Actuales desafíos para ser cristiano hoy en Europa


Mons. Antonio Cañizares
Arzobispo de Toledo y Primado de España

Muy buenos días a todos y un saludo muy entrañable con verdadero gozo en primer lugar por encontrarme con un grupo de sacerdotes hermanos y además por estar en mi diócesis de origen. Voy a intentar ser muy realista en la exposición y espero que ese realismo no sea interpretado de manera alarmista. Lo voy a hacer desde el realismo de la fe, que es el realismo de Jesús.

1. Luces y sombras de la situación actual

Vivimos tiempos apasionantes. Eso sí, muy difíciles, pero apasionantes; porque son la hora de dios, la hora de la esperanza que no defrauda, la hora del Evangelio, la hora de la Iglesia, la hora para mostrar, ofrecer, testificar y anunciar el Reino de Dios. Dios mismo, la salvación para el hombre que, en su infinita misericordia y en su inmenso amor, Dios se ofrece a todos sin excepción como verdadero y real futuro para la humanidad.

A todos nos dejaron conmocionados los espantosos atentados del pasado 11 de marzo. Además del terrible mal que originaron por tantos muertos y heridos y tantas familias destrozadas y sumidas en el dolor y en la desolación, con las que nos sentimos muy cercanos y por las que oramos, está también cuanto suponen de presencia del mal, de violencia, de pérdida del sentido de Dios y de la vida, por lo poco que importa el hombre, por el "infierno" que reflejan, por tantos interrogantes que suscitan y que afectan al sentido de la vida, de la historia, de la acción política, de... tantas cosas. De entonces acá he tenido ocasión, como creo que muchos, de pensar y meditar sobre lo que está sucediendo en nuestro entorno. Tengo la sensación como si aquellos terribles sucesos, tan contrarios a Dios y al hombre, hubiesen despertado en muchos casos las conciencias y nos hubiesen hecho caer en la cuenta de lo que nos pasa, dentro y fuera de nosotros; o hubiesen sacado a flote realidades que están ahí, pero de cuya existencia y alcance no nos estuviésemos percatando suficientemente.

Es verdad que aquellos hechos, aún no esclarecidos del todo, extremos ciertamente, y obra de pocos, aunque con tanta repercusión y consecuencias, pusieron de relieve a dónde puede conducir la violencia humana, la fuerza de mal que es capaz de desplegar el corazón humano cuando no se deja a Dios ser Dios, cuando se le manipula o falsifica, cuando no cuenta se diga lo que se diga, o cuando el hombre no vale nada a los ojos del hombre, o se le supedita a intereses del tipo que sean. Aquellos hechos nos han hecho ver en toda su crudeza lo inhumano del terrorismo, que tan acertadamente reflejó la Instrucción de la Conferencia Episcopal Española sobre esta terrible lacra de nuestros tiempos modernos. Allí los obispos reflejábamos que, en último término y en el fondo, el fenómeno del terrorismo denotaba la gran ausencia de Dios; por supuesto en los terroristas, pero también en una sociedad en la que puede nacer y crecer como tierra de cultivo tan espantosa realidad.

La cuestión principal que está en juego en nuestros días, es el reconocimiento de Dios y vivir ante Él como corresponde a su reconocimiento, es decir, en la adoración y la fe, en el cumplimiento de su querer y en la aceptación de su designio, que es siempre de misericordia y amor en favor del hombre, en alianza y amistad para con todos los hombres, queridos, creados, redimidos y llamados a la salvación por Él. No soy pesimista sobre el momento que vivimos, ni sobre ningún momento de la historia. No puedo serlo en modo alguno por la fe que nos anima. Dios, por amor, nos ha creado y redimido, y su fidelidad es eterna. Tengo la certeza plena, por tantos y con tantos testigos a lo largo de la historia, y por encima de todo, por el Testigo fiel., el Amén de Dios, que es Jesucristo, el Hijo único de Dios, venido en la carne, que Dios nunca abandona al hombre y que ha apostado todo por él, es leal y nunca falla. Doy fe de ello en mi pobre vida, pero vida de hombre querida por Dios. Pero aún así, y sin ningún ápice de pesimismo y sin ninguna amargura, se palpan innumerables signos de cómo nuestro mundo se está alejando de Dios, aunque Él, por su parte, está tal vez más cercano que nunca porque este mundo necesita más de su compasión, de su sabiduría y de su amor.

