JUSTICIA
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. La justicia hoy. 

II. El universal humano de la justicia: 
1.
Significado general y específico; 
2. Derecho y justicia: orden jurídico y orden moral de la justicia. 
3. La justicia, virtud moral y social; 
4. Tipología de la Justicia: 
    a)
La justicia general, justicia legal, 
    b)
La justicia particular: justicia conmutativa y distributiva; 
5. Justicia y amor. 

III. Lo específIco cristiano de la justicia: 
1.
Fundamentación bíblica: 
    a)
La justicia de Dios, 
    b)
La justicia del hombre; 
2. Mediación teológica: 
    a)
Fe y justicia, 
    b)
Caridad y justicia, 
    c) Esperanza y justicia.

IV. Instancias actuales y nuevas vías de la justicia:
1. Justicia y persona;
2. Justicia social;
3. Justicia y desarrollo;
4. Justicia y liberación;
5. Justicia y solidaridad.


 

1. La justicia hoy

El problema de la justicia es el '`caso serio" al que la sociedad actual =-cuya contraseña es el intenso e incesante dinamismo al que le someten los fenómenos sociales en curso- no puede sustraerse aferrándose a las seguridades fáciles de lo "ya" determinado y estructurado,Imo que lo debe afrontar con renovado espíritu crítico, innovador y previsor.

"Afrontar" quiere decir aquí repensar y redefinir las relaciones sociales según una dialéctica de derechos y de deberes, de cuya certeza, equilibrio y garantía vive la sociedad. Es, por consiguiente, cuestión de justicia. Justicia y sociedad están en juego juntas =`ubi jus ibi societas"lndivisiblerbente; prosperan juntas y decaen juntas. Las transformaciones sociales en curso son, por este motivo, provocaciones a la justicia: ruptura de equilibrios adquiridos y, a la vez, llamada a nuevas y más adecuadas euritmias sociales.

Debido al carácter global y extensivo de estas transformaciones, el problema de la justicia pasa por todos los ámbitos de la vida social y se hace extensivo a todos los grupos y comunidades sociales, como necesidad de nuevas seguridades e incisiva salvaguardia del derecho: "De todas las partes surge hoy una aspiración a una mayor justicia" (PABLO VI, Octogesima adveniens). '

Se trata de un anhelo que, desconocido, desatendido o retomado, se hunde en la injusticia. Porque la falta de interés por la justicia no es la nada de hecho, sino la caída en la injusticia, en un proceso intensivo y extensivo de regresión subyugadora y depauperante. Porque en una sociedad de cambios rápidos y profundos, la injusticia genera nueva injusticia; un abismo de injusticia provocada, simplemente tolerada o de injusticia sufrida. Por ello, los privilegiados y los poderosos gozan siempre de mayores privilegios y poderes, y los marginados y los débiles quedan siempre más marginados y empobrecidos.

Las transformaciones que provocan hoy las nuevas demandas de justicia hunden sus raíces en el acontecimiento socialmente revolucionario de la industrialización, con la progresiva mecanización, automación y computerización de los sistemas productivos e informáticos y los fenómenos inducidos que implican migraciones masivas; de la urbanización de los modelos de vida; de las comunicaciones, cada vez más am-_ plias y abarcadoras; de la socialización en perspectiva, cada vez más, universal y cósmica; de la tendencia creciente y predominante a hacer de la actividad laboral una actividad de servicios terciarios.

Todos los ámbitos de lo social están implicados como factores determinantes y, a la vez, receptores de estos cambios, en una concatenación circular y acumulativa de causas y efectos que atraviesa todo el tejido social: la "economía" con sus vertiginosas aceleraciones, cuyas posibilidades corren parejas con los desequilibrios que genera y con las cuestiones sociales que abre; la "cultura" con su emancipación científico-técnica y las múltiples posibilidades de acceso, pero, a la vez, con los riesgos de la ideologización, de la manipulación, de la monoidea y, podemos añadir también, de la falsa conciencia; la "política" con sus cada vez más intensas, amplias y estructuradas posibilidades de participación y de gestión y, al mismo tiempo, con sus bloqueos partidistas, nacionalistas, ideológicos.

Todo esto actúa como fermento y detonador en el seno de una sociedad que arrincona ordenamientos, instituciones, códigos y sistemas inveterados y provoca hacia lo nuevo, a una nueva estructuración de las relaciones de las personas entre sí y en la sociedad. Ello implica una conciencia cada vez más aguda y explícita del derecho de cada uno y de todos y un sentido renovado y dinámico de la justicia como actitud ética decisiva para un nuevo orden social. Por defecto de esta conciencia-disponibilidad, el desarrollo permitido por el actual dinamismo científico-técnico, en cierta medida y en muchos aspectos, representa menos una posibilidad y más un riesgo, menos una realidad y más una aspiración (para muchos, por desgracia, inútil), menos un bien inclusivo y más un privilegio exclusivo, menos un factor de bienestar y de paz y más un motivo de malestar y de conflicto.

Está en juego el bien del hombre, que se entiende como ser social y quiere ser tal; qué en lo social se realiza saliendo al encuentro, comunicando, dando y ,acogiendo; pero que teme la alienación y la opresión de lo social, cuando no es ya garantía del bien del hombre, de todo el hombre -y de todos los hombres, sino de otra cosa: de un "social" entronizado sobre o incluso contra el hombre, o bien de clases, grupos y naciones con privilegios a ultranza y dominantes.

Todo esto nos hace conscientes de la importancia social de la justicia hoy: ésta, en efecto, se experimenta menos como exigencia interindividual y más como garantía del seractuar humano en la red cada día más compacta y extensa de la sociedad humana. Una,red anónima en muchos aspectos, en la que dar rostro a los sujetos de la justicia y a los responsables de la injusticia es ardua tarea. Una red en la que el hombre se siente impotente ante la injusticia. En ella se experimenta la injusticia no tanto como hecho aislado, sino como condición, y la denuncia de la injusticia no como transgresión de la ley, sino como complicidad de la ley.

Por todo ello la justicia, desborda hoy, los ámbitos de.los siples contratos particulares y del orden codificado .para convertirse en proyecto de la llueva sociedad. En un mundo en el que el hombre se siente protagonista de la propia historia y artífice de sus resultados, se va'abriendo camino la conciencia de que los sistemas y las estructuras de la sociedad no son "órdenes" inmutables de la naturaleza, sino "resultado" de la actuación y de la historia humanas. Se imponen, pues, la posibilidad y el deber de una estructuración social nueva y más adecuada. Es la tarea y la obra de ¡ajusticia.

II. El universal humano de la justicia

La idea de justicia es un concepto denso y rico, impuesto originaria y universalmente a la conciencia como criterio axiológico-normativo. Coexiste con la conciencia ética de la humanidad y del individuo: de hecho afloran juntas y actúan en los mismos contextos.

1. SIGNIFICADO GENERAL Y ESPECÍFICO. Virtud que induce a cumplir el propio debitum (lo debido) como exigencia de orden y de armonía, la justicia ha sido identificada con la moralidad a secas. Se trató de un primer significado, de orden general, asumido de hecho por la justicia. Como actitud que hace consciente a la instancia propiamente ética del "deber" y ordena su cumplimiento, la justiciase erige en expresión de la moralidad humana: virtud que abarca y sintetiza a todas las demás. Justicia equivale en este sentido a rectitud o actitud adecuada. Es el significado indicado en el concepto aristotélico de justicia como virtud que invita a cumplir lo que es justo" (Et. Nicom. V, 1,3); en la definición de justicia queda Platón: "hacer cada uno lo suyo" (Repúb. I, 6,331), y en la identificación bíblica de santidad y justicia, de hombre recto y justo.

Pero el significado propio y específico de justicia es el que la asume corno modalidad de la relación social. Es la virtud que relaciona y vincula a los hombres entre sí yen la sociedad según el criterio de igualdad. Tres son, pues, los aspectos distintivos de la justicia: la alteridad, puesto que la justicia dice siempre y por sí misma relación ad alium; propiamente hablando no existe justicia hacia uno mismo; la obligatoriedad, es decir, el deber del sujeto agente correlativo al derecho del otro a exigir respeto y reparación; la igualdad, que establece la calidad de la relación y la medida de lo debido: "Es justo lo que corresponde al otro según igualdad" (S. Th., II-II q. 57, a. 1). De aquí deriva la definición clásica formulada por santo Tomás, pero que se remonta al jurista romano Ulpiano, y que Platón atribuye ya a Simónides: "Justicia es la virtud por la que se atribuye a cada uno lo suyo con voluntad constante y perpetua" (S.Th., II-II, q. 58, a. 1).

El presente artículo se mueve en este significado específico de justicia, el cual se distingue no sólo del significado general, sino también de otros significados. Justicia, en efecto, puede connotar también el orden igualitario que reina en una sociedad, el conjunto de leyes que garantizan ese orden, el órgano designado para la aplicación de las mismas sin discriminaciones ni privilegios. Se trata de acepciones jurídico-administrativas de importancia secundaria en un tratamiento de carácter ético.

i. DERECHO Y JUSTICIA: ORDEN JURÍDICO Y ORDEN MORAL DE LA JUSTICIA. La justicia es la actitud humana suscitada por la presencia del derecho. Derecho es el suum de una persona; lo que le pertenece y corresponde como propio e inalienable; que, por ello mismo, suscita en el otro el deber del respeto, de la atribución o de la restitución. La justicia es la virtud que asume este deber y le da cumplimiento.

