PRUDENCIA
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

1. Aproximaciones al tema:
1.
Diferencia entre lenguaje y realidad en el campo moral:
a)
Un dato de experiencia,
b)
La aportación semántica,
c) Los componentes cognoscitivos del obrar recto;
2. La relación conciencia-prudencia;
3. Las fuentes de la doctrina sobre la prudencia:
a)
Fuentes griegas,
b)
Fuentes bíblicas,
c) Fuentes latinas.

II. La prudencia:
1.
Las principales formas de prudencia;
2. El dinamismo prudencial:
a)
El carácter de la valoración prudencial,
b)
El proceso del discernimiento,
c) La decisión: el mandato prudencial;
3.
La prudencia es una virtud intelectual y moral.

III. La falta de prudencia:
1.
La negligencia
2.
La falsa prudencia;
3.
La falta de atención a lo eterno.


 

I. Aproximaciones al tema

1. DIFERENCIA ENTRE LENGUAJE Y REALIDAD EN EL CAMPO MORAL. a) Un dato de experiencia. No todas las personas que ejercen funciones en la vida social son valorizadas y honradas por quienes disfrutan de sus servicios. Algo similar ocurre con algunas importantes categorías que expresan las funciones primarias de la vida moral. Así, por ejemplo, en muchos ambientes se comprueba una notable repugnancia cuando se trata sobre todo de aplicarse a sí mismo el adjetivo prudente, o cuando uno se propone ejercitarse en la virtud de la prudencia.

Estos términos en la mentalidad común se entienden como sinónimo de estrechez de espíritu, de cálculo fraudulento e ¡interesado; las personas prudentes se conciben como prisioneras de microproyectos, proclives a defenderse, a salvaguardar sus intereses, sus cosas propias, enredadas en cálculos de probabilidad para establecer la posición triunfante que proporciona beneficio. A la difusión de esta asociación indebida han contribuido ciertamente los comportamientos pseudoprudentes de quienes, atentos a la tutela de sus intereses, disocian la prudencia de la opción de vida y separan a ésta de los proyectos orientados a la realización del bien humano en la línea de la revelación (cf, p.ej., Rom 8,19ss o Ef 2,19ss).

Sin embargo, ninguna persona seriamente comprometida puede perseguir su intento si desatiende los procesos cognoscitivos y operativos que la tradición ética occidental ha atribuido a la virtud de la prudencia, entendida como camino hacia la liberación de la fidelidad al bien, al todo armónico que la razón, a la luz de la fe, conoce, programa, realiza y verifica.

Por desgracia, la perspicacia humana, hábil para poner de relieve los límites de los conceptos, lo es menos cuando se trata de encontrar otros más adecuados para expresar la verdad. Así, se quiera o no, se vuelve siempre a hablar de nuevo de prudencia, a referirse a ella cuando se quiere asumir y connotar la verdad sobre el vivir que es patrimonio de la cultura sobre todo occidental.

Con frecuencia esta resistencia frente al término está alimentada también por precomprensiones distintas más sutiles. Piénsese, por ejemplo, en la convicción según la cual la expresión, si no única, ciertamente la más auténtica de moralidad, no es la que se vive y se construye en lo cotidiano, en línea con la fidelidad concreta y efectiva a la opción de fondo, sino la ideal, tanto más noble cuando más libre de la contaminación de las situaciones contingentes, a la manera como el agua del río es tanto más pura cuanto más cercana está a la fuente. En una concepción semejante, la prudencia, la virtud de la connaturalización con la verdad y con el bien cultivada por las personas en el contexto de la historia, termina teniendo un papel de segundo orden. Es lo que ocurre cuando la propuesta privilegia lo que concierne a las leyes y a las normas de comportamiento, y no acentúa debidamente el crecimiento en la virtud, el consenso convencido y coherente con el fín último del vivir. En este contexto, la prudéncia en el mejor de los casos, se describe en su valencia de prerrogativa de los responsables de la comunidad y no se le reconoce el papel fundamental de toda existencia virtuosa. La perspectiva cambia, y mucho, cuando el anuncio moral subraya la llamada de las personas a hacer veraz la propia historia, a plasmarla de modo que la relación con Dios, en su pueblo y en la familia humana, se cualifique en un crescendo de fidelidad que se construye en lo cotidiano x rehúsalas situaciones que hacen inhumano el vivir.

b) La aportación semántica. En las principales lenguas europeas los múltiples adjetivos y sustantivos relacionados con "prudencia", "prudente", son en su mayoría sinónimo de persona atenta, reflexiva, cauta, circunspecta; que inspira actitudes y valoraciones según una orientación de vida; que es diligente en secundar lo que le favorece y en evitar lo que le compromete a nivel personal y comunitario; que prevé los obstáculos y se capacita para afrontarlos. El término puede relacionarse con prevideo o provideo. Prudens podría ser la contracción de previdens y de providens; implicaría contemporáneamente la idea de perspicacia para prever las situaciones, sobre todo las inciertas, y de habilidad y perspicacia para proveer la manera de afrontarlas. Este último aspecto tiene un papel tan determinante que es el que domina todo el proceso. Prudente, según una etimología medieval, sería el porrovidens; el que mira lejos, el que escruta lo que aún no existe, el que discierne la acción que hay que poner para enlazar el fin y lo inmediato. Prever y proveer es cometido y responsabilidad de toda persona que consiente en ser "providencia para sí y para los otros" (S. Th., I-11, q. 91, a. 2c) y en liberar esta prerrogativa de los providencialismos paternalistas y de las tergiversaciones inconcluyentes.

La prudencia, en el ámbito del obrar orientado, busca el modo de enlazar lo cotidiano y el planteamiento de la vida; cómo estar prontos para evitar lo que distrae del fin y realizar lo que conduce a él. Esta exigencia surge inmediatamente siempre que nos damos cuenta de que el bien protegido es tan importante que la demanda de la máxima prudencia al tratarlo invita no a la timidez, sino a la diligencia vigilante, inteligente y diligente que es indispensable cuando está en cuestión el bien humano. Aunque no se inspira siempre en la prudencia entendida en su acepción más amplia y más noble, la invitación a prestar atención, cuando no es claramente negativa, se sitúa en la linea de los desafíos que una persona sensata no desatiende impunemente. Esta vigilancia no atenúa el interés por el fin; no encierra en el orden de los medios; capacita para valorar las situaciones a fin de discernir cuándo se debe arriesgar y cuándo conviene no arriesgar, y para distinguir en realidad el primer caso del segundo.

También en otros contextos históricos se ha caído en la cuenta de las dificultades inherentes al uso del término prudencia Santo Tomás las destaca expresamente. Sin embargo ha preferido usarlo explicando su significado, en vez de privarse de la aportación y de los estímulos que la tradición ha condensado en él. En un lúcido contexto de la S. Th. (II-II, q. 47, a. 13), basándose en el supuesto de que es prudente el que dispone bien lo que hay que hacer en orden a un fin bueno, nota que es falsa la prudencia practicada, por ejemplo, por los asesinos, que persiguen planes perversos; es verdadera, pero imperfecta, la de quien se propone fines inmediatos buenos y rectos, pero desarticulados del fin último, y la de quien valora y discierne bien, pero no se impone eficazmente seguir lo que ha decidido sólo es verdadera y perfecta la prudencia de quien discierne y ordena lo que es bueno y conforme al fin último. A esta última se la puede llamar también sabiduría, pero entendida en su acepción de reglas de las actividades humanas (ib, q. 47, a. 2, ad 1; q. 45, a. 1, ad 1; q. 55, a. 1, ad 3).

c) Los componentes cognoscitivos del recto obrar. Para no incurrir en valoraciones erróneas en este campo es necesario no confundir el caso de quien tiende con sinceridad a lo verdadero y lo justo, aunque incurra en errores de valoración, del que desatiende y descuida su responsabilidad y por ello emite juicios inmaduros, descuida datos importantes, cede a temores estériles, se detiene en representaciones descaminadas, se deja influir por lugares comunes y por la moda, es decir, persiste en orientaciones deshumanizad oras 'contra las cuales se puede y se debe reaccionar. Son situaciones todas ellas de algún modo afines a la del famoso "silogismo del incontinente", ilustrado por Aristóteles (VII Eth., c. 5: 1147, a. 24-31; SANTO TOMÁS, In Eth.,1. VII, lect. 3, nn. 1345-46) y descrito así por el Aquinate: "La pasión impide a quien conoce una noción universal deducir de ella y llegar a la conclusión; asume otra proposición universal, sugerida por la inclinación de la pasión y concluye desde ésta. Por eso Aristóteles afirma que el silogismo de quien peca de incontinencia tiene cuatro proposiciones, de las cuales dos son universales: una dictada por la razón, por ejemplo no es lícito cometer fornicación; otra por la pasión, por ejemplo hay que secundar el placer. La pasión le impide a la razón argumentar y concluir de la primera; pero, bajo su influjo, hace argüir y deducir de la segunda" (S.Th., I-II, q. 77, a. 2, ad 4; cf también De Malo q. 3, a. 9, ad 7).

