SISTEMAS POLÍTICOS
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. Ausencia parcial del tema en la tradición bíblica. 

II. Algunos juicios sobre los sistemas socio políticos en la historia del cristianismo: 
1.
Tres posiciones clásicas; 
2. La posición de la enseñanza social de la Iglesia. 

III. Tentativas de clasificación en la investigación politológica. 

IV. Significado ético-teológico de una valoración de los sistemas político-sociales.


 

El concepto de sistema político es moderno en sí mismo y como parte de un discurso más amplio sobre el saber político en general. Por eso hay que apresurarse a afirmar, como premisa al tratado del tema en un diccionario de ética cristiana, que es necesario someter a hermenéutica esta categoría si se quiere ver su importancia para un discurso, justamente como el ético, que desconoce aún una reflexión explícita sobre ella.

I. Ausencia parcial del tema en la tradición bíblica

La necesidad de esta hermenéutica es aún más urgente para los escritos bíblicos, que constituyen los textos básicos de toda reflexión ético-teológica.

Los escritos del AT registran una serie de consideraciones y juicios sobre los diversos regímenes políticos experimentados por el puP?«o:c?,(;. Israel. En diversas tradicio::es b1licas encontramos discusiones particulares sobre el problema de si Israel debe o no tener un rey. Tales discusiones ponen de manifiesto que, para ;los escritos veterotestamentarios,, todo sistema político ha de medirse ponla pauta del respeto de la soberanía absoluta de Yhwh sobre su pueblo. El sentido de esta teocracia veterotestamentaria es todavía hoy muy controvertido. Es evidente que la conciencia de Israel, en las varias etapas de su historia, no distingue de manera refleja entre esfera religiosa y esfera política. Ni siquiera la crítica profética del poder real (cf, como ejemplo entre muchos, Os 10,3; 7,3; 8,4) desmiente esta evidencia. La soberanía de Yhwh es en todo caso de otro género respecto a la ejercida por los varios tipos de autoridad política en Israel. Estos varios tipos de autoridad tienen con Yhwh, cuyos_designios son insondables, una relación como de instrumento; también los soberanos idólatras que no veneran al Dios de Israel pueden ser, incluso inconscientemente, instrumento de Yhwh (cf. Jer 25,9; 27,5s; Is 42,2s; 45,Is). En general estos soberanos y sus métodos de gobierno son vistos como instrumento de castigo del pueblo pecador, y no como creadores de justicia. Por ese motivo en la literatura veterotestamentaria no se encuentra una sacralización particular de un régimen político preciso. Tampoco en la literatura apocalíptica, aunque propone una nueva visión de la historia, se cambia radicalmente esta perspectiva. Yhwh sigue siendo el Dios que "depone a los reyes y los entroniza" (Dan 2,21); por ello, aunque el curso de la historia (en la perspectiva apocalíptica) es considerado como tendiendo siempre a una degeneración, de hecho se nutre de una cierta indiferencia ética respecto a los varios tipos de regímenes.

Entre los especialistas del NT existe hoy un consenso casi unánime en afirmar que los escritos neotestamentarios no presentan una ética política sistemática articulada. El NT contiene sólo afirmaciones fragmentarias sobre lo político y sobre el Estado. Ello no significa que tales afirmaciones sean teológica o éticamente irrelevantes y/ o que no puedan deducirse de ellas actualizaciones éticonormativas. Los escritos neotestamentarios no pretenden hacer afirmaciones de principio sobre la estructura del Estado, ni proponer una serie de criterios o de normas para elaborar una correcta relación del cristiano y de la comunidad eclesial con las estructuras estatales. Quieren responder puntual y fragmentariamente sólo a situaciones de conflicto precisas y concretas de las comunidades particulares de creyentes. Por este motivo las afirmaciones concretas del NT sobre la esfera política no pueden reducirse tampoco a unidad y coherencia interna de tipo doctrinal. De unidad de las-afirmaciones políticas del NT se podrá hablar sólo en el sentido de que se refieren más o menos directamente a la persona de Jesús de Nazaret, al que la comunidad confiesa como Señor.

