TRABAJO
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. Concepto y anotaciones históricas:
1. Del trabajo preindustrial al trabajo industrial;
2. Nueva fisonomía del trabajo en época tecnológica:
    a) Cambias cuantitativos en el trabajo y en el no-trabajo,
    b) Cambios cualitativos y culturales.

II. Nuevas perspectivas de teología del trabajo después del Vat. II
1. En las directrices magisteriales;
2. En la teología bíblica y dogmática;
3. En la teología moral.

III. Hacia una nueva ética del trabajo y una nueva deontología profesional.


 

I. Concepto y anotaciones históricas

De las varias acepciones que el término trabajo ha ido asumiendo en el decurso del tiempo y en la misma tradición del pensamiento cristiano, la más abarcadora y abierta a desarrollos, la que mejor sintoniza también con la longitud de onda del pensamiento moderno, parece ser la que identifica el trabajo con la actividad humana, sea ésta ejecutiva (o servil, como se decía antes, en contraposición a las artes liberales), dependiente de terceros o directiva y autónoma; manual -y por consiguiente que opera directamente sobre la materia a fin de hacerla idónea para la satisfacción de las necesidades humanas, múltiples y crecientes) o intelectual, proyectiva, que actúa sobre símbolos y se desarrolla en el amplísimo campo del sector terciario, de los servicios y de las comunicaciones.

Una acepción tan abarcadora engloba todas las actividades "serias" y no "lúdicas" de la persona dirigidas a la transformación del mundo natural y a su progresiva humanización, así como -al menos en línea de deber ser- al perfeccionamiento de la propia persona que trabaja y de las relaciones interhumanas.

Sin embargo, la etimología del término trabajo, tanto en las lenguas clásicas como modernas, hace referencia a una actividad penosa y molesta, por la alusión al trabajo manual y dependiente que, de hecho, resulta alienante y fatigoso, tanto por la opacidad resistente de la materia cuanto por lo concerniente a las relaciones interhumanas, por lo general caracterizadas por una subordinación humillante.

La acepción elegida permite evitar por su amplitud una identificación demasiado delimitante y reductora del trabajo con una forma histórica -la ejecutiva y dependiente-, que está lejos de haber desaparecido en nuestra época, a pesar de autodeterminarse posindustrial.

Tras esta sumaria precisión del concepto de trabajo, para una adecuada valoración teológico-moral que aspire a basarse en la realidad, es necesario ilustrar los principales cambios históricos que han caracterizado al trabajo en este último período de tiempo.

1. DEL TRABAJO PREINDUSTRIAL AL TRABAJO INDUSTRIAL. Se trata de un paso "histórico", muy significativo por sus efectos en la producción y distribución de bienes y por los reflejos socio-culturales que le acompañan. De la sociedad agro-pastoril -en la que la mayor parte de la población activa está ocupada en el sector primario de la producción-, que a menudo se desarrolla en el ámbito familiar, se pasa gradualmente, por medio de los descubrimientos de nuevas técnicas productivas, a la sociedad industrial. Ésta se caracteriza por el desplazamiento masivo de la población a los sectores secundario (industria) y terciario (servicios). La producción de bienes se realiza en lugares (empresas) de grandes proporciones, netamente distintos del núcleo familiar, que tiende a restringirse numéricamente, mientras las ciudades aumentan de volumen (urbanismo). La producción en la gran empresa está basada en dos factores fundamentales en la mentalidad industrial moderna: la división del trabajo y la relación jerárquica entre patronos (empresarios-dirigentes) y mundo obrero. La empresa, además, para su autofinanciación, la actualización de las instalaciones y para poder afrontar la competición del mercado, presupone acumulación de capitales y cálculo "racional" ordenado a la disminución de los costes, al incremento de las unidades producidas y al aumento de las ganancias. La lógica subyacente al proceso de industrialización, a la vez que tiende a garantizar un crecimiento incesante e irreversibilidad, incide sobre los comportamientos culturales del obrero y de la gente, ya que modifica el sentido del tiempo, la estratificación y movilidad sociales, la asignación del poder y favorece la exaltación del homo faber. Pero la sociedad industrial, por su referencia a la racionalidad economicista, que se propone el máximo de ganancia con el mínimo de coste, se ha apoyado en un orden capitalista que le permite la reducción del coste de trabajo y limita lo más posible intervenciones sindicales y de política económica, tendentes a tutelar la fuerza del trabajo e incrementar los salarios sobre la base del coste de la vida y de la mayor o menor incidencia del trabajo en la producción. A la teórica exaltación del homo faber, que se da en el pensamiento "fuerte", marxista o liberal, sirve de contrapunto la situación de alienación que, de forma diferente pero persistente, caracteriza a los trabajadores dependientes en las diversas fases de la industrialización moderna.

A la fase industrial -apenas es necesario indicarlo- las sociedades modernas no han llegado contemporáneamente, sino en tiempos y con ritmos muy diferentes.

La sociedad industrial se propone el incremento de la producción y de la productividad, de la ganancia y del consumo. Para alcanzar estas finalidades, coordina racionalmente (según los esquemas ya indicados de la "racionalidad economicista") los múltiples factores de la producción, y en primer lugar el trabajo y el capital. En lo concerniente al trabajo, se garantiza su continuidad a través de la contratación colectiva, y el rendimiento óptimo a través de una serie de incentivos. Con el fin de que el contingente de mano de obra esté siempre disponible y a costes decrecientes, la sociedad industrial favorece la concentración urbana, la inmigración y también actividades asistenciales que ayuden a los particulares

en la difícil fase del asentamiento. Respecto al capital, la sociedad industrial, a través de sus exponentes, presiona al poder político a fin de obtener estabilidad en la dinámica de los precios y garantizarse un coste conveniente del dinero y beneficios crecientes.