En la misma línea se sitúa el caso del que obra mal por decisión, por elección; de quien se funda en toda clase de sofismas, a veces lúcidos y persuasivos, para convencerse y convencer de que frente a la injusticia no hay nada que hacer: se necesita tiempo para transformar la realidad; se necesita paciencia.

Sólo la conversión puede permitir desenmascarar el engaño de estas existencias falseadas. Querer ser bueno y justo es empeño inteligente y perseverante, significa discernir lo que hay que hacer, comprender y secundar los dinamismos, múltiples y diferenciados, que estructuran la realidad; abrirse a la acción misteriosa e inequívoca de la providencia de Dios, vivir en fidelidad y practicar la justicia. La persona justa, cuando tropieza con situaciones de injusticia manifiesta, sabe que no puede decir nunca en verdad que no hay nada que hacer.

La fidelidad a esta vocación y misión supone potenciar constantemente las propias facultades intelectuales, afectivas y operativas; la decisión de actuar en la historia sin traicionar la relación con el fin; la lectura atenta y evocadora de lo vivido; capacidad de síntesis; docilidad en captar los signos de los tiempos, en discernir la evolución de la historia y en secundar sus orientaciones.

Esta condición resulta penosa cuando los contextos socioculturales se resisten a sintonizar con el bien humano; cuando se tiene la experiencia de las defensas de todo género que impiden superar la distancia entre la condición actual de los pueblos y la que ellos podrían vivir si personas y comunidades fueran menos sordas al grito de los pobres. Vivir de veras estas experiencias significa querer ser verdaderos y justos, afrontar los conflictos que ponen en crisis la vida asociada, aspirar a la armonía .nunca espontánea y nada definitiva entre personas y pueblos.

Principio del dinamismo "es el ser humano, y éste es un agente que elige en virtud del entendimiento y del apetito" (SANTO TOMÁS, In Eth., 1. VI, lect. 2, n. 1137). La razón es un componente imprescindible del bien humano; lee la realidad en sus exigencias; da razón, aclara, ilumina, motiva el bien que la voluntad ama y persigue. Ésta a su vez hace que la razón se oriente al bien, lo aclare en su verdad y en su multiplicidad, participe de la impaciencia y "del gemido de la creación" (Rom 8,19ss), así como del dinamismo de la esperanza que acciona la búsqueda de los caminos justos, del "justo medio", para garantizar el bien humano.

2. LA RELACIÓN CONCIENCIA-PRUDENCIA. Si el obrar no es fruto de la decisión de la persona, aunque sea recto en sí, no lo es porque la persona lo ha hecho tal, y no concurre a hacer recta a la persona que lo realiza. Este aspecto de la realidad moral aflora con mayor evidencia si se profundiza en el tema complejo y controvertido de la relación entre conciencia y prudencia. Para algunos, estos dos términos connotan realidades diversas entre las cuales escoger: la persona obra o en la perspectiva de la conciencia o en la perspectiva de la prudencia; para otros se trata de dimensiones diversas sin duda, pero recíprocas, que no hay que concebir como alternativas o paralelas, sino como convergentes. En la línea de esta última concepción puede decirse que la conciencia versa sobre todo sobre el campo total de las responsabilidades humanas supremas y próximas; la prudencia connota más específicamente el momento del discernimiento y de la decisión del obrar concreto.

La conciencia tiene un campo de acción muy vasto. Influye en la orientación de la persona, en las actitudes fundamentales del crecer, esperar, amar y ser justos. Verifica la lógica que inspira los comportamientos; las solidaridades que efectivamente inciden en las decisiones; el alcance y el valor de las acciones. Personas y pueblos son conscientes cuando se despiertan a las exigencias de la cooperación al bien de la comunidad, a la promoción de la paz, de la solidaridad con los últimos, de la actitud hacia los enemigos, etc. La conciencia avivada debe concretizarse en el discernimiento inteligente y recto de las situaciones y en la acción fiel, pronta, gozosa y perseverante. Todo esto exige rectitud y habilitación específica de la inteligencia práctica; es la función de la prudencia (cf para toda la cuestión Th. DEMAN, La prudence y Probabilisme).

Conciencia y prudencia se desafían y se sostienen recíprocamente en las personas solícitas por reconciliar, en el fin amado pero no gozado aún en plenitud, a sí mismas, a la comunidad, a la realidad y a las situaciones.

Perseverar en este camino todos los días (Lc 9,23) supone, además de una conciencia en conversión permanente a las exigencias de la verdad, la capacitación para leer atentamente lo cotidiano (entendimiento), para distinguir, fraccionar sus componentes; para confrontarlos, relacionarlos (razón); para prever lo que hay que hacer, proveer, "aprovisionar", acoger las fuerzas adecuadas para hacer frente a las propias responsabilidades. Este complejo proceso comienza en el consenso consciente al fin; a través del presente asumido y transformado, tiende al fin más intensamente gozado. La conciencia convertida al fin hace surgir las potencialidades recónditas, impulsa a actuar aquellas emergentes, lo criba todo y sostiene el avanzar con alegría y disponibilidad por el camino de la comunión en el bien, sobre todo cuando está erizado de dificultades. El bien humano es fruto de fidelidad a la conciencia del futuro próximo y último, y de la solicitud en cerner las propuestas, en mandar lo que permite alcanzar la meta (cf Mt 2,1-12) y en conformar el presente al aún no de la llamada y de la promesa.

La continuidad entre realidad final, dicernimiento y acción está relacionada con la que vincula la conciencia fundamental y la acción concreta, el designio universal de Dios y la contingencia cotidiana. La conciencia inteligente y que asiente, ilumina y orienta el camino humano y hace que el compromiso en el tiempo no interrumpa la unión con lo eterno y que la persona persevere en transformarse a sí misma y la realidad sin apartar nunca la mirada de la meta final a la cual se encamina. Es una armonía en aumento que hay que recomenzar siempre, nueva; es el desafío a la creatividad, que la persona debe vivir para ser ella misma en la valencia diversa de las situaciones.

La conciencia recta persevera la mente del mal, vigila para que éste no penetre a través del pensamiento en el afecto y en las obras y para que éstas no se vean asediadas por miedos, cansancio y preocupaciones. Rehusar pensar la verdad y seguirla es tan grave como la ligereza, la falta de atención, el descuido en verificar el horizonte en el cual se obra y en el cual nos inspiramos. El pensamiento secuestrado por el error es tan malo (captivus=esclavo) como las obras desarticuladas del fin.

Pensar rectamente es dejarse guiar por la verdad, escuchar e interiorizar su mensaje, asumirlo en ósmosis vital, seguirlo sin disminuir sus exigencias y sin agrandarlas, sin instrumentalizaciones y abdicaciones. En este proceso la conciencia connaturaliza los dinamismos afectivos y operativos e influye en ellos para que converjan en la fidelidad a la gratuidad del vivir.

