MATRIMONIO
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO
I. El matrimonio, entre "realidad terrena "y "misterio de salvación":
II. La fundamentación bíblica de la ética conyugal.
III. La ética conyugal en la tradición de la Iglesia y en las enseñanzas recientes del magisterio.
IV. Forma y contenidos de la ética conyugal La `primacía" del amor en el matrimonio y el paso de la "ética del contrato"a la "ética del pacto".
V. Matrimonio, sexualidad, procreación.
VI. El matrimonio como "misión "y como "ministerio".


 

I. El matrimonio, entre "realidad terrena"
   
y "misterio de salvación"

Realidad eminentemente terrena -presente en todas las épocas y latitudes- el matrimonio es al mismo tiempo "misterio de salvación-" (E. Schillebeeckx); es, pues, dato "natural" o "de creación", y un "lugar teológico" a la vez. No es casual, desde este punto de vista, que el matrimonio, como el trabajo, aparezca en la Biblia ya desde el comienzo.

Esta inseparable conexión entre la dimensión antropológica y la teológica plantea una serie de problemas -y también una serie de exigencias fundamentales- a cualquier ética cristiana del matrimonio. Esta ética no podrá nunca fundamentarse sólo en la palabra explícita de Dios tal como puede extraerse de la revelación y de la tradición de la Iglesia sino que antes de nada y sobre todo, deberá "leer" (o "releer' el matrimonio como dato histórico. La revelación, desde luego, ilumina y ayuda a captar y a interpretar en profundidad este dato; pero nunca pretende sobreponerse desde fuera, ya que el matrimonio es una realidad que pone ya por sí misma, de alguna manera, al hombre en relación con Dios y por lo tanto, es una realidad "originalmente" religiosa, aunque independientemente de la referencia a una fe explícita.

En este sentido la ética cristiana del matrimonio asume como propios, para reinterpretarlos y proponerlos de nuevo con una luz y perspectiva nuevas capaz de captar su intencionalidad profunda, algunos valores éticos básicos, a los que hace, o debería hacer, referencia toda relación auténtica de pareja.

De los tres bienes tradicionales del matrimonio (proles, fides, sacramentum: prole, fidelidad, `misterio', solamente el tercero, y éste también sólo en parte -puesto que ha existido y existe una dimensión sacral o religiosa también del matrimonio de los no cristianos y hasta de los no creyentes-, se manifiesta como específicamente cristiano; pero la ética cristiana se extiende a los tres ámbitos y debe asumirlos todos.

Brota de aquí la estrecha relación que se da entre el matrimonio como institución (natural) y el matrimonio como sacramento (es decir, como don que viene de lo alto y que dirige a los cónyuges la llamada a vivir su vocación cristiana y a realizar su santificación en el estado conyugal). Historia del matrimonio institución y desarrollo de la comprensión del matrimonio sacramento se superponen continuamente, y no hay época histórica o movimiento cultural que no haya dejado su huella en el mismo matrimonio cristiano: no sería difícil -y, se ha intentado en numerosos estudios sobre la historia del matrimonio cristiano- identificar cuántos y qué elementos ha asumido del judaísmo, del mundo grecorromano, del germánico, de la cultura moderna. El mismo paso de una visión institucionalista a otra personalista del matrimonio -paso que no se habría podido dar de no haberse producido el encuentro entre la ética cristiana y el sentimiento del amor que aparece en la cultura moderna- confirma esta dependencia de las culturas y, a la vez, esta creatividad respecto a sus elaboraciones. En cierto sentido el rasgo original del matrimonio cristiano está precisamente en mantener y desarrollar progresivamente sus características fundamentales propias por encima de los cambios de épocas, culturas y estilos de vida. Hay un "duro núcleo" del matrimonio cristiano, al que no le afecta ni le debilita la sucesión de las "formas" con las que el matrimonio como institución de cuando en cuando se reviste. Tarea fundamental de la ética cristiana del matrimonio es dejar claros los datos de toda cultura y penetrar su espíritu profundo, redescubriendo, a través de los distintos proyectos del hombre, el definitivo pero siempre renovado "proyecto" de Dios sobre el matrimonio.

II. La fundamentación bíblica de la ética conyugal

La mencionada estrecha relación entre el matrimonio como realidad humana (aunque, desde los orígenes del hombre, dotado de sentido, y hasta de sentido religioso) y el matrimonio como misterio de salvación es el elemento que caracteriza la visión bíblica del matrimonio a lo largo del espacio que va de Gén 1,27s -o más propiamente Gén 2,24- a Ef 5,3132, en donde no es casualidad que se haga una referencia explícita a Gén 2,24, es decir, al mismo texto al que Jesús se remite para afirmar su doctrina sobre el matrimonio (cf Mt 19,5; Mc 10,7-8). Lo sustancial del mensaje bíblico sobre el matrimonio puede afirmarse, pues, que gira en torno a este "centro" que marca la sustancial continuidad entre AT y NT.

En este denso texto ("Abandonará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán dos en una sola carne' se afirman tres criterios fundamentales que regulan la ética judeo-cristiana del matrimonio: O la sustancial "autonomía" de la pareja -condición necesaria para que pueda expresar toda su creatividadcomo se hace explícito en el establecimiento de una relación única y preferente entre el hombre y la mujer, del que el "dejarán a su padre y a su madre" es signo, dado que sólo la separación de la familia de origen permite a la pareja realizarse plenamente como nueva unidad; 17 el fuerte carácter sexual de este encuentro: éste no es una mera relación de amistad ni una relación ocasional, sino un íntima y mutuo conocerse, un formar "una sola carne", que marca en profundidad a las personas que realizan esta experiencia y todas sus relaciones; 0 la invitación a realizar una profunda unidad, inseparable en su intención, de manera que marque, de alguna manera, para siempre al hombre y a la mujer elevados a protagonistas de esta relación y, a la vez, realizándose a través de la comunión de vida a todos los niveles de la relación interpersonal, también en los que no están directamente relacionados con el ejercicio de la sexualidad.

