ARTICULO 4.—EL HOMBRE NUEVO NACE Y VIVE POR LA CELEBRACIÓN DEL MISTERIO DE CRISTO: LOS SACRAMENTOS

Tema 52.—La Iglesia celebra la presencia de Cristo bajo la acción del Espíritu.

Tema 53.—Bautismo: Nacimiento a la fe.

Tema 54.—Confirmación: El Espíritu nos hace testigos.

Tema 55.—Eucaristía: La Cena del Señor.

Tema 56.—Penitencia: Conversión y Reconciliación.

Tema 57.—Unción de los enfermos: La esperanza cristiana en el dolor de la enfermedad y de la muerte.

Tema 58.—Sacerdocio Ministerial: Al servicio de la misión de Cristo y de la Iglesia.

Tema 59.—Matrimonio: El amor humano vivido bajo el signo del Espíritu.


OBJETIVO CATEQUÉTICO

Anunciar que el Hombre Nuevo nace y vive por la celebración del misterio de Cristo en los Sacramentos.
 


 

Tema 52. LA IGLESIA CELEBRA LA PRESENCIA DE CRISTO BAJO LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU

 

OBJETIVO CATEQUÉTICO

Anunciar:

 

Celebrar la vida de fe

1. El hombre nuevo, hombre que nace de la Palabra de Dios (Cfr. Temas 35-41) y vive en comunión con los hermanos (Cfr. Temas 42-51), vive y celebra la presencia de Cristo bajo la acción del Espíritu. Es el hombre de la Celebración, de la Liturgia, de la Fiesta: celebra la vida cristiana, el acontecimiento de la salvación, la experiencia de fe. En la liturgia la Iglesia celebra los grandes momentos de la vida de fe, significativamente configurados por la acción del Espíritu. Son los Sacramentos. En efecto, la Iglesia, heredera de los Apóstoles, que proclama incesantemente el Evangelio de la salvación, celebra la obra salvadora de Cristo —su misterio pascual— en los Sacramentos, en torno a los cuales gira toda su vida litúrgica (Cfr. SC 6).

Celebrar el encuentro con Dios en Cristo

2. La vida de fe supone una relación del hombre con Dios, una relación de persona a persona, un encuentro personal, una comunión del hombre con Dios. Contando con la iniciativa generosa, condescendiente, gratuita, por parte de Dios, el hombre creyente se pone en relación viva con El, que mediante esa relación se convierte para nosotros en el Dios vivo. Por el pecado el hombre pierde esta relación viva con Dios, esta relación de hijo a Padre, y no la puede recuperar por sí mismo (Cfr. Temas 22-33), sino en el encuentro con Cristo: "Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11, 27).

Jesús de Nazaret es destinado por el Padre a ser en su humanidad el acceso único al misterio de Dios (Cfr. Temas 13-21). El es el único mediador, el sacramento original del encuentro del hombre con Dios: "Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos" (1 Tm 2,5-6). Cristo es Dios de una manera humana y hombre de una manera divina. Sólo El nos puede enviar el Espíritu de parte del Padre (Jn 15, 26).

Celebrar el encuentro con Cristo en la Iglesia

3. La Iglesia es signo visible de la presencia invisible de Jesús entre los hombres. Nos encontramos con Cristo en la Iglesia. Por medio de la predicación de la palabra de Dios, de la celebración de los sacramentos y de la caridad fraterna, Cristo actúa en la Iglesia y, en virtud de la acción oculta del Espíritu, se comunica a los hombres. Por su unión con Cristo, mediante el Espíritu, la Iglesia es sacramento universal de salvación, sacramento de Cristo (AG 1; GS 45). La Iglesia no es sólo un medio de salvación. Es la salvación misma de Cristo, es decir, forma corporal de esa salvación en cuanto se manifiesta en el mundo. Es, pues, como dice San Pablo, "el cuerpo de Cristo" (Cfr. Tema 43). 0 como dice el Concilio Vaticano II, el Pueblo de Dios "constituido por Cristo para ser una comunión de vida, caridad y verdad, es asumido por El como instrumento de redención universal" (LG 9).

