HONOR
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO: I. Noción básica del honor. II. Honestidad y humildad. III. Honor y fama. IV. Lesiones del honor y de la fama. V. Conclusión.

El honor es un tema que en los tratados morales aparece como de importancia secundaria y escasa. Sin embargo, en la vida de los hombres posee notable relieve. Se estima que un hombre vale y cuenta en proporción del honor y de la estima que se merece o consigue conquistar entre sus semejantes.

Afortunadamente ha pasado la época en la que el honor se defendía también con la espada y un noble consideraba un deber lavar la afrenta sufrida con la sangre del ofensor. También parece un recuerdo remoto el relativo a la preocupación contraria acerca del honor, fomentada por los tratados ascéticos. Si los "mundanos" tomaban tan a pecho el honor, había motivos para suscitar aprehensión entre los "espirituales": las amenazas contra la vida interior del cristiano parecían evidentes. Además, ¿no era el modelo de toda vida interior Cristo, hundido en el deshonor en su pasión y muerte? 

¿Cómo conciliar la estima del honor y la búsqueda de la humillación, cuando el primero parece abrir el camino al orgullo y a la soberbia, cumbre de todo vicio, y la segunda asegura la humildad, fundamento de toda vida?

Para escoger entre estos dilemas no parece decisivo el recurso a la Escritura, que hoy con las complejidades hermenéuticas no puede mirarse como un fácil prontuario en cualquier apuro. ¿Cómo conciliar, por ejemplo, las profecías del siervo de Yhwh humillado, con las sentencias de los sabios de los libros sapienciales, que miran el deshonor como castigo de la vejez y de la muerte de los malvados?

Sin embargo, en la vida auténtica de la Iglesia, a saber: en la de sus santos, no es difícil encontrar la solución práctica. Guiados por la luz que Dios comunica al hombre con el don de la inteligencia y movidos por la inspiración y por la revelación sobrenatural comunicada por Cristo y transmitida por su Iglesia, los cristianos auténticos han resuelto de modo ejemplar este problema. También pueden sacar provecho los hombres de hoy, aunque es preciso depurar el filón de oro de la moral cristiana de los condicionamientos culturales de la época, que pueden haber caducado.

I. Noción básica del honor

El honor es el esplendor de la vida humana tal como se refleja en la conciencia propia y en el conocimiento ajeno; o, con más precisión, el honor es la manifestación de la estima concebida respecto a una persona. Si este conocimiento se le manifiesta a la misma persona interesada, tenemos más exactamente el honor, mientras que la valoración lisonjera de una persona manifestada en su ausencia entre sus conocidos se llama propiamente fama.

Como el aire para los pulmones, así el aura de la estima y del respeto condicionan la alegría de vivir de toda persona. Es natural y está bien. El que se siente aprobado en su conciencia por lo que hace y por la estima ajena saca estímulo y energía para proseguir su camino. Pero también la estima de que uno goza sin saberlo entre la gente es de enorme ayuda para ser acogido por nuestros semejantes y para entablar útiles relaciones de colaboración y de intercambio con ellos. La confianza o crédito es moneda; mejor, es más indispensable que el dinero contante y sonante, que perdería a su vez el encanto si surgiera la sospecha de una eventual falsedad.

Cristo decía que el alimento no vale más que la vida que alimenta, ni el vestido más que el cuerpo que cubre (Mt 6,25). Tampoco el honor vale más que la persona que está revestida de él. Es más, según el mismo pensamiento cristiano, tampoco la vida del cuerpo vale más que el alma. Esta alma o persona humana hay que verla en toda su misteriosa complejidad. Forma una sola cosa con el cuerpo, pero no se identifica con él. A su vez, el cuerpo expresa al alma y la inserta en el mundo; de modo que los bienes de este mundo, comprendido el honor, entran en la esfera personal del alma y reflejan su dignidad casi infinita. Así surge el derecho a los bienes de este mundo, comprendidos la fama y el honor.