¿Que significan si no es lejanía respecto de Dios los atentados contra la vida humana, como es el ya citado y execrable terrorismo, o los millones de abortos legales de cada año en el mundo o la legalización de la eutanasia, o la experimentación y comercio de embriones humanos ?verdaderos seres humanos-, o el negocio de la droga? ¿Qué nos dicen los genocidios, las guerras tan crueles del pasado siglo y de éste, los campos de exterminio nazis, los gulag soviéticos, la esclavitud a la que son sometidos tantos sudaneses, la espantosa e inhumana pobreza de tres cuartas partes de la humanidad mientras una cuarta parte vivimos en la abundancia del derroche y del consumo y bienestar sin medida? ¿Qué comporta el relativismo, el escepticismo y la quiebra moral tan aguda que padecemos, donde no se sabe lo que es bueno y lo que es malo, lo que es válido y valioso en sí, y por sí para todos, lo que pertenece a la ley natural y universal, y no porque así lo he decidido subjetivamente yo u otros, aunque sean mayoría? ¿Por qué la tan repetida y amplia vulneración de derechos humanos fundamentales en esta etapa de la historia, a pesar de todas las proclamas en contrario, o la crisis tan aguda que sufren hoy el reconocimiento y la fundamentación de tales derechos humanos y, al tiempo, la creación artificial de "nuevos derechos" por las mayorías parlamentarias o grupos de opinión con amplio poder e intereses? ¿No son reflejo de lo mismo las formas y modos con que está siendo tratada la familia, a la que se le quiere desvincular de su fundamento natural que es la unión fiel del hombre y de la mujer abierta a la vida, como ha sido desde el principio y desde todas las culturas, a la que se le daña con la legalización cada vez más ligera y permisiva de la plaga del divorcio? ¿Qué decir de la postura tan generalizada de nuestra cultura dominante para la que parece que la verdad no cuenta o no existe, o para la que toda pretensión de verdad absoluta y universal sea entendida como dogmatismo o fanatismo a extirpar?

Podríamos todavía seguir planteando interrogantes y más interrogantes, y nos llevarían a la misma realidad que se manifiesta, entre otras cosas, en el laicismo reinante, la amplia y honda secularización de nuestro mundo occidental y también la interior a la propia iglesia, la más grave de toda la secularización.

¿Qué hacer ante esto? Vivimos tiempos que son muy semejantes a los de los destinatarios de la Carta a los Hebreos ?la gran carta de la esperanza-, de la carta también, juntamente con el libro del Apocalipsis, que mejor nos describe las situaciones de exilio, de dificultad, de persecución, de división interna e incluso de caos. Por eso creo que, en estos momentos, la respuesta la encontramos también es esa Carta a los Hebreos cuando se nos dice que, "teniendo en torno nuestro tan grande nube de testigos ?espectadores-, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone. fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la Cruz sin miedo a la ignominia y está sentado a la diestra del trono de Dios. Fijaos ?añade-, en Aquél que soportó la contradicción de parte de los pecadores para que no desfallezcáis faltos de ánimo. No habéis resistido todavía hasta llegar a la sangre en vuestra lucha contra el pecado" (Hebreos, 12, 1-4)

2. Una mirada de esperanza

No tenemos otra manera de caminar que así: con los ojos fijos en Jesús. Todo lo que no sea esto es perder el tiempo y gastar la vida inútilmente, echarla a perder, malograrla. Lo que digo no es fundamentalismo, ni nada que se le parezca; no es fanatismo irracional, ni intransigencia dogmatista. Es la verdad, que nos ha sido dada, de la que, por pura gracia y misericordia de Dios, somos testigos. Vosotros sabéis que no miento, ni exagero. Esto es válido para siempre, en todos los tiempos de la historia y en todos los lugares de la tierra. Pero lo es, si cabe, todavía más en los momentos que corremos.

La situación en que vivimos

Vivimos tiempos difíciles, los miremos por donde los miremos, para la humanidad; y solamente en Jesucristo se abre para ella un futuro de esperanza. Cuando el Papa, refiriéndose a Europa, ámbito en el que estamos, apunta al desconcierto de nuestra época, a tantos hombres y mujeres que parecen desorientados, inseguros, sin esperanza o bajo el oscurecimiento de la esperanza (Cfr. Ecclesia in Europa, 7), está poniendo el dedo en la llaga de lo que nos pasa en el viejo Occidente. Cuando se afirma por parte de algunos que padecemos una profunda quiebra de humanidad que, se manifiesta, entre otras cosas, en una honda y gravísima crisis de moralidad, que con ser importante no es con mucho lo más grave que nos está sucediendo, no se delira ni distorsiona la realidad.