El citado versículo de Gén 2,24, que indica la dirección fundamental del matrimonio, traza al mismo tiempo las coordenadas fundamentales de la ética matrimonial y anuncia de forma sintética sus tres características esenciales: autonomía, integración de la sexualidad en la vida personal y unidad radical y dinámica. Toda la ética cristiana del matrimonio está basada en estos tres pilares, pretendiendo incluir aquí la apertura a la vida -explícitamente afirmada en el texto paralelo de Gén 1,28, "sed fecundos y multiplicaos"- dentro de la sexualidad específicamente conyugal, como componente estructural e intrínseco, por estar dirigida la ! sexualidad directamente también a la procreación.

El segundo y tercer componente han sido asumidos históricamente antes que el primero (quizá también como consecuencia de los condicianamientos que sobre el matrimonio cristiano ha ejercido una cultura fuertemente anclada por mucho tiempo en el sentido familiar y propensa, por lo tanto, a infravalorar y minimizar el "abandono" del grupo familiar de origen por parte de la pareja); pero en su conjunto se puede decir que la ética cristiana del matrimonio ha estado estructurada en torno a estos valores centrales desde siempre. De ahí la preocupación por salvaguardar la libertad de los novios en la elección del cónyuge y, después, la de los esposos para asumir la responsabilidad de la vida de familia; de ahí también el cuidado para que los esposos pudieran realizar de forma plenamente humana los distintos significados de la sexualidad; de ahí, finalmente, su empeño en favorecer la realización de una profunda unidad de la pareja, con la absoluta reciprocidad de la l fidelidad y con la exclusión del adulterio, de la ruptura de la comunión conyugal, del divorcio. La historia de la reflexión teológica sobre el matrimonio se manifiesta como el acontecer de un progresivo desvelar las potencialidades implícitas en el arquetipo, tanto teológico como antropológico, representado por el libro del Génesis.

Los demás textos bíblicos sobre el matrimonio -extremadamente sobrios, sobre todo en el NT -recogen y profundizan esta intuición fundamental, y alguna vez la oscurecen (piénsese en los textos del AT que admiten el divorcio) por la "dureza del corazón" del pueblo hebreo (cf Mc 10,5; Mt 19,8), y no sólo de él; sklerocordía por la que el ideal de la ética conyugal contemplado en el Génesis se pone de alguna manera entre paréntesis a medida que se van haciendo más fuertes los condicionamientos que en Israel se ejercen sobre el matrimonio, y también por la enorme influencia que en la cultura hebrea tuvieron los ritos y costumbres del ámbito mediterráneo, corriendo últimamente el riesgo de quedar oscurecida (aunque nunca llegó a desaparecer de la conciencia de Israel) el carácter laico del matrimonio, que de por sí no pone en comunicación con lo sagrado, sino que es una realidad humana que el creyente israelita debe tratar de vivir y realizar con actitud auténticamente religiosa. La palabra de Jesús, que invita, más aún, impone la vuelta a los orígenes ("¿No habéis leído que el Creador al principio...? Pero al principio no fue así": Mt 19,4-8 y par.), hace justicia a un largo período de oscurecimiento del mensaje del Génesis y vuelve a proponer en su integridad y pureza la voluntad de Dios sobre el matrimonio, aunque partiendo del reconocimiento de la realidad del pecado y de la imposibilidad para el hombre, si se abandona a sí mismo, de ser plenamente fiel a la ley moral en general y a la exigente y difícil ética conyugal cristiana en particular.

Todo el perfil bíblico del matrimonio (H. Baltensweiler) puede leerse desde esta perspectiva de progresiva y, a veces, fatigosa "reactualización" de la indicación fundamental de Gén 2,24. - El texto habla de "un" hombre y "una" mujer; pero Israel conoce históricamente, como todos los pueblos del Oriente Medio, la poligamia; será Jesús quien vuelva a proponer la rígida monogamia del origen (entendido este último en sentido ideal de "deber ser", más que en sentido histórico propio). - El texto del Génesis proclama el distanciamiento del grupo familiar por parte de la nueva pareja, para que pueda realizarse en su peculiaridad y originalidad; pero la historia de Israel registrará casi solamente matrimonios preparados o, por lo menos, condicionados por los grupos familiares de origen; a su vez, Jesús reafirmará con fuerza, también en relación con el matrimonio, la absoluta libertad del creyente respecto a la familia de origen. - Finalmente, la narración dei Génesis sanciona el encuentro entre hombre y mujer en la profundidad de la "carne" y proclama un "fuerte sentido" de la sexualidad, que indirectamente Jesús rescatará contra la preponderancia de su "sentido débil", a la vez que indicará como condición fundamental para el acceso al reino la pureza de corazón, actitud que no excluye de por sí el uso de la sexualidad, pero que es incompatible con la mistificación y la comercialización del sexo.

