PODER
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. Fenomenología del poder: 
1.
El poder, dimensión de la relación social; 
2. El poder en la sociedad que cambia. 

II. Mensaje bíblico-teológico: 
1.
El poder en la Sagrada Escritura: 
    a)
El reino y las relaciones sociales humanas, 
    b)
El poder; 
2. Ética y poder. 

III. Perspectivas para hoy: 
1.
De la cultura del poder al poder de la cultura; 
2. Del modelo de la obediencia al modelo de la libertad; 
3. De la demonización al reconocimiento del conflicto.


 

I. Fenomenología del poder

El fenómeno del poder es analizado dentro de ámbitos y perspectivas específicos por la psicología y por la sociología. La psicología estudia la ambición o voluntad de poder que es propia de toda persona, si bien con acentos y modalidades diversos. Por su parte, la sociología analiza la relación social atendiendo a las formas de poder que en él se manifiestan. Haremos referencia al análisis sociológico para poner de manifiesto algunos aspectos o dimensiones del poder como fenómeno social.

1. EL PODER, DIMENSIÓN DE LA RELACION SOCIAL. Cómo primera aproximación, y en términos generales, se puede observar que el poder es coextensivo al fenómeno social. En otras palabras, el poder es una cualidad propia de las relaciones humanas. Quiere decirse que toda relación social tiene la dimensión del poder: el poder es una realidad relacional. En esta perspectiva se comprende lo impropio que es identificar el poder sin más y exclusivamente con el poder político; aunque éste hace visible de modo más marcado los rasgos que pertenecen a todo poder. En efecto, la sociología actual cualífica dé modo simplificador y polarizador la llamada dicotomía social, según la cual habría que distinguir en el ámbito de la socialidad humana entre relaciones de poder, por una parte, y relaciones de otro tipo, por otra, corno, por ejemplo, relaciones de consenso, de solidaridad...

Esta teoría es superada con la afirmación de que todo acto social es también ejercicio de poder, toda relación social es una ecuación de poder, todo grupo o sistema social es una organización de poder (cf R. STRASSOLDO, 1538). Enseguida nos damos cuenta de que el poder en esta acepción no es una realidad accidental y que no se puede fácilmente neutral¡" zar: donde hay relación social, allí hay poder: "El concepto fundamental en las ciencias humanas -observa B. Russel-es el poder, como la energía en las ciencias físicas".

En la perspectiva de hacer coextensible el poder al fenómeno social adquiere relieve el discurso sobre la imposibilidad de la liberación del poder, justamente porque no puede concebirse la liberación de la relación social y la fuga de la sociedad. "No parece que el hombre pueda desarrollarse fuera de los condicionamientos de las estructuras sociales, y tampoco que las estructuras puedan funcionar, las organizaciones humanas actuar y los sistemas sociales obrar si no es mediante el poder... Una sociedad en la que se ha eliminado el poder es una contradicción en los términos, una fantasía infantil, una utopía del todo irrealizable" (R. STRASSOLDO, 1539).

Esta teoría social permite una aproximación al fenómeno social irn térmínos de complejidad, superando esquemas simplificadores y polarizadores, como si fuese posible distinguir netamente, por un lado, relaciones de poder y, por otro, relaciones de otros tipos. Parece evidente que semejante interpretación se funda en el supuesto de que el poder no puede ser comprendido en clave preconcebidamente negativa y se opone a la idea de que es el dominio de unos sobre otros, la coacción que los primeros pueden ejercitar, la posibilidad de hacer,presión sobre otros y eventuá.lmente de hacer que cese su existencia a través del uso efectivo de la violencia o de otros medios más indoloros.

Sin embargo, el poder es también todo esto, y la concepción que liga intrínsecamente el poder al hecho de la sumisión, de la sujeción y de la violencia tiene'en la realidad deTasiados inconvenientes. Por eso, si no es realista una sociedad en la cual los fenómenos conflictivos están ausentes, en cambio es del todo realista, e incluso necesaria, la consideración de las condiciones para minimizar los aspectos opresivos del poder y maximizas' los creativos, a fin de distribuirlo del modo más justo y destinarlo a finalidades que sean aceptables.

