Tema 56. PENITENCIA: CONVERSIÓN Y RECONCILIACIÓN

 

OBJETIVO CATEQUÉTICO

  • Presentar el Sacramento de la Penitencia como la celebración eclesial del perdón y de la misericordia de Dios y de la conversión del hombre.

  • Destacar que es un misterio de reconciliación que incluye la alegría de perdonar y ser perdonado. La reconciliación es con Dios y con los hermanos.

  •  

    El sentimiento de culpa, experiencia universal

    99. Después de determinadas acciones, el hombre se siente culpable. Es una experiencia universal. Este sentimiento se manifiesta de muchas formas y con variados matices. A veces se trata de algo vago y confuso, cuya raíz no se llega a determinar; en ocasiones acompaña a ciertas acciones, que racionalmente se han considerado incluso inofensivas. Puede provenir de complejos oscuros, o, por el contrario, de una acción libre realizada con lucidez de espíritu. No siempre es fácil distinguir lo que es culpa (fruto de una acción libre) y lo que es producto de las limitaciones y enfermedades humanas.

    Necesidad de reparación

    100. Del sentimiento de culpa nace la necesidad de reparación. El hombre que se considera culpable busca no sólo aparecer como inocente ante los demás, sino serlo, recuperando la integridad perdida. A menudo se intuye que la reparación ha de ser dolorosa: no basta con decir "lo siento". Se comprende que el cambio de la persona no es verdadero y profundo sin expiación dolorosa, a través de la cual se recupere el equilibrio perdido. Esta necesidad de reparación puede convertirse a veces en obsesión enfermiza que, en realidad, destruye al individuo. Asimismo tampoco faltan personas que parecen no ser sensibles a esta necesidad de reparar el mal que han ocasionado a otros y que se han causado a sí mismos.

    Pecado y conversión

    101. La Biblia sitúa el pecado y la culpa en su verdadera raíz. Quien pretende prescindir de Dios haciéndose centro de todo, se convierte, a la vez, en opresor de sus hermanos: "¿No aprenderán los malhechores que devoran a mi pueblo como pan ,y no invocan al Señor?" (Sal 52, 5). El pecado hiere a Dios al afectar a los que Dios ama (2 S 12, 9-10); daña no sólo a quien lo comete, sino al pueblo entero. El pecado es ruptura, negación del amor a Dios y a los otros. La conversión, por el contrario, es vuelta al amor, reconciliación (Cfr. Temas 24 y 33).

    Ante el pecado del hombre, el amor de Dios se manifiesta como misericordia

    102. La historia humana aparece desde sus orígenes como historia de pecado. Los primeros capítulos del Génesis (2-11) describen abundantemente el impacto del pecado en medio de un mundo que, en cuanto salido de las manos de Dios, es bueno (Gn 1,44.10.12.18.21.25.31). El pecado domina de forma despótica, es "señor del mundo": entregados a la dureza de su propio corazón, los hombres caminan según sus designios (Sal 80, 13). En este contexto, Dios llama a Abrahán a la fe y a la amistad, y lo que hizo con él piensa hacerlo con todas las naciones de la tierra (Gn 12, 3). Ante el pecado del hombre, el amor de Dios aparece como misericordia: "No nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas" (Sal 102, 10). Y también: "Tenía mis manos extendidas todo el día hacia un pueblo rebelde y provocador" (Rm 10, 21; Is 65, 2; cfr. Tema 19).

    Misericordia y conversión

    103. En el momento mismo en que los profetas anuncian las peores catástrofes, consecuencia del pecado, conocen la ternura del corazón de Dios: "¿Es mi hijo querido Efraín? ¿Es el niño de mis delicias? Siempre que lo reprendo, me acuerdo de ello y se me conmueven las entrañas, y cedo a la compasión —oráculo del Señor—" (Jr 31, 20; cfr. Is 49, 14ss; 54, 7). Si Dios mismo se conmueve de tal manera ante la miseria que acarrea el pecado, es que desea que el pecador se vuelva hacia El, que se convierta. Si de nuevo conduce a su pueblo al desierto es porque quiere hablarle al corazón (Os 2, 16). Después del destierro, se comprenderá que Yahvé quiere simbolizar con la vuelta a la tierra, la vuelta a El, a la vida (Jr 12, 15; 33, 26; Ez 33, 11; 39, 25; Is 14, 1; 49, 13); quiere, no obstante, que el pecador reconozca su error y se convierta: "Que el malvado abandone su camino y el criminal sus planes; que regrese al Señor, y El tendrá piedad, a nuestro Dios, que es rico en perdón" (Is 55, 7).

    La conversión, vuelta a Dios

    104. En el Antiguo Testamento la llamada a la conversión adquiere su plenitud en la predicación de los profetas. Para éstos, tanto el pecado como la conversión tienen un carácter de totalidad desconocido fuera del mundo bíblico. El pecado no es meramente la transgresión de un precepto concreto de la ley, sino que es una rebeldía contra Dios, un prescindir de El y, como sus relaciones con Israel se comparaban con el matrimonio, el pecado se llama también adulterio. La conversión no se tiene que limitar, por tanto, al arrepentimiento, más o menos superficial, de un acto concreto, sino que es una "vuelta" a Yahvé (Os 2, 9), "buscar a Yahvé" (Am 5, 4; Os 10, 12), "buscar su rostro" (Os 5, 15; Sal 23, 6; 26, 8), "humillarse delante de él" (1 R 21, 29; 2 R 22, 19), "fijar su corazón en él" (1 S 7, 3). Esto define lo esencial de la conversión, que implica un cambio de conducta, una nueva orientación de todo el comportamiento, una nueva actitud con relación a todo lo demás (Jr 26, 3), una confianza absoluta en Dios, una renuncia a todo otro apoyo que pretenda ocupar su lugar (Os 14, 4; Is 7, 9), un nuevo corazón y un nuevo espíritu (Ez 18, 31). Esta conversión es, con todo, don de Dios (Ez 36, 26; cfr. Jr 31, 18).