Pero hay que resolver un problema radical a propósito de la persona humana. En sí misma, la persona, cuerpo y alma con todos los bienes de este mundo que le pertenecen, es creada, o sea, ha venido de la nada, de la cual la ha sacado el poder creador que la sostiene en la existencia. Sin este continuo sostén creador el hombre, como todo el mundo, no es nada ni vale nada. Puede que el nihilismo de cierta filosofía imperante lo compruebe, aunque sea involuntariamente.

Sin embargo, a diferencia de todo el mundo visible y científicamente cognoscible, el hombre es como un espejo en que el Creador refleja el esplendor de su rostro divino. Así pues, el hombre refleja una dignidad infinita, que merece respeto, reconocimiento y honor.

Si añadimos cuanto nos descubre la revelación cristiana: que Dios se ha humanado para divinizar a todos los hombres, crecen inconmensurablemente la estima y el honor debidos incluso al más pequeño e insignificante de los humanos. Esto no supone en modo alguno una nivelación que ignore las diferencias de los valores de todo tipo que distinguen a las diversas personas. Mas estas diferencias vienen casi a desaparecer y diluirse desde la común distancia del observador que, como desde un observatorio, vuela a miles de kilómetros por encima de las cumbres de una región montañosa. A la luz de la fe, que permite ver al hombre y a las cosas desde la altura infinita de la mirada divina, los criterios humanos se ven profundamente alterados.

II. Honestidad y humildad

Ante el pleno descubrimiento de la verdad de la creación, las cosas buenas del mundo, y en particular los valores realizados por el hombre, no son absolutamente nada. Si vienen de la nada, es el poder de Dios el que hace que sean lo que son. Y todo lo que es, al participar de la naturaleza de la bondad divina, es también bueno (1Tim 4,4). La verdad impide, pues, por una parte, negar la realidad y la bondad del mundo, especialmente del humano; y, por otra, muestra que todo deriva de Dios, como los arroyos de la fuente y los rayos del sol. Cuando se reconoce la bondad o el valor de un hombre por ser hombre, es decir, porque refleja con su inteligencia y con su libertad la infinita grandeza divina, se tributa honor a una imagen de Dios, se honra a Dios. Por eso todo acto que honra a la humanidad, lo mismo del que obra que del que es objeto de ese obrar, es declarado justamente honesto, o moralmente digno y bueno. Por eso la honestidad y el honor coinciden fundamentalmente.

Mas la maldad podría disociarlos. Así como toda criatura desarraigada de su referencia a Dios o elegida como fin opuesto a él se convierte en un ídolo, en ocasión de pecado, y queda sujeta a la vanidad del pecador que la somete (Rom 8,20), así también el honor puede degenerar. Un modo de disociar honor y honestidad es buscarlo en contra de la verdad, pretenderlo de los demás en contra de la razón, tenerse de tal manera por superiores a los otros que no se los considere ya fines e imágenes del fin último divino, sino instrumentos que usar para satisfacer el gusto o el placer propios. Éste es el honor vano y mundano, nunca suficientemente reprobado por los ascetas.

Quitar a los otros el honor debido es deshonesto; en cambio, perderlo con o sin culpa es sólo una desgracia. Y como no todo mal viene para perjudicar, la humillación y la pérdida del honor pueden servir también para abrir los ojos de quien corría peligro de sucumbir a la obcecación del orgullo.

Honrar a Dios por lo que es en sí y reconocer que en comparación suya todas las cosas y nosotros mismos somos como nada, es reconocer la pura verdad y practicar la virtud de la humildad. Mas la humildad no abate ni deprime, porque hace limpia la mirada para contemplar el rostro de Dios, que sonríe ante la felicidad de sus criaturas. La humildad hace saltar el gozo bajo la mirada del santo (Lc 1,47s). .