Celebrar el encuentro con Cristo en los sacramentos

4. En el contexto del misterio de la Iglesia como sacramento universal de salvación, los sacramentos son actos personales del mismo Cristo que significan y realizan la Salvación de Dios en el plano de la visibilidad terrestre de la Iglesia. Tal es el núcleo auténtico de la presencia de Cristo a modo de misterio. Se basa, pues, en el hecho de que los sacramentos son actos personales de Cristo, como dice Pío XII de acuerdo con la tradición en su encíclica Mystici Corporis: "Es Cristo el que bautiza, el que perdona, el que ofrece" (AAS 35 (1943) 218). La Iglesia, bajo la acción del Espíritu, celebra esta presencia de Cristo en cada uno de los sacramentos. Como dice el Concilio Vaticano II: "Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en las acciones litúrgicas... Está presente con su fuerza en los sacramentos de modo que cuando alguien bautiza, es Cristo mismo quien bautiza" (SC 7). Los sacramentos no son cosas. Inscritos en el nivel visible de las realidades sensibles y de las acciones humanas, son encuentros reales de los hombres con el Señor exaltado en la gloria. Quien celebra los sacramentos puede hacer suyas estas palabras: "Cristo, te me has manifestado cara a cara: te encuentro en tus sacramentos" (San Ambrosio, Apología del profeta David, 12, 58). El Cristo glorioso, en el ejercicio de su sacerdocio eterno (Cfr. SC 7), se nos hace accesible en los sacramentos y se convierte "para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna" (Hb 5, 9).

Celebrar los grandes momentos de la vida de fe

5. Los sacramentos son signos de vida por los que Cristo quiere unirse a nosotros. Ellos constituyen los grandes momentos de la vida de fe, que la comunidad creyente celebra gozosa y festivamente. La Iglesia enumera siete. Siendo un mismo Espíritu el que actúa en todos (Cfr. 1 Co 12, 11), la diversidad de los sacramentos corresponde a diversas situaciones de la vida del creyente, que suponen, en cierto modo, un nuevo comienzo. Así, el Bautismo es el sacramento del nacimiento a la fe; la Confirmación, el sacramento del testimonio de la fe; la penitencia, el sacramento de la reconciliación, misterio de misericordia y de conversión; la Eucaristía, el sacramento del Pan de Vida y celebración de la Pascua del Señor; la Unción de los Enfermos, el sacramento de la esperanza cristiana frente al dolor de la enfermedad y de la muerte; el Orden, el sacramento del servicio a la comunidad eclesial; el Matrimonio, el sacramento del amor humano. signo de fidelidad definitiva y de paternidad responsable.

Los sacramentos, tiempos de salvación en los que Cristo sale a nuestro encuentro

6. Los sacramentos no se refieren al hombre en general, sino al hombre creyente. En ellos no se trata de celebrar acontecimientos meramente naturales, como el nacimiento, la mayoría de edad, el matrimonio o la muerte. Esto lo hacen las llamadas religiones naturales. El Antiguo Testamento, como religión histórica, efectúa ya un giro decisivo en la liturgia comparada de las religiones: celebra la acción liberadora de Dios en medio de la historia. Por su parte, los sacramentos de la Nueva Alianza se refieren a momentos transcendentales en la vida del hombre creyente. En ellos se celebra la acción de Cristo Resucitado en medio de situaciones humanas, como la búsqueda de Dios, la crisis del sentido de la vida, el sentimiento de culpa, el amor, la libertad, el dolor, la enfermedad, la muerte.

Lo importante es que momentos decisivos de la vida humana se convierten en tiempos de salvación, en los que Cristo, misteriosa y realmente presente en medio de nosotros, sale a nuestro encuentro en signos sencillos que pertenecen a nuestro mundo. Así, los sacramentos son prolongación terrestre del Cuerpo del Señor. Como dice San León Magno, "lo que era visible en Cristo, ha pasado a los sacramentos de la Iglesia" (Sermón 74, 2).

En acciones y gestos elementales de nuestro existir

7. Estos encuentros del Señor con nosotros en momentos decisivos de nuestra fe se expresan, significan y realizan en acciones y gestos elementales de nuestra existencia: salir del agua, comer el pan, beber el vino, ungir con óleo, imponer las manos, pronunciar un sí, confesar la propia culpa. En la celebración comunitaria de la fe, estas realidades del existir humano pasan a ser signos de la nueva creación que ha inaugurado ya el Señor Resucitado. Así, bautizarse no es tomar un baño ni celebrar la eucaristía es saciar el cuerpo. El bautizado se baña ya en un mundo nuevo y en un mundo nuevo se alimenta la comunidad.

