Tema 37. MI PADRE, MI MADRE Y MIS HERMANOS (4.° MANDAMIENTO)


OBJETIVO CATEQUÉTICO

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Entre la autonomía y la dependencia

65. El preadolescente quiere a sus padres y necesita sentirse querido por ellos. Pero con frecuencia vive respecto a sus padres y educadores en una tensión que les hace oscilar entre la autonomía y la dependencia. Por un lado, necesita caminar por propia cuenta, romper los lazos que tan estrechamente le vinculan al ambiente ordinario (familiar y educativo), aspira profundamente a ser mayor y a ser considerado como tal. Por otro lado —y alternativamente— siente la necesidad de ser protegido, apoyado, "como si fuera un niño".

El camino hacia la mayoría de edad

66. La aventura de una gradual emancipación coloca al preadolescente en una situación de tensión y a veces de rivalidades. Esto le produce en ocasiones una sensación de culpabilidad y de vacilación. Pero al mismo tiempo experimenta la necesidad de afirmar su propia personalidad de manera autónoma, la necesidad de llegar a ser él mismo para amar de una manera más personal y responsable, sin dependencia sicológica infantil. Esto no significa que sea posible la eliminación de toda dependencia. El hecho mismo del nacimiento y la vida toda del niño y del adulto depende en muchos aspectos de otros hombres. Pero el problema que en adelante se le planteará cada día con mayor fuerza al preadolescente es el de lograr una autonomía sicológica, dentro de las normales interdependencias de la vida social, y por otra parte aceptar libremente, con sentido de responsabilidad las normas de convivencia dictadas por la conciencia moral y por las personas llamadas a ejercer la autoridad en la vida familiar y social.

La figura paterna: punto de referencia clave de la propia identidad

67. El padre es un punto de referencia clave de la propia identidad del hijo. Después de la primera infancia, el papel del padre será desempeñado, no sólo por los propios padres sino por un número de personas que actúa fuera del ámbito familiar, y que influyen de manera decisiva en la evolución del niño: los educadores y otras personas que en cierto modo amplían y completan la función de los padres. Unos y otros deben ayudar al niño y al joven en la maduración de su personalidad. Deben proteger y garantizar su propia identidad.

Una voz orientadora, primer elemento del sentido de identidad del hombre. La función maternal, necesaria en la vida de todo hombre

68. No será inútil recordar la importancia de la función paternal para la formación de la identidad, pues hoy día asistimos a una dimisión de los padres y educadores. La tensión del hombre para encontrar un padre es una de las más profundas y fundamentales de toda su vida: la búsqueda de una imagen de fuerza y sabiduría a la que unir la propia vida. Y la identidad necesita, para construirse, de identificaciones válidas y de la confirmación de los adultos, lo cual no es posible si los padres y los educadores no cumplen sus funciones. El padre es el guardián de la identidad. El niño encuentra en el rostro amable de la madre y en la orientación firme del padre, el reconocimiento de quién es él y el sentido de su crecimiento y de su identidad. El papel de la madre durante la infancia es prever y proteger. La madre es el primer mundo del hombre: la regularidad de la respuesta materna constituye el primer orden del mundo del niño. El padre contribuye al desarrollo de la personalidad del niño, mostrándose con su autoridad, no como una amenaza sino como un guía. El padre y la madre se complementan. Esto supone una presencia real, física y sicológica de los padres junto al niño.

"Honra a tu padre y a tu madre": cuarto mandamiento

69. Muchos pretenden una convivencia humana prescindiendo de los padres. Pretenden instaurar una fraternidad sin padres. La Escritura nos revela que honrar padre y madre es un mandamiento de vida. El crecimiento y desarrollo de la persona humana se destruye o queda gravemente dañado cuando falta en la vida del hombre, sobre todo en su infancia, en su adolescencia y juventud, el afecto y la atención aducativa de los padres. Los padres —y por extensión los educadores— tienen una función imprescindible en el desarrollo armónico de la personalidad: "Honra a tu padre y a tu madre: así se prolongarán tus días y, te irá bien en la tierra que el Señor tu Dios te va a dar" (Dt 5, 16). Algo semejante dice el libro del Eclesiástico: "En obra y palabra honra a tu padre y vendrá sobre ti toda clase de bendiciones. La bendición del padre hace echar raíces, la maldición de la madre arranca lo plantado. No busques honra en la humillación de tu padre, porque no sacarás honra de ella; la honra de un hombre es la honra de su padre, y la deshonra de la madre es vergüenza de los hijos. Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras vivas; aunque chochee, ten indulgencia, no lo abochornes mientras vivas" (Si 3, 8-13).