A fin de completar esta breve descripción de la sociedad industrial, hoy por lo demás en vías de transición, merece referencia aparte la división del trabajo, que constituye, como ya se ha indicado, un factor básico. La expresión necesita de aclaración, ya que puede designar la división social y la división técnica del trabajo. La división social es la diferenciación global en sectores de actividad, oficios y ocupaciones, necesaria para la reproducción y el desarrollo de la sociedad; la división técnica, o mejor vertical, del trabajo es la que tiene lugar dentro de un oficio o de una profesión: trabaja creativo, directivo, de programación, distinto del trabajo ejecutivo y subordinado. Éste, a su vez, ha estado sometido a la división parcelaria, es decir, a una ulterior fragmentación de las tareas ejecutivas en ciclos brevísimos y repetitivos (piénsese en las cadenas de montaje). Estos recursos han permitido el incremento de la productividad, la disminución de los costes y el aumento medio del nivel de vida. Pero han provocado otros efectos deshumanizantes, mutilaciones y alienaciones en el trabajo humano, denunciados por muchos filósofos, economistas y sociólogos desde los comienzos de la época industrial. El resultante perverso de la industrialización, dominada por la lógica economicista, ha sido también criticado en el ámbito del pensamiento de matriz cristiana, aunque un análisis atento, bajo el perfil moral, de la división del trabajo, del proceso de acumulación capitalista y de la explotación alienante del trabajo se ha hecho esperar mucho en los manuales éticoteológicos, preocupados demasiado tiempo por los problemas sociales del mundo moderno y de la ciencia económica, cuya neutralidad se daba por descontada y pacífica, cuando en realidad no era tal.

2. NUEVA FISONOMÍA DEL TRABAJO EN ÉPOCA TECNOLÓGICA. Los nuevos descubrimientos científicos y sus respectivas aplicaciones tecnológicas, las dimensiones planetarias asumidas por las relaciones económicas y las nuevas situaciones de progreso en los recursos disponibles y de crisis profunda en lo concerniente a la calidad de la vida, han contribuido a un cambio radical en el mundo del trabajo [l Sindicalismo I, 3]. En particular, las innovaciones tecnológicas relacionadas con la electrónica y la informática han dado origen a nuevas disciplinas, que inciden y modifican la disposición del trabajo: la robótica (con aplicaciones varias a la empresa y a la agricultura), la burótica (a los oficios), la ! informática (a los sistemas de información), la telemática (a las telecomunicaciones). Estas innovaciones han desencadenado un cambio profundo y radical en la clase obrera, tanto a nivel cuantitativo como cualitativo y cultural.

a) Cambios cuantitativos en el trabajo y en el no-trabajo: El primer gran cambio cuantitativo atañe a los ocupados en la agricultura. Esto significa que la cuestión agraria, determinante antes y emergente siempre, está hoy en Italia, por ejemplo, en vías de solución, no tanto por las reformas realizadas cuanto por la desaparición de los agricultores. Los traba] adores de la industria, que en 1971 constituían el 42 por 100 de la población activa, descienden al 35 por 100 en los años ochenta; los ocupados, por último, en los servicios públicos y privados, como consecuencia del proceso de terciarización y burocratización que caracteriza a las economías modernas, pasan del 15 por 100 en 1951 al 57,6 por 100 en 1987. Aumenta también simultáneamente la desocupación y crece el fenómeno de los trabajadores ocasionales, de la subocupación y del trabajo negro. La desocupación total (desocupados verdaderos y personas en busca del primer trabajo), que en 1970 la componían 1.100.000 unidades, ha alcanzado las 2.500.000 en W85, con un aumento respecto a 1970 del 24,4 por 100. En 1983 los nueve países de la CEE sumaban más de 10.000.000 de desocupados; al comienzo de 1986 en la Europa de los doce los desocupados ascienden a 16.400.000. Verdadera calamidad mundial, si a estas cifras añadimos las de los trabajadores en precario, subocupados, precarios y las cuotas en los países en vías de desarrollo, donde en 1985 los desocupados se calculaban en torno a 300.000.000 y los subocupados en torno a 1.000.000.000. Se trata, en los países industrializados, de una desocupación no coyuntural, sino estructural, que, por difusión, persistencia y elevada cifra numérica, crea problemas a los propios economistas, que no aciertan a individuar la naturaleza exacta, a prever sus desarrollos y a apuntar terapias adecuadas. También los sindicatos están perplejos ante el grave problema que, por lo demás, han tardado demasiado en afrontar, mientras que los remedios propuestos no han dado los resultados esperados. La reflexión teológica, que expondremos en el apartado II, no está ciertamente en condiciones ni tiene la tarea de apuntar soluciones técnicas, reemplazando a quien tiene el deber preciso de habérselas con un gravísimo problema como es éste, con su multiplicidad de aspectos sociales, morales y religiosos, especialmente en lo concerniente a la desocupación juvenil. El teólogo tiene, sin embargo, el compromiso de hacer hincapié en que las diagnosis y, en particular, las terapias y las propuestas tengan siempre una clara perspectiva ético-social.

b) Cambios cualitativos y culturales. - Las innovaciones, que afectan a todo el sector productivo y al área de servicios, han determinado el hundimiento de muchas profesiones tradicionales y el surgimiento de muchas otras totalmente inéditas. El rostro del obrero "acabado", como se decía no hace mucho, y el de la propia empresa de grandes dimensiones, son profundamente diversos de aquellos a los que estábamos acostumbrados. Del "trabajo" hemos pasado a la "galaxia de los trabajos", por lo que hablar hoy de trabajo resulta un atajo forzoso. El trabajo sale del templo de la gran empresa tradicional, que se convierte en pieza arqueológica, para hacerse pequeño y fragmentario, adoptando mil caras y mil aspectos que han hecho entrar en crisis al movimiento obrero, modificar y desvanecer la "cultura" obrera, poner en dificultades al sindicalismo, a las denominadas "teologías laicas" y al pensamiento fuerte que ensalzaba el trabajo como principal fuente de realización y gratificación de la persona laborem exercens.

