MINISTERIO
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. Del ministerio a los ministerios: 
1. La renovación eclesiológica; 
2. Las nuevas praxis eclesiales. 

II. Confrontación con el pasado: 
1.
El Nuevo Testamento; 
2. De los padres a la escolástica; 
3. El concilio de Trento. 

III. Perspectivas: 
1.
Descripción del ministerio; 
2. El ministerio en la Iglesia; 
3. Ministerio y vida del ministro.


 

I. Del ministerio a los ministerios

El término "ministerio" vuelve a asumir el significado genérico que se considera que tiene en los escritos del NT. El lenguaje eclesial, desde hace siglos, había reservado el término a la función especial de los consagrados con el sacramento del orden. En plural, ministerios servía para designar los grados del sacramento del orden, y se hablaba de ministerio episcopal, presbiteral y diaconal. Por eso cuando se hablaba de ministerios eclesiásticos estaba claro que se hacía referencia a las funciones de los sagrados ministerios: el ministerio se reservaba a éstos.

La vuelta al significado más genérico de servicio ejercido en la Iglesia y para la Iglesia está determinada por dos factores estrechamente relacionados entre sí: la renovación eclesiológica y la nueva praxis eclesial nacida como respuesta a las necesidades evangelizadoras.

1. LA RENOVACIÓN ECLESIOLÓGICA. Todo el mundo reconoce que el Vat. II consagra y establece un cambio en la reflexión eclesiológica. El dato más importante en relación con nuestro tema es la introducción de la participación de todos los bautizados en la construcción de la Iglesia y la realización de su misión. Por la incorporación a Cristo, a través de los sacramentos de l iniciación cristiana, todos los creyentes reciben del mismo Cristo el encargo de ser miembros activos y responsables del cuerpo eclesial. Para destacar de forma esquemática el cambio realizado, se podría decir que en la visión anterior la relación entre Cristo y los creyentes estaba mediatizada por la jerarquía; los ministros sagrados y, por lo tanto, los fieles podían eventualmente ser colaboradores del apostolado jerárquico; en la visión actual hay una inmediatez en la relación entre Cristo y los fieles; es el mismo Cristo quien delega en los fieles la función del apostolado. Dentro de esta visión general toma un nuevo sentido el término ministerio. Designa también el encargo-servicio que los fieles no ordenados ejercen en la Iglesia para el bien de la Iglesia. Ya el Vat. II introduce en distintos sitios este sentido, según dos modalidades: O a través del uso plural del término "ministerios" para designar funciones de fieles no ordenados, en general catequistas. El texto más claro se encuentra en AG 15: "Para la plantatio Ecclesiae y el crecimiento de la comunidad cristiana son necesarios varios ministerios (necessaria sunt varia ministeria), que, suscitados en el ámbito de los fieles por inspiración divina, todos deben promover diligentemente y ejercer; entre ellos se cuentan las tareas de los sacerdotes, diáconos, catequistas y la acción católica". En el mismo decreto se designan incluso como "ministros de Cristo" quienes son enviados a las gentes, tanto si son sacerdotes, como hermanos, hermanas o laicos (AG 26); 0 por la calificación, por medio de adjetivos, del término ministerio, cuándo se quiere indicar al ministro ordenado o las tareas a él confiadas. Los adjetivos que generalmente se utilizan son: sagrados (cf, p.ej., CD 28; SC 113) y pastorales (cf, p.ej., AA 6; AG 17). Esta calificación da a entender claramente que dentro de la pluralidad de los ministerios, algunos tienen una importancia fundamental y no pueden ponerse al mismo nivel que los otros.

El cambio de vocabulario es sólo un indicio del cambio de concepción. En ésta se ven algunos indicios de un proceso de desclericalización del ministerio, aceptado con satisfacción y profundizado en la reflexión teológica posconciliar. La teología recibió del concilio, quizá más de su talante que de la literalidad de sus textos, una concepción comunitaria de la Iglesia y se esforzó por justificarla apelando al NT y defendiendo su despertar en la praxis eclesial. En esta concepción se acentúa más lo que es común a todos los fieles que lo que los diferencia; las distintas funciones marcadas por los carismas y ministerios que el Espíritu de Jesús distribuye y promueve se fundan en la pertenencia común a Cristo. El ministerio del orden no se contrapone a los carismas ni se sitúa por encima de la comunidad, sino que en ella, para ella y desde ella se suscita como una función junto a las otras. La construcción de la comunidad se sustrae al monopolio clerical, se restituye al Espíritu y, por consiguiente, se entrega a todos los iniciados.

El proceso previamente reclamado se realizó en coincidencia con el impulso democrático-participativo que invadió a los países occidentales en los años posteriores al Vat. II, y con un diálogo ecuménico más intenso que planteó el tema del ministerio en las comunidades [l Ecumenismo].

Por lo que afecta al primer fenómeno, además del creciente deseo de corresponsabilidad que se extendió en la Iglesia, deseo escuchado e impulsado en la reflexión teológica, hay que hacer alusión al debate -y su correspondiente reivindicación- sobre la función eclesial de la mujer [t Feminismo]. Hasta este momento el debate se ha venido desarrollando con tonos fuertes en ocasiones, sobre todo por el hecho de que la autoridad eclesiástica y algunos teólogos rechazan categóricamente la posibilidad de que la mujer tenga acceso al ministerio del orden. El rechazo se basa en razones que no parecen aceptables a buena parte de los teólogos, sobre todo a las autoras y autores de la teología feminista, corriente teológica que, en sintonía con otras teologías del momento, pretende una relectura del cristianismo a partir de la situación de opresión de las mujeres o, en cualquier caso, de la condición femenina. El magisterio de la Iglesia católica ha expresado su posición en la declaración Inter insigniores, de la Congregación para la doctrina de la fe, del 15 de octubre de 1976: por fidelidad a la voluntad del Señor la Iglesia católica no admite a la mujer en el sacerdocio ministerial. El motivo ha sido repetido por Juan Pablo II en la carta apostólica Mulieris dignitatem, del 15 de agosto de 1988, en el número 26, y en la exhortación apostólica possinodal Christifideles laici, del 30 de diciembre de 1988, en el número 51. La dificultad para aceptar esta postura es doble; la primera, de tipo teórico: el comportamiento de Jesús de no elegir mujeres como apóstoles se debería a motivos culturales no teológicos. La segunda, de carácter ecuménico: mientras que en la Iglesia católica se les niega a las mujeres su acceso al ministerio del orden, en las Iglesias de la reformase les concede, y esto cuando las Iglesias están tratando de llegar a puntos convergentes sobre el ministerio en la Iglesia con el diálogo ecuménico.

Por parte católica el impulso para introducir el tema en el diálogo ecuménico vino por el Vat. II, que en el decreto Unitatis redintegratio afirmaba: "Conviene que la doctrina sobre la cena del Señor, los otros sacramentos, el culto y los ministerios de la Iglesia sean objeto de diálogo" (n. 22). La necesidad nace del hecho de que las comunidades eclesiales separadas no habrían conservado la genuina e íntegra sustancia del misterio eucarístico, "especialmente por la ausencia del sacramento del orden" (ib). El concilio señalaba así uno de los principales obstáculos que las Iglesias y las comunidades eclesiales encuentran en el campo de la unidad.