Este carácter básicamente fragmentario de las tradiciones bíblicas lleva a un pluralismo histórico igualmente fundamental de las tradiciones cristianas acerca de las actitudes que se han de adoptar frente a los varios regímenes políticos, pluralismo que en todo caso no se ha de entender como absoluta indiferencia o equidistancia de los diversos modelos de realización de la convivencia política.

Para la tradición sinóptica el anuncio de la proximidad del reino de Dios (Mc 1,15) pone en crisis toda forma de soberanía que pretenda imponerse en el mundo como absoluta (Mt 12,28; Lc 17,21). Así, la predicación de Jesús no propone modelo alguno normativo de convivencia política, y menos aún se interesa por la conquista de un poder político en Palestina. La lógica del reino, explicitada varias veces a través del medio literario de las parábolas, impide un uso directa y estratégicamente político de los logia de Jesús. Por otra parte, tanto la praxis de Jesús como sus discursos citados por los sinópticos, en las afirmaciones sobre los sujetos prioritarios de la buena noticia, a saber: los pobres (Mc 1,14-15), adoptan un carácter por lo menos indirectamente político. El logion del tributo al César, además, pone de manifiesto la intención de Jesús de desacralizar todo sistema de poder político.

En lo que se refiere a la actitud de la tradición paulina frente a los varios sistemas de poder político imperantes en los ambientes de las primeras comunidades cristianas, nos referiremos sobre todo al texto, sumamente complejo, de Rom 13,1-7. Con esta recomendación parenética Pablo no quiere proponer una doctrina sistemática sobre el Estado, y menos aún pretende fijar una medida de juicio entre los varios sistemas políticos; sólo desea responder a la pregunta de si también los cristianos deben pagar los impopulares impuestos indirectos. Esta pasaje hay que verlo como un enclave entre una serie de recomendaciones cuyo centro es el amor de la agape. En este contexto la estructura del Estado no recibe del apóstol una dignidad teológica particular. La actitud del creyente frente a él no ha de ser ni servilista ni entusiasta; debe estar lejos tanto de la separación místico-perfeccionista entre político y religioso, como de la voluntad de destrucción que se hace la ilusión de poder cambiar radicalmente la lógica subyacente a todo poder humano. En este sentido, más allá de una formulación literal acaso bastante ambigua, también el texto de Rom 13 hace indirectamente una contribución a la desmitización teológica de los sistemas políticos.

Acentos diversos presenta el texto, importante también para su recepción histórica, de Ap 13. Aquí el conflicto entre fe de los creyentes y sistema político romano es evidente y está marcado por la persecución. Esta situación lleva a una radicafzación que se manifiesta en los dos extremos: por una parte, el poder político se autodiviniza; por otra, los creyentes reaccionan contra esta teologización impertinente con la demonización del sistema político.

II. Algunos juicios sobre los sistemas socio-políticos en la historia del cristianismo

La historia del pensamiento cristiano, que se inicia ya con anterioridad a la formación del canon bíblico, manifiesta un gran pluralismo de valoraciones (lo mismo de principio que de aplicación concreta) frente a los varios sistemas socio-políticos que encuentra en el decurso de los siglos.

Aquí aludiremos sólo a algunos momentos básicos de la historia de las ideas ético-político-sociales, concentrando la atención en el juicio pronunciado sobre los regímenes y sistemas socio-políticos. Además nos limitaremos sólo a las tres posiciones clásicas más representativas de la tradición cristiana (Agustín, Tomás y Lutero), pasando luego a las posiciones más recientes de la enseñanza social de la Iglesia, teniendo muy clara la distancia que existe en cuanto al contenido entre el concepto de sistema socio-político, tal como lo comprende hoy la investigación politológica, y los juicios éticos expresados por las mencionadas auctoritates sobre los sistemas políticos de su tiempo.