- Nuevos paradigmas laicos distinguen hoy al trabajo: no fin, sino medio; necesidad, no libertad; no valor que basta y ennoblece, sino algo sobre cuyo sentido y capacidad gratificante se preguntan los trabajadores, y en particular el mundo juvenil. Las clases, sobre las que tradicionalmente se ha hablado tanto, sufren profundas modificaciones, a la par que dentro de la clase obrera se está operando un cambio radical. Nace un nuevo tipo de obrero, cada vez menos distante de la clase empresarial: los "monos azules" y los "cuellos blancos" han dado curso aun proceso de homologación tanto en lo concerniente a niveles retributivos como a mentalidad. Disminuye, por consiguiente, el peso numérico de la clase obrera y las relaciones de masa se descentralizan en formas más articuladas de relaciones sociales. Esto comporta también cambios notables en el movimiento de los trabajadores y en los sindicatos, en los que ese movimiento tiene su expresión. La solidaridad, que antes se traducía en experiencias, movimientos e iniciativas de masa, se transforma; por una parte, toma cuerpo el peligro de disolverse en el individualismo y en las múltiples formas corporativas, bajo el impulso de intereses particulares y del economicismo; por otra, las sociedades tecnológicamente avanzadas tienen necesidad de una gran /solidaridad y ofrecen nuevos espacios y medios de l participación, exigencia sobre la que volveremos en el apartado III.

- Entre los cambios culturales dignos de mención sobresalen el desinterés por el trabajo y la pérdida de su relevancia como valor axiológico y como dimensión de la persona y, consiguientemente, como algo merecedor de ser buscado por sí mismo; hoy, en cambio, el trabajo es ciertamente buscado -por quien no lo tiene o está alejado de él-; pero, como demuestran las encuestas más recientes, lo es como medio de vivir la vida con decoro y por el sueldo que lo gratifica. El trabajo hoy, como una amplia bibliografía al respecto señala, rompe la relación esencial con las cosas, que en el régimen artesanal impulsaba al trabajo bien hecho, ya se tratase de construir una catedral o de empajar una silla. Mientras que en el pasado se tenía una percepción directa del trabajo de las propias manos, por duro y a menudo inhumano que éste fuera, el trabajo moderno ha cortado de raíz esta relación. Ha acrecentado los espacios cuantitativos, pero ha visto empobrecer progresivamente su perfil cualitativo. El objeto final del trabajo -reducido a ensambladura de elementos construidos en los lugares más dispares y proyectados también en otro lugar- se ha hecho de tal manera lejano que ya no interesa, quedando así relegado al área de la indiferencia. Lo que cuenta e interesa es el equivalente monetario y su capacidad de adquisición. Por otra parte, ala sociedad actual, compleja, informatizada y automatizada, no le interesan la creatividad, la innovación, la libertad y espontaneidad del trabajador, sino su función y su papel; en lugar de responder a las verdaderas exigencias de la gente, el trabajador debe únicamente hacer, responder a lo que los programadores han pensado y creado para innovar, hacer frente a la concurrencia y estimular el consumo, generando siempre nuevas necesidades.

- Otro cambio es el representado por el incremento del ! tiempo libre. Se trata de un área que se ha ampliado y que ha sido vista con simpatía por una doble razón: parecía ofrecer posibilidades de recuperación frente a las horas repetitivas y burocráticas y poder ayudar al trabajador á pasar de la indiferencia que distingue al trabajó moderno al "reino de la diferencia". La restricción, además, de las horas de trabajo se presentaba como una solución al gran problema de la desocupación bajo la bandera de la frase "trabajar menos para trabajar todos". Pero estas dos expectativas no parecen haberse cumplido; resulta, en efecto, muy difícil para el trabajador, bien sea vivir el tiempo libre del trabajo como tiempo de autonomía creadora, cuando ha sido modelado por la cultura de la heteronomía, bien sea pasar al ejercicio activo de la libertad y de la fantasía, cuando la mayor parte de su vida transcurre en la apatía indiferente de un trabajo todo él predeterminado y programado.

- Por último, las grandes innovaciones tecnológicas determinan llamativas diferencias entre grandes empresas (donde la clase obrera es relativamente más homogénea y está más sindicada, pero muy cercana a técnicos y empleados) y pequeñas unidades productivas; entre trabajadores especializ os y genéricos, sean éstos empleadUs u obreros.

Todas estas transformaciones cuantitativas, cualitativas y culturales ayudan a entender el porqué de la crisis de las grandes ideologías modernas que ensalzan al homo faber. Trabajar, en sentido moderno, significaba no repetir las formas naturales, sino crear e innovar la naturaleza según formas propuestas y decididas sin límite por los humanos. De esta idea de trabajo, que se remonta a Hegel, deriva un énfasis del trabajo que encuentra su principal expresión en el pensamiento de C. Marx, para quien el trabajo es el lugar en el cual y por el cual se lleva a cabo la autorrealización del hombre en la historia. Actualmente, aun habiendo quedado superada en los países posindustriales la forma de alienación del y por el trabajo analizada por Marx, el ensalzamiento marxiano del homo faber ha entrado decididamente en crisis. ¿Pero no hay que pensar tal vez lo mismo de las ideas "fuertes" sobre el trabajo y la actividad humana formuladas por el pensamiento de inspiración cristiana a partir del Vat. II?

II. Nuevas perspectivas de teología del trabajo después del Vat. II

Los limites del artículo no permiten un análisis atento y detallado de la concepción cristiana del trabajo a lo largo de la tradición. Existen al respecto buenos estudios y también síntesis notables. Aunque las generalizaciones corren el riesgo de ser reductoras, no son pocos los expertos para quienes en la tradición cristiana, desde la patrística hasta hoy, el trabajo, y en particular el trabajo manual, ha sido visto dentro de las coordenadas atemporales y fixistas de una ética individualista (deber de trabajar, extendido también a categorías eclesiásticas, que se podía pensar que estaban exentas de la fatiga manual) y espiritualista (trabajo como expiación y purificación ascética). Visión, pues, instrumental del trabajo pensado como medio destinado al sustento de la persona, a su perfeccionamiento y a permitirle dar l limosna (Cf SANTo TOMÁS, S. Th., II-II, q. 187, a. 3). Mientras esta doble perspectiva, individualista y espiritualista, de concepción del trabajo quedaba superada en el pensamiento moderno laico, y a menudo expresamente no cristiano, continuaba estando presente bien en las grandes encíclicas preconciliares sobre el trabajo, bien en la ética social cristiana, a la que los teólogos transferían su gravoso tratamiento. Se ha puesto de relieve con frecuencia la ausencia del término "trabajo" en el DThC (1903-1972), así como en los manuales teológicos.

