ESCÁNDALO
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO: I. El escándalo de Dios. II. El escándalo de la cruz. III. El escándalo del mundo. IV. La Iglesia y el escándalo. V. El escándalo moral. VI. El escándalo, pecado entre los pecados.

La palabra escándalo tiene varios significados, que no es fácil ordenar en un único hilo conductor. Usualmente la gente entiende por escándalo una noticia que sorprende, por ejemplo algo infamante que se refiere a una persona a la que se estimaba. Escándalo se llama también una actitud lasciva y obscena, que suscita más disgusto que deseo de imitarla.

Los moralistas generalmente llaman escándalo el impulso al mal provocado por acciones y ejemplos menos buenos (Cf SANTO TOMÁS, S. Th., II-II, q. 43, a. 1). Es sabido que, al variar las costumbres, lo que en una época constituía escándalo termina no suscitando, al menos aparentemente, ninguna impresión apreciable en una época sucesiva: ab assuetis, se dice, non fit passio; o sea, se habitúa uno a todo psicológicamente. A la teología moral le interesa sobre todo el significado que connota el escándalo en el obrar libre del hombre y en el salvífico de Dios.

I. El escándalo de Dios

Puede parecer extraño, pero la Escritura habla de un escándalo dado por el mismo Dios. Uno de los libros del AT que impresiona a los creyentes, y que hoy está de moda también entre los increyentes, es el libro de Job, en el que Dios parece describirse como aliado de Satanás para tentar al hombre justo, y por tanto servirle de escándalo. También el libro de Isaías, citado destacadamente por autores neotestamentarios como Pablo (Rom 9,32) y Pedro (1Pe 2,8), parece describir a Dios como decidido a "ser piedra'de tropiezo, una roca que puede hacer caer para las dos casas de Israel un lazo y una trampa para los habitantes de Jerusalén..." (Is 8,14). Aunque se trata de daños materiales, es siempre un escándalo, que resulta difícil atribuir al Dios de la bondad. A su vez, los autores neotestamentarios que hacen referencia a ello se ocupan de daños espirituales, para los cuales Dios serviría de escándalo.

Más aún: según el NT, y en particular para los autores citados, Cristo mismo, o sea, Dios salvador, constituiría el escándalo por excelencia. Como había profetizado en presencia suya, siendo aún niño, el anciano Simeón, se lo describe como ruina (ptdtsin), además de resurrección (anástasin), para muchos en Israel (Lc 2, 34). Jesús provoca escándalo incluso mientras recorre el camino de la cruz, con la cual intenta salvar a la humanidad. Además resulta extraño observar que aquel Jesús que da escándalo con su cruz, lo padece también él a propósito de ella y de parte de un discípulo adicto (Pedro), al que acababa de alabar por su fe (Mt 16,23).

¿Qué significa este escándalo dado por Dios para el que camina hacia él, o incluso provocado por Cristo mientras recorre el camino que trae a los hombres la salvación? Evidentemente, es imposible atribuir a la bondad infinita la voluntad de hacer mal a nadie. Pero, como dice Isaías, los caminos de Dios no son los de los hombres (55,8s). Y él tiene derecho a seguir su camino, lo mismo como creador que como salvador. Cuando los hombres intentan seguir caminos transversales, es comprensible que se encuentren con los senderos de Dios y que su Cristo se convierta en piedra de tropiezo y de escándalo.

El primer escándalo que Dios provoca podríamos decir que se deriva de la creación del cosmos. No es éste el momento de ocuparse del problema del mal; pero basta recordarlo para comprender el escándalo dado por Dios, o mejor que los hombres se escandalicen de la acción creadora de Dios.

¿Por qué hay tanto mal en el mundo? Algunos deducen de ahí que Dios no puede existir: es el primer escándalo. Una variante es reducir la divinidad a ídolos buenos y malos, o dividirla entre un principio del bien contrapuesto a un principio del mal que tenga en jaque la obra del primero. Teológicamente son desatinos; pero prácticamente, ¡qué obstáculo o escándalo se deriva de ahí para la búsqueda de Dios! En cualquier caso, el ateísmo en el mundo occidental es la consecuencia más difundida del escándalo de un Dios creador de un mundo tan marcado por el mal.