Por parte de la reforma, tras un largo titubeo, el tema del ministerio reapareció en la agenda de Fe y Constitución en la IV conferencia mundial del Consejo Ecuménico de las Iglesias en Montreal en 1963. Desde entonces se notó un intenso trabajo de reflexión, que en encuentros bilaterales dio origen a documentos de entendimiento. Los principales problemas que se abordaron fueron: la naturaleza, funciones y sacramentalidad del ministerio junto con la sucesión apostólica. El horizonte deseado por los documentos elaborados es el de llegar al reconocimiento mutuo de los ministerios, puesto que los elementos comunes que se han encontrado son muchos más que las diferencias que todavía existen. El trabajo de las comisiones no refleja, sin embargo, la dinámica de las Iglesias, por lo que hay razones para pensar que el mutuo reconocimiento de los ministerios seguirá siendo por mucho tiempo un buen deseo.

Podemos ver con agrado que se ha abierto un camino fecundo con los elementos que ahora se subrayan. El El ministerio debe entenderse desde la Iglesia. Cada vez más se ve como un servicio especial en el contexto de la Iglesia, pueblo sacerdotal. 0 En su función de anunciar la palabra, administrar los sacramentos y guiar a la comunidad, el ministerio ordenado no está sólo en la Iglesia, pero se le pone al frente con autoridad. Se realiza por mandato y en cuanto actualización de Jesucristo; su autoridad no debe entenderse, pues, como una delegación de la comunidad. 0 Los ministros ordenados "pueden ser llamados sacerdotes de modo pertinente porque realizan un servicio sacerdotal especial en cuanto que fortalecen y edifican el sacerdocio real y profético de los fieles mediante su oración de intercesión y su guía pastoral de la comunidad" (Documento de Lima, 17). 0 La ordenación es reconocida como sacramento: "El acto de la ordenación... es al mismo tiempo invocación del Espíritu Santo, signo sacramental, reconocimiento de los dones y compromiso" (ib, 41).

En el diálogo quedan abiertas algunas cuestiones: por qué el ministerio es triple: episcopado, presbiterado y diaconado; la de su carácter sacramental, la de la sucesión apostólica, la del ministerio petrino. Y sobre todo la cuestión: ¿lo expresado en los documentos de las comisiones, por muy autorizadas que sean, representa el pensamiento de unas elites o el de las Iglesias que ellos representan? La cuestión remite a la relación que debe establecerse entre las formas históricas que el ministerio ha tomado en las distintas Iglesias y comunidades eclesiales, su legitimación teológica y el NT. Sólo precisando esta relación se podrá efectivamente establecer un parámetro adecuado con vistas al reconocimiento recíproco de los ministerios sin que se convierta en la anulación superficial de las diferencias aparecidas en la historia.

El diálogo ecuménico pone, pues, en cuestión también la concepción católica del ministerio tal como se ha formado en la historia. Impulsa en especial a: superar la comprensión unilateral del ministerio en términos de sacerdocio; subrayar más la relación ministerio-comunidad en términos de reciprocidad; relativizar el planteamiento jurídico en favor de un horizonte pneumático; repensar la doctrina del carácter; integrar la apostolicidad de ministerio con la apostolicidad de doctrina.

Como conclusión se puede observar que la renovación eclesiológica hizo posible el diálogo ecuménico; esto impuso la necesidad de repensar el ministerio y corregir su forma histórica aceptando otros aspectos hasta ahora silenciados u olvidados; el repensarlo ha ayudado, a su vez, a profundizar la renovación eclesiológica en marcha, porque, entre otras cosas, ha orientado de forma más decidida hacia el centro de convergencia de todos: el NT.

2. LAS NUEVAS PRAXIS ECLESIALES. El segundo factor que determinó el cambio del ministerio en sentido exclusivo al ministerio en sentido inclusivo fue la responsabilidad que muchos creyentes asumieron, sustituyendo a ministros ordenados o en colaboración con ellos, en la realización de la misión de la Iglesia. La experiencia más emblemática es la vivida en los países del tercer mundo, donde la falta de presbíteros ha promovido un fuerte sentido de corresponsabilidad en la tarea de evangelización. Nacieron los responsables de comunidad, elegidos por la comunidad misma y encargados de la tarea de ser guías y evangelizadores. La experiencia es vista como un don del Espíritu, fácilmente se la relaciona con el modo de vivir y organizarse de las comunidades del NT y acá y allá se la interpreta como una reinvención de la Iglesia desde abajo o eclesiogénesis. Tal interpretación no pone siempre, ni necesariamente, a esa experiencia en contraposición con el modo tan rígidamente jurídico de estructurarse la Iglesia. Sin embargo muestra que se está yendo hacia una forma de vivir y de entender la Iglesia que relativiza el papel y la importancia de los ministros ordenados; la Iglesia puede encontrar en la historia nuevas formas de actuación en función de las circunstancias, del contexto y de las necesidades de su misión. El modo de entender los ministerios está subordinado a las necesidades de las comunidades; la experitncia concreta se convierte en criterio hermenéutico para establecer el sentido del ministerio del orden; éste es una función junto a otras para la vida de las comunidades, y a éstas es a quienes compete determinar y reconocer las formas de ministerio que necesita y que el Espíritu suscita en ellas. La tendencia es unir estrechamente el ministerio del orden a la comunidad concreta, convertirlo en expresión suya hasta el punto de considerar que en algunos casos especiales la comunidad podría confiar a uno de sus miembros el encargo de presidir la eucaristía; éste se convertiría de esta forma en ministro "extraordinario" sin recibir el sacramento del orden. El motivo fundamental de esta posibilidad está en el derecho de la comunidad a la eucaristía, pues no podría vivir como comunidad cristiana sin celebrar el memorial de la pascua. Esta convicción encuentra su fundamento en el silencio del NT sobre el presidente de las comunidades cristianas primitivas que se dan o reconocen los ministerios que necesitan.

Vuelve de nuevo el problema de la relación entre el dato originario y las formas históricas: ¿es la historia la que decide, además de determinarla, la estructura de la Iglesia -y, por lo tanto, el modo de pensar el ministerio propio de la Iglesia católica es una absolutización de una forma histórica- o deben mantenerse unos elementos imprescindibles que ni siquiera las necesidades de su misión pueden cambiarlos?

La respuesta a este interrogante exige una mirada al NT y a la historia posterior. En esta relectura no se pretende proponer la visión total del NT y describir completamente las fases del desarrollo de la idea de ministerio. Nos limitaremos a tomar nota, caso de que exista, del aspecto permanente que se dé en los cambios de las formas históricas.