En este nivel la sociología no puede menos de apelar a la ética. Una lectura complexiva del poder no puede fundarse, en última instancia, ni en la exaltación del poder que enfatiza los aspectos creativos ni en la denigración y desprecio del poder en sí mismo, que a menudo envuelve en la condena de la violencia también el rechazo del Estado y últimamente de la sociedad. Una lectura adecuada sólo puede hacerse superando una y otra posición en una visión más articulada, que explique tanto los aspectos creativos como los aspectos opresivos del poder.

2. EL PODER EN LA SOCIEDAD QUE CAMBIA. Un dato importante de la sociología consiste en poner de manifiesto, además de la importancia del fenómeno del poder en la sociedad, la imposibilidad de comprenderlo fuera de un determinado contexto social. El contexto social permite captar ante todo la unidad y la articulación de los diversos poderes: político, económico, ideológico... De poco sirve seguir la multiplicidad de los poderes considerados como independientes, sin aferrar la base y el núcleo del poder que lleva luego a su diversa ramificación.

La unidad del poder (y la sucesiva articulación de los diversos poderes) se establece por referencia sobre todo a los valores sociales presentes en una sociedad dada. El análisis social del poder pone de manifiesto, por ejemplo, que en una sociedad dominada por valores religiosos el poder se reúna en las manos de los sacerdotes; en una sociedad dominada por los valores materiales del consumo y de la producción, el poder corresponde a los responsables del sistema económico: los hombres de las finanzas y los industriales; en una sociedad que profesa el culto de la ciencia y de la técnica, el poder se transfiere de algún modo a sus cultivadores. Obviamente existe reciprocidad entre valores sociales y poder social, en el sentido de que los depositarios del poder desarrollarán valores que son homogéneos para obtener el consenso en favor del propio poder.

En esta perspectiva es fácil comprobar que el poder social tiene titulares muy diversos en la sociedad posindustrial respecto a la industrial. Según algunos autores, una de las características destacadas de la sociedad posindustrial es el desplazamiento del centro de gravedad del poder social desde los depositarios y controladores del capital (propietarios, banqueros) a los depositarios de las informaciones: los técnicos, los científicos y los intelectuales. En efecto, las informaciones y los conocimientos constituyen un recurso y un valor de primera importancia en el proceso social.

La sociedad posindustrial y posmoderna ha dado origen a hechos que son obra del hombre, y por tanto expresión de su poder; pero que, a su vez, se han vuelto poderes casi incontrolables sobre el hombre y sobre la colectividad humana. Piénsese en la burocracia, que representa una de las mayores concentraciones de poder en las sociedades avanzadas; respecto al individuo particular, pero también a colectividades muy vastas, la burocracia detenta en muchos casos un poder aplastante.

En las sociedades simples el poder tenía un nombre; en el paso de la economía estática a una economía dinámica estaba representado por clases claramente antagonistas y conflictivas; en las sociedades complejas y diferenciadas el poder se ha vuelto anónimo, impersonal, por lo mismo más difícil aún de controlar y de dominar. La sociedad técnico-científica se caracteriza, en efecto, por la constitución de sistemas supraindividuales que, construidos por el hombre para ser instrumentos de poder sobre el hombre, funcionan por su cuenta y escapan a su control. Así la economía se ha convertido en una organización comparable a una máquina infinitamente compleja cuyo funcionamiento no es posible corregir mediante una programación calculada y que se desarrolla independientemente de los proyectos de las motivaciones del hombre. Este tiene la sensación de que desempeña más un papel de apoyo al servicio del sistema mismo que de disponer de él según su propia voluntad.

Las instituciones públicas, por ejemplo las de la educación, las del cuidado de la salud, etc., se transforman en instrumentos gigantescos, de suerte que los deberes de gestión técnica alejan cada vez más a los operarios de las motivaciones y de las finalidades buscadas por quienes las pusieron en marcha. La sociedad diversificada y compleja ha dado origen a un conjunto de coacciones, cuyo resultado provoca un sentimiento difuso de pérdida de libertad. La célebre dialéctica hegeliana se reproduce: el hombre, que ha creado las estructuras para poder dominar su existencia, se encuentra al fin dominado por su evolución, que no controla ya. En otras palabras, la humanidad se siente expropiada por el poder de un proceso que el hombre mismo ha puesto en marcha.