Cuando alguien ha escrito que el mal más grave que aqueja a los hombres de hoy es vivir de espaldas a Dios, vivir y pensar como si Él no existiera, al margen de Él, incluso contra Él, y esto como cultura dominante, lo que está haciendo es apuntar con realismo a la fuente y raíz de una humanidad que camina desorientada, porque pretende pensar, ver y vivir al hombre sin Dios.

El Papa, en su carta postsinodal sobre la Iglesia en Europa, hace un análisis muy importante y certero que no puede dejarnos tranquilos como si se refiriese a otras latitudes o fuese irreal o meramente conceptual, y que, por el contrario, es preciso tener muy en cuenta si queremos situarnos adecuadamente con realismo ante "lo que Dios dice a la Iglesia" y ante el camino que hemos de seguir en los momentos actuales. El Santo Padre nos habla de que "hay numerosos signos preocupantes que, al principio del tercer milenio, perturban el Continente europeo",

-"la pérdida de la memoria y de la herencia cristianas, unida a una especie de agnosticismo práctico y de indiferencia religiosa, por lo cual muchos europeos dan la impresión de vivir sin base espiritual y como herederos que han despilfarrado el patrimonio recibido a lo largo de la historia";

-la pretensión o los "intentos de dar a Europa una identidad que excluye su herencia religiosa y, en particular, su arraigada alma cristiana, fundando los derechos de los pueblos que la conforman sin injertarlos en el tronco vivificado por la savia del cristianismo"

-Los mismos "signos prestigiosos de la presencia cristiana" que perduran en el panorama y en la geografía europeas, "con el lento y progresivo avance del laicismo, corren el riesgo de convertirse en vestigios del pasado. Muchos ya no logran integrar el mensaje evangélico en la experiencia cuotidiana; aumenta la dificultad para vivir la propia fe en Jesús en un contexto social y cultural en el que el proyecto de vida cristiano se ve continuamente desdeñado y amenazado; en muchos ambientes públicos es más fácil declararse agnóstico que creyente; se tiene la impresión de que lo obvio es no creer, mientras que creer requiere una legitimación social que no es indiscutible ni puede darse por descontada".

En su lúcido y grave diagnóstico, el Papa se refiere así mismo como signo preocupante de la realidad en la que nos encontramos, a "un cierto miedo en afrontar el futuro... Del futuro se tiene más temor que deseo. Lo demuestran, entre otros, el vacío interior que atenaza a muchas personas y la pérdida del sentido de la vida...el descenso de la natalidad, la disminución de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, la resistencia, cuando no el rechazo a tomar decisiones definitivas de vida incluso en el matrimonio". También nos hace caer en la cuenta Juan Pablo II que se está dando "una difusa fragmentación de la existencia; prevalece una sensación de soledad; se multiplican las divisiones y las contraposiciones. Entre otros síntomas de este estado de cosas, la situación europea actual experimenta el grave fenómeno de las crisis familiares y el deterioro del concepto mismo de familia,... el egocentrismo que encierra en sí mismos a las personas y los grupos, el crecimiento de una indiferencia ética general y una búsqueda obsesiva de los propios intereses y privilegios". También constata el Papa una globalización que "amenaza con seguir una lógica que margina a los más débiles y aumenta el número de los pobres de la tierra". Añade Juan Pablo II que "junto con la difusión del individualismo se nota un decaimiento creciente de la solidaridad interpersonal ... de manera que muchas personas... se sienten más solas, abandonadas a su suerte, sin lazos de apoyo afectivo" (Ecclesia in Europa, 8).

No podemos cerrar los ojos ante lo evidente. Es preciso ser lúcidos. Esa realidad ambiental que respiramos y que se mete tan subrepticia como poderosamente en nuestras casas por las fuerzas mediáticas y por el "aire social y cultural" que nos circunda, podemos resumirla en ese fenómeno tan complejo como extendido de la secularización.. Esto, si no nos anticipamos con nuestra repuesta cristiana y eclesial, lúcida y decidida, libre y valiente, seguro que verá un acrecentamiento importante en un inmediato futuro.

