SANTIFICACIÓN Y PERFECCIÓN
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. Un discurso difícil. 

II. Alabanza de la iniciativa divina: 
1.
El "ethos sacro"; 
2.
El que santifica y los santificados por él; 
3.
Para alabanza de Dios; 
4.
"Ethos" sagrado y "ethos" sancionado. 

III. Ser santificados y llamados: 
1.
La obra del Espíritu Santo; 
2.
El fruto del Espíritu; 
3.
Adoración en espíritu y verdad. 

IV. Relación entre santificación y perfección: 
1. Perfección: tensión entre el ya y el todavía no;
2. Madurez cristiana; 
3. Una única vocación y diversidad de dones. 

V. Seréis, pues, perfectos como vuestro Padre: 
1.
Texto y contexto; 
2. El amor redentivo a los enemigos: criterio decisivo;
3. La no violencia terapéutica. 

VI. Conceptos peligrosos de perfección.


 

I. Un discurso difícil

El término santificación, como el de perfección, ocupa un puesto central en el mensaje bíblico, y generalmente también en la teología ascético-mística y sacramental. En cambio, por lo que se refiere a la teología moral sistemática, la ausencia -cosa no rara- o el uso del todo secundario de los dos términos y de las perspectivas por ellos señaladas constituyen un criterio perentorio. Sin embargo, en una moral que desee ser fiel al pensamiento bíblico y netamente cristiana indican una visión característica y fecunda.

En una cultura en la que todo el sistema educativo está estructurado y saturado por el éxito socioeconómico, por el bienestar y por el progreso técnico-científico, resulta muy difícil un discurso alímentado por la perspectiva de la santificación. Esto es igualmente cierto para un sistema ético reducible preferentemente, si no exclusivamente, a un orden establecido autoritariamente por un conjunto de normas puestas al servicio de una autoridad que quiere controlarlo todo.

Mas a quien posee una experiencia del amor oblativo y gratuito y la capacidad de la gratitud, le resulta concretamente posible sintonizar con nuestro tema. El discurso relativo a la santificación y la perfección está en la longitud de onda de la reciprocidad de las conciencias y de las relaciones interpersonales fieles y felices. Aquí se intentará seguir la línea trazada por la constitución Lumen gentium, que habla con tanta insistencia de la llamada de todos los fieles a la santidad, encuadrándola en el giro deseado para la teología moral por el concilio Vat. II. Para hacerse una idea de este giro, bastará comparar el capítulo V de LG y el número 16 de OT con el esquema "De ordine moral¡" de la comisión preparatoria (cf Ph. DELHAYE, Les points forts..., en bibl.).

II. Alabanza de la iniciativa divina

Para el estudio tanto de la religión como de la ética, y particularmente de la moral cristiana, la cuestión más importante es la relación recíproca entre lo sagrado y el bien, entre la religión y el ethos, entre la fe y las obras. La profundización de la relación entre santificación y perfección en la revelación y en la historia de la moral católica ofrece una clave indispensable para el conjunto de la problemática.

1. EL "ETHOS SACRO". A la luz de la revelación y de la auténtica experiencia religiosa, sólo es posible hablar de la santificación y de la perfección cristiana y humana en el contexto del Dios santo. En todas las grandes religiones, pero particularmente en la revelación vetero y neotestamentaria, el ethos sacro aparece como absolutamente básico para la moral viva de los creyentes. El ethos sagrado está sostenido por la experiencia religiosa ante el misterio de Dios. Según Rudolf Otto, en el ethos sagrado el hombre experimenta una "Kontrastharmonie": una tensión fecunda entre los polos, que en un primer momento podría parecer que están en contraste, pero que en realidad se comunican en una armonía profunda, en un equilibrio de orden superior. Los dos polos son el mysterium tremendum (el misterio en cuanto inspira un santo temor) y mysterium fascinosum (la proximidad beatífica de lo sagrado). Cuanto más sana es la experiencia religiosa, tanto más se interpenetran los dos polos. El padrenuestro es su expresión más clásica: divinamente instruidos, nos atrevemos a llamar al que está en los cielos Abba -expresión de máxima confianza, pero que no permite superficialidades-, mientras nos recordamos a nosotros mismos: "Dios está en el cielo y tú en la tierra" (Qo 5,1). A1 profeta, conmovido por el sentido de su propia impureza, el Dios santo le ofrece la experiencia de su cercanía purificadora y curadora (Is 6). Cuando el hombre acepta y vive esa experiencia, Dios santifica su nombre en el verdadero adorador. Del mismo modo son santificados los que, atraídos por la fascinación del Dios que es amor, buscan su reino y aman su santa voluntad.