II. Confrontación con el pasado

1. EL NUEVO TESTAMENTO. El término "ministerio" traduce el griego diakonia, que generalmente indica "servicio", actividad que se ejerce con el servir (diakonein). En griego diakonein forma parte del área semántica del "servir", constituida por una gran cantidad de términos (doulein, therapeuein, latreuein, leitourgein, uperetein...),- pero subraya un aspecto: el de servir por amor (cf H.W. BEYER GLNT II, 951). En el NT es el verbo utilizado para describir la actividad de Cristo; él está entre sus discípulos como el que sirve (Le 22,27); y debe caracterizar la vida de los discípulos (cf Jn 12,26), en especial la de quien tiene el encargo de guiar (`o egoúmenos: Le 22,26). De esta forma el horizonte vital cristiano se opone al de los griegos, para quienes "el servir es algo indigno. Dominar, y no servir, es digno de un hombre" (GLNT II, 953). El "servicio" que de cuando en cuando los creyentes realizan es, pues, expresión de una característica fundamental de su vida, la misma que caracterizaba la vida de Jesús. Pero mientras el verbo "servir" (diakonein) se usa con varios sentidos, el sustantivo diakonia tiende a significar algo más específico. Son dos los significados que suele asumir: el servicio de la colecta en favor de los cristianos de Judea (He 11,29; Rom 15,25.31; 2Cor 8,4.19ss; 9,1.12.13) y el servicio apostólico o el servicio en favor de la construcción de la comunidad cristiana, o del anuncio del evangelio. Esto es así al menos en la mayoría de los casos. Si el primer significado podría identificarse con el sentido original del verbo diakonein (= servir en la mesa o, más en general, proveer al sustento), el segundo implica una particularidad: proveer de lo que la comunidad necesita para vivir. Caso emblemático sería He 6,1-4, donde se contrapone "servicio cotidiano" (diakonia té kathemeriné), identificado luego con el servicio de asistencia material a los necesitados (diakonein trapézais: v. 2), a "servicio de la palabra" (diakonia tou lógou). El primero, a pesar de ser una función muy importante, no puede absorber las energías de los apóstoles, que deben dedicarse al "servicio de la palabra", término que sintetiza la tarea de anuncio sin la cual la comunidad no puede nacer y desarrollarse. Siel uso del mismo término (diakonia) reúne de algún modo las dos funciones, no las coloca al mismo nivel. Desde el punto de vista numérico -si la estadística tiene algún valor- se puede notar que en el significado de "ministerio apostólico", en el sentido indicado antes diakonia se usa muchas más veces, hasta aparecer como término técnico. En este el vocabulario paulino y el de Lucas (He 1,17.25; 20,24; 21,19) están notablemente cercanos. Ante esta constatación surge el interrogante de si deba darse al vocabulario importancia teológica o no. Una primera conclusión lleva a considerar que el hecho de reservar en los siglos posteriores el término "ministerio" a la tarea ejercida por los sucesores de los apóstoles no implica la anulación del vocabulario del NT, sino que acentúa de forma exclusiva una tendencia que ya está presente en las cartas paulinas y en He. Se podría incluso formular la hipótesis de que el vocabulario no expresa una valoración del servicio apostólico; éste es considerado como determinante; es el ministerio, aquello sin lo cual la comunidad no tendría a su disposición lo necesario para vivir. En este sentido el ministerio apostólico es fundante; se sitúa antes que la comunidad y frente a ella. Sin embargo, siendo "ministerio", no tiene como modelo a los jefes de las naciones, ya que Jesús ha venido para servir y no para ser servido (Mt 20,28; Me 10,45). El apóstol no expresa a la comunidad; es servidor de la comunidad (Col 1,25), pero en cuanto es servidor de Dios (2Cor 6,4), de Cristo (2Cor 11,23), de la nueva alianza (2Cor 3,6), del evangelio (Col 1,23). A esta tarea lo ha designado Dios (cf 2Cor 5,18) o Cristo (1Tim 1,12; He 20,24: el Señor). Si en la comunidad hay distintas funciones, ninguna alcanza el valor de la apostólica. Desde ahí se puede entender el orden de los "carismas" que indica Pablo en 1 Cor 12,28ss: en primer lugar están los apóstoles, luego los profetas, después los doctores, después los que realizan milagros... En la visión "carismática" de la comunidad no hay una simple yuxtaposición de funciones; el Espíritu distribuye sus dones como quiere (cf 1 Cor 12,11), pero dentro de la libertad del Espíritu se puede establecer un orden. Desde luego no se puede ver en esta cita, como tampoco en Rom 13, 3-8, una descripción de la estructura de la Iglesia; se trata de una exhortación. Es significativo, sin embargo, que en este contexto Pablo ponga en primer lugar las funciones correspondientes a la palabra, y entre éstas dé importancia a la función apostólica, como se ve a lo largo de sus cartas. Hay, pues, un "ministerio" (diakonia) que la comunidad estructuralmente necesita. Las otras tareas que poco a poco van surgiendo según las necesidades de la comunidad dependen de éste y no lo pueden sustituir. Si la organización de la vida de las comunidades exige en un determinado momento la figura de los vigilantes (episcopoi) y/ o de los presbíteros, no puede suprimir el valor del ministerio apostólico. Este aspecto se puede comprobar fácilmente observando que obispos y/ o presbíteros ya están presentes cuando todavía viven los apóstoles, y que deben permanecer fieles a la enseñanza de los apóstoles, incluso después de la muerte del apóstol, como atestiguan las cartas pastorales. Quiénes sean los apóstoles, no puede determinarse con certeza a partir de los textos del NT. Mientras para Lucas son únicamente doce, para Pablo hay que contar con él mismo y también con algunos evangelizadores; y usa el término irónico "superapóstoles"(cf 2Cor 12,13) para designar con el nombre de apóstoles a algunos colaboradores suyos (cf 1Cor 4,9; Rom 16,7). La característica común es que el apóstol es designado de lo alto; en su investidura no está implicada la comunidad, al menos cuando el término no tiene el significado de enviado de la comunidad, como, por ejemplo, en 2Cor 8,23 y Flp 2,25. No se puede afirmar lo mismo de los sucesores de los apóstoles; éstos son designados por Dios y por la comunidad. Ésta los recibe y se los da a sí misma. Se puede entender que los "sucesores" pueden "sucederse" según una línea continua que corre por el interior de la Iglesia. Hay, por así decir, una prioridad de la Iglesia sobre sus "sucesores"; éstos son funcionales en la Iglesia y son posibles gracias a la Iglesia que custodia la memoria de los apóstoles. Pero, por otra parte, estos "sucesores" son para la comunidad una referencia a su fundamento. En este sentido tienen una función que no se puede intercambiar. Quizá para resaltar este aspecto las cartas pastorales dan una importancia especial a las figuras de Tito y Timoteo y a quienes éstos deberán designar para la dirección y edificación de la comunidad (obispos-presbíteros-diáconos). Es, sin embargo, sintomático que, salvo algunos casos, no se utilice el término "ministerio" para designar el encargo de éstos. Se usa una vez para Timoteo: 2Tim 4,5, donde "ministerio" reclama la misión de predicar el evangelio ("haz tu trabajo de predicador del evangelio, realiza con entrega tu ministerio"; cf también 1Tim 4,13), nunca para designar la tarea de los obispos-presbíteros. Este dato lingüístico podría ser el signo de un cambio: el anuncio del evangelio en su dimensión de fundación ya se ha realizado. Sólo quien "sustituye" o colabora con el apóstol desempeña el "ministerio" entendido como ministerio de la palabra. En dos casos el significado mencionado no aparece inmediatamente claro: Ef 4,12; Col 4,17. El primero hace pensar en la tarea que los "santos", a quienes prestan su servicio los apóstoles, los evangelistas, los pastores y doctores, deben realizar para la construcción del cuerpo de Cristo (el ergon diakonias se podría explicar como oikodomen tou somatos). El segundo se refiere a Arquipo, compañero de lucha de Pablo (Flm 2), al que hay que decirle: "Considera el ministerio que has recibido en el Señor y trata de realizarlo bien"; en qué consiste este "ministerio" no nos lo dice con claridad. Vista la expresión de Flm 2, podría tratarse de alguna ayuda ofrecida a Pablo en el anuncio del evangelio. Parece, pues, que "ministerio" designa generalmente una tarea especial: la apostólica, pero según la formalidad del anuncio del evangelio.