Extrae su capacidad de exigencia no, o no primariamente, de una disposición interior del sujeto, sino del derecho en sí mismo. El jus es la fuerza que emana de la jus-titia. De ahí que el primer vínculo de la justicia sea de orden jurídico; es un vínculo exterior y objetivo, ligado a la fuerza incoercible del derecho, es decir, del bien debido, y no a la rectitud y bondad interior del agente. La medida misma (medium) de la justicia no es, como en las demás virtudes, un medium rationis, es decir, no está determinada por la disponibilidad-benevolencia del sujeto agente, sino que es un medium re¡, es decir, la medida está establecida por el criterio objetivo de la igualdad en la relación (cf S. Th., II-II, q. 57, a. 1; q. 58, a. 10); "el suum debido a cada individuo es lo que le corresponde de acuerdo con una igualdad de relaciones" (S. Th., q. 58, a. 11).

El derecho es un bien objetivamente tal, con independencia de mí, de la acogida-adhesión de mi libertad. Como tal es fuente del orden jurídico, distinto del orden moral. Esto quiere decir que se puede ser justo por simple y formal reconocimiento y respeto del derecho ajeno. O también, como mantiene J. Rawls dentro de las teorías contractuales de la sociedad, por interés o conveniencia. Quiere decir también que el derecho, una vez codificado y garantizado por la ley, puede ser respetado como simple cumplimiento legal, o también como coerción de la ley.

Sin embargo, la justicia vincula a título no sólo jurídico, sino ético también. Es actitud y acto humanos, y como tal participa de un orden moral que le confiere consistencia nueva. El orden moral no se yuxtapone al orden jurídico, sino que lo asume, integra y eleva a nivel del reconocimiento personal y del encuentro interpersonal. El respeto formal o legal del derecho queda así sustraído al peligro del anonimato; la misma observancia formal y legal queda elevada a adhesión y compromiso personales; la conveniencia cede o va acompañada de la benevolencia; la objetividad del derecho adquiere consistencia menos de cosa y más de persona; la fuerza exterior del jus se funde con la convicción y la disponibilidad interior de la conciencia; la capacidad de exigencia y de coerción de la ley queda prevenida y sublimada por la fuerza que emana del amor [I Ordenamiento jurídico y ética].

3. LA JUSTICIA, VIRTUD MORAL Y SOCIAL. La justicia es una !virtud. Como tal es bastante más que la suma de actos. Es una disposición permanente y dinámica de la libertad al bien-valor. Y este bien-valor es el derecho que la libertad, polarizada hacia él y plasmada por él, persigue y quiere como coherencia y fidelidad personales. Es la libertad para el derecho convertida en fidelidad al derecho. Por lo tanto, el hombre es justo como persona moral antes incluso que en sus actos.

Decir fidelidad al derecho es decir siempre fidelidad a alguien cuyo derecho expresa el bien irrenunciable e inalienable para quererse como persona, y cuyos derechos son a su vez la refracción cromática según la pluralidad de los bienes específicos y categoriales.

Fundamento, pues, de la justicia es la persona en co-relación social. La persona, en efecto, elige la sociedad como "lugar" de la afirmaciónrealización de sí misma mediante el encuentro, la comunicación, el intercambio, la comunión. Ahora bien, esto es posible a partir del reconocimiento del bien originario y de los bienes específicos de la persona, "principio, sujeto y fin de todas las instituciones sociales" (GS 25); y se actúa a través del proseguimiento cada vez más intenso y amplio de los mismos. El derecho de la persona hace, pues, de plataforma y de finalidad de la sociedad. La justicia es la virtud que se hace cargo de ello, como primera exigencia e irrenunciable garantía del orden y del progreso social.

4. TIPOLOGÍA DE LA JUSTICIA. La justicia da firmeza, promueve y defiende al derecho según nexos diversos, mediante los cuales los individuos y los grupos entran en relación entre sí y con la sociedad. Por consiguiente, la misma dinámica de justicia da forma y alienta modos diferentes de equilibrio, según los diversos derechos en juego: justicia "general" y "particular", según los diversos sujetos del derecho y del correlativo deber: justicia "conmutativa", "distributiva" y "legal". Es un cuadro tipológico de matriz aristotélicotomista de insuperable actualidad: Aristóteles delineó la justicia conmutativa y distributiva como expresiones de la justicia particular; santo Tomás, en cambio, delineó la justicia legal como justicia general, poniendo de manifiesto su prioridad y primacía.

a) La justicia general, justicia legal. El primer nexo es el propiamente social, constitutivo de la relación del individuo con la sociedad de pertenencia, como de la parte con el todo. Este nexo determina la justicia que garantiza el "bien común".

El bien común es el derecho propio de la sociedad, el cual ni se confunde con los bienes de los particulares ni es la suma de ellos, sino que se caracteriza como el bien del "todos nosotros" social que constituyen los particulares cuando se unen en sociedad. No se trata de un derecho impersonal, sino transpersonal, que redunda siempre en beneficio de las personas en sociedad; "es el conjunto de condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a los particulares alcanzar la propia perfección de una manera más plena y expedita" (GS 26). Constituye, por ello, un derecho de la sociedad qua taus (cuya expresión más elevada es el Estado), y que tiene el correspondiente deber en los miembros de la misma (los ciudadanos del Estado), sin que estén excluidos los que detentan la autoridad y el poder, aunque en éstos se dé de manera diversa: "En el príncipe -precisa santo Tomás- de manera principal y como arquitectónica, en los súbditos de manera secundaria y como administrativa" (S.Th., II-II, q. 58, a. 6).

A la justicia que tutela este derecho, santo Tomás la denomina "general", porque ordena las opciones y los actos de las partes al bien del todo. Como tal desarrolla una acción abarcadora, orientándolo todo al bien común; a la manera como la caridad es una virtud general, porque todo lo encamina al bien divino (cf S. Th., II-II, q. 58, aa. 5-6). La intuición de santo Tomás, desafortunadamente olvidada poco a poco por la escolástica posterior, es una intuición profunda y decisiva, porque, al hacer de la justicia del bien común una justicia distinta de la del bien particular, asignándole la prioridad y la primacía de virtud general, preserva a la justicia de toda posible caída y desviación particularista. La justicia general sobrepasa a la particular orientándola y subordinándola al bien común.

A la justicia general se la denomina también "legal", porque toma cuerpo en la ley que la codifica y formula sus exigencias. La ley de una sociedad, en efecto, deriva su razón de ser y su capacidad de exigencia del hecho de ser sistematización e institución del bien común. Esta justicia legal vincula, por una parte, al legislador a convertirse en promotor y garante de leyes justas, es decir, tutoras del bien común; y, por otra, a los componentes de la sociedad a la observancia de las leyes como contribución al bien común. A la inversa, denuncia como injusta cualquier actividad de tipo particularista y clasista, así como cualquier transgresión de la ley y evasión de sus obligaciones. Se trata de ofensas al bien común, el cual debe ser buscado y respetado con no menor sentido de justicia que el que se tiene para con los bienes particulares; sentido que, por desgracia, falla a menudo, sin remordimiento alguno de conciencia, debido ala convicción inconsciente de que el bien común no lo es de nadie, y que por eso mismo es legítimo descuidarlo y posponerlo al bien individual o de grupo. Ahora bien, la justicia legal, en cuanto justicia general, debe hacernos continuamente conscientes de este bien común a través de una pedagogía y una ética de la sociedad que lo acredite como bien irrenunciable de la persona.

La denominación misma de justicia legal resulta en cierto sentido un obstáculo: "Muchos autores posteriores a santo Tomás, influenciados por el voluntarismo, e incapaces por ello de ver en la ley una expresión de la recta razón, no descubren en esa expresión más que un decreto arbitrario ("dictamen' de la poderosa individualidad detentadora de la autoridad. Y por ser el Estado el ejemplo privilegiado de esa individualidad, no verán muy a menudo más que el contenido de las leyes positivas" (J.Y. CALVEZ, Iglesia y sociedad económica, 228). La identificación pura y simple con la ley le ha quitado, a su vez, el dinamismo que debería caracterizarla; en una sociedad en transformación, la justicia legal termina, pues, por ser garante no del bien común, sino del orden constituido. Se convierte así en una justicia incrustada en la ley, y por ello mismo en fuente de privilegios por una parte y de diferencias por otra. Esto explica el que en la actualidad se reivindique para la justicia legal el carácter de justicia social, con toda su carga de dinamismo y de previsión.

b) La justicia particular: justicia conmutativa y distributiva. La justicia particular se hace garante del bien del particular o del grupo frente a otro particular o grupo y frente a la propia sociedad de pertenencia; en el primer caso se determina el nexo de justicia conmutativa; en el segundo, el de justicia distributiva.