Si el poder, según se ha dicho, parece coextensivo al fenómeno social, donde justamente se asienta en modalidades más o menos fuertes, más o menos difusas, es legítimo preguntarse: ¿va la socialidad humana hacia un futuro caracterizado por la disminución o por el reforzamiento del poder?

Se puede comprobar que el poder no ha estado nunca reforzado como en la actual fase histórica. No sólo -y en contra de lo que alguno preveía- la industrialización no ha abolido el poder, sino que ha hecho surgir otro: a los "príncipes" que gobiernan se han añadido los "barones" de la industria y de la finanza; y más cerca de nosotros, los propietarios de las nuevas tecnologías y de las informaciones. De forma que a las viejas formas aún subsistentes se han añadido otras nuevas no menos coactivas que las ya experimentadas. Resulta difícil resolver, y sobre todo terminar, con el poder. La ciencia sociológica parece convalidar la tesis de que a sociedades en fuerte transformación corresponde el crecimiento del poder. Se advierte un paralelismo preocupante entre el progreso en extensión e intensidad del poder, por una parte, y el desarrollo de la innovación, por otra. En tal perspectiva, es legítimo preguntarse si la cuestión del poder está necesariamente ligada a la cuestión del crecimiento. En todo caso la vía de salida no está en imaginar y querer un crecimiento cero, creyendo que con ello se lleva a cabo la desaparición del poder. Una sociedad semejante no es imaginable: ninguna sociedad puede funcionar sin un mínimo de organización, es decir, sin poder.

Es justamente la imposibilidad de eliminarlo y a la vez la fuerte carga de arbitrariedad y de ambigüedad ligada como por una especie de segunda naturaleza al poder en todas sus formas, viejas-y nuevas, lo que hace surgir serios problemas éticos relativos a la legitimación, a la finalización y al ejercicio del poder.

II. Mensaje bíblico-teológico

¿Qué aportación se deriva del mensaje cristiano para comprender y orientar el fenómeno del poder, considerado en su unidad y en su múltiple articulación? Ante todo se puede observar que las enseñanzas más competentes no las dan los pasajes bíblicos que se refieren directamente al fenómeno del poder, sino las relativas al reino y al señorío de Dios. En r la perspectiva del reino, que en Cristo alcanza su anuncio y ejecución definitivas, se comprende plenamente el proyecto de Dios sobre la humanidad en su origen, en su camino por la historia y en su destino último.

1. EL PODER EN LA SAGRADA ESCRITURA. a) El reino y las relaciones sociales humanas. El reino apuq;-, ciado e inaugurado por Jesús de Nazaret no ofrece espacio alguno al poder. El poder de Jesús respecto a los otros es el de ser sin poder; por eso su poder es un poder que salva y rescata, creando relaciones auténticamente nuevas con Dios, y, consiguientemente, entre los seres humanos.

El hombre nuevo que en Cristo se vislumbra es el hombre libre de toda coacción, transparente a los demás, obediente sin oposición interior porque su voluntad se identifica con la voluntad de Dios.

El reino es un novum respecto a la historia y está más allá de la historia, aunque en relación directa con la historia humana: el reino está ya presente pero no ha llegado aún en plenitud y en su realización definitiva. El hombre sin violencia, la comunidad sin poder ni coacciones, la libera' tad, la fraternidad, la igualdad, todo eso no ha llegado aún. Mientras, en una espera activa, la vida personal y social se desarrolla en un mundo de coacciones, de violencia, de opacidad, que amenaza continuamente con falsear al hombre mismo e impide la comunicación en la verdad. Las realidades últimas están ya dadas, pero es todavía el momento de las realidades penúltimas, como enseña D. Bonhdffer.

El poder, cualquiera que sea el ámbito en el que se manifieste, pertenece a las realidades penúltimas, y como tal sólo se lo puede comprender en su sentido relativo y en su límite radical. Entre el reino y el poder se establece una dialéctica análoga a la que Pablo describe entre el Espíritu y la ley. Cristo ha inaugurado el tiempo del Espíritu, del hombre que descubre en sí mismo bajo la acción de Dios lo que debe hacer; la ley (el poder) que lo gobierna está destinada a perecer. Por otra parte, el hombre no está todavía bajo el dominio del Espíritu, y por tanto tiene necesidad aún de la ley como tutor.