Las primeras aperturas se encuentran en los años cincuenta en el área lingüística francesa, a las que sirve de fondo teórico la théologie nouvelle. Ésta representa el intento de superar la ruptura entre fe y vida mediante la animación de las realidades terrenas y, consiguientemente, del trabajo. La obra más significativa de esta tendencia es la de M. D. Chenu, que lleva por título Teología del trabajo (1955), y la que ha tenido un mayor influjo en el desarrollo del pensamiento posterior y en la misma elaboración de la constitución conciliar Gaudium el spes (nn. 25-36). Chenu recoge y sintetiza las aportaciones ofrecidas a la reflexión cristiana sobre lo social por P. Teilhard de Chardin, E. Moumer y J. Maritain. A pesar de sus méritos, la Teología del trabajo de Chenu no sólo es demasiado optimista -como el propio autor ha reconocido-,sino que elude también la problemática antropológica fundamental, por lo que "Chenu parece demasiado propenso a aceptar acríticamente las imágenes del trabajo -o, más en general, de la obra civil- presentadas por la nueva cultura" (G. ANGELINI, 1983, 148).

Contra la mitificación del homo faber, cuya culminación sería el homo sapiens, reacciona una literatura, también de inspiración cristiana, que se enmarca en la crítica de la edad tecnológica formulada por la filosofía del siglo xtx. Principales exponentes de esta confrontación son J. Pieper, R. Guardini y K. Rahner, que han tenido después muchos seguidores, incluso dentro de la propia reflexión teológica sobre la ética social y sobre el trabajo.

1. EN LAS DÍRECTRICES MAGISTERIALES. Pata comprender la novedad del magisterio -pontificio y episcopal- en el tema del trabajo después del concilio [!Doctrina social de la Iglesia], parece oportuno hacer unas breves referencias a los principales cambios de ese magisterio antes del Vat. II.

La Rerum novarum, de León XIII (1891), identifica la cuestión social con la cuestión obrera, cuyos problemas eran los siguientes: conflicto entre capital y trabajo, determinación del salario justo, intervención del Estado en materia económica, legitimidad de asociaciones incluso de obreros solos. Cuando en 1931 Pío XI firma la Quadragesimo anno, la cuestión obrera se ha convertido ya en cuestión social y los problemas del proletariado industrial han sido ya transferidos al marco del sistema socio-económico que se debe implantar para superar la gran depresión de 1929. En los años sesenta y setenta, cuando Juan XXIII y Pablo VI, respectivamente, promulgan la Mater el magistra (1963) y la Octogesima adveniens (1971), la cuestión social y los problemas del mundo obrero se inscriben ya dentro de coordenadas planetarias. Los pobres no son ahora únicamente los proletarios y los marginados de la clase obrera, sino que sobre todo se identifican con la población depauperada del tercer mundo y con los "nuevos pobres" de las áreas del bienestar.

La nueva cuestión social no concierne ya únicamente a la concepción del trabajo y de la economía, cultivada por los máximos sistemas (socialismo y liberalismo económico), sino que afecta al problema de los modelos de desarrollo adoptados por Occidente y del desequilibrio norte-sur, es decir, de las relaciones entre los países del área económicamente desarrollada y los países del subdesarrollo y del hambre. Del Vat. II a nuestros días, la cuestión social deja patente todavía más su dimensión mundial y es urgida por nuevos problemas relativos al sentido del trabajo y a la calidad de la vida, problemas afrontados. por la Laborem exercens (1981), de Juan Pablo II.

La Gaudium et spes (1965), mientras tanto, afrontaba por primera vez en un concilio ecuménico el tema del trabajo, intentando una valoración del mismo no sólo extrínseca, a través de la intención subjetiva caritativa, sino también intrínseca, sobre la base de lo que el trabajo representa para el progreso humano, la humanización del mundo y el advenimiento mismo del reino. Alguien ha puesto de relieve que un esfuerzo así corre el riesgo de ensalzar excesivamente al homo faber, en detrimento de otras dimensiones de la persona: lúdicas, sapienciales, contemplativas.

Además, cargar con una fuerte tensión mesiánica y demiúrgica a la actividad humana -se ha dicho- significa sintonizar ciertamente con las personas que desempeñan papeles primarios y dirigentes en el trabajo, pero comporta también distanciarse de forma acentuada de la gran mayoría de todos aquellos que en el trabajo y en el subtrabajo realizan tareas mucho más humildes alienantes, sin pretensión alguna de incidir en la dinámica evolutiva de la sociedad y de la historia, "como lavar suelos y platos que mañana volverán a ser ensuciados" (V. Fusco).

El documento, todo él penetrado por la diálectica, nunca plenamente resuelta, entre perspectiva encarnacionista y escatológica, se pregunta por lo que quedará de nuestra actividad mundana y por lo que encontraremos de ella en el reino. La respuesta a este interrogante se presenta más bien compleja y atormentada: "... La esperanza de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar la preocupación por perfeccionar esta tierra, donde se desarrolla el cuerpo de la nueva familia humana que puede de alguna manera ofrecer un esbozo del siglo nuevo (aliqualem novi saeculi adumbrationem). Por tanto, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios (regni Dei magnopere interest). Pues los bienes de la dignidad humana, de la unión fraterna y de la libertad (bona enim humanae dignitatis, communionis fraternae el libertatis), a saber, todos los bienes que son fruto de la naturaleza y de nuestro trabajo (hos omnes scilicet bonos naturae ac industriae nostrae fructus), ... volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados... (GS 39).

Mientras algunas relecturas de la Gaudium et spes insisten en determinadas ambigüedades y dialécticas no resueltas, otras subrayan su valor y, en particular, el análisis, "que sigue pareciéndonos insuperado, del sentido profundo de la actividad humana. El ser humano, ejercitando sus capacidades: 1) modifica el cosmos, adaptándolo a sus necesidades; 2) se modifica al mismo tiempo a sí mismo, enriqueciéndose en humanidad; 3) modifica el cosmos y a sí mismo, con la finalidad suma de servir a los hermanos en la caridad" (E. CHIAvACCI, Teología moral y vida económica, 233). Por lo que respecta a las acusaciones de optimismo excesivo, de marca teilhardiana y de concesión al espíritu del mundo, se está en general de acuerdo en que son acusaciones en gran medida inconsistentes, porque la óptica de la constitución conciliar sigue el planteamiento bíblico y la teología de la cruz y no ignora la existencia del pecado y la ambigüedad del progreso y de la actividad humana.