Signos que expresan y realizan la relación efectiva con Dios

8. El gesto litúrgico tiene un parentesco muy estrecho, por una parte, con la palabra, y, por otra, con la acción. Y no es una casualidad que estas dos características de lo humano se den en estrecha conexión con gestos de encuentro, como los del amor. Es decir, que el sentimiento tiende a hacerse realidad en el gesto para llegar a ser sentimiento efectivo. La palabra que precede y sigue al gesto lo manifiesta absolutamente y, sin ella, no puede éste alcanzar su pleno poder expresivo ni su realización puede ser asumida personalmente.

De manera semejante se expresa la fe y se hace realidad en la palabra y en el gesto, precisamente porque también es un encuentro con otro: Dios. El gesto litúrgico y la palabra de la celebración presentan, por tanto, una particularidad esencial que les es común: la de ser signo que expresa y realiza la relación efectiva con Dios; el gesto litúrgico es la fe en acto y, como tal, compromete toda la persona.

Antiguo Testamento: celebrar las maravillas de Dios

9. Ya en el Antiguo Testamento la liturgia expresa y actualiza la relación efectiva con Dios. La acción liberadora de Dios en el Exodo no es simplemente un acontecimiento del pasado: la liturgia judía de la Pascua precisa el sentido siempre actual de esta liberación. De generación en generación, cada israelita debe considerarse a sí mismo como liberado de Egipto: "No es solamente a nuestros antepasados a quienes el Santo, Bendito sea, ha libertado; nos ha liberado a nosotros con ellos" (Haggada). En la noche de Pascua, la mesa familiar y la necesidad cotidiana de comer adquiere un sentido excepcional y evoca concretamente todo el significado histórico de Israel. Esa mesa, singular como ninguna de las mesas, celebra gozosamente la forma concreta y verdadera según la cual Dios está inscrito para Israel en el corazón de la historia. Dios alimenta la fe de su pueblo con el memorial de las maravillas pasadas (Sal 110, 4) y el don de los signos presentes. En la cena judía de la Pascua, cada uno relata su historia, y, todos juntos, celebran la historia común de Israel.

Nuevo Testamento: celebrar la resurrección de Jesús. "Con El también habéis resucitado."

10. También en el Nuevo Testamento la liturgia prolonga, actualiza y celebra las maravillas de Dios en la historia de la salvación. La acción liberadora de Dios alcanza su cumbre resucitando a Cristo: la comunidad cristiana celebra la actualidad siempre nueva de este acontecimiento, la mayor de las maravillas de Dios. De generación en generación, cada creyente debe considerarse a sí mismo como liberado de la muerte: "sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos" (Col 2, 12). Así lo cantamos los cristianos en la noche de Pascua: "Esta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo. ¿De qué nos serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados?" En esa noche que brilla a sus ojos como el día, la Iglesia celebra gozosamente la forma concreta y verdadera según la cual Cristo Resucitado está inscrito para la humanidad en el corazón de la historia.

Dimensión bíblica de las signos sacramentales

11. La comprensión del simbolismo sacramental no puede desligarse del contexto bíblico del que dependen esos signos. Es verdad que entre los ritos de la Antigua Alianza y los sacramentos cristianos existe una discontinuidad. Sin embargo, los nuevos ritos tenían para la generación apostólica una significación muy rica por su conexión con la historia dé Israel y sus decisivas experiencias. A la luz de esos ritos se esclarecía el sentido último de las imágenes y símbolos de las páginas bíblicas, bajo los que se expresaban las maravillosas iniciativas de Dios liberador de su pueblo. "No quiero que ignoréis, hermanos —dice Pablo— que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar y todos fueron bautizados en Moisés por la nube y el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo. Todo esto les sucedía como un ejemplo: y fue escrito para escarmiento nuestro, a quienes nos ha tocado vivir en la última de las edades" (1 Co 10, 1-4.11). La pedagogía de los sacramentos no puede olvidar resonancias que las catequesis patrísticas, inspirándose en los escritos apostólicos, desarrollaron con una admirable intuición.