Del mismo modo el reino se sitúa en tensión con los reinos terrenos y con su poder, tentado siempre de oprimir; con sus rivalidades y con sus sistemas. Mas es ilusorio pensar que pueda existir una sociedad sin poder y que pueda ejercerse un poder sin coacción, es decir, sin que llegue al momento de la decisión antes de haber podido convencer. Todo esto es difícilmente compatible con el reino.

Por eso padres de la Iglesia como Juan Crisóstomo, teólogos como santo Tomás de Aquino, no vacilan en afirmar que el poder está ligado al pecado (al menos el poder en su aspecto de coacción); si no hubiera hombres pecadores, no habría poder; mientras exista el pecado, será necesario el poder. Encontramos aquí la intuición de fondo de quienes ven en el poder en general, y en el poder político en particular, el lugar del mal (el poder demoníaco) y rehúsan comprometerse. Colocados ante esta dificultad, muy frecuentemente los cristianos han buscado un pretexto para eludirla. Los cristianos de los primeros siglos estimaban que Dios había confiado el imperio a los paganos; éstos ejercían así un servicio necesario, pero incompatible con el amor cristiano. La Iglesia del medievo consideraba indigno de su misión aplicar directamente sanciones y confiaba esta tarea al brazo secular, aunque cristiano.

Así pues, el poder como lugar del mal debería releer la actitud de Cristo, reflexionar sobre las razones que le impulsan a experimentar una especie de miedo a la realeza y al poder. ¿Humildad? Hay un significado más profundo: Jesús elude toda situación de poder porque sabe que la relación de poder es exactamente lo contrario de la relación humana que él ha venido a revelar y a implantar.

En esta perspectiva podríamos preguntarnos si no existe una inconciliabilidad entre ser cristiano y ser ciudadano, si no se debe escoger necesariamente entre los dos términos. Sin embargo, debemos vivir ambas situaciones.

Por tanto, tensión entre los tiempos últimos ya iniciados y el tiempo intermedio; pero tensión fecunda: una sociedad sin poder sería una catástrofe; pero el poder que no recuerda continuamente su carácter provisorio y frágil, fácilmente se volverá opresivo. El cristiano, al asumir plenamente la realidad de este mundo, conocerá siempre la conciencia mala de los tiempos intermedios. Esa tensión hay que cultivarla; es la tensión que impide a cualquier poder absolutizarse, a toda lucha creerse sagrada, a todo sistema social creerse definitivo. El evangelio impide que toda autoridad y poder se consideren justos.

b) El poder. Nos limitamos a explicar algunas afirmaciones bíblicas fundamentales relativas al poder, dando por supuesto tanto la exégesis precisa como la reflexión del pensamiento y de la praxis eclesial acerca del uso, o mejor abuso, de cada uno de los datos bíblicos como instrumento de la conservación o del inmovilismo social.

El poder, entendido en sentido amplio como capacidad de hacer obrar, es una realidad solamente humana; no es divina ni necesariamente demoníaca. La tesis constante de la tradición, bíblicamente fundada, de la "derivación" y "participación" de Dios no coloca al poder y a la autoridad en el camino de su posible sacralización, sino, por el contrario, indica el camino del juicio de Dios sobre todo poder y autoridad.

Se debe en particular a la teología de la secularización haber insistido en la desacralización y desmitificación de todo poder y autoridad humanos justamente partiendo de la Sagrada Escritura.

El poder no tiene más justificación o legitimación que la del servicio del hombre y para el hombre. "No hay autoridad sino de Dios"; y puesto que "Dios es amor", no existe poder legítimo más que en el ámbito del amor. Cualquier otro caso es usurpación en el Estado, en la Iglesia, en la familia, en la empresa...

En cualquier sociedad, los miembros no están en absoluto al servicio de la autoridad, sino viceversa, los depositarios del poder están al servicio de la comunidad. La práctica cristiana se ha alejado con mucha frecuencia de la enseñanza evangélica; pero la referencia cristiana obligó a no perder nunca completamente de vista la paradoja evangélica del Señor, que se hizo servidor y del poder que intenta no ser dominación.