"El último paso de la razón está en reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan; ella es muy débil si no llega a conocer esto. Pues si las cosas naturales la superan, qué no habrá que decir de las sobrenaturales. No hay nada tan conforme a la razón como esta orientación" (PASCAL, Pensamientos).

El bien de las personas y de la familia humana se vuelve concreto cuando conciencia y prudencia actúan recíprocamente, cuando la una quiere y propone metas humanizantes y la otra consiente en perseverar hasta que han sido disfrutadas plenamente.

3. LAS FUENTES DE LA DOCTRINA SOBRE LA PRUDENCIA. La búsqueda de las fuentes de un tratado se inspira en la interpretación de su contenido. La concepción de la prudencia que ahora analizamos es fundamentalmente la desarrollada por santo Tomás; sus fuentes coinciden en gran parte con las de la propuesta tomista, que se deriva de la convergencia de tres tradiciones: la griega, la latina y la hebreo-cristiana.

a) Fuentes griegas. La griega ha influido preferentemente en precisar la relación entre sabiduría y prudencia. En Platón la prudencia es sabiduría en cuanto que está orientada a la contemplación del orden del mundo, y es propia de los jefes de las ciudades. Para Aristóteles tiene una impronta más decididamente antropo-cosmológica: es la prerrogativa de los ciudadanos, que deben realizar y practicar el bien de la ciudad en condiciones de precariedad y contingencia. El libro VI de la Ética habla de ello como de recto discernimiento, de decisiones inteligentes del bien en situaciones imprevisibles y conflictivas. De este contexto deriva la valoración del momento cognoscitivo de la prudencia; la doctrina relativa a la distinción entre arte y prudencia, entre saber, obrar y hacer, entre actividad técnica y, obrar humano. La interpretación del pensamiento de Aristóteles sobre la phronesis-prudencia es hoy objeto de vivas discusiones. Los autores no concuerdan en determinar si se limita al conocimiento de los medios de la acción moral o si, como parece más exacto, comprende una cierta percepción del fin (cf P. AUBENQUE, La prudence aristotélicienne...; R. BODEus, Le Philosophe et la cité, 60-66).

Esta discusión influye en la otra, todavía en curso, relativa a la lectura que Tomás hace del pensamiento aristotélico sobre este mismo tema. Algunos destacan su agudeza .y sustancial conformidad (cf N. PFEIFFER, Die Klugheit...). Otros, menos exactamente, llegan a estimar que Tomás habría dispuesto una noción de prudencia que es la negación de la phronesis de Aristóteles (cf R.A. GAUTHIER en ARISTÓTELES, Ethique ir Nicomaque t. I, 267-283: Le théme scolastique de la prudence). Estas y otras discusiones por el estilo, aunque muy agudas e interesantes desde el punto de vista filológico, no siempre tienen en cuenta el hecho de que la prudencia, en su unitariedad, es una prerrogativa cardinal del dinamismo moral.

b) Fuentes bíblicas. Es más fácil intuir que precisar el influjo ejercido en los rasgos fundamentales de la doctrina por la visión veterotestamentaria, sobre todo la sapiencial, concerniente a la vida personal y familiar. Piénsese, por ejemplo, en el valor de la torah, en el relieve del sentido y del alcance de la pertenencia al pueblo, en la cooperación entre rey y profeta, en la responsabilidad de todos los ciudadanos en orden a la paz y a la prosperidad comunitaria, etc.

E1 NT concentra la atención en el tiempo, entendido sobre todo como kairós, como momento pleno (Gál 4,4), oportuno, que hace urgente la necesidad de saber distinguir sus signos (Mt 16,2s; Lc 12,54-56), de valorarlo personalmente (cf Lc 12,57), de estar vigilantes (Mt 26,41; ¡Pe 5,8).

El discernimiento, el dokimúzein según O. Cullmann, constituye la clave de bóveda de la moral neotestamentaria (Le Christ et le temps, 20; cf también G. THERRIEN, Le discernement dans les écrits pauliniens). En él se verifica la continuidad entre el hic et nunc, en el cual se verifica el obrar y el designio de salvación; entre la decisión de la conciencia personal y el kairós salvífico.

c) Fuentes latinas. La cultura latina, sobre todo la estoica, ha influido de modo decisivo en destacar la exigencia del rigor más absoluto en la búsqueda de lo que es justo y en declarar dignas del ser humano sólo las decisiones conformes con las exigencias del orden cósmico, de la lex naturalis, de la ratio justitiae (cf ! abajo, II, 2, a-b, cuanto dice santo Tomás en S. Th. II-II, q. 48, a propósito de las partes integrales de la prudencia).

II. La prudencia

1. LAS PRINCIPALES FORMAS DE PRUDENCIA. La prudencia es una prerrogativa compleja; son múltiples los elementos que concurren a hacer rectas las acciones de la persona, y ésta se halla inserta en redes de relaciones articuladas que manifiestan múltiples expectativas que varían según las circunstancias. Obrar bien significa que todas las facultades que estructuran a la persona converjan en la consecución de las metas a las que debe tender según las prioridades que ha de salvaguardar.

La tradición ha descrito diversas formas de prudencia y las ha denominado: monóstica o personal; doméstica o familiar; política, propia de los ciudadanos; gubernativa, de los jefes; defensiva. En conjunto constituyen las partes subjetivas de esta virtud, es decir, las prerrogativas que las personas; aunque en grados y modalidades diversos, deben cultivar para decidir en coherencia y en verdad lo que hay que hacer para que el obrar humano en el ámbito personal y comunitario se desarrolle de acuerdo con las exigencias del fin último (I-II, q. 3, a. 2c).

Esta relación frecuentemente es muy difícil, hasta el punto de parecer imposible. Cuando se exasperan estas dificultades se termina legitimando las fugas cobardes, irresponsables, evasivas de quienes, rehusando arriesgarse, deciden que es imposible hacerlo. En realidad, sólo después de haber obrado se puede saber lo que es realmente imposible. Se abdica de la propia responsabilidad no sólo cuando se arriesga lo imposible, sino también cuando no se vencen las resistencias para dejarse desafiar por la novedad, por el aún no de las posibilidades humanas.

La regla de la rectitud humana no es una meta abstracta e hipotética; es la relación que Dios concede vivir con los miembros de su pueblo. Concretamente, es lo que la persona que no se cierra a la llamada a vivir en Dios y a hacer nuevas las cosas, a establecer nuevas relaciones, puede realizar y practicar aquí y ahora. Lo posible no es ni lo probable ni lo casual; es lo que la fidelidad a Dios, tal como se ha revelado en Jesucristo y en el Espíritu, inspira aquí y ahora a quien es fiel a su condición. El deber de llegar a una decisión sobre lo que hay que hacer es para todos; se impone a las personas particulares y a los responsables de comunidades, sean pequeñas o grandes. El sujeto de esta decisión es siempre la persona; el recorrido que sigue al tomarla y al ponerla en práctica se distingue de acuerdo con el bien humano en discusión: el personal, el familiar, el cívico; con la diversa formalidad bajo la cual se lo considera. Los ciudadanos valoran el bien común como la meta hacia la cual converger y orientar sus propias elecciones; los responsables de la comunidad, como bien que hay que proponer e incrementar. Todos deben valorar y decidir cómo defenderlo cuando está en peligro, cómo superar las situaciones que lo amenazan y suscitar un proceso que, aunque similar, asume cualificaciones diversas según la propia posición en la comunidad. Para determinar lo que otros deben hacer y para realizar lo que está mandado, hay que ser dueños de sí, orientar los propios dinamismos cognoscitivos y afectivos, plasmarlos para que se atengan a las exigencias de la realidad y a las exigencias del bien.