1. TRES POSICIONES CLÁSICAS. Una reflexión ética y/ o teológica explícita sobre los sistemas políticos no se encuentra ni siquiera en san Agustín, que, sin embargo, dedica gran espacio a la problemática política, sobre todo en De civitate Dei. Agustín subraya ante todo que la esfera de lo político no es el lugar en que el hombre tiene la posibilidad de autodeterminarse verdaderamente; y mucho menos tiene el hombre la posibilidad de escoger el sistema sociopolítico. Al contrario: "el corazón del rey está en las manos de Dios" (De gratia et libero arbitrio, 42) y "Dios lo conduce adonde él quiere". En otras palabras, el hecho político es la manifestación de una estrategia secreta de Dios sobre la historia humana. De esta realidad misteriosa no se sigue, para Agustín, que el soberano tenga siempre moralmente razón o que esté constantemente legitimado, sino sólo que el cristiano está llamado a seguir los designios de Dios incluso cuando se manifiestan a través del soberano pecador o de un régimen injusto. El llamado pesimismo político de Agustín está estrechamente relacionado con esta visión suya teológica de la historia y de los regímenes socio-políticos. En efecto, para el obispo de Hipona una autoridad política, un sistema sociopolítico, no puede ejercer poder alguno sin la ayuda permisiva, tolerante y gratuita de Dios. Además, para el cristiano la vida está en continua tensión escatológica, por lo cual en primera instancia está llamado no tanto a realizar un orden político, aunque éticamente fundado, cuanto más bien a utilizar los acontecimientos y las instituciones políticas como ocasión para hacer sitio al crecimiento e instauración de la ciudad de Dios, que todavía no puede identificarse con la Iglesia empíricamente visible, pero que será su cumplimiento al fin de los tiempos.

Algunos elementos de esta visión de los regímenes políticos llevará en el medievo a las diversas expresiones de agustinismo político, donde las varias formas de gobierno serán juzgadas basándose en su función respecto a la Iglesia. Así, el emperador se convertirá en custos ecclesiae, y las dos ciudades se transformarán en las dos espadas.

La superación del horizonte agustiniano en la reflexión acerca de los sistemas socio-políticos será posible en el medievo sólo partiendo de un nuevo enfoque teórico capaz de provocar un cambio paradigmático. Es lo que ocurrirá con la aceptación de la filosofía política de Aristóteles en la obra de santo Tomás de Aquino.

Para santo Tomás, los fines últimos del individuo y de la sociedad son íntimamente coherentes entre sí y, al menos in nuce, idénticos. Esta coherencia tiene raíces éticas, ya que el fin de ambos es vivir según la virtud, además de que toda la humanidad está llamada al goce de Dios en la vida bienaventurada. Por este motivo el problema de la necesidad de una autoridad en la comunidad política no es contemplado como problema técnico-organizativo, presidido quizá por necesidades de tipo material y económico, sino como problema específicamente moral. Así como el médico debe proveer a que la vida de los hombres se conserve sana, así el príncipe está llamado a presidir la vida racional y virtuosa de los ciudadanos. En esta perspectiva hay que juzgar la preferencia del Aquinate por el sistema de gobierno monárquico. Se trata de una preferencia que no tiende ciertamente a legitimar cualquier despotismo, sino a privilegiar la forma mejor de gobierno de representación. El jefe político personifica, por así decir, al Estado, si bien por motivos prácticos es más realista una forma de gobierno mixta. En cualquier caso, independientemente del tipo de régimen político que un pueblo escoge, el Estado es un modelo de sociedad en sí perfecto y completo. (La distinción entre sociedad y Estado, en el sentido moderno en que hoy se entiende, no está aún presente en Tomás de Aquino).

Con la reflexión de Lutero sobre el régimen político se produce otro cambio paradigmático en la tradición cristiana de Occidente. La valoración ético-teológica de los sistemas políticos es del todo interna a la distinción exquisitamente teológica entre ley y evangelio. La distinción sólo puede exiperimentarse en el ámbito de la fe. Esta diversidad radical entre la relación qué el cristiano mantiene con las leyes éticas y jurídicas, por una parte, y con el mensaje gratuito de salvación que es Cristo, por otra, no lo ve Lutero como falta absoluta de nexo entre las dos realidades ("Lex respicit ad Evangelium... Evangelium respicit ad Legem": WA 4,134,29). Los sistemas políticos pertenecen a la realidad de la ley, por lo cual asumen las funciones propias de la ley: ante todo, la función civil de pacificación mínima del convivir humano, que por su naturaleza tiende al conflicto generalizado; en segundo lugar, al menos para el creyente, la ley (y por tanto también las instituciones políticas a ella ligadas) recuerda constantemente la insuficiencia de las capacidades humanas para cumplirla. Así pues, los sistemas políticos carecen de importancia a nivel salvífico y son necesarios a nivel ético. El creyente se mueve en esta dialéctica de necesidad y de inutilidad.