- La justicia conmutativa. Los individuos y grupos particulares se influyen mutuamente a través de relaciones de contratación, intercambio, prestación recíproca y compraventa, convirtiéndose mutuamente en sujetos de derechos y deberes. La garantía de equilibrio es la justicia conmutativa, la cual se caracteriza por la perfecta alteridad y paridad de las partes y por la determinación numérica, "aritmética", del suum recíprocamente correspondiente.

Esta justicia hace posible el equilibrio perfecto, la correspondencia plena entre derecho y deber (entre prestación y remuneración, entre mercancía y precio, entre reparación y daños, entre devolución y préstamo), la ecuación objetiva y la igualdad cuantitativa de las partes. Ello permite, además, la determinación exacta del derecho desconocido, la deuda insatisfecha, en una palabra, de la injusticia y de la consiguiente obligación de restitución y de reparación. Debido al carácter de absoluta correspondencia equitativa, esta justicia se toma como modelo y forma de la justicia forense, cuyo símbolo es precisamente la balanza de la justicia conmutativa.

- La justicia distributiva. El modelo de la igualdad cuantitativa tiene su reflejo con criterios de justicia, en el plano de los nexos conmutativos, en los que las relaciones equitativas son propiamente "re¡ ad rem", pero no en el plano de las relaciones sociales, en las que la relación es "rerum ad personas" (cf S. Th., II-II, q. 61, a. 2). El suum correspondiente como jus debido por la sociedad (y a la inversa, el debitum debido a la sociedad) no se puede determinar aquí con el criterio del equilibrio conmutativo ni con el de lo mismo indistintamente ,para todos. En efecto, en relación con la sociedad, los particulares se hallan en condiciones y situaciones diferentes, que requieren por sí mismas nexos equitativos necesariamente diversos. Hay, ante todo, diversidad de méritos y de capacidades, y sobre todo de limitaciones y de necesidades.

Consiguientemente, la atribución del derecho según justicia no puede ser una división en partes numéricamente iguales, ni la contrapartida exacta de impuestos y prestaciones (legítima únicamente en las relaciones estrictamente conmutativas entre Estado 'y ciudadanos), sino una distribución en partes proporcionalmente iguales. La igualdad no se obtiene aquí por determinación aritmética, sino "geométrica", del suum. Ello legitima la diversa atribución de bienes y de cargas en la sociedad sin faltar a la justicia, sino dándole cumplimiento. El equilibrio rígidamente cuantitativo no sería aquí igualdad, sino igualitarismo, y por ello mismo una injusticia.

Están, pues, legitimados por igual el Estado basado en el mérito, que responde al criterio de "a cada uno según sus cualidades y merecimientos", y el Estado del bienestar social, que responde al criterio de "a cada uno según su indigencia y necesidad".

La negligencia respecto a la justicia distributiva puede ser variada: determinación abusiva y arbitraria de los bienes y servicios sociales correspondientes a las partes; reparto político del poder; chentelismo de cargas y beneficios sociales; exención injustificada y discriminatoria de cargas sociales.

La justicia distributiva, lo mismo que la justicia conmutativa, necesita continuas atenciones que la introduzcan en el proyecto arquitectónico de la justicia general, que sintoniza y armoniza a ambas con el bien común, preservándolas así de toda degeneración particularista. Cuando la justicia general desaparece o queda expropiada de su primacía de virtud general, toman la delantera los impulsos particularistas, que lastiman el equilibrio conmutativo y adquieren predominio sobre los criterios de equilibrio distributivo.

5. JUSTICIA Y AMOR. El orden moral, y el ético-social en particular, es por sí mismo el orden del amor como orden de la disponibilidad y de la fidelidad. La cualidad ética de la relación social se caracteriza por la disponibilidad-fidelidad de donación y acogida del otro, que preside justamente la dinámica del amor. De ahí que el indicativo ontológico del coexistir sea el imperativo axiológico del amor. El amor es la actitud moral normativa de la persona en relación; es la virtud social decisiva.

Como tal, el amor engloba a la justicia. Ésta representa la primera exigencia, el primer camino, "la medida mínima"(PasLo VI, homilía del 23 de agosto de 1968 al Congreso eucarístico de Bogotá: "AAS"[1968] 626-627). El amor comienza con la justicia; y no es tal amor si antes no ha cumplido con las exigencias de la justicia. Igualmente, la justicia no queda fuera y no prescinde del amor, como si éste comenzara donde termina la justicia.

El amor va más allá de la justicia, pero no sin la justicia; yo no puedo dar por amor de lo "mío" al otro si antes no le he dado por justicia lo "suyo"; tanto menos podré ofrecerle como "mío" lo que ya le pertenece como "suyo" (cf AA 8). Quien ama de verdad es justo, y sólo quien es justo sabe amar.

Justicia y amor se implican, pues, en una relación de co-presencia y de reciprocidad creativa, sin absorciones ni reducciones. A1 exigir la alteridad de la otra parte, la justicia evita que las relaciones se establezcan en detrimento de la unicidad y de la autonomía de la persona. A su vez, el amor, al tener como mira la comunión de los sujetos, evita que las relaciones se establezcan en el anonimato y en la indiferencia del equilibrio puramente jurídico y tiende a componer las divisiones y a superar las oposiciones que la justicia puede generar.

Por la exigencia de justicia que lo caracteriza, el amor se hace efectivo y creíble; se sustrae al carácter aleatorio de la bondad del corazón y del sentimiento para hacerse exigente y exigible. Por el dinamismo que la anima, la justicia adquiere consistencia ética; el "otro" es más que la contraparte reivindicatoria; es un ser con rostro humano, fuente de una dignidad de persona que requiere atención y respeto. Como tal, la justicia es ya ella misma amor; la justicia es "la caridad de lo exigible" (R. CLEMENS, Rev. Nouv. 4 [1946] 650); la caridad que se deja vincular y estructurar por el derecho.

Por esta animación ética del amor-caridad la justicia se sustrae al riesgo del "summus jus, summa iniuria" que ella corre en proporción directa a su deslizamiento en la formalidadlegalidad del orden puramente jurídico. De ahí que tenga necesidad de fuerzas que mitiguen y corrijan el rigor impersonal de la ley (éste sería precisamente el papel de la equidad). Exigencia y expresión del amor, la justicia queda a su vez preservada de la cosificación exasperante del derecho y de la formalización y degeneración legalista de la relación igualitaria; está por sí misma libre del riesgo de la iniuria de la libertad misma del amor que humaniza la ley y, no obstante la diversidad, los intereses en juego y las reivindicaciones, hace del encuentro de las partes un encuentro entre personas.

Una ética de la separación entre justicia y caridad ha ido en detrimento de una y de otra. Porque ha hecho de la justicia la virtud de lo estrictamente debido por contrato o por ley, y de la caridad la virtud del excedente exorbitante como deber espontáneo y la mayoría de las veces supererogatorio. Ahora bien, por ser virtudes ambas, ni la justicia puede contentarse con un equilibrio mínimo, estático y formal, ni la caridad puede quedar reducida a beneficencia o a suplente de una justicia bloqueada, rígida, sin alma.

En cambio, una ética de la correlación libera y fortaleceá1ambas. La caridad induce a la justicia, dándole vida en profundidad. La justicia, una vez establecida, abre a la caridad los espacios propios del don y del perdón, de la generosidad y de la gratuidad. Éstos, a su vez, penetrados por un vigilante, profundo y dinámico sentido del derecho, abrirán nuevos caminos a la justicia, favoreciendo de esta manera su progreso.

En esta correlación recíprocamente promotora de amor y justicia, las necesidades 'se transforman poco a poco en derechos, y éstos, una vez que la justicia los ha hecho suyos, abren perspectivas nuevas y posibilidades inéditas a la caridad, dando lugar a un proceso circular progresivo e intensivo, del que vive el bienestar social. Debido a esta compenetración mutuamente fecundante, la caridad ha asumido hoy una estructura institucional y la justicia un carácter más dinámico.

III. Lo específico cristiano de la justicia

El "universal humano" de la justicia recibe nueva luz del acontecimiento histórico-salvífico, cuya mediación reveladora es la palabra de Dios. "Todo escrito inspirado por Dios sirve para enseñar y educar en la rectitud" (2Tim 3,16). La teología, dedicada a esta tarea, suministra lo "específicamente cristiano", que lleva a plenitud el sentido humano de la justicia. Este sentido recibe su reconocimiento y valoración en el interior de la dinámica misma de lo sobrenatural, que es tal no por yuxtaposición dicotómica a lo natural, sino por asunción-elevación de lo humano en lo divino, de la justicia humana en la justicia divina.