La hipótesis se basa en el uso del término "ministerio" para hablar de la tarea apostólica en He y Pablo, según los cuales el anuncio del evangelio es la razón de ser de los apóstoles, aunque éstos tendrán que asumir después otras tareas, como las de la dirección y el discernimiento. Si la hipótesis es plausible, se podría ver en los pocos casos en que la palabra "ministerio" se refiere a figuras no apostólicas la indicación de la asociación de algunas personas al servicio apostólico de la palabra. Es sintomático el apelativo aplicado a Timoteo: "diácono de Cristo Jesús" (1Tim 4,6). Tal apelativo es típico del apóstol y de los pseudoapóstoles (cf 2Cor 11,23), y en cualquier caso de personas dedicadas al anuncio del evangelio. Si, además, en 1Tes 3,2 se lee: "diácono de Dios" en lugar de colaborador (synérgon), se tiene una confirmación de lo que ha dicho en 2Cor 6,4, donde Pablo se presenta a sí mismo como diácono de Dios.

Lo que escribe Pablo en 1Cor 12,5 puede considerarse una respuesta a la hipótesis antes señalada: Hay diversidad de 'ministerios', pero uno solo es el Señor". A partir de aquí, único caso en que el término "ministerio" (diakonia) se usa en plural, se suele indicar como ministerios todas las funciones realizadas en la y para la comunidad. Los exegetas más prestigiosos reconocen que cuando Pablo utiliza en 1Cor 12,1-6 los cuatro términos pneumatiká (dones espirituales), energhémata (energías), diakoniai (ministerios), charísmata (carismas), no pretende referirse a realidades distintas. Se puede suponer que los términos tienen matices distintos y, a propósito de los "ministerios", se puede pensar que Pablo quiera referirse a las funciones "espirituales" que están al servicio del evangelio (apóstoles, profetas, doctores) (cf v. 28). Nada impide entender en este sentido también 1 Cor 16,15, donde se dice de la familia de Esteban que "son las primicias de Acaya y se han dedicado al servicio (eis dtakonian) de los santos". Esta familia podría ser colaboradora de Pablo en el anuncio del evangelio en los comienzos de su actividad en Acaya. Esta interpretación se confirmaría si, con A. Lemaire (Les ministeres, 138), se entendiese los "diáconos" de las cartas pastorales como colaboradores del "evangelista", responsable del centro de irradiación misionera, desde el que tratan de difundir el evangelio a las regiones del entorno.

Junto al `ministerio en sentido técnico, hay otras muchas funciones, algunas más extemporáneas, otras que tienden a estabilizarse. Lo que sí se puede observar es que las comunidades experimentan una multitud de dones espirituales que las hacen manifestaciones vivas de la novedad cristiana creada por el Espíritu (cf como por ejemplo, 1Cor 12-14), pero a la vez se van dando poco a poco formas de organización que tienden a evitar conflictos y desórdenes y a mantener los lazos entre ellos.

Esto no significa tanto llegar a la oposición entre carisma e institución, cuanto mantener una complementariedad entre la libertad creativa, que corre el riesgo de ser entendida como ausencia de normas, la llamada a la fidelidad al origen y la orden que impide la prevaricación. Siguiendo en el contexto de 1Cor, es sintomático que Pablo indique los criterios para el discernimiento de los dones espirituales: la fe recta (1Cor 12,3) y la edificación de la comunidad (1 Cor 14). El Espíritu no libera de todo vínculo; une a Jesús y a la comunidad, en la cual es necesario reconocer el papel determinante de los apóstoles. El Espíritu promueve una unidad visible, y el carisma de cada uno es tal en cuanto se coordina con los de los demás. Comunidad carismática no significa ausencia de unidad. Probablemente para preservar la unidad se constituyeron poco a poco estructuras de coordinación: el colegio de presbíteros y los obispos. El origen de estas estructuras parece ser distinto. Para los "presbíteros" su ascendiente más probable fue el colegio sinagogal de los ancianos; pero quizá también el colegio o consejo de corporaciones que existía en el mundo helenista. Para los obispos (término utilizado dos veces en plural: He 20,28; Flp 1,1; y dos veces en singular: 1Tim 3,2; Tit 1 7) es más difícil encontrar una institución que se le parezca en los medios de entonces; el término indica la función de vigilar. Presbíteros y obispos son figuras organizativas encargadas de vigilar la vida de la comunidad. No aparecen en cualquier parte. Parece que los presbíteros estuvieron presentes en las comunidades judeo-cristianas, según el modelo de la comunidad de Jerusalén, aunque es difícil establecer separaciones precisas. Lo que sorprende es encontrarlos en numerosos escritos del NT (He 14,23 15 2.4.22s; 16,24; 1Pe 5,15; Sant 5,14; 2Jn 1; 3Jn 1), pero no en las cartas de Pablo, a excepción de las cartas pastorales (1Tim 5,17.19; Tit 1,5). Ello no significa que en las comunidades paulinas no hubiera responsables: cf 1Tes 5,12 en donde se habla de quienes presiden (proistamenoi) en el Señor, que se fatigan por los hermanos y les amonestan. En las comunidades paulinas los cargos de presidencia tienen características y nombres distintos, pero se les reconoce una función semejante a la de los presbíteros.

Se cree que los epíscopos no desempeñaban una tarea distinta a la de los presbíteros (presbiterio indicaría autoridad, epíscopo la función); pero el uso en singular en las cartas pastorales parece dar a entender el nacimiento de un coordinador-vigilante entre los presbíteros, o también independiente de ellos. Estas funciones no excluyen otras (profetas, doctores, evangelistas, pastores), aunque cada vez más se ve que tienden a prevalecer sobre ellas. Esta cuestión es, precisamente, la que plantea el problema de la constitución estructural de la Iglesia: caminar hacia formas de autoridad que tienden a dejar en un segundo plano a las demás funciones, ¿es una pérdida o un avance? La respuesta a esta pregunta depende del modelo que se asume a la hora de valorar. Siguiendo una propuesta protestante, se ha llegado a hablar, también en el ámbito católico, de un protocatolicismo (FrüAikatholizismus) según las cartas pastorales, y de la necesidad de volver a la forma carismática de comunidad eclesial, lo que debió ser propio de las comunidades paulinas. La legitimidad de este planteamiento implica la legitimidad de elegir en el canon de la Sagrada Escritura la forma de comunidad que mejor se corresponda con las propias expectativas o la que pueda alegar una mayor antigüedad. No hay por qué aceptar este planteamiento. Pero tampoco su contrario, según el cual, una vez constatado el desarrollo, considera normativo el modelo presentado en las cartas pastorales o en todo caso a finales del siglo i. Parece que la solución más lógica debería tener en cuenta algunos factores:

-lo que hace ser Iglesia de Jesucristo a una comunidad no es, según el NT, una forma de organización, sino la adhesión a la palabra del anuncio;

-todas las funciones tienen como fin la construcción de la comunidad;

-para mantener la fidelidad al evangelio pueden ser necesarias las funciones de autoridad, que no por ser de autoridad son contrarias al Espíritu;

-la fidelidad al evangelio no se asegura con diversas formas de organización; lo importante es ver cuáles son las más adecuadas y eficaces;

-en estas formas diversas nunca podrá faltar el "ministerio" de la Palabra;

-ninguna de las formas históricas puede absolutizarse, lo que no impide que una u otra pueda parecer más necesaria en una situación determinada;

-la necesidad de una forma no se mide a partir de modelos absolutos, sino de su capacidad efectiva para asegurar el éxito de su objetivo;

-para valorar esta capacidad habrá que tener en cuenta experiencias anteriores.

