FAMILIA
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO: I. La familia entre teología y antropología. II. La ética familiar de la Biblia. III. Relaciones padres-hijos. IV. Relaciones entre familia y sociedad. V. Las virtudes de la vida de familia. VI. Entre Iglesia y mundo.

La "moral familiar" se puede considerar como el conjunto de valores y normas que regulan los comportamientos de los diversos componentes de la comunidad familiar. En esta definición bastante amplia se incluye también el ámbito de las relaciones de pareja ("ética conyugal', para el que, sin embargo, se remite al artículo sobre l matrimonio; en él se afrontarán en particular los problemas de la /sexualidad conyugal y de la /procreación responsable; aquí, en cambio, se analizan sobre todo las relaciones entre padres e hijos y entre familia y sociedad, aun a sabiendas de que éstos no cubren todo el arco de la "moral familiar" ampliamente entendida.

I. La familia entre teología y antropología

Cuando se quiere trazar un cuadro de ética familiar cristiana, el problema primero y fundamental que se plantea es el de establecer qué normas pueden definirse real y auténticamente "cristianas" y, como tales, considerarse originales y especificas

[l Especificidad (de la moral cristiana)]. Precisamente en este punto se aprecia una diferenciación significativa entre ética conyugal y ética familiar; mientras la primera, arraigada en el sacramento del matrimonio, se sitúa en la óptica nueva instaurada por Cristo, la segunda está menos directamente caracterizada en sentido sacramental y puede situarse dentro de la amplia esfera de los gestos y comportamientos inspirados en la l "nueva ley" del evangelio. La originalidad y, para ciertos aspectos, la unicidad de la ética cristiana tienen, por consiguiente, como objeto preferente la relación de pareja-sólo esta relación está marcada por "el misterio" sacramental-, y sólo indirectamente y de pasada por el ámbito de la vida familiar.

En esta perspectiva las normas que en un sentido amplio pertenecen al área de la "moral familiar" están sujetas a un evidente proceso de desarrollo histórico y, en ciertos aspectos, de relativización; proceso del que no quedan exentas, al menos en algunos de sus aspectos, las propias referencias bíblicas, por estar vinculadas a la cultura de la época no menos que a valores permanentes. Fuertemente condicionadas como están por el contexto social, tales referencias bíblicas presentan un estilo de relaciones entre hombre y mujer, padres e hijos y familia y sociedad estrechamente ligado a la cultura del área mediterránea de la época, pudiéndose por tanto volver a formular en culturas y contextos profundamente distintos sólo en términos generales y sin pretensión alguna de una nueva actualización, excepción hecha de ciertas grandes orientaciones de fondo que siempre deben inspirar la vida interna de la familia, la primera de las cuales es la exigencia de amor mutuo y de servicio recíproco.

Debido a la estrecha relación existente en el ámbito de la moral familiar entre dato cultural y dato teológico, tarea y propósito fundamentales de la ética familiar cristiana no son el elaborar y crear un sistema de normas formalmente diferentes de las que regulan la vida de los no creyentes, sino el asumir y situar en un horizonte espiritual más amplio un sistema de normas basado en valores compatibles con el evangelio o, en otras palabras, el situar y entender esas normas en la perspectiva de la salvación. A este respecto puede servir de paradigma un texto clásico de la primitiva Iglesia: "Los cristianos... se acomodan a los usos locales en el vestir, en la alimentación, en el modo de comportarse. Y, sin embargo, en su manera de vivir manifiestan la maravillosa paradoja, reconocida por todos, de su sociedad espiritual... Se casan y tienen hijos como todos, pero no abandonan a los recién nacidos. Ponen a disposición mutua la mesa, pero no las mujeres" (Carta a Diogneto V, 1-7). Es decir, los cristianos desarrollan su vida familiar "como los demás", pero se distinguen de los no creyentes en dos puntos decisivos: viven en /fidelidad y no abandonan a los recién nacidos (aman y respetan la vida). En ambos casos se trata de elementos permanentes de la ética familiar cristiana, al amparo de los cambios de estilo de vida por el paso de una cultura de base patriarcal a la que caracteriza a las modernas sociedades industriales.

