DROGA
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. El fenómeno y las causas.
1. El fenómeno;
2. Las causas.

II. ¿Liberalización o represión?:
1. La tesis liberalizadora;
2. La tesis represiva;
3. La vía responsabilizadora.

III. Los auténticos problemas:
1. El problema médico;
2. El problema jurídico;
3. El problema pedagógico.

IV. Uso terapéutico y uso superfluo de la droga:
1. El uso terapéutico;
2. El uso superfluo.

V. El sida y la moral:
1. El problema religioso;
2.
Los problemas éticos.

VI. Las terapias de rehabilitación:
1. Las actitudes que se han de cultivar;
2. Las comunidades alternativas.

 

La palabra "droga", utilizada en un contexto ético, evocaba antes el problema de los anestésicos y analgésicos; quizá en el futuro evocará otra cosa, por ejemplo las drogas del espíritu: nos podemos drogar también con el éxito, con la manía de posesión o de sobresalir; y las drogas del espíritu no son menos peligrosas ni menos capaces de provocar dependencias y hábitos que las del cuerpo.

Pero la palabra "droga", sin adjetivos, evoca hoy un determinado y grave problema juvenil, que desemboca en la cultura de la dependencia. En su origen hay una evasión, alimentada de rencor, a veces de odio, de una sociedad convulsionada e hipócrita, a la que los jóvenes atribuyen la falta de solución de sus problemas y de la que pretenden los beneficios que recibieron sus padres sin asumir los mismos sacrificios. En muchos hay deseo de conseguir "todo pronto y gratis"; en otros, en cambio, se da el rechazo de todos y de todo, por no querer integrarse en un sistema que les priva de libertad, de autonomía, de individualidad; en otros es el deseo de romper con una realidad que sienten vacía de ideales; en todos el desacuerdo, la protesta, la contestación e incluso la violencia. La droga se ha convertido en la solución mágica en la fórmula de evasión que les impide cualquier elaboración adecuada y serena de las propias ansias y objeciones.

En este artículo la cuestión se abordará en varios puntos. Después de haber descrito el fenómeno y sus causas (I), se tratará el dilema: liberalización o represión, rechazando tanto la tesis liberalizadora como la represiva, para insistir en la responsabilización (II). Luego se pasa a plantear los verdaderos problemas: el médico, el jurídico y el pedagógico (III), pero sobre todo el moral (IV). Hoy la droga va unida a la "peste del siglo" por lo tanto, es justo ver cómo afronta la ética el tema del sida (V). Terminaremos hablando de las terapias rehabilitadoras (VI).

I. El fenómeno y las causas

1. EL FENÓMENO. "Nada hay nuevo bajo el sol": hay quien dice que tampoco el fenómeno de la droga es nuevo, porque era conocido desde la noche de los tiempos, cuando se masticaban las hojas de coca; era entonces algo análogo a nuestro alcoholismo y tabaquismo. En cambio, para otros es típico de nuestra época, con sus posibilidades tecnológicas y con sus degeneraciones morales. Lo que hay de hecho es que se trata de un fenómeno impresionante y creciente. Afecta a jóvenes cada vez en mayor número y en edades más jóvenes; se extiende por los ambientes más dispares: en los de la opulencia como en los de la miseria y en los de la más absoluta (aparentemente) normalidad; se da en todos los Estados de todos los continentes, incluyendo a los países más pequeños; ha pasado de las ciudades a los pueblos y se ha difundido por todas partes, hasta llegar a formar una auténtica cultura de la droga, con la cual nos tememos que habrá que convivir todavía por mucho tiempo.