Hay que subrayar que los tres valores centrales de la ética del matrimonio antes señalados -autonomía, integración de la sexualidad en la plenitud de la vida personal, unidadno son de por sí exclusivamente cristianos, ya que se pueden compartir, y de hecho se comparten, con muchos no creyentes. Lo que caracteriza, en los cristianos, la realización de estos valores es la referencia al reino; es la capacidad de asumir y vivir "en el Señor", según la repetida frase paulina, esta experiencia vital. La ética conyugal cristiana implica, desde este aspecto, una peculiar relación con Dios, autor del matrimonio; una relación a la luz de la cual los diversos valores de la vida de pareja se vuelven a proponer y vivir desde una nueva luz.

El mensaje bíblico sobre el matrimonio es más "indicativo" que "imperativo", orientado a la presentación de los valores de fondo de la convivencia conyugal más que a la adopción de determinados comportamientos. Corresponde además al estilo de la predicación de Jesús tal como nos la presentan los evangelios; y el mismo Pablo, al que se deben los "códigos familiares" a los que es indispensable hacer referencia para identificar las líneas básicas de la ética familiar (! Familia), se sitúa también en este nivel de las indicaciones prácticas (cf Col 3,17-4,1; Ef 5,22-6,9 y citas semejantes) sobre todo por razones pastorales, y quizá por responder a problemas concretos que le habían planteado las primeras comunidades cristianas, sin pretensión alguna de agotar el tema y con la preocupación de ofrecer algunas orientaciones de fondo.

Si exceptuamos la fuerte reafirmación del deber de la l fidelidad conyugal, con exclusión de la separación y del divorcio, la ética matrimonial del NT parece callar sobre temas éticos fundamentales, como la relación entre amor y procreación, el respeto de la vida no nacida, la reciprocidad de los derechos y deberes de los cónyuges, etc. Pero lo que sobre estos temas se ha ido construyendo a lo largo de la historia de la ética matrimonial cristiana no se sitúa fuera de la línea del dato bíblico, sino en la línea de una progresiva explicitación de exigencias e indicaciones contenidas in nuce en el mensaje bíblico y como traducción, a nivel normativo, de la propuesta de valores que se deducen de la Biblia.

III. La ética conyugal en la tradición de la Iglesia
  
      y en las enseñanzas recientes del magisterio

La "traducción normativa" del dato bíblico sobre el matrimonio comienza ya desde el inicio del cristianismo y continúa ininterrumpidamente. ay numerosos textos de los Padres apostólicos que indican ya esta dirección (cf Didajé, 4,9, a propósito del deber de educar a los hijos; Carta a Diogneto, 5,6, sobre la negativa a la exposición de los niños recién nacidos; la Carta de Bernabé, 19,5, sobre la condena del aborto, etcétera). Se va construyendo así una ética cristiana del matrimonio que pone como base la mutua fidelidad, la apertura a la vida, el compromiso educativo, la acogida y la hospitalidad, el compromiso en la evangelización y en el servicio a la Iglesia. El énfasis se traslada gradualmente de la vida de la pareja conyugal al de la l familia, y ética matrimonial y ética familiar terminan en muchos aspectos por coincidir.

Contribuyen a que se dé este cambio de énfasis -en una dirección que terminará por ir muy lejos del texto de Gén 2,24-, por una parte, la cultura dominante, tanto en el mundo judío como en el grecorromano, que tiende a dejar en la sombra la relación de pareja respecto a la realidad familiar ampliamente entendida; por otro, la gradual entrada en la ética conyugal cristiana de normas jurídicas, que el incipiente derecho canónico tiende a traducir y, a veces, a asumir acríticamente de la legislación vigente (hasta hacer que los límites del derecho y la moral no se distingan). En la misma onda de santo Tomás -que también significa, sobre todo en algunos textos fundamentales de las dos Summae, un auténtico salto cualitativo respecto a las posiciones hasta entonces dominantes en el campo del derecho canónico- la relación de pareja queda un poco en la sombra en algunos aspectos, aunque no faltan referencias magníficas a la "amistad conyugal" y a una relación entre hombre y mujer, dentro de la cual ya la tradición monástica del siglo xii (J. Leclerq) recuperaba el valor central del amor (también en este caso en paralelismo con el "amor cortés" casi contemporáneo). La aparición del tema del amar y de su estrecha relación con el matrimonio ilumina y rescata ya en el medievo un modo de ver que está y seguirá por mucho tiempo dominado por preocupaciones ora jurídicas, ora funcionales, y que induce a la ética matrimonial a concentrarse mucho más en los "fines" (objetivos) de la institución que en su -sentido" (subjetivo) profundo.

En conjunto, en el largo período que va desde el final del período patrístico al comienzo de una visión personalista del matrimonio con Rosmini y Scheeben, la ética conyugal estuvo empobrecida y reducida a la mera dimensión sexual-procreadora. La "esencia" del matrimonio queda en la sombra, mientras que del matrimonio mismo se examinan, analizan y, de alguna manera, se regulan sobre todo sus funciones. Ni la reforma protestante cambia esta tendencia, puesto que el rechazo de la sacramentalidad del matrimonio termina por legitimar posteriormente un aspecto "naturalista" en la relación de pareja; el matrimonio, en el esquema de los reformadores, y sobre todo de Lutero, aparece como una realidad que tiene referencia con la "naturaleza" (con la sexualidad de un lado, con la procreación de otro) más que con la "gracia". Bien es verdad que Lutero plantea el matrimonio como Beruf -y, por lo tanto, como tarea mundana y como "mandato", pero a la vez como "vocación, como acto religioso, pues, aunque no propiamente sacramental" (A. Bellin)-; pero no con la fuerza suficiente como para fundar una ética conyugal específicamente cristiana.