2. EL QUE SANTIFICA Y LOS SANTIFICADOS POR ÉL. Conscientes de que Cristo es el cumplimiento de las profecías sobre el siervo de Dios (Is 42; 49; 50; 52), los primeros creyentes lo llaman el "santo siervo" (He 4,27.30) y "el santo y el justo" (He 3,14). En el mismo sentido profundo la carta a los Hebreos presenta a Cristo como "el que santifica" y llama hermanos a los que son "santificados por él" (Heb 2,10-11). El Hijo, siervo y cordero no violento que el Padre quiso "perfeccionar por medio de la pasión" (2,10), se convierte en "cabeza de la salvación", en fuente de santificación, justificación y reconciliación, en revelador de la justicia salvadora de Dios. Siendo el santo de Dios en persona, el Hijo se santifica (se consagra) a sí mismo, para que sean santificados en la verdad sus discípulos (Jn 17,19) y, como signos y testimonios de unidad, den gloria a Dios Padre dedicados a la solidaridad de la salvación.

Así el concepto de santidad-santificación es un eco de modo nuevo del de sacrificio: don de sí por los hermanos, por los pecadores, Jesús es el adorador perfecto "en Espíritu y verdad". La santificación y consagración que viene del que ungido por el Espíritu se constituye en sacrificio y don del amor no violento no significa primero de todo un nuevo modo de obrar, sino un nuevo modo de ser partícipes del amor y don del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo y de la misma misión del Hijo (cf LG 28; 31; 39). De ahí se deriva también un nuevo modo de obrar: así como "al que el Padre santificó y envió al mundo" se revela como Hijo-siervo y siervo-Hijo haciendo las obras del Padre (Jn 5,36; 10,25), así también sus discípulos fieles manifestarán el Hijo al mundo haciendo sus mismas obras en el mismo Espíritu. Sólo así, en Cristo y santificados por Cristo, serán partícipes de su misión santificadora, liberadora y sanante.

3. PARA ALABANZA DE DIOS. El concilio Vat. II, hablando de la santificación que hace a lbs fieles, también laicos, partícipes "del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo", indica explícitamente su dinámica más íntima: "Sean para la gloria del Creador y redentor" (LG 31). Santificados, y por tanto hechos partícipes del amor y de la misión de Cristo, "constituidos en la libertad real", los discípulos lo harán todo para alabanza de Dios, "a fin de que Dios sea todo en todos" (LG 36).

Por eso no se trata de una mera imitación de Cristo, como aquélla en virtud de la cual un artista intenta reproducir las líneas del modelo. Aferrados por el Espíritu de Cristo y partícipes de su misma vida y misión, los discípulos pueden decir con el apóstol: "Ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí... No rechazo la gracia de Dios" (Gál 2,20-21).

Los santificados, viviendo auténticamente su vocación, con una memoria agradecida, reconocerán siempre y en todas partes los dones de Dios como tales. Así, alabando a Dios en toda su vida; por medio de la pureza con que sirven a Dios en sus hermanos invitarán a los otros a glorificar al Padre que está en los cielos (Mt 5,16).