2. LAS CAUSAS. Son, evidentemente, muchas. Hay quien pone el acento en la producción y distribución de las drogas, y piensa que se podría resolver destruyendo los cultivos y/ o impidiendo su exportación. Pero si no existiera demanda, no se daría oferta; y ésta, mientras esté presente, conseguirá suscitar respuestas, si no hubiera otra cosa con el etilismo o con la desesperación. Hay quien prefiere señalar a la mafia y a los ambientes de mala vida, que tienen una gran responsabilidad en el tema y consiguen con el mercado negro altísimos beneficios; hay quien culpa a la mentalidad individualista y hedonista de nuestros tiempos, que lleva a encerrarse en la intimidad y a pensar en sí mismos, olvidando los problemas sociales, entre otras cosas porque los espacios sociales de participación son cada día más estrechos. El hecho de que no todos los jóvenes lleguen a la droga hay quien lo explica por referencia a la predisposición de algunos, más débiles y enfermos. Otros, finalmente, prefieren culpar a la familia, con frecuencia disgregada y de todas formas no siempre a la altura de las tareas educativas modernas, debido también a que la madre -ala que tradicionalmente le correspondía la misión educativaahora trabaja fuera de casa y ya no tiene fuerza psico-física para educar.

Nos parece que la droga interpela sobre todo a una sociedad enferma y a un mundo que necesita cambios profundos. No se trata de enfermedad normal (ni orgánica ni psíquica), sino de socio-patía, porque el joven sufre -quizá inconsciente pero realmente- por la (carente) calidad de vida, que mejora sólo en apariencia, pero que en realidad deja cada vez más insatisfacción a quien quiere contribuir a mejorar la sociedad: el recurso a la droga acaba por entenderse como una huida, si no ya como un lento y progresivo suicidio.

Se puede decir, pues, que en la forma de plantearse el problema de las causas del fenómeno está incluido el modo de comprender la personalidad del toxicómano, que, posteriormente, es visto por la mentalidad corriente y por la ley como un criminal al que condenar, un enfermo al que curar o una persona normal que utiliza su propia libertad de un modo adecuado (visión libertaria) o equivocado (visión ideológica antipermisiva). El nudo social que es preciso resolver se plantea o como liberalización o como represión.

 II. ¿Liberalización o represión?

1. LA TESIS LIBERALIZADORA. Fue mantenida por la izquierda al principio, pero sus abanderados están en el área de la cultura más radical. Tiene su lógica y su encanto, además de la buena fe de muchos que la apoyan. Si la droga estuviese en venta en las farmacias o droguerías, no existiría el mercado negro, ni tampoco la necesidad de robar para procurársela, ni la cárcel para los toxicómanos, ni las dosis "alteradas" que matan. Incluso disminuiría el placer de lo prohibido, por lo que los jóvenes dejarían de drogarse. Todo parece simple y consecuente.

A esto se une el coro de los del no; está liderado por los responsables de algunas comunidades de rehabilitación de los toxicodependientes. La tesis liberalizadora es provocadora, absurda y negativamente utópica. ¡Ojalá bastase sólo eso para eliminar el mercado negro y las multinacionales del crimen! ¡Ojalá fuese así de fácil poner la droga en la mesilla del joven y decirle: ahí está, pero no la debes tocar! Los países que la han liberalizado no han resuelto ningún problema, Los razonamientos son los mismos que se utilizaron en algunos de ellos para introducir la metadona (que es una droga y no un fármaco), y que, en lugar de disminuir el mercado negro de la heroína, llevó a muchos jóvenes a convivir con una droga más, con la ilusión de que era una medicina. La realidad es muy distinta y no hay que mistificarla. El uso de la droga no es bueno por el hecho de que el Estado lo consienta o lo tolere.

2. LA TESIS REPRESIVA. Parece, pues, la vencedora. El mal sería el permisivismo de la sociedad actual. Un gobierno fuerte conseguiría resolver el problema. En este como en otros temas, desde el divorcio al aborto, desde la homosexualidad a la eutanasia, el péndulo social pasa fácilmente e la liberalización de la izquierda a la represión de la derecha, invocando además la pena de muerte (el máximo castigo) contra los traficantes o exaltando a las "madres valientes" que denuncian a sus hijos, o a las asociaciones de padres que piden que se interne por la fuerza a los drogadictos en comunidades (que además serían cárceles de serie B).

El no a la liberalización que sostenemos no significa un sí a la represión. Son fáciles estos automatismos simplistas (si no eres capitalista, tienes que ser comunista por fuerza; si rechazas la anarquía es que eres fascista; si no te gusta el fascismo es que eres anarquista; si estás a favor de un divorcio tolerado por el Estado como mal menor, tienes que estar necesariamente contra la indisolubilidad cristiana del matrimonio), pero son débiles e ilógicos.

