SALUD, ENFERMEDAD, MUERTE
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. La práctica sanitaria como lugar de reflexión antropológica:
1. Itinerarios antropológicos de la ética;
2. La eliminación del sujeto en medicina;
3. El recurso a las "ciencias humanas".

II. Enfermedad y significado:
1. "Explicar" y "comprender" la enfermedad;
2. El silencio del cuerpo;
3. La densidad antropológica de la enfermedad;
4. La inteligencia del sentido.

III. Muerte y autorrealización:
1. La enfermedad incurable como desafío a la medicina
2. El discernimiento de la voluntad de morir;
3. Significado ético de la medicina paliativa.


 

I. La práctica sanitaria como lugar de reflexión antropológica

1. ITINERARIOS ANTROPOLóGICOS DE LA ÉTICA. Entre las vicisitudes existenciales del cuerpo: nacer, crecer, enfermar, curar, envejecer, morir, y la ética se ha creado un fuerte lazo, que va robusteciéndose cada vez más paralelamente a la creciente medicalización de la vida humana. Con la denominación académica de "bioética", la filosofía práctica ha iniciado en los últimos años un reconocimiento sistemático del campo, con el objetivo de delimitar un ámbito de legitimidad dentro del cual han de estar contenidas las diversas modalidades de intervención en la vida a todo lo largo del espacio que va de la concepción a la muerte. Ese mismo intento normativo es aún más evidente en la teología moral, que también ha evolucionado desde la "moral (o ética) médica" de mediados de nuestro siglo a la más reciente "bioética".

Sin impugnar la función y la utilidad de la bioética así concebida, surge no obstante de modo creciente la necesidad de otro tipo de intercambio entre la ética, tanto racional como teológica, y la práctica sanitaria. Ésta, en efecto, se ha convertido en el lugar en el que se va elaborando una original reflexión antropológica a partir de categorías existenciales fundamentales. Entre la ética y la antropología se establece una circularidad en la que el "ser" y el "deber ser" se relacionan recíprocamente. Salud, enfermedad y muerte son en esta óptica no argumentos de especulación abstracta, sino los puntos centrales de referencia de un diseño antropológico que adquiere forma a partir del debate cultural provocado por la experiencia de la corporeidad en régimen de sanidad moderna.

La reivindicación de una "medicina a medida del hombre" es el contenedor más vasto en el que se colocan estos itinerarios antropológicos. El programa de la humanización de la medicina se ha perseguido inicialmente como prescripción de actitudes filantrópicas a los profesionales -médicos, enfermeros, personal auxiliar-, que prestan servicios terapéuticos al enfermo. El trato "humano" del destinatario de la acción sanitaria, en forma de respeto a la persona que sufre y de participación emotiva en el dolor ajeno, es uno de los elementos que definen esencialmente la práctica de la medicina. Mas ni la actitud filantrópica del empleado sanitario ni la superior motivación caritativa del que ejerce la profesión con el espíritu del "buen samaritano" son de suyo suficientes para conferir a la práctica del arte terapéutico aquella densidad que permite definirla como "humana". El programa de una medicina humana sólo se realizará con un tipo de intervención integrativo que, con la fórmula preferida de Viktor von Weizsácker, puede llamarse "introducción del sujeto en la medicina".

El modelo operativo que caracteriza a la medicina corriente supone, en efecto, la eliminación del sujeto que atraviesa las crisis existenciales relacionadas con los acontecimientos patológicos.

2. LA ELIMINACIóN DEL SUJETO EN MEDICINA ha tenido lugar contextualmente al asumir la medicina misma el estatuto epistemológico de las ciencias naturales. La ciencia moderna se ha formado gracias a un proceso que transformó, entre el siglo xvi y el xvin, la mirada dirigida a la naturaleza; el científico comenzó a no ver en ella ya un "organismo", sino una "máquina". A la "muerte de la naturaleza" (Carolyn Merchant) siguió la ampliación de esta mirada al cuerpo humano. Este proceso se completó en el siglo xix, al adoptar la medicina a su vez el método de las ciencias naturales. La medicina se adaptó a aquella forma particular de conocimiento que se funda en la racionalidad y se adquiere con la observación y el experimento según una metodología crítica particular.

En cuanto ciencia natural, la medicina procede, pues, empíricamente. Su base la constituye la fisiología y la patología. Disfunciones y enfermedades son consideradas consecuencias de perturbaciones de procesos materiales y orgánicos. La enfermedad no se comprende como algo que le ocurre al hombre en su conjunto, sino como algo que sucede a sus órganos. El estudio de las causas de la enfermedad se restringe a buscar cambios locales en los tejidos. El pensamiento científico considera "explicada" la enfermedad cuando, adoptando la relación causa-efecto, puede reconducir la disfunción a sus causas: una agresión viral o una ruptura del equilibrio homeostático, un desorden a nivel de las reacciones bioquímicas o de la estructura genética. Adoptada la racionalización de tipo naturalista, la enfermedad es despojada de todo carácter histórico y personal. Para la medicina sólo es significativa en cuanto es un caso "típico".