Este factor último nos lleva al umbral de la fijación de una forma histórica de organización eclesial.

2. DE LOS PADRES A LA ESCOLÁSTICA. En el paso del siglo i al ii nos encontramos con un testimonio que nos produce sorpresa. Ignacio, obispo de Antioquía, a comienzos del siglo n, escribe siete cartas, de las que se deduce una estructura organizativa eclesial ya estable: el obispo -los presbíteros- los diáconos. ¿Cómo se explica el paso de la flexibilidad del NT a esta forma ya tan fija? Las cartas de Ignacio nos han llegado a través de tres redacciones (pequeña, mediana y grande); algunos críticos creen que existen añadiduras en los pasajes referentes a la organización eclesial. Por eso es muy difícil afirmar con seguridad que ya existiera una "jerarquía" tan claramente definida al comenzar el siglo II.

Pero parece indiscutible que ya a finales del siglo i está atestiguada una gran autoridad de los presbíteros, como aparece en la Carta a los Corintios de Clemente Romano (LVII, 1): es necesario someterse a los presbíteros; ellos tienen una función pastoral y cultual; han sido establecidos por los apóstoles o por otros hombres eminentes, con el consentimiento de toda la comunidad (XLIV, 2). Lo más interesante de la carta es que supone una forma idéntica de organización eclesial en Roma y en Corinto. La dificultad está en explicar cómo, posteriormente, al lado y sobre estos presbíteros se estableció la figura del obispo. Probablemente lo que en las cartas de Ignacio se da como un hecho ya establecido en el siglo 1 es el resultado de un proceso que terminó en la segunda mitad del siglo ii. En este proceso fueron desapareciendo poco a poco algunas funciones, por ejemplo, profetas y doctores. El motivo parece explicarse por la necesidad de tener que conservar el depósito recibido, defendiéndose incluso de las doctrinas de algunos doctores. En el paso del NT al período posterior se profundiza en la necesidad de garantizar la fidelidad al origen -necesidad asumida desde la desaparición de los "testigos" por medio de figuras estables, institucionales. No es fácil saber cómo se les reconoció mayor capacidad de garantía a estos cargos que a los profetas -figuras que todavía tenían gran importancia cuando se redactó la Didajé-. Probablemente porque la función de "vigilantes" se veía en mayor continuidad con la de los apóstoles. Este motivo ya había aparecido en las cartas pastorales, donde se ve claramente la preocupación por mantener la continuidad de la enseñanza a través de un gesto de investidura que simbolice la transmisión de un encargo y del don del Espíritu unido a él (1Tim 4,14; 2Tim 1,6). Por medio de este gesto de investidura, que sería equivalente a la ordenación de los rabinos, el responsable de la (o de las) comunidad recibe el encargo de enseñar oficialmente la doctrina cristiana. La relación con lo que se indica en las cartas pastorales se produciría, por tanto, a través de una asimilación de los presbíteros (o también, posteriormente, del obispo) a las personas (apóstoles y sus colaboradores) que tenían el encargo de anunciar la palabra. En otros términos, se transferiría a figuras (o una figura) inicialmente relacionadas con lo organizativo el "ministerio" por excelencia, el de la palabra, que a partir de ahora se presenta no bajo la forma del anuncio misionero, sino bajo la forma de la conservación de la fe en la comunidad ya establecida.

El (o los) responsable(s) de la comunidad, que ya en algunos textos del NT era designado como el guía (cf Heb 13,7.17.24), no se limita a desempeñar el "ministerio" de la palabra. La comunidad ha recibido ya el anuncio y vive de él. Hay otros aspectos de la vida de la comunidad que hay que considerar; entre éstos ocupa un lugar importante el culto. La Carta a los Corintios de Clemente atribuye a los presbíteros una función cultual (XLIV, 4). Este hecho podría interpretarse como una "rejudaización" de la función de presidencia, y, por lo tanto, rechazable como un distanciamiento radical del NT, que no pretendería establecer una función eclesial al estilo del AT, o como la cosa más normal, puesto que la comunidad no puede vivir sin culto y es natural que la celebración cultual la presida y dirija el guía de la comunidad. En estas dos interpretaciones hay un planteamiento básico distinto; mientras una parece querer contraponer AT y NT al establecer una distancia entre ellos en nombre del silencia. del NT acerca de algunos aspectos de las funciones en la comunidad (caso de la función sacerdotal), en la segunda se acepta como natural una reinterpretación de las funciones eclesiales con la ayuda del AT. Con razón observa P. Fransen: "Al rechazar la influencia del AT como `judaización' del ministerio, podríamos volver a caer inconscientemente en la nefasta herejía de Marción... y se terminaría por extrapolar el AT y la historia del pueblo hebreo de la corriente de la revelación" ("Con" 10 [1972] 130). El mismo proceso se ha seguido con Jesús. Quizá podríamos preguntarnos por qué la dimensión sacerdotal adquirió una importancia tan grande en la tarea de los responsables hasta convertirse en fundamental. El uso de los paralelos del AT tuvo que influir enormemente: en la liturgia, lo mismo que en los escritos de los Padres de los primeros siglos; no es difícil encontrar paralelismos con el sacerdocio hebreo. En la Tradición apostólica de Hipólito, en la oración de "ordenación" del obispo se usa la expresión "Espíritu del supremo sacerdocio" (3), y más adelante llama al obispo sumo sacerdote (34). A partir del siglo III los testimonios en este sentido se multiplican, porque también durante ese tiempo se difunde la comprensión de la eucaristía en términos de sacrificio. El presidente de la eucaristía, que, al extenderse la Iglesia por el ámbito rural, ya no es sólo el obispo, sino también el presbítero, se comprende como "sacerdote". Y poco a poco la misión del responsable de la comunidad tiende a reducirse a su función sacerdotal. Las demás funciones, en especial la del anuncio misionero del evangelio, tienden a pasar a un segundo plano y a desaparecer. La predicación a la comunidad cristiana se reserva al obispo. El proceso se acentúa con el paso de los siglos, hasta desembocar, en la Edad Media, en el fenómeno de los curas "de altar", dedicados sólo a la celebración de la eucaristía.