3. LA VÍA RESPONSABILIZADORA. Toda persona humana -y el joven sobre todo- necesita motivos para vivir; no le basta con el miedo a morir. Los cristianos blasfeman cuando confían en el código penal y en la represión, en lugar de confiar en el evangelio y de dar testimonio y vivir su alegría. No represión, pues, sino responsabilización, educación, confianza, prevención. Nuestra educación es a menudo sólo formalista y no ofrece verdaderas motivaciones: nos preocupamos del orden exterior de la persona, de la expresión correcta, de la llamada "buena educación" en sentido burgués. No se buscan los valores esenciales, como la paciencia, la confianza, el perdón, la reflexión, la tolerancia, el esfuerzo, la participación, etc. El problema de la droga hay que resolverlo en positivo: ¿Para qué debo vivir? ¿Cómo puedo contribuir a hacer este mundo más humano? El de la droga es un problema de prevención. Y la prevención implica a toda la sociedad, personas e instituciones (escuela, familia, Iglesia, asociaciones, partidos, a todas las fuerzas sociales). No vale delegar en otros.

III. Los auténticos problemas

i. EL PROBLEMA MÉDICO. Sin embargo, se ha comenzado delegándolo todo a la medicina. La droga es una intoxicación, se ha dicho; por lo tanto, se trata de un problema sanitario. Pero el médico, que en pocos días consigue desintoxicar, enseguida se encuentra impotente ante las recaídas de los jóvenes. También la información médico-social es necesaria, pero totalmente insuficiente. Es necesaria para que el joven sepa distinguir los alucinógenos de los estupefacientes, la dependencia del hábito, los daños físicos de los psíquicos, etc. Pero la información no resuelve por sí sola los problemas; como mucho podría ayudar al joven a drogarse con el mínimo daño; igual que, por el contrario, podría empujar a quien tiene tendencias masoquistas a destruirse más rápidamente.

La psiquiatría y la psicología pueden ayudar al j oven más que la simple información médica. Pero ninguna ciencia médica ni ningún saber científico pueden volver a dar la alegría de vivir ti despertar un ideal en el corazón humano. Tampoco, pues, debe mitificarse la ciencia. Un amplio espacio se abre al ámbito educativo.

L. Rossi

2. EL PROBLEMA JURIDICO. Las leyes en relación con la producción, venta y consumición de la droga están llenas' de notables imprecisiones ante la ausencia de un consenso general en el mundo sobre cada uno de los aspectos capitales del problema.

a) La situación legal y real de la droga en España. Desde que el Congreso de los Diputados, con mayoría socialista, aprobara en abril de 1983 el proyecto de Ley Orgánica de reforma urgente y parcial del Código penal, cuyo artículo 344 sufría una modificación mediante la cual no se penalizaba el consumo de drogas, comenzó una ascendente carrera de tráfico y consumo. Se estima que hoy en España consumen cocaína de 60.000 a 80.000 personas; heroína, de 80.000 a 125.000; anfetaminas, de 350.000 a 500.000; inhalantes, de 18.000 a 21.000, y cannabis, de 1.200.000 a 1.800.000 personas.

Las raíces de esta situación hay que buscarlas: a) en que España se ha constituido en un centro clave de distribución en el gran negocio del narcotráfico; b) en el sistema económico de dura competencia, que ha generado altos índices de paro juvenil y barrios marginales; c) en el tránsito de una economía de supervivencia a otra de consumismo de todo lo bueno y de lo menos bueno o inútil; en una degradación del influjo de la escuela y la familia como cauces clásicos de socialización y orientación; en la falta, en fin, de valores e ideales nuevos, de utopías atractivas en los jóvenes sobre las que pudieran construir su propio autocrecimiento.