Aunque ya en el xix hubo algunos anticipos, la ética conyugal experimentó un auténtico "giro", o en todo caso un salto cualitativo, en torno a 1930, por el doble empuje que produjo un magisterio más atento a la dimensión propiamente espiritual de la vida de pareja (Caso connubii, de Pío XI, 1930) y unos nuevos planteamientos de la filosofía (M. Scheler) y de la teología (D. von Hildebrand y H. Doms). Lo que hasta entonces había permanecido un poco al margen de la ética, la relación de pareja, se propuso como "centro" de la ética conyugal. Se derivó de ahí una serie de problemas, sobre todo en referencia a dos aspectos centrales de la ética del matrimonio: la unión, pero a la vez la dialéctica, entre "sentimiento" e "institución" según una relación que se hizo cada vez más problemática por la afirmación de una cultura crítica contra todo lo institucional en nombre de unos derechos, considerados inalienables, del amor; y la integración entre gratificación sexual y afectiva de la pareja, por una parte, y apertura a la vida, por otra. Las enseñanzas del Vat. II sobre todo las indicaciones de GS 47ss, pretenden realizar una difícil síntesis de valores que la cultura moderna tendía a presentar como antitéticos.

El trato que la GS da al matrimonio se caracteriza porque ahora el centro, en el marco de la reflexión cristiana del matrimonio, lo ocupa la pareja conyugal. La definición del matrimonio como "íntima comunidad de vida y de amor conyugal" (intima communitas vitae et amoris coniugalis) ya indica en la comunión profunda que se realiza entre hombre y mujer el primer y fundamental "sentido" del matrimonio, hecho que es de por sí "natural" -dado que la familia, incluso la de los no creyentes, la "fundó el Creador" (a Creatore condita: GS 48)-, pero que es reinterpretado y asumido con una nueva luz en la historia de la salvación. La riqueza y la plenitud del amor humano no constituyen impedimento, sino más bien una ayuda potencial en el camino que lleva al definitivo encuentro con Dios, sientan de alguna manera sus bases y, por lo tanto, ayudan a los cónyuges cristianos a ponerse en camino hacia una más profunda comprensión del misterio mismo del amor de Dios. En este sentido el amor es para los cónyuges cristianos fuente de "mutua santificación" (GS 48). Un criterio fundamental de la ética matrimonial, en la perspectiva de un amor mutuo vivido en la fe, es la actitud de favorecer la plena realización del otro y el ejercicio de la sexualidad en conformidad con el proyecto del amor de Dios sobre el hombre; los gestos concretos por los que se expresa la sexualidad en el matrimonio, si se realizan "de un modo auténticamente humano", no sólo son "honorables y dignos", sino que "enriquecen mutuamente, en alegre gratitud, a los mismos esposos" (GS 49).

A nivel de la ética conyugal, el Vat. II se limita a la reafirmación de algunos valores fundamentales, repitiendo el criterio por el cual "el matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su naturaleza a la procreación y educación de la prole" (GS 50). Más directamente se plantea el nivel ético la encíclica Humanae vitae, de Pablo VI (1968), que afirma el principio de la "relación inseparable, que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por iniciativa suya, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreativo" (n. 12). Se afirma aquí un principio fundamental de la ética conyugal cristiana, no ya en el sentido de que las dimensiones unitiva y procreadora deban ir cronológicamente juntas siempre (la encíclica reconoce el posible recurso de los métodos naturales para la regulación de los nacimientos), sino más bien en el sentido de que, en términos de valor, están tan estrechamente unidos que el rechazo de una dimensión repercute negativamente en el significado profundo de la otra. En la medida en que se oriente a romper esta estructural y vital relación, la anticoncepción va contra el sentido profundo del amor conyugal.

Sin embargo, no sólo en orden a la relación entre amor y procreación dicta esta encíclica una serie de criterios éticos. De especial importancia es la reflexión global sobre la ética del amor conyugal, del que se evidencian como características la "totalidad", la "fidelidad" y la "fecundidad" (n. 49). En el matrimonio, vida cristiana significa esencialmente desarrollar en profundidad estas características del amor conyugal y vivirlas en la presencia de Dios, de manera que "se haga manifiesta a todos la viva presencia del salvador en el mundo" (GS 48); por este camino los cónyuges cristianos contribuyen a "hacer visible a los hombres la santidad y la suavidad de la ley que une el amor mutuo de los esposos con su cooperación al amor de Dios, autor de la vida humana" (Humanae vitae, 25).

Estos temas han sido ampliamente desarrollados en el magisterio de Juan Pablo II tanto en la Familiaris consortio (1981) (en especial donde reafirma el principio de la "totalidad" del amor conyugal y el carácter del matrimonio como "lugar único" que hace posible la recíproca donación "según su verdad completa": n. 11) como en las Catequesis sobre el amor humano (1979ss), donde todos los temas fundamentales de la ética conyugal -desde la reciprocidad de la relación hombre-mujer, ala fidelidad y a la apertura a la vida- se plantean con un lenguaje y una argumentación de tipo personalista que unen la reflexión sobre los datos bíblicos con elementos sacados de la antropología y la filosofía moderna. Precisamente por su radical fundamentación en la estructura profunda del hombre, además de la positiva voluntad de Dios, el matrimonio puede definirse como "el sacramento más antiguo", en el sentido de que "ya en su origen desarrolla una función de significación, plenamente alcanzado en relación a Cristo y a la Iglesia" (JUAN PABLO II, Hombre y mujer los creó, 365).

