CANCIÓN DOLORIDA DE ADVIENTO

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d

 

1. Despertad.

 

Son las 5 de la mañana y la ciudad duerme. De vez en cuando se escuchan las voces de grupos de adolescentes que regresan a sus casas, totalmente despreocupados de los que intentan descansar. Algún vehículo atraviesa las calles y deja oír durante unos segundos la música bacalao a todo volumen o los pitidos del claxon.

 

Vienen a mi pensamiento las palabras que san Pablo dirige a los cristianos de Roma:  «Conocéis el tiempo que nos ha tocado vivir. Ya es hora de despertaros del sueño, pues nuestra salvación está ahora más cerca de nosotros que cuando empezamos a creer. La noche está muy avanzada y el día se acerca. Despojémonos de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz. Portémonos con dignidad, como quien vive en pleno día. Nada de comilonas y borracheras; nada de lujuria y libertinaje; nada de envidias y rivalidades. Por el contrario, revestíos de Cristo, el Señor...» (Rm 13, 11-14). «Conocéis el tiempo que os ha tocado vivir», dice el apóstol. A nadie se le oculta que en nuestra sociedad neopagana gran parte de la población vive de noche y duerme de día. Durante la noche se entrega desenfrenadamente a lo que san Pablo condena tajantemente: «comilonas, borracheras, lujuria, libertinaje...». Y durante el día está demasiado cansada para pensar en cosas trascendentales, como el sentido de la vida. Curiosamente, esas frenéticas actividades de la noche, realizadas en la oscuridad o entre luces artificiales, son para el apóstol imágenes del sueño que embarga al hombre cuando vive de espaldas a su vocación original. Por eso nos invita a despertarnos y a dejarnos iluminar por Aquél que viene para salvarnos.

 

Si lo pensamos bien, todos vivimos un poco adormilados. También los que pasamos la noche en casa y de día vamos a la Iglesia. ¿Quién puede afirmar que nunca se deja tentar por las comilonas y borracheras, por la lujuria y el libertinaje, por las envidias y rivalidades? A cada uno le aprieta el zapato por un sitio, pero nadie está totalmente libre del pecado. De hecho, san Pablo no escribe este texto para los paganos, sino para los cristianos. No para los que desconocen a Cristo, sino para los creyentes. A nosotros nos recuerda que «nuestra salvación está ahora más cerca que cuando nosotros empezamos a creer». Esto significa que aún no estamos totalmente redimidos, que la obra de la salvación ya ha comenzado en nosotros, pero aún no ha llegado a su plenitud.

 

Alguno podrá objetarme: pero entonces, ¿para qué ha venido Cristo? ¿No decimos que Él ya nos ha salvado, ya ha vencido al pecado y a la muerte, ya nos ha otorgado la vida del cielo? Esto es verdad, pero nosotros, que vivimos en la historia, hemos de introducirnos de una manera progresiva en esa salvación que Cristo ya nos ha conquistado, y que nosotros todavía no hemos terminado de acoger personalmente. En este sentido, mientras vivimos esta existencia mortal, siempre estamos en peligro de equivocar el camino, de permitir que las tinieblas ofusquen nuestros pensamientos, de perder las ilusiones, de cansarnos de esta luz que siempre nos exige más y nos invita a no darnos nunca por satisfechos.

 

San Pablo nos recuerda que en nuestra propia vida personal el día está más cerca que cuando empezamos a creer. Cristo, verdadero «sol que nace de lo alto» y «luz del mundo» es el «día» que está cerca de nosotros, a nuestra puerta, llamando con insistencia. Si se nos invita a despertarnos del sueño, es para que podamos descubrir la claridad del que nos trae la salvación, para que podamos acoger la Vida que se nos ofrece. Nuestro peligro está en tener los sentidos embotados, en permanecer adormilados e insensibles y dejar perder –una vez más- la oportunidad que se nos ofrece.

 

2. Esperamos la redención de nuestro cuerpo.

 

Han dado las 7, y la campana llama a los religiosos a la alabanza divina. Hoy tampoco podré acudir al coro.  Llevo varios días de la cama a la silla y de la silla al inodoro. Se me ha activado el síndrome de Chron y cada media hora exploto en cataratas de ácidos que me dejan sin fuerzas y escocido. Aunque no paro de beber líquidos, voy notando los efectos de la deshidratación: se me multiplican los dolores de la espondiloartritis, no puedo estar mucho tiempo concentrado, se me nubla la vista y he perdido al menos 6 u 8 kilos de peso. Cuando el dolor arrecia, parece surgir espontaneo de nuestros labios el grito: «¡Desdichado de mí!, ¿Quién me librará de este cuerpo, portador de muerte?» (Rom 7, 24).

 

En esos momentos, es el mismo san Pablo quien viene de nuevo a mi recuerdo con «el aguijón de la carne» (2Cor, 12, 7) que tanto le hacía sufrir. No sabemos si se refería a alguna enfermedad crónica o a una dificultad moral. Con insistencia le pedía a Cristo que se lo quitara, pero la respuesta era siempre la misma: «Te basta mi gracia. En tu debilidad se manifiesta mi fuerza» (2Cor 12, 9). Está claro que su debilidad le servía de plataforma para lanzarse confiadamente en los brazos de Cristo, el único del que puede provenir la redención completa de nuestra carne. Y que sus sufrimientos le hacían sentirse solidario con un mundo necesitado de salvación: «la creación entera está gimiendo con dolores de parto hasta el presente. Y junto con ella, también nosotros, los creyentes, gemimos en nuestro interior suspirando en la espera de que Dios redima nuestros cuerpos. Porque ya estamos salvados, aunque sólo en esperanza» (Rom 8, 22-24).