b) Situación jurídica en el resto del mundo. Los medios de comunicación dedicaron importantes espacios al seguimiento de la I Conferencia mundial sobre el uso indebido y tráfico de drogas, celebrada en Viena, en 1987, bajo el patrocinio de la ONU. Los 138 países asistentes a la Conferencia de Naciones Unidas declararon la guerra mundial contra la droga y expresaron su voluntad de combatir conjuntamente el problema de los estupefacientes tanto en los aspectos económicos como en los policiales y sanitarios. Se trataron temas sobre la muerte, como castigo, para los narcotraficantes, o el uso de la fuerza policial y de herbicidas como medio para erradicar los cultivos de la droga. Se trató de poner de acuerdo las políticas de compensaciones y ayudas entre los países consumidores y productores.

c) Teoría y praxis penal sobre la droga. El Código Penal español regula el delito de tráfico legal de drogas tóxicas, estupefacientes y sustancias psicotrópicas entre los delitos contra la salud pública. Con la reforma introducida por la ley de marzo de 1988 de reforma del Código Penal se establece un endurecimiento de las penas previstas en los supuestos de tráfico ilegal. Asimismo aparece un sistema sancionador para aquellos que se aprovechen de las ganancias del mismo. Si el hecho del consumo o tenencia de cantidades mínimas no es un factor delictivo, sí se sanciona a aquellos que ejecutan actos de cultivo, elaboración y tráfico o que de algún modo promuevan o favorezcan el consumo ilegal de drogas tóxicas. También distingue el legislador entre las penas sobre drogas duras y blandas en razón del daño posible contra la salud. Todo ello con agravantes si se facilitan las drogas a menores de dieciocho años, si se difunden en centros de menores, si la cantidad es grande y adulterada y si se facilita a personas en vías de rehabilitación.

En el campo de los tratamientos terapéuticos conviene señalar la normativa establecida en el real decreto de 19 de enero de 1990, por la que regulan los tratamientos con opiáceos de personas dependientes de los mismos.

Para José Jiménez Villarejo, presidente de la sala Quinta del Tribunal Supremo (Jornadas sobre Toxicomanías de Castilla-León, Ávila, febrero de 1991), considerando que la drogadicción es uno de los temas que más atención han despertado en los observadores de la realidad social, señala que en la práctica el tratamiento penal de este fenómeno se funda en una vaga jurisprudencia, de modo que la delincuencia funcional pone diariamente ante jueces y tribunales sujetos cuya capacidad de autodeterminación ha de ser medida en función de su dependencia para valorar su responsabilidad y dosificar la pena que pueda ser impuesta.

B.B. Martínez

3. EL PROBLEMA PEDAGÓGICO. El educador debe dirigirse sobre todo a los jóvenes sanos, con tal que no tenga miedo -como persona pagada por el sistema precisamente para hacer el lavado de cerebro- de tocar los temas candentes de nuestra sociedad. Quien no quiera ser sincero o no quiera pagar con su persona, que deje de ser educador.

El educador debe denunciar sobre todo la lógica del beneficio. Un mundo que grita "bravo" a quien gana incluso "robando" puede decir lo mismo a quien gana mucho robando la salud de los demás. Si lo que cuenta es la ley de la oferta y la demanda, el traficante de droga es el mejor operador económico, porque él mismo crea una demanda que se hará mucho mayor gracias a la espiral de la costumbre. Para poder condenar el fácil y deshonesto beneficio del traficante hay que condenar la lógica capitalista y consumista.

El educador debe hacerle entender al joven que recurrir a la droga no es signo de madurez, sino evasión de adolescentes. Y esta evasión juvenil, incluso realizada con ánimo de protesta, en realidad hace el juego al sistema opresor y deshumanizador. El joven de carácter no es el que se rinde cuando sus ofrecimientos sinceros de participación de todos los niveles (familiar, escolar, político y eclesial) no son aceptados; al contrario, es el que no renuncia y no cesa de hacer propuestas. Después de todo, la renuncia serviría a quien está interesado en mantener el "desorden establecido" para marginar a los que renuncian. Quien sueña con un ideal y lo quiere realizar, debe saber luchar con fuerza, lealtad y constancia. La liberación que abortan los alucinógenos es en realidad una pavorosa alienación. El drogado es un cobarde que huye de los propios deberes de ser persona. La crítica del joven debe hacerse cada vez más lúcida y traducirse en actividad creativa para beneficio de todos.