Mas esta gozosa humildad reconoce también las cosas grandes recibidas del omnipotente (Lc 1,49s). Por tanto, honrando a Dios en sí mismo, el humilde extiende el respeto de su reflejo en el mundo, particularmente en el humano, marcado por la impronta de la imagen y la gloria divinas. Entonces, como la vida de todo hombre es sagrada por reflejar el rostro divino, así es también sagrado el honor debido a toda persona por su dignidad de imagen divina y por todo lo que se impone a la estima de sus semejantes. También María, la sierva más humilde de Dios, podía reconocer que habrían de llamarla bienaventurada todas las generaciones (Lc 1,48).

Una tradición ascética, que quizá se desarrolló desde las primeras comunidades eremitas y floreció luego en la Edad Media, pero que ha continuado también en la era moderna, sugería la adquisición de la humildad mediante la áspera práctica de las humillaciones. Paralelamente sugería la participación en la pasión de Cristo mediante penitencias y mortificaciones que hoy podrían parecer horripilantes. Persiguiendo sinceramente el fin de la santidad, a saber: la proximidad cada vez más íntima con Dios, y estimando con razón o sin ella que para ello debían renunciar con acciones positivas a los bienes de este mundo, aquellos santos ascetas merecen el respeto debido a los héroes y no pueden ser escarnecidos por quien afronta sacrificios no menos gravosos o los impone a los demás por fines que no pueden compararse con los ideales ascéticos.

A decir verdad, en el comportamiento del mismo Cristo, incluso durante el período más trágico, al final de su vida terrena, puede notarse que el sufrimiento y la humillación más que buscadas eran padecidas y aceptadas como la misma muerte, como expresión suprema del amor más grande, que revelaba a los hombres lo amable que es Dios y cuánto ama a los hombres, a pesar de que con el pecado lo rechazan hasta condenarle a muerte de cruz.

III. Honor y fama

El honor y la fama consiste, según se ha dicho, en el reconocimiento del valor y de los méritos o cualidades de una persona, expresado en presencia de la persona interesada o ante los demás, que formulan juicios sobre él eventualmente ausente. El honor y la fama implican, por tanto, una dimensión social, un entrelazamiento de relaciones interpersonales y un intercambio de bienes invisibles, como juicios de la mente, que, sin embargo, se expresan sensiblemente y comprenden bienes tangibles. Además, la amistad y la paz están condicionadas por la reputación y por el honor.

Entre los valores de este tipo se cuentan también la l verdad y la veracidad. Surge aquí la pregunta de la relación que existe entre el honor y la fama y la verdad de los hechos. ¿Es lícito honrar y alabar a personas conocidas secretamente como indignas y nocivas o bien avergonzar en público al que tiene culpas secretas? ¿Cómo évitar la hipocresía y la maledicencia?

Frecuentemente ocurre que personas inexpertas en la vida se ufanan de ser francas y de manifestar sin rebozo todo lo malo que conocen del prójimo. Además, el honor y la fama se cuentan entre aquellos valores que, como la libertad, toda ordenación jurídica y penal estima lícito limitar si se abusa.

De estas y parecidas preguntas puede nacer en alguno la duda de estar ante el conflicto de costumbre de valores y deberes, ante el cual cada uno se las arregla como puede, oscilando en las arenas movedizas del l relativismo moral o de la ética de la situación.

Con un poco de calma y de lucidez se pueden solucionar tales dificultades. Honor, fama y libertad, igual que la veracidad, son todos ellos valores positivos, de los que se nutre el amor y con los que se rodea a la persona hecha a imagen de Dios. Pues bien, el amor, como enseña el cristianismo, se debe también a los enemigos. Sin embargo, la doctrina de Cristo no es absurda ni violenta la razón; si acaso, la perfecciona. Por eso el amor no puede dirigirse más que al bien y no puede menos de odiar el mal contrario. Por tanto, en el enemigo la caridad cristiana no ama su maldad o el daño que nos ocasiona. Al contrario, el objeto del amor humano y divino es el reflejo y la imagen de Dios impresa también en la persona enemiga. Una perla es preciosa aunque caiga en una cloaca, de donde hay que sacarla con pinzas para no mancharse las manos. Igualmente la caridad de Cristo llega a los pecadores y los libra de sus pecados sin connivencia alguna con su maldad "Ve, y no peques más", decía él a la adúltera perdonada.