Aun tratándose de elementos que caracterizan la existencia de la familia cristiana, la fidelidad conyugal, el amor y el respeto a la vida no constituyen por sí mismos valores propiamente cristianos y no son suficientes para fundamentar una moral familiar cristiana plena. Ésta tiene que ser resultado de la síntesis entre valores específicos del cristiano y valores comunes, al menos por propensión, a todos los humanos. De aquí deriva la parcial relatividad de las normas orientadoras de la vida de la familia cristiana. Por otra parte, incluso la capacidad de encarnarse en la historia pone de manifiesto un aspecto característico de la vocación de la familia cristiana, a saber: su actitud de respeto a la voluntad de Dios, tal como ésta se manifiesta en una gran variedad de situaciones, más allá de las cuales, sin embargo, es siempre posible realizar en sentido evangélico las opciones fundamentales de la propia vida de relación.

Unidos por la fe en determinados valores, creyentes y no creyentes se diferencian entre sí no tanto por la materialidad de los gestos y de las posturas que estructuran la vida de la familia, cuanto por el sentido último a atribuir a sentimientos y gestos formalmente idénticos para todos y que, para el no creyente, se sitúan en un horizonte mundano, mientras que para el creyente tienen un significado preciso en orden a la historia de la salvación. En última instancia, idénticos valores, compartidos por unos y por otros, relacionan, bien a los humanos entre sí, bien a los humanos con Dios. Queda perfilada así la tarea fundamental de la ética familiar cristiana, consistente en hacer propios y en asumir en la medida de lo posible los valores positivos de la cultura de la propia época, así como en cuestionar los modelos y estilos de vida al uso cuando éstos se apartan de la ética evangélica, cosa que sucede a menudo en lo relativo a los valores de la fidelidad y de la apertura a la vida. No se trata, pues, de elaborar una ética familiar alternativa a la de la propia época (empresa, por otra parte, imposible), sino de aprovechar y valorar los aspectos positivos dejas distintas culturas para, en expresión reiterada de Pablo, asumirlos y recrearlos "en el Señor". De esta manera, lo que podría aparecer simplemente una "antropología" se convierte propiamente en una "teología".

II. La ética familiar de la Biblia

Las precedentes reflexiones preliminares eran necesarias para captar en su justo significado las referencias a la ética familiar que aparecen en la Biblia, tanto en el AT como en el NT. A través de ellas el lector actual saca la impresión de encontrarse ante una ética familiar arcaica, patriarcal, "machista" a menudo. Ello es debido a que se trata de un sistema de normas muy arraigado en la propia época. De él hay que extraer valores de fondo que sean actuales, y no pautas de comportamiento específicas y a menudo caducas. En este sentido las orientaciones fundamentalmente deducibles de la Biblia -yen particular del NT- en el tema de moral familiar se pueden compendiar en tres grandes áreas temáticas.

a) La referencia primera y fundamental apunta hacia la radical relativización de la familia. En un contexto en el que los deberes hacia el grupo familiar se presentaban a menudo como absolutamente prioritarios, Jesús proclama enérgicamente la primacía del reino: "El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí" (Mt 10,37 y par.). Los vínculos familiares deben pasar a un segundo plano frente a la llamada de Dios y, si son un obstáculo a la propia santificación, deben anularse de la misma manera que se corta un miembro del propio cuerpo cuando se convierte en motivo de escándalo (Mt 18,8). En general, los intereses del grupo familiar no pueden llevar nunca al sacrificio de las legítimas exigencias de la persona. Es también ésta la vía por la que se irá afianzando progresivamente en la legislación canónica y en la moral el principio de la libre elección del cónyuge, principio que representa históricamente el punto clave para el afianzamiento de la preeminencia de los derechos del individuo respecto a los intereses del grupo familiar (reflexiones análogas pueden hacerse en relación con la elección del estado de vida religioso más allá incluso de las expectativas del grupo familiar).

b) La segunda referencia apunta hacia la igualdad estructural entre hombre y mujer (Gál 3,28), igualdad aceptada progresivamente, aunque con esfuerzos y no sin contradicciones internas, como criterio regulador de las relaciones entre mando y mujer dentro de la familia. Persisten, es cierto, diferencias entre hombre y mujer. En este sentido, hay numerosos textos del AT y del mismo NT que podrían leerse en una óptica de subordinación de la mujer al hombre. Pero estas diferencias no son ya ni definitivas ni sustanciales; parecen ser más bien provisionales y accidentales, vinculadas a la cultura de las distintas épocas, con las que la propia ética cristiana debe contrastarse, y no a la naturaleza profunda de la humanidad en su bipolaridad masculina y femenina. La ética familiar cristiana se basa en esta igualdad radical, la cual, ya en la práctica de las comunidades cristianas primitivas, era también y ante todo igualdad ante Dios -incluso en las obligaciones relativas al ejercicio de la misión y de la propagación del evangelioe igualdad ante la ley moral, puesto que son iguales para el hombre y para la mujer las normas reguladoras de los aspectos fundamentales de la relación conyugal, el primero de los cuales es la relación de pareja. Resulta particularmente significativo el que, desde los comienzos, el deber de la fidelidad se haya propuesto como imperativo moral tanto para el hombre como para la mujer, así como el que la condena de la fornicación y de la impureza concierna por igual a ambos.