IV. Uso terapéutico y uso superfluo de la droga

Ahora queda por plantear el problema más propiamente ético. En términos tradicionales se podría decir: el uso de la droga no es intrínsecamente ilícito, y de tal manera es así que a veces se permite el uso de la morfina para los enfermos graves y moribundos. Sin embargo, es muy peligroso y no se puede recurrir a ella si no es por motivos muy graves, y nunca por simple placer o por deseo de evadirse de la realidad, escapando de las responsabilidades propias. Hay que distinguir, pues, claramente el uso terapéutico de la droga del uso llamado superfluo.

1. EL USO TERAPÉUTICO. ES lícito suministrar dosis de narcóticos o de estupefacientes a un enfermo grave o a un moribundo para aliviar sus dolores físicos y para animarlo moralmente, a condición de que haya dado su consentimiento y haya previsto sus propias obligaciones religiosas y sociales. La razón es el alivio del sufrimiento y la posibilidad de obtener una mayor serenidad, o también para excluir su rebelión contra la providencia de Dios (cf Pío XII, alocución del 24 de febrero de 1957 a los estudiosos de anestesiología). No es lícito nunca suministrar narcóticos con el único fin de adelantar la muerte del paciente; ello constituiría una auténtica y propia t eutanasia, ilegítima siempre, aunque se hiciera con el consentimiento del paciente.

Es ¡licito que el médico, por propia iniciativa, prive totalmente de las facultades mentales hasta el final de su vida a un enfermo que no haya provisto todavía a sus propias obligaciones espirituales (sacramentos) o temporales (testamento). Pero si el enfermo insiste en pedir los narcóticos, sin querer cumplir sus propios deberes, el médico se los puede suministrar lícitamente. Una vez que se ha condenado la eutanasia, conviene reconocer al moribundo su derecho a morir en paz, bien evitando el prolongarle inútilmente la agonía, bien ofreciéndole todas las ayudas de narcóticos que sirvan a ese fin. Pero si el enfermo, por una elección de ascesis, rechaza los estupefacientes porque "desea aceptar el sufrimiento como medio de expiación y fuente de méritos", merece respeto también en este deseo suyo cuando la terapia no requiera necesariamente la ausencia de dolor.

2. EL USO SUPERFLUO. Pero el problema de la droga, tal como se plantea hoy, no es el del uso terapéutico, sino su uso superfluo -aunque de voluntario tiene bien poco, puesto que la droga causa una dependencia y un hábito que la hace sentir bien pronto como indispensable.

Queremos protestar contra el "uso superfluo" de la droga. Y lo hacemos con los argumentos a los que se recurre habitualmente: ¿Por qué destruir la propia vida de esta manera? ¿Por qué condenar a un infierno ya ahora la propia vida y la de los familiares? ¿Para qué sirve aliviar los propios sufrimientos y preocupaciones durante unas horas, si luego volverán a aparecer agravados? Pero queremos añadir algo que nadie dice: no existe placer' alguno, al menos absolutamente, en el uso de la droga más extendida y letal: la heroína. La gente piensa que el muchacho se droga porque es hedonista. En realidad lo hace porque sufre profundamente y ha encontrado en la heroína el medio de eliminar estos sufrimientos (socio-patía). A veces se drogan no los jóvenes peores, sino precisamente los más sensibles, que no soportan lo absurdo de la vida. Este juicio es profundamente auténtico (salvo, quizá, para el uso de la cocaína y de los otros euforizantes). Los antidepresivos no producen bienestar: se limitan a quitar un mal. Cierto que muchas veces son el conformismo y el deseo de imitar a los otros los que conducen al uso de las drogas. Pero cuando no hay un malestar profundo, el joven deja muy pronto de drogarse. Si uno continúa drogándose es porque ve que el antidepresivo actúa de esponja de todo el malestar propio.