2. EL DINAMISMO PRUDENCIAL. a) El carácter de la valoración prudencial. La tradición griega y latina han analizado con diligencia el recorrido a través del cual él prudente decide lo que aquí y ahorá es preciso hacer para obrar de acuerdo con la verdad. Se trata no de llegar a una valoración científica de la situación, sino de saber lo que es bueno hacer en la condición concreta e irrepetible en que se encuentra la persona.

El prudente en cuanto tal no es ni un sociólogo, ni un historiador, ni un antropólogo cultural; es una persona, es ciudadano, está en el mundo, es hijo de Dios y quiere obrar coherentemente con su dignidad de miembro de la familia humana y del pueblo de Dios. No es un individuo que adivina la posición ganadora. Es una persona honesta que persevera en el camino de la fidelidad, incluso cuando se queda solitaria y pierde. En un mundo en el que vivir está siempre regulado cada vez más por la ciencia y por la técnica, intenta discernir con sabiduría las condiciqnes para establecer relaciones humanizantes; para desencantar las tendencias al cálculo, para liberar la inventiva, para optar por la verdad y no por la oportunidad, para perseguir el interés de todos como propio.

Los componentes de la decisión prudencial que Tomás de Aquino describe en la S. Th., Il-II, q. 48, concuerdan en gran parte con los de algunos pensadores del mundo grecorromano que analizan el mismo problema. De los latinos, él mismo cita a Cicerón, Rethorica ad Herennium t. II, c. 3; Macrobio, Commenlarius ex Cicerone, en Somnium Scipionis, 1. 1, c. 8; de los griegos, Aristóteles, VI Ethic. X (1142 a 32); X (1142 b 34); XI (1143 a 19) y Andrónico de Rodas, De affectibus liber; De prudentia. Tal sintonía muestra que esta concepción de la rectitud humana es realmente patrimonio de toda la tradición occidental. Los elementos que en su articulación concurrieron a estructurar la prudencia son diversos. Tomás los reduce a ocho, y los denomina partes integrales. De ellos, cinco se refieren a lo que hoy podríamos llamar el discernimiento, a saber: el momento más propiamente cognoscitivo e investigativo del proceso prudencial. Son: memoria, razón, entendimiento, docilidad, sagacidad o eustoquia. Los otros tres estructuran el acto específico de la prudencia, a saber: el mandato: previsión, circunspección y cautela. Es útil analizar separadamente estos diversos dinamismos y su entrelazamiento. Su multiplicidad es síntoma de la dificultad y de la importancia de la acción recta, y de la pluralidad de los datos que es preciso asumir y valorar para obrar con verdad, según justicia.

b) El proceso del discernimiento. Obrar rectamente es asunto de personas que están en la historia, tienen una historia, que están iniciadas en la vida de Dios. Deben leer y valorar la realidad de modo personal, no neutro ni falso. En el obrar de toda persona influyen las inclinaciones naturales y de gracia de que está dotada, el desarrollo que les ha dado en su camino de fidelidad, interactuando con los factores positivos y padeciendo los negativos. La experiencia que toda persona ha madurado ejerce un influjo muy grande, sobre todo en este campo. En virtud de ella "los infinitos singulares se reducen a algunas situaciones determinadas que ocurren de ordinario y cuyo conocimiento es suficiente para la prudencia humana" (S. Th., II-II, q, 47, a. 3, ad 2). Está luego el hecho de que ninguna persona es una isla; cada una es miembro de la familia humana y del pueblo de Dios. Esto significa que el crecimiento de cada una de ellas en el bien comprende la observancia, consciente y convencida, de las leyes y de las normas que regulan las relaciones en la vida asociada. Fidelidad a la propia historia y fidelidad a la vida comunitaria forman la única verdad humana; no pueden vivirse como paralelas o yuxtapuestas. La vida recta es fruto de su conjugación; y ésta es fecunda sólo si las facultades cognoscitivas, operativas y ejecutivas de la persona interactúan vitalmente en el contexto en el que están insertas las personas mismas.

Valorar lo que está bien para la persona significa captar y articular en verdad todos los elementos de la situación (entendimiento), indagar cómo el pasado personal y comunitario puede converger en el aún no de las propias potencialidades. A esta luz se comprende el papel primario que en el proceso prudencial tiene la memoria entendida en su acepción más amplia, de guardiana de la historia y de maestra del vivir. Ella registra los procesos y las tentativas que han encarnado más o menos válidamente las expectativas y las aspiraciones; conserva y propone las directrices de la ciencia moral, de las leyes; permite gozar de la luz de la tradición y de las experiencias comunes. La memoria de la persona "justa" vive en el hoy el proceso de la historia de las personas y de las comunidades, alimenta la disponibilidad a la acogida y la fuerza de esperar y de amar. En su dimensión más profunda, la memoria es sobre todo testigo de la promesa, atención vigilante a lo eterno, y se regenera en la "celebración" cuando la comunidad, vivificada por el Espíritu, que es el Señor, apresura (praestolat) la liberación de la creación (ef Rom 8,19ss), y con el Espíritu grita: Ven, Señor (cf Ap 22,17).

Por esta compleja valencia la memoria ejerce una influencia muy importante en todo el dinamismo moral. En particular obra en la fantasía: la arranca a la divagación sobre representaciones falsas y reductivas, potencia la razón que recuerda los diversos componentes de la realidad y pondera con diligencia y creatividad lo que es proporcionado al fin (este acto es denominado con el mismo término con que se indica la facultad que lo emite).

La docilidad es la actitud que en la inteligencia práctica cualifica y sostiene la capacidad de estar a la escucha, de dejarse amaestrar por las personas y por los acontecimientos; la disponibilidad para pedir consejo y valorar la experiencia ajena y obedecer a las demandas justas y rectas. El objeto primario de esta docilidad, lo que fundamentay polariza su dinamismo, es el fin. El es lo último en ser conseguido y lo primero en el orden de la intencionalidad. Ello hace que la investigación, la búsqueda del consejo, parta de la meta hacia la cual se tiende, del aún no, de lo que será en el futuro; basándose en ello se decide lo que es preciso hacer ahora (cf S. Th., I-lI, q. 14, a. 5c). El discernimiento prudencial es estructuralmente perspectivista y profético. Sólo permaneciendo tal podrá decidir en verdad las condiciones que cualifican el ser final, el ser que en el tiempo crece en la iniciación al fin y que vive en el hoy el fruto del pasado.

Este complejo de elementos cualifica y construye el acto que en esta fase de la búsqueda es el principal: el entendimiento. Él capta con solicitud y en verdad lo que se debe hacer y lo que se debe evitar para perseverar en el camino de la rectitud y de la fidelidad a la verdad. Conservarse en esta disponibilidad de fondo no es empresa fácil. Significa desear permanecer en la verdad y en el bien, mantenerse indagando y tener la paciencia de buscar hasta que emerja la verdad, consentir en ella cuando se manifiesta, correr el riesgo de tomar decisiones provisionales e imponerse someterlas a nuevo examen cuando surjan elementos nuevos, madurar una obediencia fiel y no parásita a las normas. La perseverancia en esta fidelidad inventiva es fruto y a la vez causa de una virtud específica denominada synesis.

No hay que confundirla con la gnome, con la disponibilidad habitual a buscar el verdadero bien en las situaciones complejas, arduas y nuevas que jalonan el camino de la historia y el desarrollo de la vida. Piénsese, por ejemplo, en las situaciones de malestar y de conflicto suscitadas por todos los fenómenos anexos a la investigación científica, al uso de lo nuclear, a la introducción de las nuevas tecnologías, a las intervenciones de la ingeniería genética, a los nuevos estilos de relaciones interpersonales, etc. ¡Qué difícil es leer en verdad estos fenómenos, proponer una orientación de vida que sea acogida en el consenso común! Se puede concebir la gnome como la virtud que potencia el dinamismo investigador de la razón práctica, sobre todo cuando se trata de establecer nuevas normas de vida, más que de interpretar las ya dadas; cuando hay que vivir la epiqueya, entendida en la acepción que tiene en la tradición aristotélicotomista (cf F. D'AGOSTINO, Epiqueya). En los giros trascendentales de la historia la lectura de la realidad o es gnómica o está falseada. Leer el aún no con los ojos del pasado es traicionar las expectativas de las nuevas eras de la condición humana.