c) Un tercer grupo de orientaciones éticas apunta en general a las reglas de comportamiento a las que padres e hijos están respectivamente sometidos y que reflejan las prescripciones contenidas en diversos "códigos familiares" que el NT nos ha transmitido. Los criterios pueden resumirse en el amor mutuo (Col 3, 18s); la sumisión (Ef 5,21; 1Pe 3,9), aunque ésta nunca es absoluta, sino entendida siempre según la lógica del reino; el fiel cumplimiento, en general, de los derechos y deberes mutuos por parte de los distintos componentes de la familia, derechos y deberes formalmente análogos, si no idénticos, a los de los no creyentes, pero que el cristiano hace suyos bajo una óptica renovada.

III. Relaciones padres-hijos

Aunque los "códigos familiares" del NT señalan algunos grandes criterios inspiradores de las relaciones internas de familia, estas orientaciones deben, sin embargo, volverse continuamente a plantear y a actualizar teniendo en cuenta la específica situación histórica en que vive la familia. No tiene nada de extraño que, en un contexto eminentemente patriarcal, los escritos del NT, y en particular las cartas de inspiración paulina, hagan hincapié sobre todo en el deber de sumisión que tienen los hijos (extensivo a la servidumbre y a los mismos esclavos, en cuanto miembros también ellos de la "casa" entendida como conjunto), retomando y parafraseando el mandamiento del decálogo "honra a tu padre y a tu madre", que el mismo Jesús hizo reiteradamente suyo (Mt 15,4; 19,19). En el ámbito, sin embargo, de las relaciones entre padres e hijos, el evangelio introduce la nueva categoría del "servicio", que, aun sin excluir la de "autoridad", en cierta manera la supera definitivamente (Mt 20,26), eliminando la tradicional relación de sumisión. Entender el ejercicio de la autoridad como el cumplimiento de un servicio implica que el que está arriba haga del que está abajo el centro de sus propias preocupaciones. En esta perspectiva queda minado de base cualquier culto familiar a la autoridad como situación permanente de superioridad, en la misma medida en que se invierte por completo la tradicional relación entre "pequeños" y "grandes", ya que son los pequeños quienes tienen el puesto de honor en el reino y, consiguientemente, también esa parcial y limitada anticipación y prefiguración del reino que es la familia cristiana.

Una dedicación total y gratuita, basada en la lógica de la donación y entendida como centro de toda actitud educativa auténtica, sustituye a un cuidado de los hijos que en la familia patriarcal no era siempre desinteresado, pues de alguna manera estaba motivado por la espera de una contrapartida futura y, consiguientemente, basado en parte en la "lógica del intercambio". Esto no significa, por parte de los hijos, excluir la obediencia y la sumisión cuando se soliciten y sean necesarias, sino más bien realizar en el Señor su relación de subordinación provisional, como paso de alguna manera obligado en el camino de la realización plena de sí mismos. En esta perspectiva la autoridad familiar se presenta como estructuralmente "ex-céntrica", por cuanto su centro no se halla en sí misma, sino fuera de sí (en los hijos y no en los padres), y a la vez como estructuralmente provisional, es decir, destinada a durar sólo hasta que el proceso de desarrollo haya llegado a su término. Por su doble característica de "servicio" desempeñado en el amor y de provisionalidad esencial, la autoridad familiar puede proponerse como tipo ideal de toda forma de autoridad ejercida en el espíritu del evangelio.