2. LA POSICIÓN DE LA ENSEÑANZA SOCIAL DE LA IGLESIA. Se intentará dar razón aquí del sentido de una relativa indiferencia respecto a los sistemas políticos, que puede observarse en los escritos de los papas del siglo XIX, desde León XIII a Pío XII excluido. Se trata de la primera versión de la enseñanza social de la Iglesia, importante para poder verificar adecuadamente la pretendida hipoteca antidemocrática que habría pesado sobre la reflexión ético-política de matriz católica hasta hace pocos decenios.

La mencionada indiferencia no es de índole contingente, y mucho menos está ligada a una estrategia de mera autoconservación en contextos sociales diversos; más bien hay que relacionarla con una visión filosófico-teológica de fondo acerca del Estado y sus funciones sociales, por una parte, y a exigencias eclesiológicas, por otra.

En lo que se refiere a la visión del Estado sostenida por la enseñanza social de la Iglesia hasta Pío XII, puede notarse un rasgo claramente anticontractualista que connota a todo juicio ético sobre los varios tipos posibles de régimen político. La visión contractualista de la génesis del poder político es combatida sobre todo por el hecho de que parecía directamente competitiva con el poder divino y su primado respecto a todo tipo de autoridad humana. Las diversas democracias representativas, que se derivan justamente de una visión contractualista de la génesis del poder político, se basan en una visión consensual de los fines que hay que conseguir en la vida política, mientras que la enseñanza social de la Iglesia insiste en defender una concepción metafísica de los fines de la convivencia social. Semejante concepción no es específica del cristianismo en general, y mucho menos de la tradición católica en especial, sino que es de proveniencia claramente anstotélica; se ve, porque el fenómeno de la génesis y del desarrollo de la enseñanza social de la Iglesia a partir del siglo pasado está estrechamente ligado, sobre todo en León XIII, a una rehabilitación del tomismo en los varios ámbitos del saber. Según esta perspectiva neoescolástica, la convivencia política es una cualidad natural que no puede referirse a un pacto artificial primigenio. El juicio sobre los varios sistemas políticosociales es un juicio segundo, hecho sobre los medios que el Estado se da para alcanzar el fin del bien común, y no un juicio sobre lo político en cuanto tal. De ahí que el interés moral por las diversas formas de gobierno sea en la tradición escolástica más bien contingente. Así santo Tomás de Aquino manifiesta una abierta simpatía hacia la monarquía, pero sin hacer de ello una cuestión de preferencia absoluta.

Si luego, en los papas que preceden a León XIII y a la Rerum novarum, pueden notarse aún acentos polémicos de tipo legitimista orientados a combatir el liberalismo en cuanto negador de los títulos jurídicos que las casas reinantes reivindican para sí para la posesión del poder, después de León XIII la crítica de los regímemes liberal-democráticos se hará a partir de su concepción de la génesis del poder político mismo. Se combate el contractualismo porque pone los fines en que se basa el bien común a disposición del hombre y porque ve el bien común sin lazo alguno necesario con el aspecto religioso, y consiguientemente con el eclesiástico también. El Estado laico es al mismo tiempo un Estado que niega la esencia metafísica de lo político; en este sentido la Iglesia no puede ser indiferente ante los varios sistemas político-sociales, sino que dará la preferencia a los que dejen espacio al reconocimiento de la soberanía divina y a los intereses de la misma Iglesia.