    Llamada a la conversión y anuncio del Reino

    105. En el Nuevo Testamento vuelve a resonar el apremio y el carácter totalizante de la conversión en la predicación del Bautista. Lo que pide es una conversión de una vez y para siempre, no sólo de los pecadores, sino incluso de aquellos que se consideraban como justos. Esta llamada a la conversión tiene un acento especial de apremio por la inminencia del reino escatológico (Mt 3, 2). El comienzo de la predicación de Jesús enlaza con la de Juan: "Convertíos, porque el reino de los cielos está cerca" (Mt 4, 17), pero no es simplemente una repetición de la predicación del Bautista, sino que la supera por la relación de ese reino con su misma persona (Mt 12, 41-42). De cualquier modo, la conversión está indicada en la necesidad de hacerse como niños, que indica la renovación total y la capacidad receptora para el don de Dios (Mt 18, 3). La llamada a la conversión es inseparable del anuncio del Reino (Cfr. Tema 2). Se trata de una conversión radical que ha de eliminar incluso aquello que puede restringir la total conversión a Dios (Mt 5, 29) y que tiene de por sí un carácter definitivo (Lc 9, 62).

    Dios se goza en perdonar

    106. Jesús no fue enviado por su Padre "para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3, 17; 12, 47). El no ha venido a llamar a conversión a los justos, sino a los pecadores, pues son los enfermos los que necesitan del médico y no los sanos (Cfr. Lc 5, 32). La conversión es una gracia preparada siempre por la iniciativa divina, por el pastor que sale en busca de la oveja perdida (Lc 15, 4ss; cfr. 15, 8). La respuesta humana a esta gracia se manifiesta en la parábola del hijo pródigo; esta parábola pone de relieve que Dios es un Padre que tiene su gozo en perdonar (Lc 15); su voluntad es que nada se pierda (Mt 18, l2ss). El Evangelio de Jesús implica esta revelación desconcertante: "Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse" (Lc 15, 7). Así también Jesús manifiesta a los pecadores una actitud acogedora que escandaliza a los fariseos (Mt 9, 10-13; Lc 15, 2), pero que provoca conversiones admirables, como la de la pecadora (Lc 7, 36-50) y la de Zaqueo (Lc 19, 5-9).

    La Buena Noticia del perdón, misión de Jesús

    107. Jesús no sólo anuncia la Buena Noticia del perdón de Dios, sino que, además, lo ejerce y testimonia con sus obras, que dispone de este poder reservado a Dios. Así sucede en el caso del paralítico: "¿Qué es más fácil decir: tus pecados están perdonados, o decir levántate y anda? Pues para que veáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados —dijo dirigiéndose al paralítico: Ponte en pie, coge tu camilla y vete a tu casa. Se puso en pie, y se fue a su casa" (Mt 9, 4-7). Cristo cumple su misión obteniendo para los pecadores el perdón de su Padre. Por esta misión, El lo entrega todo, incluso la vida (Mc 14, 24; Mt 26, 28). Verdadero Siervo de Yahvé (Cfr. Tema 9), justifica a la multitud con cuyos pecados carga (1 P 2, 24; cfr. Mc 10, 45; Is 53, 11-12), pues es el Cordero que quita los pecados del mundo (Jn 1, 29).

    El perdón de los pecados, regalo de Pascua

    108. Cristo Resucitado dejó a su Iglesia, como regalo de Pascua, su propio poder de perdonar los pecados. Los Apóstoles experimentaban con fuerza la presencia del Espíritu, que es descrito como una ráfaga de viento impetuoso (Hch 2, 2), como un soplo: "Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos" (Jn 20, 22-23; cfr. Mt 16, 19; 18, 18). El Espíritu, que llena a los Apóstoles el día de Pentecostés, manifiesta el poder salvador de Cristo Resucitado (Hch 2, 32-36); en su nombre se convierten los corazones al oír la predicación de los Apóstoles (Hch 2, 37-43; cfr. 4, 33); en su nombre los Apóstoles ejercen la misión de perdonar los pecados y de dar el Espíritu Santo: "Estas palabras les traspasaron el corazón, y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué tenemos que hacer, hermanos? Pedro les contestó: Convertíos y bautizáos todos en nombre de Jesucristo para que se os perdonen los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque la promesa vale para vosotros y para vuestros hijos y, además, para todos los que llame el Señor Dios nuestro, aunque estén lejos. Con estas y otras muchas razones les urgía, y los exhortaba diciendo: Escapad de esta generación perversa. Los que aceptaron sus palabras se bautizaron, y aquel día se les agregaron unos tres mil" (Hch 2, 37-41). Así, la primera remisión de los pecados se otorga en el Bautismo a todos aquellos que se convierten y creen en el nombre de Jesús (Mt 28, 19; Mc 16, 16; Hch 2, 38; 3, 19).