4. "ETHOS" SAGRADO Y "ETHOS" SANCIONADO. Para poder interpretar la relación entre lo sagrado y el bien, entre la experiencia específicamente religiosa, tenida en el encuentro con el misterio tremendo y fascinante, y la opción ética, Rudolf Otto nos propone la distinción entre ethos sagrado y ethos sancionado: el primero es la actitud respecto a la esfera de lo sagrado; el segundo es el resultado de la confrontación entre la experiencia religiosa y el ethos, los tabúes y las normas morales que existen en una determinada cultura o en un determinado ambiente y reciben de él aprobación, diferenciación, sanción o rechazo parcial. Se trata de ua,paradigma útil para comprender las discusiones de los últimos sobre una moral constituida y determinada por la fe (Glaubensethik), por una parte, y una moral autónoma en el contexto de la comunidad de fe, por otra. El ethos sacro netamente cristiano es más profundo, más rico y más claramente definido que cualquier otra forma. Él es la respuesta directa a la revelación de la gloria y del amor de nuestro Dios en Jesucristo. El centro de esa respuesta, concebible sólo en el contexto de la iniciativa divina, es la fe adoradora, confiada, fecunda en el amor a Dios y en todas las formas de culto auténtico ofrecido a Dios como respuesta a su revelación y a su invitación. Dado luego que Dios se revela a sí mismo en su amor al hombre -a todo hombre- y al mundo creado y redimido en su Hijo, y dado que la santificación que nos viene de Dios es inserción en el amor redentor de Cristo y en la historia de la salvación de la que Cristo es el centro, el ethos sagrado netamente cristiano incluye el amor del prójimo: amar al prójimo, amar a los hijos de Dios con el mismo amor del que somos partícipes. Por eso el ethos sagrado no puede de ningún modo ser indiferente frente al amor redentor, a la justicia sanante, también hacia los adversarios, de la misión de paz. Todo esto entra en la esfera de lo sagrado, de la fe, de la esperanza, del amor de Dios, de la verdadera adoración.

La ética cristiana en la tradición de las Iglesias reformadas expresa la riqueza de ese ethos sagrado netamente cristiano con el paradigma "del indicativo al imperativo". Lo que en la obra de la redención, de la reconciliación, de la justificación y de la santificación, Dios hace y nos comunica, lleva en sí la llamada, la exigencia, la invitación, o sea, el imperativo: el indicativo de la obra de Dios indica el camino de la auténtica respuesta.

Todo lo que la santificación, la reconciliación y la justificación indican respecto a la llamada a vivir santamente forma parte del ethos sagrado, de la Glaubensethik. No se pueden tratar auténticamente la revelación y la fe cristiana si se separan las verdades que hay que creer-de la espiritualidad y de la llamada plena a la santidad. Toda forma de divorcio entre teología y espiritualidad hace estériles a ambas. Esto vale de modo particular para la moral; ésta sólo se convierte en teología cristiana enlazando íntimamente con la santificación y la llamada a la santidad, con el ethos sagrado en virtud de la inserción del cristiano en la historia de la salvación y de la paz. La vocación de todos a la santidad, contenida en la obra de la redención, de la justificación y de la santificación, es una característica fundamental de la moral cristiana.

Esa llamada no puede menos de encontrarse con toda la experiencia ética de ambientes, culturas y épocas históricas diversas. La Iglesia y todos los cristianos no pueden vivir la santificación, la llamada a la santidad y la participación en el amor y en la misión de Cristo sin gran vigilancia de los signos de los tiempos y sin la rica experiencia y reflexión de todos los hombres. Los cristianos saben bien que Dios obra en todos, por medio de todos y para todos. El Espíritu de Dios sopla donde quiere. La unción del Espíritu, recibida con fe reconocida, dará un sentido profundo de discernimiento, para que los fieles dediquen plena atención a "lo que hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de buena fama, de virtuoso, de laudable" (Flp 4,8). El rico ethos sagrado resplandece en la revelación y en la vida de los santos, mientras que el ethos sancionado más concreto requiere una continua atención a las necesidades y a las oportunidades presentes, a la experiencia y a la reflexión solidara de toda la familia humana, y por eso una cierta autonomía en el diálogo.

III. Ser santificados y llamados

La importancia que se da ala iniciativa santificadora de Dios y a su llamada por gracia determina todo un tipo o modelo de moral; en ese modelo resulta impensable una vuelta a una moral separada de la espiritualidad y caracterizada por las normas prohibitivas; además será también mucho más que una moral de la mera imitación de Cristo; podrá ser sólo una moral de la vida en Cristo, y al mismo tiempo una moral pneumática.