Por su parte, el contractualismo liberal reaccionó frente al intento neoescolástico siguiendo dos modalidades diversas. En aquellas sociedades en las que tenía gran peso la realidad visible del catolicismo, primeramente en Italia (que además tenía que ver con la cuestión romana), la falta de entendimiento entre contractualismo iluminista y filosofía política neoescolástica permanece abierta y adopta tonos claramente polémicos, ignorando por una y otra parte los orígenes también teóricos del diverso juicio formulado sobre los varios sistemas político-sociales. En las sociedades anglosajonas, en las que el catolicismo era en todo caso minoría, se establece una situación de convivencia práctica, que con el tiempo permite también la adopción teórica de algunos principios del liberalismo, naciendo así una preferencia ética por la democracia incluso en el campo católico.

Esta preferencia, no sólo táctica, sino de principio, comienza a abrirse paso en el magisterio pontificio a partir de Pío XII (cf los radiomensajes navideños de 1941 y 1944). En el frente de la reflexión eclesiológica permanece la pretensión de verdad absoluta representada por la institución visible de la Iglesia católica, pero se renuncia a exigir un reconocimiento explícito de esta pretensión universal por parte de los varios regímenes políticos. En el frente de la reflexión sobre los sistemas socio-políticos no se puede ignorar el impacto indirecto, también teórico, que los regímenes dictatoriales nacionalsocialistas han tenido en el desarrollo de las reflexiones del magisterio sociopolítico de los pontífices.

Por una parte, el éxito de estos regímenes autoritarios fue una tentación para el catolicismo oficial, pues parecían, al menos indirecta y torpemente, satisfacer algunas exigencias formuladas por el magisterio precedente: forma no contractual, y por tanto contingente, del poder estatal; abierto reconocimiento (mediante el instrumento del concordato) de la soberanía de la Iglesia católica como institución de derecho público. Por otra parte, las situaciones injustas y dramáticas creadas por estos regímenes (anexiones y guerra mundial) fue una ocasión para la reflexión éticopolítica ligada a la enseñanza social de la Iglesia. Como afirma justamente A. Acerbi (Legittimazione, 168), "en León XIII toda la reflexión sobre la política y el Estado se refería al campo de la ética y de la ley divina; en cambio, Pío XII deja espacio para la ley humana, que representa un orden racional regido por principios específicos propios, lo cual le induce a aceptar la distinción, de origen liberal, entre Estado y sociedad".

En esta perspectiva las varias formas del convivir social (los sistemas político-sociales) son éticamente medidos por su capacidad de garantizar no sólo un bien común metafísicamente definido, sino también la libertad de las personas que lo componen. El respeto de la soberanía popular recibe una connotación claramente ética y no es visto ya en competencia con los derechos de Dios y/ o con la tesis persistente del origen divino del poder político humano.

Con Juan XXIII, el concilio Vaticano 11 y los pontífices que seguirán, el horizonte de reflexión sobre los sistemas político-sociales se amplía más y por motivos diversos. La reflexión eclesiológica recibe con la constitución Lumen gentium una impronta cualitativamente nueva, renunciando definitivamente a la representación de la iglesia visible como societas perfecta. El Estado y las varias formas históricas que asume no se miden ya por el modelo eclesial ideal. Por otra parte, la aceptación tardía, pero completa, del principio de libertad religiosa descarga a los sistemas políticos del deber de ser un momento de verdad en el destino último del hombre. Los sistemas socio-políticos son juzgados ahora basándose en su capacidad de realizar una convivencia racional fundada en valores éticos de libertad y justicia, sin pretender que formulen juicios sobre los fundamentos últimos de estos mismos valores. Tales juicios son de competencia de varios grupos sociales, entre los que la Iglesia visible se coloca en pie de igualdad, sin reivindicar privilegios específicos. "Es cometido de las agrupaciones culturales y religiosas, dentro de la libertad de adhesión que suponen, desarrollar en el cuerpo social, de manera desinteresada y por sus medios propios, las convicciones últimas sobre la naturaleza, el origen y el fin del hombre y de la sociedad (PABLO VI, Octogesima adveniens, 25).