IV. Forma y contenidos de la ética conyugal.
La "primacía" del amor
en el matrimonio y el paso de la "ética del contrato" a la "ética del pacto"

Considerada desde otra óptica, la historia de la ética cristiana del matrimonio (y la misma historia de la evolución del magisterio de la Iglesia sobre este tema concreto) podría leerse en términos de progresivo "retorno" a la categoría bíblica de "pacto", con la progresiva superación del aspecto jurídico (y, más todavía, del derecho romano) de "contrato". El matrimonio es y queda inseparablemente como "sacramento" e "institución", y por lo tanto como "pacto" y "contrato" a la vez; pero el énfasis se pone ahora en los planteamientos más recientes de la teología, en el primero más que en el segundo. Es muy significativo que en el nuevo CIC la definición de "pacto" preceda, y en algún modo dé fundamento, a la de contrato (can. 1055,1, foedus; 1055,2, contractus); sucesión indicativa de lo que puede considerarse no una inversión de planteamiento (E. Cappellini), sino más bien un desarrollo de las líneas que ya están presentes en el mensaje bíblico, y que sólo una correspondiente madurez de la cultura, antes incluso que de la teología, ha permitido sacar plenamente a la luz, dentro también de la normativa canonista, obviamente más pendiente de los aspectos objetivos de la institución.

Se puede verificar -en relación con la estrecha relación que se establece entre dato bíblico y culturala validez de lo dicho al comienzo [/antes, I] sobre la coincidencia en el matrimonio de una "constante", es decir, el misterio, y una "variante", la historia; la comprensión del magisterio está de alguna manera unida a la evolución de la historia y de la cultura; en el caso específico de la afirmación de la visión personalista del matrimonio -como consecuencia de la cual, en el centro de la institución tiende a colocarse, no la sociedad que pretende asumir determinadas funciones, sino un sentimiento de amor y de mutua pertenencia que exige poder expresarse plenamente- ha sido posible gracias a la superación de una cultura familiar que anteponía los intereses del grupo social a las exigencias de los novios-esposos y que consideraba la "forma" del matrimonio, es decir, la aportación de una serie de garantías destinadas a salvaguardar la validez del contrato y a asegurarle eficacia jurídica, sobre todo por su relación a los hijos y la sucesión hereditaria, mucho más importante que la que, a los ojos de la cultura contemporánea, es la sustancia profunda del matrimonio, es decir, la garantía que la institución ofrece a la libre y alegre expresión del amor mutuo.

Está fuera de toda discusión la importancia del cristianismo en la afirmación de una visión personalista del matrimonio, elaborada principalmente en el área cultural influida por la ética evangélica; pero también han influido en la realización de este profundo cambio las aportaciones culturales de ideologías y filosofías que se han ido alejando del cristianismo, causa y, a la vez, efecto de un vasto y extendido proceso de secularización, que ha influido profundamente en la misma concepción del matrimonio. No debe sorprender, pues, que hasta hace poco tiempo la teología haya estado más pendiente de los riesgos que de las posibilidades de la nueva visión personalista del matrimonio, y haya tenido que someterse al fatigoso trabajo de una profunda reconsideración de las posiciones "tradicionales" (pero no en todo y del todo bíblicas) sobre el matrimonio, sobre todo en lo que se refiere a la cuestión de los fines. Decir "fines del matrimonio", sobre todo desde un planteamiento extrinsecista, pero no por eso siempre y necesariamente legalista, significaba poner la atención en sus `objetivos o en sus "funciones" más que en su sentido profundo. Haber puesto en el centro de la reflexión sobre el matrimonio y de la misma ética conyugal el problema de la esencia del matrimonio mismo, y por lo tanto de su sentido profundo, en lugar de poner el de sus objetivos, ha significado la auténtica revolución que en los últimos sesenta años ha cambiado radicalmente los términos de la discusión teológica.

Si partiendo de una teoría de los fines del matrimonio era relativamente fácil identificar los contenidos fundamentales de la ética conyugal -ya que se trataba fundamentalmente de estructurar la ética conyugal como un conjunto de medios aptos para conseguir los fines-, era y es difícil, en cambio, trazar las líneas de una ética conyugal que se proponga hacer explícita la esencia del matrimonio: tarea por otra parte irrenunciable para una ética cristiana que quiera aceptar el desafío que en varios frentes le lanza la cultura moderna, caracterizada por una paradójicamente relación de amor-odio ante la herencia de los valores evangélicos, en algunos aspectos aceptada y en otros rechazada.

Desde una óptica que asigna a la ética cristiana del matrimonio la tarea de poner a la pareja conyugal en condiciones de poder realizar, en el Señor, todas las posibilidades propias, el imperativo ético fundamental es el que ha indicado Juan Pablo II en la Familiaris consortio, aunque en un sentido más propiamente familiar: "Familia, `sé' lo que `eres"'. A la pareja cristiana se le encomienda "ser cada vez más lo que ya es, o sea, comunidad de vida y amor, en una tensión que, como toda la realidad creada y redimida, encontrará su cumplimiento en el reino de Dios" (n. 17). Lo sustancial de la ética conyugal cristiana no hay que buscarlo fuera de la pareja conyugal, sino dentro de ella, a través del desarrollo de las posibilidades que al mismo nivel de Dios se le han confiado. Existe, en esta perspectiva, el riesgo del subjetivismo, y por lo tanto de la inutilización de una moral objetiva; pero la objetividad de los valores puede recuperarse igualmente a través de una reflexión profunda sobre lo que el matrimonio cristiano es y está llamado a ser: una forma de "imitación de Cristo" que se realiza no individual, sino conyugalmente, a través de un camino que recorre y vuelve a ser, en dimensión matrimonial, el tradicional camino del cristiano. En este sentido la ética conyugal cristiana debe llegar de nuevo a asumir la "misión de guardar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo Señor por la Iglesia, su esposa" (ib). No hay aspecto de la ética conyugal -no hay "norma" moral a la cual los cónyuges deban someterse- que no haga referencia a esta triple realidad.

