Tema 50. PUEBLO DE PROMESAS Y COMUNIDAD DE ESPERANZA

 

OBJETIVO CATEQUÉTICO

Que el preadolescente descubra:

 

En plena tensión hacia el futuro

179. El preadolescente se encuentra con una gran dificultad de adaptarse a la realidad que le rodea. Esta realidad se le presenta llena de tropiezos, de escollos. Entonces tiende a evadirse, a soñar con un mundo distinto y, sobre todo, con una relación respecto a los otros llena de alegría y concordia. Sueña con un futuro donde estas dificultades no existan. Vive en plena tensión hacia el futuro.

El camino hacia una plenitud oscuramente presentida

180. El futuro ejerce una fascinación universal. El hombre es el ser que se identifica con su proyecto, un ser abierto al futuro. El carácter fascinante del futuro radica, sobre todo, en la promesa de novedad que encierra. El hombre tiende instintivamente al porvenir porque intuye, más o menos reflejamente, que su presente no está lleno, que su existencia está marcada por el doloroso estigma de la finitud. Si la imagen y el estímulo del futuro es capaz de reactivar las energías del presente, ello es debido a que el hombre se percibe como un ser deficitario, limitado, en camino hacia una plenitud oscuramente presentida.

Hemos nacido en un pueblo de promesas y esperanzas

181. Para unos, la realidad entera está abocada a la muerte. Dicen: "Hemos sido arrojados al mundo. El hombre es un ser para la muerte." Para otros, la realidad está fundamentada en la naturaleza. Dicen: "Sólo la naturaleza existe, y existe infinitamente. Los individuos pasan, la naturaleza permanece." Para los creyentes, la realidad es, en último término, personal; está fundamentada en Dios. Y dicen: "Hemos nacido en un Pueblo de promesas y esperanzas, de futuro definitivo y estable, firme y estable como la fidelidad de Dios" (Cfr. Sal 88, 2-3).

Israel, un pueblo nacido de la promesa

182. La historia de Israel nace en torno a una promesa. El objeto de la promesa es sencillo: una tierra y una posteridad numerosa (Gn 12, 1-2). Con Abrahán comienza así la historia de la esperanza bíblica, el cual, "apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza, que llegaría a ser padre de muchas naciones, según lo que se le había dicho: Así será tu descendencia" (Rin 4, 18). Israel se constituye como pueblo tras la aventura del éxodo en virtud de una promesa de Dios hecha a Moisés: "Moisés replicó a Dios: —¿Quién soy yo para acudir al Faraón o para sacar a los israelitas de Egipto? Respondió Dios: —Yo estoy contigo" (Ex 3, 11-12). En el destierro, cuando Israel ha perdido su rey, su capital, su templo, su honra, despierta Dios su esperanza con nuevas promesas por medio de los profetas: "No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo" (Is 43, 18-19).

Todas las promesas de Dios han tenido su sí en Jesús. El Reino de Dios, la gran promesa

183. En Jesús, el Mesías esperado, todas las promesas de Dios han tenido su sí (2 Co 1, 20). El es, además, portador de nuevas promesas. Inaugura su predicación anunciando la gran promesa: "Después que Juan fue preso, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca" (Mc 1, 14-15). En las bienaventuranzas promete este Reino a los pobres y a los perseguidos (Mt 5, 3-10; Lc 6, 20-23). Elige discípulos, a quienes llama y promete una milagrosa pesca de hombres (Mt 4, 19), el cientopor uno y la participación en el señorío de Cristo (Cfr. Mt 19, 27-29). Promete a Pedro fundar sobre él su Iglesia y le garantiza la victoria sobre el poder del infierno (Mt 16, 18-19).

El Don del Espíritu contiene todas las promesas

184. El Reino de Dios, presente en Jesús, se hace posible por el Don del Espíritu. El Espíritu es la promesa del Padre (Lc 24, 49), dice Jesús. Llenando el universo y manteniendo unidas todas las cosas (Cfr. Sb 1, 7), contiene también todas las promesas (Cfr. Ga 3, 14). Para que el Espíritu sea dado, Jesús debe acabar su obra en esta tierra (Jn 17, 4), amar a los suyos hasta el fin (13, 1; Lc 22, 19-20). Entonces se le abren todos los tesoros de Dios y puede prometer todo (Jn 14, 13-14). Este todo es el "Espíritu de verdad. El mundo no puede recibirlo porque no lo ve ni lo conoce" (Jn 14, 17).