Pero es necesario evitar este escándalo colocándose en el camino de Dios creador o, mejor, intentando, como hace el autor del libro de Job en la conclusión, ver las cosas del mundo desde el punto de vista de Dios. Si no hubiera creado el mundo, sólo existiría él, sumo e infinito bien; el mal hubiera sido imposible. Al crear, él no podría crear otro Dios; únicamente podía sacar de la nada reflejos de su bondad, reflejos limitados de bien, y por lo mismo marcados por la nada de la que son sacados. Él no tenía necesidad de crear, ni tampoco está obligado a impedir el mal creando los bienes que llenarían los vacíos de la nada en el cosmos. La voluntad divina tiene necesidad de su bien infinito, pero es libre respecto a todo el bien del mundo creado. Dios no es capaz de querer el mal por sí mismo, pero es perfectamente libre para permitirlo. Respetar la libertad de Dios y gustar su bondad creadora; más aún: amar a Dios por sí mismo, tal como se aman el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo, tal es la superación del escándalo de Dios. Más que una teodicea teórica, es la experiencia espiritual, que se orienta hacia la de los místicos y de los santos, la que hace superar el escándalo de Dios, porque hace ver las cosas en su luz y lleva a caminar por su camino.

II. El escándalo de la cruz

Análogamente, el escándalo de la cruz y de Cristo, piedra de escándalo para los no creyentes, se supera con la /conversión, que hace ver las cosas con los ojos de Dios, y no según el punto de vista humano (Mt 16,23). ¿Por qué la sabiduría de Dios ha escogido un camino que resulta necio y escandaloso para los hombres, judíos y griegos? Porque el camino de la cruz elegido por Cristo es la más espléndida victoria sobre el pecado y la manifestación más convincente del amor de Dios a los hombres y de los hombres a Dios. Pues, como dice santo Tomás (S. Th., II-II, q. 43, a. 1, ad 4), hay escándalo también cuando una persona honesta hace una buena acción que suscita la envidia pecaminosa del que está mal dispuesto. Así se produjo el escándalo de los fariseos frente a Cristo. Ellos pecaban contra el Espíritu Santo, o sea, contra la manifestación del amor absoluto de Dios, impidiéndole penetrar en su corazón y transformar su vida egoísta y pecaminosa.

En resumen, pecado y sacrificio de la cruz son los antípodas uno de otro. El que peca considera ese sacrificio y al que lo ha realizado como una piedra de tropiezo en su camino. Analizando el significado profundo del pecado y del sacrificio, se verá más clara su radical oposición. Efectivamente, el que peca viene a decidir con juicio inapelable que, ante el propio yo, ante los intereses propios y la propia voluntad, Dios no cuenta, no vale nada, que incluso no existe: "Piensa el necio en su corazón: no hay Dios" (Sal 13,1). El pecado es la negación práctica de Dios y el rechazo de la lógica de la creación con la que Dios se revela manifestando su gloria y comunicando el gozo de vivir: gloria Dei vivens homo, al decir de san Ireneo. La respuesta que Dios le da a Job es precisamente una llamada a la gloria divina que refulge en lo creado, a pesar de las sombras de la nada que persisten en mancillarlo. La respuesta que Dios espera de Job es que, a pesar de no tener él conciencia de merecer ningún castigo, acepte su voluntad misteriosa y quiera lo que Dios mismo quiere, a saber: su bondad infinita; ésta vale por sí misma, no por los beneficios que otorga en la creación. Estando Dios por encima de todo, debe ser amado y buscado por sí mismo, en todas las cosas y por encima de todas ellas.

El Job concebido por el autor inspirado del AT fue superado por la realidad del Cristo de los evangelios. Éste se daba perfectamente cuenta del horrible suplicio de la cruz que le aguardaba. A pesar de ello lo aceptó libremente. No es que no le gustase seguir viviendo su noble vida; incluso lo pidió abierta e insistentemente al Padre. Pero conociendo como nadie en el mundo al Padre, su amabilidad infinita rechazada por los pecadores y su voluntad de salvarlos con una manifestación suprema de su amor, Cristo prefirió, como el sabio mercader de la parábola, renunciar a todo para apropiarse la perla preciosa o el tesoro escondido de la amistad del Padre y su voluntaddde salvar al mundo perdido por el pecado. A1 pecado de los hombres, que niegan prácticamente a Dios y anteponen a él cualquier cosa terrena, Cristo opone el sacrificio como expresión suprema del amor a Dios y a los hermanos humanos.

Éste es el camino de Dios salvador. Contra este designio tropiezan y en él encuentran motivo de escándalo los que se empeñan en contar sólo consigo mismos, en rehusar el abrazo paterno y en cerrarse en el horizonte de este mundo.