Guardar el amor significa nutrir y alimentarlo cada día en la fidelidad al proyecto de Dios sobre la pareja y, a la vez, en la mutua disponibilidad al diálogo, a la relación, a la conversión. En esta fidelidad, la pareja cristiana se realiza a sí misma y encuentra su verdad más profunda.

Revelar el amor significa proyectarlo fuera de las paredes del hogar para ponerlo al servicio de la Iglesia y de la sociedad, en una perspectiva que excluye el sentido cerrado del amor y el replegarse exclusivamente en el interior de la pareja conyugal, en la búsqueda de una felicidad vivida de forma privada, y que transforma la relación de amor en compromiso, en servicio, en dedicación.

Comunicar el amor significa expresarlo a través del don de la vida física y su prolongación en la educación, en el anuncio de los valores religiosos a los hijos, en el amor y el respeto de la vida en todas sus fases y en todo momento. La procreación pierde su antigua y reducida connotación de servicio a la especie y a la supervivencia del grupo para asumir su significado más auténtico de servicio a la persona, condición necesaria para el mantenimiento y difusión en la tierra del amor del hombre, signo e imagen del amor de Dios.

V. Matrimonio, sexualidad, procreación

De esta manera resulta más fácil, aunque siempre esté marcada por aspectos problemáticos, la integración de la sexualidad y de la procreación en el matrimonio y, por lo tanto, la fundamentación de una ética de la sexualidad y, a la vez, de una ética de la transmisión de la vida.

La sexualidad tiene, indudablemente, una función importante en la constitución y en la continuidad de la existencia del matrimonio. Si el sentimiento de amor, al menos desde una óptica como la moderna que asume ampliamente el planteamiento personalista, es su centro, sin embargo este sentimiento, a diferencia de lo que ocurre con la / amistad, es encarnado y sexuado, tiende a la plena integración de las personas a través de la profunda comunión de los cuerpos y, sobre todo, de los corazones. La ética sexual no coincide, desde luego, con la ética conyugal, pero constituye una parte esencial de ella y, en algunos aspectos, determinante.

Una ética sexual cristiana no puede identificarse con un sistema de reglas, tampoco dentro del matrimonio, sino que se expresa fundamentalmente como una propuesta de valores. En el pasado esta ética, en el marco de un deber general de recíproca / fidelidad, se reducía fundamentalmente al respeto de dos importantes normas: la integridad y la naturalidad" del acto conyugal, por una parte, y su apertura a la vida, por otra. Paralelamente, las violaciones de la ética se reducían fundamentalmente a la no naturalidad del acto conyugal, por un lado, y a los obstáculos que deliberadamente se ponían a su fecundidad. Ambas normas fundamentalmente permanecen; pero, desde la perspectiva abierta por el Vat. II, adquieren más bien la forma de una propuesta de valor en un doble sentido: la plena integración de la sexualidad dentro de la relación de pareja y la disponibilidad a una /procreación responsable proporcional a la situación existencial de los cónyuges. Los valores tradicionales permanecen, pero asumen un significado especial de propuesta positiva, precisamente por esto más próxima al espíritu evangélico, en lugar de asumir la forma de una serie de "prohibiciones" o límites marcados en la explicación de la sexualidad del matrimonio (y con tentaciones moralizantes y legalistas). No se trata de una propuesta "minimalista" o, peor aún, laxista, sino de una tarea severa y exigente; el puro respeto de la "materialidad" del acto sexual en su estructura objetiva y en su finalidad para la transmisión de la vida representa, en cierto modo, la culminación y la premisa de una ética sexual cristiana, pero no garantiza su cualidad profunda, que deriva, en cambio, de una orientación global de toda la existencia del cristiano, y por lo tanto también de la existencia conyugal, al servicio de Dios, y por consiguiente al servicio del amor y de la vida.

La atención a la dimensión objetiva de la castidad conyugal -sobre todo por la unión entre valor ético del acto conyugal y respeto de las normas que regulan la transmisión de la vida- se confirma y se avala, pero queda integrada en una consideración más profunda de la relación que hay entre gesto sexual y vida conyugal en su globalidad. Se hace una valoración de la castidad matrimonial más amplia y, a la vez, más exigente, que hace referencia no sólo a la pura objetividad del gesto, sino también y sobre todo a la integración armónica de la sexualidad en todo el contexto de una vida conyugal realizada en presencia de Dios. De esta manera se perfila, paralelamente al abandono de una cierta desconfianza de la sexualidad -en muchos aspectos "tradicional" en la cultura y también en la misma reflexión teológica católica del pasado-, una nueva atención a la calidad y autenticidad de la relación de pareja, también en su dimensión sexual y afectiva.

Vivir la sexualidad matrimonial como cristianos se convierte de este modo en capacidad de llevar la sexualidad misma a sus dimensiones positivas y a su significado de realización personal. En este sentido, la misma castidad matrimonial no se identifica con la continencia (sin por eso excluirla en circunstancias y situaciones particulares), sino que se sitúa en el marco del gesto sexual, proponiéndola como llamada a realizarla de forma auténticamente interpersonal, como modo de enriquecimiento de la vida de pareja.