I. FUNDAMENTACIÓN BIBLICA. La noción bíblica de justicia es compleja: expresión de la densidad y del carácter poliédrico que ha ido adquiriendo en el devenir de la historia de la salvación. Es necesario, pues, analizarla cuidadosamente, procurando no perder su riqueza dinámica. La justicia bíblica se desarrolla dialécticamente según una polaridad que es a la vez "teológica" y "ético-social"; dentro del contexto, a la vez base y estructura, de la alianza con la que Yhwh une a Israel consigo, y el Padre en Cristo por, medio del Espíritu llama a la salvación a todos los hombres.

a) La justicia de Dios. La justicia a la que es llamado el hombre es respuesta exigente a la justicia preveniente de Dios. Esta justicia de Dios presenta un rostro inédito, sorprendente y desconcertante a los ojos del hombre, acostumbrados al cuí que suum de la justicia humana. Esta justicia, en efecto, no es la justicia conmutativa del acreedor, ni la retributiva del amo, ni la distributiva del soberano, sino ¡ajusticia justificante -la sedaqah- de un Dios "compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel" (Éx 34,6). Es una justicia que, más que ser justa, busca "hacer Justos".

Hasta qué punto resulta extraña esta justicia al sentido humano de justicia lo demuestra la ausencia en nuestro lenguaje de la expresión contraria a "cometer injusticia", que debería ser "cometer justicia". Ésta podría ser la expresión significativa de la justicia divina, en el sentido precisamente de "hacer justos, restablecer a alguien en su derecho: en el derecho perdido o defraudado. Es ésta la actuación de la justicia de Dios para con el pueblo que sufre la opresión: "El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia" (Sal 98,2); para con el pobre, el débil y el marginado que sufren la prepotencia: "El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos" (Sal 103,6).

Esta justicia, expresión del amor fiel de Dios, no está carente de ` juicio"; es el juicio de denuncia y de condena pronunciados contra las naciones opresoras (Egipto ante todo y el faraón en particular) y contra los explotadores (cf Am I,3ss; 6,1-6; Miq 2,1-5; 8-10). El juicio responde a la justicia humana. Queda, en cambio, fuera de su lógica el hacerse cargo de la reintegración de la víctima de la injusticia. Es esto lo inédito de la justicia de Dios, justicia liberadora y salvadora.

En la economía de la historia de la salvación, la reintegración económico-socio-política de la justicia divina adquiere significado que anticipa y predice la reintegración integral del hombre y de todo hombre como liberación mesiánica del mal que lo oprime. Esta justicia se hace presente en la persona de Jesús, que se acredita propiamente como el que viene a hacer realidad el reino preconizado por los profetas (cf Is 61,1-2), como liberación de los pobres, los encarcelados, los que sufren, los marginados y oprimidos (cf Lc 4,14-21; 7,22). Es ésta la buena noticia del evangelio, "por cuyo medio se está revelando la justicia de Dios" (Rom 1,17); y es el núcleo del reino de Dios, el cual "no es una cuestión de comida o bebida, sino de la honradez, la paz y la alegría que da el Espíritu Santo" (Rom 14,17).

En la acción justificadora de Cristo llega a su plenitud la alianza de Dios con el hombre. Ella es la nueva y definitiva alianza, en cuanto cumplimiento mesiánico de la justicia salvadora de Dios y anticipación escatológica de "un cielo nuevo y una tierra nueva en los que habite la justicia" (2Pe 3,13). Es la alianza establecida en la pascua, con la que Cristo reconcilia, lo humano con lo divino. Esta reconciliación es una justificación que es un don de Dios (cf Ef 2,8) y que hace justo al hombre pecador liberándolo de la opresión del pecado, contra el que en la cruz ha quedado pronunciado el juicio de Dios; y hace justos a todos los hombres porque es una justicia que traspasa las fronteras de Israel y abarca a los naciones. Es la justicia de Dios en Cristo "que se hizo para nosotros justicia" (1Cor 1,30), "para que nosotros, por su medio, obtuviéramos la rehabilitación de Dios" (2Cor 5,21).

b) La justicia del hombre. La justicia preveniente y gratuita de Dios no deja al hombre pasivamente receptivo. La economía de alianza dentro de la que tiene lugar la justicia de Dios en favor del hombre hace a éste activo en su respuesta; el hombre está llamado a la fidelidad. En esta llamada está en juego la propia alianza y su acción justificadora. La justificación de Dios es un don cargado de exigencia para el hombre; como individuo y como pueblo, acoge como tarea lo que le es ofrecido como gracia. La justicia de Dios suscita en él la justicia como exigencia ,y fidelidad; es como el ajustarse de la libertad al ritmo de la acción justificante de la gracia.

Para el israelita esto significa el reconocimiento acogedor y cumplidor de la ley, entendida como síntesis de las exigencias derivadas de la justicia de Dios (cf Sal 15; 119; Prov 11; Ez 18,5-26). Significa en particular ser justos con la justicia misma de Dios, en su hacerse justicia con el pobre y el oprimido, con el forastero y la viuda (cf Is 1,17). Todo esto está sacado negativamente a la luz por las punzantes denuncias de los profetas contra el desconocimiento o el cumplimiento formal de la ley (Jer 22,1317; Is 58,1-12), contra un culto desarraigado de la justicia (cf Is 1,10-17; Miq 6,6-8), contra la opresión y la explotación del pobre (cf Is 10,1-2; Am 2,6-8; 4,1; 5,11).

La justicia de Dios suscita también y progresivamente en el israelita la justicia como fe en la misericordia salvadora de Dios (cf Gén 15,6; Hab 2,4) en un proceso de gradual relativización de la justicia derivada de la ley en cuanto justicia justificante ante Dios (cf Job 4,17; Si 7,15; 8,14; 7,1).

A esta justicia de la fe es a la que primaria y propiamente está llamado el cristiano en razón de su participación en la justicia del reino; en otras palabras, en razón de haber sido hecho justo por la gracia: "Gracias a esa generosidad estáis ya salvados por la fe" (Ef 2,8). A la justicia gratuita e inmerecida que lo hace justo, el cristiano corresponde no con la justicia de la ley, con la que la libertad busca autoacreditarse farisaicamente ante Dios (cf Mt 5,20), sino con la justicia de lá conversión y de la fe (cf Mc 1,15), con laque yo renuncio a toda pretensión de autojustificación y me abro al don y al perdón de Dios. Desde esta perspectiva se comprende que Jesús no se ponga de la parte de los "justos", sino de los "injustos"; los primeros se sienten presuntuosamente orgullosos de la justicia de la ley; los segundos, en cambio, son los pecadores que se abren a la justicia de la gracia (cf Mt 9,13; Lc 15,7; 18,9-14).

La justicia de la fe (cf Rom 4,11.13; 9,30; 10,6) no encierra al cristiano en una relación salvadora intimista e inerte con Dios, sino que lo estimula a la nueva justicia del reino, para la que la gracia lo habilita. Es la "justicia superior" de que se habla en el sermón de la montaña, cuya síntesis son las bienaventuranzas y el "pero yo os digo" de la antítesis a la justicia antigua; justicia que Jesús no ha venido "a derogar, sino a dar cumplimiento", ante todo liberándola del formalismo y del minimismo farisaicos" (cf Mt 5,1-48). Es una justicia motivada y animada por la fe, que coloca la instancia del deber mucho más allá del confín de la ley, haciéndolo correlativo con las exigencias de la perfecta justicia de Dios (cf Mt 5,48), cuyo confín es la caridad.

La justicia cristiana es, por consiguiente, receptiva y exigente a la vez: "Buscad primero que reine la justicia de Dios" (Mt 6,33). Es una búsqueda que abre a la acogida e induce a la fidelidad, es decir, a sincronizar toda la vida moral con la acción justificante de la gracia en nosotros. La gracia hace de la nueva justicia del cristiano una tarea de liberación de todas las injusticias y de promoción de la justicia integral, que hace justos con el tipo de justicia propia de Dios. "Revestido con la coraza de la justicia" (Ef 6,14), el cristiano está llamado a la justicia: "Tú, hombre de Dios, esmérate en la justicia" (1Tim 6,11).

Aunque va más allá, la justicia bíblica no descuida ni minimiza las obligaciones estrictas de la justicia que estructura la vida social, económica y política; al contrario, las implica y las exige como condición primera e indispensable. Van en este sentido las llamadas a la equidad en las relaciones sociale§, a la legislación según derecho y justicia, ala imparcialidad en los veredictos de los tribunales.

Ya el profeta reclamaba: "Hombre, se te ha explicado lo que está bien, lo que el Señor desea de ti: que defiendas el derecho"(Miq 6,8; Jer 22,3; Os 10,12; Dt 1,16-17; 25,13-15); y en campo judicial: "No daréis sentencias injustas. No serás parcial ni por favorecer al pobre ni por honrar al rico" (Lev 19,15). El apóstol, a su vez, exhorta a "establecerla equidad" en la comunidad y entre las comunidades (cf 2Cor 8,13-15); a tener en cuenta que "a uno que hace su trabajo, el salario no le vale como gratificación, sino como algo debido" (Rom 4,4); a "pagar a cada uno lo que le debáis" (Rom 13,7-8), que era precisamente la regla de la justicia grecorromana.