III. El escándalo del mundo

Los hombres no son mónadas aisladas una de otra. Para existir es preciso coexistir. Se nace biológicamente como las plantas; pero no se llega a ser verdaderamente humanos más que tomando de la unión con los padres o con la comunidad ambiente el patrimonio humano que va del lenguaje a la cultura y a todas las relaciones y referencias de todo tipo. La estima y la amistad son para la mente como el oxígeno para los pulmones.

Sin embargo, los hombres se relacionan entre sí no sólo por las cosas buenas que tienen y hacen, sino también por los pecados que cometen. Y como el pecado, según se ha dicho, en el fondo es una negación práctica de la amistad divina, es obvio que el pecado de un hombre, al juntarse con los de los demás, tienda a formar una cortina o una nube venenosa, que penetra en las mentes y crea escándalo y pone obstáculo a la afirmación del reino de Dios.

El Creador sigue derramando existencia y valores sobre sus criaturas, pero el pecado oscurece el esplendor de su presencia en ellas, haciendo, por el contrario, que aparezcan las grietas de la nada originaria, y exalta los vértigos del nihilismo y los impulsos disgregadores y destructores. Al reino de Dios, que es gozo, y paz, y relación de tierna confianza y fidelidad entre Dios y el hombre, el tenebroso príncipe de este mundo pecador tiende a interponerle obstáculos y a introducirlos en la historia de los hombres, víctimas de la mentira y de la maldad, o del misterio de iniquidad (2Tes 2,7).

Lo más extraño es que el mundo pretende oponerse a Dios y a la comunión de su gloria justamente con los valores de ¡ajusticia y de las buenas obras. Así los fariseos se atrincheraban en la justicia de sus buenas obras y en la observancia de la ley para rechazar al Espíritu Santo o al amor sin fin de Dios, que se revelaba y se daba a ellos mediante el Cristo. Así, para aludir de paso a una tendencia difundida en el mundo occidental en los últimos siglos, el hombre de las luces, de las revoluciones, del laicismo de la cultura y de la política pretende resolver los problemas de la sociedad civil prescindiendo completamente de las relaciones con Dios, e incluso arrojándolo de las mentes humanas como obstáculo para el progreso. No se percatan de que, al oscurecer el sol divino, también el espejo del rostro humano pierde su esplendor y aquella dignidad absoluta que la persona humana sólo puede recibir como reflejo de Dios, que le ha hecho a su imagen.

IV. La Iglesia y el escándalo

Dios se ha revestido de humanidad en Cristo para manifestar su gloria y comunicar en su amor la vida divina a los hombres. De esta presencia comunicativa de Dios en él era Cristo consciente sin embargo, no se le ocultaba el escándalo que habría de causar a los hombres: "Dichoso el que no se escandalice en mí", decía desde el comienzo de su manifestación pública (Mt 11,6). La Iglesia, reunida por él y convertida en instrumento de su presencia social y mística, debe dar testimonio de su esposo, manifestar su nombre a los hombres e introducirlos en la comunión de vida y de amor de la Trinidad divina (cf Mt 28,19s). Pero el testimonio de la Iglesia está expuesto a suscitar un doble escándalo: el debido a las malas disposiciones de los hombres, que rehúsan su mensaje como rechazaron el de Cristo en persona, y el totalmente extraño a la santa humanidad de Cristo, pero desgraciadamente muy común de la conducta pecaminosa de sus miembros. Por eso son doblemente dichosos los que no se escandalizan de la conducta de la Iglesia en el curso de su historia. Ésta es rica en figuras de noble conducta y santidad sublime de vida, pero también está mancillada por la mísera y escandalosa culpabilidad de innumerables miembros que hacen que se blasfeme el nombre cristiano, llegando incluso a servirse de la Iglesia de Dios en lugar de servirla. Trigo y cizaña, en las previsiones de Cristo, crecerán juntos en el campo de Dios (Mt 13,30).

En todo caso, el testimonio supremo lo da la Iglesia con sus mártires y sus santos: los unos confiesan con el sacrificio de su vida a imitación del mártir del Gólgota; los otros testimonian con la vida vivida en el amor de Dios y de los hermanos a semejanza del primogénito. Lo mismo los mártires que los confesores son sometidos alas reacciones más o menos violentas de un mundo que se escandaliza del nombre cristiano. Por eso la Iglesia navegará por un mundo como barco que surca mares donde alternan bonanzas extenuantes y amenazadoras tempestades, miserias y pecados en sus miembros dentro y persecuciones fuera. En la historia de la Iglesia el resucitado sigue siendo piedra de tropiezo para el que dentro oscurece con los pecados el fulgor de su gloria y para el que fuera no quiere comprender y aceptar su presencia en la vida de los hombres.