IV. Lesiones del honor y de la fama

Honor y fama pertenecen a la persona, pero no se identifican con ella. La misma persona se coloca en posiciones diversas ante la mirada de la conciencia, lo mismo que el espejo se coloca en diversas posiciones hacia el sol. Cuando el espejo adopta una posición capaz de reflejar al sol, es deslumbrante como el disco solar. Así la conciencia de la dignidad absoluta de la persona humana debida a su razón y a su libertad de dimensiones infinitas impone el deber moral del respeto absoluto del hombre, similar al respeto que merece Dios, del cual el hombre se presenta como imagen.

Mas por ser sólo imagen, y no Dios mismo, el hombre en su dimensión de criatura puede adoptar una dirección opuesta a aquélla en la que refleja a Dios, oponiéndose, por ejemplo, a otra persona inocente y que refleja a Dios. Entonces la l legítima defensa de esta última permite rechazar la agresión injusta del que, como ofensor, no deslumbra con el reflejo divino, sino que obra como pura fuerza bruta de lo creado, nociva y sometida al dominio de la razón y de quien tiene razón. La conciencia del inocente que se defiende o de la autoridad que lo defiende no advierte ningún rostro divino en el agresor mientras dura la agresión. Por tanto, la libertad que hiere al agresor dentro de los límites de la defensa del inocente no rechaza en lo más mínimo el rostro divino y el esplendor de su gloria. Mas como el hombre permanece en sí mismo siempre como imagen divina, tampoco el que se defiende legítimamente del agresor puede odiarlo en sí mismo, aunque deteste la maldad y rechace la agresión. Naturalmente, en estos casos es fácil que la pasión del odio obceque a la razón y transforme al inocente en delincuente, como el ofensor. Sólo el que posee la suprema nobleza cristiana de saber ofrecer la otra mejilla y no teme ceder también la capa al que le roba sólo la túnica (Mt 5,39s) saldrá victorioso en estas tormentas del corazón humano; como Cristo, ve que Dios ama a aquellos hombres que le hacen mal y se esforzará en imitar su perfección (Mt 5 48).

Con la lógica del razonamiento relativo a la legítima defensa se pueden resolver los casos de aparente conflicto entre honor y fama, por un lado, y verdad y defensa de legítimos intereses mediante la difamación, por otro.

En legítima defensa no sólo se puede herir al otro en sus fuerzas físicas, sino también en su fama y su honor, si constituyen armas ofensivas contra inocentes o contra la paz social. Decirle entonces la verdad a la cara a un malvado o difamarlo en público, como hizo Cristo con los fariseos, no se opone a la honestidad, y hasta puede constituir un deber que es preciso cumplir con el valor de los mártires.

Mas igual que la legítima defensa no puede rebasar los límites estrictos de los derechos del inocente agredido, pues debe mirar sólo al bien del agredido o no al mal del ofensor, lo mismo el reproche o el deshonor y la detracción de la fama ajena no están permitidas cuando el arrepentimiento del culpable puede conseguirse con un coloquio privado o mediante la manifestación de sus culpas en un círculo restringido de personas interesadas y capaces de poner remedio. Este procedimiento se inspira en el evangelio, que, según Mt 18,15-17, dice: "Si tu hermano ha pecado contra ti, ve y repréndelo a solas; si te escucha, habrás ganado a tu hermano; pero si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que toda causa sea decidida por la palabra de dos o tres testigos. Si no quiere escucharles, dilo a la comunidad; y si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano y publicano". Permítase comentar: el reproche en el coloquio privado o la difamación en un estrecho círculo de personas o incluso ante la comunidad o ecclesia (como dice el texto griego de Mateo), que puede suponer una excomunión que hace al culpable extraño a la comunidad, no reniegan del amor a él, dado que la misión salvadora de Cristo se extiende también a los paganos y a los lejanos. Se trata sólo de remedios amargos a males de otra forma incurables, como sugería el apóstol Pablo a los corintios respecto al incestuoso (1Cor 5).