Jesús nos lleva a cumplir con autenticidad el cuarto mandamiento

70. Jesús exige el cumplimiento del cuarto mandamiento, que en su época ha sido deteriorado, desvirtuado, por la tradición farisaica. Algunos fariseos y escribas acusan a Jesús de que sus discípulos quebrantan la tradición de los mayores, pues no se lavan las manos antes de comer. Jesús responde que hay tradiciones humanas que suplantan a los mandamientos de Dios, y que llevan finalmente a los hombres a la transgresión de tales mandamientos: "Dios dijo: Honra a tu padre y a tu madre y el que maldiga a su padre o a su madre, tiene pena de muerte. En cambio, vosotros decís que el que le declara a su padre o a su madre: Los bienes con que podría ayudarte los ofrezco al templo, ya no está obligado a sustentar a su padre; así, en nombre de nuestra tradición, habéis invalidado el mandamiento de Dios. ¡Hipócritas!..." (Mt 15, 1-11). Las tradiciones religiosas, instituidas como un conjunto de medios para unirse más con Dios, dejan de ser medios y se convierten en fin. Jesús rechaza tal perversión en el plano de los principios. Y en cuanto a la aplicación farisaica sobre el lavarse las manos antes de comer, Jesús responde diciendo que no es lo que entra por la boca lo que hace impuro al hombre, sino lo que sale del corazón (Cfr. Mt 15, 8-20).

Más allá de los lazos de la sangre

71. Ahora bien, la Escritura no nos ofrece argumentos para defender un paternalismo patológico, que sofoque la vida y el crecimiento del otro, que no le permita conquistar su libertad y progresiva independencia, caminar poco a poco hacia la propia identidad. El evangelio de Lucas está particularmente atento a este despertarse a la mayoría de edad, a este emerger de un ser dependiente, de una vida todavía sin definición, decidida hasta el presente por el padre. La infancia de Cristo culmina con el episodio de la iniciativa tomada por Jesús con ocasión del viaje a Jerusalén (Lc 2, 41-52). No se trata de una rebelión, sino del despertar de una responsabilidad: "¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?" (2, 49). Es la primera manifestación de su futura vocación y misión. Jesucristo, en determinadas ocasiones manifiesta gran libertad frente a los vínculos de la sangre, a los que concedemos a veces una importancia exclusiva. Jesucristo da mayor importancia a los lazos de orden espiritual, resultantes de una opción personal y libre.

"El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre"

72. Un día, su propia madre y sus parientes (aquellos que en las lenguas semíticas son llamados "hermanos") no podían acercarse a El y deseaban verle. Una vez más, Jesús manifiesta una independencia soberana, distanciándose visiblemente de este tipo de vínculos. Subordina los lazos físicos, biológicos, anexos de un orden diferente y superior, a lazos espirituales. Otorga así su importancia "relativa", referencial, a los vínculos de índole biológica y concede la primacía a un nuevo ámbito de intercomunicación personal, resultante de una filiación libremente aceptada: "Llegaron su madre y sus hermanos y desde fuera lo mandaron llamar. La gente que tenía sentada alrededor le dijo: Mira, tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan. Les contestó: ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Y paseando la mirada por el corro, dijo: Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre" (Me 3, 31-35).

"¡Dichosos los que escuchan las Palabra de Dios y la cumplen!"

73. En otra ocasión, mientras El enseñaba, una mujer dijo lo que cualquier otra mujer hubiera dicho y pensado. Y Jesús respondió, mostrando el valor primordial de la obediencia a la palabra de Dios: "Mientras él decía estas cosas, una mujer de entre el gentío, levantó la voz diciendo: ¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron! Pero él repuso: Mejor: ¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!" (Lc 11, 27-28). María, su madre, era —para Jesús— más grande por encamar en su vida la voluntad del Padre que por haber ofrecido su carne y sangre para que el Hijo de Dios se encarnase.

Condición necesaria para seguir a Jesús

74. Llegado el caso, para seguir a Jesús, puede ser necesario sobreponerse a los lazos humanos familiares. Jesús es primero: Grandes multitudes iban caminando con El y, volviéndose hacia ellas, les dijo: "El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mi; y el que no coge su cruz y me sigue, no es digno de mí" (Mt 10, 37-38).