    Segunda conversión

    109. La conversión sellada por el Bautismo se cumple de una vez para siempre; su gracia no se puede renovar (Hb 6, 6). Ahora bien, los bautizados pueden todavía recaer en el pecado: la comunidad apostólica no tardó en experimentarlo. En este caso, la conversión (segunda) se hace necesaria, si se quiere tener parte de nuevo en la salvación. El pasaje de Mateo (18, 15ss) supone ya la existencia de una Iglesia experimentada en el ejercicio de la autoridad y apoya la práctica del perdón en esta Iglesia con una frase de Cristo: "Lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo" (Mt 16, 19). En este contexto, las palabras atar y desatar tienen con seguridad el sentido de separar de la comunidad (excomunión) y recibir de nuevo en ella. Como esta comunidad es una comunidad viviente, animada por la presencia del Espíritu, la reincorporación a ella supone la revitalización del pecador y, por consiguiente, el perdón de los pecados.

    Nueva conversión después del Bautismo

    110. En el Nuevo Testamento, los indicios de una práctica del perdón de pecados graves no son frecuentes, como era de esperar, dado el fervor inicial y la conversión al Evangelio en una edad adulta. Pero de todos modos no faltan. Así, en 1 Co 5, 1-13, al incestuoso se le expulsa de la Iglesia; esta expulsión tiene carácter medicinal, para que su espíritu se salve en el día del Señor. En 2 Co 2, 5-11 no se trata con seguridad del mismo pecador que en la primera, pero ciertamente se trata de uno que había sido separado de la comunidad por una falta grave y para éste pide el Apóstol a la misma comunidad que renueve la comunión con él, es decir, que lo vuelva a recibir, perdonándole el pecado. En la misma carta (12, 20-21) se habla de muchos pecados entre los cristianos, y pecados graves: inmoralidad, libertinaje y desenfreno, cosas no raras en la ciudad de Corinto. Sin embargo, el Apóstol espera que se conviertan de nuevo, antes de que él llegue. Santiago, en su carta, tiene presente la posibilidad de la apostasía y también de una nueva conversión (St 5, 19-20). Finalmente, en los mensajes a las siete Iglesias, el libro del Apocalipsis contiene claras invitaciones a la conversión, dirigidas a destinatarios que han incurrido en graves pecados (Ap 2, 5.16.20ss).

    Formas de remisión de los pecados en la Iglesia primitiva

    111. Hasta el siglo vii, la Iglesia reconoce tres formas de remisión de los pecados: 1) el Bautismo, que limpia al hombre de todo pecado cometido anteriormente; 2) la penitencia cotidiana para los pecados menos graves: todo cristiano debe hacer penitencia por tales pecados, mediante la oración, el ayuno, la limosna... Además, en la liturgia cristiana existe desde un principio una confesión general de los pecados, que sirve de purificación interior y de preparación a la Eucaristía, según un uso que existía también en la tradición judía (Lv 16, 21); 3) la penitencia pública, exigida para los pecados graves, entre los que se cuentan el adulterio, el homicidio y la apostasía.

    Testimonios más antiguos

    112. Junto a los del Nuevo Testamento, los testimonios más antiguos que tenemos sobre la práctica de la penitencia pública en la Iglesia primitiva pertenecen a los llamados Padres Apostólicos. El Pastor de Hermas, libro escrito en Roma a mediados del siglo está dedicado en gran parte al problema de la segunda conversión. Esta obra establece claramente el principio de una sola penitencia posterior al Bautismo, según la cual el cristiano que incurría en graves pecados podía acogerse a ella una sola vez en la vida. Este principio viene a ser característico en los primeros siglos de la Iglesia.

    El proceso de la segunda conversión en la Iglesia antigua: hasta el siglo VII

    113. En un principio, la confesión como manifestación de los pecados fue realmente menos necesaria, ya que el pecado, o bien era público, o emergía claramente, dada la constitución íntima y familiar de las primitivas comunidades cristianas. El pecador era separado de la comunidad eclesial ("excommunicatio" sacramental). La confesión como reconocimiento del propio pecado suponía, por parte del pecador, la aceptación de su culpa, la cual se manifestaba pública y eclesialmente con su ingreso en el orden de los penitentes. El Obispo fijaba un período de penitencia que se adaptaba a la gravedad del pecado. Cumplida la penitencia, que consistía en dar signos suficientes y satisfactorios de una auténtica conversión, tenía lugar la celebración de la reconciliación con la vuelta y reincorporación del pecador a la comunidad. A finales del siglo vi la institución penitencial adquiere una forma definida, cuyos elementos esenciales aparecen expresados en el Concilio Toledano del año 589 (PL 84, 353): Separación de la comunión eclesial, inclusión en el llamado orden de los penitentes, repetidas imposiciones de manos durante el tiempo de la penitencia, reconciliación con la Iglesia y con Dios después de cumplido el tiempo legítimo de penitencia e imposibilidad absoluta de repetir la penitencia en caso de recaída.

    El cristiano que había cometido una falta grave debía confesarla, normalmente en secreto, al Obispo o a su representante. La palabra de éste, lo que San Agustín llama la correptio, dirigía la luz del evangelio hacia la acción cometida y exhortaba al penitente a una plena conversión. Y aun en el caso en que los cristianos pecaran públicamente sin hacer penitencia, la corre ptio debía en cierto modo ir a buscarlos para invitarlos a la penitencia pública, al final del cual serían reconciliados, en principio, por el Obispo. Si la confesión era secreta, todo el resto del proceso penitencial era público, y la penitencia que el pecador debía cumplir era previa a la reconciliación, a la absolución.