Si alguien insistiese afirmando que la verdad ha de prevalecer sobre el honor y la fama del que es indigno de ella, haría bien en considerar que la verdad humana debe reflejar la divina. Ahora bien, en la Trinidad divina el Padre, mediante el Verbo, dice solamente la verdad, de la cual procede el amor. La verdad hay que decirla sólo si fomenta la amistad y produce el bien en las relaciones humanas. En cambio, cuando la manifestación de la verdad, sea de tú a tú (como en el reproche), sea con pública difamación, haría sufrir y supondría daño para el prójimo, entonces hay que callarla por obligada reserva y se impone el /secreto, sea natural o de oficio, a menos de que -conviene repetirlo- esa manifestación sea necesaria para obtener un bien equivalente o prevaleciente respecto al daño del difamado o reprochado. En virtud del principio del l doble efecto, en estos casos el bien es la única mira del que obra, mientras que el mal únicamente se permite. Y la razón de permitirlo podría ser justamente el bien mayor del que sufre la humillación: sine culpa, non sine causa, diría santo Tomás.

Cuando las lesiones contra la fama y el honor son injustas, la doctrina moral prevé el deber de la reparación, igual que en los casos de perjuicio injusto de los bienes económicos [l Hurtó V-VI]. Los modos de herir el honor o la fama, que van de la contumelia o injuria a la detracción, de sembrar cizaña entre amigos a la burla, al desprecio y la maldición, han de encontrar los remedios apropiados, que difícil e inútilmente se le podrían ocurrir a la casuística, pero que la conversión del corazón y la caridad con el prójimo sabrán eficazmente realizar.

V. Conclusión

La gloria de Dios es Dios mismo en la comunión trinitaria: el Padre da su divinidad al Hijo en el amor recíproco del Espíritu Santo. Reflejo de la gloria íntima de Dios es la gloria externa, que resplandece en la creación del cosmos. En este cosmos las criaturas racionales y libres, como el hombre, reflejan como imágenes la gloria del rostro divino. Por eso todos los hombres son dignos de honor y de respeto. Mas en esta común dignidad destacan grados diversos, que la conciencia ha de reconocer y la libertad debe aceptar. Santo Tomás coloca el deber del respeto y del honor, llamado observancia, en las partes potenciales de la virtud de la justicia, inmediatamente después de la religión y la piedad, que regulan las relaciones con Dios y con los padres, y antes de la dulia o servicio, de la obediencia y de la gratitud, de la veracidad, de la afabilidad, de la liberalidad y de la epiqueya, que regulan los deberes de humanidad en las diversas relaciones con los propios semejantes. '

Así como el conocimiento de Dios es imposible para el que no tiene la visión beatífica o el don de la fe que la anticipa sin el conocimiento del mundo creado y de su lenguaje o significado, lo mismo el honor debido por los hombres a Dios llega a él mediante el conocimiento, la estima y el honor de los hombres, que lo representan también con la diversidad de los dones de que los reviste la providencia. Así, a través del rostro de los padres se vislumbra un reflejo de Dios diverso del que se transparenta en el rostro de un amigo o de un artista genial o de un científico. Por tanto, hay que graduar el honor en relación con las diversas personas que se encuentran en la vida. Sin el mundo no se conoce a Dios; sin los santos no se comprendería al Santo; lo mismo sin los amigos y los padres no se vislumbraría al Amigo dador de la vida y de todo bien y don perfecto (Sant 1,17). De ahí se sigue cuán sabiamente afirma santo Tomás: "Maxima enim reverentia debetur homini ex affinitate quam habet ad Deum" (se debe el mayor respeto al hombre por su afinidad con Dios) (S. Th., II-II, q. 103 a. 3, ad 3).

[ l Escándalo; l Homicidio y legítima defensa; l Justicia; l Verdad y veracidad].

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A. Di Marino