La Iglesia, por su parte, no se presenta ya como sociedad perfecta entre las sociedades imperfectas, sino que coloca el acento en su constitución mistérica y en la permanente dialéctica entre visible e invisible como expresión principal de su condición de signo del reino, es decir, de la plena soberanía de Dios sobre el mundo y sobre la historia. Por lo tanto, la existencia eclesial no se sitúa ya como forma de competencia directa, en el mismo plano, de las varias formas de convivencia política, sino como estímulo indirecto a una existencia política que tenga clara connotación ética.

El magisterio posconciliar, hasta el más reciente, está pues, en condiciones de hacer del respeto de los /derechos fundamentales del hombre la pauta ética de medida de los varios sistemas socio-políticos. Sobre todo en Juan Pablo II la relación entre sociedad y Estado se problematiza aún más mediante una intensa relativización del Estado como instrumento segundo respecto a la sociedad. "El Estado no es ya, como era en el siglo xlx, el único principio mediante el cual la Iglesia podía ponerse en relación con la sociedad en un plano de universalidad. Los derechos humanos dan forma políticojurídica concreta a la idea de humanidad, que es la idea más congénita con el universalismo intrínseco a la concepción católica. Esto significa que existe una especie de degradación de las relaciones con el Estado lo que es visible en la caída del sistema concordatorio" (ACERBI, Legittimazione, 173).

La última encíclica social de Juan Pablo II (Sollicitudo re¡ socialis) representa un paso más en esta línea. Aquí se relativizan no sólo los varios sistemas socio-políticos en su pretensión de expresión de la verdad del hombre, sino también el alcance mismo de una enseñanza social de la Iglesia. Esa enseñanza no se propone ya como el cuadro teórico de una posible tercera vía más allá de la alternativa entre sistema liberal y colectivista. La Iglesia no produce una propuesta sistemática entre los varios sistemas posibles, sino que más bien es portadora de un mensaje religioso y a la vez ético de tipo transistemático. Por tanto no constituye posibilidad de concurrencia y/o de alianza para los sistemas sociopolíticos que se enfrentan en la escena del mundo, sino más bien estímulo crítico para los varios tipos de formación social.

Lo que no está aún muy claro a partir de este último desarrollo del magisterio pontificio es la serie de consecuencias que esa visión pueda y deba tener a nivel eclesiológico. De hecho, ya hoy la Iglesia católica convive con una serie de sistemas sociopolíticos diversos sin reivindicar privilegios específicos para su propia organización interna.

III. Tentativas de clasificación en la investigación politológica

La pulverización de la reflexión contemporánea sobre la política está íntimamente ligada al hecho de que la misma política se hace accesible también a una aproximación empírica no valorativa. Partiendo de este supuesto metodológico se pueden definir y programar ante todo subdisciplinas políticas de ciencias humanas superiores más generales. Así, de hecho, se han desarrollado en los últimos tiempos ramas nuevas del saber, como la psicología política, la sociología política, la etnología y la geografía política, etc. En un grado intermedio de generalización y de abstracción se coloca la ciencia política, llamada también politología, que se entiende a sí misma como teoría global, pero no filosófica y/ o ética, del fenómeno político. En este nivel de abstracción y de teorización se han propuesto varias tipologías más o menos coherentes de clasificación de los sistemas políticos.

Para poder comprender mejor en qué nivel se colocan las varias definiciones de estos sistemas hay que retroceder a las diversas visiones del concepto de sistema, por una parte, y a los varios esfuerzos por definir la política, por otra. Para este último punto, ! Política.

En cuanto a la noción de sistema (político), hay que recordar que no se trata en primer lugar de una realidad empírica, sino ante todo de un modelo teórico que se inspira en un tipo ideal de convivencia social. Es decir, se trata de un concepto analítico, y no primariamente descriptivo, en el que se definen a priori (de manera del todo convencional, aunque no arbitraria) una serie de posibles variables que, dentro de un trabajo de comparación, constituirán la pauta de juicio sobre la diferencia entre los varios sistemas.