Las relaciones padres-hijos no pueden ser realmente "paritarias" en sus comienzos debido a la evidente divergencia existente en las posiciones de partida. Dentro de esas relaciones existe, sin embargo, un amplio espacio para la realización de justicia en todas sus formas: en la expresión del propio afecto, no privilegiando una de las partes en detrimento de la otra, ni por parte de los padres ni por parte de los hijos; en la gestión y reparto de los bienes materiales de los que la familia tiene necesidad para vivir y que tienden espontáneamente a transmitirse de padres a hijos bajo la forma de patrimonio familiar. A este respecto hay que evitar todo tipo de discriminación, así como un igualitarismo raso, para lo cual habrá que prestar atención a las situaciones concretas y no a las exigencias abstractas de una justicia entendida como nivelación pura y simple de posiciones, desatenta con las necesidades reales, actuales y previsibles en un futuro, de todos los componentes de la familia, necesidades que serán inevitablemente diversas. "Dar a cada uno lo suyo" significa, desde este punto de vista, tener en cuenta no sólo los derechos, iguales por tendencia, sino también las necesidades, desiguales por tendencia (GS 52).

Estas obligaciones de justicia tienen evidentemente las características de la bilateralidad: corresponde a los padres criar y educar a los hijos, y corresponde a los hijos amar y respetar a los padres incluso haciéndose cargo del problema de la vejez de éstos. Más allá del contexto patriarcal en que han tenido origen, conservan permanente actualidad las referencias bíblicas relativas a los deberes para con los ancianos (Si 3,ls). Las dificultades que la sociedad moderna interpone al ejercicio de los deberes de asistencia a los miembros ancianos de la familia no pueden inducir a dejar silenciado este aspecto de la vida de relación de la familia. Corresponderá siempre a la colectividad, a través de circunspectas intervenciones de política social, el crear las condiciones favorables para la integración de los ancianos en la sociedad y para el mantenimiento de vínculos lb más estrechos posibles entre las diversas generaciones.

El término natural del proceso educativo será el crecimiento de los hijos (y, en ciertos aspectos, de los mismos padres) a través del ejercicio humilde y desinteresado de la autoridad en la libertad; una libertad que debe ser garantizada frente a la tendencia instintiva de los padres a transferir a los hijos la propia personalidad y las propias expectativas, sobre todo en lo que respecta a la elección de estado de vida, la elección del futuro cónyuge y el ejercicio del trabajo y de la profesión.

En el plano de la educación en la fe corresponde a los padres la obligación de dar a conocer los valores evangélicos en su totalidad; ahora bien, estos valores los deberán testimoniar, vivir y proponer más que imponer, sabedores de que la generación física nunca es automáticamente generación espiritual; la fe es el resultado de un encuentro personal e irrepetible entre la llamada de Dios y la libre respuesta humana; un encuentro que los padres cristianos pueden favorecer, pero nunca predeterminar.

IV. Relaciones entre familia y sociedad

La moral familiar no tiene su ámbito exclusivo de ejercicio en el interior de las paredes domésticas, sino que se extiende también a la relación entre familia y sociedad. Es éste un aspecto poco tratado en el pasado por la ética tradicional, pero que ha vuelto a ser presentado en toda su importancia por el reciente magisterio de la Iglesia (JUAN PABLO II, Familiaris consortio, 42ss).

La familia tiene el preciso deber de concurrir a la humanización de la sociedad y a la promoción de las personas. Precisamente porque es estructuralmente un punto de encuentro entre "público" y "privado", la familia no puede aislarse en su propia intimidad (la cual, entendida de una manera privada, se convertiría en una realidad falseada y deformada), sino que está reclamada para hacerse cargo de los problemas de la sociedad circundante. Ante todo, el restablecimiento de esta relación resulta condición casi indispensable para el correcto cumplimiento de la tarea educativa en las sociedades industriales avanzadas, caracterizadas por uña fuerte incidencia de la esfera pública en la vida familiar.

De ahí que, en una ética familiar cristiana atenta a las exigencias de los tiempos, deba introducirse necesariamente el deber de la 1 participación en los diversos niveles en los que ésta tiene expresión: concurriendo a la gestión del territorio en sus diversas formas, desde la organización de los poderes locales a la tutela del medio ambiente; colaborando en el buen funcionamiento de las instituciones escolares a través de la presencia en los órganos de cogestión; comprometiéndose apromocionar en la sociedad intervenciones de política familiar y social encaminadas a la superación o, al menos, a la contención de los fenómenos de marginación, exclusión y pobreza crónica. Si en épocas pasadas, caracterizadas por una neta distinción entre público y privado, la ética familiar se remitía exclusivamente al área de lo privado, en el mundo moderno los límites entre público y privado se han vuelto lábiles y escurridizos; y, consiguientemente, una ética familiar cristiana no puede evitar el hacerse también cargo de las relaciones entre familia y sociedad.