El poder/ autoridad es una categoría que pertenece a la dimensión de las realidades penúltimas; es una categoría destinada a pasar. El fin de todo poder existente es "perecer", volverse inútil.

2. ÉTICA Y PODER. El poder no tiene de por sí ni dirección ni fines bien precisos; tendrá los que le vengan de la conciencia. "El poder espera ser dirigido" (R. Guardini). La cuestión ética del poder consiste, pues, esencialmente en la cuestión de la finalidad del poder. Los fines, los objetivos, las metas (que pueden ser tan variados como los proyectos humanos) son el objeto y el término de valoración del problema del poder.

Estrechamente ligada al objetivo o fin está la cuestión de los medios que hay que escoger: la perversión de los medios implica una degeneración del fin. Las perspectivas o los horizontes del poder -no sólo el político- difícilmente aparecen conciliables con las razones de la ética; el poder tiende a la eficacia, y por eso. adopta la astucia, la coacción y la misma fuerza.

La razón humana, y más aún la razón que se mueve en el horizonte de la fe, partiendo de la dignidad del hombre y de la relacionalidad humana, sabrá indicar aquellas metas u objetivos que son los únicos que de algún modo pueden legitimar el ejercicio del póder. Entre ética y poder, la relación será siempre difícil, pero necesaria: puesto que el poder se refiere siempre al otro, corre el riesgo de ser perversión y puro dominio si no se mueve y no se cultiva un alto sentido de la dignidad humana, de la libertad y de los derechos humanos.

En la base de todo poder está la relación fundamental del mandato y de la obediencia. La decisión ante todo, como acto del poder, es lo que constituye el problema moral. Incluso al líder más democrático le llega el momento en el que debe pasar de la discusión a la decisión, renunciar a convencer y ejercer el derecho de tener la última palabra. Pues bien, el poder es justamente esto: la última palabra pronunciada sin la adhesión racional de todos; mas, por otra parte, es necesario afrontar este momento.

La problemática de la legitimación del poder ha encontrado la dirección significativa cuando ha abandonado la fundamentación del poder desde lo alto y ha enseñado y enseña que su única y exclusiva justificación está en ponerse al servicio del bien común, de acuerdo con una expresión tradicional del pensamiento cristiano; por tanto, una fundamentación desde "abajo". Desde el momento que el bien común está constituido por el reconocimiento y la promoción de los /derechos del hombre y de la convivencia, se puede decir que la /justicia es elemento moral determinante del poder.

El poder no es moralmente neutral, porque se ejerce siempre en un contexto humano, se refiere a los otros, los mueve y .los cambia, es decir, no puede existir sin ellos. En esta acción dinámica el poder puede violar o respetar los derechos denlos otros, aquellos derechos que son el objeto de la justicia. Por eso el poder recibe su primera determinación de la mayor o menor conformidad con las normas de ¡ajusticia.

III. Perspectivas para hoy

El mensaje cristiano en su dimensión escatológica, y por tanto última y definitiva, pone de manifiesto el fin del poder y la instauración de relaciones de plena y auténtica comunión de los seres humanos entre sí y con Dios.

El cristiano y las Iglesias están llamadas a verificar, es decir, a hacer verdadera la potencia de liberación en este mundo y en esta historia, no prescindiendo de la lógica y dinámica del poder, sino justamente en medio de las coacciones que el poder en sus múltiples expresiones y formas va poco a poco asumiendo. A la liberación del poder sólo se puede llegar a través de la liberación del poder.

El poder es un hecho que hay que tener en cuenta; de nada sirve limitarse a encontrar su explicación y los diversos mecanismos que lo regulan, aunque también esto es importante e ineludible para no caer en abstracciones y veleidades; ni tampoco es suficiente pronunciarse en pro o en contra, recorriendo el camino del anarquismo o de la justificación, aunque una y otro tienen buenas razones de ser para ponerlo sobre el tapete.