Particular contraste ofrece contra el testimonio de la Iglesia el vicio de la hipocresía. El testimonio de los mártires y de los santos descubre el esplendor de la santidad de Dios ante los hombres; en cambio, la hipocresía vela la maldad del corazón humano con el ropaje de la honradez aparente, persiguiendo, en vez de buscar a Dios en la verdad, la afirmación de sí mismo en la mentira.

V. El escándalo moral

Hasta ahora se ha dicho que el escándalo, o sea, el impulso a caer en el pecado, en la pérdida y ofensa de Dios, puede venir del mismo Dios, de su Cristo y de la Iglesia. Pero estos escándalos no provienen de pecados imposibles de Dios, de Cristo y ni siquiera de la Iglesia de Cristo en cuanto tal, por ser esposa sin mancha y sin arruga por el invencible amor de su esposo (Ef 5,27); provienen del rechazo culpable del amor salvífico por parte del mundo y de la voluntad rebelde de los hombres.

A este escándalo de fondo, o estratégico, se añaden y en su marco se configuran los escándalos tácticos, de los que se ocupan por extenso los tratados escolásticos de moral. En ellos se habla de escándalo padecido o pasivo, y de escándalos dados o activos; de escándalos directos o buscados y de escándalos indirectos o permitidos. En el escándalo pasivo se distingue el de los fariseos, debido a la mala disposición de quien digiere con veneno los alimentos sanos porque pertenece ya a la raza de las víboras, del de los pusilánimes, que reciben mala impresión de las acciones honestas del prójimo porque son inmaduros y tienen el estómago débil como niños de pecho, incapaces todavía de alimentarse con alimento sólido.

En los libros sagrados no se encuentra comprensión ni consideración para el escándalo de la raza de víboras. Dios y su Iglesia van por el camino de la salvación a pesar de la previsión del rechazo: "Vete y dile a este pueblo: Escuchad bien, pero sin comprender; mirad, pero sin ver. Embota el corazón de este pueblo, endurece su oído, ciega sus ojos, de suerte que no vea con sus ojos, ni oiga con sus oídos, ni entienda con su corazón, ni se convierta ni se cure". Es ésta una expresión sublime y poética del amor ardiente y celoso de Dios para el que rehúsa el amor salvífico; el NT recuerda frecuentemente este lamento lírico de Isaías (6,910), como en Mt 13,13ss; Jn 12,40; He 28,26s.

Pero sobre el escándalo de que se han ocupado ampliamente los moralistas hay en el evangelio y en los escritores neotestamentarios una clara y sobria enseñanza. Basta pensar en la neta condena pronunciada por Jesús contra el escándalo activo: "Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y lo tiraran al mar" (Mt 18,6). Y contra el escándalo que estamos expuestos a padecer, Cristo quiere una reacción enérgica; por ejemplo, arrancarse las cosas más queridas, como los miembros del cuerpo, si constituyen un impedimento para la salvación eterna (Mi 18,8ss). De cualquier forma, admitido incluso lo inevitable de los escándalos, Jesús expresa una neta condena contra el que los provoca (Mt 18,7).

Del escándalo de índole moral se ocupó en diversas ocasiones también san Pablo. En I Cor trata del escándalo de un incestuoso. Exige la medida enérgica de la expulsión (o excomunión, que diríamos hoy) para impedir que aquella comunidad padezca escándalo o incitación a la ruina de las costumbres (cf 5,1-8).

El mismo apóstol, que con el caso del incestuoso de Corinto inspiró a los canonistas, ha sugerido también útiles criterios a los moralistas para casos análogos a los aludidos en Rom y 1 Cor, donde se ocupa de los hermanos fuertes que escandalizaban a los débiles comiendo las carnes inmoladas a los ídolos. San Pablo toma esta decisión: "... si una comida escandaliza a mi hermano, jamás comeré carne para no escandalizarle" (ICor 8, 13; cf Rom 14,1-23).