La fuerza de este complejo de la secularización, o de la cultura secularizada, es muy poderosa, y fácilmente se sucumbe a ella, sobre todo, cuando no hay reciedumbre en la manera de ser, de pensar, de sentir, de querer y actuar, arraigada en el Evangelio. Hasta dentro de la Iglesia se nos ha metido esa secularización, y sin darnos cuenta estamos padeciendo una secularización interna del cristianismo, de las comunidades, de los cristianos, incluso de quienes estamos consagrados, que es como un cáncer que nos corroe por dentro, nos debilita, y nos hace perder la fuerza para anunciar el Evangelio, en contraste con los criterios de juicio determinantes de la cultura dominante.

¿Una antropología sin Dios y sin Cristo?

En un mundo secularizado Dios no cuenta o acaba por no contar, al final y en el medio en ese mundo lo que prevalece es "una antropología sin Dios y sin Cristo", como señala el Papa tan certeramente en su Exhortación sobre la "Iglesia en Europa". En efecto, "esta forma de pensar ha llevado a considerar al hombre como el centro absoluto de la realidad, haciéndolo ocupar así falsamente el lugar de Dios y olvidando que no es el hombre el que hace a Dios, sino que es Dios quien hace al hombre.

El olvido de Dios condujo al abandono del hombre, por lo que no es extraño que en este contexto se haya abierto un amplísimo campo para el libre desarrollo del nihilismo, en la filosofía; del relativismo en la gnoseología y en la moral; y del pragmatismo y hasta del hedonismo cínico en la configuración de la existencia diaria. La cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera" (EE 9).

Es preciso que seamos lúcidos. Este silencio o "silenciamiento" de Dios, sin duda por mi parte, es el acontecimiento fundamental de estos "tiempos de indigencia", que vivimos en Occidente. No hay otro que pueda comparársele en la radicalidad y en lo vasto de sus consecuencias deshumanizadoras. Ni siquiera la pérdida del sentido moral, fruto en buena medida de aquél. Durante los veinticinco últimos años, aproximadamente, se ha producido entre nosotros una verdadera "revolución cultural", que fomenta una particular manera de entender al hombre y al mundo, al margen de Dios, como si Dios no existiera. Los peligros que de ahí se derivan son patentes y mortales para el hombre: a pesar de todas las proclamas en contrario, asistimos a una profunda quiebra de humanidad. Si existe una enfermedad grave, es preciso descubrirla y reconocerla. Sólo así habrá sanación. Si no la hemos contraído todavía, gracias a Dios, pongamos los medios para prevenirla, que es la mejor terapia.

La Conferencia Episcopal, en su Plan Pastoral para el trienio 2000-2005, lo ha dicho con palabras lúcidas y claras: "La cultura pública occidental moderna se aleja consciente y decididamente de la fe cristiana y camina hacia un humanismo inmanentista. Insertos como estamos en Europa, después de la caída del muro de Berlín se ha manifestado con más claridad que el complejo cultural, que podemos llamar globalmente 'la cultura moderna, presenta un rostro radicalmente arreligioso, en ocasiones anticristiano y con manifestaciones públicas en contra de la Iglesia... Esta cultura inmanentista que es el contexto actual en el que vive la Iglesia en España, se convierte en causa permanente de dificultades para su vida y misión" (Conferencia Episcopal Española, Una Iglesia esperanzada, ¡Mar adentro!, nn. 7 y 8)

Esta es la nueva cultura en la que nos hallamos insertos, con contenidos y características en contraste con el Evangelio y con la dignidad de la persona humana ( Cf. EE 9). Digo "nueva" porque nunca en la historia de la humanidad ha ocurrido algo semejante. Siempre, por razones que solo Dios conoce, a las que no es ajena la libertad, han habido hombres y mujeres que no han creído o han organizado su vida y su pensar al margen de Dios; lo nuevo es que esto ha llegado ser una cultura dominante, influenciada en gran medida por los medios de comunicación social, de la que "forma parte un agnosticismo religioso cada vez más difuso, vinculado a un relativismo moral y jurídico más profundo, que hunde sus raíces en la pérdida de la verdad del hombre como fundamento de los derechos inalienables de cada uno" (EE 9).