La Eucaristía, fuente y cima de la vida de la Iglesia

12. La Eucaristía es el punto culminante hacia el cual tiende todo el culto de la Iglesia: "aparece como fuente y cima ae toda evangelización" (PO 5, 2). En la Eucaristía, Cristo, muerto y resucitado, se une a su. Iglesia y la une a El; en la Eucaristía la "edifica" verdaderamente como cuerpo suyo (1 Co 10, 17). Por eso también todos los demás sacramentos tienen como centro al resucitado, Señor de la Iglesia; por eso el día de la resurrección es el día del culto de su pueblo (Hch 20, 7; 1 Co 16, 2; Ap 1, 10); por eso la predicación no busca más que despertar y fortalecer la fe en ese Señor muerto y resucitado (Hch 10, 40ss); por eso la lectura de la Escritura ha de dar testimonio de El (Cfr. Jn 5, 39); por eso la profesión de fe es confesión de su señorío actual (Jn 20, 28; 2 Co 13, 5), por eso la confesión de los pecados revela el ministerio de la reconciliación, obra suya (2 Co 5, 18); por eso la oración es ante todo una súplica para que venga (Ap 22, 17.20), que venga gloriosamente al fin de los tiempos, pero que anticipe ya esa venida con su presencia en la Iglesia congregada.

Los signos sacramentales y la liturgia

13. La Iglesia ha situado la celebración de los signos sacramentales dentro de una ambientación ritual que los prepara y prolonga. Entre los ritos propiamente esenciales y los restantes existe una continuidad que conviene subrayar. El ambiente ritual de la celebración no constituye un conjunto de meras ceremonias honoríficas que rodean al sacramento. Por el contrario, precisa el signo sacramental, lo despliega y hace resonante su significación.

Esos ritos están puestos al servicio del signo sacramental: imitando la economía sagrada del mismo signo, lo explican y explotan sus riquezas. Son gestos y oraciones que han buscado su inspiración en la Biblia y que se esclarecen a través de los escritos sagrados. Por medio de ellos, el sacramento se extiende dilatando su propio poder evocador. En esta perspectiva ritual se provoca y estimula el clima intenso de fe en el que se han de celebrar los sacramentos.

El sacramento, signo eficaz de la gracia

14. El sacramento es un signo eficaz de la gracia, un signo que efectivamente opera la gracia que significa. El Concilio de Trento definió que los sacramentos, supuestas las disposiciones requeridas en el sujeto que los recibe, significan y realizan la gracia ex opere operato (Cfr. DS 1606-1608). Esta expresión técnica significa, por una parte, que la gracia sacramental no depende de la santidad del ministro y que la fe del sujeto no se apodera de la gracia, como de cosa propia: Cristo queda soberanamente libre e independiente frente a todo mérito humano.

Por otra parte, ex opere operato quiere decir que nos hallamos en presencia de un acto del mismo Cristo. Ex opere operato y eficacia a partir del misterio de Cristo significan la misma cosa. Cristo Resucitado, en medio de la comunidad eclesial, comunica infaliblemente la gracia.

Gracia y carácter

15. Los dones divinos que proporcionan los sacramentos son tan varios como los signos que los simbolizan. Unos se dirigen más directamente a edificar la vida personal del cristiano, otros miran más a la realización de una misión comunitaria. Dentro de esa diversidad, todos los sacramentos tienen en común el dispensar el don de la gracia de Dios, obra del Espíritu Santo que configura al creyente con Cristo Jesús y que vincula a Dios por el amor. El encuentro con Cristo en los sacramentos es un encuentro con Dios y la gracia es precisamente esa comunión personal con Dios. La gracia santificadora implica una relación vital con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: la incorporación al Cuerpo de Cristo y, por tanto, la participación en la muerte y resurrección del Señor realiza nuestra comunión personal con el Dios uno y trino. El Espíritu nos recrea en Cristo, como hijos del Padre en el Hijo.