Alimentada en estos datos conciliares, más atenta a las "experiencias negativas de contraste" a nivel mundial y a la crisis de sentido del trabajo de nuestros días, la encíclica Laborem exercens, de Juan Pablo II, representa el documento más significativo aparecido sobre el tema del trabajo después del Vat. II. Impregnada por la idea de fondo de que "el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo", la encíclica arranca de la siguiente afirmación inicial: si la solución gradual de la cuestión social, que se demuestra cada vez más compleja, debe buscarse en la dirección de hacer la vida más humana [/Sindicalismo II, 2], entonces "la clave, que es el trabajo humano, adquiere una importancia fundamental y decisiva" (n. 3). En el documento, el sentido del trabajo humano o, como al papa le gusta expresarse, el "evangelio del trabajo" debe buscarse en el hecho de que quien lo realiza es una persona, imagen viva de Dios: "el hombre como `imagen de Dios' es una persona, es decir, un ser subjetivo, capaz de actuar de manera programada y racional, capaz de decidir por sí y tendente a realizarse a sí mismo. Como persona, el hombre es, por consiguiente, sujeto del trabajo" (n. 6).

De esta idea se derivan importantes consecuencias, que se pueden sintetizar de la siguiente manera: -primacía del hombre sobre el trabajo; -primacía del trabajo subjetivo, es decir, del trabajo como expresión de la persona, sobre el trabajo objetivo, es decir, sobre la obra resultante del trabajo y sobre el conjunto de los medios de los que el hombre se sirve para llevarla a cabo (n. 12); -primacía del trabajo sobre el capital: el trabajo subjetivo no puede estar subordinado, por su dignidad personal, a los medios, a las máquinas y a los financiamientos, que, aunque necesarios, deben ordenarse siempre al hombre (n. 12); -primacía del trabajo sobre la ciencia y la técnica (n. 13); -primacía de la utilidad común sobre la l propiedad privada, primacía que, para que pueda tener lugar, comporta profundas reformas y socialización de los grandes medios de producción (cf n. 14).

Ahora bien, en el terreno de los hechos estas primacías consiguientes al perfil personalista del trabajo humano deben ser restituidas y garantizadas a los trabajadores, por cuanto que la lógica capitalista y el virus económico, que están dentro de todos los sistemas, han subordinado el trabajo subjetivo al trabajo objetivo, al capital, a la técnica, a la investigación científica y a la propiedad.

En la Laborem exercens, a la luz de Gén 1,26-28, se delinean algunas dimensiones del trabajo que hay que volver a proponer a los hombres, los cuales, abrumados por un trabajo repetitivo y sin genialidad inventiva, parecen haber olvidado: -la dimensión divina, porque, a semejanza del actuar de Dios en la creación, y en particular en la creación del hombre, el trabajador, con su esfuerzo, imprime en las cosas la imagen de Dios que él lleva en sí y, de esta manera, se autorrealiza en plenitud; -la dimensión social, en cuanto que compromete a la pareja y con ella a toda la humanidad; -la dimensión antropológico-moral, porque responde al mandato de Dios de agregarse a su proyecto de salvación para la humanización del mundo; -la dimensión cósmica, por consiguiente, que no podrá llevarse a cabo sin esfuerzo y sacrificio. -Los aspectos negativos del trabajo humano, muy presentes ya en la Biblia, pueden ser entendidos y superados teniendo como referencia el misterio pascual de Cristo y su experiencia humana de trabajo: dimensión pascual y crística del trabajo.

En los numerosos comentarios que se han hecho a la encíclica, entre los aspectos que, para ser anunciados a los trabajadores de hoy, postulan atentas mediaciones, se ha subrayado el aspecto de la solidaridad. El trabajo es acto de solidaridad porque une a las personas en una comunidad que, en la época del primer capitalismo, reaccionó con firmeza -y con justicia también desde el punto de vista de la ética social- contra la degradación de la persona como sujeto del trabajo (n. 8). Hoy es necesario que se cree una nueva solidaridad [/Sindicalismo III, 1], basada en el verdadero significado del trabajo humano; porque "sólo si se parte de una concepción justa del trabajo será posible definir los objetivos que la solidaridad debe perseguir y las diversas formas que deberá asumir" (discurso de Juan Pablo II a la Conferencia internacional del trabajo, 11 de junio de 1982). Esta solidaridad, como sigue explicitando el papa en el mismo discurso, profundizando en puntos de la encíclica, encuentra su realización: -en el ámbito de cuantos comparten el mismo tipo de actividad o de profesión (solidaridad del trabajo), la solidaridad debe, sin embargo, estar abierta a los grandes horizontes del bien común universal y planetario y convertirse así en -solidaridad con el trabajo, es decir, con toda persona que trabaja, en cualquier situación. Una solidaridad de estas características impide al movimiento obrero y a los sindicatos encerrarse en actitudes corporativas y clasistas y les estimula a hacerse cargo de los desocupados y de los trabajadores marginales y más débiles; de estas dos solidaridades emerge una tercera forma, -la solidaridad en el trabajo, sin fronteras y constructiva, que podrá confrontarse con el dador de trabajo indirecto evocado con frecuencia en la encíclica (cf n. 17), es decir, con aquellas personas, instituciones, contratos colectivos de trabajo, mecanismos internacionales que hoy condicionan el sistema socio-económico y convierten en secundario al dador de trabajo directo.

A los comentaristas, por último, no se les ha pasado desapercibida la insistencia con que la Laborem exercens evoca el carácter espiritual del trabajo -independientemente de que se trate de un trabajo manual o intelectual- y traza las líneas de una espiritualidad del trabajo remitiéndose al Génesis y a la enseñanza y práctica de Jesús. El papa considera que esta espiritualidad del trabajo, lejos de ser evasiva, lleva a su culminación al "evangelio del trabajo" proclamado en la encíclica, y ayuda a todos los hombres a acercarse a Dios, a hacerlos partícipes de sus planes salvadores y a ser colaboradores del hombre del trabajo por excelencia (cf n. 26) en la obra de liberación y redención de la humanidad (n. 27).