VI. El escándalo, pecado entre los pecados

Aunque los ejemplos de escándalo condenados por Cristo en el evangelio y por su apóstol en las cartas que acabamos de citar pueden referirse a la seducción contra la fe, sin embargo los moralistas subrayan con santo Tomás (S. Th., II-II, q. 43, a. 3) que el escándalo, por provocar la ruina espiritual del prójimo, se opone directamente a la caridad, que busca su salvación eterna.

Ciertamente el escándalo, como seducción a toda suerte de pecado, implica ya sea la ofensa contra la virtud contraria, ya principalmente la que va contra la caridad del prójimo. El que incita a un chico a practicar el arte del tirón peca contra la justicia por el daño de lo robado, y contra la caridad por el pecado del muchacho. Pero ¿puede haber una malicia que mire directamente al pecado y a la ruina espiritual del escandalizado? De existir semejante delincuente, los moralistas lo calificarían de diabólico. Sin embargo, no es sólo fruto de imaginación paranoica pensar que, al menos contra la fe en Cristo, la cual realiza la salvación fructificando en la caridad, no faltan anticristos de diversa índole que se esfuerzan con tenacidad e ingenio dignos de mejor causa en desembarazar el cerebro de los hombres del nombre cristiano.

Pero en todo pecado, junto a la fragilidad humana, hay algo diabólico. Nadie puede querer el mal por el mal; el mal puro es nada. Y la voluntad no puede querer algo que no tenga algún aspecto de bien. El ladrón no robaría si el dinero robado no le pareciese bueno. El pecado está en lo que falta de bueno; o, mejor, de absolutamente bueno. El pecado es aceptar la falta de Dios, o de quien lo representa, en lo que de bueno derrama en lo creado. En el caso del hurto, el pecado no es lo robado deseado por el ladrón, sino la falta del derecho y del consentimiento del amo, que refleja a Dios, por estar hecho a su imagen y representarlo en todo aquello que es y hace razonablemente.

También el pecado de escándalo consiste en aceptar que el escandalizado pierda la amistad divina y carezca de aquel Dios que ningún bien creado puede compensar, siendo mejor -en palabras de Jesús (Mt 18,9)- entrar en la vida eterna con un ojo solo que perderla con los dos. Ordinariamente, el que peca no piensa directamente en Dios; no se queda mirándolo o contemplándolo para gritarle su odio y sus insultos. A lo sumo puede pensarse que lo haga el diablo; pero no es el caso de hacer de abogado suyo. En cambio, es cierto que el que ve a Dios cara a cara no puede pecar. La libertad de los bienaventurados comprensores concuerda plenamente con la voluntad del amigo divino; no puede carecer de Dios ni pecar, cambiando el bien infinito por los bienes sacados de la nada.

En la libertad limitada por el conocimiento imperfecto de Dios apenas entrevisto a través de la conciencia como en un espejo oxidado es fácil decidir prescindir de Dios. En efecto, la conciencia, cuando conoce la dignidad de toda persona humana hecha a imagen de Dios, representa o presenta a Dios mismo a la libertad de modo tan descolorido que oculta, en lugar de desvelar, la fulgurante gloria divina; de modo que al pecador no le resulta imposible cambiar a Dios por las criaturas, e incluso impulsar a otros a privarse del gozo de la amistad divina. Por estos límites de la libertad humana se explica que sean inevitables los escándalos; pero esto no quita que el que escandaliza y el que cae en el escándalo pierda la vida sobrenatural y la gloria de la comunión con Dios (Mt 18,7).

Así como la ofensa de Dios no es generalmente querida en el pecado en general, así en el pecado de escándalo no se persigue generalmente la ruina del prójimo; sin embargo, una y otra son conscientemente aceptadas por el pecador en general y por el escandaloso en particular. De cualquier modo, aunque la ruina espiritual del prójimo no esté en las intenciones, sino sólo en las previsiones, el que la provoca no es menos responsable que el que provoca la ruina física.

Sin embargo, en el escándalo indirecto, o sea, del que realiza una acción en sí honesta, pero de la que se prevé que una conciencia débil podría sentirse estimulada a caer en pecado, puede suponerse que la balanza se inclinará del lado del que realiza aquella acción honesta, que sería por ello excusado de inducir a la culpa al escandalizado. Esta culpa habría de atribuirse más bien a la fragilidad moral del escandalizado. Hay aquí una cierta analogía con el escándalo que padecían los fariseos, duros de cerviz, por parte del mismo Cristo, ¡el inocente!

[/Honor; /Justicia].

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A. Di Marino