A la adopción del método ya empleado en las ciencias naturales debe la medicina los éxitos asombrosos que ha obtenido en siglo y medio de desarrollo. No es posible dejar de reconocer que esta medicina nacida del tronco de las ciencias naturales constituye una de las fases más brillantes de la historia del arte terapéutico. Los progresos de la cirugía, de la bacteriología, de la farmacología no se hubieran logrado de no haberse alineado la medicina entre las ciencias de la naturaleza. La reducción en el plano de la antropología parece esencial para el éxito de la medicina científica. El hombre -su cuerpo, su enfermedad- ha sido anclado en la "naturaleza/ mecanismo", y es tratado como un elemento cualquiera de naturaleza, como un objeto entre los objetos. Buena parte de la medicina moderna se mueve dentro de este paradigma; está satisfecha de sus éxitos, sin inquietudes epistemológicas m nostalgias filosóficas o religiosas.

Sin ignorar los aspectos positivos del conocimiento científico-natural (en particular, el principio de la investigación empírica exacta y el significado fundamental del trabajo de indagación de tipo fisiológico y bioquímico), hoy se comienza también a tomar conciencia de que la mutilación antropológica en que descansa la medicina científico-natural está grávida de consecuencias negativas. En resumen, esta medicina, a pesar de todos sus brillantes resultados, no es humana.

3. EL RECURSO A LAS "CIENCIAS HUMANAS". La marcha que siguen hoy los programas más prometedores de humanización de la medicina es la que se propone trasladar a la práctica sanitaria aquel saber representado por las ciencias humanas (Humanwissenschaften, en la terminología alemana, que se usa ya desde el fin del siglo pasado), en cuanto específicamente diversas, por método y por contenidos, de las ciencias de la naturaleza (Naturwissenschaften). Las ciencias del hombre a que nos referimos son en concreto la historia, la lingüística, la sociología, la psicología, el psicoanálisis y la antropología cultural. Para estas ciencias, el objeto de estudio es el ser biológico viviente, considerado en su inalienable cualidad humana.

Lo que es específico del hombre -en cuanto ser histórico, o inserto en una red de relaciones sociales, o dotado de facultades psíquicas, de emociones, de dinamismos conscientes e inconscientes, o en cuanto producto de cultura y productor de ella- no lo ponen las ciencias humanas metodológicamente entre paréntesis, como hacen las ciencias de la naturaleza, sino que se estudia en cuanto expresión específica del "fenómeno humano". Es la integración orgánica de estas ciencias en el saber sobre el hombre enfermo, convaleciente o moribundo, lo que "humaniza" la medicina, más que la simple demanda de sentimientos humanitarios por parte de los empleados sanitarios.

La síntesis del saber naturalista y del humanista es un proceso operativo que se realiza concretamente en la cabecera del enfermo. Sin embargo también ella tiene un aspecto de reflexión teórica, realizada bajo el nombre de antropología médica (Pedro Laín Entralgo). Esta reflexión filosófico-deductiva desciende de la antropología posidealista, en particular de la atención que al problema del hombre como viviente han dirigido sobre todo los filósofos de orientación fenomenológico-existencial (F.J.J. Buytendijlc, L. Binswanger, M. Boss, H. Plessner, A. Gehlen, M. Merleau-Ponty, J.-P. Sartre). Su antropología se propone comprender al hombre como el ser que, en la unidad de su corporeidad animada, existe en el mundo históricamente.

A la antropología médica, entendida en esta acepción, le interesa la cuestión del hombre en su condición de ser marcado por la experiencia del cuerpo sometido a las vicisitudes de la salud, ya positivas (curación), ya negativas (pérdida temporal o definitiva). Se distancia así de la medicina científica, que conoce la estructura y las funciones del cuerpo, su modificación por las enfermedades, la cadena de causas y e€ex<tos, la acción de los fármacos, pero no conoce propiamente al hombre enfermo . En este tipo de antropología médica se encuentran y fecundan recíprocamente dos géneros de experiencia científica: por una parte, la experiencia discursiva e inductiva, en el sentido de subdividir, describir, explicar y dominar, típica e las ciencias naturales; por otra, la experiencia fenomenológica, en el sentido del vivir, experimentar y obrar juntos, propio de los actos humanos. Ésta es la comprensión del hombrea que hace referencia la ética en su proyecto de introducir los valores en la práctica de la acción terapéutica.

II. Enfermedad y significado

1. "EXPLICAR" Y "COMPRENDER" LA ENFERMEDAD. La fecundidad del recurso a la antropología médica, en cuanto aspecto reflexivo que conecta las exigencias éticas de la acción sanitaria con el sujeto adecuado de ese obrar -o sea, el hombre en su cualidad de persona viviente- se demuestra en particular en el concepto de enfermedad, filón central de toda la antropología médica.