Estudiando por ejemplo, el tratado constitucional europeo uno piensa, ¿dónde se sustentan estos derechos de estos países? ¿Dónde está la visión de la persona humana o, mejor dicho, de la dignidad de la persona? Se habla de la dignidad, y se reconoce la dignidad de la persona pero, ¿es compatible el reconocimiento de la dignidad humana con la posibilidad de que el aborto se extienda? Y lo mismo podríamos decir de otros aspectos de este mismo tratado constitucional.

Esto que estamos deciento, toca la entraña misma de lo que nos sucede en estos momentos. Lo que está en juego es el hombre, el futuro del hombre. Y esto no es ser pesimista, ni actuar contra nada ni contra nadie; es ser muy esperanzado y apostar enteramente por el hombre, apostar por el futuro de la sociedad, apostar por una humanidad verdaderamente nueva, que se asiente en los derechos fundamentales e inalienables que le corresponde a todo ser humano por el hecho de serlo.

Basta mirar a nuestro alrededor, al hombre occidental actual y ver la posición tan generalizada que tiene ante el destino y la vida, o ante la verdad y la mentira; basta mirar a sus ideales, a su vida familiar, a sus esperanzas de futuro, para percatarse que ese hombre anda vacío y desorientado, fugitivo de sí mismo y con unas aspiraciones e ideales prevalentes como: el dinero, el sexo, la evasión y el goce narcisista, el vivir "bien" y el "disfrutar", el consumo y el bienestar, el gozar del cuerpo y de la vida en libertad, la pluralidad y la permisividad moral amplia y sin trabas de ningún tipo...La misma trascendencia y la expresión religiosa tienen, con frecuencia, los límites de la corteza de la piel, queda en superficie, en la sensibilidad, en el gusto o en el consumo. Se vive como si Dios propiamente no existiera; por supuesto no se vive en su presencia, ya que Dios es como algo evanescente, relacionado con los sentimientos o los estados anímicos; la fe en Dios deja de configurar la entera realidad de la vida; Dios queda relegado a los márgenes de la vida, lo cual no ocurre, empero, sin gravísimas consecuencias para el hombre.

La indiferencia religiosa, el rechazo o el olvido de Dios quiebra interiormente el verdadero sentido del hombre, altera en su raíz la interpretación de la vida humana y debilita y deforma los valores éticos y morales. Una sociedad sin fe es una sociedad más pobre y angosta. Un mundo sin abertura a Dios, carece de aquella holgura que necesitamos los hombres para superar nuestra menesterosidad y dar lo mejor de nosotros mismos. Un hombre sin Dios se priva de aquella Realidad última que funda su dignidad, y de aquel Amor primigenio que es la raíz de su libertad.

No puede extrañarnos que una cultura de la increencia esté muy unida a una cultura de la insolidaridad y de la muerte, que un mundo más propenso a la increencia que a la fe en el Dios vivo sea, al mismo tiempo, más proclive al pragmatismo que a la esperanza, al egoísmo que al amor y a la generosidad (EE 8 y 9). No es posible devolver al hombre su auténtica dignidad, abrirle a la esperanza más viva, darle el sentido más humano y absoluto sin el descubrimiento y aceptación de Dios.

Lo que está en juego, por eso, es la manera de entender la vida, con Dios o sin Dios, con esperanza de vida eterna o sin más horizonte que los bienes del mundo, con un código moral objetivo respetado desde dentro o con la afirmación soberana de la propia libertad como norma absoluta de comportamiento hasta donde permitan las reglas externas de juego.

Sin dejar de tener presente esta situación "ambiental" o cultural que nos envuelve, hemos de ser también muy conscientes de lo que pasa o puede estar pasándonos al interior de la Iglesia. La Conferencia Episcopal lo ha visto con gran nitidez y ha precavido de sus efectos y ha convocado a adoptar las respuestas oportunas: "El problema de fondo, al que una pastoral de futuro tiene que prestar la máxima atención, es la secularización interna. La cuestión principal a la que la Iglesia ha de hacer frente hoy en España no se encuentra tanto en la sociedad o en la cultura ambiente como en su propio interior; es un problema de casa y no sólo de fuera. Es cierto que esta situación eclesial está influida por la cultura en que nos toca vivir. Pero es preciso mirar con atención las repercusiones que está teniendo en el interior de la Iglesia para darle la debida solución. Tomar conciencia de esto no es promover ningún repliegue al interior...sino, más bien, adoptar la postura y la perspectiva adecuada para la misión. Es decir, que no sea la cultura ambiente la que nos marque los caminos pastorales, la perspectiva global y los asuntos cruciales de la vida de la Iglesia" (Una Iglesia esperanzada..., 10).