I . LA OBRA DEL ESPfRITU SANTO. Fiel a la Escritura y a la antigua tradición, santo Tomás enseña: "La característica más esencial de la nueva alianza y toda su fuerza es la gracia del Espíritu Santo, dada con la fe en Cristo. Por eso la ley nueva es principalmente la gracia del mismo Espíritu Santo" (S. Th., I-II, q. 106, a. I). Alabando a Dios, Pablo anuncia: "La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús te libró de la ley del pecado y de la muerte" (Rom 8,2). La gracia del Espíritu Santo es liberadora, santificadora y sanante, porque nos inserta en la vida de Cristo, ungido por el mismo Espíritu, que es consagrado y se consagra para que también sus discípulos sean consagrados en la verdad (Jn 17,17-19).

El Espíritu Santo es don en persona; es el acontecimiento eterno del darse recíproco entre Padre e Hijo. Por la virtud del Espíritu Santo, Cristo es bautizado para que se haga, también en su naturaleza humana y en toda su misión, don total de sí mismo en la manifestación suprema de la fuerza salvadora de la no violencia. Cristo se reconoce como don del Padre hecho a nosotros, hombres pecadores, a fin de que gracias a su solidaridad redentora fuésemos liberados de la solidaridad de perdición y pudiésemos comunicar con su solidaridad liberadora y santificadora. En el mismo Espíritu-don, Cristo nos reconoce como dados a él por el Padre y como confiados a su amor y a su misión. Aceptando esta misión suya de hacerse hasta el fondo don por nosotros y de acogernos a nosotros, pobres pecadores, pero creyentes en él, como don del Padre, Cristo glorifica al Padre participando de la misma gloria y es glorificado en los mismos redimidos por los cuales se hace don y que acepta como don: "Te ruego por los que tú me has confiado, pues son tuyos; todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y yo he sido glorificado en ellos" (Jn 17,9-10). Viendo a sus discípulos introducidos a su misión y sus nombres escritos en los cielos, Jesús, "lleno de gozo bajo la acción del Espíritu Santo, dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y a los entendidos y se las has manifestado a los sencillos... Mi Padre me ha confiado todas las cosas" (Lc 10,20-22). Al bautizarnos en el fuego de su amor y en el Espíritu Santo, Cristo nos introduce en su misterio pascual y nos santifica, para que también nosotros participemos con él en el acontecimiento espiritual como don capaz de darnos con él a la gloria del Padre y al servicio de los hermanos.

2. EL FRUTO DEL ESPÍRITU. El hecho de ser santificados por el Espíritu, que nos hace partícipes de la vida y de la misión de Cristo, se convierte para los justificados en la ley de la gracia: "No estáis ya bajo el influjo de la ley, sino de la gracia" (Rom 6,14). Ni siquiera el egoísmo más inveterado, individual y colectivo, puede seguir imponiéndose o sirviéndose de la ley para hacerlos esclavos. Por medio del Espíritu, estamos prontos a confiarnos a él y a seguir su atracción, somos rescatados de la esclavitud del pecado (hamartía=solidaridad de perdición) y de la sarx (el egoísmo inveterado, que se hace carne y se encarna por medio del egoísmo y del orgullo individual y colectivo). En cuanto redimidos y santificados, podemos decidir no seguir ya las coacciones de la carne (sarx) y no reproducir sus obras, que son "lujuria, impureza, desenfreno, idolatrías, supersticiones, enemistades, disputas, celos, iras, litigios, divisiones, partidismos, envidias, homicidios, borracheras, comilonas y cosas semejantes a éstas" (Gá15,19-21). Respecto al producto de la sarx, que se sirve también de la ley, Pablo usa la palabra obras; al contrario, respecto al producto del Espíritu habla de fruto: "amor, alegría, paz, generosidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, continencia" (Gál 5,22-23). Los santos, que viven según el Espíritu, no se vanaglorian, sino que dan siempre gracias, viviendo según la gracia de la santificación, y atribuyen todo el bien a su verdadera fuente. Pablo tiene su modo preciso de hablar de la nueva ley: "ley del Espíritu que nos da la vida en Jesús" (Rom 8,2). "Si vivimos con el Espíritu, dejémonos conducir por el Espíritu" (Gál 5,25); en efecto "todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios" (Rom 8,14). En el hombre espiritual reina el amor con el que Dios nos ama, aquel amor santo que "ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu que se nos ha dado" (Rom 5,5). Sólo en unión con el Espíritu, toda nuestra vida puede gritar: "Abba, Padre" (Rom 8,15).