Desde esta perspectiva, se podría pervertir el sentido profundo de la ética cristiana del matrimonio, aunque se respetara formalmente la objetividad del acto sexual realizado conforme a la naturaleza y abierto a sus posibilidades procreadoras, si no expresase un deseo de auténtica relación interpersonal y fuese fruto del egoísmo, del predominio de los instintos sexuales, de la voluntad de dominio de un cónyuge sobre el otro; precisamente por eso Juan Pablo II ha hablado de una radical infidelidad al proyecto de Dios dentro de la sexualidad matrimonial cuando el hombre se relaciona con su mujer, o viceversa, considerándola como "objeto del que puede apropiarse y no como don" (Hombre y mujer los creó, 145). Eso significa la reducción del otro a pura corporeidad, que altera de raíz el significado interpersonal de la relación de pareja, impidiéndole expresar todas sus posibilidades y resquebrajando así la orientación general de reciprocidad propia del matrimonio cristiano. Se abre de esta forma el amplio campo de una ética de la ternura, que adquiere un papel muy importante en las expresiones de la sexualidad propias de la pareja cristiana.

También por lo que se refiere a la compleja y delicada relación entre sexualidad y procreación -limitada al problema de los fines y prescindiendo de la cuestión de los medios con los que ejercitar una fecundidad responsable-, la ética conyugal cristiana, cuyas líneas maestras están marcadas por el magisterio conciliar (GS 47ss) y por la Humanae vitae, de Pablo VI, es hoy más dúctil y a la vez más exigente que la del pasado. Permanece, y esto lo subraya con fuerza el magisterio reciente, la unión entre dimensión unitiva y dimensión procreadora; pero las formas y, por así decir, la medida de esta unión no se manifiesta como algo predeterminado desde lo abstracto, sino que se deja un amplio campo para el ejercicio de la conciencia recta de los cónyuges, sobre todo teniendo en cuenta una serie de situaciones que son cada vez más complejas y difícilmente reducibles a normas de carácter universal. Una ética cristiana de la fecundidad, bajo este aspecto, puede marcar con más elasticidad el marco dentro del cual la pareja debe madurar sus propias decisiones -la generosa apertura a la vida, por un lado; el decidido rechazo del aborto, por otro-, en lugar de establecer reglas de comportamiento absolutamente válidas en cada momento de la pareja.

Esto no excluye que, sobre la base de los citados textos del magisterio, no se pueda ofrecer algunas indicaciones básicas.

- Ante todo debe recuperarse el sentido y el valor de la continencia matrimonial. Vivida en la perspectiva del reino, no como externo y legal cumplimiento de una norma, la continencia adquiere también en el matrimonio un significado profundamente personal y eclesial; el amor conyugal aumenta, de forma distinta, en la continencia su deseo de unidad por encima de la limitación del don corporal. Si los tiempos del alegre compartir la vida conyugal dan ritmo a las estaciones de la plenitud humana del amor, también las fases del sufrimiento, de la renuncia, de la espera forman parte de la melodía. De aquí nace una llamada a vivir en el matrimonio una sexualidad cuaftativamente más rica, no necesariamente coincidente con la plenitud de la unión sexual; la vida conyugal experimenta una radical pobreza, pero también una nueva y quizá insospechada riqueza.

- En segundo lugar, la superación de la antinomia potencial -y, para casi todas las parejas, real- entre las legítimas exigencias del amor conyugal y el tomarse en serio las propias responsabilidades respecto a los hijos y la sociedad puede encontrar una forma de solución en el recurso a la continencia periódica, asumida como criterio preferencia¡ para una responsable regulación de los nacimientos y entendida como forma privilegiada de solucionar el conflicto y la tensión entre plena salvaguardia de la intimidad conyugal y apertura a la vida. Para que la elección de este método carezca de cualquier tipo de tecnicismo y no se viva como una pesada carga, es necesario que la continencia periódica sepa transformarse de simple instrumento de regulación de la natalidad en consciente decisión moral; no para empobrecer el significado personalizador de la sexualidad, sino para descubrir una nueva dimensión del matrimonio, la que capta en la renuncia temporal a las expresiones típicas del amor conyugal una continuación por otro camino, y quizá un apoyo y un crecimiento, de este mismo amor.

- Finalmente hay que tener en cuenta un conjunto de situaciones que, bien por factores objetivos, bien por una insuperable actitud de indisponibilidad subjetiva de uno u otro cónyuge o de los dos, no pueden resolverse con serenidad y por mucho tiempo recurriendo a la continencia periódica. En estas situaciones pueden aparecer conflictos serios y ásperos, que son a la vez conflictos de deberes y valores entre ellos, al menos en ciertos aspectos opuestos y no fácilmente solucionables, con problemas de conciencia que han sido objeto, sobre todo en los años posteriores a la publicación de la Humanae vitae, de un amplio y todavía no concluido debate. Más que a la teología moral, quizá corresponda a la sabiduría pastoral de la comunidad cristiana y de quien en ella tiene responsabilidad como maestro de la fe y guía en la vida cristiana, proponer de cuando en cuando soluciones posibles y prácticas. En este ámbito de la ética conyugal debe tenerse en cuenta y es muy importante para su aplicación reconocer la pobreza y los límites de la pareja y de su incapacidad normalmente para adecuarse totalmente a los valores. De aquí la necesidad de una amplia y prolongada formación de las conciencias, para que cada pareja sepa interrogarse seriamente sobre el sentido de sus propias decisiones, con actitud sencilla y serena, pero también en la constante disponibilidad al arrepentimiento y a la conversión del corazón. La mayor parte de las veces se tratará de buscar el mayor bien posible en las situaciones concretas de la vida, evitando el oscurecimiento de los valores -cuya reafirmación no puede resquebrajarse por la constatación práctica de las dificultades que las parejas encuentran para su realización-,.que conduciría a legitimar el ejercicio de la sexualidad en el matrimonio dejándolo exclusivamente a las decisiones de las personas y lo privaría de la necesaria mediación de la ley moral. La llamada a la conciencia (GS 50) como último reducto de la decisión moral en este ámbito no puede confundirse nunca con la absolutización de un punto de vista subjetivo ni puede descargar de una sincera y constante confrontación con los valores que propone la ética cristiana, en una actitud de búsqueda y de oración, de disposición á revisar las propias decisiones de vida, de constante disposición para verificar las auténticas intenciones propias.