La autonomía de los sistemas sociales y políticos es variable y relativa. Está en estrecha dependencia de factores geográficos, climáticos, de producción de bienes materiales, etc. Algo que por lo demás es común a todos los sistemas es el conjunto de factores varios que están en relación de cohesión y de covariación, de modo que sea posible, al menos en principio, compararlos.

Todo sistema está estructurado ad intra por una serie de subsistemas de cohesión y de solidaridad, y ad extra por instrumentos potenciales de conflicto con otros sistemas que podrían competir con él. El sistema político hoy más común, el Estado nacional soberano, es a su vez resultado de acumulaciones de funciones provenientes de otros subsistemas, que antecedentemente tenían vida más autónoma. Recuérdese, por ejemplo, el clan, la aldea, las ciudades-estado, los pequeños territorios feudales, las provincias más populosas, hasta los primeros Estados-nación. Este proceso acumulativo puede observarse en el tiempo lo mismo que en el espacio, y conduce al desarrollo de saberes diversos, como la historia de los sistemas políticos y la ciencia política comparada.

También dentro de sistemas políticos que han alcanzado un grado análogo de institucionalización (los varios Estados nacionales hoy reconocidos jurídicamente como tales y reagrupados en los organismos internacionales) es posible un trabajo de comparación entre subsistemas análogos. Así, se encuentra en politología la disciplina que estudia comparativamente los sistemas de gobierno, las administraciones, los subsistemas de instrucción, etc.

Según el modo más general de considerar la soberanía política, se parte hoy (si bien con premisas muy diversas, aunque inexpresadas) de la llamada soberanía del pueblo. Las raíces históricas de esta expresión se remontan a la polémica histórica contra el absolutismo de los soberanos dinásticos del siglo xvii. Pero partiendo del topos de la soberanía del pueblo pueden encontrar legitimación varios y diversos sistemas políticos. En efecto, la soberanía del pueblo se ejerce a través de estructuras que la hacen más o menos directa. El instrumento jurídico que define el grado de ejercicio directo o indirecto de la soberanía popular es en general la llamada constitución. Ésta puede prever un sistema político de democracia directa o eventualmente indirecta, si la soberanía es ejercida con instrumentos más o menos permanentes de delegación del poder. Estos últimos pueden variar geográficamente en el territorio de un Estado dado, con diversos grados de centralización y/ o de autonomía local. Además pueden definirse varios grados de soberanía directa o delegada según las competencias delegadas en los órganos de decisión. Se alude a órganos de decisión en general, porque esa connotación es antecedente a la eventual diferenciación de las funciones de poder.

Se consideran como democráticos aquellos tipos de régimen político que prevén una estricta separación de los poderes entre la función legislativa, ejecutiva y judicial.

Un elemento ulterior de diferenciación de los sistemas políticos viene dado por la diversa función asumida por los llamados grupos de interés. A estos últimos se los denomina en general partidos, aunque eventualmente pueden revestir otras formas institucionales. Hay regímenes políticos que prevén estructuralmente la pluralidad de partido como condición de democracia, mientras que otros, por razones muy diversas, prevén constitucionalmente la presencia de un partido único.

Es común a todos los regímenes políticos modernos que el Estado prevea un monopolio del derecho y un monopolio de la fuerza legítima. Esta característica transistémica se cuenta, teóricamente, entre las más problemáticas. Si, por una parte, el monopolio estatal de la fuerza minimiza la presencia de la violencia en la sociedad, por otra legitima indirectamente cualquier abuso violento de Estado, ya que no se le puede dar respuesta adecuada. De todas formas hay sistemas políticos que prevén explícitamente las condiciones de un legítimo derecho de resistencia. En lo que respecta al monopolio estatal del derecho, se podrían suscitar también otros interrogantes, ya que no reconoce otras soberanías plenas fuera del Estado. Asoma aquí una posible tentación de absolutismo jurídico.

La pregunta que el especialista de ética se hace ante la enorme cantidad de informaciones recientemente acumuladas en este ámbito del estudio de los sistemas políticos es la de saber si tales informaciones poseen una valencia y una importancia ética. La pregunta es seguramente legítima, incluso dentro del horizonte politológico, pero no puede recibir una respuesta apresurada.