Los estudios de antropología aplicados al ámbito sanitario han hecho más explícito el nexo existente entre enfermedad, medicina y cultura. En el repertorio cultural de todo grupo humano existen teorías de la enfermedad, científicas o religiosas, que incluyen la etiología, el diagnóstico, la prognosis y la terapia. Varían cuando varían las culturas, y ninguna puede comprenderse plenamente fuera del contexto cultural al que pertenece y de la estructura social de los grupos que comparten determinadas opiniones y estrategias de adaptación o de supervivencia.

Esta perspectiva pluralista nos hace desconfiados respecto a los discursos sobre el significado de la enfermedad obtenidos con procedimiento filosófico-deductivo de la naturaleza humana en general. Debería también despertar nuestro espíritu crítico respecto al sistema médico -que comprende praxis y concepciones antropológicas subyacentes- propio de nuestra civilización tecnológica. Él ha realizado respecto a la enfermedad una operación de reduccionismo, que ha privado a la enfermedad del hombre de algunas características peculiares.

Un rasgo mayor de la fisonomía adquirida de ese modo por la enfermedad es la pérdida de toda ambigüedad. La ciencia médica, en cuanto crea conceptualmente las enfermedades -dando a un determinado grupo de síntomas el estatuto de enfermedad dentro de un rígido cuadro taxonómico- se convierte socialmente en una gran fábrica de certezas, ordenadas a "explicar" científicamente la enfermedad. El aparato diagnóstico es encargado de decodificar los síntomas, reduciéndolos a una nosología precisa.

Este saber cierto es más evidente aún en el caso de no existir el espía constituido por el síntoma del malestar: el sujeto puede que no sepa que es portador de enfermedad; pero el médico, utilizando los medios de diagnóstico apropiados, es capaz de descubrir una enfermedad que no se ha manifestado aún. Sobre esta base funciona la medicina preventiva, que permite descubrir la presencia de un cáncer de mama o la condición positiva del virus del SIDA. Siguiendo adelante en esta misma dirección, encontramos el diagnóstico genético, que incluso puede indicar la presencia de una enfermedad sólo en potencia, que se desarrollará cuanto el "programa" entre en acción, quizá muchos años más tarde (como la enfermedad de Hungtinton, que a menudo se manifiesta sólo después de los cuarenta años).

Por más diversas que sean entre sí, estas experiencias de relación terapéutica tienden a reforzar la convicción básica: el médico, gracias a su ciencia, sabe qué es la enfermedad; la explica, sustrayéndola a la subjetividad del enfermo y refiriéndola a la factividad de los acontecimientos naturales. Este saber, propio del médico, no lo puede compartir con el enfermo más que en una mínima parte. Y ello es aún más cierto en la medicina científica contemporánea. El abismo entre los conocimientos especializados del sanitario y lo que es accesible al hombre corriente, aunque esté dotado de buena cultura, no se puede colmar prácticamente. Por lo demás, con esta argumentación tienden muchos médicos a considerar irreal la pretensión, formulada en nombre de la ética, de poner al paciente en condiciones de emitir un "consenso informado" a las intervenciones diagnósticas, terapéuticas o de investigación a las que es sometido.

A la certeza del médico responde la seguridad del enfermo. Se ve así movido a confiar en el médico, que conoce su enfermedad. La medicina, al crear la impresión de que lo que ella conoce de la enfermedad es la enfermedad, y que por lo mismo no hay nada más que buscar, refuerza el sentido de seguridad del enfermo, que se apoya en las certezas del saber médico.

2. EL SILENCIO DEL CUERPO. Sin embargo, justamente esa certeza suscita perplejidades. La "cultura de la sospecha", crecida con la conciencia de Occidente, ha enseñado a desconfiar sobre todo de las certezas que se presentan con el carácter de lo obvio. Y es que crecen de modo particular a la sombra de ese saber tendencioso que es la l ideología. Es propio del conocimiento ideológico, además de su carácter apriorista y del encubrimiento de las relaciones de poder que favorece, también comunicar una falsa seguridad. La reflexión antropológica contemporánea avanza la sospecha de que el saber cierto sobre la enfermedad desarrollado por la medicina científica ejerce una función ideológica. En otras palabras, sirve para mantener la realidad inalterada, en lugar de cambiarla; enmascara las relaciones de poder (en este caso, la impotencia que el enfermo induce en sí mismo entregándose pasivamente al aparato sanitario, al que atribuye todo el saber y el poder); confiere una seguridad falaz, basada en la eliminación del concepto de enfermedad de todo lo que constituye el mundo de la persona.