    De la penitencia pública a la penitencia privada

    114. En la práctica, la penitencia pública quedaba restringida a un número muy limitado de cristianos a causa del rigor que llevaba en sí. En ocasiones, fue considerada como una preparación directa para la muerte, no como un remedio ordinario contra el pecado durante la vida. Estas y otras exigencias difíciles de la disciplina penitencial hicieron de la penitencia algo a lo que se ponía mucho reparo por la gran mayoría de los cristianos. Desde un punto de vista pastoral, la situación llegó a ser extraordinariamente confusa e ineficaz. Situados en esta perspectiva, podemos entender mejor las innovaciones posteriores.

    Una postura más personal y flexible

    115. Estos cambios habían sido lentamente preparados. En este sentido,  son interesantes los siguientes testimonios del Papa San León 'Magno (años 440-461): "La multiforme misericordia de Dios ayuda de tal suerte a las caídas humanas que no sólo se repara la esperanza de la vida eterna por la gracia del bautismo, sino también por la medicina de la penitencia..., el perdón de Dios no puede obtenerse sin las súplicas de los sacerdotes. Pues "el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús" confió a los que presiden la Iglesia la potestad de conceder a los que confiesan sus pecados la acción de la penitencia y el admitirlos, una vez purificados por la satisfacción saludable, a la comunión de los sacramentos por la puerta de la reconciliación... A aquellos que imploran el remedio de la penitencia y luego el de la reconciliación en tiempo de necesidad o cuando amenaza un peligro urgente, no se les ha de prohibir la satisfacción ni negarles la reconciliación: porque ni podemos poner medida a la misericordia de Dios ni circunscribir los tiempos ante quien la verdadera conversión no tolera la demora de su perdón..." (DS 308-309). "Determino que por todos los medios ha de removerse aquella presunción que atenta contra la regla apostólica y que hace poco conocí que algunos han usado por usurpación ilícita... es suficiente que el reato de las conciencias se comunique sólo a los sacerdotes en confesión secreta... Es suficiente aquella confesión que se hace a Dios en primer lugar y también al sacerdote, el cual ruega por los pecados de los penitentes. Pues muchos podrán ser animados a la penitencia, si no se publica a los oídos del pueblo la conciencia del que confiesa sus pecados" (DS 323).

    En realidad, el rigorismo había comenzado a perder terreno en los siglos v y vi. San Juan Crisóstomo (año 408) introduce un amplio sentimiento de misericordia. Algunos de sus contemporáneos no participaron de esta opinión y condenaron a Juan horrorizados de que mantuviera el perdón para los pecadores enseñando lo siguiente: "Si pecas una segunda vez, haz penitencia una segunda vez, y cuantas veces vuelvas a pecar, vuelve a mí y yo te curaré." Así, mientras la penitencia pública va cayendo en desuso por su severidad y rigidez, comienza a practicarse una forma de penitencia privada, que lentamente irá difundiéndose por toda la Iglesia latina. Esta difusión es debida principalmente a la obra misionera de los monjes irlandeses. Estos monjes, movidos por la necesidad de atender a los fieles de las pequeñas comunidades locales más dispersas, aplicaban la penitencia sacramental de una forma más personal y flexible.

    Se mantienen los elementos esenciales

    116. La penitencia privada no es sustancialmente una forma penitencial distinta de la primitiva disciplina penitencial. El pecador, arrepentido, confiesa su pecado a un sacerdote (no necesariamente al Obispo), que le impone una satisfacción (al principio fue muy severa) y cuando ésta ha sido cumplida le concede la absolución. La confesión de los pecados al sacerdote cobra tanta importancia en esta época que, a partir del siglo vni, da nombre al sacramento de la Penitencia. Es necesaria para que el confesor se haga cargo del estado de espíritu del penitente, pero también se la considera como parte de la expiación. Por otro lado, desde el siglo XI se acostumbra a conceder una "absolución" al final de la confésión, aun antes de cumplir la satisfacción, con lo que desembocamos rápidamente en la forma actual de administración de la Penitencia. En 1215 el IV Concilio de Letrán impuso el precepto canónico actual de la confesión anual de los pecados graves (DS 812).

    Diferencias principales: carácter privado, reiteración

    117. Las diferencias entre la penitencia privada y la disciplina primitiva consisten principalmente en el carácter privado de la nueva forma penitencial y en la reiteración de la misma, cuantas veces fuera necesaria sin necesidad de integrarse en la clase oficial de los pecadores (orden de los penitentes), sometidos a períodos regulares de penitencia según el tiempo litúrgico. La única manifestación externa de la situación penitencial de aquél está en su abstención temporal de la Eucaristía. Al hacerse privada la penitencia disminuye la intervención expresa de la comunidad y la dimensión comunitaria del sacramento.

    Doctrina del Concilio de Trento

    118. Un paso decisivo en la fijación de la práctica penitencial en la Iglesia tuvo el Decreto sobre la penitencia del Concilio Tridentino. En realidad, el Concilio de Trento no innovaba nada sobre este sacramento, sino que reducía a una síntesis lo que constituía doctrina común en la Iglesia entera. La forma que la celebración de la Penitencia tenía en aquella época quedó como paradigma de la celebración del perdón: "La forma del sacramento de la penitencia, donde reside principalmente su virtud, se contiene en las palabras del ministro: "Yo te absuelvo, etc." A estas palabras la costumbre de la santa Iglesia añade laudablemente algunas plegarias... La quasi materia de este sacramento son los actos del mismo penitente, a saber: contricción, confesión y satisfacción" (DS 1673).