En la última gran encíclica de Juan Pablo II, Sollicitudo re¡ socialis (1987), el tema del trabajo no se afronta por sí mismo; pero el documento presenta interesantes desarrollos relativos al ordenamiento económicosocial dentro del cual se plantea la nueva problemática del trabajo. Este ordenamiento, por la oposición político-ideológico-militar que le caracteriza, es enjuiciado por el papa como causa "no última" del trágico y creciente subdesarrollo del tercero y cuarto mundo. Los modos de gestión de las relaciones económicas y de la explotación de los recursos, tal como se dan en el norte hiperdesarrollado del planeta, le resultan al pontífice gravemente inmorales, hasta el punto de enjuiciarlos como "estructuras de pecado". En la nueva lógica de la solidaridad planetaria, estas estructuras deben sufrir cambios y reformas radicales, a fin de poder ofrecer espacio a una economía humana al servicio de toda la persona y de todas las personas.

Esta reflexión articulada sobre el trabajo y sobre las situaciones inéditas en las que hoy se presenta ha tenido su continuación en la práctica eclesial tanto de los fieles como de la enseñanza magisterial de los episcopados. En la imposibilidad de exponer todas estas intervenciones, nos vamos a limitar a aludir al denso documento que la Conferencia episcopal de los Estados Unidos ha dedicado a la economía y al trabajo, y que lleva por título Justicia económica para todos: la enseñanza social católica y la economía de los Estados Unidos (1986).

Como ya hicieran con el documento El desafío de la paz: promesa de Dios y respuesta nuestra (1983), también en éste han seguido los obispos americanos la misma metodología: amplias consultas de base, comprometiendo en los problemas a toda la comunidad y no sólo a algunos vértices o expertos; neta distinción entre principios, de los que no es posible disentir, y aplicaciones, siempre discutibles y susceptibles de correcciones y profundizaciones, a la vida económica y política del país.

De entrada (n. 15), entre los problemas más graves y apremiantes se señala la desocupación, que en los Estados Unidos afecta a 8.000.000 de personas y constituye "una tragedia, no importa a quién golpee". El tema del trabajo se retoma y desarrolla más adelante (nn. 96ss). Sobre la base de la Laborem exercens, que ve en el trabajo la "clave esencial de toda la cuestión social", los obispos americanos ilustran finalidad, derechos del trabajo y, en particular, el derecho a la organización sindical (n. 104), oponiéndose con fuerza "a las violaciones del derecho de asociación, dondequiera que tengan lugar, porque constituyen un ataque intolerable a la solidaridad social" (n. 105). Sobre el tema de la desocupación, de su extensión y de sus desastrosos efectos insisten en una serie de párrafos que se preocupan también de ofrecer indicaciones para la acción (nn. 136167). Partiendo de algunos principios: "el pleno empleo es el fundamento de una economía justa"; "el puesto de trabajo es un derecho fundamental, un derecho que defiende la libertad de todos a participar en la vida económica de la sociedad" (nn. 136 y 137), el documento hace algunas "recomendaciones" para dar solución al gravísimo problema: coordinación de la política fiscal y monetaria de la nación; intensificación de los programas destinados al adiestramiento en el trabajo y al aprendizaje; creciente apoyo a los programas que generen directamente puestos de trabajo y vayan dirigidos a los que llevan mucho tiempo desocupados y están especialmente necesitados.

Aunque referido a la economía estadounidense, el texto, como puede verse, ofrece sugerencias útiles también para otros países.

2. EN LA TEOLOGÍA BÍBLICA Y DOGMÁTICA. "No parece que la teología haya ido mucho más allá de los aforismos programáticos de Chenu", escribía G. Angelini en 1977 (716), e incluso hoy no parece haber cambiado de opinión. A su entender, la actitud poco crítica frente ala moderna apología del trabajo continúa siendo hegemónica tanto en los documentos magisteriales posteriores al Vat. 11 como en el campo teológico; se aplican principios muy generales ya comunes en la cultura concreta a algunos textos bíblicos (Gén 1,28) -mientras se descuidan otros o se entienden en un sentido muy limitado (como Gén 3,17-19)- y a algunos lugares comunes teológicos (colaboración en la obra del Creador, participación en la obra redentora, preparación de una "nueva tierra', "insuficientemente esclarecidos e insuficientemente coordinados" (G. ANGELINI, 1983, 162).

La severidad de este juicio puede, en parte, atenuarse si se toman en más atenta consideración las reflexiones bíblicas y teológico-morales propuestas en los últimos años. Siguiendo las huellas de profundizaciones exegéticas en ambientes alemán e italiano, parece estar perfilándose una teología bíblica del trabajo en el AT y en el NT, más allá de las tentaciones fundamentalistas o, viceversa, excesivamente reductoras. Sirvan de ejemplo los estudios de A. Bonora y R. Fabris sobre el trabajo en el AT y NT respectivamente, aparecidos en el mismo volumen de AA.VV. El trabajo 1 (1983, 61-99).

