POLÍTICA
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. Conceptos generales.

II. Política y moral.

III. El anuncio evangélico sobre lo político.

IV. Los problemas de la moral política en el pasado y en el presente del pensamiento cristiano.

V. Los deberes del ciudadano.


 

I. Conceptos generales

El término política puede indicar muchas cosas. Aquí consideramos dos significados suficientemente precisos: D Una estructura presente en un grupo con la función de regular y coordinar las diversas finalidades y funciones dé sus miembros (individuos o asociados) del grupo, y el modo de funcionar de esta estructura. 0 La actividad encaminada a determinar los criterios o valores básicos de reglamentación de la vida global del grupo, las finalidades primarias e intermedias que hay que perseguir, los instrumentos para su consecución.

Este doble significado coincide con los dos grandes problemas que la tradición moral cristiana ha debatido siempre: el problema de la justificación del poder político y el problema del bien común. Estos dos problemas han tenido soluciones diversas en las varias épocas y en las varias Iglesias; aludiremos a ello a continuación.

Mas este doble significado da lugar a dos tipos diversos de ciencia política, es decir, de estudio sistemático de la realidad política. El La ciencia o doctrina política, en efecto, puede estudiar cómo nace y cómo funciona una estructura política dada; puede también establecer confrontaciones entre estructuras políticas diversas y ver si existen denominadores comunes que permitan una concepción universal de la política; finalmente, puede estudiar los cambios estructurales que pueden producir consecuencias en la vida del grupo y de cada uno de sus miembros. En todo este ámbito de estudio, la ciencia política no produce juicios valorativos. Describe lo existente o recomienda cambios en el caso en que se quieran obtener ciertos fines, pero sin emitir juicios sobre los fines mismos. 0 En la realidad, sin embargo, cada paso de la ciencia política nace con el fin de valorar lo existente, ya sea para justificarlo, ya para mejorarlo. La reflexión política adquiere así casi siempre una connotación ética. Toda reflexión sistemática sobre la realidad política está en la práctica ligada a una cierta concepción de lo que es el bien para una convivencia organizada de seres y de grupos humanos. Y este bien puede referirse tanto al modo de organizar la convivencia como a las finalidades que la organización intenta perseguir. Toda reflexión sobre estos dos puntos (el modo de convivencia y los fines de la convivencia) implica necesariamente una valoración moral. Sin un cierto criterio valorativo no se puede valorar nada. Ética y política son, pues, dos términos difíciles de disociar.

Así pues, un primer problema al que la moral teológica no puede sustraerse es el de valorar, o bien ofrecer criterios valorativos generales, sobre los modos de estructurar una convivencia y las finalidades que la convivencia estructurada persigue [l abajo, IV]. Pero hay un segundo problema: cuáles son los deberes morales del individuo derivados precisamente del hecho de vivir dentro de una determinada estructura política[/ abajo, V]. Si la tradición moral cristiana conoce bien el primer problema (o, mejor, áreas de problemas), la tradición de los manuales de teología moral conoce poco y mal el segundo problema: de ordinario se lo resuelve expeditivamente con el precepto de obedecer a las autoridades legítimas, precepto que conoce muy pocas excepciones.

Antes de afrontar estos dos ámbitos de problemas, es preciso estudiar preventivamente, ya sea la experiencia humana acerca de la relación entre moral y política [/abajo, II], ya la luz que el evangelio nos ofrece al respecto [/abajo, III].

II. Política y moral

La estructura política en su existir y en su actuar es siempre de algún modo ejercicio de poder del hombre sobre el hombre. Ahora bien, el poder dentro de un grupo se puede ejercer sólo de dos modos: por consentimiento de los miembros o por coacción sobre los miembros del grupo. En otras palabras, un hombre obedece a otro hombre o por amor o por fuerza. O existe un convencimiento común de la bondad de una estructura y de su actividad, o es preciso el uso constante de la fuerza (física) y de la amenaza. Pero en el segundo caso el poder político será siempre únicamente ejercicio de dominio por parte de quien tiene más fuerza, y estará continuamente expuesto en principio al intento de conquista por parte de quien considera que es más fuerte.

Así ha ocurrido a menudo en el pasado y sigue ocurriendo en el presente. En tiempos de nuestro Señor, en el área cultural mediterránea el poder político estaba estrictamente relacionado con el hecho religioso a través de alguna conexión o descendencia entre el emperador (o el rey o el jefe del pueblo) y la divinidad. Ello daba una motivación absoluta y ética a la obediencia debida al poder. Contra esta identificación de la obediencia política con la religiosa y moral se alzaron los sofistas; apelando a una moral religiosa capaz de juzgar el poder político, se alzó Antígona (o mejor Sófocles). Pero la mentalidad difundida era la descrita: la fundamentación última del poder político está en la divinidad.