Se observa de esta manera un fenómeno doble: la concentración de las funciones eclesiales en el jefe de la comunidad y la acentuación de la dimensión sacerdotal de su cargo. Progresivamente se desarrolla también el rito de la ordenación y la reflexión teológica sobre él: la imposición de las manos, unida a la oración, confiere el Espíritu Santo, en correspondencia con el orden (episcopado, presbiterado, diaconado) que el candidato recibe. Este don se entiende como permanente, incluso en caso de indignidad del ministro y hasta en el supuesto de que se le deponga, como J. Lécuyer ha demostrado (Le sacrement de l'órdination). A partir de esta convicción, la teología escolástica desarrolló la doctrina del carácter, estrechamente unida a la comprensión en sentido sacramental del ministro: éste actúa "in persona Christi", en cuanto partícipe del sacerdocio de Jesucristo y configurado a Cristo a través del carácter; en el ministro y a través de él, Cristo actúa en los sacramentos como causa principal que se sirve de un instrumento. En este contexto se da el olvido -o al menos la infravaloración- del sacerdocio bautismal; es sintomático, al respecto, que para santo Tomás el analogatum princeps para entender el carácter ya no sea el bautismo, sino el orden (cf B. D. MARLIANGEAS, Clés pour une théologie du ministére, 125-127).

El proceso fue mucho más complejo de cuanto hemos expuesto aquí; habría que recordar también el tema de la jurisdicción, que tuvo una gran importancia, sobre todo en los comienzos del segundo milenio. Pero hemos recordado lo que puede ayudarnos a entender la reacción de la reforma y las declaraciones del concilio de Trento.

3. EL CONCILIO DE TRENTO. En relación con la tradición anterior y los abusos cometidos, los reformadores oponen dos cuestiones fundamentales: la superación de la concepción sacerdotal del ministerio para impulsar el anuncio de la palabra; la recuperación del sentido del sacerdocio común o bautismal. Las dos cuestiones van estrechamente unidas y se basan, en un sentido, en la convicción del único sacerdocio y sacrificio de Cristo, de manera que la eucaristía no tiene valor de sacrificio, y por lo tanto no requiere de ningún sacerdote-sacrificador; en otro sentido, en la convicción de que todo lo que corresponde a Cristo corresponde también a todo cristiano. Las dos cuestiones cambian por completo el planteamiento anterior sobre el ministerio del orden entendido como poder de celebrar el sacrificio de la misa.

El concilio de Trento reaccionó frente a los reformadores defendiendo el carácter sacrificial de la misa (ses. XXII, 17 de septiembre de 1562) y uniéndolo estrechamente al sacerdocio. Es sintomático lo que se escribe en el capítulo 1 de la sesión XXII, 15 de julio de 1563: Doctrina de sacramento ordinis: "El sacrificio y el sacerdocio están tan estrechamente unidos en los planes de Dios, que se dieron los dos bajo ambas leyes. Al haber recibido la Iglesia católica en el NT, por institución del Señor, el santo sacrificio visible de la eucaristía, se debe afirmar que en ella hay un nuevo sacerdocio visible y externo, en el que se ha integrado el antiguo (cf Heb 7,12ss)" (DS 1764). El sacerdocio es descrito después como poder de consagrar, ofrecer y distribuir el cuerpo y la sangre de Cristo, y de perdonar o retener los pecados (b y can. I: DS 1771). Se puede observar también cómo a la unilateralidad de los reformadores, que no conseguían ver sino predicadores en los ministros, responde la unilateralidad del concilio de Trento, que no es capaz de ver la unión inseparable entre el sacramento del orden y ministerio del anuncio, condicionado como estaba por la tradición anterior sobre la jurisdicción, según la cual el encargo de predicar se derivaba de la jurisdicción. Se puede observar que en los decretos de reforma, el concilio dedica mucho espacio al tema de la predicación, pero aparecen como normas a observar sin apenas relación con la visión teológica del ministerio (cf ses. V, 17 de julio de 1546: Decretum secundum super lectione et praedicatione [COD 667-670]; ses. XXIV, 11 de noviembre de 1563: Decretum de reformatione, can. IV [COD 763, 8-29]).

La segunda cuestión de los reformadores ni siquiera fue abordada por el concilio: habría generado confusión hablar de sacerdocio bautismal, dada la concepción que se tenía del sacerdocio.

Es indudable que el concilio no quiso exponer de forma completa la doctrina católica sobre el ministerio del orden, sino sólo responder a las proposiciones de los reformadores revalidando lo que se había ido adquiriendo anteriormente. Pero la influencia (Wirkungsgeschichte) del concilio de Trento llevó a considerar su doctrina como la totalidad, con la consecuencia lógica de aumentar la distancia con el mundo de la reforma, distancia que sólo el diálogo ecuménico reciente está tratando de superar.

A la luz de esta historia se ve con más claridad la novedad de planteamiento que ha supuesto el Vat. II. Desde el NT hasta el último concilio se puede observar cómo se va reduciendo a manera de cono la consideración del ministerio, reducción que podríamos resumir de la siguiente manera: del encargo de anunciar a la función meramente sacerdotal; de la coordinación con las múltiples funciones-al aislamiento que se deriva de la concentración de las responsabilidades en el jefe de la comunidad; de la colegialidad a la supremacía de uno sobre todos.

No hay que olvidar que la vida tal como se ha desarrollado ha ido a veces más allá de los esquemas fijados por el dogma y la teología; señal de que la fidelidad al origen apostólico no pasa sólo a través de las destiladas afirmaciones doctrinales.

III. Perspectivas

I. DESCRIPCIÓN DEL MINISTERIO. El rápido repaso a la historia nos ha puesto ya en condiciones de captar algunos de los elementos esenciales que están por encima de los acentos concretos de cada período. 0 El primero es que no existe comunidad cristiana sin anunciadores del evangelio. La afirmación puede entenderse en sentido histórico-genético, pero también en sentido actual. De hecho la comunidad nace, la Iglesia se extiende a nuevos ambientes, porque se da la comunicación personal de la fe. El que anuncia no se presenta él a sí mismo, sino la realidad que ha recibido y que lo trasciende. A esta realidad hay que adscribir el impulso del anuncio; es Jesús, el Señor anunciado, quien envía. O El segundo es que el envío se significa a través de un acto de investidura. Esto indica que se forma parte de una línea de sucesión y que se confiere una misión de representación de forma permanente; el "carisma" que se confiere no es, por así decir, propiedad de quien lo recibe, de manera que pueda servirse de él a su antojo; se le da en función de una misión cuyo contenido está predeterminado y determina vitalmente al que recibe el carismamandato. 0 El tercero es que la comunidad cristiana se implica en ese envío. En dos sentidos: el enviado expresa a la comunidad cristiana en cuanto que a través de ella ha llegado a la fe y, por lo tanto, al origen de su carisma-mandato; a veces la comunidad participa en la designación de quien va a ser enviado; el enviado está además al servicio de la comunidad cristiana en cuanto es portador del anuncio que la congrega. Pero la relación comunidad-enviado no es a título de propiedad; el enviado en cuanto lleva el anuncio de Jesús el Señor le pertenece a Él, y de esa forma es libre de todos aun haciéndose servidor de todos (cf ICor 9,19.22). 0 El cuarto es que el enviado está frente a la comunidad, además de estar en ella y con ella, para hacer memoria de Jesús muerto y resucitado con la palabra que, por la acción del Espíritu, transforma el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo.