La práctica de la medicina corriente se apoya en una expropiación de la enfermedad. El enfermo no tiene una relación personal ni con la enfermedad ni con la recuperación de la salud. Enfermar se equipara a ser víctima de un capricho de la naturaleza, de un germen patógeno o de un virus o bien de un programa genético equivocado. También la curación, en esta perspectiva, es algo que ocurre fuera de la persona del enfermo. Se atribuye al médico, que ha hecho el diagnóstico correcto o ha prescrito el antibiótico eficaz, o al cirujano que ha llevado a cabo la intervención apropiada. La única contribución del enfermo es atenerse a las prescripciones del médico y no entorpecer su obra.

También el lenguaje que usa el enfermo para designar la enfermedad ilustra este proceso de alejamiento del hecho morboso de la esfera personal. En las lenguas que tienen también el neutro, el pronombre de este género se usa para distanciarse del fenómeno. Pero también las demás lenguas poseen modos con los que el hablante subraya la condición de extraña de la enfermedad respecto a él. El lenguaje impersonal refiere la enfermedad a un agente que se introduce en el cuerpo humano, entendido como un lugar de ún proceso que reduce al hombre al rol de patiens. En resumen, el hombre y su enfermedad son dos realidades radicalmente separadas, unidas sólo per accidens.

En virtud de esta representación subyacente al uso lingüístico cotidiano de la enfermedad, la relación entre el paciente y el médico se estructura como una delegación de responsabilidad en el médico. El que descubre una molestia que obstaculiza su bienestar espera del médico que, después de discernir su enfermedad, le dé el nombre justo y la elimine; y el médico reivindica para sí la capacidad y la voluntad de eliminarla.

Según la expresión acuñada por el médico-filósofo Viktor von Weizsácker, esta actitud frente a la enfermedad se puede designar como EsStellung, o sea, "posición del ello": la enfermedad es un no-yo, extraña a él como el pronombre neutro; es algo que ocurre, que ataca al organismo desde el exterior; está desprovista de un sentido personal y sólo es comprensible en términos "científicos".

El empobrecimiento de la densidad antropológica de la enfermedad se traduce en su mutismo: no tiene ya el carácter de un lenguaje articulado detrás del cual podemos adivinar a un hablante. Esta reducción no se ha de considerar como una consecuencia inevitable de la índole científica del saber médico. En la tradición cultural de Occidente han existido, en efecto, realizaciones de una medicina al mismo tiempo científica y antropológica. Tal fue, por ejemplo, la medicina griega.

3. LA DENSIDAD ANTROPOLóGICA DE LA ENFERMEDAD. La medicina de la antigüedad clásica no acantonó como sin sentido la pregunta sobre el porqué de la enfermedad. Se distanció de los intentos de naturaleza teológica de explicar el sentido de la enfermedad por referencia a una voluntad divina, en particular recurriendo al arquetipo de la enfermedad como castigo de una culpa. La medicina científica de Occidente se inició precisamente con una decidida toma de posición respecto al horizonte en el que hay que inscribir la enfermedad: el mal no hay que referirlo a Dios, sino a la naturaleza.

Buscar las causas de la enfermedad en el horizonte de la naturaleza no equivalía, sin embargo, para los griegos a una elección de positivismo materialista. A la naturaleza del hombre, precisamente por ser humana, se le atribuían otras dimensiones además de la orgánica: es psíquica, social, espiritual, así como ética (por tanto, con referencia a una cierta medida de responsabilidad en la estructuración de su propio destino). En el ámbito de la medicina fisiológica griega la enfermedad no se considera sólo con el registro de la pasividad -lo que el hombre soporta de la naturaleza-, sino también con el de la actividad: el hombre es artífice de su propia enfermedad.

La misma medicina "laica", que hacia que Hipócrates rehusara atribuir una enfermedad a la acción de los dioses, reivindicaba para el sujeto la responsabilidad de su mal. Pitágoras, cinco siglos antes de Cristo, según la opinión de Jámblico, afirmaba: "Los dioses no son culpables de nuestros sufrimientos; todas las enfermedades y los dolores del cuerpo son producto de los desarreglos".

Los "desarreglos" incriminados no han de entenderse restrictivamente como transgresiones de reglas morales. Para la medicina griega se incurre en el desorden que está en el origen de las enfermedades cuando no se vive según las exigencias de la naturaleza. Además de los comportamientos sexuales, hay que tomaren consideración los hábitos alimenticios, el respeto del hábitat, el ritmo justo del trabajo y el descanso, la fuga de los excesos y de las pasiones que turban el equilibrio emotivo.

A la pregunta primordial: "¿Por qué enfermamos?' , la medicina antropológica griega respondía recurriendo no a la divinidad, sino al hombre. La medicina científica moderna vacía de significado la pregunta al hacer responsable de la enfermedad a una naturaleza deshumanizada (y por tanto des-moralizada). Con ello se priva a la ética del fundamento vital, encontrándose continuamente expuesta al riesgo de caer en moralismo.