    En cuanto a la confesión de los pecados el Concilio de Trento la declara "necesaria por derecho divino" e incluye la obligación de manifestar todos los pecados mortales, su número y especie, aun los ocultos (DS 1679-1683; 1706-1707). La absolución del sacerdote es "un acto judicial", es decir, no una mera declaración de que Dios ha perdonado el pecado, sino un acto operativo y eficaz, a través del cual Dios perdona (DS 1684-1685; 1710).

    Renovación del rito sacramental de la Penitencia: Concilio Vaticano II

    119. El Concilio Vaticano II decidió la revisión de "el rito y las fórmulas de la Penitencia, de manera que expresen más claramente la naturaleza y el efecto del Sacramento" (SC 72). Fruto de la revisión establecida por el Concilio es el nuevo Ritual de la Penitencia (RP). El Concilio actuó en este caso movido por la misma intención que le llevó a la renovación del ritual de los restantes sacramentos. Consciente de la importancia que tiene que los fieles comprendan con facilidad los signos sacramentales, ha querido esclarecer y modificar aquellos ritos que, con el correr de los tiempos, habrían difuminado de alguna manera la naturaleza originaria, la finalidad y el núcleo esencial de los sacramentos de la Iglesia. Así, adaptando los elementos rituales a las circunstancias presentes de la vida eclesial, el Concilio se ha esforzado por conseguir que los creyentes celebren "con la mayor frecuencia posible aquellos sacramentos que han sido instituidos para alimentar la vida cristiana" (SC 59; cfr. 62).

    La conversión sincera del corazón

    120. El nuevo Ritual subraya la necesidad ineludible de la conversión que implica el sincero dolor del corazón y la decisión de emprender un nuevo camino. La conversión comunica todo su sentido y valor a la confesión de los pecados que la Iglesia perdona, actualizando la salvación de Cristo, a través de sus ministros. En el texto siguiente puede observarse cómo la conversión sincera está en la raíz misma de todo el proceso penitencial que se celebra sacramentalmente en la Iglesia: "El discípulo de Cristo que, después del pecado, movido por el Espíritu Santo, acude al sacramento de la Penitencia, ante todo debe convertirse de todo corazón a Dios. Esta íntima conversión del corazón, que incluye la contrición del pecado y el propósito de una vida nueva, se expresa por la confesión hecha a la Iglesia, por la adecuada satisfacción y por el cambio de vida. Dios concede la remisión de los pecados por medio de la Iglesia, a través del ministerio de los sacerdotes" (RP 6). De ahí que la Iglesia, en su ministerio de evangelización, se sienta movida a urgir la predicación de la penitencia como preparación para los sacramentos y, más en concreto, para disponer a los creyentes a la celebración del sacramento de la Reconciliación (Cfr. SC 9). Para valorar debidamente la penitencia sacramental es preciso que exista un exacto sentido y una clara conciencia del pecado a partir de los cuales se despierta el deseo de conversión y el aprecio auténtico de la salvación que nos viene de Cristo por medio de la Iglesia.

    De la contrición del corazón depende la verdad de la Penitencia

    121. "Entre los actos del penitente ocupa el primer lugar la contrición, "que es un dolor del alma y un detestar del pecado cometido con propósito de no pecar en adelante' . En efecto, "solamente podemos llegar al Reino de Cristo a través de la metanoia, es decir, de aquel íntimo cambio de todo el hombre —de hu manera de pensar, juzgar y actuar— impulsado por la santidad y el amor de Dios, tal como se nos ha manifestado a nosotros este amor en Cristo y se nos ha dado plenamente en la etapa final de la historia" (Cfr. Hb 1, 2; Col 1, 19, y en otros lugares; Ef 1, 23, y en otros lugares). De esta contrición del corazón depende la verdad de la penitencia. Así pues, la conversión debe penetrar en lo más íntimo del hombre para que le ilumine cada día más plenamente y lo vaya conformando cada vez más a Cristo" (RP 6, a).

    El pecado

    122. El pecado ofende siempre a Dios (Cfr. DS 2291-2292). Por ello, el pecador ha de retornar, movido por la gracia del Dios misericordioso, al Padre "que nos amó primero" (1 In 4, 19), a Cristo muerto y resucitado por los hombres y al Espíritu que se ha derramado copiosamente en nosotros (Cfr. RP 5). En virtud de un misterioso designio de la voluntad divina, existe entre los hombres una tal solidaridad que el pecado de uno daña también a los otros (Cfr. Pablo VI: Cónst. Apost. Indulgentiarum doctrina, 1-1-1967). Para el cristiano, el horizonte del pecado recibe una poderosa luz cuando es contemplado desde la Palabra de Dios: su gravedad se muestra "como ruptura consciente y voluntaria de la relación con el Padre, con Cristo y con la comunidad eclesial" (RP 43).