En las cartas de san Pablo "el fruto del Espíritu" va más allá del ethos sacro y conduce a establecer relaciones redentoras con los otros y consigo mismo. Dejarse guiar por el Espíritu es la opción fundamental, que luego produce todas las virtudes que caracterizan una vida en Cristo y según el Espíritu también en medio del mundo.

El mismo modelo de moral y espiritualidad cristiana lo encontramos también en los escritos de san Juan. La expresión más rica de ellos es el capitulo 15 de su evangelio: "Yo soy la vida y vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él tendrá mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada" (15,5). Este permanecer en Cristo y este dar fruto mediante una fe viva y un amor activo son el verdadero culto: "Mi Padre es glorificado si dais mucho fruto y sois mis discípulos" (Jn 15,8). También en este contexto hay que subrayar la iniciativa divina: "No me elegisteis vosotros a mí, sino yo a vosotros; y os designé para que vayáis y déis fruto y vuestro fruto permanezca" (Jn 15,16).

3. ADORACIÓN EN ESPÍRITU Y VERDAD. La santificación que nos viene por medio del Espíritu de Cristo, que se consagra por nosotros a fin de que también nosotros seamos consagrados en la verdad, nos une con la vida y con la misión de Cristo, adorador perfecto del Padre, sacrificio grato y sumo sacerdote. De este misterio se derivan los criterios del verdadero culto y de la verdadera adoración de Dios. En el centro no están ya los ritos y los lugares sagrados, sino el santo amor de Cristo. El ritualismo superficial ha sido muchas veces causa y signo de divisiones y de antagonismos. La samaritana le dice a Jesús: "Nuestros padres adoraron a Dios en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se ha de adorar es Jerusalén". La respuesta de Cristo es: "Créeme, mujer; se acerca la hora... y en ella estamos, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque así son los adoradores que el Padre quiere. Dios es Espíritu, y sus adoradores han de adorarlo en espíritu y en verdad" (Jn 4,20-24). Las celebraciones litúrgicas y todos los actos del culto explícito profundizan en los fieles la conciencia de la santificación que nos viene de Dios y el sentido de gratitud, de confianza y amor; el fruto será la transformación de toda la vida interior y exterior en adoración de Dios en el espíritu y en la plena verdad de una vida de santificados y de santos.

Esta verdad se expresa con gran belleza en LG 34, que trata de la inserción de los fieles, también laicos, en el sacerdocio de Cristo: "Los vivifica con su Espíritu e ininterrumpidamente los impulsa a toda obra buena y perfecta... en cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, tienen una vocación admirable y son instruidos para que en ellos se produzcan siempre los más abundantes frutos del Espíritu".

IV. Relación entre santificación y perfección

Mientras que para el concepto de santificación es central el aspecto del culto, la vocación a la perfección que de ahí se deriva subraya la conducta moral que lleva a cabo la dinámica de la santificación y de la justificación. La dimensión ética es más evidente en el concepto de justificación que en los de santificación y reconciliación. Pero todas estas categorías bíblicas son inseparables entre sí (cf O. PROCKSCH, en GLNT I, 240, 288, 291, 305). La santificación, la reconciliación y la justificación son en la Biblia el principio y motivo supremo del obrar moral y forman el carácter del hombre santificado, reconciliado y justificado.

I. PERFECCIÓN: TENSIÓN ENTRE EL YA Y EL TODAVÍA NO. La santidad de la vida, que hace posible y es exigida por el don de la santificación, debe ser llevada a término en la tensión escatológica entre el ya y el todavía no y en el proceso continuo de conversión profunda, de purificación y de maduración humana y cristiana. La conversión fundamental, o sea la primera conversión (incluyendo también la que se llama primera conversión reiterada), es inseparable del don de la reconciliación y de la justificación, y constituye su aceptación reconocida por parte del justificado. La misma dinámica de la santificación y de la justificación implica y hace posible en el homo viator ponerse siempre de nuevo en camino con energías siempre nuevas. Y cuanto más progresa el santificado en ese camino, tanto más advierte su impulso. El Espíritu, que infunde en nuestros corazones el amor de Dios, nos empuja (cf Rom 5,5; 2Cor 5,14) a llevar adelante la lucha contra los deseos de la sarx, del hombre viejo esclavo del pecado (hamartía), "pensando que si uno murió por todos, todos murieron con él; y murió por todos para que los que viven no vivan ya para sí, sino para quien murió y resucitó por ellos" (2Cor 5,15).