La verdad del discernimiento hay que valorarla sobre todo en las repercusiones que tiene en la persona y en su historia. Su eficacia social depende de factores que a menudo escapan a la responsabilidad personal. La persona prudente no desatiende este aspecto fundamental de la condición de justicia; lo busca, pero es consciente de que no es suficiente el esfuerzo personal para hacer que cambien las situaciones; se requiere un consenso solidario, que tantas veces es frustrado en su eficacia operativa por la realización de fenómenos que tienen su origen en la potencia del mal que contamina la historia y hace precario y conflictivo su camino. Es éste un aspecto de la dinámica prudencial que ha de ser muy potenciado en el mundo contemporáneo para desencantar algunos fáciles optimismos y prepararse a dar razón de la esperanza (1Pe 3,15).

El discernimiento prudencial se ha desarrollado preferentemente hasta ahora en la línea del obrar virtuoso personal, de las decisiones que la persona debe perseguir para perseverar en su orientación de vida. Cuanto más se potencian los vínculos de solidaridad interhumana y de responsabilidad cósmica, tanto más será necesario potenciar la lectura de los fenómenos sociales, de la orientación de la historia, para tomar conciencia de las valencias negativas que ponen en crisis la convivencia en la justicia y para secundar la expectativa de paz entre los pueblos. Aunque esta dimensión del discernimiento es análoga a la descrita, se configura con caracteres propios y requiere una capacitación específica para hacer frente a sus exigencias. Es el desafío a que se ve sometida la prudencia en nuestro contexto cultural.

En la economía de gracia todo este proceso está orientado por las / virtudes teologales y perfeccionado por el don de consejo, mediante el cual el Espíritu Santo obra en la razón humana la connaturalidad con la sabiduría de la cruz y capacita al creyente para valorar. y pensar en, con y para el pueblo que Dios conduce por los caminos de su sabiduría luminosa e inescrutable (Rom 11,33ss).

c) La decisión: el mandato prudencial. El momento culminante de todo este proceso es el "mandato", el fmperium, el acto específico por el cual la prudencia estructura el obrar. Los dinamismos que lo integran, según se ha aludido ya, son: previsión, circunspección, cautela. La persona es prudente cuando obra y obra bien, es decir, cuando es previsora en valorar las circunstancias del obrar, atenta a su desarrollo, cauta en evitar lo que compromete su dinamismo.

Para no incurrir en equívocos, hay que aclarar el sentido de este acto. Una larga tradición, quizá originada en Platón y que persiste en muchos ambientes religiosos, lo entiende en su valencia de directriz de acción dirigida a otros. Es interesante notar lo que dicen al respecto algunas reglas de órdenes religiosas. Piénsese, por ejemplo, en la Regla de san Benito (A. DE VOGÜÉ y J. NEUFVILLE, La Régle de Saint Benoft; en el índice ver Prudenter) o en la de santa Clara de Asís (CLARA DE Asís, Ecrits, 140 y 154). En ambas la prudencia es la prerrogativa típica del abad y/ o abadesa. Según Clara, es la abadesa la que debe valorar la manera de aplicar las normas y de intervenir contra quienes las violan (cf ib, 106, 3 Lettre ñ Agnes).

Sin descuidar la actuación específica que tiene el "mandato" en quienes ordenan los comportamientos ajenos, aquí lo considero como prerrogativa de toda persona que debe decidir responsablemente sobre su obrar.

Ser prudentes y obedientes son actitudes convergentes, no en contraste. Sólo en las personas prudentes la obediencia es verdaderamente fiel y responsable. Los justos realizan con plenitud su cometido en las comunidades en las cuales todas las personas cuidan de ser sabias y prudentes. En esta óptica el mandato es el acto en el cual la persona se impone hacer que el obrar, en la articulación de sus elementos, se desarrolle en la línea de la verdad, del bien humano y del orden cósmico. Más que de dar órdenes, se trata de querer estar y actuar dentro del orden, y por ello de imponerse y proponerse lo que es preciso hacer para encarnar esta exigencia y secundarla. El prudente se impone decidirse y actuar las decisiones, no abandonar las situaciones personales y comunitarias a la deriva; no está bien esperar que el tiempo resuelva los problemas que los seres humanos esquivan y rehúsan afrontar.

La diligencia (S. Th., II-II, q. 49, a. 4c) es uno de los presupuestos básicos de la rectitud humana. Afrontar las situaciones, incluso las inesperadas y repentinas, significa no sólo aclarar su alcance, sino también pasar a la acción en el momento justo. Sólo la experiencia de los hechos permite aclarar muchas situaciones que en abstracto se resisten a manifestar su verdad.

Decidir, ejecutar, verificar, son actividades distintas, pero unidas. Implican una habilitación diversa, pero no pueden permanecer separadas; y sólo si la una está relacionada con la otra manifiestan su continuidad e interacción. Obrar bien es desear, realizar lo que se ha decidido. Es prudente quien construye las relaciones en verdad y en novedad de vida. La decisión informa la voluntad, que no puede realizarse sin proyecto, y éste no se hace concreto si una voluntad no lo asume y no lo realiza.

Esta intervención rectificadora y orientadora de la razón práctica acompaña a la acción en todo su recorrido. Es atención vigilante a las situaciones: examina su alcance para impedir que una u otra de ellas puedan falsear decisiones y actitudes en sí rectas y buenas. Es la circunspección, entendida como mirar alrededor, circuminspicere, y no como proceder tímido e incierto. El que ama la verdad la valora en el contexto relacional en que subsiste; capta sus articulaciones, sus ramificaciones y verifica su realización; e igualmente es precavido, sagaz y cauto no para precaverse, sino a fin de que el camino de la verdad no sea falseado por la búsqueda de garantías excesivas, por las actitudes cautas, sospechosas, circunspectas, y por intemperancias inconsideradas, poco cautas, arriesgadas, que denotan todas indiferencia respecto a la verdad de sí, de la realidad y de las relaciones.

Una decisión abstracta y neutra no hace sensatos; la prudencia madura en el impacto con la humanización de la vida cotidiana y con la transformación de la realidad. Por otra parte, sólo una persona orientada positivamente puede leer y afrontar de modo verdadero y humanizante las situaciones, captar en verdad los aspectos recónditos de la condición humana y potenciar a su luz las capacidades operativas y las posibilidades latentes. Esta operación es fruto de mediación, de conjunción entre las expectativas del fin, las exigencias de la persona y las situaciones concretas. En lo cotidiano es donde la historia personal se articula en la de la comunidad, y en lo cotidiano donde ambas permanecen orientadas a la comunión con Dios. Las actitudes particúlares de justicia, de fuerza y de moderación son auténticas cuando. encarnan consenso sobre el bien humano y expresan fidelidad a Dios.

Este "ajuste" exige la intervención de la razón iluminada por la sabiduría y orientada por la fe. La bondad humana se construye en el tiempo. Crece cuando el obrar es sustraído a la improvisación, a lo episódico, al cálculo utilitarista, a la aproximación, a la emoción egoísta e interesada y es fruto de decisiones inteligentes y sensatas, verificadas en el esfuerzo por la cualificación de la realidad humana y cósmica, purificada en la lucha por la liberación de la creación (cf Rom $;17ss).

En la acción de las personas prudentes y rectas lo singular, lo contingente se hace historia, y ésta crece fiel a su condición final. La ausencia, el silencio de la razón en el momento de obrar estaría grávido de las más nocivas consecuencias. La indignación espontánea y general ante el capricho que apela al "stat pro ratione voluntas" (la voluntad es ley) para legitimar la orden de matar a un esclavo que le había contrariado (JUVENAL, Sátira 6, 219-224) es índice elocuente de la injusticia de las decisiones arbitrarias.