    "Por su acto personal y responsable, sus relaciones (del cristiano) con el Padre se degradan, y su pecado perturba y debilita la comunión eclesial. En los pecados colectivos, la acción pecaminosa del cristiano es, además, un contratestimonio de su fe ante los hombres, y adquiere así una influencia específica" (RP 42). En el proceso por el que el hombre alcanza, bajo la acción del Espíritu, el reconocimiento de su personal condición pecadora, se pueden observar niveles diversos de profundidad en relación con el núcleo más íntimo de la personalidad, con el verdadero corazón humano: el nivel de los actos manifiesta otros niveles más hondos: el de las actitudes y el de la opción fundamental.

    Actos, actitudes, opción fundamental

    123. Se entiende por opción fundamental una de aquellas decisiones que comprometen a una persona en su totalidad porque a través de ella el hombre asumiría o ratificaría, desde el centro mismo de su personalidad, una actitud radical en relación con Dios o con los hombres. "La opción fundamental es la que define en último término la condición moral de una persona" (CES 10).

    Esta radical decisión "de ordinario se expresa en situaciones, en actitudes, o en un conjunto de actos" y también "puede manifestarse en actos singulares y aislados" (RP 46).

    Pecado mortal

    124. "El pecado mortal hunde sus raíces en la mala disposición del corazón del hombre (Cfr. Mt 15, 19-20), se sitúa en una actitud de egoísmo y cerrazón, se proyecta en una vida construida al margen de las exigencias de Dios y de los demás, y se concreta en una oposición de iniquidad frente a Cristo (Cfr. Mt 24, 12; 1 Jn 3, 4). El pecado mortal, por tanto, supone un fallo en lo fundamental de la existencia cristiana —de ahí el nombre de ad mortem o mortal (Cfr. 1 Jn 5, 16; St 1, 15)" (RP 46).

    Pero estas condiciones no implican que todo pecado mortal suponga una resistencia directa al precepto de la caridad o comporte una modificación fundamental en el nivel de las opciones más profundas. Los actos singulares pueden constituir una ruptura con relación a Dios Padre en la medida en que gravemente contradigan sus preceptos e introduzcan un grave desorden en sus designios salvadores. Más aún: la alteración de las opciones fundamentales en el comportamiento humano acontece normalmente por el progresivo deterioro que causan en él la concatenación de actos —tal vez aparentemente superficiales— pero que, de hecho, disponen al espíritu a imprimir en su trayectoria un giro radicalmente nuevo. En ocasiones, el momento mismo en que se opta por el nuevo itinerario está sellado por un decisivo acto singular: "A cada uno le viene la tentación cuando su propio deseo lo arrastra y seduce: el deseo concibe y da a luz el pecado, y el pecado, cuando se comete, engendra muerte" (St 1, 14-15).

    Por eso, el que se apartó gravemente del amor de Dios necesita también un tiempo de maduración para retornar a la casa paterna. El respeto debido a la libertad humana comporta valorar la capacidad moral de los hombres y no reducir desmedidamente su responsabilidad (Cfr. CES 9-10).

    Pecado venial

    125. "Esta voluntad de ruptura que constituye el pecado mortal, dista mucho de los fallos y ligerezas de la vida cotidiana, que nos demuestran la imperfección y la debilidad de nuestro amor a Dios y a los hermanos. Estos son los pecados veniales, que nos atestiguan nuestra condición de pecadores (1 Jn 1, 8-2, 2), pero que no nos excluyen del Reino de Dios" (RP 47). El reconocimiento sincero de los pecados veniales, de la fragilidad y de las omisiones cotidianas conduce a la claridad de conciencia porque ayuda a descubrir el auténtico fondo de nuestro espíritu y las implicaciones que se dan entre nuestros pequeños egoísmos y las opciones radicales de nuestra vida. El entramado de la conducta cotidiana constituye el campo de cultivo donde se desarrollan gérmenes de cizaña que debilitan las fuerzas espirituales. La turbia confusión del corazón se opone de muy diversas maneras a las exigencias de Cristo; para seguirle con sinceridad, hay que abrirse a su luz juzgadora: "Yo soy la luz del mundo: el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8, 12).

    La luz de Cristo busca iluminar los escondidos escondrijos del hombre para hacer luminosa toda su existencia: "La lámpara de tu cuerpo es el ojo; cuando tu ojo está sano, tu cuerpo entero tiene luz; pero cuando está enfermo, tu cuerpo está a oscuras. Por eso mira a ver, no sea que la única luz que tienes esté apagada" (Lc 11, 34-35).

    La confesión de los pecados expresa la conversión

    126. "La confesión de las culpas, que nace del verdadero conocimiento de sí mismo ante Dios y de la contricción de los propios pecados, es parte del sacramento de la Penitencia. Este examen interior del propio corazón y la acusación externa debe hacerse a la luz de la misericordia divina. La confesión, por parte del penitente, exige la voluntad espiritual mediante el cual, como representante de Cristo y en virtud del poder de las llaves, pronuncia la sentencia de absolución o retención de los pecados" (RP 6, b). La confesión de los pecados no es una información que se da al ministro de la Iglesia, sino la expresión personal y concreta de la conversión (Cfr. RP 64). "Para recibir fructuosamente el remedio que nos aporta el sacramento de la Penitencia, según la disposición del Dios misericordioso, el fiel debe confesar al sacerdote todos y cada uno de los pecados graves que recuerde después de haber examinado su conciencia. Además, el uso frecuente y cuidadoso de este sacramento es también muy útil en relación con los pecados veniales. En efecto, no se trata de una mera repetición ritual ni de un cierto ejercicio psicológico, sino de un constante empeño en perfeccionar la gracia del Bautismo, que hace que de tal forma nos vayamos conformando continuamente a la muerte de Cristo, que llegue a manifestarse también en nosotros la vida de Jesús. En estas confesiones los fieles deben esforzarse principalmente para que, al acusar sus propias culpas veniales, se vayan conformando más y más a Cristo y sean cada vez más dóciles a la voz del Espíritu" (RP 7, a y b).