Cuántos están diciendo a propósito, por ejemplo del tema del preservativo, que la Iglesia tiene que adaptarse a los tiempos, a lo moderno, a lo de hoy. Pero lo primario para la iglesia, ¿es adaptarse o ser fiel a Cristo? La cultura no es el criterio ni la medida del Evangelio, el cual anuncia a Dios a todos los hombres

3. Signos de esperanza

Como hombre de fe, no quiero ni tengo razón alguna para ser pesimista. Pero tampoco para estar amargado en nuestro mundo actual, hecho de hombres y mujeres concretos, de criaturas suyas, que es el que Dios nos ha dado, en el que me ha puesto y nos ha puesto como regalo de su bondad dando pruebas de su misericordia y de su gracia para conmigo y para con nosotros, y al que amo apasionadamente con toda mi alma, porque sobre todo es querido por Dios. Cierto, no quisiera en modo alguno inducir al derrotismo o a la decepción. Pero parece como si se acercasen a los hombres de hoy "aquellos tiempos", a los que se refería el Señor: "Cuando llegue el Hijo del Hombre, encontrará todavía fe en la tierra?".

Jesucristo está con nosotros y en nosotros

Pero también en este tiempo de Cuaresma en que nos encontramos es muy bueno que releamos el libro de Jonás, con sus llamadas a la conversión que el Señor nos hace una y mil veces; que recordemos aquel texto ante la catástrofe de la Torre de Siloé. Esto es la llamada a la conversión, es la llamada a la vuelta a Dios; y esto es la gran esperanza del Dios que lo ha apostado todo ?absolutamente todo-, por el hombre, que ha asumido nuestra condición humana y nos ha amado hasta el extremo, víctima del pecado de los hombres, donde se ve la gran malicia que supone el alejamiento o el rechazo de Dios.

Si señalo todo esto, que también nos afecta a nosotros, es para precaveros y advertiros, para que estemos atentos y como centinelas en la noche de una mañana que está más cerca de lo que pensamos o adivinamos. Porque hay una certeza de la que vivo y de la que, sin duda, también vivís vosotros: Jesucristo "no se ha bajado de la barca de la Iglesia", ni ha la ha dejado y con ella a sus discípulos amados en la soledad de tenérselas que ver sola con un mar proceloso, bravío y amenazante.

Una y mil veces sigue resonando ante nosotros las palabras del Señor que viene sobre las aguas de las olas que rompen contra la Iglesia y la humanidad, a la que ha amado y por la que se ha entregado sin reserva : "Soy yo, estoy aquí, con vosotros, ¡no temáis, no os amedrentéis, ni os rindáis!, seguid bregando, ¡mar adentro! e, incluso, aunque a algunos en estas circunstancias les resulte absurdo o inútil, no dejéis de echar una y otra vez las redes; no os preocupéis de la barca, que no se hunde, que estoy en ella, no os paréis para achicar el agua y resistir los embates, navegad y seguid adelante".

Vivimos de la mayor de las certezas que es su promesa: "Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo!". Es la certeza de su presencia lo que nos anima. Es la hora de la fe y de la esperanza que no defrauda. Esta hora que vivimos es la hora de Dios, en la que escuchamos la misma bienaventuranza que la Santísima Virgen María, escuchó de su prima Isabel: "Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!". Y ¡tanto que se está cumpliendo en nuestros días!. Son muchas las señales que nos están indicando que El no está lejos de nosotros, que viene a nosotros, que nos habla y nos dice, como a Pedro, que vayamos a Él caminando sobre las aguas procelosas, que Él nos agarra de la mano y no deja que nos traguen y destruyan esas olas de la cultura dominante indigente de Dios, indigente de esperanza.

Ahí tenemos también esa muchedumbre de gentes buenas y fieles, cristianas de verdad, de nuestros pueblos y ciudades, que viven su fe con autenticidad y silenciosamente, con raíces muy profundas en su existencia, que esperan en Dios por encima de todo, que rezan y enseñan a rezar; ahí tenemos tantos y tantos enfermos, que llevan su sufrimiento con verdadero sentido cristiano y ayudan a Cristo a completar su pasión; o esas monjas contemplativas entregadas en la oscuridad de la clausura por completo al Señor por nosotros los hombres; o a muchos jóvenes, más de lo que parece, alegres y dichosos, que buscan a Dios, que siguen a Jesucristo con verdadero ánimo y esperanza, que te dicen que es el único que les llena, que se agolpan junto al Papa porque les comprende y les quiere y les anuncia a Jesucristo sin engaño u ocultamiento, o que van de peregrinaciones consumiendo todo un fin de semana cuando podrían estar en la "movida" del viernes y sábado noche, o que engrosan los grupos de parroquias o movimientos, y que encuentran en la Iglesia lo que andan buscando y les sacia, jóvenes de hoy, modernos y con sus fragilidades, como sus compañeros que están alejados, y que, sin embargo creen y siguen con entusiasmo a Jesucristo.