Siendo un mismo Espíritu (Cfr. 1 Co 12, 11) el que actúa en los siete sacramentos, es la misma gracia de santificación la que los siete otorgan pero, a través de cada uno de ellos, el don de Dios se ordena específicamente a las necesidades particulares y a las concretas misiones del cristiano. La gracia sacramental es la gracia del Espíritu Santo que se nos da en función de una situación vital determinada, cristiana y eclesial.

Tres sacramentos —Bautismo, Confirmación y Orden— no pueden recibirse más que una vez. Estos tres sacramentos sellan con una marca definitiva a quienes participan en ellos. El lenguaje eclesiástico designa esta marca con el nombre de carácter. La palabra evoca el oficio del grabador que, por medio de un buril, fija una imagen o inscripción sobre el metal. El carácter se relaciona con la imagen, con la semejanza. También se relaciona con el sello que es la impronta marcada por el anillo en la cera caliente para testimoniar un contrato irreversible.

El carácter, "signo espiritual e indeleble" (Trento: DS 1609), asimila al creyente con Cristo —con su sacerdocio profético y real —y supone en el que ha sillo sellado con él una particular vinculación con la comunidad visible de la Iglesia.

La respuesta creyente a los sacramentos

16. Cristo, en los sacramentos, sale al encuentro de hombres determinados y concretos: el sacramento es la señal de esa aproximación iniciada por Cristo, la manifestación sensible de su voluntad gratuita de encuentro. Ningún mérito del hombre puede exigir la gracia sacramental: el don de Dios es absolutamente gratuito. Sin embargo, la libertad humana puede abrirse generosamente para acoger la salvación que se le ofrece o cerrarse a ella o entorpecer el influjo santificador que los sacramentos están llamados a realizar.

Es necesario comprender en profundidad cómo se conjugan estas dos realidades: de una parte, los actos de Cristo en las celebraciones sacramentales son plenamente libres frente a las exigencias de los hombres; de otra parte, el hombre adulto ha de querer participar en el sacramento y cooperar con el don de la fe y llevar a cabo una conversión a fin de que el amor del Señor que le sale al encuentro le invada y no se quede reducida al inicio de un gesto salvador: la sangre derramada de Cristo puede llegar a resultar estéril si alguien se niega a acogerla. La teología clásica habla de sacramentos nulos o inválidos y de sacramentos infructuosos. Esto quiere decir que, no obstante, la gratuidad del don divino, y a pesar de que, en los signos sacramentales, Cristo ofrece su salvación por haberlo decidido libremente, los creyentes han de disponerse a celebrar los sacramentos actualizando personalmente su fe y su libertad. Este es el sentido del catecumenado y las preparaciones penitenciales.

Cuando a la acción de Cristo y de su Iglesia se une el corazón bien dispuesto del creyente, de manera que el signo exterior no implique ficción alguna respecto de las disposiciones internas, entonces el signo sacramental se convierte en don efectivo de gracia y cumple su pleno sentido de signo: en esas circunstancias, el sacramento es signo auténtico, bajo ningún aspecto engañoso. La cooperación a la gracia sacramental es aún más necesaria después de la celebración de los sacramentos, pues éstos crean una semejanza con Cristo y una relación vital con Dios que han de manifestarse en la existencia cotidiana, para la que el sacramento procura una gracia propia. Los sacramentos son una fuente de exigencias y compromisos que recorren toda la vida y conducta cristianas.

Cristo confió los sacramentos a la Iglesia

17. El hecho de que las acciones sacramentales puedan identificarse con actos personales del mismo Cristo supone que los sacramentos tienen su origen en Cristo: de no ser así, aquella identificación sería vana y presuntuosa. La Iglesia custodia fielmente los signos sacramentales que le transmitieron los Apóstoles: ella es la depositaria única de esta herencia del Señor y sólo en su comunión pueden ser auténticamente celebrados. A ella corresponde también determinar los signos concretos de algunos sacramentos, es decir, gestos y palabras que han sido dejados por Cristo a su iniciativa. Así, por ejemplo, la Iglesia precisó el signo del sacramento del Orden (Cfr. Const. Apost. "Sacramentum Ordinis" de Pío XII, DS 3857-3861) y, recientemente, Pablo VI determinó elementos esenciales de la Confirmación y de la Unción de los Enfermos.