La idea misma de / ley natural nació de la exigencia de una ley capaz de juzgar las leyes humanas: la función originaria de la ley natural fue precisamente legitimar la crítica de las leyes y de los poderes humanos basándose en una norma independiente de valoración de lo que es bueno para los miembros del grupo. Con esto se habían echado las bases de un poder no justificado por la pura fuerza, sino por su consonancia con las necesidades y con las expectativas razonables de los individuos y del grupo. Justamente la ley natural fue lo que constituyó la posibilidad lógica de un poder político fundado en el consenso.

Ahora bien, la ley natural a principios de la época moderna (ss. xvxvi) está estrechamente ligada a la visión de una societas christiana teóricamente coincidente con la societas humana. Cuando en el siglo xvit se intentó fundar una política libre de la teología, se replanteó el problema de una política que no fuese pura fuerza: el consentimiento respecto a una ley eterna capaz de medir las leyes humanas fue sustituido por la idea del contrato o pacto social. El deber de obediencia se deriva del deber de observar un pacto que, en teoría, explícita o tácitamente, hacen todos los miembros de un grupo entre sí y/ o con el soberano. El poder se ejercita así basándose en una lealtad (concepto sobre el que habremos de volver / abajo, IV, 2, y V, 4). No podemos discutir los diversos modelos propuestos por ese pacto: en todo caso, todos se inspiran en Th. Hobbes o en J. Locke.

Es importante notar que el pacto no tiene contenidos arbitrarios, sino que se basa en el reconocimiento y la tutela de los derechos naturales de los individuos. Reconocer que todo individuo es portador de derechos anteriormente a su ingreso en sociedad es un acontecimiento muy relevante para la historia de la experiencia político-social de la humanidad. Pero en la época considerada estaba lleno de ambigüedades, y en parte lo sigue estando hoy. Queda en pie que la sociedad civil nace para el bien de los ciudadanos. Mas esto puede querer decir cosas muy diversas, aun permaneciendo firme el anclaje de la política en la moral: sin un cierto consenso, no necesariamente religioso, no se gobierna, sino que se oprime. Mas ¿es concebible una moral o un sistema de valores absolutos compartido libremente por todos los miembros de un grupo?

La problemática que nació en el siglo xvit es hoy muy discutida y puede reducirse a unos pocos modelosbase con muchas variantes. O Cada ciudadano ha de buscar por sí mismo su bien; cometido del poder político es no impedir que cada uno pueda hacerlo. El pacto es un pacto de no agresión; los derechos reconocidos son derechos de libertad. Función del poder es maximizar el bienestar global de la sociedad civil dentro del respeto de los derechos fundamentales de libertad considerados como esencia de todo bienestar posible. O Función del poder es asegurar a los ciudadanos particulares el máximo posible de bienes: los bienes en cuestión son los que en un cierto momento cierto cuerpo social reconoce como deseables por un consenso recíproco común. La posibilidad del consenso está ligada a los derechos de libertad (de manifestación del pensamiento). O Función del poder es asegurar a todos y a cada uno, además de la libertad esencial, también un mínimo (el máximo mínimo posible en una situación concreta) de algunos bienes estimados necesarios para asegurar una igualdad básica y un ejercicio concreto de la libertad.

El primer modelo representa el contrato originario de J. Locke; se trata de un contractualismo sin preocupación alguna de justicia distributiva, con un contenido sólo negativo (como el Estado-policía, tutor de la vida y de la libertad de los ciudadanos). El segundo modelo es una variante del primero, al que añade una función económica de maximización de la riqueza global de la sociedad: representa la doctrina utilitarista, ligada a las doctrinas económicas de tipo liberal (el máximo de riqueza global se consigue cuando cada uno persigue su propio interés). -El tercero y cuarto modelo representan un moderno contractualismo, no carente de preocupación redistributiva. Sólo que en el tercer modelo los bienes que hay que garantizar y los criterios de redistribución han de determinarse en cada momento por el mismo cuerpo social (se podría hablar de un contractualismo moderno puro). En cambio, en el cuarto se acepta una base de necesidades ya dadas, sobre las cuales surge el contrato: nacen problemas de determinación a priori de necesidades, de urgencias, de prioridades. Estamos muy cerca de una doctrina del derecho natural.

Mientras que en todos estos modelos los derechos de libertad (derechos de no ser impedidos) son la única base ética de la política (los dos primeros modelos) o condicionan a sí la ulterior preocupación ética distributiva (tercero y cuarto modelo), puede concebirse un modelo en el cual una igualdad fundamental en la satisfacción de las necesidades esenciales pueda limitar también el ejercicio de la libertad en sus diversas formas. Éste es en sustancia el elemento común a los modelos marxistas, lo cual explica la importancia de la teoría de las necesidades en este área de pensamiento. Este tipo de modelo puede adquirir importancia histórica donde las condiciones materiales (en especial analfabetismo, desnutrición, vida en los límites de la supervivencia) hacen concretamente imposible el ejercicio de cualquier libertad. El elemento consentimiento es debilitado o eliminado del todo. Pero sería absurdo mantener este modelo donde en concreto no puede existir un consenso razonable e informado.