Esta dinámica hacia un grado más alto de perfección contiene y expresa siempre la de la santificación: "Que el justo continúe practicando la justicia y el santo siga santificándose" (Ap 22,11). Es un camino siempre abierto; por eso la moral cristiana es abierta, dinámica, magnánima y al mismo tiempo humilde. Mientras el elitismo estoico reivindica el monopolio de la perfección, los cristianos auténticos sienten cada vez más la distancia entre "la altísima vocación en Cristo" (OT 16) y la necesidad de proyectarse hacia adelante, hacia la meta. El apóstol lo expresa clásicamente: "No quiero decir con esto que haya alcanzado ya la perfección, sino que corro tras ella con la pretensión de darle alcance, por cuanto yo mismo fui alcanzado por Cristo Jesús" (Flp 3,12). Así los cristianos "se muestran hijos de la promesa si fuertes en la fe y en la esperanza aprovechan el tiempo presente (cf Ef 5,16; Col 4,5) y con paciencia esperan la gloria futura (cf Rom 8,25). Y esta esperanza no la esconden dentro de su ánimo, sino con---una continua conversión y lucha... la expresan también a través de las estructuras de la vida secular" (LG 35).

2. MADUREZ CRISTIANA. Uno de los méritos de la psicología del desarrollo de Eric Erikson consiste en que consigue evidenciar una dinámica de la maduración hacia un dar fruto que, en quienes están verdaderamente en camino, perdura también en la ancianidad. Todo esto debería ser particularmente visible en la vida de quienes creen en la vocación universal de los fieles a la perfección.

Dios, que nos hace renacer en su Hijo unigénito por medio de su Espíritu, nos quiere adultos. Si por una parte nos invita a hacernos sencillos y a confiarnos a él como niños, por otra desea que seamos fieles maduros y fidedignos. Todos los dones y los carismas concebidos en orden al crecimiento del cuerpo de Cristo están destinados a una fe madura por parte de todos: "Al conocimiento completo del Hijo de Dios, y a constituir el estado del hombre perfecto a la medida de la edad de la plenitud de Cristo, para que ya no seamos niños vacilantes y no nos dejemos arrastrar por ningún viento de doctrina" (Ef 4,12-14). "Tal es la idea que san Pablo se ha formado del cristiano perfecto; del que, llegado a la edad adulta, ha dejado de ser niño. Es claro que tal perfección conviene a todos sin excepción. Por elevado que sea el ideal, todos están llamados a realizarlo" (S. LYONNET, La vocazione cristiana alla perfezione secondo s. Paolo, en AA.VV., Laici e vita cristiana perfetta, 36). Esa vocación implica un sí fuerte al seguimiento de Cristo crucificado, al cual convenía ser perfeccionado "por medio de la pasión" (Heb 2,10). El Señor Jesús,"divino maestro y modelo de toda perfección, predicó la santidad de vida, de la que él es autor y consumador" (LG 40). Es ésta una regla vinculante y liberadora para toda pedagogía, para toda pastoral y para el uso mismo de la autoridad. El que sólo mira a la sumisión y al uniformismo según la ley, en vez de preocuparse preferentemente de educarse a sí mismo y a los demás en el discernimiento, se rebela contra el designio divino y contra la vocación, suya y de los otros, a la perfección y obra irresponsablemente.