    La satisfacción, signo de conversión

    127. La satisfacción de los pecados, el cambio de vida y la reparación de los daños debe ser índice de la voluntad de conversión y del esfuerzo a quz se está dispuesto en la nueva etapa que se inaugura con la reconciliación sacramental. Para que la satisfacción tenga todo su sentido, debe tratar de reparar operativamente el orden que destruyó y ser "medicina opuesta a la enfermedad" que afligió al penitente. Para ser signo de auténtica conversión ha de tratarse de algo realmente adaptado a la situación del penitente, tanto en la línea de la superación personal como en la del servicio a los demás. "Así el penitente, 'olvidándose de lo que queda atrás' (F1p 3, 13), se injerta de nuevo en el misterio de la salvación y se encamina de nuevo hacia los bienes futuros" (RP 6, c; cfr. 65).

    La absolución, signo del perdón

    128. "Al pecador que manifiesta su conversión al ministro de la Iglesia en la confesión sacramental, Dios le concede su perdón por medio del signo de la absolución y así el sacramento de la Penitencia alcanza su plenitud. En efecto, de acuerdo con el plan de Dios, según el cual la humanidad y la bondad del Salvador se han hecho visibles al hombre, Dios quiere salvarnos y restaurar su alianza con nosotros por medio de signos visibles" (RP 6, d). El sacerdote absuelve al penitente con estas palabras: "Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo."

    Es este el momento decisivo en la reconciliación de los penitentes: la palabra sacramental culmina la acción sacramental. Las mismas palabras de la absolución, como ocurre en toda la economía sacramental, proclaman "la fe de la Iglesia en este sacramento; uniéndose, con un acto personal, a esta fe proclamada, el penitente recibe el perdón y la paz de Dios por el ministerio eclesial" (RP 60). La fórmula de la absolución muestra de modo admirable que la reconciliación entre Dios y los hombres es un acontecimiento de salvación en el que se hacen presentes el amor del Padre, el misterio salvador de Cristo y la comunicación del Espíritu Santo; de esta forma, el perdón sacramental se manifiesta insertado en el misterio pascual de Cristo "del cual la penitencia, como todos los sacramentos, recibe su poder" (SC 61); finalmente, aparece con claridad la sacramentalidad de la acción penitencial: es en la Iglesia donde se celebra la presencia del perdón de Cristo y, más en concreto, en el ministerio del sacerdote, en el que se concentra la acción de la Iglesia cuando actúa como signo personal de Cristo, cabeza de la Iglesia (Cfr. RP 60). "El gesto de extensión de manos sobre la cabeza del penitente tiene a su favor toda la práctica bíblica, continuada por la tradición de la Iglesia. Se trata de un signo de bendición, de acogida, de reconciliación, de donación del Espíritu" (RP 63).

    Presencia de la Sagrada Escritura en la celebración del sacramento

    129. El Concilio Vaticano II, al trazar las grandes líneas de la renovación litúrgica, subrayó que en las celebraciones sagradas debe manifestarse con claridad "la íntima conexión entre la palabra y el rito" y que, para ello, "debe haber lecturas de la Sagrada Escritura más abundantes, más variadas y más apropiadas" (SC 35).

    El nuevo Ritual de la Penitencia, promulgado por Pablo VI, pone en práctica este principio general insertando orgánicamente en el mismo rito sacramental la proclamación de la Palabra de Dios, tanto en las celebraciones colectivas como en el rito de reconciliación de un solo penitente. De esta manera, se pone muy de relieve la estrecha relación que existe entre la fe y el perdón de los pecados, que constituye una de las afirmaciones básicas del Nuevo Testamento y una vivencia constante de la Iglesia. La pastoral de la penitencia, por su misma naturaleza, exige la predicación de "la palabra de la fe" (Rm 10, 8): en el ámbito de la fe activa y eclesial, el penitente reconoce y confiesa su pecado, y confiando en la fuerza del Espíritu y la ayuda de los hermanos, acomete la lucha contra el mal y el esfuerzo constante por alcanzar el espíritu evangélico de las bienaventuranzas: "por esta fe, en fin, podrá vivir la alegría de ser reconciliado con Dios y con la Iglesia, por la acción de Cristo presente en ella, y la gracia del Espíritu Santo" (RP 58; cfr. 55-57).

    La lectura bíblica en el interior de la celebración sacramental muestra la iniciativa divina en el proceso de conversión y reconciliación, introduce "a la acción sacramental por la cual Dios comunica, en la visibilidad del signo eclesial, su perdón y su paz" (RP 59) y propone particularmente como metas de plenitud de vida los vestigios marcados por Cristo en sus palabras y, sobre todo, en la oblación de su misterio pascual: "Pues para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo padeció su pasión por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas" (1P 2, 21). La Penitencia sacramental constantemente "renueva y reproduce, a nivel del bautizado, el proceso catecumenal de iniciación a la lucha cristiana" (RP 56).