Como es claro, toda teoría política que no sea puramente descriptiva no puede prescindir de un cierto supuesto ético, tampoco en nuestros días. La preferencia por este o el otro modelo podrá derivar, ya sea de los supuestos éticos diversos, ya de valoraciones diversas sobre el modo de perseguir un mismo supuesto. Está claro también que no existe una teoría política absoluta, sino una continua elaboración humana del ,problema de una convivencia que pueda llamarse humana. La tensión entre igualdad de libertad e igualdad de recursos está en el fondo en la raíz de todo el debate actual en materia de teoría política.

La contribución más importante a este debate se debe en tiempos recientes a J. Rawls. De su obra A Theory of Justice (1960) ha surgido una serie de importantes debates y propuestas, que hacen del todo actual hoy, acaso como nunca en los últimos siglos, la cuestión de la relación entre moral y política.

III. El anuncio evangélico sobre lo político

Prescindimos aquí del problema global del anuncio bíblico sobre el hecho social [!Doctrina social de la Iglesia]. Nos limitamos al problema preciso de cuál es la palabra de Dios acerca del modo y las finalidades del gobierno de la polis y a las funciones de quien está a su frente.

En el AT, tanto los varios códigos como los anuncios proféticos están siempre estrechamente ligados a la historia de la polis que fue el pueblo elegido. Es tarea difícil discernir, más allá de dichos o hechos ligados a lo contingente, una constante lógica que pueda constituirse como palabra de Dios también para nosotros. En todo caso es importante el aspecto crítico respecto al político existente en cada momento, y éste es el aspecto profético. Nos limitamos aquí a indicar que la crítica profética a lo político parte siempre de una concepción de la justicia de Dios y de la concepción correlativa de la paz; es decir, lo político se mide por un ideal que constituye la meta final no sólo del pueblo hebreo, sino también de la familia humana. Así hay que leer la figura del rey-mesías. Las cosas más importantes que los jefes del pueblo debían hacer -la justicia (hecha al pobre), la misericordia, la fidelidad- y que el Señor reprochará no haber hecho (Mt 23,23) son elementos prácticamente estereotipados del anuncio profético, especialmente en Amós, Isaías y Jeremías. A1 llegar el mesías, los gobernantes gobernarán conforme al derecho: serán la defensa del pobre; la justicia de Dios descenderá a la tierra, y fruto de la justicia será la paz (Is 32). El rey que no hace justicia al huérfano, a la viuda, al extranjero, será castigado porque ha abandonado a Dios, no conoce a Dios (Jer 22,3-9.15-16).

En el anuncio neotestamentario, desvinculado de situaciones contingentes de la historia política del pueblo elegido y proyectado hacia todas las gentes durante todo el tiempo hasta el fin de los tiempos, se pueden distinguir dos temas: 0 el tema del reino opuesto a los reinos, y que funciona como instancia crítica sobre ellos; O el tema de la actitud del creyente respecto a la autoridad pública (problema de la obediencia-desobediencia).

El tema del reino es ciertamente central en los evangelios. Se lo presenta deliberadamente en continuidad con el tema veterotestamenlario y como superación suya en unavisión de plenitud final en la eternidad de Dios. Existe relación de continuidad y discontinuidad entre lapolis humana en la historia y la Jerusalén celeste en la eternidad. Jesús es ya el rey mesías y mucho más: es el eterno presente en la historia. Su reino no es de este mundo (Jn 18,36-37), lo que no indica que su reino esté en el más allá, sino que está construido de acuerdo con una lógica diversa de la de Pilato. No es un reino que se afirme con las armas (cf Jn 18,11-12), sino con el testimonio por la verdad. Y la verdad que Jesús atestigua muriendo indefenso y orando por sus perseguidores es un Dios que es don de sí. De esta manera es llevada a sus consecuencias extremas y a su esencia eterna la lógica de la justicia de Dios, de su benevolencia y misericordia que caracteriza el anuncio profético. "Los jefes de las naciones... las tiranizan y los grandes las oprimen con su poderío. Entre vosotros no debe ser así, sino que si alguno de vosotros quiere ser grande, que sea vuestro servidor... de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir..." (Mt 20,26-28 y par.): ésta es la lógica del reino que entra en la historia de la polis humana como evangelio anunciado a los pobres. Cuando Pedro quiere disuadir a Jesús de que vaya a dejarse matar, Jesús le llama "satanás", el opositor, el anti-Dios, porque no razona según Dios, sino según los hombres (Mt 16,22-23). Cometido de la comunidad de los creyentes será introducir esta lógica en la historia de la humanidad = `como el Padre me envió, así os envío yo a vosotros" (Jn 20,21)conscientes de que esta batalla pacífica durará hasta el último día (cf GS 37).