Las decisiones no orientadas, no iluminadas por la razón, son fruto de fanatismo y alimentan las manifestaciones despóticas y fundamentalistas. La recta razón realiza la soldadura entre transitorio y definitivo, y ésta subsiste cuando se ha realizado. No basta proyectarla; hay que construirla, traducirla en hechos. La fuerza del amor se hace concreta cuando se conjuga con la orientación de la razón, que sitúa el obrar en el horizonte del bien. Es el momento más significativo y fecundo de la circularidad que estructura la actividad humana. Es prerrogativa de personas que viven en la historia, no traicionan su orientación, no la desplazan ni reniegan de sus posibilidades. El conocimiento prudencial mira a hacer vivir en circularidad a las personas, a la comunidad humana, a la realidad infrahumana y al fin último y próximo de ambas.

La convergencia armónica de todos estos elementos requiere sagacidad, agudeza, disponibilidad para discernir las manías de omnipotencia de las frustraciones de la impotencia, las condiciones en las cuales es necesario arriesgar cuando de ellas se puede esperar algo. Fijar lo que es verdaderamente "posible" aquí y ahora significa "ponderar", "pensar" las potencialidades que el Espíritu Santo funda en las personas que asienten a su moción y hacen converger los dinamismos y las energías de que están constituidos en la promoción de la condición humana y en la estructuración de la realidad iniciada por la reconciliación con Dios.

Las verdaderas posibilidades se captan, se perciben en la vivencia de las relaciones, no fuera; en el acto de confiar, no antes. Esta valoración no exime del riesgo, de la responsabilidad de arriesgar dentro del respeto del límite y a la vez de la fidelidad al aún no; de la confianza en aquel que hace nuevas todas las cosas (Ap 21,5) y al cual nada le es imposible (cf Mt 17,20; Lc 1,37). Es el desafío más radical. La respuesta a él es cada vez menos inmediata; exige búsqueda atenta, discernimiento, y su cualidad traza la demarcación entre prudencia e imprudencia.

Son prudentes las personas que recapitulan en el presente de su condición el aún no de la plenitud. Esto supone "ajustar" las relaciones, temperar (templanza) actitudes, robustecer segmentos de realidad, tender con perseverancia (fortaleza) al bien personal y comunitario (justicia, amistad). La misericordia, la bienaventuranza, que Tomás conecta con la prudencia (S. Th.,11-11, q. 52, a.4c), la impregna y cualifica en todas sus expresiones.

Sólo en la plenitud final el amor es fruición plena; en el camino es pasión, es deseo, esperanza y temblor. Para penetrar en verdad en el mundo de la injusticia y orientarlo hacia actitudes creativas, para situarse positivamente frente a situaciones que hacen "mala" la historia, para orientar de verdad el camino cuando se tiene hambre y sed de justicia, es preciso que la razón, desistiendo de valoraciones inspiradas por la ira y la violencia, reconozca que el "summum jus" se convierte en "summa injuria" si la misericordia no sostiene en el camino a la liberación y no orienta hacia el bien de todo lo humano en todo ser humano. La inteligencia de las personas heridas por la misericordia capta perspectivas inéditas de realidad, percibe que el "sábado está hecho para el hombre y no el hombre para el sábado" (cf Mc 2,23ss). La compasión por las "turbas cansadas y hambrientas" (Mt 2,36) permite descubrir posibilidades reales que escapan a otras miradas. La pregunta "¿qué hacer?" adquiere una densidad específica en quien sufre en si mismo los retrasos y las carencias de las decisiones. La identidad profunda de las personas cualifica su aproximación a las cuestiones relativas al bien humano. Cuando participan de la misericordia del Señor emergen prioridades y urgencias y comienzan a aparecer nuevos estilos de solidaridad.

3. LA PRUDENCIA ES UNA VIRTUD INTELECTUAL Y MORAL. Los análisis precedentes facilitan la comprensión del dato de la tradición teológica de inspiración tomista, según el cual la prudencia es virtud unitaria y compleja; participa contemporáneamente de las prerrogativas de las virtudes intelectuales (como la inteligencia, la ciencia, la sabiduría y el arte) y de las morales. Es virtud intelectual porque perfecciona la actividad de la razón; es virtud de la razón práctica porque cualifica a la razón en su valencia específica de facultad ordenada a la praxis, es decir, de la facultad que valora la realidad a la luz del bien que hay que realizar en relación con el fin al que hay que orientarse.

Por su conexión con el campo de las costumbres y con el mundo de la afectividad, del bien que hay que amar y perseguir, es considerada virtud moral: discierne y decide lo que es proporcionado al bien-fin que ama la voluntad, al cual tiende y hacia el cual hace converger la transformación y la humanización de la realidad. Es una virtud, porque la persona que la cultiva se capacita para conocer y perseguir el bien, no una vez u otra, sino de modo permanente, con intensidad y con verdad. La gestión más difícil no es la encaminada a programar las cosas que hay que hacer, sino la que se dirige a orientar la existencia por el camino de la verdad y del bien. La virtud de la prudencia es cualitativamente diversa de la disponibilidad a ser veraces, a obrar bien una vez u otra. La virtud no hace impecable, pero impone no consentir en el pecado, no considerarlo inevitable y no resignarse a él. La persona virtuosa no se libra de las contradicciones, de la ignorancia, de la dificultad de leer la verdad y de asentir a sus exigencias; pero, a pesar de estos limites y de estos obstáculos, tiende con sinceridad, con decisión eficaz, a la connaturalización con el bien humano, persevera en el intento de reflexionar, juzgar y obrar en la línea del bien.

La madurez prudencial no se improvisa; es fruto de un arduo aprendizaje, y o acompaña al ser humano constantemente en su camino o se convierte en una veleidad abstracta.

La repercusión más negativa de la carencia de atención a esta virtud se percibe en la atrofia de la capacidad de armonizar la historia propia con la de todos y de querer que tienda al bien de todo ser humano en todo el ser humano. A menudo también las personas virtuosas van a la zaga en este campo, manifiestan escasa atención a la realidad: pendientes de la realización de los microproyectos, no "juzgan por sí mismas los signos de los tiempos" (Lc 12,54-57), no consideran la valencia política de las opciones que persiguen y comparten con fatiga la responsabilidad del crecimiento comunitario. El que renuncia a preocuparse de la paz no se construye a sí mismo y no es fiel a Dios. La prudencia personal y comunitaria es componente esencial de la propuesta cristiana sobre la rectitud humana. Asentir a ella en el hoy de la historia es estilo de fidelidad. El dinamismo prudencial es auténtico cuando está inspirado y orientado por la fidelidad y no por el cálculo, por la búsqueda de lo que puede garantizar de riesgos o proporcionar una garantía. cualquiera de inmunidad. La prudencia no es una varita mágica de nuevo tipo (Cf PLATÓN, República II, 359d), es la prerrogativa de las personas rectas y honestas que, fieles a su vocación humana y cristiana, conjugan en realidad el comportamiento concreto con la orientación de vida.

El conocimiento del obrar que hace crecer a la persona como sujeto de relación conecta estrechamente con la cualidad de las relaciones que construye. Éstas son verdaderas cuando las viven personas que no están movidas por formalidades abstractas de bien, que asienten a la solidaridad en la comunidad humana, que viven la responsabilidad de la historia con fidelidad a la propia vocación final. Viviendo se aprende a vivir.

Santo Tomás destaca esta circularidad cuando afirma que toda virtud moral debe ser prudente (De virtutibus in communi, a. 12, ad 23) y que sin virtud moral no puede haber prudencia (S. Th., II-11, q. 47, a. 3, ad 3; I-II, q. 65, ad 2 c). Los comportamientos inspirados en la verdad contienen una forma específica de conocimiento y desembocan en él.