El procedimiento metodológico y práctico que consiste en buscar la causa de la enfermedad en los desórdenes funcionales y estructurales del organismo no carece de importancia. Sin embargo, es sólo una parte de la aproximación total e integrada que permite captar al "sujeto enfermo".

4. LA INTELIGENCIA DEL SENTIDO. Hoy la consideración del sujeto en cuanto artífice estructurador de la enfermedad es mucho más compleja que en tiempo de Pitágoras. Zonas cada vez más vastas han sido adquiridas para el conocimiento antropológico. La clave para penetrar en la comprensión del hombre enfermo ha pasado del mito a las ciencias humanas. A título de ejemplo, no podemos prescindir del descubrimiento de la motivación inconsciente realizada por el psicoanálisis; el inconsciente es un continente sumergido, enormemente más amplio, complejo e influyente en el comportamiento que la exigua razón que emerge a la conciencia y que podemos abarcar en el estrecho abrazo del "yo". También esa zona vastísima del no-yo, que Freud llama "es", en el que sin embargo la persona hunde sus raíces, influye en la salud y en la enfermedad, en la curación y probablemente en la muerte. Y los "desarreglos" del inconsciente son mucho más temibles que los de la psique consciente. El psicoanálisis lo ha demostrado para el sector muy restringido de enfermedades que llamamos más o menos apropiadamente psíquicas (neurosis y psicosis). Pero hay motivos para creer que todas las enfermedades, incluso las etiquetadas como orgánicas, están sujetas a la misma influencia de nuestra psique, consciente o inconsciente.

Los "desarreglos" que nos hacen enfermar, si se los analiza con las categorías de las ciencias del hombre, pierden toda connotación moralista para convertirse a nuestros ojos en lo que son: una articulación de lo humano. La sociología, por ejemplo, nos ayuda a comprender todo lo que el ser enfermo depende de una organización de la vida social que es de suyo patógena. La antropología cultural, a su vez, puede instruirnos sobre la incidencia que tienen en la aparición de determinadas patologías los comportamientos compartidos en el ámbito de una cultura dada. Pensemos -por poner un ejemplo- en lo que incide en las depresiones la supresión del luto en nuestra sociedad, qué ha eliminado las respuestas socialmente organizadas a la muerte por el universo simbólico y por la práctica social.

La misma ética puede cambiar nuestra relación con la enfermedad, siempre que se fije como tarea no incrementar los oscuros sentidos de culpa, relacionados siempre con los acontecimientos morbosos, sino hacer crecer la libertad esencial del hombre, que asume dialécticamente también las necesidades de la naturaleza en la estructuración del propio destino. Quiere esto decir que podemos hacer algo mejor con nuestra enfermedad que eliminarla como un síntoma insensato, caído como un meteorito en nuestro mundo personal, pero fundamentalmente extraño a él.

La acción eficaz para combatir el síntoma está fuera de discusión: ninguna colusión con un dolorismo de naturaleza psicopatológica se puede introducir en nombre de un amor cristiano al sufrimiento. Pero sólo la acción que sepa combinar el comprender con el eliminar responde a las exigencias antropológicas y éticas de una actitud humana respecto a la enfermedad. Asumiendo plenamente el estatuto de un mensaje que descifrar, ésta se convierte entonces para el enfermo en punto de partida de un cambio.

Una medicina humanizada sólo se construye sobre el supuesto básico contrario al corriente, que implícitamente da por sentado que la enfermedad tiene un carácter de "insensatez". Las expectativas institucionalizadas -o sea, lo que la sociedad actualmente espera del enfermo y a lo que éste debe atenerse si no quiere que su comportamiento sea etiquetado como anómalo- miran exclusivamente a la abolición del síntoma, no a la pregunta apasionada sobre él, a fin de que deje en las manos del enfermo algún rastro del mensaje existencial que tiene para él.

La conquista del sentido de la enfermedad participa del carácter nocturno y misterioso de la lucha de Jacob con el ángel (cf Gén 32,23-33). La bendición que está en manos del luchador puede tener un carácter doloroso, que le fuerce a cojear toda la vida; pero sólo a través de una confrontación de esta clase puede la enfermedad revelar su rostro benéfico oculto.

En el cuadro de la antropología teológico-bíblica, donde la curación se inscribe dentro de la obra divina de la salvación, la aparición del sentido de la enfermedad se nos presenta como un momento constitutivo del proceso de la "soteria" (una realidad más vasta que la curación en sentido clínico, ya que participa del carácter trascendente de la salvación). La adquisición de sentido hace que de la pasividad destructiva de la enfermedad y de la muerte brote una posibilidad de crecimiento espiritual.

El sentido no se puede dar a nadie; hay que encontrarlo dentro de la experiencia vivida, gracias a un verdadero y auténtico "trabajo semántico".