Existe, pues, una meta para la historia de la humanidad: "Dominus finis est humanae historiae" (GS 45), meta que en su plenitud será don de Dios, pero que es ya llamada y juicio para el desarrollo histórico de la comunidad humana. Tal parece ser el nexo entre política y moral a la luz del evangelio. Se le puede describir como un doble compromiso: 0 negativamente, el compromiso en contra de todo estado de cosas opresivo (III Sínodo de los obispos), es decir, en contra de toda forma de dominio del hombre sobre el hombre; 0 positivamente, el compromiso por una fraternidad universal (GS 92), es decir, por una corresponsabilidad y solidaridad de horizonte planetario, abierto también a la humanidad de mañana.

Esta meta -y los dos compromisos que la traducen como tarea-juzga a los reinos terrenos. En la época de Jesús y de la Iglesia primitiva era cometido esencial desdivinizar los reinos terrenos, cuyo poder apelaba siempre a la divinidad. El emperador, el reino, cualquier reino no es Dios. Si es necesario que la humanidad esté de algún modo organizada en estructuras políticas y que los cristianos colaboren sinceramente en esta obra, el poder y la actividad política permanecen siempre bajo el juicio de estas finalidades que hay que perseguir. Esta afirmación fundamental de que el César no es Dios es probablemente el fin del dicho de Mt 22,21. En esta lógica global se puede decir que el anuncio evangélico no es político, en el sentido de que no propone un reino histórico alternativo a los reinos existentes; en cambio, es político en el sentido de que propone una medida valorativa y una dirección a seguir para los reinos terrenos.

Plenamente coherente con este anuncio de la política como estructura y actividad es el anuncio de la actitud del cristiano respecto al poder político. Dadas las condiciones de la época, no se planteaba directamente el problema moral derivado de una corresponsabilidad del individuo en las elecciones del poder; el individuo no participaba normalmente en la determinación de las estructuras políticas o de las finalidades y medios de la actividad política. El problema moral concreto se reducía, en relación con nuestros días, al problema de la legitimación del poder político y de la consiguiente desobediencia al mismo.

En el NT encontramos pasajes que piden la obediencia y pasajes que piden o implican la desobediencia. El texto básico es quizá Rom 13,1-7: "Que cada uno se someta a las autoridades que están en el poder, porque no hay autoridad que no venga de Dios; y los que hay han sido puestos por Dios. Así que el que se opone a la autoridad se opone al orden puesto por Dios..." Prescindiendo de las incertidumbres e inexactitudes de la traducción, el texto ha pasado por una compleja historia interpretativa, a la cual aludiremos luego. Sin embargo es seguro que aquí se impone al cristiano el deber moral de obediencia con un fuerte límite: la autoridad "está al servicio de Dios para ayudarte a portarte bien... y está al servicio de Dios para castigar al delincuente". Si la autoridad premiase a los malos y castigase a los buenos, ¿estaría todavía al servicio de Dios, y en consecuencia habría que obedecer?

La misma exhortación a la sumisión y a la obediencia se encuentra en Tit 3,1 y en I Pe 2,13-17, siempre "por razones de conciencia" o "por amor del Señor": ambas expresiones son equivalentes y legitiman la pretensión de obediencia justamente porque y en la medida en que la autoridad está al servicio de Dios. Así 1Tim 2,1-2 exhorta a orar por las autoridades que tienen la obligación de permitir un vida tranquila. Y el mismo texto de Mt 22,21 indica idéntica lógica. Existe, pues, un deber general de obediencia, que, sin embargo, no carece de limitaciones.

Nace así también el deber de desobediencia, y quizá también de rebelión inerme: los apóstoles desobedecen alegremente a las órdenes de la autoridad y, amonestados siguen desobedeciendo (He 5,41-42); Jesús es condenado a morir por la autoridad constituida, y lo mismo debemos saber arriesgar también nosotros, porque "el discípulo no es más que el maestro" (Lc 21,12-13); y los cristianos serán perseguidos por reyes y gobernantes a causa de su fidelidad al Señor (Lc 21,12-12 y par.; pero también Mt 5,10-I1). Así como por amor al Señor se debe obedecer, por amor al Señor se debe también desobedecer. El deber último es siempre el amor del Señor, y siempre será necesario un discernimiento (Rom 12,2; Flp 1,9) que relativiza el deber general de obediencia e impone una severa reflexión antes de considerar obligada la desobediencia: ésta no es nunca lícita, pero en situaciones particulares es obligada.

Existe, pues, una profunda coherencia en el anuncio neotestamentario, coherencia que relaciona el problema moral de las elecciones políticas y el problema moral de la actitud del cristiano frente a la autoridad política.

IV. Los problemas de la moral política en el pasado y en el presente del pensamiento cristiano

El dato neotestamentario se refleja fielmente en san Agustín y en santo Tomás.