Los cristianos herederos de la promesa

185. Los cristianos, recibiendo el Espíritu, están en posesión de todas las promesas (Hch 2, 38-39) y, desde el momento en que los gentiles han recibido también el Don del Espíritu (10, 45), han venido a ser "partícipes de la Promesa de Jesucristo, por el Evangelio" (Ef 3, 6). Como se dice en la Carta a los Gálatas: "Tened, pues, entendido que los que viven de la fe, esos son los hijos de Abrahán. La Escritura, previendo que Dios justificaría a los gentiles por la fe, anunció con antelación a Abrahán esta buena nueva: En ti serán bendecidas todas las naciones. Así pues, los que viven de la fe son bendecidos con Abrahán el creyente" (3, 7-9).

La Iglesia, en camino hacia una patria mejor. "La renovación del mundo está irrevocablemente decretada"

186. Los creyentes del Antiguo Testamento esperaban al Salvador. Los creyentes del Nuevo ya hemos visto cumplida esta promesa en Jesucristo muerto y resucitado. Pero esperamos todavía la plena manifestación del misterio de Cristo. La esperanza cristiana está orientada hacia Jesucristo resucitado, hacia la venida definitiva de su reino. Quienes perseveran fieles hasta el fin participarán en la gloria de Jesucristo. Mientras tanto, los cristianos son todavía peregrinos de una patria mejor (Hb 11, 16), a la que tienden, a ejemplo de Abrahán, por la fe y la perserverancia (6, 12-15). La Iglesia, fortalecida con las promesas (Mt 16, 18-19) y con la presencia de Jesús (28, 20), debe acabar de realizar la esperanza de los profetas, abriendo a las naciones su reino y su esperanza (8, 11; 28, 19). Como dice el Concilio Vaticano II, "la. plenitud de los tiempos ha llegado, pues, a nosotros (Cfr. 1 Co 10, 11), y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y en cierta manera se anticipa realmente en este siglo, pues la Iglesia, ya aquí en la tierra, está adornada de verdadera santidad, aunque todavía imperfecta" (LG 48).

El tiempo de la Iglesia: Entre el ya y el todavía no

187. La tensión escatológica de la Iglesia entre lo que ya vive del Reino de Dios y lo que todavía no se ha manifestado la expresa San Agustín de este modo: "Nuestro Señor Jesucristo ascendió al cielo... Y así como Él ascendió sin alejarse de nosotros, nosotros estamos ya allí con El, aun cuando no se haya realizado todavía en nuestro cuerpo lo que nos ha sido prometido. El fue exaltado sobre los cielos; pero sigue padeciendo en la tierra todos los trabajos que nosotros, que somos sus miembros, experimentamos. De lo que dio testimonio cuando exclamó: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Así como "tuve hambre, y me disteis de comer..." ¿Por qué no vamos a esforzarnos sobre la tierra de modo que gracias a la fe, la esperanza y la caridad, con las que nos unimos a El, descansemos ya con El en los cielos? Mientras El está allí, sigue estando con nosotros; y nosotros, mientras estamos aquí, podemos estar ya con El allí. El realiza aquello con su Divinidad, su poder y su amor; nosotros, en cambio, aunque no podemos llevarlo a cabo como El con la divinidad, sí que podemos con el amor, si va dirigido a El" (Sereno de Ascensione Dni. 98, 1-2; PLS 2, 494).

La Iglesia, constituida ya en sus rasgos esenciales: "Creo en la Iglesia una, santa, católica y apostólica"

188. La Iglesia de Jesucristo está ya constituida en sus rasgos esenciales, pero al mismo tiempo, es una realidad dinámica, viviente, en crecimiento. El Espíritu Santo la mantiene fiel a sí misma y al mismo tiempo la mueve interiormente a una fidelidad cada día mayor, y a un desarrollo más vigoroso, más fructífero. Esta es la Iglesia que confesamos en el Símbolo: Creo en la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica (Concilio de Constantinopla, a. 381). Quien pretenda comprender qué es la Iglesia deberá comprender el significado de estas notas o propiedades de la misma. Son una expresión de su profundo misterio. Están relacionadas entre sí. Se implican mutuamente, íntimamente. Cada una de estas propiedades se debilita y pierde su propio valor, si se la subraya separándola de las demás. Son inseparables.

 

Mutua implicación de las propiedades de la Iglesia

189. La unidad de la Iglesia es apostólica, es decir, arranca de los Apóstoles, y se fundamenta en la continuidad del ministerio apostólico de los Obispos que viven al servicio de la unidad en la fe y en la caridad. Esta unidad es católica: no limitada a un lugar, a una raza, a una clase social, a un segmento de la historia de la Iglesia, sino abierta a su misión universal, y apta de suyo para abarcar el desarrollo humano en el tiempo y en el espacio. La unidad es santa: se realiza más allá de toda organización humana, por la acción del Espíritu Santo que es principio de comunión, y de caridad fraterna.