Estos elementos esenciales han encontrado a lo largo de los siglos formas expresivas unas veces estables y otras variables. La forma estable consiste en la articulación del ministerio en tres grados: obispos, presbíteros y diáconos. Por encima de su origen, se puede observar la importancia que se ha dado a la tarea de vigilancia, coordinación y servicio que el ministerio debe asegurar para el anuncio del evangelio. Esta articulación es resultado de la necesidad que le planteó su difusión y extensión. Pensar por eso, a priori, que es una forma caduca, significa pensar que en la Iglesia no pueden darse formas estables para asegurarla fidelidad al testimonio apostólico. Si, además, se cae en la cuenta de que esta articulación representa el desarrollo de una "intuición apostólica", también histórica, y sin embargo inspirada por el Espíritu, la justificación de la articulación se funda en la propia fidelidad a los orígenes. La articulación no significa, con todo, pluralidad de ministerios; hay un único ministerio, el apostólico, que se manifiesta y se realiza en tres modalidades distintas. Pero si la tarea de "vigilancia" se ha convertido en la más importante por la necesidad de guardar el depósito de la fe, es comprensible que se reserve al episcopado el grado más eminente del ministerio. Parece que ha de interpretarse en este sentido lo que dice LG 28: "De esta forma el ministerio eclesiástico de institución divina se ejerce en diversos órdenes, los que desde antiguo son llamados obispos, presbíteros y diáconos". Se trata, pues, no de jerarquía de ministerios, sino de importancia, de orden (taxis) en el ministerio, de las distintas funciones que debe asegurar.

Las formas variables son las distintas coloraciones que los datos esenciales han tomado, los acentos que han recibido. Antes hemos mencionado la acentuación sacerdotal. El Vat. II ha tratado de superarla describiendo el ministerio según el triple munus de Cristo: profético, sacerdotal y real. Está claro que este planteamiento, que ha entrado en la teología católica en el siglo xix por influencia de la teología calvinista, es sólo un intento de reunir, en un esquema orgánico, el ministerio de Cristo, de los apóstoles y de sus sucesores. Lo prueba el hecho de que el Vat. II no siempre consigue mantenerse dentro de este esquema (cf, p.ej., a propósito del pueblo de Dios, los nn. 1012 de LG). La ventaja del planteamiento asumido es que revisa la dimensión sacerdotal del ministerio, aunque el lenguaje queda marcado por la ambigüedad; se habla, por ejemplo, de "ministerio sacerdotal" o de "sacerdocio ministerial" (LG 10), o, en general, de sacerdotes, para designar a los presbíteros. La dimensión sacerdotal es un aspecto del ministerio y, además, posterior al del anuncio de la palabra (para esto cf LG 25-26). Corresponde ala reforma el mérito de haber conservado y recordado la prioridad de la dimensión profética, como le corresponde a la tradición católica el mérito de haber conservado la dimensión sacerdotal. La unión entre las dos, que laboriosamente se va dando, lleva a la totalidad propia de los orígenes, aunque totalidad no coincide con la suma de factores idénticos. En coherencia con el planteamiento del NT, parece que deba darse prioridad a la dimensión profética, que implica fidelidad a la doctrina apostólica y su anuncio a los hombres de todos los tiempos.

2. EL MINISTERIO EN LA IGLESIA. Entre los elementos esenciales que hemos recordado antes se ha enumerado también la relación ministerio-comunidad. La comunidad es el ámbito original del ministerio, en donde se encuentra unido a un gran número de carismas, servicios, energías, suscitados todos por el Espíritu. Decíamos antes, I, que tanto los documentos del magisterio como la reflexión teológica desde hace unos veinte años hablan de pluralidad de carismas y ministerios. Pero es evidente que en este caso ministerio es un término análogo, y a veces equívoco. Con él se quiere señalar cualquier función en la edificación de la comunidad, función que hay que entender como servicio. Sin embargo, se ha impuesto la necesidad de precisar las características de los ministerios "no ordenados". Dos son las características determinantes: la estabilidad y el reconocimiento por parte de la autoridad eclesiástica.

Estas dos características expresan la necesaria relación con la realidad estructural de la Iglesia: la primera requiere la estabilidad basada en Dios, de quien la Iglesia es signo en la historia; la segunda, la función de vigilancia del ministerio del orden. Si el primei elemento se sitúa a nivel de fundamento, el segundo se sitúa a nivel de organización. Pero uno y otro dan a entender que la carga semántica del término ` ministerio" va más allá del concepto de servicio, que podría aplicarse a todas las funciones que se desempeñan en la Iglesia. "Ministerio" es el servicio que se especifica -según diversos niveles, pero no hasta el infinito como expresión de la fidelidad de Dios, y que, por lo tanto, requiere una adhesión vital, no temporal. En eso hace visible el "servicio" de Cristo y, después, de los apóstoles, que, notoriamente, es hasta la muerte. El hecho de que para el ministro ordenado se haya pensado en el carácter indeleble sería sólo para subrayar la estabilidad del "servicio" de algunos hacia todos, estabilidad que es signo, como se decía, de la fidelidad de Dios manifestada de forma definitiva en el ministerio de Jesús. Está claro que, según el NT y toda la tradición litúrgica y doctrinal posterior, esta estabilidad sólo es posible gracias al Espíritu de Jesús. En este sentido, carisma y ministerio no se oponen. La oposición surge no por elementos estructurales, sino coyunturales, por el hecho de que el ministerio ha asumido formas y modos de autoridad exclusivistas, siguiendo los modelos de la sociedad civil. Quizá haya sido inevitable, dado que la Iglesia vive en la historia y se autocomprende y organiza también con los elementos que la cultura pone a su disposición. Carisma y ministerio son la expresión distinta del único principio vital de la Iglesia. El carisma muestra el aspecto dinámico, libre, contingente; reclama, por así decir, la actualización del principio vital, y por lo tanto el aspecto de apertura a la inmediata y contingente necesidad de la misión de la Iglesia en la totalidad de su espectro; el ministerio muestra, en cambio, el lado de la permanencia, de la continuidad. Lo puede reclamar de forma sólo alusiva o de forma evidente: el "ministerio no ordenado" no reclama la continuidad con el origen del mismo modo que el ministerio ordenado. Por eso quizá se debería ser más cautos en el uso del término ministerio. La lengua española tiene el término "servicio". Tiene menos énfasis que "ministerio", pero seguramente es más cercano a la realidad que se pretende expresar con el término "ministerio". Al menos si lo que hemos visto antes sobre el NT tiene valor.