La cura de la toxicomanía no tiene necesidad del fácil e inútil moralismo. Es una de las tareas más difíciles. Pero es necesario desmentir a los "profetas de desventuras", que afirman que de la droga no se sale. Eso va en contra de la experiencia que muchos jóvenes han hecho personalmente, y por lo tanto es falso. Pero va además en contra de la actitud que debe alimentar al creyente, una actitud de continua apertura a la esperanza y a la fe: Dios quiere a todos y no abandona a ninguno.

V. El sida y la moral

El descubrimiento de la inmunodeficiencia adquirida (sida), llamada ya "la peste del 2000' ha alarmado a muchas personas. Es importante hacer una reflexión equilibrada que, de un lado, no agrande inútilmente el miedo hasta conducir al portador al suicidio y, del otro, no minimice en el la conciencia de poder ser su transmisor. La marginación de los drogadictos crece desde que se sabe que en su mayoría son seropositivos y algunos afectados ya por la terrible enfermedad, hasta ahora incurable. A veces, en lugar de estimular la solidaridad se desencadena una marginación dura y angustiosa (en la escuela en el trabajo, en la sociedad). Un cristiano que tiene vivo el sentido de la justicia no puede callar frente a esta marginación. Habrá que tratar de ver tanto el problema religioso como el ético.

1. EL PROBLEMA RELIGIOSO. El sida obliga a repensar muchas cosas, la primera de todas el significado de la vida, del tiempo y de la muerte. El joven enfermo pregunta: ¿Por qué debo vivir? ¿Por qué debo morir? Las respuestas estereotipadas no sirven. Sólo sirve el testimonio de quien, condenado a muerte (antes o después morimos todos), siente lo bonito que es en la vida gastar el tiempo propio y las propias fuerzas en favor de los demás hermanos. "No sé cuánto vas a vivir ni sé por qué debes morir; pero se esto: Dios es padre de todos nosotros y es bonito pasar la propia existencia en la alegría de compartirla con el prójimo".

Si lo primero que se ha de testimoniar es la alegría de vivir, lo primero que hay que evitar es el moralismo y la culpabilización. No se puede decir a los afectados por el sida: Dios os ha castigado por ser pecadores, homosexuales o drogadictos. No se puede decir, porque es falso; la enfermedad puede afectar también a un heterosexual, al que ha recibido una transfusión y a un niño inocente; pero es más falso teológicamente: "¿Quién ha pecado: él o sus padres para que naciera ciego? Os digo: ni él ni sus padres, sino para que se viera la gloria de Dios" (Jn 9,2). A la profunda desilusión por el contagio contraído debe seguir y sustituir un sentido providencial sano, que no evita tener que emplear todas las medidas que la prudencia considere necesarias, pero que libera al creyente de la angustia.

El toxicómano (y en especial el enfermo de sida) tiene necesidad de ideales; y el ideal cristiano es realmente sublime. Pero no se puede aprovechar una situación de angustia para presionar a alguien a que acepte la fe. No puede haber fe sin libertad; y la fe es demasiado grande para que necesite de nuestras mezquinas maniobras. Dios salva al hombre cuando y como quiere. Y para cada ser humano hay un camino de Damasco. Hay que respetar igualmente tanto las comunidades terapéuticas confesionales (que transmiten el mensaje cristiano) como las pluralistas (que van a la búsqueda de los valores éticos).

2. LOS PROBLEMAS ÉTICOS. Son muchos los problemas morales y pastorales que hay que volver a plantear a partir del fenómeno del sida. He aquí algunos.

Ante todo, el gran problema de la homosexualidad. La insatisfacción por algunas de las soluciones morales tradicionales se convierte aquí abiertamente en repulsa y rebelión. Es absurdo culpar de criminal al homosexual por lo que "es", es decir, por su "actitud" que precede a su "comportamiento", o dejarlo en la soledad, sin ninguna amistad humana sincera. Hay que recordar que no se ha elaborado ninguna pastoral seria de la homosexualidad (con ayuda de, quizá, la gran sensibilidad de los interesados).

El problema del sida ha mostrado el verdadero rostro de cierto liberalismo de ayer sobre el aborto [/ Interrupción del embarazo], que hoy no teme obligar a abortar cuando en el seno materno hay un niño afectado de sida. Partiendo del aborto por amor a la libertad, se ha llegado a suprimir la libertad por amor del aborto. Nunca se puede conceder a los hombres el derecho de la vida o de la muerte. Sólo Dios es el señor de la vida.