V. Las virtudes de la vida de familia

Expresión típica de la ética familiar cristiana es el ejercicio de las virtudes propias de la vida de familia. La fe sostiene y robustece las opciones morales de la familia, impidiendo que éstas se diluyan en un legalismo formal; la esperanza favorece la capacidad de mirar hacia el futuro y de abrirse a la vida; la caridad alienta desde dentro de las relaciones entre los cónyuges, el servicio educativo y el compromiso en la sociedad civil.

En el contexto de la vida de familia encuentran también espacio las virtudes tradicionales de la vida religiosa, dentro de una perspectiva típicamente familiar y, consiguientemente, laica:

- la obediencia, entendida como entrega mutua en el amor de unos a los otros, del esposo a la esposa, de los hijos a los padres (y también viceversa en cierto sentido);

- la castidad, vista como realización de una relación de pareja que, sin renunciar a las legítimas expresiones de la sexualidad, no convierta, sin embargo, el gesto sexual en un absoluto, sino que sea capaz de integrarlo armónicamente en la plenitud de la vida personal;

- la pobreza, vivida no como rechazo abstracto de los bienes materiales, de los que, por otra parte, necesita la familia para poder vivir y dar cumplimiento a sus propias tareas educativas, sino como relativización de la esfera económica, que fuera de la familia es frecuentemente vivenciada como omniabarcadora y que, en cambio, debe ser devuelta a su función instrumental.

Entre las paredes domésticas se cultivan así mismo las virtudes típicamente familiares de la sencillez, la capacidad de servicio, la hospitalidad, la actitud de acogida, sobre todo en lo que respecta a los "últimos" y a los marginados, para los que parece no haber ya sitio en una sociedad que ha erigido en absolutos al individualismo, la competencia la exasperada búsqueda del bienestar y del éxito y que también por esto parece estar estructuralmente condenada a generar siempre nuevas pobrezas, a las que no se podrá poner remedio sin las energías espirituales y morales que encuentran su alimento en una vida familiar vivida gozosamente en el Señor.

En el centro de este estilo de vida tejido con las virtudes cristianas tradicionales encarnadas en las formas y en los estilos característicos de la vida de familia se encuentra la capacidad de la familia cristiana para realizarse como auténtica "comunidad de vida y de amor" (GS 48). De esta comunión profunda entre las personas deriva también la capacidad para efectuar una opción concreta de servicio.

VI. Entre Iglesia y mundo

La familia necesita insertarse en la comunidad cristiana con el fin de que adquiera conciencia de su misión eclesial y al mismo tiempo se abra a los problemas del mundo. En la comunidad eclesial --sobre todo en su expansión territorial más inmediata-

mente perceptible, es decir, en la parroquia) la familia encuentra el lugar en el que sus opciones morales pueden ser iluminadas, apoyadas, incluso contrastadas, al confrontarse con otras experiencias de servicio, como el celibato sacerdotal, la vida religiosa y las diversas formas de servicio al reino. En el marco de un proyecto de vida cristiana más abarcador, la familia puede individuar mejor el espacio ético que le es peculiar, en la perspectiva de mediación entre Iglesia y mundo, que es expresión característica de su vocación.

Esta mediación ética se ejerce por la doble vía del testimonio y de la profecía: con el testimonio la familia cristiana verifica, en la humildad de los pequeños gestos cotidianos, la verdad profunda y la posibilidad de llevar a cabo en la práctica las exigencias éticas del evangelio, ciertamente duras; con la profecía la familia cristiana se inserta en la historia para hacer suyos los valores positivos (pero también para denuncias los aspectos negativos) de la cultura de la propia época. La familia cristiana debe hacer esta inserción sin ceder a la tentación de crear en torno a sí pequeños reductos alternativos que, tarde o temprano, correrían el riesgo de transformarse en guetos. En este difícil equilibrio entre testimonio de unos valores y denuncia valiente de cualquier ofensa hecha a las personas se juega la capacidad de la familia cristiana de ser portadora en la historia humana de una propuesta ética propia y original.

[/Divorcio civil; /Fidelidad e indisolubilidad; /Matrimonio].

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G. Campanini