En la Iglesia hay, pues, muchos carismas, muchos servicios y el ministerio. La Iglesia vive con todas estas realidades. Si surge el conflicto no será por la distinta finalidad que cada una tiene, sino por el pecado, que se introduce también en donde el Espíritu actúa. El carisma en cuanto tal no entra en conflicto con el ministerio ni con los "servicios" como tales; origen y fin son los mismos para unos y otros. La oposición carisma-institución no tiene causa teológica, sino sociológica. Es, pues, conveniente dejarla de lado cuando se quiere interpretar los conflictos en la Iglesia. El NT aporta otra distinción: "según la carne", "según el Espíritu". "Carne" y "Espíritu" están presentes a la vez en quienes son portadores de carismas, de servicios o de ministerio. Pero la "carne" no anula la acción desempeñada por quien es portador del carisma, de un servicio o del ministerio. Desde luego ensombrece su origen, y en este sentido disminuye su eficacia. Si se pensara que el pecado ("carne") puede anular la acción que realiza el Espíritu, se podría pensar que el pecado puede destruir la Iglesia. Para evitar esta interpretación, en la tradición cristiana no se ha ligado nunca el valor del acto ministerial a la santidad del ministro. Vuelve a aparecer que el ministerio -como los carismas y servicios- no pertenecen a los hombres, sino que los trasciende y por él son salvados y pueden ser instrumentos de salvación.

3. MINISTERIO Y VIDA DEL MINISTRO. Lo que acabamos de afirmar podría llevar a separar el ministerio de la vida del ministro. Esta separación es evidente en la concepción funcional del ministerio, en la cual no se aclara la diferencia entre ministerio y profesión: el ministerio es accesorio a la opción vital de quien lo ejerce. A esta separación trata de poner remedio la tradición ascéticoespiritual, que relaciona estrechamente la vida del ministro ordenado con la tarea que debe desempeñar en la Iglesia.

La liturgia de la ordenación es, a la vez, fuente y espejo de esta tradición. Por su parte, el Vat. II en el decreto PO, y parcialmente en el decreto CD, lo recoge y da a conocer. La idea central puede explicarse del siguiente modo. Si es cierto que las acciones del ministro no obtienen su validez de su santidad personal, no es menos cierto que la coherencia vital del ministro es la transparencia de la salvación que él anuncia. A este respecto es emblemático el caso de san Pablo, quien, para justificar en 2Cor su ministerio, no se limita a recordar su investidura recibida de Jesucristo, sino que hace alusión al ejercicio concreto de su ministerio. En la polémica con sus acusadores llega a escribir: "¿Son ministros de Cristo? Estoy por decir una locura, yo lo soy más que ellos: mucho más en las fatigas, en la prisión, infinitamente más en las persecuciones, frecuentemente en peligro de muerte" (2Cor 11,23). El criterio de credibilidad parece ser la dedicación radical. Ministro de Cristo no es simplemente quien puede ostentar títulos jurídicos, sino quien lleva una existencia semejante a la de Jesús. En una existencia así consiste la dimensión sacerdotal del ministerio; también para quien ha recibido el sacramento del orden, el ofrecimiento de la propia vida es la primaria y fundamental participación en el sacerdocio de Cristo sacerdocio notoriamente no ritual. Cristo es sacerdote porque ha dedicado su vida a Dios y a los hombres en actitud permanente a lo largo de su existencia. De esta manera ha mostrado el sentido de su venida: no para ser servido, sino para servir (cf Mc 10,45). De la misma manera el ministro, al revivir la misma actitud vital, deja traslucir la acción salvadora de Cristo. Hay un tipo de "representación" que compromete toda la vida. No puede pensarse en realizar acciones salvíficas y no dejar entrever el resultado vital al que estas acciones conducen. No es problema de validez de las acciones. Se trata de su credibilidad.

De estas consideraciones se derivan algunas consecuencias: -el centro que unifica la vida del ministro es la caridad de Cristo (cf 2Cor 5,14); -el ministerio se ejerce como servicio; -la estrecha relación entre ministerio y vida se basa en el hecho que la vida cristiana no consiste tanto en gestos rituales como en actitud existencial; -las acciones ministeriales, aun derivando su eficacia de Cristo, requieren que el ministro, al menos como intención, muestre que está salvado.

Parece que son éstos los motivos que dieron origen a una espiritualidad de los ministros ordenados y que hoy pueden servir para dar fundamento y orientación a una ética del ministerio.

El ministro lo es por un sacramento. Esto significa que su vida cristiana tiene una connotación especial. No existe una vida cristiana genérica en abstracto; existen muchas formas distintas de vida cristiana, dependiendo de las distintas I vocaciones que Dios suscita en la Iglesia. Al aceptar ponerse al servicio del evangelio según una función propia, el ministro abre su vida para que toda ella esté marcada por la misión que se le ha confiado.

Y como la forma concreta de la misión está marcada por las condiciones históricas, el ministro, con flexibilidad vital fruto del Espíritu, se deja "construir" por las condiciones en que debe desarrollar su ministerio. El modelo a quien referirse es de nuevo san Pablo, que en 1Cor, sin pretensiones sistemáticas, presenta su ministerio como un hacerse "todo en todos" (v. 22); el ministro del evangelio deja que su vida esté marcada por los destinatarios, además de por quien le envía. En esta, además, el ministro no está solo; comparte la configuración concreta que asume la comunidad eclesial, en la cual, para la cual y con la cual ejerce su misión. No se sitúa por eso sobre o al lado de, sino dentro de la comunidad; con ella busca las modalidades concretas de su asemejarse al Señor para un servicio cada vez más eficaz a los hombres. Este estar dentro de la comunidad da sentido a la distinción entre poder y potestas del ministro. El primer término evoca la forma de dominio típica de los jefes de las naciones; pero a ella no deben parecerse los enviados de Cristo (cf Mc 10,42ss). El poder, en este sentido, es obra de la carne. En cambio, el segundo término evoca la posibilidad de servicio de que está capacitado el ministro; posibilidad que se le concede no por herencia ni por delegación, sino por encargo de lo alto a través del don del Espíritu. A lo largo de los siglos no siempre se ha evitado la confusión entre "poder" y potestas. En nuestro tiempo, por influencia de ideologías antiautontarias, sufriendo esta misma confusión, ha sido frecuente la tentación de negar la poteslas junto con el poder. Un sentido de equilibrio siempre difícil pasa a través de la carne de los ministros ordenados.

La aceptación de la corresponsabilidad en la comunidad cristiana, el dejarse marcar por las necesidades de la misión, junto con la asidua presencia de Jesús siervo, constituyen los antídotos más eficaces frente a la tentación de pasar de la potestas al poder. Otro antídoto más puede ser un cambio de lenguaje. La descripción del ministro como aquel que actúa "in persona Christi capitis", si no se tiene mucho cuidado, puede llevar a una identificación del ministro como jefe, con la consecuencia de pensar que los demás son subalternos. Se sabe que las analogías sólo son eso, analogías; pero en la praxis se corre el riesgo de perder el sentido de las proporciones. Quizá se podría decir simplemente que el ministro ordenado es aquel que, a través de la Iglesia, tiene capacidad para ofrecer a la Iglesia cuanto le es necesario para vivir: la palabra y el pan eucarístico. En esto se realiza su diakonia. Y como de esa palabra y de ese pan no es el dueño, sino sólo su guardián, también él los recibe como don para su crecimiento hasta conformarse plenamente a aquel "que vino no para ser servido, sino para servir y dar su vida por la liberación de todos" (Me 10,45). El ministerio de la salvación no está nunca rodeado de tanta gloria (cf 2Cor 3 9) como cuando el que es su portador actúa para que sólo Cristo sea glorificado.

[l Vocación y vocaciones].

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