Ante todo hay que observar, en la perspectiva sistemática, las contradicciones que produce un sistema político respecto a las doctrinas éticopolíticas que lo legitiman. Es posible que tales contradicciones provengan de subsistemas más o menos institucionalizados y/ o visibles (ejército, policía, oligarquías, etc.), o bien que sean fruto de contingencias temporales provenientes de otros sistemas (crisis económicas). La complejidad alcanzada por las interacciones en los sistemas y entre los sistemas es tal que excluye en general una explicación monocausal de tales contradicciones. Ello no significa que no puedan referirse más o menos directamente a responsabilidades personales y, por tanto, que tengan valencia ética.

Lo que se puede claramente observar es que el sentido de responsabilidad personal por fenómenos éticamente negativos es proporcional a la simplicidad del sistema socio-político a que se pertenece. Con el aumento de la complejidad se observa una disminución de implicación moral por parte de los individuos, y ello independientemente del grado de participación posible (o sea, de "democraticidad'~ en un sistema político dado.

IV. Significado ético-teológico de una valoración de los sistemas político-sociales

La tradición de la ética filosófica y de la ética teológica ignora, según se ha dicho al principio, una reflexión explícita sobre los sistemas políticos en cuanto sistemas. Hasta ahora [/ supra, II] nos hemos limitado a una valoración moral de los regímenes de gobierno. La reflexión contemporánea deberá ampliar este horizonte valorando otras dimensiones del sistema político, y respectivamente otros subsistemas que determinan la convivencia en el macrosistema. Basta pensar en las políticas energéticas [t Ecología], en los sistemas económico-alimentarios, etc.

Los límites de la reflexión ética respecto a los sistemas socio-políticos se encuentran sobre todo en la atribución directa de responsabilidades a personas y a instituciones. Esta atribución se realiza en general a través del instrumento del derecho, aunque no se agota en él. En todo caso, es importante que la conciencia de la complejidad, que no permite atribuciones absolutas, no caiga en un agnosticismo ético, en virtud del cual no se le imputaría a nadie la responsabilidad ética de desórdenes evidentes. Todo individuo, en efecto, es portador al mismo tiempo de derechos y de deberes, de modo que no es éticamente posible refugiarse en un limbo de irresponsabilidad.

Por su parte, la reflexión moral deberá prestar una atención particular a las conexiones existentes entre sistemas administrativos y decisiones políticas. Se trata de un ámbito completamente nuevo, en el que se están dando aún los primeros pasos. En efecto, la atención de la ética hasta ahora estaba dirigida casi exclusivamente a cuestiones de principio relativas a la capacidad y a la voluntad de un régimen político de reconocer la soberanía específica de la Iglesia como estructura visible.

La principal contribución de la reflexión ético-teológica en este campo consiste no tanto en su muy improbable capacidad de hacer sugerencias sobre el mejor funcionamiento de los sistemas políticos [/ Especificidad de la moral cristiana] cuanto más bien en su peculiar actitud para percibir la dialéctica de necesidad y de inutilidad salvífica de lo político (cf en bibl. AANV., La necessitá dellfnutile), y por tanto también de los sistemas que intentan darle cuerpo. La atención de la reflexión teológica deberá, por tanto cuidar primariamente de salvaguardar la sustancia del propio mensaje sin dejarlo secuestrar ideológicamente al servicio de sistemas que se comprenden y teorizan a sí mismos como históricamente necesarios o como moralmente omnipotentes. La referencia escatológica que caracteriza a toda teología y a toda ética cristiana impide que se asigne a regímenes políticos particulares, aunque estén éticamente bien fundados, una dignidad teológica en el ámbito de una historia de la salvación. Así pues, la contribución de la teología de los varios sistemas políticos es negativa, acaso materialmente pobre, pero sumamente necesaria, al menos como antídoto. En efecto, a lo largo de los siglos ha sido demasiado fuerte la identificación entre las formas particulares de soberanía y su legitimación teológica.

[l Estado y ciudadano; l Participación; l Poder; l Política; l Político].

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A. Bondolfi