En estos y otros estudios por el estilo no se privilegian sólo algunas expresiones bíblicas directamente referidas al trabajo, sino que se atiende a todo el conjunto bíblico donde se detecta una dialéctica de datos positivos y negativos: satisfacción-cansancio, bendición-maldición, liberación-alienación. "El trabajo es ámbito de alegría, empresa sublimada por la perspectiva del éxito, situación humanizante, de donde pueden, por consiguiente, derivarse una experiencia primigenia de estar vivos y un signo distintivo del ser hombre: el canto y la fiesta" (L. DI PINTO, 88). Pero el trabajo es también necesidad, esfuerzo, actividad extenuante, lucha contra un suelo sobre el que pesa la maldición. En particular, la teología bíblica subraya que la Biblia no identifica trabajo y existencia humana, no hace distinción entre trabajo intelectual y manual y que el trabajo confiado por Dios al hombre, como imagen suya, no debe ser explotación anárquica y destructora, sino fruto y signo de la bendición de Dios, que es el principio del orden, de la estabilidad y de la armonía del mundo. Como objeto de la bendición de Dios, el trabajo del hombre, imagen de Dios, convierte la tierra en habitable, en casa del hombre y en ambiente idóneo también para el mundo animal. El dominio sobre la tierra y la relación con los animales, como se desprende de un análisis de los verbos empleados en el texto del Génesis, en vez de expresarse en formas de dominación despótica y salvaje, deben traducirse en proceso racional recíproco -aunque asimétrico-, que encuentra su imagen adecuada no tanto en el cazador cuanto en el pastor. Sin embargo, por estar comprendido en la maldición de la tierra, el trabajo asume también el aspecto de experiencia desgarradora, que hace al hombre un extraño a sí mismo, de profunda alteración de la armonía cósmica, de esclavitud e idolatría. En lo que concierne al NT, los autores subrayan la nueva densidad de sentido que asume el trabajo en la experiencia de Jesús, en su modo de entender el sábado (vivido como obra de liberación del mal en todas sus expresiones) y en las nuevas posibilidades de libertad, gratuidad y de compartir que también el trabajo manual, con sus connotaciones de debilidad y precariedad, puede abrir si se lo introduce en la proclamación de la muerte y resurrección de Cristo (cf R. FABRIS, 95).

Sería tarea de la teología, bien arraigada en esta base bíblica, examinar el trabajo en su relación conflictiva con la naturaleza hostil y opaca y en su relación con el hombre, que a menudo explota el trabajo. Por una parte, pues, el trabajo se inscribe en la teología de la naturaleza, a decir verdad, bastante trabajada hoy, incluso como consecuencia del desastre ecológico [l Ecología], y, por otra, en la teología moral, en cuanto que incita a una toma de postura teológica clara frente a la injusticia que se da en las relaciones interhumanas y en las instituciones.

Teología bíblica, dogmática y moral precisamente en la cultura actual, de la que se alza una fuerte demanda de sentido frente a la actividad humana y el trabajo parcelado y ejecutivo, están llamadas a comprometerse juntas para poner a los cristianos en condiciones de responder adecuadamente a estas provocaciones y desafíos, sobrepasando la desenfocada "teología de las realidades terrestres" y una,espiritualidad del trabajador que dice muy poco a los hombres del trabajo en las nuevas situaciones y fisonomías en las que éste se desarrolla hoy (cf G. MATTAI, Trabajador).

3. EN LA TEOLOGÍA MORAL. Una atenta reflexión bíblico-teológica sobre la palabra de Dios y sobre la experiencia actual que tienen del trabajo los hombres de nuestro tiempo, y en particular los cristianos, inspira principios éticos con los que afrontar los problemas que el momento actual presenta: "La iluminación que viene de la fe ayudará a buscar las soluciones correctas y eficaces, estimulando también la búsqueda de otras competencias" (P. DONI, El camino para una nueva teología del trabajo, en D. PIZZUTI [a cargo], Para una teología del trabajo..., 182).

Los manuales teológico-morales más recientes no han descuidado el tema del trabajo y se han preocupado de ofrecer las indicaciones éticas más generales concernientes no sólo al deber de trabajar, sino también al derecho al trabajo y a la exigencia de que toda persona pueda encontrar una ocupación qué responda a sus inclinaciones y capacidades. Sin embargo, no siempre se transparenta la conciencia clara de que, también en las áreas industrializadas, y no sólo en los países en vías de desarrollo, el trabajo está lejos de ser actividad verdaderamente humana. No está, en efecto, elegido con libertad,sino aceptado por necesidad (cuando se consigue encontrar); no está libremente desarrollado, sino sometido a programadores y, consiguientemente, carente de creatividad; dependiente de dadores de trabajo "indirectos", a quienes guía la filosofía de la ganancia y del dominio. El problema, por tanto, más relevante de la teología moral en el tema del trabajo es el de individuar normas que, a la vez que condenen, por injustas, determinadas condiciones opresoras, así como algunos tipos de trabajo (considerados en el horizonte del bien común planetario), consigan también señalar los caminos por los que el trabajo actual pueda llegar a ser actividad propiamente humana, gratificante para la persona que lo realiza y promotor del medio ambiente y de la fraternidad universal.

III. Hacia una nueva ética del trabajo y una nueva deontología profesional

1) Una reflexión ética sobre el trabajo no puede prescindir hoy del análisis de las situaciones que impiden que el trabajo sea una verdadera actividad humana. Se trata, por consiguiente, de descifrar el significado concreto que tiene hoy el trabajo y de individuar los mecanismos de la explotación y de la alienación.

La ética tradicional partía del "deber del trabajo". En la actualidad una ética del trabajo, inscrita en la ética social y política, consciente de la exigencia primaria de la paz y de la fraternidad universal, ha de subrayar como instancia ética fundamental el gravísimo compromiso colectivo de crear condiciones generales que hagan posible el ejercicio del derechodeber del trabajo. El teólogo moralista debe tomar los datos nacionales y mundiales de la desocupación y del subtrabajo y examinarlos en sus consecuencias perversas, sobre todo en lo concerniente a los jóvenes en busca de un primer trabajo.

En segundo lugar, la ética del trabajo evidencia el compromiso (que incumbe a las autoridades públicas, a los dadores de trabajo, a los propios trabajadores y alas comunidades eclesiales) de concurrir a la humanización del sistema actual de trabajo y de las empresas, a fin de que las "primacías" del trabajo subjetivo, enumeradas en la Laborem exercens, de Juan Pablo 11 [ver párrafo II, 1, de este artículo], encuentren realización concreta en los ambientes de trabajo modificados por las grandes innovaciones tecnológicas.