VI. El matrimonio como "misión" y como "ministerio"

Ni el ejercicio de la castidad ni una responsable apertura a la vida agotan el sentido de conjunto de la vida conyugal tal como se expresa en una fidelidad creadora entendida como respeto profundo del otro en las distintas situaciones de la vida conyugal, como respuesta a las exigencias del otro, como capacidad de integrar la misma comunión sexual dentro de la vida de la pareja para construir su profunda unidad. Esta tensión hacia la unidad es quizá la dimensión más específica de la ética conyugal (D. Tettamanzi, 1979), entendida como don del Espíritu y a la vez como tarea encargada a la conciencia de los esposos. Tarea de la pareja cristiana es promover y favorecer todo lo que facilita el logro de esta profunda unidad, y contrastar y alejar todo lo que la obstaculiza.

En este contexto se inscriben algunas formas de la existencia cristiana típicas del matrimonio, tales como el sentido laico, la solidaridad y la originalidad.

- El sentido laico, entendido como respeto profundo a las realidades mundanas y seculares (LG 31), que se convierten en instrumentos a través de los cuales el Espíritu llama incesantemente a los esposos a caminar juntos en el amor de Dios; realidades en las que la ética conyugal se encarna y se expresa sin evasiones peligrosas a la esfera de lo sagrado percibido como externo y lejano.

- Solidaridad expresada a través de la capacidad de "llevar cada uno el peso del otro" también a nivel espiritual, compartiendo las alegrías y las limitaciones de la convivencia entre dos, con la capacidad constante de "hacer frente", como pareja unida íntimamente, a los estímulos que vienen del exterior y que conviene transformar en motivos de crecimiento común y de servicio, no de cerrazón sobre sí.

- Originalidad en el sentido de que, a partir de la vocación común a la unidad en Cristo propia de todos los esposos bautizados, toda pareja está llamada a desarrollar su propio itinerario de crecimiento, a través de las ocasiones que les aportan los acontecimientos externos y las decisiones cotidianas con las que la pareja reacciona ante ellos, encontrando así el modo de expresarse más plenamente en su propia identidad.

En este contexto se sitúa la misión específica de la pareja cristiana, misión cuyo cumplimiento es el fruto maduro de una ética conyugal dirigida no tanto al "hacer", sino al "ser". Vivir como cristianos la experiencia alegre y creativa del matrimonio significa, desde este punto de vista, hacerse juntos agentes de humanización del mundo y piedras vivas para la construcción del reino.

En una sociedad caracterizada por la tendencia al tener, la ética conyugal cristiana es la percepción de los valores que hacen del matrimonio de los creyentes el lugar privilegiado del primado del ser; un lugar en el que se ponen entre paréntesis en cierto modo las presuntas leyes universales de la eficacia, de la productividad, de la reciprocidad y, por lo tanto, del intercambio comercial, en nombre de una ampliación de la esfera de las relaciones auténticas y profundas entre las personas; de las que "cuentan" y "valen" humanamente, pero sobre todo de quienes, como los niños, los disminuidos y los ancianos, la sociedad de consumo tiende a marginar. La lógica del matrimonio cristiano es la del don y de la gracia, de los valores que la humanidad necesita para crecer en la conciencia de sí y en sus posibilidades de liberación y de realización de la justicia. Por este camino el matrimonio cristiano funda una capacidad de relación entre el yo y el tú que termina por enriquecer, en la reciprocidad del don, a toda la sociedad; y al mismo tiempo, en cuanto transmisor de la vida y de los valores, integra en el mundo, a través de las nuevas generaciones, nuevos agentes de humanización de la historia.

La misma Iglesia se beneficia, en sus distintos niveles, de los frutos de esta existencia cristiana del matrimonio, que no sólo asegura la continuación física de la comunidad cristiana a través del tiempo, sino que le garantiza, de alguna manera, su "calidad", recreando continuamente dentro de la Iglesia la aptitud de la relación, el respeto profundo por el otro, el sentido de la disponibilidad y del servicio. El matrimonio cristiano se hace así "misión" y parte integrante de la misión general de la Iglesia; son también y sobre todo los cónyuges cristianos los laicos a los que "se les llama particularmente a hacer presente y eficaz a la Iglesia en aquellos lugares y circunstancias en los que ella no puede ser sal de la tierra si no es por medio de ellos" (LG 33). De aquí nace el "ministerio" de la pareja cristiana, desde el momento en que "por la fuerza del sacramento los esposos son consagrados para ser ministros de santificación en la familia y de edificación de la Iglesia" (Evangelización y sacramento del matrimonio, 104).

La ética conyugal cristiana puede considerarse, en la perspectiva general de la misión de la Iglesia en el mundo, como una propuesta de valores inspirada en la palabra de Dios y continuamente actualizada por su relación con la historia, a través de la cual los cónyuges cristianos realizan su propia santificación y expresan su servicio en la Iglesia en favor del mundo.

[l Divorcio civil; l Familia; l Fidelidad e indisolubilidad; l Noviazgo; l Procreación responsable].

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G. Campanini