La creación del sentido de la propia enfermedad es como una puerta que sólo se abre desde dentro; de nada vale forzarla. Pero su búsqueda puede facilitarse o impedirse. El sentido último de la terapia -realizada por el médico junto con otros numerosos operadores de la salud: psicólogos, asistentes sociales, pastores, miembros de asociaciones de voluntariado- consiste en hacer posible la "curación" en este sentido antropológico denso.

III. Muerte y autorrealización

I. LA ENFERMEDAD INCURABLE COMO DESAFÍO A LA MEDICINA. La práctica de la medicina moderna ha provocado modificaciones estructurales en el proceso de morir y en la concepción antropológica de la muerte, obligando a la ética a redefinir las fronteras de lo humano en la fase terminal de la vida. Decisivo para la transformación del morir ha sido la extensión de la intervención médica también a aquel aspecto de la enfermedad que desemboca no en la curación, sino en la muerte. Ya en la antigüedad se había registrado un alejamiento de la concepción de la medicina clásica, que reservaba la obra del médico sólo al enfermo que podía curar. En la ética platónica, en efecto, la medicina estaba subordinada al bien de la polis; por consiguiente, si el médico hubiera sustraído a la comunidad recursos para canalizarlos hacia la curación de quien, como destinado a una cierta muerte, no hubiera podido nunca restituir beneficios a la comunidad, habría quebrantado un deber profesional estricto (cf Convite, 186b-c). También Aristóteles da al médico el consejo de abandonar al enfermo afectado por una enfermedad incurable (cf Ética a Nicómaco, 1165b, 23-25).

Para el médico hipocrático -pero podemos decir que esto vale para el médico de la antigüedad clásica sin más-, el principio soberano en que debía inspirarse su acción era el de la "necesidad de la naturaleza" (ananké physeos), con la obligación de abstenerse en casos de enfermedades estimadas incurables "por necesidad". La abstención terapéutica en tales enfermedades no tenía sólo un carácter ético, sino incluso religioso; al proceder de este modo, el médico respetaba con reverencia un decreto inapelable de la physis, a la cual se atribuía un carácter divino; al aceptar poner límites a su arte, evitaba cometer la transgresión típica del pecado de la hybris. Esta orientación confiere una connotación particular a la philanthropía, que, sin embargo, constituía un ideal ético del médico griego. El amor al hombre se subordinaba al amor de la "naturaleza" (physiophilia); el médico era "amigo del hombre" porque reverenciaba la physis.

El cristianismo en particular ha contribuido a derruir esta construcción. El universalismo de la salvación -que propiamente es un asunto teológico- ha transformado también la praxis sanitaria. Los Padres se complacen en subrayar que los discípulos de Cristo no sólo rehúsan hacer discriminaciones, sino que ofrecen preferentemente sus cuidados precisamente a los que son abandonados por la medicina oficial. El cuidado de los incurables y la atención a los marginados se convirtió muy pronto en signo característico de la medicina mesiánica y de la caridad cristiana [l Medicina].

La misma tradición judeocristiana ha transformado también la relación con la naturaleza. A1 cristianismo se le ha atribuido una acción de desmitización y desacralización de la naturaleza. Max Weber fue el primero en hablar de la liberación de la naturaleza de sus acentos sagrados gracias a la religión bíblica como de un "desencantamiento". Ese desencantamiento, entendido no como desilusión, sino como aproximación a la naturaleza con intención operativa, habría proporcionado la condición preliminar absoluta para el desarrollo de la mentalidad científica y técnica. En la época moderna los hombres, plenamente desvinculados del mysterium fascinosum el tremendum que aún emanaba de la physis de la medicina hipocrática, se sentirán, según la fórmula de Descartes, maitres et possesseurs de la nature .

Las consecuencias en el ámbito sanitario de esta actitud se han manifestado con el tiempo. La medicina ha ido configurándose cada vez más como una empresa profesional destinada a derrotar a la naturaleza en su fluir hacia la muerte. Dar jaque mate a la muerte, conquistando sin cesar nuevos ámbitos de intervención, no es visto como un pecado de hybris, sino como el orgullo supremo de la medicina, grandeza que es al mismo tiempo eficiente y del orden de los valores, y en consecuencia ética. Ocuparse del enfermo que la "naturaleza" destina a la muerte no es ya función de la caridad cristiana, sino cometido institucional de la medicina. Ésta se alía gustosa con el deseo subjetivo de inmortalidad, presentándose como el instrumento destinado a hacer retroceder la amenaza de la muerte.

Sin embargo, esta evolución de la práctica terapéutica presenta también un lado oscuro y desemboca en problemas de difícil solución. La prolongación de la vida ha creado los problemas conexos del envejecimiento de la población, con los costos crecientes del cuidado de los enfermos crónicos y ancianos y con la imposibilidad de cuidar de todos en la medida del deseo subjetivo. En particular, la gestión médica del morir conduce al extremo la distorsión antropológica que hemos visto ya presente en las otras formas cotidianas de la práctica terapéutica: la eliminación del sujeto. La institución médica se interpone entre el enfermo y su muerte, suponiendo una delegación implícita para una gestión del proceso de la fase final de la vida que tienda a la prolongación de ésta a toda costa y le ahorre al enferma enfrentarse conscientemente con su fin.