3. UNA ÚNICA VOCACIÓN Y DIVERSIDAD DE DONES. El concilio Vaticano II insiste mucho en la dignidad igual de los cristianos en lo que es del todo fundamental y decisivo: la vocación a la santidad y a la perfección: "Común dignidad de los miembros por su regeneración en Cristo, gracia común de hijos, común vocación a la perfección, una salvación, una esperanza y una indivisa caridad... `Todos vosotros sois uno en Cristo Jesús' (Gál 3,28; cf Col 3,11)" (LG 32). Sigue luego un texto bellísimo sobre el significado de la diversidad de los dones, de los carismas y de las funciones, texto propuesto por algunos obispos orientales: "La misma diversidad de gracias, de servicios y funciones congrega en la unidad a los hijos de Dios, porque todas estas cosas son obra del único e idéntico Espíritu (1Cor 12,11)" (ib). Las consecuencias de esta visión para la eclesiología, para la moral y para el uso maduro de la autoridad son enormes; se trata de un desafío que nadie puede descuidar si quiere ser fiel a la ley del Espíritu que nos libera. Siendo la caridad "el vínculo de la perfección" (Col 3,14), se ordena a todos amar a Dios de acuerdo con su capacidad, y amar en Cristo y con Cristo en la virtud del Espíritu Santo a los otros como Cristo nos ha amado, sin dejar nunca de orar al Padre para que aumente en nosotros la fe, la esperanza y la caridad.

V. Seréis, pues, perfectos como vuestro Padre

Hablando de la vocación a la santidad y a la perfección, no se puede dejar de dedicar particular atención a unas palabras de Jesús, que son centrales -casi una clave- en el sermón de la montaña: "Seréis, pues, perfectos, como es perfecto vuestro Padre de los cielos" (Mt 5,48). Se trata de la justicia de Dios que salva y sana por la providencia y la obra de la redención: una justicia que supera totalmente la de los escribas (Mt 5,20).

1. TEXTO Y CONTEXTO. Estas palabras clave son la recapitulación de las bienaventuranzas, de las que Jesús es el testigo y la realidad completa y el resumen de las solemnes palabras: "Yo en cambio os digo". Todo lleva al Padre, al que Jesús hace visible, que "hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos" (Mt 5,45), revelándonos justamente en Cristo Jesús su amor redentor hacia los pecadores, amor que libera a los enemigos de la esclavitud del odio y de la enemistad.

Es exacta la traducción en futuro: "Vosotros, pues, seréis", y no ya en forma imperativa: "sed". No se trata de algo de poca importancia. El futuro expresa una anticipación de confianza, una expectativa divina. Después de todo lo que el amor divino ha dado y revelado, se puede esperar que nosotros nos decidamos por este nuevo camino de bondad, de santidad y de perfección en la nueva justicia. Me agrada particularmente la versión de un nueva traducción ecuménica (New English Bible, Oxford): "Vuestra bondad no tendrá límites, como la bondad de vuestro Padre que está en los cielos no conoce confines". Se trata del misterio del amor divino, que se ha hecho ley nueva para los elegidos: "Para que, arraigados y fundamentados en el amor, podáis comprender con todos los creyentes cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que sobrepasa todo conocimiento, a fin de que seáis llenos de toda plenitud de Dios" (Ef 3,17-19). Es inmensamente más que un conocimiento intelectual; es profunda maravilla, estupor santo, a la vez que una gran alegría. Estamos ante el misterio de Dios, que en Cristo revela su santidad y su justicia, rescatando al mísero pecador enemigo por medio de su justicia liberadora.

En este gran mandamiento-meta: "seréis perfectos", se encuentran santidad y misericordia: "Su nombre es santo, y su misericordia va de generación en generación para todos sus fieles" (Le 1,49-50). Esta imagen de Dios santo y perfecto, y al mismo tiempo cercano y lleno de misericordia y de compasión, está presente ya en los profetas de Israel: "Mi corazón se revuelve dentro de mí... porque yo soy Dios, no un hombre; en medio de ti yo soy el santo, y no me gusta destruir" (Os 11,7-9). Para evidenciar esta visión de la santidad y de la perfección de Dios, Lucas le hace decir a Jesús: "Sed misericordiosos como Dios, como vuestro Padre es misericordioso" (6,36). Esto era particularmente necesario en el contexto de la cultura helenística, en las cual la idea de la perfección y de la'trascendencia de Dios excluía categóricamente toda clase de compasión.