Son exhortaciones al reconocimiento-respeto del derecho como exigencias irrenunciables de la justicia entre los humanos. Con conciencia, sin embargo, de su insuficiencia y de su fácil adulteración si se desarticula de la justicia superior que trasciende al derecho y a la legalidad. Lo "nuevo" aportado por Jesús resulta aquí decisivo; de una decisión profética y, por ello, siempre actual. Estudiando comparativamente el evangelio y la predicación de los profetas, R. Bultmann pone de manifiesto que los profetas "se encontraban ante una piedad según la cual el hombre podía satisfacer la voluntad de Dios cumpliendo escrupulosamente las prescripciones del culto y de la pureza y podía además seguir la propia voluntad. Frente a un modo de pensar semejante, frente a la ligereza de ahí derivada, frente a la dureza e injusticia sociales, los profetas proclamaban el derecho y la justicia como exigencia de Dios. Para ellos el sentido del derecho consistía en dominar la voluntad del hombre obligándola a una vida colectiva organizada. Pero, aquí como en otras partes, la historia ha demostrado que el hombre sabe muy bien poner al servicio propio el derecho al que debería haber servido. Tratándose de una obediencia formal a la ley, el hombre sabe reservar espacios a su propia voluntad; sabe insistir en sus derechos frente al prójimo, a cuyo servicio justamente le obligaría el derecho. Partiendo de este conocimiento de la corrupción humana Jesús intenta... no instituir un derecho mejor, sino poner de manifiesto que la voluntad de Dios -que ciertamente puede expresarse también en el derecho- reivindica al hombre más allá del derecho" (Jesús, Seuil, París 1968, 103-104).

2. MEDIACIÓN TEOLÓGICA. La justicia avalada por el diálogo histórico-salvífico es mucho más que una oportunidad jurídica y una exigencia ética de la vida de relación. Es expresión de la relación de alianza, en la que el hombre participa de la justicia del Dios que lo hace justo, en el doble sentido de justificado; es decir, de redimido. y de productor de justicia. La justicia cristiana hay que entenderla, pues, como respuesta fiel y agradecida a Dios, pronunciada desde una vida éticamente testimonial.

Los santos padres experimentan y proponen la justicia con este significado profundamente religioso. Confrontados con la cultura grecorromana, intentan los primeros acuerdos con la concepción de la justicia de esa cultura, logrando preservar la originalidad de la justicia bíblica mediante la correlación de la justicia con la fe y la caridad, y de la justicia del hombre con la justicia de Dios. Originalidad que, en cambio, la Edad Media tenderá, primero, a circunscribir a la división de natural y sobrenatural y, poco a poco, a perder en razón de la progresiva divergencia entre fe y vida, ascética y ética, contemplación y acción, para terminar en época postridentina en la total reducción de la justicia al derecho natural. El propio magisterio social de la Iglesia hasta Juan XXIII no se aparta de una concepción éticojurídica de la justicia. Habrá que esperar el concilio Vat. II y a la teología de su entorno -en particular al sínodo de obispos de 1971 sobre "la justicia en el mundo", con el documento final Convenientes ex universopara recuperar la originalidad bíblica y propiamente cristiana, fuente de una ética teológica y de una espiritualidad de la justicia.

a) Fe y justicia. El cristiano vive el compromiso con la justicia como acontecimiento de fe. En este compromiso él no desdobla secularmente su vida, porque la acción en favor de la justicia no se plantea como una dicotomía en relación con el ser cristiano- y con la misión de la Iglesia en el mundo, sino que es parte integrante e inseparable de los mismos.

Ser cristiano en el mundo es, en efecto, una existencia de "hombre nuevo creado a imagen de Dios, con la rectitud y santidad propias de la verdad" (Ef 4,24); llamado por ello mismo al deber-ser de justicia-santidad, cuyo foco son la justicia-santidad ontológicas (cf 1 Cor 1,2), de las que participa por vía sacramental. El cristiano vive este deber-ser en la categoría del kairós, como "lugar" de la vocación y del testimonio. Sustraerse es más que desconocer el derecho ajeno; es acontecimiento desvalorizador de la justicia santificante de Dios y desconocedor del "querer y del actuar" que ella suscita (cf Flp 2,13); no "presta atención a la salvación propia" (Flp 2,12). Por el contrario, "practicando la justicia el cristiano trabaja para la salvación" (sínodo de obispos, doc. cit.). Es más que una cuestión ética: es cuestión de salvación. Va en ello el propio ser cristiano: "sin espíritu de justicia no puede existir verdadera vida-cristiana" (AA 4).

En segundo lugar, la misión de la Iglesia en el mundo pasa imprescindiblemente a través del compromiso por la justicia. Este compromiso constituye, en efecto, una modalidad y una exigencia de la misión: "Actuar en favor de la justicia y participar en la transformación del mundo -afirma el sínodo de obispos- se nos presentan claramente como una dimensión constitutiva de la predicación del evangelio, es decir, de la misión de la Iglesia en favor de la redención del género humano y de la liberación de todo estado de cosas opresor" (doc. cit.).

La afirmación de que el actuar en favor de la justicia es una "dimensión de la predicación del evangelio" se apoya en la conciencia, explicitada por Pablo VI, de los "profundos lazos" existentes entre "evangelización" como servicio de la fe y "promoción humana" como compromiso propio y primario de justicia. Son "lazos de orden antropológico, porque el hombre que hay que evangelizar no es un ser abstracto, sino condicionado por las cuestiones sociales y económicas. Lazos de orden teológico, porque no se pueden disociar los planos de la creación y de la redención, plano este último que abarca las situaciones muy concretas de la injusticia que hay que combatir y de la justicia que restaurar. Lazos de orden eminentemente evangélico, como es el orden de la caridad; ¿cómo proclamar, en efecto, el mandamiento nuevo sin promover en la justicia y en la paz verdadera el auténtico crecimiento del hombre?" Y añade: "Hemos querido subrayar esto recordando que es imposible que en la evangelización se pueda o se deba descuidar la importancia de los problemas, hoy tan debatidos, que atañen a la justicia, la liberación, el desarrollo y la paz en el mundo. Supondría olvidar la lección que nos viene del evangelio acerca del amor al prójimo sufriente y necesitado" (Evangelü nuntiandi). Ésta es la razón por la que Juan Pablo II, refiriéndose a la misión de la Iglesia, puede hablar de la causa de la justicia como "verificación de su fidelidad a Cristo" (Laborem exercens). Los cristianos están, pues, llamados a anunciar la salvación integral, sabedores de que el reino de Dios, si bien se distingue de la ciudad del hombre .y la trasciende, pasa, sin embargo, por ella involucrándola en su dinamismo salvador (cf GS 39). Hoy más .que nunca la justicia es esa fuerza de penetración de la fe en el mundo de los hombres por su carácter de levadura salvadora. No es sólo cuestión de credibilidad de la fe; es, sobre todo, cuestión de proclamación de esa fe en toda su integridad de salvación.

Afirmar también que actuar en favor de la justicia es dimensión "constitutiva" significa hacer de esa actuación no un tiempo paralelo o marginal de la misión salvadora de la Iglesia, sino un tiempo esencial y decisivo (cf Redemptor hominis, de Juan Pablo II). Infravalorarla o sustraerse a ella significa atentar contra el ser mismo de la Iglesia como sacramento de salvación, como signo transparente y atrayente de libertad y de esperanza para el mundo. La injusticia de la que se es artífice o cómplice constituye más que un pecado de injusticia social; constituye un pecado de injusticia salvadora, por el que los cristianos son menos fieles a la misión encomendada a la Iglesia de ser "sacramento universal de salvación" (LG 48), "signo e instrumento de unión íntima con Dios y de unidad de todo el género humano" (LG 1).

b) Caridad y justicia. La justicia suscitada por la fe es la justicia requerida por la caridad. En la caridad se traduce la fe (cf Gál 5,6) y de la caridad es expresión primera la justicia. La caridad es Dios en sí mismo (cf Jn 4,8) y nuestra participación en la vida de Dios; en la comunión (agape) trinitaria con el Padre, en el Hijo, por medio del Espíritu, por la que somos hijos y hermanos. Esta agape ontológica es el principio constitutivo y fontal de la agape axiológica que induce a amar a Dios, fuente de la agape y Padre, y a los hombres, copartícipes en esta agape y hermanos. En el seno de la caridad, el derecho del otro es, por consiguiente, el derecho del hermano. Y la justicia con la que se lo reconozco y atribuyo es expresión y tiempo de la caridad.teologal que me impulsa a amar con, el amor de Dios y me impulsa a amar a Dios.

Me impulsa a amar con el amor de Dios: la justicia es efusión de la caridad de Dios. Yo soy justo no con una justicia propia, sino con una justicia otorgada; no con una justicia puramente secular que construye la ciudad terrena, sino con la justicia redentora y reconciliadora de Cristo, que humanizando la ciudad de los hombres edifica el reino de Dios.

Me impulsa también a amar a Dios: la justicia tiene en Dios su destinatario último. Reconocer el derecho del otro es reconocer el derecho de Dios, que se hace presente en el rostro del otro, el cual es "imagen y reflejo de Dios" (1Cor 11,7); es reconocer el derecho de Cristo, que se hace exigente en el sacramento del hermano, el cual es "reproducción de los rasgos" de Cristo (Rom 8,29). El Señor considerará hecho a él todo lo que hayamos hecho con el hermano (cf Mt 25,34-40). Por esta razón, "la injusticia actual, en sus diversas formas, negando la dignidad y los derechos del hombre, imagen de Dios y hermano de Cristo, constituye un ateísmo práctico, una negación de Dios (XXXII Congregación general de la Compañía de Jesús, Decreto IV, n. 29).