El supuesto tácito en la práctica corriente de la sanidad es que el enfermo le pida a la medicina que emplee todos los recursos terapéuticos capaces de conjurar la muerte. En otros términos, se atribuye al enfermo que no cura la voluntad absoluta de luchar por la vida; y esta voluntad instintiva de supervivencia recibe una connotación positiva también desde el punto de vista ético. Si, por el contrario, se manifestase una voluntad deliberada de morir -como se expresa del modo más explícito en la demanda de la eutanasia-, el deseo del sujeto recibe o una calificación moral (pecado de desesperación) o una etiqueta psiquiátrica (depresión).

2. EL DISCERNIMIENTO DE LA VOLUNTAD DE MORIR. Dejando para otra `oz" el tratamiento temático de la /eutanasia, subrayamos aquí la dimensión antropológica del problema conexo con la voluntad de morir. Ante todo consideramos "más humana" una medicina que permite que pueda aflorar y expresarse el deseo de muerte que una organización sanitaria que elimina de tal modo la dimensión subjetiva del enfermo que su ambivalencia frente a la vida ni siquiera se sospeche.

Si el enfermo es aceptado como persona, habrá que enfrentarse con un posible deseo de morir. La confrontación no significa aceptación pasiva y ratificación complaciente. La tarea humanitaria primaria del que asiste a un enfermo incurable que expresa un deseo de muerte es someter ese deseo a una obra de discernimiento, pues no siempre la voluntad quiere verdaderamente lo que las palabras expresan. Pedir la muerte puede significar un reproche dirigido por el enfermo a familiares y sanitarios, por los que se siente abandonado o una llamada desesperada sobre aspectos de la propia situación -como dolor físico persistente o sensación de inutilidad- que son desatendidos. En estos casos, cuando la petición implícita en la demanda de muerte es satisfecha (p.ej. el enfermo recibe la terapia del dolor adecuada o la atención que solicita), el moribundo se vuelve atrás en su deseo de apresurar la muerte. Por tanto, el deseo de muerte puede encubrir un juicio sobre la propia vida que se estima invivible. Se lo puede entonces traducir plenamente en una llamada a que la existencia propia encuentre la calidad humana.

No se excluye, sin embargo, que esta obra de discernimiento de la voluntad de morir haga aflorar también un deseo de muerte que no es posible reducir a una protesta ni a una llamada enmascarada. En este punto será necesario un segundo proceso de discernimiento. Se trata de establecer una distinción entre una voluntad sana y otra patológica de la muerte.

No todos admiten la existencia de una voluntad sana de morir como categoría antropológica. Durante mucho tiempo cualquier proyecto existencial que previese la búsqueda del fin de la propia vida se ha etiquetado como moralmente perverso. Los comportamientos sociales con los l suicidas, que comprendían incluso la negación de las exequias religiosas, tenían una función predominante de disuasión, a fin de que no fomentase el fenómeno de la imitación; en todo caso, la valoración moral era de condena. A esta actitud siguió la época de la indulgencia, pero sólo porque al gesto de quien se quita la vida se atribuyó un carácter patológico. El conocimiento de las raíces socio-psicológicas del comportamiento suicida ha abierto el camino a una actitud de mayor comprensión; sin embargo, la voluntad de morir sigue sin conjugarse nunca con la salud, sea moral o mental.

El instinto natural de vida y la obligacíón moral de preservarla son, indudablemente, el punto de partida de la ética de a vida física. Pero no se puede excluir la voluntad de morir absolutamente del proyecto de vida humana. Puede expresar la aceptación positiva de la propia humanidad como esencialmente limitada en el tiempo. Desde el punto de vista teológico podemos recurrir a la categoría de creaturalidad, como horizonte que inscribe la existencia individual dentro de un nacimiento y una muerte. La fantasía de la inmortalidad está ligada al yo; a veces expresa su hipertrofia; entonces es más bien la fantasía de inmortalidad y no la voluntad de morir, lo que tiene carácter patológico. Cuando el individuo deja que se desarrolle también la dimensión transpersonal que trasciende el horizonte del yo, el aferramiento exasperado a la vida corpórea es superado. En un cierto nivel de autorrealización, la persona se abre a una aspiración místico-unitiva con el todo, incluso fuera de la experiencia formalmente religiosa.