2. EL AMOR REDENTIVO A LOS ENEMIGOS: CRITERIO DECISIVO. Tanto en el evangelio de Mateo como en el de Lucas, el gran mandamientometa de la perfección explicita el criterio decisivo del amor querido por Dios: "Amad a vuestros enemigos... y seréis hijos del altísimo. Pues él es bueno también con los ingratos y los cautivos" (Lc 6,35; cf Mt 5,44). Justificados, no a causa de nuestros méritos, sino por medio de la fe y de la gracia, acordándonos de que Cristo ha muerto por nosotros cuando por nuestros pecados éramos sus enemigos, deberemos sentirnos presa de una santa y siempre creciente maravilla y de una gratitud profunda: así nos dejaremos mover por el Espíritu a aceptar plenamente el obrar divino como norma de nuestra conducta.

3. LA NO VIOLENCIA TERAPÉUTICA. Todas estas consideraciones bíblicas nos conducen al concepto, hoy tan actual, de la no violencia. A la luz de los grandes cánticos del DéuteroIsaías sobre el siervo de Dios que, por medio de su no violencia, en medio de los sufrimientos más atroces, nos cura de nuestra iniquidad, los primeros cristianos llamaron a Cristo "el santo siervo Jesús" (ton hágion pátda) (He 4,27). Mientras que en el Proto-Isaías prevalece todavía el concepto del Dios santo como juez justo de un pueblo infiel, el DéuteroIsaías asocia de manera insuperable la santidad de Dios a su justicia salvadora y sanante, realizada por medio del Siervo paciente: "Yo, el Señor, te he llamado para ¡ajusticia, te he tomado de la mano y te he formado, te he puesto como alianza del pueblo y luz de las naciones, para abrirlos ojos a los ciegos" (Is 42,6-7). Y los ciegos, esclavos de la falsedad y de la violencia, verán con ojos nuevos cuando confiesen: "Despreciado, desecho de la humanidad..., llevaba nuestros dolores los que le pesaban... Ha sido traspasado por nuestros pecados...; el castigo, precio de nuestra paz, cae sobre él" (Is 53,3-5).

Ante los alarmantes signos de los nuevos tiempos y ante la centralidad de la no violencia del santo siervo Jesús, no veo cómo hoy se puede hablar de modo pertinente de santificación y perfección en la moral cristiana sin conceder la debida atención a la fuerza sanante de la no violencia. Se trata de un criterio central para la teología moral y espiritual actual.

VI. Conceptos peligrosos de perfección

La historia de las culturas y de las religiones nos muestra la explosiva peligrosidad de las falsas ideas sobre la perfección y sobre la perfectibilidad del hombre. A veces en las clases dominantes aflora una tendencia a considerarse como elegidos, perfectos, despreciando al resto de la humanidad. También ciertas autoridades religiosas justifican su estilo autoritario atribuyéndose un alto grado de perfección, con desprecio del pueblo ignorante e inmaduro: "Odi profanum vulgus et arceo". Un cierto tipo de calvinismo exportado a los Estados Unidos de América y a África del Sur, justificaba tantos abusos y opresiones en virtud de su presunta perfección superior. El "mito del siglo veinte" de Hitler y Rosenberg propagó el delirio de una raza perfecta. Un cierto tipo de marxismo ha esperado una sociedad perfecta, viviendo en una paz eterna, que ha de instaurarse por medio del odio y de la lucha de clases guiada según la dialéctica marxista. En una parte de la psicología moderna reina la idea de la autorrealización, de la autoperfección (selffulfillment), como idea central de psicoterapia y de pedagogía. No estamos contra la idea de que el hombre realice sus mejores capacidades. Mas en el momento en que la realización se convierte en la idea central y en el leit motiv, crece un egocentrismo obsesivo, causa de muchas enfermedades psicosomáticas y de tanta miseria espiritual.

Sólo un profundo conocimiento de la idea cristiana de santificación y de perfección nos permite decir un no coherente a todas estas peligrosas perspectivas. El que ante todo se busca a sí mismo, pierde su verdadera dignidad y su vocación auténtica. Muriendo al egoísmo y viviendo para el reino del amor, de la justicia y de la paz, encontramos nuestra verdadera identidad y autenticidad de redimidos.

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B. Häring