La santidad de la Iglesia es católica: se realiza en una variedad inmensa de vocaciones; es apostólica: procede de la venida histórica de Dios en nuestra carne, y se difunde con la ayuda de ministerio apostólico; es una y conduce a la unidad por obra del mismo y único Espíritu.

La catolicidad es una: es el mismo Espíritu el que en todas partes, y dentro de la variedad de vocaciones y carismas, sostiene la comunión en la misma fe y en los mismos sacramentos. Tratando de las Iglesias orientales, dice el Concilio Vaticano II: "La tradición transmitida por los Apóstoles fue recibida de diversas formas y maneras. Por esto, desde los mismos momentos de la Iglesia, fue explicada diversamente en cada sitio por la distinta manera de ser y la diferente forma de vida" (UR 14). La catolicidad es apostólica, sostenida por el mismo Colegio apostólico. Es 'santa, procede de la multiforme acción del mismo Espíritu.

La apostolicidad es una: jerarquizada en el único Colegio apostólico; todos los Obispos unidos entre sí y con el Papa como cabeza, son sucesores del Colegio de los Apóstoles. Es católica, al servicio de la misión universal de la Iglesia hasta el final de los tiempos. Es santa, por proceder de la acción misma del Señor y de su Espíritu, más allá de toda seguridad humana o histórica de continuidad.

Estas cuatro propiedades esenciales de la Iglesia son realidades a la vez ya existentes, y al mismo tiempo abiertas a un desarrollo ulterior. Son dinámicas y misioneras: Cualquier actividad auténtica de la Iglesia ha de reflejarlas. Constituyen, pues, un sano criterio de discernimiento.

Las propiedades de la Iglesia revelan la relación que mantiene con el misterio de Cristo

190. Si las propiedades dan a conocer la esencia o realidad profunda de la Iglesia con la cual se identifican, revelan además la relación íntima que la Iglesia mantiene con el misterio de Cristo. En realidad, existe una continuidad entre Cristo y la Iglesia: es todo el misterio de Cristo el que se refleja en la Iglesia, su esposa y su cuerpo. Se podrían considerar las propiedades de la Iglesia como la expresión, la consecuencia y el fruto de la única mediación de Cristo (1 Tm 2, 1-6): unidad, porque existe un solo mediador; santidad, porque nos restablece y nos introduce en la comunión con el Dios santo; catolicidad, porque es el sacramento eficaz del amor salvífico de Dios hacia todos los hombres y para todo el hombre (Cfr. 1 Tm 2, 4); apostolicidad, porque todo procede de Jesucristo, "hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos" (1 Tm 2, 6). La misión de Cristo continúa en el ministerio apostólico de la Iglesia (In 17, 18).

La esperanza de la Iglesia, enraizada en una vida de fe y de amor

191. La esperanza de la Iglesia enraíza en una vida de fe y de amor, traducida en acciones de justicia y de paz. "La esperanza del cristiano proviene de saber que el Señor está obrando con nosotros en el mundo, continuando en su Cuerpo, que es la Iglesia —y mediante ella en la humanidad entera— la redención consumada en la Cruz, y que ha estallado en victoria la mañana de la Resurrección; le viene, además, de saber que también otros hombres colaboran en acciones convergentes de justicia y de paz, porque bajo una aparente indiferencia existe en el corazón del hombre una voluntad de vida fraterna y una sed de justica y de paz que es necesario satisfacer" (Pablo VI, Octagessima adveniens, 48).

El Espíritu y la Iglesia dicen: "¡Ven, Señor Jesús!" (Cfr. Ap 22, 17-20)

192. Cristo Resucitado, rodeado de cristianos, vive triunfante en la patria definitiva (Ap 5, 11-14; 14, 1-5; 15, 2ss). De allí bajará su esposa, la Nueva Jerusalén (Ap 21, 2). Ella todavía está en la tierra, donde participa del drama de la esperanza en medio de las dificultades del tiempo presente, una esperanza a la que tiende sin cesar, aceptando vivir en un mundo que está muy lejos de su realización. Al final del Libro del Apocalipsis promete el esposo: "Sí, pronto vendré" Y la esposa le responde: "¡Ven, Señor Jesús!" (Ap 22, 20). La esperanza cristiana no hallará jamás mejor expresión, puesto que es en el fondo el deseo ardiente de un amor que tiene hambre de la presencia del Señor.