Lo que más importa es encontrar los caminos y los modos de plegar el poder a la causa del bien del hombre y de la humanidad y verificar sucesivamente si esto es posible, aunque difícil. La utopía de una sociedad "sin jefes" debe emplear toda su fuerza en hacer concebible el uso de los jefes para la realización de este designio.

Indicamos algunas perspectivas ordenadas a potenciar los aspectos creativos del poder, minimizando los aspectos opresivos, y ello a la luz al mismo tiempo del conocimiento de la realidad social y del mensaje cristiano.

I. DE LA CULTURA DEL PODER AL PODER DE LA CULTURA. Dar sentido al poder es una tarea que remite al tipo de hombre y de sociedad que se desea perseguir. No existe liberación alguna del poder más que a partir del hombre libre del poder, capaz de dominar la voluntad de dominio sobre los demás. ¿Será posible una conversión de la cultura de la omnipotencia, que lleve a pensar que el poder no tiene valor alguno si no se lo pone al servicio del valor que lo trasciende?

En nuestras sociedades la persona, un grupo social y un pueblo son valorados en virtud del poder que tienen; todo se busca en función de tener y aumentar el poder. Cada vez somos más conscientes de que quien tenga acceso a una mayor cuota de información tendrá de algún modo más poder, y por eso nos esforzamos en ese ámbito; ciencia y conocimiento son febrilmente cultivados en función del poder que otorgan. Queda en la sombra, si no del todo descuidado, el orden de los fines a los cuales el poder por definición debería servir. Pues el poder únicamente puede encontrar sentido dentro de proyectos claros que tengan en el bien del hombre y de la convivencia humana su punto de partida y de llegada. Dice muy bien M. Novak: "Tecnología, técnica y necesidad de eficiencia son cosas que llevaremos siempre con nosotros. Lo que es preciso condenar es la visión del hombre encarnada en los símbolos del iluminismo, es la arrogancia de la nueva clase social que no discierne críticamente sus finalidades, está ciega ante su fuerza destructora y se obstina en ignorar su falibilidad y sus límites". E inmediatamente después plantea dramáticamente el problema de la finalidad del poder en la presente fase histórica: "Ni siquiera tenemos una vaga idea -y mucho menos una síntesis intelectual- de cómo usar la ciencia, el conocimiento y la cultura al servicio de la supervivencia del hombre y de su destino" (Istruzione e potere, 146-147).

Si no queremos dar lugar a nuevas oligarquías, una sociedad compleja, articulada y especializada como ésta en que vivimos tiene necesidad de comprometerse a proyectar, de solidaridad y cooperación, de elecciones de índole ética que regulen los nuevos poderes que están en manos del hombre. La cultura del poder debe convertirse al poder de la cultura. Con esto se quiere decir que todo poder es en sí mismo insensato, y que sólo encuentra su sentido a condición de saber referirse al primado de lo humano y de lo social, a cuyo servicio debe estar, y no a servirse de él.

En la perspectiva del paso de la cultura del poder (orden de los medios) al poder de la cultura (orden de los fines) tiene adecuado planteamiento también la cuestión de la conquista del poder. Además de una cuestión de modos y de instrumentos, es ésta también, más profundamente, una cuestión de fines y objetivos. En caso contrario todo se resuelve únicamente en un cambio de amos.

2. DEL MODELO DE LA OBEDIENCIA AL MODELO DE LA LIBERTAD. La liberación del poder pasa también a través de una concepción renovada de la obediencia. "Reconocer la invencible contingencia de toda figura del poder significa querer una obediencia que no sea ya sumisión infantil o servil. Es necesario entonces, más allá de la obediencia a la ley y de la sumisión al hombre, reconstruir la atención (ob-audire) que va al sentido de lo que se ha dicho en cuanto que esta palabra hace autoridad" (B. QUELQUEJEU, Ambiguitá e contingenza del potere, 48).

Uno de los lugares donde todo poder revela su rostro opresivo es la pretensión de la obediencia incondicionada (por desgracia, en la mayoría de los casos la ha conseguido también). Hay que reconocer que las grandes injusticias, el exceso del poder se han mantenido y se mantienen a través de la colaboración y obediencia de la mayoría.