La responsabilidad de los padres

75. El padre y la madre, cuando celebraron el sacramento del matrimonio prometieron recibir con acción de gracias a sus hijos, cuidar de ellos y darles la educación adecuada. Los padres tienen el deber de procurar a sus hijos el alimento, el vestido, un ambiente familiar sano, una formación y educación lo más completa posible. Deben sobre todo llevar una vida que sea ejemplar para los hijos. Deben iniciarles en la vida cristiana. Los padres son responsables de los hijos hasta que éstos hayan crecido y puedan ellos mismos formar una nueva familia. A medida que los hijos van creciendo la atención de los padres se ejerce de diversa manera. Poco a poco van los padres dejando a sus hijos una responsabilidad cada día más amplia. Actualmente son muy importantes las reuniones de padres y educadores para estudiar en común el modo de ayudar a sus hijos en sus problemas.

La responsabilidad de los hijos

76. Como los padres tienen sus deberes, así también los hijos tienen sus tareas en la familia. Si los hijos no se preocupan de nada, y no colaboran de manera responsable según su capacidad en la solución de los problemas del hogar, los padres habrán de sobrellevar una carga superior a la necesaria. Si los hijos que puedan hacerlo no ayudan a los padres en sus tareas, la vida de familia resultará a veces excesivamente pesada. Cada familia es diferente: en unas hay ancianos, en otras hay muchos hermanos, en otras hay un solo hijo, en otras hay alguien que está enfermo, en otras hay algún niño subnormal, en otras el padre está ausente... En todas las familias hay muchas oportunidades cada día para practicar la caridad fraterna, la comprensión mutua, la colaboración. Los hijos pueden contribuir de muchas maneras a que la vida de familia sea agradable, alegre. Cada uno de los hijos tiene sus derechos en la familia. Pero es preciso también que cada uno sepa respetar a los demás y sobre todo sepa escuchar a sus padres. Los hijos deben a los padres amor y obediencia. En la familia, todos los hijos deben procurar la alegría de los padres y hermanos.

La atención a los ancianos

77. Es cada día mayor el número de personas que alcanza una edad avanzada. Los ancianos se encuentran a veces con problemas que hacen más dura su ancianidad: muchos ya no pueden trabajar, muchos están enfermos o se encuentran solos, abandonados, etc. Todos los miembros de la sociedad deben sentirse responsables de la atención a los ancianos. Están especialmente obligados a ello los hijos. Es necesario que también el Estado se ocupe de los ancianos; debe crear servicios suficientes para que a ningún anciano le falte la atención y la ayuda necesaria.

La integración de los deficientes mentales

78. La integración de los deficientes mentales es uno de los problemas pendientes de nuestra sociedad. Los responsables de la educación, del trabajo, de la economía, han de preocuparse aún más d. integrar a estos hermanos que son parte de la familia humana. A pesar de hermosas declaraciones de principio y de numerosas iniciativas que merecen toda admiración y apoyo, nuestra sociedad corre el riesgo de marginar a los deficientes mentales y a todos aquellos cuya integración exige una gran dosis de imaginación creadora, de amor desinteresado y de esperanza. Esta es la señal más significativa de una familia plenamente humana, de una sociedad verdaderamente civilizada y, con mayor razón, de una Iglesia auténticamente cristiana. Más aún, estos deficientes que nos tienden la mano, ¿seguro que no tienen también un mensaje que damos?

La obediencia a la autoridad legítima

79. La vida de relación con los demás no se circunscribe al ámbito familiar. El centro de estudios, o el lugar del trabajo, son también verdaderas comunidades humanas en las que nos vemos en la necesidad de relacionarnos con los demás. En todos estos ambientes es necesario observar unas normas de convivencia. Desde niño crece cada hombre dentro de unas normas previas. Pertenece a una familia conducida por os padres. En la escuela debe aceptar la dirección del profesor en el trabajo escolar. En el taller, el aprendiz tiene maestros y jefes. En el trabajo hay unas personas encargadas de la dirección y existen unas normas. Vivimos, además, todos inmersos en la sociedad en la que hay un Estado organizado, con un conjunto de leyes que regulan muchos aspectos de la vida del hombre. El cristiano debe aceptar estas normas y cumplirlas siempre que no vayan contra la conciencia recta. (Sobre el abuso del poder y de la autoridad, cfr. Tema 27). La obediencia a las normas justas es una manera de colaborar en la convivencia pacífica y de servir al prójimo. Jesús nos dio ejemplo de obediencia. "El, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer" (Hb 5, 8). Jesús supo anteponer el cumplimiento de la voluntad del Padre a los deseos de María y de José. Pero, precisamente por hacer la voluntad del Padre, obedeció a José y a María: "El bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres" (Lc 2, 51-52).