La prudencia tiene como materia propia, como campo específico de acción, la connaturalización de la razón con las condiciones del bien humano. Se trata de discernir, realizar y verificar lo que hace justos, fuertes y sobrios, agentes de paz en la familia humana abierta al todavía no de sus posibilidades. Esta espera de racionalidad global, aunque es connotada por otros términos, es muy viva en el mundo de hoy.

Aunque parezca que los fenómenos culturales contemporáneos han hecho saltar el modelo prudencial transmitido en la tradición occidental, si se consideran atentamente los hechos se advierte que vuelven aproponer sus valencias principales. Estas no son ya patrimonio de una escuela, sino que se han convertido en componentes de la cultura. La paz personal y comunitaria exige la aportación de análisis sociales y de orientaciones psico-pedagógicas. Todas las lecturas y métodos de investigación científicamente fundados, resultan cada vez más imprescindibles en orden a una seria y auténtica valoración de la realidad social, cultural, religiosa y humana. Por desgracia, a menudo esta rica gama de elementos sigue aún vinculada a uno u otro sector de investigación, de suerte que resulta difícil asumirla de modo articulado para ayudarse y ayudar a hacerse cargo de modo habitual de la orientación de la vida y armonizarla con la de las comunidades en orden a una auténtica aportación a la cualificación del bien humano. La interdisciplinariedad creciente de las aproximaciones a las situaciones humanas es síntoma de la necesidad de promover esta convergencia de elementos. A menudo el que obra vive sólo el riesgo, la responsabilidad y las consecuencias de lo que hace para articular el discernimiento, la decisión y la obra. Es decir, la reflexión común debe reconstruir la unidad de la propuesta prudencial que parece desatendida por los análisis que tienden a separar sus diversos momentos: el discernimiento, la decisión, la ejecución, la valoración.

La espera de la lectura perspectivista y valorativa de los fenómenos humanos, la sensibilidad a los análisis de los dinamismos psicológicos y socio-culturales, la búsqueda de criterios de lectura y de valoración de las decisiones, el análisis de su valencia constituyen otros tantos índices del valor que se atribuye a lo que la propuesta tradicional sobre la prudencia había evidenciado a su modo. La paradoja de esta virtud está en el hecho de que puede aparecer como fin de sí misma, mientras opera en los sectores de las diversas virtudes; no puede separarse de ellas; es como el fermento en la masa fermentada, es forma y medida de las decisiones que estructuran la vida de las personas y de las comunidades.

La alabanza de la prudencia son las acciones justas, sobrias, fuertes y religiosas. Son prudentes las personas que practican la justicia y cualifican en lo concreto de las situaciones su orientación de vida. Si el malestar que muchos manifiestan ante el apelativo prudente se dirigiera al formalismo que discute y dialectiza sobre la justicia, pero descuida sus exigencias, estaría más que justificado.

En los giros importantes de la historia personal y comunitaria es cuando resulta ineludible la decisión de obrar; y la espera de respuestas verdaderas e iluminadoras encuentra dificultad para ser satisfecha, emerge inmediatamente el daño que se realiza cuando se descuida cultivarse en la inteligencia de la realidad, en la capacidad de discernir el bien humano y de realizarlo sin reductivismos y sin rémoras.

Si hoy las ciencias han abierto los caminos del poder, cada miembro de la humanidad ha de capacitarse para el uso responsable del mismo. Cuanto más la ciencia y la técnica permiten a todos alcanzar metas siempre nuevas, tanto menos los pueblos y personas deben estar desprovistos ante la decisión relativa a la rectitud de lo que está bien querer para no comprometer las relaciones personales y comunitarias, la relación con el cosmos y con el ambiente. Cuanto más realizables son posibles futuros, tanto más urgente es ponerse de acuerdo sobre un futuro común de dimensión de bien humano en cada ser humano.

Descrito el proceso del discernimiento, de la decisión y de la ejecución, podría parecer suficientemente trazado el papel de la prudencia. En realidad su aspecto más profundo y vital apenas ha sido rozado. Penetrar su dinamismo significa entrar en el mundo misterioso y complejo del crecimiento espiritual de las personas. La elección de vida que éstas siguen inspira las elecciones que realizan e influyen en la decisión de los caminos que recorren. El recto enfoque de la prudencia depende de las buenas relaciones con el último fin (ella es fruto de la caridad) del mismo modo que de la relación con los otros fines (S. Th., I-II, q. 65, a. 2c). La comunión con Dios, potenciada por los dones del Espíritu, influye de modo determinante en el discernimiento de las decisiones que hay que tomar y en la valoración de las posibilidades concretas de acción. En quien es fiel a la relación con Dios, todo brota de la gracia y todo concurre a fortalecerla en sus exigencias más profundas. Y ello no por un automatismo determinista, sino por connaturalización vital. Las virtudes morales en el contexto de gracia brotan de la vida teologal y concurren a arraigarla e irradiarla. En esta perspectiva se advierte inmediatamente cómo el discernimiento y la decisión no son hechos técnicos; son fenómenos humanos y se inscriben en el contexto de la orientación efectiva de vida, de la l opción fundamental, coherentemente vivida.

Esto lo confirma también algún otro dato. La prudencia es perfeccionada por el don de consejo, y mediante él se inserta en el dinamismo que caracteriza a la fidelidad al Espíritu y a la docilidad a la acción que él ejerce en la humanidad y en la familia de Dios. La forma suprema de justicia es la religión. Esto significa que ella en sus exigencias inspira y orienta todo el proceso prudencial. Por referencia a las perspectivas que abre la religión, la persona discierne y decide los estilos de vida y los comportamientos que hacen gozosa y pacífica la vida de las comunidades con las cuales es solidaria en el reconocimiento de la supremacía de Dios.

Ello permite establecer de modo más correcto las relaciones entre prudencia, obediencia y cualificación de las elecciones de vida. Aunque la persona prudente examina y valora atentamente lo que realiza y el modo de comportarse y de proceder, no quiere decir que deba cada vez discutir los aspectos particulares de su vida. La connaturalidad de la inteligencia con el verdadero bien libra de las vacilaciones y de las rémoras que caracterizan a las fases iniciales de la vida moral y espiritual, facilita la decisión sobre las elecciones que conciernen al proceso cotidiano y favorece la polarización de las energías en los aspectos que cualifican en profundidad la comunión y la presencia en la historia. Las decisiones hay que seguirlas mientras no se verifiquen fenómenos del todo nuevos que impongan reexaminarlas. Este hábito libera en las personas fieles energías extraordinarias, que permiten centrar la atención y la dedicación a la realización de las finalidades decididas como prioritarias. Cuanto más libres son las personas en las situaciones ordinarias de la vida, más disponibles están para las realidades y las metas que hacen bella y armoniosa la vida personal y la comunitaria.

Es éste un aspecto de la realidad humana que no hay que descuidar y que permite leer en una óptica de liberación algunas situaciones generalmente experimentadas como limitativas y constrictivas. Algunas prescripciones relativas a la conducta moral, al modo de comportarse en las comunidades, se considerarían en perspectiva diversa si se las leyera a la luz de la liberación de espacios de espontaneidad para las finalidades normalmente sacrificadas en la sucesión de las solicitudes cotidianas. La doctrina sobre la prudencia no es fin de sí misma, no hay que considerarla en absoluto, es homogénea a la propuesta de vida que la inspira y mira a promover el espacio en el cual es posible la connaturalización con el bien y las personas pueden dedicarse con creatividad creciente al pleno seguimiento de su vocación humana y de su misión histórica en solidaridad con todos. Arrancada de este contexto, la prudencia queda privada de su carácter específico y se reduce a una atención puntillosa e improductiva al detalle, que hace mezquina la vida de las personas y asfixiante la de los grupos y las comunidades.