Estas decisiones de la Iglesia no suponen arbitrariedad alguna en los signos sacramentales, ya que éstos, más allá de las posibles variaciones, expresan siempre la realidad oculta que Cristo intentó al instituirlos. Con mayor razón, la ambientación ritual en que ha de realizarse la celebración de los sacramentos no está rígidamente fijada. Se ha desarrollado a lo largo de los tiempos y, quedando a salvo siempre el signo sacramental esencial (la sustancia de los sacramentos), puede seguir modificándose.

El Concilio de Trento declaró expresamente "que la Iglesia ha tenido perpetuamente la potestad de establecer o cambiar en la administración de los sacramentos, dejando a salvo su sustancia, aquello que, según la variedad de circunstancias, tiempos y lugares, juzgase que era más conveniente a la utilidad de los que los reciben o a la veneración de los mismos sacramentos" (DS 1728). La Iglesia conserva los sacramentos como un tesoro recibido y, al mismo tiempo, realiza su transmisión a impulsos del dinamismo propio de su condición de organismo vivo: entrega los sacramentos a las sucesivas generaciones en el seno de su tradición, nunca envejecida y decrépita, sino, por el contrario, siempre actual y fecunda.

La Iglesia Madre es fiel a su Esposo único y es fiel a sus hijos. Estos, en cada época, cultura o situación, han de aproximarse al lenguaje de los signos salvíficos como hombres lúcidos y conscientes que puedan ser realmente interpelados por su fuerza comunicativa. De ahí, la lealtad flexible de la Iglesia en la celebración histórica de los sacramentos de la fe.

"Servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios."

18. La Iglesia celebra los sacramentos a través de ministros, servidores de Cristo (Cfr. 1 Co 4, 1), que, como embajadores del Señor (Cfr. 2 Co 5, 20), son signos por medio de los cuales el mismo Cristo actualiza su salvación. La Iglesia es la dispensadora única de los misterios sacramentales porque, en los Apóstoles, recibió el mandato y la misión de Cristo para celebrarlos a lo largo de la historia. Esta misión afecta directamente a los sucesores de los Apóstoles, el Sucesor de Pedro y el Colegio Episcopal. Los restantes ministros actúan como cooperadores suyos y en íntima comunión con ellos: "los obispos gozan de la plenitud del sacramento del orden y de ellos dependen en el ejercicio de su potestad los presbíteros... y los diáconos. Los obispos son, así, los principales dispensadores de los misterios de Dios, así como los moderadores, promotores y custodios de toda la vida litúrgica en la Iglesia que se les ha confiado" (CD 15).

El ministro no actúa en nombre propio, sino en nombre de Cristo y de la Iglesia

19. Los ministros de los sacramentos no son autómatas, sino hombres que, consciente y voluntariamente, se hacen disponibles para la acción santificadora de Cristo intentando con seriedad responsable cumplir su voluntad de salvación. La intención que vincula al ministro con la Iglesia en la que Cristo se hace presente sacramentalmente no queda suprimida por la eventual conducta pecadora del mismo, porque "no purifica Dámaso, ni Pedro, ni Ambrosio, ni Gregorio. Nosotros somos los ministros, pero los sacramentos son tuyos. Comunicar los dones divinos no procede de las fuerzas humanas, sino de ti, Señor" (San Ambrosio, Sobre el Espíritu Santo, 1, prol.). Ni siquiera desaparece la fuerza de esa intención por el hecho de que el ministro esté separado de la comunión visible de la única Iglesia de Cristo, pues no puede buscarse sinceramente a Cristo sin que, al mismo tiempo, se encuentre de algún modo a su Esposa.

Las acciones del ministro, con todo lo que suponen de libertad y libre decisión, no dependen de la propia santidad ni del talante religioso y humano del servidor de Cristo: no se puede esperar la salvación de un hombre.

El ministro no actúa en nombre propio, sino en nombre de Cristo y de la Iglesia: esta misteriosa condición se aprecia de manera singular en las celebraciones sacramentales en las que se muestra admirablemente que todos los ministros, en su conjunto, constituyen un signo único del único sacerdote: Cristo Jesús. La intención de realizar lo que quiere la Iglesia es algo imprescindible en quien, por definición, permanece al servicio de la misión de Cristo y de la Iglesia.