El amor a la patria

80. Unas de las formas de amor al prójimo que se relaciona con el cuarto mandamiento es el amor a la patria. El Concilio Vaticano II dice: "Cultiven los ciudadanos con magnanimidad y lealtad el amor a la patria, pero sin estrechez de espíritu, de suerte que miren siempre al mismo tiempo por el bien de toda la familia humana, unida por toda clase de vínculos entre las razas, pueblos y naciones" (GS 75).

Más allá de los lazos de la nación y de la raza

81. La Palabra de Dios sitúa al hombre más allá de los lazos de la nación y de la raza. Si hemos comprendido bien lo que es Israel, en el pensamiento teológico de los profetas hebreos, desde Amós hasta Juan —hasta Jesús— no se puede decir que alguien pertenezca a Israel, a la semilla de Abraham, como se pertenece, por derecho de nacimiento, a la nación francesa, inglesa, alemana o española. El Dios de Israel, según el profeta Amós, afirma la libertad soberana, absoluta, del lazo que le vincula a su pueblo Israel. No es cuestión de biología, sino de espíritu. La alianza no es una relación natural, desborda el ámbito de la naturaleza: "¿No sois para mí como etíopes, hijos de Israel —oráculo del Señor—. Si a vosotros os saqué de Egipto, saqué a filisteos y sirios de Quir" (Am 9, 7).

"No os hagáis ilusiones pensando: Abrahán es nuestro padre"

82. Asimismo, Juan, que vivía como monje en el desierto de Judá y practicaba la inmersión en las aguas del Jordán —aquel a quien conocemos con el sobrenombre de "el Bautista"— impugnó la idea que los judíos de tiempos de Jesús se habían forjado acerca de la filiación que les vinculaba a Abrahán. También en este caso, el profeta judío, al igual que Amós ocho siglos antes, enseña la libertad soberana de Dios y la índole espiritual, y no biológica del vínculo real que une a los miembros del pueblo de Dios con Abrahán: "Por aquel tiempo, Juan Bautista se presentó en el desierto de Judea predicando: Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos. Este es el que anunció el profeta Isaías, diciendo: Una voz grita en el desierto: preparad el camino del Señor, allanad sus senderos. Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán; confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán. Al ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los bautizara, les dijo: Camada de víboras, ¿quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente? Dad el fruto que pide la conversión. Y no os hagáis ilusiones pensando: Abrahán es nuestro padre, pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de A brahán de estas piedras" (Mt 3, 1-9).

El pueblo de Dios, llamado a la universalidad

83. Una cosa es el hijo según el orden biológico, y otra muy diferente el hijo según el orden espiritual y libre. Según los profetas, Israel proviene del orden espiritual. De ahí que sea un pueblo llamado a la universalidad, a la catolicidad, más allá de las peculiaridades nacionales y raciales. Jesús, como ningún otro, ha enseñado la universalidad de la vocación a entrar en la economía de esa humanidad nueva, cuyo primer exponente fue Abrahán. Ante la fe del centurión romano, dijo Jesús a los que le seguían: "Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de Oriente y Occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos; en cambio, a los ciudadanos del Reino los echarán afuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes" (Mt 8, 10-12).

Todos convocados al amor

84. Ya el Antiguo, pero de modo peculiar el Nuevo Testamento convoca a todos al amor. Sólo el amor puede hacernos hermanos a todos los hombres. Sólo en el amor podemos abrirnos a una familiaridad universal. San Pablo, en la Carta a los Efesios, convoca a todos al amor; en concreto a padres y a hijos, cuando dice: "Hijos, obedeced a vuestros padres como el Señor quiere, porque eso es justo. Honra a tu padre y a tu madre, es el primer mandamiento al que se añade una promesa: Te irá bien y vivirás largo tiempo en la tierra. Padres, vosotros no exasperéis a vuestros hijos: criadlos, educándolos y corrigiéndolos como haría el Señor" (Ef 6, 1-4; cfr. Col 3, 20-25). En realidad, los padres son plenamente honrados por sus hijos cuando son amados por ellos. Y son plenamente padres cuando aman generosamente a sus hijos, sin egoísmo. La figura madura del padre es una figura presente, familiar, cercana, disponible, acogedora. La madurez de la figura paterna (padres o educadores) supone una vocación de generosidad y de renuncia. Como bien se ha dicho: "Ser para los demás un camino que se utiliza y se olvida."