Informada por la caridad, la justicia participa toda ella de la tensión teologal y del dinamismo salvador. Es también impulsada y habilitada a esa justicia superior evangélica que es "el sacramento del amor y de la misericordia de Dios" (XXXIII Congregación general de la Compañía de Jesús, Decreto I, n. 32). Tiene, a su vez, carácter y dignidad ministeriales, que hacen de la justicia misma un servicio de la fe realizado con espíritu sacerdotal de intercesión y adoración, que todo el pueblo de Dios está llamado a vivir en el mundo.

c) Esperanza y justicia. La justicia de la fe operante en la caridad se halla bajo la promesa exigente de la esperanza. Es la esperanza nacida de la pascua de Cristo: acontecimientocumplimiento de la justicia salvadora de Dios y anticipación incoativa del futuro de la justicia escatológica. El cristiano vive la espera de este futuro como camino de esperanza entre el "ya" de la pascua de Cristo, en el que él ha sido bautizado (cf Rom 6,3-5), y el "todavía no" de la plenitud escatológica.

Para el cristiano se trata de una espera cargada de exigencia, porque si el futuro de la esperanza le ha sido otorgado como gracia, el camino hacia ese futuro es una tarea de justicia a realizar con fidelidad ética. La justicia escatológica, en efecto, no le es anunciada como un "todavía no" todo él por delante, sino como el hacerse-acontecimiento de un "ya" que comenzó en la historia de la humanidad con la resurrección de Cristo y en la existencia del cristiano con el don sacramental -"la garantía" (2Cor 5,5)- del Espíritu "hasta que esta esperanza sea finalmente realidad" (Heb 6,11). El futuro de Dios, en efecto, no se nos da como un novissimum, inmóvil en su deber-ser, sino como un adventus: acontecimiento que ad-viene en la historia del hombre, involucrándolo por ello mismo en una vida de justicia, en la que toma cuerpo el ad-venimiento de la justicia de Dios, es decir, en una vida en la que se está cumpliendo el futuro de Dios.

La promesa que le mueve a la esperanza no es una proyección hacia el cielo, una huida hacia adelante o hacia arriba o una resignación consoladora que "apartan de la edificación de la ciudad terrena" (GS 20), sino una misión en favor (pro-missio) del mundo, la sociedad y la historia; una misión que induce a la solidaridad cósmica, social e histórica, que asume la esperanza de todos y de toda la creación "de verse liberada de la esclavitud a la decadencia, para alcanzarla libertad y la gloria de los hijos de Dios" (Rom 8,21). Es una misión de liberación integral, que engloba las esperanzas periféricas y penúltimas en la esperanza trascendente y última.

En vez de motivo de fácil evasión de las responsabilidades en favor de ¡ajusticia en el mundo, la esperanza es, pues, la fuente del más grande compromiso: "Éste es el objetivo de nuestras fatigas y luchas, pues tenemos puesta la esperanza en Dios vivo" (1Tim 4,10). La esperanza escatológica no sólo "no disminuye la importancia de los compromisos terrenos, sino que aporta nuevos motivos de apoyo a la actuación de los mismos" (GS 21): "Más que debilitar, la esperanza estimula la solicitud por el trabajo relativo a la tierra presente, donde crece el cuerpo de la humanidad nueva que ya presenta una cierta prefiguración del mundo nuevo" (GS 39).

Este mundo nuevo --"un cielo nuevo y una tierra nueva en los que habite la justicia" (2Pe 3,13)- es un "al-otro-lado" que se afianza no por destrucción negadora del "a-estelado" del mundo, sino por innovación liberadora; son los cielos y la tierra de ahora, nuestros cielos y nuestra tierra, que se hacen nuevos. La esperanza cristiana tiene la responsabilidad anticipadora y prefiguradora de este hacerse nuevo. Esto significa que el cristiano está llamado a una profesión operativa de la esperanza, en la dirección axiológico-normativa del reino de justicia que ella proclama proféticamente. En la medida en que se afane por él, lo prefigura anticipándolo de una manera creíble; el cristiano se convierte en esperanza para el mundo y está "siempre dispuesto a dar razón de su esperanza" (1Pe 3,15).

La esperanza escatológica supone además una "reserva" en relación con toda conquista y realización humanas. Para ellas, éstas llevarán siempre el sello de lo relativo y lo provisional. Ella libera de todo proyecto totalitario de justicia humana, la cual deberá ser reasumida críticamente, intensamente, proféticamente, en el horizonte del "jus novum ultimum" que hace de criterio y de meta.

La esperanza es "la pasión por lo posible" (S. Kierkegaard), la certeza profética de que la justicia, a pesar de todo, tiene supremacía sobre la injusticia. Es una certeza fuerte de la victoria pascual de la vida sobre la muerte.

IV. Instancias actuales y nuevas vías de la justicia

Las nuevas necesidades de justicia suscitadas por una sociedad en continua transformación, los atolladeros de una justicia bloqueada en el callejón sin salida de lo ya constituido, las demandas de la justicia bíblica a una concepción menos formal y reivindicativa y más dinámica y liberadora del derecho son otras tantas provocaciones a la ética teológica de la justicia para que busque vías nuevas en fidelidad a lo mejor de la tradición y en respuesta a las instancias y demandas actuales.

1. JUSTICIA Y PERSONA. Como virtud social que tiene en la alteridad una connotación esencial, la justicia no puede cosificar el derecho descuidando el alter, a la persona, que es sujeto. El derecho, en efecto, no existe con independencia de las personas. Todo derecho es mediación temática del "derecho subsistente" (A. Rosmini) que es la persona. Para que pueda ser humanizadora, la justicia no puede exasperar su dimensión de cosa, cayendo en el objetivismo del "no importa quién". Terminaría haciendó el juego del más fuerte y poderoso, que excluye o margina a quien en el partido del dar-tener tiene poco o nada que hacer valer.

Esto no se evita remitiendo a la caridad. Sería como hacer del derecho un privilegio; los menos afortunados serían solamente dignos de beneficencia y de limosna. El amorcaridad, en cambio, nos hace activamente conscientes de la existencia de bienes que competen a la persona qua talis y que, consiguientemente, se le deben reconocer en justicia. Son todos aquellos bienes, expresiones del ser y del deber-ser humanos, que constituyen y salvaguardan la dignidad de la persona y que la conciencia de la humanidad ha ido poco a poco reconociendo como los derechos fundamentales y universales del hombre; concretados a su vez específicamente en las exigencias en las que toman cuerpo para ser reconocidos y tutelados de una manera efectiva.

De estos derechos se han hecho portavoz las diversas declaraciones que se han ido sucediendo en la época moderna, entre las que descuella por autoridad y amplitud de consenso la declaración de la ONU del 10 de diciembre de 1948. Juan XXIII dedicó a estos derechos la encíclica Pacem in terris, a la que se remite para un análisis detallado y exhaustivo.

Es la conciencia de estos derechos la que inspira la actual justicia constitucional como justicia legal primaria, que sirve de marco de referencia a todo poder y actividad legislativa.

Todo esto es señal de una justicia más atenta hoy a la persona y a sus derechos fundamentales. Dentro, sin embargo, de una sociedad que sufre la prepotencia del tener y de su lógica, por una parte, y de las nuevas y abigarradas razones de Estado, por otra; de forma que, de hecho y paradójicamente, muchos hombres y pueblos enteros no están hoy tutelados en sus derechos fundamentales por ninguna legalidad o lo están por legalidades formales e impotentes.

Pero no por esto son menos vinculantes tales derechos. Ellos apelan y comprometen las conciencias "con independencia de la ley", es decir, prescindiendo de toda legislación, porque tienen su origen no en la ley, sino en la persona. Comprometen también "a pesar de la ley" e, incluso, "en contra de la ley", cuando ésta deja de garantizar o es contraria a los derechos humanos, porque la ley no está por encima de ellos, sino por debajo. Por esta razón, "cuando un derecho otorgado por Dios sea desconocido o reprimido por una injusticia `legal', la reacción deberá ser una `justicia' ilegal" (P. ARRUPE, conferencia de 1981, cit. por J.Y. CALVEz, Foi et justice, 100).

Una justicia que recuerde evangélicamente que "el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado" (Me 2,27) y que "la vida vale más que el alimento y el cuerpo más que el vestido" (Le 12,23) se sentirá vigilantemente comprometida a anteponer los derechos del ser sobre los del tener y a sintonizar dinámicamente la ley con estas prioridades.