"Remota igitur iustitia, quid sunt regna nisi magna latrocinia?", se pregunta san Agustín (De civ. Dei, 4,4): el poder político cuando no persigue la justicia es piratería. Existe, pues; una finalidad, suprimida la cual el poder pierde su misma justificación, y con ella también su vigencia en la conciencia del individuo. Luteró interpretará "remota iustitia" no como hipotético (si no hay justicia...), sino como descriptivo de un hecho general (dado que no hay justicia...); consiguientemente interpretará Rom 13, 1-7 como deber absoluto de obediencia incluso al poder injusto. No procede así toda la tradición católica, que se basa en la doctrina de santo Tomás (principalmente en la S. Th., I-II, qq. 90,95,96,97).

1) Para santo Tomás, el que tiene la obligación de perseguir un fin es también el titular de la elección de los medios; siendo el fin de la política el bien común del cuerpo social, es el cuerpo social el que es titular del fin, y por tanto también de los medios para conseguirlo (I-II, q. 90, a. 3, ad 3, y q. 97, a. 3, ad 3). En su raíz, pues, el poder político pertenece al cuerpo mismo social, que podrá o deberá transferirlo a personas o grupos para que lo ejerciten, pero que queda como su último responsable. No tiene mucho interés la forma (democrática, oligárquica o monárquica) preferible en cada momento; el interés dominante lo tiene el hecho de que el poder persiga de la mejor manera el bien común. Esta es la única justificación del poder político, una justificación que llamaremos ex parte finis.

En cuanto a la obediencia de las leyes positivas humanas, la doctrina tomista es muy sencilla y consecuente (q. 92, a. 1, y q. 96, a. 4): existe el deber de conciencia de obedecer a las leyes civiles, que hay que presumir que no son radicalmente injustas. Cuando una ley (en el sentido amplio de todo mandato de la autoridad legítima) impone al individuo un comportamiento inmoral, se la debe desobedecer; cuando una ley es injusta sólo por ser contraria al bien común, pierde su vigencia moral, dado que va contra la finalidad que la justifica; sin embargo puede ocurrir que el bien común se ponga en mayor peligro con la inobservancia de la ley (que podría romper el orden o la paz del cuerpo social) que no con su observancia. En tal caso también esa ley deberá ser obedecida, no por vigencia propia, sino por el bien común (II-II, qq. 42 y 104).

Sobre este sencillo esquema elaboró la segunda escolástica, y en especial F. Suárez, la teoría completa de la resistencia al tirano: tanto contra el que usurpa sin título el poder político (tyrannus tituli) como contra el que ejercita el poder en contra del bien común (tyrannus regiminis). A nosotros nos interesa el segundo caso, en el que se teoriza la legitimidad de la resistencia pasiva, activa, activa armada: la resistencia activa armada puede ejercerse en casos extremos, nunca por el particular, sino por el cuerpo social en su conjunto, y se configura como ! legítima defensa del cuerpo social contra un agresor injusto. Tal, en efecto, ha de considerarse (como ya para san Agustín) el poder político que obra globalmente en contra del bien común; pues tal poder carece de legitimación, y el ir en contra del bien común lo constituye en agresor del cuerpo social.

Este capítulo de la moral política, elaborado entre santo Tomás y F. Suárez, ha llegado sustancialmente inalterado hasta el magisterio social actual de la Iglesia. Pío XI (carta apostólica Nos es muy conocida, 1937) recoge la doctrina de la resistencia armada; Juan XXIII (enc. Pacen in terris, 1963, parte II) recoge la doctrina de la justificación del poder ex parte finis, dando una interpretación autorizada (como magisterio auténtico no definitorio) de Rom 13, 1-7; Pablo VI y Juan Pablo II recogerán (sin teorizarlo) el tema de la revolución de los oprimidos en casos extremos.

Sin embargo, la doctrina ha conocido un paréntesis que va desde el gran miedo nacido de la revolución francesa, acentuado por los movimientos revolucionarios europeos del siglo xix, hasta Pío XI, arriba citado. La doctrina de los veteres auctores es conscientemente modificada (V. Cathrein); el poder es contemplado como dado directamente por Dios, y no a través del cuerpo social. Éste podrá eventual, aunque no necesariamente, designar un titular del poder, pero nunca constituirlo como tal. Las consecuencias son similares a las de origen luterano: la justificación del poder ex parte finis se desvanece, y se perfila una justificación ex parte originis. La doctrina, presente en casi todos los manuales de filosofía social católica entre mediados del siglo xix y mediados del siglo xx, es llamada teoría de la designación, en contraposición a la doctrina tradicional, llamada teoría de la transferencia. Huellas evidentes de esta distorsión las tenemos en la encíclica Quod apostolici muneris, de León XIII (1878), con referencia explícita a la majestad sagrada de los soberanos y a la interpretación más rígida de Rom 13,1-7. Esto explica una mentalidad todavía hoy corriente en los eclesiásticos menos jóvenes; sin embargo, la doctrina pacíficamente aceptada a nivel teórico es la de la gran tradición tomista y católica, compartida generalmente por las Iglesias reformadas.