Todos esos, y muchos más, en toda la Iglesia, son un grandísimo signo de esperanza, un aliento grande para todos. Son ellos, los que calladamente, sin hacer ruido a veces, están llevando en el fondo a la Iglesia, y son garantía de frutos y fecundidad, como la semilla que cae en tierra y se consume en ella.

¿Cómo vamos a estar desesperanzados, si es inmensa la obra que Dios está llevando a cabo en medio nuestro, aunque las apariencias o realidades emergentes y poderosas puedan hacernos pensar otra cosa? Esas aparente pequeñas realidades son el fruto del pequeño grano de mostaza donde crecerá la planta en que aniden las aves, como en la parábola del Evangelio. En todo ese sustrato más fuerte de lo que creemos, porque es la fuerza misma de Dios que ahí actúa, es donde tenemos que apoyarnos.

El mismo Papa Juan Pablo II que en su Exhortación sobre la "Iglesia en Europa" nos ofrece el diagnóstico que hemos referido, también nos habla de que es imborrable el anhelo de esperanza en cada hombre, que "el hombre no puede vivir sin esperanza", que su corazón continúa sintiendo dentro de sí una sed de felicidad que sólo Dios puede satisfacer ( Cf. EE.10), que "ningún ser humano puede vivir sin perspectivas de futuro; mucho menos la Iglesia, que vive de la esperanza del Reino que viene y que ya está presente en el mundo. Sería injusto no reconocer los signos de la influencia del Evangelio de Cristo en la vida de la sociedad" (EE 11). Entre otros signos, el Santo Padre nos recuerda "la recuperación de la libertad de la Iglesia en Europa del Este...; el que la Iglesia se concentre en su misión espiritual y en su compromiso de vivir la la evangelización incluso en sus relaciones con la realidad social y política; la creciente toma de conciencia de la misión propia de cada uno de los bautizados, con la variedad y complementariedad de sus dones; la mayor presencia de la mujer en las estructuras y en los diversos ámbitos de la comunidad cristiana" (EE 11). Tampoco en la comunidad civil, añade el Papa, "faltan signos que dan lugar a la esperanza : en ellos, aun entre las contradicciones de la historia, podemos percibir con una mirada de fe la presencia del Espíritu que renueva la faz de la tierra" (EE 12).

El testimonio de los mártires

Pero "el gran signo de esperanza es el constituido por los numerosos testigos de la fe cristiana que ha habido en el último siglo, tanto en el Este como el Oeste. Ellos han sabido vivir el Evangelio en situaciones de hostilidad y persecución frecuentemente hasta el testimonio supremo de la sangre. Estos testigos especialmente los que han afrontado el martirio, son un signo elocuente y grandioso que se nos pide contemplar e imitar. Ellos muestran la vitalidad de la Iglesia; son para ella y la humanidad como una luz, porque han hecho resplandecer en las tinieblas la luz de Cristo" (EE 13).

Así lo ha hecho el Papa y los innumerables mártires de la Iglesia, que a lo largo de la historia del continente europeo han vivido una santidad generosa y auténtica de forma oculta en la vida profesional y social.

Son, sin duda, entre nosotros, en esta diócesis de Valencia, los numerosos mártires del 36 una de las señales más del cumplimiento de la promesa del Señor; a veces no sé si la apreciamos suficientemente y sabemos percibir la voz del Espíritu a nuestra Iglesia después de casi setenta años de aquel martirio; pero lo cierto es que constituyen uno de los mayores signos de esperanza, de vitalidad eclesial, de lo que Dios hace y quiere con su Iglesia hoy. Inseparables de ellos está esa santidad vivida por tantos y tantos hijos de esta diócesis que, siendo o no siendo proclamados beatos o santos, han vivido, y viven, la cotidianidad de la fe cristiana y el camino de las Bienaventuranzas, nos muestran la presencia del Señor, Dios nuestro.