2. JUSTICIA SOCIAL. Una concepción menos cosificada y formal y más personal y real del derecho ha proporcionado a la justicia un carácter dinámico, induciéndola a un diseño menos fixista y más reformista del orden que hay que garantizar. Se ha "pasado de la concepción del derecho y de la justicia como `mantenimiento del orden social' a una concepción dinámica del derecho y de la justicia como postulado de `cambio social"' (M. CAPPELLETTI, GdtlSllZiü, 393). La necesidad de salvaguardar el derecho primario de la persona, en el contexto de una sociedad en transformación -generador, por lo demás, de una visión menos natural y más estructural del orden social-, induce a la justicia a liberarse de las incrustaciones de una legalidad solidificada sobre un modelo pasado de vida económico-político-social y a ser más dúctil en orden a recibir las exigencias de libertad e igualdad demandadas por los nuevos sistemas técnico-productivos y por las nuevas sensibilidades de la conciencia humana.

Se trata de una llamada a la justicia legal a que vuelva a encontrar el carácter y el papel de justicia general que, con visión moderna, le había reconocido santo Tomás. Se trata de devolver a ¡ajusticia legal a su objeto específico, el bien común, y de repensar y re-codificar la ley en relación al mismo. Se trata también de restablecer la primacía y la prioridad de la justicia general sobre la particular para que ¡ajusticia conmutativa haga una nueva definición de las condiciones efectivas de libertad y paridad de las partes en los cambiados y cambiantes contextos productivos y comerciales, y la justicia distributiva recupere dinámicamente para la conciencia del derecho el surgimiento de nuevas necesidades en relación con las nuevas sensibilidades y las nuevas pobrezas.

Hay que entender y desarrollar en esta perspectiva la noción de "justicia social", a la que hoy se apela desde todas partes; y que, disipadas las sombras de una acepción reductoramente socialista, ha hecho suya el magisterio social de la Iglesia a partir de la encíclica Quadragesimo anno, de Pío XII (1931), hasta ir convirtiéndola progresivamente en un indicativo magisterial de notable alcance e incidencia ético-social.

No se trata de una cuarta forma de justicia, además de las tres tradicionalmente conocidas, ni de una justicia que coincida con la legal, sino de unajusticia dinámica y dialécticamente correlativa de la legal en calidad de conciencia "crítica" e "innovadora" de la misma.

Como "conciencia crítica", la justicia social apunta a denunciar todas las injusticias perpetradas en nombre de la ley y, consiguientemente, de las instituciones y estructuras en las que ésta toma cuerpo: "No debe considerarse ley la norma que no sea justa" ("Non videtur esse lex, quae justa non fuerit": S. Th., I-II, q. 95, a. 2; SAN AGUSTIN, De libero arbitrio V, 11: PL 32,1227). Aun presuponiendo que una ley haya tenido una formulación justa, ésta corre el riesgo de convertirse en injusta tomando como referencia un contexto socio-económico cambiado, en el cual haya dejado de cumplir, por insuficiencia o inadecuación, su función socialmente equitativa para pasar a ser más bien fautora de privilegios, por una parte, y de marginación, por otra. La justicia social se hace cargo de todos los desajustes entre ley y derecho y se esfuerza en restablecer su armonía.

Como "conciencia innovadora", la justicia social tiende activamente a un nuevo orden social, es decir, a la justicia exigida por los nuevos problemas. Ella es la justicia del bien común dinámicamente entendido, en relación con los nuevos equilibrios que es preciso determinar o predeterminar para su garantía. Como tal, la justicia social tiene carácter "incoativo"; una vez adquiridas para la justicia legal las nuevas exigencias, se queda a un lado cediendo a éstas toda la tarea; tiene, a la vez, carácter "profético", porque tiende a prevenir las injusticias del sistema, a ser portavoz de los derechos "sin voz", a ensanchar los confines del derecho y de su tutela institucional, ejerciendo por ello mismo un papel preventivo de la conflictividad y de la violencia y garante de la paz.

La justicia social está estrechamente relacionada con la "cuestión social", es decir, con los diversos desequilibrios en las relaciones sociales determinados por los cambios científico-técnicos y económico-productivos, evidenciados por una más fina conciencia de los derechos humanos y que por sí mismos están pidiendo una nueva justicia.

La primera cuestión social, en la que se basa la formación misma de la noción de justicia social, fue la "cuestión obrera", nacida con la revolución industrial. Se encuentra en el origen de la empresa capitalista, de la proletarización del trabajo y, por ello, de un radical cambio en las relaciones productivas; principio y causa de grandes injusticias, autoproducidas en un sistema perverso de multiplicación de ganancias y de explotación del trabajo. A1 frente se encontraba una justicia legal inoperante y, a pesar suyo, cómplice, con graves repercusiones sobre el bien común y para la paz social.

"La cuestión social ha adquirida hoy dimensiones mundiales" (PABLO VI, Populorum progressio; JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis, 910); se ha convertido en "cuestión del subdesarrollo". No menos aguda que la cuestión obrera y seguramente más dramática, la cuestión del subdesarrollo está determinada por la misma espiral perversa de ganancias y explotación a escala internacional, reduciendo a la miseria y al hambre a pueblos y continentes enteros. Al frente se encuentra un vacío de justicia legal internacional que provoca y alimenta la angustia de la impotencia.

Esta doble cuestión ha polarizado la atención de la justicia social; en particular, la voz autorizada del magisterio de la Iglesia en su defensa y promoción (cf JUAN PABLO II, Laborem exercens). Sin que se deban silenciar, sin embargo, "otras cuestiones" que han ido surgiendo paulatinamente en la trama siempre nueva y extensa del tejido social y que representan otros tantos anhelos de justicia social. Existe una "cuestión racial" en relación con la segregación de todos los "diversos"; una "cuestión femenina" de emancipación y paridad de dignidad de la mujer; una "cuestión de los ancianos" en relación con el envejecimiento de la población; una "cuestión demográfica" motivada por la sobrepoblación mundial; una "cuestión ecológica" por la degradación del medio ambiente y las alteraciones de la biosfera; una "cuestión nuclear" en relación con el riesgo radiactivo; y otras todavía, más o menos reducibles a las anteriores.

De ahí el llamamiento a ¡ajusticia social como justicia de un nuevo orden social; un orden de instituciones y estructuras en las que tome cuerpo la justicia, a fin de que la sociedad pueda desarrollarse en armónica y beneficiosa "sinergia". Sabiendo, sin embargo, con atenta clarividencia, que el cambio de las instituciones y de las estructuras debe ir acompañado, más aún, precedido, de la "conversión de las conciencias". El llamamiento a la justicia social resultaría vano y desorientador si indujera a hacer de la justicia algo extrínseco, como si ésta pudiera reducirse a una cuestión de sistema económico-político, cuyo cambio o destrucción garantizaría el derecho y la igualdad. Es ésta una tentación tan fácil y fascinante como simplista e ilusoria y que olvida que las injusticias nacen y salen del corazón humano (cf Mt 7,21-23) y se hacen extrínsecas en las estructuras. "Las mejores estructuras, los sistemas mejor ideados se convierten pronto en inhumanos si no se presta atención a las inclinaciones inhumanas del corazón humano, si no se da una conversión del corazón y de la mente en los que viven en esas estructuras y las dominan" (PABLO VI, Evangelü nuntiandi).

3. JUSTICIA Y DESARROLLO. En una sociedad cuyo santo y seña es el progreso intensivo de la ciencia aplicada a la técnica en orden a la producción de bienes y servicios generadores de bienestar, la responsabilidad para con la justicia se convierte en un singular "compromiso con el desarrollo".

Es ésta una conciencia nueva y específica por el carácter históricamente inédito de esta evolución respecto a las economías estáticas y de subsistencia de las sociedades preindustriales. Es una conciencia urgente y permanente por el ritmo incesante y frenético del progreso. Es una conciencia atenta y exigente por las inexploradas y sorprendentes posibilidades de fabricación de coartadas y necesidades y por la elevación de la calidad de la vida.

Todo esto hay que recuperarlo para el sentido y la responsabilidad de la justicia hoy, a fin de que estas posibilidades sean entendidas y disfrutadas no como fortunas y privilegios, sino como bienes y, por ello, derechos de la persona y de los pueblos (cf Sollicitudo rei socialis),~ como tales deben formar parte de las exigenciás de la justicia y de lo exigible por ella. El conjunto constituye "el derecho al desarrollo", que "es ante todo un derecho a la esperanza según la dimensión concreta que ofrece hoy el género humano" (sínodo de obispos de 1971).

En esta perspectiva la acción por la justicia se convierte en un grandioso compromiso de garantizar el desarrollo, de permitir a todos la participación equitativa en sus beneficios; sobre todo a los que la lógica del tener y del hacer tiende a dejar fuera por improductivos o no competitivos. Se trata de personas, grupos humanos o pueblos enteros, a los que una cultura economicista y basada en la eficiencia del desarrollo tiende no sólo a excluir de los beneficios del progreso, sino además a reducir a condiciones de vida infrahumanas (cf Populorum progressio). El resultado es el círculo vicioso del desarrollo y subdesarrollo: una condición de injusticia manifiesta, causa por sí misma de reivindicaciones, contrastes y conflictos hasta la violencia. Para contenerlos y prevenirlos, Pablo VI ha formulado en la encíclica Pópulorum progressio un serio aviso, que es todo un programa: "el desarrollo es el nuevo nombre de la paz". Favoreciendo el desarrollo de acuerdo con el derecho, la justicia pósibi= lita el progreso armónico de todos y, por ello mismo, participa en la promoción y la consolidación de la paz.