2) Junto al problema moral de la justificación del poder político, tiene una historia notable también el problema de la determinación del bien común. Hacemos sólo algunas referencias al concepto cristiano de bien común en los tiempos más recientes. En la tradición menos reciente, en una visión de filosofía social perenne y en una época de soberanos absolutos "iluminados" por pensadores católicos, el bien común era determinado desde lo alto por el connubio filósofo-soberano. Sólo a finales del siglo pasado surge la necesidad de precisar el concepto: todo individuo tiene el derecho y el deber de perseguir directe per se su felicidad, tanto terrena como eterna. Fin del poder es crear, organizando las fuerzas de todos, aquel complejo de condiciones que hagan posible a todos los ciudadanos esa prosecución. Estas condiciones son de dos tipos: condiciones jurídicas o estructurales, que garanticen la libertad de la prosecución y la paridad frente a la ley (fruitio ordinis iuridici); condiciones concretas de disponibilidad para todos de bienes materiales y espirituales, que permitan de hecho la posibilidad de tal prosecución (sufficiens copia bonorum).

No escapa la sorprendente coincidencia con la problemática éticopolítica contemporánea expuesta /arriba, II. Por desgracia, el concepto de bien común que hemos expuesto en la formulación ejemplar de V. Cathrein y recogido por GS (parte II, c. IV), no ha tenido mucha fortuna práctica, sobre todo debido a la concepción predominante del derecho de t propiedad. Pero es indudable que tenía grandes méritos, tanto al contraponerse a estatalismos excesivos como al anticipar aquellos derechos del hombre de carácter económico-social que sólo después de la segunda guerra mundial se están juntando a los clásicos derechos de libertad.

- Pero esta concepción del bien común experimenta hoy algunas grandes limitaciones. Desaparecido el cuadro de una sana filosofía (o filosofía neoescolástica), en cuya definición del bien común nació, y habiéndole sucedido una pluralidad de visiones del mundo, de la historia, del hombre, de lo que es una vida buena, ¿es todavía posible obtener un consenso respecto a finalidades globales por parte de un cuerpo social compuesto, un consenso que legitime el poder? ¿Y pueda proponerse un modelo de sociedad y de finalidades de carácter universal? La misma GS, que recoge la definición de V. Cathrein, rehúsa identificar la Iglesia con cualquier cultura; es más, las varias voces de la humanidad y las distintas culturas enriquecen a la misma Iglesia (nn. 44 y 58).

Se puede pensar en un consentimiento general de todo el cuerpo social respecto a las reglas del juego: el que va a votar, con ello acepta la regla de la mayoría y consiente en respetar sus decisiones, aunque sus preferencias personales resulten minoritarias. Pero así ocurre a menudo que todo grupo (partido) que se presenta a las elecciones busca sobre todo el consenso, y no el consenso en torno a una, línea política precisa; esta búsqueda de consenso puede ser una pura búsqueda de poder, con lo cual el poder se convierte en fin de sí mismo. No se busca el poder para promover el bien común, sino sólo el bien del grupo, que podrá servirse del poder. La política, como estructura y como finalidad, se reduce a la lucha entre grupos de intereses en contraste, una lucha en la que vence el que tiene mejores instrumentos, no mejores finalidades en la búsqueda del consenso.

Por otra parte parece difícil o imposible en un cuerpo social denominado pluralista obtener un verdadero consentimiento respecto a finalidades, es decir, respecto al bien común y al modo concreto de realizarlo lo mejor posible. El problema que se plantea hoy gravemente a la reflexión ético-política, cristiana o no, es justamente éste: el respeto de las ideas de los individuos (o de grupos ideológicos intermedios), ¿debe conducir inevitablemente a una política entendida como guerra de intereses en contraste? Y hemos de recordar que esa guerra por el consenso a toda costa la gana generalmente el que tiene más poder económico. Sólo a través de los medios de información el individuo puede obtener los conocimientos necesarios para una elección libre y razonable; ahora bien, el control de los media o está en manos del poder político gobernante o en manos del poder económico.

Así pues el mero consenso sobre las reglas del juego parece que conduce inevitablemente a una guerra entre poderes e intereses. Pero es concebible consentir en las reglas del juego en orden a intereses comunes y que hay que perseguir en común; éstos pueden coexistir con diferentes visiones del mundo y del hombre. El tema de los /derechos del hombre tal como se han configurado recientemente en la Declaración (1948) y en los "Covenants"(1966) de la ONU y en la ulterior Declaración de Helsinki (1975) puede constituir una plataforma común de finalidades, respecto a la cual se ha verificado ya una amplia convergencia de tradiciones y escuelas culturales, religiosas y filosóficas diversas.