    La Penitencia sacramental, celebración en la comunidad de la Iglesia

    130. El Concilio Vaticano II ha enseñado insistentemente que los sacramentos son acciones de Cristo y de la Iglesia. Como consecuencia coherente, determinó también que "siempre que los ritos, cada cual según su naturaleza propia, admitan una celebración comunitaria, con asistencia y participación activa de los fieles, incúlquese que hay que preferirla, en cuanto sea posible, a una celebración individual y casi privada" (SC 27). Una catequesis sobre la Penitencia sacramental implica que se destaque oportunamente la dimensión eclesial del pecado, los aspectos de comunión que concurren en el signo sacramental de la reconciliación y la participación de toda la Iglesia en el proceso de la conversión (Cfr. RP 49).

    Porque el pecado del cristiano afecta siempre a la Iglesia, pues retrasa el influjo de su misión y oscurece su rostro ante los hombres, por esa razón "la reconciliación no es sólo una invisible relación entre Dios y el pecador, sino que, por voluntad de Cristo y por fidelidad al mismo hecho eclesial, implica una relación visible con la Iglesia" (RP 52; cfr. 50). "Toda la Iglesia, como pueblo sacerdotal, actúa de diversas maneras al ejercer la tarea de reconciliación que le ha sido confiada por Dios. No sólo llama a la penitencia por la predicación de la Palabra de Dios, sino que intercede por los pecadores y ayuda al penitente con atención y solicitud maternal, para que reconozca y confiese sus pecados, y así alcance la misericordia de Dios, ya que sólo él puede perdonar los pecados. Pero, además, la misma Iglesia ha sido constituida instrumento de conversión y absolución del penitente por el ministerio entregado por Cristo a los apóstoles y a sus sucesores... Los presbíteros, en el ejercicio de este ministerio, actúan en comunión con el obispo y participan de la potestad y función de quien es el moderador de la disciplina penitencial" (RP 8 y 9). Y la comunidad entera, con gran gozo, acoge de nuevo al hermano que "estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado" (Lc 15, 32; cfr. RP 52).

    Encuentro sacramental con Cristo

    131. La Penitencia sacramental ha de realizarse como diálogo y encuentro, con toda la riqueza que esto sugiere a nivel personal, eclesial y religioso. Para el pecador que ha negado u olvidado las exigencias de su Bautismo, el encuentro penitencial es decisivo para que su vida vuelva a ser historia de salvación. Es, pues, un encuentro verdaderamente personal del hombre con Dios en el misterio reconciliador de Cristo. La Penitencia es, así, un encuentro sacramental con Cristo glorificado, encuentro misterioso, pero real y verdadero, plenitud en el nivel de los encuentros humanos, que se hace visible en el signo del ministerio de la Iglesia.

    Varias formas de celebración de la penitencia sacramental

    132. El nuevo Ritual de la Penitencia presenta tres formas distintas de celebración:

    1. Reconciliación de un solo penitente.

    2. Reconciliación de varios penitentes con confesión y absolución individual.

    3. Reconciliación de muchos penitentes con confesión y absolución general.

    La tercera forma de celebración tiene carácter excepcional y se rige por disciplina propia. Por lo que se refiere a las dos primeras, una catequesis inteligente deberá valorar las riquezas de la dimensión personal y de la dimensión comunitaria que se entrecruzan en la Penitencia sacramental. De una parte, "la celebración común manifiesta más claramente la naturaleza eclesial de la penitencia. Ya que los fieles oyen juntos la palabra de Dios, la cual al proclamar la misericordia divina, les invita a la conversión; juntos también examinan su vida a la luz de la misma palabra de Dios y se ayudan mutuamente con la oración. Después que cada uno ha confesado sus pecados y ha recibido la absolución, todos a la vez alaban a Dios por las maravillas que ha realizado en favor del pueblo que adquirió para sí con la sangre de su Hijo" (RP 22).

    De otra parte, en la reconciliación de un solo penitente, persistiendo fundamentalmente los elementos de la celebración en comunidad (Cfr. RP 73), se ponen más de relieve valores que indudablemente contiene como la intransferibilidad personal que comporta toda auténtica conversión a Dios en Cristo y se dignifica con particular acento la actitud de Jesús, que curaba a los enfermos: "poniendo las manos sobre cada uno, los iba curando" (Lc 4, 40) y como Buen Pastor, "va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera" (Jn 10, 3). La praxis pastoral debe "velar por la complementariedad de aspectos. Así, por ejemplo, en las celebraciones individuales, convendrá no perder el elemento ritual que ayuda a conservar el sentido litúrgico; en la celebración comunitaria, convendrá, en cambio, cuidar los tiempos de silencio y asegurar la calidad del encuentro personal para la confesión y la absolución" (RP 54).

    La Iglesia, en todo caso, insistiendo en la dimensión comunitaria de los sacramentos, procura que se muestre claramente que el pecador reconciliado se integra de nuevo en una comunidad que le ha acompañado en su conversión "con su caridad, con su ejemplo y con sus plegarias" (LG 11) y, al mismo tiempo, comprende que en la Penitencia sacramental se ofrece un cauce privilegiado para educar la conciencia de los creyentes y para moverles al logro de una más honda densidad de su existencia cristiana: esto es lo que induce a la Iglesia a atender y escuchar personalmente a los penitentes porque sabe que se curan mejor las heridas con un tratamiento individualizado y profundo que con la terapéutica genérica de los remedios comunes. La Iglesia, en una palabra, trata de evitar tanto la despersonalización de los cristianos como una concepción privatista del pecado y del perdón que olvidase prácticamente la referencia al contexto eclesial.