El subdesarrollo no es un dato de hecho del que haya que levantar acta; algo as! como si se tratara de una expresión "fisiológica" del sistema o de un obstáculo natural del que, a lo sumo, hay que lamentarse. El subdesarrollo es una injusticia; y, como toda injusticia, debe ser reparada y satisfecha reintegrando el derecho violado: Es el derecho que tienen todos los hombres, las comunidades y los pueblos a beneficiarse del desarrollo -de lo que producen, pero, ante todo, de los mecanismos que lo producen- como condición imprescindible de promoción humana hoy.

4. JUSTICIA Y LIBERACIÓN. Para que la justicia del desarrollo sea eficazmente tal debe ser medida con la "realidad de impacto" y con el "modelo de identificación".

En el "impacto" con una realidad de atraso, de miseria o de explotación, el desarrollo o carece de todo agarradero, por falta de condiciones estructurales mínimas y básicas, o redunda en beneficio exclusivo de las categorías más pudientes y poderosas, que, por lo mismo, siempre lo son más, hasta transformarse en poder opresor que tutela el propio bienestar. De esta manera el desarrollo obtiene el resultado contrario incluso; se convierte, a pesar suyo, en fuente de injusticia (cf Sollicitudo re¡ socialis, 28; 32). Ésta es la razón por la que, entre las naciones en vías de desarrollo -sobre todo y con conciencia explícita en América Latina-, ha ido emergiendo una nueva instancia-demanda de justicia como "liberación", como libertad de toda forma de miseria y vejación que impide estructuralmente a hombres y a pueblos toda emancipación y promoción. La cuestión del desarrollo la experimentan como una esperanza frustrada mientras tengan que padecer el yugo de una extrema pobreza y de una opresión económica, política y cultural por sí mismas marginadoras. Para ellos la primera vía del desarrollo es la liberación.

Entre tanto ha ido emergiendo una cuestión de "modelo": ¿Qué tipo de desarrollo? Inmerso en una cultura materialista que privilegia el tener sobre el ser, el desarrollo ha terminado por acreditar una imagen reductora del progreso humano. Es la imagen a la que han dado vida en su interior las sociedades del bienestar y la que han proyectado sobre las sociedades en vías de desarrollo según un modelo economicista y consumista hasta el despilfarro, que privilegia la cantidad y la exterioridad sobre la calidad y la interioridad de la vida (cf PABLO VI Octogesima adveniens; JUAN PABLO II, Sollicitudo re¡ socialis 9.28.29.33.46). Es el desarrollo de la persona en una dimensión que no recoge, promueve y defiende el derecho integral a "valer más y ser más" (Populorum progressio). Por lo que "surgen hoy dudas tanto sobre su valor como sobre su éxito" (Octogesima adveniens).

Estas dudas han llevado a las conciencias más clarividentes a desenmascarar la ambigüedad del desarrollo, a denunciar la injusticia como alienación y como despilfarro. Y ha impulsado a los pueblos en vías de desarrollo a una revisión crítica del modelo propuesto y exportado por las sociedades de consumo. Un modelo que ejerce una fascinación tan deslumbrante como perniciosa para la promoción de esos pueblos, por cuanto que les inculca la cultura del tener, con sus distorsiones e injusticias, que en ellos se hacen aún más profundas, lacerantes y trágicas.

Ha ido así aflorando una conciencia y una práctica de liberación como vía de la justicia: "la liberación es el nuevo nombre del desarrollo". En el sentido de que, dadas las condiciones de miseria y opresión en que se encuentran pueblos enteros y dada una cultura del desarrollo humanamente empobrecedora, la justicia del desarrollo hoy debe vivirse ante todo, y en nueva y exigente sintonía con la justicia bíblica, como "compromiso de liberación" de todas las coartadas y alienaciones que impiden o hacen inútil el dinamismo de promoción humana.

Por medio de un compromiso así "podrá realizarse en plenitud el verdadero desarrollo, que consiste en el paso, para cada uno y para todos,' de condiciones menos humanas a condiciones más humanas" (Populorúm progressio). En efecto, "para que el desarrollo sea auténtico debe ser integral, es decir, dirigido a la promoción de cada persona y de toda la persona". Debe ser un "desarrollo liberado y liberador": promotor de un "humanismo completo". "Un desarrollo económico no está en condiciones de liberar al hombre; antes al contrario, termina por esclavizarlo todavía más. Un desarrollo que no incluya las dimensiones culturales, trascendentes y religiosas del hombre y de la sociedad, en la medida en que no reconoce la existencia de esas dimensiones y no orienta hacia ellas las propias metas y prioridades, podrá contribuir todavía menos a la verdadera liberación. El ser humano es totalmente libre sólo cuando es él mismo, en la plenitud de sus derechos y deberes lo mismo vale para toda la sociedad en su conjunto" (JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis).

S. JUSTICIA Y / SOLIDARIDAD. En una época en la que hombres y pueblos son cada vez más interdependientes y el mundo camina cada vez más hacia 1a unificación, la acción por la justicia se convierte en una demanda exigente y en un compromiso eficaz de "solidaridad" a todos los niveles el entrelazamiento de las interdependencias y la unificación social por obra de los modernos medios de comunicación e interacción deben convertirse en integración económico-política, siguiendo una dinámica expansiva de cooperación y de compartimiento sociales (cf Octogesima adveniens). "En efecto, cuanto más se unifica el mundo, tanto más claramente superan las obligaciones de las personas a los grupos particulares, extendiéndose progresivamente al mundo entero" (GS 30). Se trata de obligaciones de justicia, la cual se hace cargo de la calidad humana de la actual socialización del mundo, a fin de que ésta no se decida en detrimento de los más débiles, sino que involucre a todos en un progreso social armónico (cf Sollicitudo re¡ socialis).

Esto no constituye sustancialmente un problema a nivel de naciones y sociedades intermedias, en el interior de las cuales la solidaridad, aunque con dificultades y estímulos individualistas, es una tendencia experimentada como exigencia y compromiso de justicia; la solidaridad asume el carácter de programa y de estructura política, por lo que las ayudas y las aportaciones están consideradas cada vez más como derechos-deberes que comprometen a los miembros de una comunidad a un compartimiento equitativo. Es el "estado social de derecho".

La solidaridad resulta una instancia nueva y una demanda urgente de justicia a nivel transnacional allí donde ayudas y aportaciones están siendo para pueblos enteros cuestión de supervivencia, antes incluso que de promoción humana; allí donde el vacío de una autoridad política supranacional y de una justicia internacional eficiente (exigente y exigible) hace inútiles las mejores declaraciones e intenciones, dejando a merced de la espontaneidad y de la coyuntura toda expresión concreta de solidaridad. En este campo predominan los intereses nacionales; los derechos de veto dominan políticamente a los deberes de consenso. Ésta es la razón por la que la socialización del mundo sólo consigue estructurarse solidariamente de manera parcial y provisional; se comunica cada vez más, pero se comparte demasiado poco. Como justicia internacional, la solidaridad es una pasión y un voto que inquietan a las conciencias (cf Sollicitudo re¡ socialis).

Es la inquietud por un "bien común universal" que "plantea problemas a escala mundial y que sólo unos poderes públicos con magnitud, estructuras y medios de las mismas proporciones pueden afrontar y resolver adecuadamente; es decir, poderes públicos que estén en condiciones de actuar de manera eficiente a escala mundial" (JUAN XXIII, Pacem in terris: "AAS" [1963] 293; cf JUAN PABLO 11, Sollicitudo re¡ socialis, 10). Se trata de un bien que ha adquirido las dimensiones de la totalidad de la familia humana y que hay que perseguir con un sentido de justicia no menor que el del bien común de la sociedad particular de pertenencia. Este bien apela a una solidaridad sin fronteras, superando toda solidaridad divisoria por constituir un serio obstáculo a ¡ajusticia.

"El desarrollo integral del hombre no puede tener lugar sin el desarrollo solidario de la humanidad" (PABLO VI, Populorum progressio). Es ésta una correlación imparable, que impulsa a la justicia, atenta a la promoción de "toda la persona", a prodigarse por el bien de "todas las personas" y de la comunidad humana, superando cualquier frontera, étnica o temporal: "Tenemos obligaciones para con todos y no podemos desin: teresarnos de los que vendrán después de nosotros a agrandar el recinto de la familia humana. La solidaridad universal, que es un hecho y para nosotros un beneficio, es también un deber" (ib).

Es un deber de justicia que busca el derecho de la persona más allá de toda prerrogativa y pertenencia, sencillamente por tratarse de una persona. Y busca el derecho de los pueblos más allá de toda barrera, sencillamente como bien de la familia humana. Entonces la utopía se reconcilia con lo posible y se hace profecía: "La obra de la justicia será la paz, la acción del derecho, la calma y tranquilidad perpetuas" (Is 32,17).

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M. Cozzoli