III. La falta de prudencia

1. LA NEGLIGENCIA. La búsqueda, la solicitud, la espera que acompaña al camino de los justos son completamente diversas de la inquietud indisciplinada de los inseguros y los negligentes que tergiversan ante las propias responsabilidades, y por ello mismo proyectan en torno a si malestar e incertidumbre y hacen duras y tensas las relaciones. El bien humano entra en crisis cuando la conexión entre conciencia, valoración de las situaciones y operaciones se interrumpe; cuando las decisiones se toman sin reflexión y motivación adecuadas, o cuando se omite obrar en el momento oportuno. Es riquísimo el vocabulario para describir los comportamientos inconsiderados, desatinados, incautos, desconsiderados, precipitados, indecisos, irresolutos, vacilantes, dudosos, titubeantes, imprudentes.

Las personas que fluctúan a merced de las emociones, prisioneras de sus egoísmos, son incapaces de afrontar de verdad y con seriedad la vida. Su actitud no hay que confundirla con el respeto vigilante de la maduración de los procesos, con la dilación del juicio para ensayar ulteriores informaciones.

La razón, hecha para ser transparencia de la realidad, y para serlo con plenitud en la región de gracia, cuando se sustrae a la responsabilidad de decidir el bien común y el bien personal en la óptica de aquél, no refleja ya la luz que le viene de dentro ni la que mana de la responsabilidad, no favorece su encuentro, experimenta una alteración que incide gravemente en todo el dinamismo humano. Esta falsificación tiene su origen en la intemperancia (S. Th., II-II, q. 153, a. 5, ad 1), que, por su misma esencia, disuelve el autocontenerse, el autodominio, el contexto del silencio atento, en el cual percibe la verdad de la realidad.

El disoluto quiere sobre todo algo para sí, está aislado por un interés subjetivo. Un ansia espasmódica de goce le impide descubrir lo real, acceder a la realidad en la condición de serenidad y de desinteresada independencia que sólo una conciencia auténtica garantiza. El egoísmo es el nervio, el corazón mismo de la lujuria en cuanto intemperancia (J. PIEPER, Sulla temperanza, 34ss). Esta sacudida es experimentada mayormente donde la red de relaciones que vincula a las personas es verdadera.

Inestabilidad, cansancio, ignorancia de los signos de los tiempos contrastan el desarrollo ordinario del vivir personal y comunitario. Éste exige duración y sucesión, novedad y continuidad; requiere coraje, constancia, docilidad para resolver las dudas y afrontar las resistencias que acechan al bien humano.

Una cómplice solidaridad vincula el conocimiento de sí en la verdad y la incoherencia existencial. No se entiende la verdad de vivir si no se vence la resistencia a hacerse cargo de las decisiones importantes. Nunca está del todo claro lo que no se está dispuesto a realizar.

2. LA FALSA PRUDENCIA. La prudencia se ve comprometida no sólo por la insensatez inconcluyente y ociosa, sino también por toda una serie distinta de actitudes no menos deletéreas, debido a que a menudo tienden a confundirse con expresiones auténticas del obrar. Las falsificaciones (en pintura, en escultura, etcétera) no dejan de ser tales aunque estén realizadas con maestría. Los términos que connotan este contexto, en el cual el engaño es frecuente y que está claramente reprobado en la tradición bíblica, son muy evocativos: astucia, engaño, reticencia, rodeos, fraude, aprensión ansiosa, pávida, posesiva. Los medievales, siguiendo a la Vulgata, que traducía por "prudentia carnis" el fronema paulino (Rom 8,7), connotaban con aquel término todas las percepciones que tratan de colocar el fin en los bienes terrenos en vez de en la comunión con Dios.

Es prudencia mundana la de los intrigantes que, orientados hacia metas temporales injusta y falsamente elevadas al rango de fin supremo, reflexionan y deciden basándose sólo en ellas la conducta cotidiana. Tomás, en virtud del principio según el cual la prudencia es la recta razón en el campo de lo agible, distingue dos pecados que, aunque se oponen a la prudencia, revisten sus apariencias.

El primero depende de que la razón endereza su actividad a un fin que es bueno sólo en apariencia, no en realidad. Es la prudencia de la carne, que lleva a satisfacer las ansias sensibles y sensuales, perseguidas como un valor en sí. El segundo depende del hecho de que una persona, para conseguir su fin, sea bueno o malo, se sirve de caminos simulados, fingidos y no verdaderos; es el pecado de astucia" (S. Tlt., II-11, q. 55, a.3c).

El engaño y el fraude constituyen las formas específicas que asume la astucia cuando pone en práctica el plan meditado. El primero se practica en el enredo de palabras y de hechos, en la vacuidad verbosa y sórdida a que recurren los engañadores y vendedores de humo. El fraude encarna las maquinaciones de los estrategas y los tácticos.

Distinta, aunque convergente en los .resultados, es la aprensión, angustiosa y angustiante, respecto al tener y al futuro. Estas falsas prudencias hunden sus raíces en la deformación que lleva a disociar el tener del ser, a favorecer el primero y a presumir de garantizarse a sí mismo a través del éxito, las riquezas y el poder.

La experiencia confirma lo difundido y pernicioso de esta falsificación, que impide cultivarse como inteligentes y disponibles, y que se manifiesta en las tácticas y estrategias inspiradas en el ansia de la autoconservación, de la avidez de poder, del miedo preconcebido ante lo nuevo y del todavía no, de las manías conservadoras, de todas las actitudes que impiden mantenerse con fidelidad y verdad en la historia y perseguir en una aportación recíproca la realización del bien humano.

3. LA FALTA DE ATENCION A LO ETERNO. Una forma específica de imprudencia es la que se funda en la separación, en la ruptura entre valoración prudencial y orientación histórico-salvlfica del vivir (cf J. RIVIÉRE, Sur te devoir d'imprévoyance). No son los pecadores, sino los prudentes los que están expuestos al desafío del escándalo de la cruz (Gál 5,1 I). La resistencia a las provocaciones del misterio determina las reducciones de horizonte que aprisionan en la lógica férrea de lo penúltimo y embotan la sensibilidad respecto a la promesa: la realidad que funda la, confianza y el contexto de las decisiones magníficas y magnánimas que hacen bello y honesto el vivir (cf D. BONHÓFFER, Ética, 22ss).

Cuando la luz no esclarece la intéligencia del vivir, las decisiones, aunque se contrasten las incertidumbres frustradas de las crisis de las ideologías, se toman basándose en aquella racionalidad reductiva que legitima los humanismos y pretende avalar con el crisma que es propio de los valores finales las propuestas de los bienpensantes.

La obediencia al misterio en lo que tiene de paradójico, arriesgado, locura, necedad, es la prerrogativa de los seguidores del Dios crucificado, el camino de los que se dejan construir como icono de Dios. Lo humano es autónomo; pero deriva de Dios, vive en él, tiende a él; prescindir de este contexto es falsificar la realidad, sustraerse a la verdad: Si se pone entre paréntesis la salvación final, la decisión se convierte en cálculo; no es ya riesgo, confianza, esperanza. Esta reducción de perspectiva influye también en la atenuación de la vigilancia respecto a las resistencias al bien legitimadas con los sofismas que se adornan con el marchamo de la experiencia y de la sabiduría (cf 1 Cor 1,22ss). Toda esta situación se acentúa cuando se conjuga con el inquieto vagar de la fantasía, que se concentra en los riesgos y peligros que acompañan el camino del justo.

Muchas valoraciones imprudentes y erróneas brotan de la inmoderada representación de las violencias, de la privación de libertad, de las situaciones de que a menudo son víctimas quienes practican la justicia. La resistencia a los perseguidores debe combinarse con el control de las representaciones necróforas que pululan en lo intimo, ofuscan la mente y retrasan el camino.

Las mentalidades que todo lo calculan con el metro del interés, del poder, de la autoafirmación; que para conseguir sus fines ceden a la manipulación, a la explotación de los otros, basándose en la lógica de los resultados inmediatos, carentes de toda perspectiva del bien humano, son cómplices y aliados de las situaciones cuya violencia experimentan los justos.

[/Conciencia; /Libertad y responsabilidad; /Opción fundamental; /Sistemas morales; /Virtudes teologales].

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D. Mongillo