También en una sociedad llamada pluralista puede imaginarse un consenso respecto a valores, manteniendo el disentimiento -y la dinámica política en la que se está a las reglas del juego- sobre diversas escalas de prioridad o de urgencia de valores (o intereses comunes reconocidos como tales), y sobre el mejor modo de perseguirlos.

Ésta es ciertamente la actitud que se le pide al cristiano y que los cristianos proponen a todos los hombres de buena voluntad. Teológicamente es cierto que en todo ser humano está presente la llamada de Dios a la caridad, incluso "en quien no conoce aún a su autor" (GS 92). La aspiración al fin de toda opresión del hombre sobre el hombre y a una solidaridad universal son frutos de la aceptación, consciente o no, de esa llamada divina. Así pues, la postura cristiana en materia ético-política está (o debería estar) ligada siempre a un consenso básico que no esté vinculado meramente a las reglas del juego, es decir, a la aceptación de la política como puro choque de intereses individuales; está ligada a una concepción fundamentalmente "distributiva" de la justicia en constante dialéctica -y que no puede resolverse de una vez por todas- con los derechos fundamentales de libertad.

- La concepción católica usual de bien común tiene otro límite intrínseco: ha nacido en una visión de la humanidad dividida en Estados soberanos, legitimado cada uno para perseguir autónomamente su propio bien común. Hoy, sin embargo, la humanidad vive en condiciones diversas, que no permiten esta prosecución fraccionada del bien común. Existe de hecho una interconexión a nivel económico planetario, que puede hacer de una elección económica de un Estado o de personas privadas una catástrofe para otros Estados; existe una comunidad de riesgos que hace de toda catástrofe natural o de toda guerra una tragedia para toda la humanidad; existe una comunidad científica mundial que tiende a superar todos los límites del Estado.

Si existe todo esto, y otras situaciones similares a las descritas, la aceptación misma de la pura idea de "derechos del hombre" impone pensar en el bien común a nivel planetario; por eso con razón GS 78 introduce el concepto de bien común del género humano. Su prosecución debe prevalecer sobre el bien común de cada Estado; por tanto, cada ser humano deberá tener una lealtad hacia sus conciudadanos y su patria; pero en lo que es esencial deberá tener otra lealtad: la lealtad a la familia humana y a cada uno de sus miembros. Esta doble lealtad debería en el futuro rediseñar la concepción de bien común y establecer una severa condición al consenso y a la justificación en que se fundan el poder y la actividad política. Es concebible, y para nosotros obligada, una desobediencia civil al poder político en nombre de exigencias supremas de la familia humana.

V. Los deberes del ciudadano

En un pasado todavía reciente, el deber moral del ciudadano era uno solo: obedecer a las leyes. Este deber subsiste como deber grave de conciencia: sólo la observancia de las leyes permite la prosecución del bien común global de una comunidad dentro de una realidad social tan compleja como es el Estado contemporáneo. La sola idea tradicional de leges mere poenales ha de rechazarse; la raíz del deber de obediencia es el amor al prójimo y al Señor. Sin embargo subsiste, y con frecuencia se olvida, el límite indicado claramente por santo Tomás acerca de las leyes injustas [!arriba, IV, 1]. Este límite hay que extenderlo por los motivos que acabamos de anunciar a las leyes injustas respecto a la familia humana, al menos en lo que es esencial para la subsistencia de la misma y de cada uno de sus miembros.

Pero a medida que de hecho se ha extendido a cada uno de los ciudadanos la posibilidad de incidir en las finalidades globales y en cada una de las elecciones del poder político, esta posibilidad se convierte inmediatamente en un deber. Por eso junto al deber de obediencia hay que colocar hoy, con igual gravedad de conciencia, el deber de /participación. En todo Estado dotado de un nivel suficiente de alfabetización es posible alguna forma de participación, yen general está prevista por el ordenamiento jurídico. La democracia representativa de partidos de la -tradición occidental es considerada por muchos como el mejor sistema para asegurar la participación, pero no es ciertamente perfecto niel único existente. En general existe el deber cuando se da una posibilidad aunque sea débil. Si es un deber perseguir el bien común obedeciendo alas leyes, será igualmente obligado perseguirlo mejorando las leyes y las estructuras; freilte a la comunidad-Estado y al poder político que la gobierna, el ciudadano tiene, pues, siempre y simultáneamente el deber de fidelidad y de intervención crítica.