La voluntad de morir puede tener también un aspecto de rebelión contra la idolatría de la vida, característica de la cultura inmanentista en que estamos inmersos. Cuando la vida física se considera el bien sumo y absoluto, por encima de la libertad y la dignidad, el amor natural a la vida se trueca justamente en idolatría. La medicina promueve implícitamente ese culto idolátrico al organizar la fase terminal de la enfermedad como una lucha desesperada contra la muerte. Rebelarse contra esa organización -que las más de las veces expropia al enfermo de toda autonomía, sometiéndole a los rituales quirúrgicos y de reanimación que se desarrollan bajo la enseña de la obstinación terapéutica- puede ser también un gesto de "desobediencia" mental y moralmente sano. Es una actitud que se puede esperar sobre todo del creyente, al que la fe ha liberado de los mitos (la inmortalidad) y de los ídolos (la vida corporal como valor supremo, al que se ha de sacrificar todas las demás cosas). La esperanza de la vida eterna puede mitigar la angustia natural unida al tránsito, hasta prevalecer completamente sobre ella.

3. SIGNIFICADO ÉTICO DE LA MEDICINA PALIATIVA. La evolución de la práctica sanitaria, al cambiar la vivencia y la imaginación de la muerte ha abierto nuevos surcos antropológicos a la ética y a la espiritualidad. La acción, terapéutica o humanitaria, que se dirige al que está para morir está obligada a tenerlos en cuenta.

La transformación que ha experimentado la muerte en nuestra cultura proporciona estímulos y sugerencias para hacer que emerjan del patrimonio sapiencial cristiano estímulos nuevos y creativos con que responder a las necesidades. Este proceso de ampliación de horizontes corresponde exactamente a los objetivos que el Vat. II atribuye a la teología moral en cuanto destinada a "mostrar la excelencia de la vocación de los fieles e risto y su obligación de producir fruto de caridad para la vida del mundo" (OT 16).

Los problemas éticos no se concentran sólo en el momento de la muerte, sino en todo el período que la precede. Si éste no adquiere el sentido de "vida que hay que vivir" hasta el último instante, conservando en todas las fases una cualidad humana, la ética resulta impotente para frenar el impulso hacia soluciones de tipo eutanáslco. Más aún: sin un progreso significativo en la gestión de la vida terminal, la eutanasia corre el riesgo de presentárseles a muchos como la única solución humana a una situación intolerable.

La percepción de la nueva fisonomía que tiene la muerte en nuestra cultura induce a la ética a servir de orientación para las transformaciones referentes a la medicina. Ésta está llamada a redescubrir una función que ha ejercido en el pasado, cuando su capacidad terapéutica era muy reducida: la función de aliviar los síntomas y de acompañar hacia la muerte al enfermo que no puede curarse. Para designar este aspecto de la acción sanitaria se habla hoy de "medicina paliativa". No se trata de una medicina paralela a la curativa; es la única y misma medicina en cuanto que distribuye los cuidados que dispensa a la situación clínica y humana de un enfermo que camina inevitablemente hacia el final de su vida. La medicina para el que muere desplaza el acento del curar al cuidar, de atacar la enferMedad a hacer humanamente aceptable elúltimo segmento de la vida.

Entre los cometidos específicos de la ética destaca prioritariamente el discernimiento sapiencial de la voluntad de morir. La sabiduría consiste en encontrar el punto justo de flexión que corresponda a la dinámica intrínseca al flujo mismo de la vida. Esto deberá ocurrir ni demasiado pronto ni demasiado tarde. Cuando la voluntad de vivir se encuentra debilitada por causas contingentes efminables, hay que sostener al hermano en peligro, según se ha dicho. Pero cuando, por el contrario, el movimiento natural hacia la muerte, que puede volverse también "voluntad de morir" explícita -al menos en el sentido de aceptar el fin inevitable de la vida-, es obstaculizado artificialmente por el empleo desproporcionado de medios terapéuticos, hay que ayudar al hermano que se acerca a la muerte a aceptar su destino, hasta ver en él una llamada personal por parte del Señor de la vida. En este cometido, el que asiste a los moribundos puede correr el riesgo de chocar con la organización médico-hospitalaria del morir, centrada en la negación de la muerte y en la prolongación forzada de la vida biológica.

El ethos del hombre contemporáneo respecto a la muerte está construido en torno a dos puntos: su control y la supresión del dolor, comprendido el dolor moral de darse cuenta de estar muriendo. Esta antropología ha eliminado dos dimensiones muy valoradas en el pasado en el ámbito cristiano: la muerte como pathos (una pasividad de valor positivo, como ocasión del crecimiento humano supremo); el dolor como prueba, que adquiere significado a través de la simbolización (cruz) y la ética (aceptación). Los excesos de estas posiciones, que pueden identificarse en el providencialismo y en el dolorismo, se iban corrigiendo, aunque sin eliminar los valores subyacentes. Proponer de nuevo esos valores se presenta como el cometido profético de la ética cristiana del morir adaptada a nuestro tiempo.

[/Eutanasia; /Medicina; /Suicidio; /Unción de los enfermos].

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S. Spinsanti