Por último, una nueva ética del trabajo no puede ciertamente desentenderse de afrontar el tema, hoy controvertido, de las posibilidades o no de compaginar la productividad con el ejercicio del principio de ! solidaridad (que, unido al principio de subsidiariedad, constituye un elemento básico de la ética social cristiana). La conciliación resultará imposible si no se afronta y supera (en primer lugar en el plano teórico de la ética) la mentalidad economicista que hace de la máxima ganancia el resorte primario y exclusivo del comportamiento económico. Una economía que quiera ser verdaderamente humana ha de responder a las exigencias, a las necesidades verdaderas de las personas, y no puede encerrarse en el ámbito de modelos de desarrollo y de tipos de productividad exclusivamente economicistas; debe abrirse a una productividad social que, porque quiere satisfacer las exigencias de la persona (de las que trabajan y de las que no trabajan), accede a la reducción del horario de trabajo, incrementa la ocupación, prolonga la edad de la jubilación, socializa con formas participativas y cooperativistas tiempos de trabajo y tiempos libres.

Sólo en estas condiciones puede y debe una nueva ética del trabajo detenerse en los derechos-deberes del dador de trabajo y de los trabajadores, y tratar de ofrecer orientaciones en materia de ética profesional. Entre los derechos emergentes hoy y a los que corresponden deberes éticos igualmente graves adquieren especial relevancia los siguientes: 0 la conservación y defensa del puesto de trabajo, con demasiada frecuencia puesto en peligro por el cálculo meramente economicista, que introduce nuevas tecnologías sin preocupación alguna por los que, tarde o temprano, quedarán excluidos del trabajo; El el derecho de los jóvenes a una preparación y formación para el trabajo; a ser ayudados a introducirse en actividades productivas estables, dignas y que respondan a sus capacidades e inclinaciones; El el derecho para todos -hombres, mujeres y, en particular, sujetos más débiles, marginales y expuestos a la explotación: minusválidos, extranjeros, inmigrantes...; O a un tipo de trabajo plenamente reconocido, jurídicamente tutelado, sindicalmente defendido y seguro, es decir, garantizado en lo concerniente a la prevención de riesgos físicos y psíquicos que el trabajador puede correr en determinados tipos de trabajo. Muy relevante en el plano ético es el compromiso de garantizar a todos una calidad de trabajo (vinculada con la calidad de vida y de convivencia) que armonice productividad, utilidad social y autogratificación personal, fines operis y fines operantes, interés empresarial y profesionalidad.

Para que esta enumeración de compromisos éticos no se quede en algo genérico ni se reduzca a una consideración parenética, el teólogo moralista debe conjugarla después, a fin de captar bien a qué sujetos van dirigidos esos compromisos y de dar con normas éticas más precisas que muestren en concreto las actitudes y las opciones que por ser moralmente injustas hay que evitar, y de verificar, junto con los expertos, los caminos que las situaciones permiten recorrer para realizar los ideales propuestos. Además, y sobre todo en este campo del trabajo, donde se dan cita los problemas más graves y fundamentales de la ética social, es necesario que el teólogo moralista no consienta que la "utopía" se disocie del cálculo de lo posible, ni que en nombre del realismo -es decir, de la "racionalidad economicista"- se sacrifiquen las exigencias de la /justicia distributiva y social y, consiguientemente, de una racionalidad económica auténtica, medida a partir de la necesidad de los más y no a partir del beneficio de pocos.

2) Por lo que respecta hoy a la deontología profesional, los teólogos moralistas, dado que están en curso cambios profundos e imprevisibles en el campo de los oficios y de las profesiones, parecen más bien reacios a elaborar éticas profesionales que en otros tiempos resultaban tal vez menos arduas. Se advierte, con todo, una cierta tendencia que está adquiriendo cuerpo en algunos sectores de la ética profesional: superación de la espiritualidad de la intención y actitudes críticas frente a profesiones que, a la luz de una consideración más adecuada de la paz, de la justicia y del respeto medioambiental, resulten en concreto ser éticamente negativas.

A diferencia de lo sucedido en los primeros siglos de la era cristiana, en los que, debido a los cambios de las circunstancias sociales, surgieron graves problemas de deontología profesional que motivaron una actitud crítica entre el propio trabajo y la fidelidad al evangelio (p.ej., profesión militar y tribunales), posteriormente todas las profesiones -consideradas honestas por la opinión pública- fueron aceptadas por el mundo cristiano y moralmente justificadas sobre la base ascética de la recta intención. En esta perspectiva, el elemento decisivo que justifica moralmente la profesión ejercida no es tanto la obra realizada -el fines operis- cuanto el fin subjetivo, la intención de servir a Dios, darle gloria y servir al prójimo. En épocas más cercanas a nosotros, la ética profesional se va configurando como ética de compromiso, de seriedad y de competencia. Se ha invocado por los teólogos moralistas la exigencia de llevar hasta sus últimas consecuencias la vocación profesional propia, desarrollando todas sus implicaciones positivas en el marco de un riguroso respeto a las normas de deontología profesional que en muchos sectores, incluidos los laicos, han ido precisándose con mucha escrupulosidad.

En la actualidad, los teólogos moralistas precisan que, para vivir de forma éticamente correcta la propia profesión, no bastan ni la buena intención subjetiva, ni la sola observancia de la "deontología profesional" (que no se identifica sic et simpliciter con la ética) y ni siquiera la honestidad y competencia personales. Se trata, en efecto, de ver si y cómo una determinada profesión -p.ej., el servicio militar, en tiempo de paz o en tiempo de guerra; el proyecto, construcción y comercio de armas, nucleares y/o convencionales; el trabajo (en los diversos niveles de responsabilidad) en las centrales nucleares; el ejercicio de la profesión sanitaria en sectores incluso permitidos por las leyes y por la misma deontología médica (aborto, experimentos con las personas, etc.)representa realmente un servicio a la comunidad, una contribución a la promoción de las personas y de las comunidades, o más bien está en oposición con los valores de la persona, las exigencias de la justicia, de la paz, de la solidaridad internacional, de los equilibrios ecológicos a tutelar, y así sucesivamente. Para los trabajadores dependientes, estos tipos de trabajo representan la mayor parte de las veces una necesidad, y puede resultarles, en concreto, muy arduo presentar /objeciones de conciencia y buscar otra ocupación. La cuestión, en cambio, se presenta diversa para quien ocupa posiciones de mayor responsabilidad y cualificación profesional.

[/Economía; /Huelga; /Doctrina social de la Iglesia; /Propiedad; /Sindicalismo; /Tiempo libre].

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G. Mattai