El Papa Juan Pablo II

También quiero señalar, como gran signo de esperanza que Dios ha suscitado. al Papa Juan Pablo II. , en todo su prolongado y fecundo pontificado, que el próximo 16 de octubre verá cumplidos veinticinco años. Ese gran signo Dios nos lo ha hecho brillar de manera singular, por paradójico que parezca, en el viaje a Eslovaquia apostólico a Eslovaquia y en el tiempo posterior a este viaje apostólico: uno viaje más, misionero incansable. Fue impresionante el signo de Dios a través del Santo Padre a su llegada, en el aeropuerto, a aquel país: su quedarse como mudo, y sin fuerzas, es para que sólo Dios hablase, para que se vea que la fuerza de Dios se muestra en la debilidad, para que se vea que es Dios quien lleva a su Iglesia y la sostiene, que nos basta su gracia. Un hombre testigo de la cruz, que no se baja de ella, que muestra así el poder del Resucitado.

Un Pastor que ama a su Señor, de verdad le ama, como pocos, y que apacienta a su rebaño hasta que le quede el último resuello. Un apóstol que le apremia el amor de Cristo y de los hombres, que es consciente de lo que está pasando en el mundo, en Europa, y a qué negro futuro se aboca una sociedad que renuncie a las raíces, que le pueden dar vigor: las raíces de Cristo.

Un discípulo responsable de Jesús, que le sigue con la cruz, que se niega a sí mismo, que lo vende todo por él y por ir a donde El le envíe, sin alforja y sin ningún poder, con la sola fuerza del testimonio que afirma que vive y que sólo en El y sólo sobre Él se puede edificar una humanidad nueva. El signo de aquella escena de su llegada a Eslovaquia -como los días que le han seguido- nos muestra que es tan grave y dramática la situación que Europa vive, intentando caminar como si Dios no contara para su futuro, que el Papa arriesga todo, su vida y su frágil salud, para recordar y pedir la vuelta a sus raíces cristianas, que Europa, que el mundo, que todos los hombres vuelvan a Dios, esperanza y futuro único para todos los pueblos. Su imagen como inmóvil y sin habla ha sido la gran y elocuente palabra que ha llegado desde allí a todos los rincones. Nos ha dicho lo más importante: "Sólo Dios basta", "para Dios nada hay imposible".

Su mismo viaje a España, en el que de manera tan activa, numerosa, creyente y eclesial, ha participado nuestra diócesis de Toledo, es otra señal clara e inequívoca de lo que Dios dice a la Iglesia, y , en concreto, a nosotros que peregrinamos por estas tierras. Uno de los signos de la presencia Señor entre nosotros y de la acción del Espíritu es la alegría y la paz, y aquel fin de semana de la última visita del Santo Padre a España fue una corriente viva y vigorosa de un gozo y una esperanza que nada ni nadie nos puede arrebatar. Además de ser un grandísimo regalo de la misericordia de Dios, una jornada histórica, que no quedará únicamente en nuestro recuerdo, todo el viaje tuvo, así lo veo, un gran valor de signo para la Iglesia en España, para nosotros.

La vigilia con los jóvenes en Cuatro Vientos, la canonización de cinco santos españoles en Plaza de Colón de Madrid -y ¡qué santos!- , con sus palabras respectivas, el saludo y discurso de llegada, la despedida en Barajas, su actitud con nuestros Reyes, con los Obispos, con los gobernantes, sus traslados por las calles de Madrid, ..., todo tuvo un alto significado religioso y un valor de signo de muy largo alcance. Por eso la memoria de este viaje apostólico no sólo seguirá viva en nuestro agradecimiento o en el gran significado religioso que ha tenido, sino también en el hondo y alentador mensaje que nos ha legado el que ha venido a nosotros como hombre de fe, testigo de esperanza, heraldo del Evangelio y mensajero de paz, Vicario de Cristo, signo vivo de la presencia de Jesucristo entre nosotros y del cumplimiento de su promesa.

El Santo Padre, entre otras cosas, nos dejó a los católicos españoles la insistente exhortación a mantener y avivar el rasgo más sobresaliente de nuestra identidad: "¡No rompáis con vuestras raíces cristianas! Sólo así seréis capaces de aportar al mundo y a Europa la riqueza cultural de vuestra historia".