Esto se traduce en una serie de preceptos particulares, que podrán variar de una situación a otra, de un ordenamiento a otro, de una tradición a otra, pero que se pueden agrupar generalmente en los puntos siguientes:

1. EL DEBER DE /INFORMACIÓN.

Sin informarse sobre los problemas de una comunidad (un Estado) y sobre los problemas principales déla familia humana, no es posible participación alguna. Por eso cada uno tiene el deber de adquirir, dentro de los límites de lo posible, todas las informaciones relevantes para formarse un juicio propio sobre las finalidades perseguidas y sobre el modo de perseguirlas por parte del poder político. La escuela obligatoria, sea estatal o privada, debería proporcionar los instrumentos para adquirir y elaborar informaciones de esta clase; esto no ocurre en general, pero no por ello el individuo está dispensado de hacer lo que pueda; en resumen, es un deber ocuparse de política en el sentido arriba indicado. No siendo nunca neutrales los medios de ! comunicación social, será preciso recurrir a informaciones de diversa fuente. Es peligroso el hombre que lee un solo periódico o que escucha sólo las voces del partido predilecto.

2. EL DEBER DE MANIFESTACIÓN. La información deberá transformarse en valoración. Este paso debería ocurrir en la comunidad: manifestar las propias valoraciones es un servicio de caridad con los demás y suscita un control crítico por parte de los otros. Estar enteramente ausente de los debates en los cuales se forma una opinión pública es o considerarse infalible o desentenderse del todo. Es un error pensar, en nuestras sociedades de democracia parlamentaria, que la única intervención útil sobre las opciones políticas es el voto. El voto debe madurar en la libertad y en una discusión informada, en la que todo ciudadano ha de ser no sólo espectador pasivo. Además, el voto es sólo una adhesión a una línea de principio que abarca todas las cuestiones. Hay muchas cuestiones particulares, también de gran importancia, respecto a las cuales uno puede disentir de las elecciones del partido por el que vota; sólo a través de la presión de una opinión pública se puede intentar modificar una opción particular. Mediante el voto nadie se casa con un partido, aceptando acríticamente todas las opciones subsiguientes.

3. EL DEBER DE VOTO. Donde existe alguna forma de voto libre como expresión máxima del consenso, el voto es un deber muy grave. El voto debe ser según conciencia, es decir, debe reflejar las convicciones libres e informadas del individuo sobre cuál puede ser la mejor línea política general para un cierto pueblo en un momento preciso. Cada situación histórica y social presenta ciertas urgencias y posibilidades que jamás son idénticas; y cada ciudadano, basándose en su información y valoración, deberá plantearse cada vez el único problema del bien común de un pueblo (y de la familia humana) en aquella determinada situación. Ni interés privado, ni lealtad a un partido, ni cualquier otra consideración puede prevalecer sobre este problema central.

4. EL DEBER DE CONTESTACIóN. Indicamos con ese término el deber de oponerse por todos los medios previstos por el sistema a líneas políticas o a elecciones particulares que se estimen directamente contrarias al bien común, pero igualmente al sistema mismo, es decir, a la estructura política de la que forma parte. Normalmente un ordenamiento jurídico prevé formas de modificación de sí mismo; dentro de estos limites, la contestación es ejercicio de aquella lealtad a la que uno se obliga con cualquier acto de participación en la vida de la comunidad.

Mas cuando, después de un atento estudio, se estima que el bien común está seria y globalmente comprometido, entonces la contestación podrá asumir formas antijurídicas: la resistencia pasiva, y en los casos más graves activa, forma parte de toda la tradición moral católica. Nosotros pensamos, a diferencia del dato tradicional, que la resistencia (o la contestación antijurídica) no es tanto un derecho cuanto más bien un deber de legítima defensa del cuerpo social al que pertenecemos; un acto de lealtad a él, aunque parezca desleal con el poder político o con su estructura. En casos del todo excepcionales podrá suceder que los supremos intereses de la familia humana y la lealtad fundamental hacia ella deban prevalecer también sobre los legítimos intereses del Estado particular al que se pertenece y a la lealtad debida al mismo.

Nótese, finalmente, que, si se mantiene el principio general de la legítima defensa incluso violenta -licet vim vi repellere-, entonces no se ve cómo este principio no deba valer, en el ámbito riguroso de las condiciones que lo definen, también para los casos extremos, y de otra manera irresolubles, en los cuales es debida la resistencia activa. Existen muchos modos de resistencia activa no violenta; mas cuando -se dan las condiciones que hacen obligada una resistencia activa, -no son eficaces, o en todo caso practicables, modos de resistencia activa no violenta, -se acepta el principio tradicional del vim vi repellere aunque sólo sea para situaciones-limite, entonces no se ve cómo se puede razonablemente negar el derecho del cuerpo social y el deber para los miembros particulares de resistencia activa incluso armada. Si cae una sola de las tres condiciones predichas, es obvio que subsiste el derecho y el deber de resistencia activa no violenta.

Concluimos diciendo que, a la luz del evangelio, los deberes del ciudadano son deberes de obediencia y participación leal, pero siempre como modo histórico de amor al prójimo y de "servicio de Dios" (Rom 13,4).

[/Doctrina social de la Iglesia; /Estado y ciudadano; /Participación; /Poder; /Político; /Sistemas políticos].

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E. Chiavacci