Se puede comprobar que frente a las varias opresiones, el problema ético no está tanto en la elección entre violencia y no violencia; nace de la obediente complicidad de la mayoría. "Hemos de reconocer que se ha enseñado más a respetar la ley que a interrogar nuestra conciencia, y que el culto de la norma, del orden, del poder constituido, de la ideología dominante nos ha llevado a ignorar de hecho el carácter absoluto de la conciencia" (Th. REY MERMET, Riscoperta della morale).

En ninguna época, y menos que en ninguna en la nuestra, la meta de la formación moral puede ser obtener personas sumisas y obedientes; y tampoco lo es lo contrario, a saber: obtener desobedientes y rebeldes. El fin de la formación moral es conseguir personas libres, que en diálogo y reciprocidad con las personas libres saben cuándo está bien obedecer y cuándo es obligado desobedecer.

El fin de toda meta educativa es formar personas capaces de vivir críticamente en la sociedad, capaces de valorar su estar en el mundo, de ser personas que se construyen en libertad para la solidaridad y para la justicia, y por tanto capaces, justamente por obediencia a estos valores, de disentir y de objetar [/Participación].

3. DE LA DEMONIZACIÓN AL RECONOCIMIENTO DEL CONFLICTO. La liberación del poder pasa en gran medida a través del reconocimiento de la función positiva del conflicto en orden al cambio social.

Las instancias de cambio surgen de todas las partes del mundo, interesan a la socialidad del hombre en todos los niveles: hombre-mujer, grupo social, pueblo, mundo... Las diversas formas y figuras del poder se han opuesto siempre al cambio, porque el poder tiende por lógica propia a perpetuarse, con lo cual queda de manifiesto el alma represiva -casi connatural al poder constituido- de todo poder (machista, clasista...) y no sólo del político.

Pues bien, la posición frente al disenso, al conflicto, a la contestación representa un test significativo para verificar si el poder está realmente al servicio de los demás -y por tanto si es creativo, capaz de hacer viables los derechos ajenos- o bien al servicio de sí mismo y de los equilibrios logrados, y por tanto represivos de los equilibrios que hay que obtener.

En el pensamiento católico se tiende generalmente a demonizar el conflicto, se muestra resistencia a reconocer abiertamente la función positiva que asume la lucha en el cumplimiento de la justicia. Esto es comprensible en una concepción de la vida social estática y no dinámica, como se presenta en una concepción en la que el orden constituido está bastante identificado con el orden que hay que constituir. En otras palabras, el punto de referencia en tal concepción es una socialidad humana caracterizada por la cooperación y por la colaboración, y no ya por el conflicto y por la discordia. En esta pespectiva no se comprendió ni justificó suficientemente en su tiempo, la conflictividad entre patronos y trabajadores.

Sin embargo no se puede concluir que la tradición del pensamiento católico sea del todo homogénea, pues hay de hecho estudios en materia social y económica que dan mucha importancia a la lucha y al conflicto: piénsese en la teología de la liberación.

A fin de conducir las relaciones sociales entre persona y persona, entre un grupo social y otro, entre pueblo y pueblo hacia niveles más altos de justicia, es necesario reconocerle al conflicto una función positiva y eficaz. El poder/ autoridad existe única y exclusivamente para el bien de los demás, es decir, para la promoción de la persona y de la convivencia humana; y en esta lucha por el reconocimiento de los derechos de todos en la igualdad sustancial y no sólo formal, hay necesidad de mayor conflicto, y ello no solamente frente a un régimen autoritario, como es obvio, sino también frente a un régimen democrático.

J. Maritain, justamente dentro de un Estado democrático, apela a las "minorías proféticas de choque" en favor de las minorías que están en condiciones de quedar siempre marginadas y oprimidas. Por eso se insiste en que son necesarios grupos de presión y otros modos no institucionales para obrar sobre la estructura de poder de la sociedad a fin de realizar ordenamientos más justos y libres.

Sin embargo, el momento conflictivo sólo será liberador si lo que se intenta es realmente el cambio y la innovación social, y no instalar nuevos amos en lugar de los precedentes.

[/ Derechos del hombre; / Justicia; / Objeción y disenso; / Participación; / Política; / Político; / Sistemas políticos].

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L. Lorenzetti