 

En nuestra sociedad del bienestar y del consumo no está bien visto hablar de sufrimientos. Sin embargo, la vida se encarga de ponerlos continuamente en nuestro camino: quien no ha perdido a un ser querido en accidente de tráfico, lo ha perdido por efecto de las drogas. Quien no padece por los padres mayores, lo hace por los hijos o por los nietos. Quien no sufre debido a una depresión lo hace porque no se siente capaz de superar una debilidad moral o porque le resulta difícil reconciliarse con su historia personal... De una manera o de otra, todos gemimos en algún momento bajo el peso de la tribulación. Pero no todos interpretamos de la misma manera el sufrimiento. Para algunos es motivo de escándalo y desesperación. A san Pablo le sirve para crecer en la esperanza. La diferencia está en que san Pablo ve el sufrimiento como participación en la pasión redentora de Cristo, como identificación con Él: «llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús» (Gal 6, 17). Y, por eso, sus sufrimientos son como los dolores previos al parto. La esperanza del alumbramiento le hace enfrentarse a ellos sin amargura. Nosotros también estamos llamados a mirar más allá del sufrimiento presente, hacia el resultado último que, de una manera misteriosa, brotará de nuestra tribulación: «Aunque nuestra condición física se vaya deteriorando, nuestro ser interior se renueva de día en día. Porque momentáneas y ligeras son las tribulaciones que, a cambio, nos preparan un caudal eterno e inconmensurable de gloria» (2Cor 4, 16-17). En efecto, los sufrimientos corporales tienen poca consistencia si los comparamos con la gloria futura que ya hemos pregustado anticipadamente en Cristo.

 

3. Alegraos en el Señor.

 

Ya son las 9 y ahora la ciudad está verdaderamente tranquila. No se oye ni un rumor en esta mañana de domingo invernal. Se han apagado las farolas y por las calles sólo caminan algunos emigrantes silenciosos hacia sus puestos de trabajo. Abro la ventana y dejo que una ráfaga de aire fresco purifique el ambiente cargado de la habitación. Las deposiciones siguen siendo frecuentes y dolorosas, pero la llegada del día me ha despejado la mente. Incluso me atrevo a acompañar las medicinas con un plátano. Será el primer alimento sólido en muchas horas. Tengo alimentos y medicación, dispongo de agua corriente y no me falta la ropa limpia. Si necesito acudir al hospital, lo tengo a media hora de casa. ¿De qué puedo quejarme? ¿Cuántas personas mueren en el mundo por faltarles lo que a mí me sobra? ¿Cuánto tiempo habría podido sobrevivir con mis enfermedades de haber nacido en otro lugar del Planeta? Es bueno recordar continuamente que son muchas más las cosas positivas que nos suceden que las negativas.

 

San Pablo viene de nuevo en mi ayuda. Él, que tanto sabía de sufrimientos y dificultades, escribe a los Filipenses: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca. Que nada os angustie. Y la paz de Dios, que supera todo razonamiento, guardará vuestros corazones» (Flp 4, 4-7). En efecto, hay una paz de Dios que supera todo razonamiento, que no es fruto de nuestro discurrir, que no se puede conseguir con nuestras fuerzas, que es un regalo de su misericordia. Como no proviene de la salud ni de lo que se posee, ni del propio trabajo, ni de lo que los demás opinen de ti, nada ni nadie te la puede quitar. La certeza de que «el Señor está cerca» es la fuente de nuestra paz y de nuestra felicidad. Quien ha gustado, no una, sino muchas veces, la cercanía del Señor en su vida, ofreciéndole ternura, perdón y misericordia, sabe que Él está cerca de los atribulados. Por eso nada le angustia. Al fin y al cabo, «Podéis confiar en que el Señor no permitirá que seáis puestos a prueba por encima de vuestras fuerzas» (1Cor 10, 13). Y tenemos una resistencia mayor de la que suponemos.

 

No sé cómo se ha pasado la mañana, pero ya es mediodía. Pronto se habrá terminado la jornada, pronto este nuevo brote de mi enfermedad será sólo un recuerdo y pronto habrá pasado, también, la figura de este mundo. Mientras tanto, los que somos conscientes de que no tenemos una morada permanente sobre esta tierra, no nos dejamos desanimar por cosas pasajeras. «Sabemos, en efecto, que aunque se desmorone esta tienda que nos sirve de morada terrenal, tenemos una casa preparada por Dios, una morada eterna en los cielos. Y por eso suspiramos, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra morada celestial» (2Cor 5, 1-2). Con los ojos puestos en la meta de nuestra peregrinación (el encuentro definitivo con Cristo), caminamos firmes en la fe y alegres en la esperanza, exclamando con santa Teresa de Jesús: «Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero, / que muero porque no muero. / Vivo ya fuera de mí / después que vivo de amor, / porque vivo en el Señor / que me quiso para sí. / Cuando el corazón le di / puso en él este letrero: / Que muero porque no muero».

 

 

Caravaca de la Cruz, a 11 de diciembre de 2005