo, sic
malitia voluntatis sufficit ad hoc quod actus malus esse dicatur: quia quod malo
fine agitur malum est. Non autem bonitas voluntatis intendentis sufficit ad
bonitatem actus: quia actus potest esse de se malus, qui nullo modo bene fieri
potest. Si autem consideretur voluntas secundum quod est eligens, sic
universaliter verum est quod a bonitate voluntatis dicitur actus bonus, et a
malitia malus» (énfasis del autor). Sobre esto, véase J. FINNIS, «Object
and Intention in Moral Judgments according to St. Thomas of Aquinas», J
.FOLLON- J .McEVOY (eds.) en Finalité et Intentionalité: Doctrine Thomiste et
Perspectives Modernes: Actes du Colloque de Louvain-la-Neuve et Louvain 21-23
mai 1990, Paris 1992), pp. 127-148.
[15]. Aquí creo que es muy
importante señalar que para Santo Tomás el doble mandamiento de amar a Dios por
encima de todas las cosas y de amar al prójimo como a nosotros mismos, es uno de
los "primeros y comunes preceptos» de la ley natural. En efecto, según Santo
Tomás es el primer principio moral a la luz de cuya verdad puede
aprehenderse la verdad de los preceptos del Decálogo.
Así escribe: "illa duo praecepta
[Diliges Dominum Deum tuum, et Diliges proximum tuum] sunt prima et communia
praecepta legis naturae, quae sunt per se nota rationi humanae, vel per naturam
vel per fidem. Et ideo omnia
praecepta decalogi ad illa duo referuntur sicut conclusiones ad principia
communia» (Summa theologiae,
1-2, 100, 3, ad 1). Sobre esto, véase
el magnífico tratamiento de la enseñanza de Santo Tomás sobre el doble precepto
del amor como primer principio moral que hace Aurelio Ansaldo, El primer
principio del obrar moral y las normas morales específicas en el pensamiento de
G. Grisez y J. Finnis (Roma: Pontificia Universita Lateranense, 1990), cap.
VII, pp. 143-195.
[16]. Santo Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, Libro III, Capítulo
122: «Non enim Deus a nobis offenditur ni si ex eo quod contra nostrum bonum
agimus».
[17]. Los teólogos que no aceptan esto admiten que hay absolutos morales de un
tipo formal, que excluyen actos ya descritos como moralmente malos, como
el «asesinato injusto» de una persona inocente o la relación sexual con «la
persona que no corresponde». Algunos -por ejemplo John Dedek y John Milhaven-,
hasta llegan a argumentar que cuando Santo Tomás afirma que los preceptos del
Decálogo son indispensables, él los entiende en este sentido formal.
Véase J. MlLHAVEN, Moral Absolutes in Thomas
Aquinas, en Charles E. Curran (ed.), Absolutes in Moral Theology,
Washington 1968), pp. 154-185; John Dedek, Intrinsically Evil Acts: An
Historical Study of the Mind of St. Thomas, «Thomist» 43 (1979), pp.
385-413.
Para una magnífica crítica de esta interpretación
sesgada de Santo Tomás y para una excelente exposición de su pensamiento, véase
Patrick Lee, Permanence of the Ten Commandments: St. Thomas and His Modern
Commentators, «Theological Studies» 42 (1981), pp. 422-443.
[18]. Sobre esta cuestión, véase la excelente discusión de la relación inherente
entre los absolutos morales y los derechos humanos inviolables en J. FINNIS,
Natural Law and Natural Rights, Clarendon Law Series Nueva York 1980, pp.
198-230.
[19]. Es importante subrayar aquí que en el pie de página [144] que se que
adjunta al final de este pasaje, el Papa se refiere explícitamente a la
enseñanza del Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes,
n. 27, en la cual los padres conciliares, tras hablar de la dignidad inviolable
de la persona humana, siguen diciendo que «todas las ofensas contra la vida
misma, tales como el homicidio, el genocidio, el aborto, la eutanasia y el
suicidio voluntario... todas estas y sus semejantes son ofensas criminales:
envenenan la civilización; y rebajan a los que las cometen más que a sus
víctimas, y militan en contra del honor del Creador».
[20]. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 22.
[21]. Concilio de Trento, Sesión VI, Decreto sobre la justificación Cum hac
tempare, Capítulo 11: DS 1536; cfr. Cánon 18: DS 1568. En su
pie de página, Juan Pablo II señala que en este texto el Concilio de Trento cita
y hace suyo un célebre pasaje de San Agustín, en De natura et gratia 43,
40 (CSEL 60. 270).
[22]. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae, 1-2, 108, 4, sed contra: «Christus
est maxime amicus et sapiens».
[23]. Los principales defensores del «proporcionalismo» en el pensamiento moral
católico actual, son Bruno Schueller, Franz Boekle, Louis Janssens, Joseph Fuchs
y Richard McCormick. Una colección de ensayos que representan su modo de
análisis moral y la negación de los actos intrínsecamente malos se halla en C.
E. CURRAN y R. McCORMICK (eds.), Readings in Moral Theology, n. 1:
Moral Norms and Catholic Tradition, Nueva York 1979. Dos manuales de
teología moral, destinados a su uso en los seminarios y en las universidades
católicas y muy difundidos en los Estados Unidos, que incorporan el
«proporcionalismo» como metodología moral propia son: R. GULA, Reason
Informed by Faith: Foundations of Catholic Morality, Nueva York 1989, y T.
P. O"CONNELL, Principles for a Catholic Morality, Nueva York 1978. Las
mejores críticas de este planteamiento, a mi juicio, se hallan en G. GRISEZ,
Christian Moral Principies, Capítulo 6, y en J. FINNIS, Moral Absolutes:
Tradition, Revision and Truth, Washington 1991. Una buena crítica se halla
igualmente en B. KIELY, The Impracticality of Proportionalism, «Gregorianum,
66», (1985), 656-666.
Véase también mis libros Moral Absolutes:
Catholic Tradition, Current Trends and the Truth, The Père Marquette Lecture
in Theology 1989 Milwaukee 1989, y An lntroduction to Moral Theology,
Huntington, Indiana 1991, pp. 99-138.
[24]. G. GRISEZ, o. c. en nota
3, p. 153.
[25]. Ibid.
[26]. Ibid., pp. 153-154.
[27]. Véase el pie de página correspondiente al n. 76, en el que el Papa se
refiere al Concilio de Trento, Sesión VI, Decreto sobre la Justificación Cum
hoc tempore , Cánon 19: DS 1569. Véase también Clemente XI,
Constitución Unigenitus Dei Filius (8 de septiembre 1713) contra los
errores de Pascasio Quesnel, nn. 53-56; DS 2453-2456.
[28]. El texto tomista citado por el Papa y anotado en el pie de página [128] es
de In duo praecepta caritatis et in decem legis praecepta.
De dilectione Dei: opuscula theologica,
II, n. 1168. Ed. Taurinen. (1954) 250.
[29]. G. GRISEZ, Revelation versus Dissent, «The Tablet", 16 de octubre,
1993, 1331.
*William E. May
John Paul II Institute on Marriage and Family - WHASINGTON
SCRIPTA THEOLOGICA 26 (1994/1) 199-219