Pero conviene repensar también y adaptar a la nueva situación el tema de la /educación sexual y el de la anticoncepción [/Procreación responsable]. No se puede prolongar por más tiempo un debate para llegar a ofrecer instrucción y educación sexual sobre bases no integristas. Ciertamente que dos integrismos no se encontrarán nunca, pero la convivencia pacífca y pluralista es necesaria. Del mismo modo, no se trata de santificar la anticoncepción, sino de tomar nota, frente a las parejas que no practican la continencia, de que "la anticoncepción es un desorden, pero que este desorden no siempre es culpable". No quiera Dios que el rigorismo absoluto en cuestiones de anticoncepción hoy tenga que reconocerse responsable de muchos abortos que puedan realizarse en el futuro.

Está el problema de guardar el secreto y/o de manifestarlo tanto a quien está enfermo de sida como a su compañero sano (el problema clásico de decir o no la verdad a los enfermos y el de comunicarlo también a su compañero sexual tiene aquí una urgencia especial, dado lo ineludible de la enfermedad). Está el problema de la experimentación [/ Investigación y experimentación biológica]: a veces parece que se prohibe hacerla con animales y cadáveres y, en cambio, se autoriza demasiado fácilmente con personas vivas, incluso sin su consentimiento; otras veces se realiza sin permiso alguno la autopsia normal de cadáveres, mientras se exigen autorizaciones imposibles para practicarla en un enfermo de sida cuando podría servir para la investigación. Está también la relación entre enfermo terminal, asistencia pública y voluntariado e Iglesia: el Estado tiende con frecuencia a descargar las propias obligaciones en las espaldas de los privados. Los católicos hacen bien en comprometerse en el l voluntariado, mas eso no debe significar abstenerse de la lucha política por conseguir del Estado un mayor compromiso en favor de los necesitados. Pero hay algo peor: la hipocresía laica que tilda de asistencialismo indebido al deber de socorrer a quien está en dificultad (y sobre todo al enfermo terminal); etc.

Frente a una enfermedad incurable [1 Salud, enfermedad y muerte] se le plantea a la moral de forma dramática la reflexión sobre la esperanza. La esperanza de la curación deberá darla el médico cuando efectivamente exista. Pero la esperanza existencial o escatológica puede suscitarla solamente el educador o el creyente, incluso cuando no hay esperanza de curación humana. Nunca se es tan pobre que no se pueda dar nada. Se puede dar siempre la propia sonrisa y la propia voluntad de intentarlo de nueva. La vida tiene sentido no sólo porque hay salud, sino porque hay apertura oblativa a los demás. En algunas situaciones, cada uno debe experimentar lo importante que es convertirse en mensajero de alegría y profeta de esperanza.

VI. Las terapias de rehabilitación

La reflexión podría terminar aquí, entre otras cosas porque no se ven, humanamente, soluciones a corto pla-

zo al problema de la droga. Todavía muchos jóvenes, contagiados de nuestra falsa cultura seguirán ilusionándose con el uso de la "sustancia". Pero hay que reaccionar frente a la tentación de la impotencia y decir algo, como conclusión, sobre las actitudes que se deben cultivar y sobre las comunidades terapéuticas.

1. LAS ACTITUDES QUE SE HAN DE CULTIVAR. La moral cristiana es la moral del "comportamiento", pero es sobre todo la moral de las "actitudes" ("Ya ha fornicado en su corazón'~. Han de evitarse las actitudes moralizantes y de censura. Es necesario escuchar al otro, comprenderlo, no juzgarlo o condenarlo: también cuando se trata de inculcar lo absurdo que es el uso de la droga, que parece liberar cuando en realidad esclaviza, somete a una actitud infantil e irresponsable, relega al mundo de la magia y de la subcultura, amarra con fuerza a la sociedad capitalista y consumista, hace partícipe a pequeña escala de las grandes actividades mafiosas de los traficantes deshonestos -y, actualmente, de las multinacionales del crimen y del terrorismo, que dan drogas a cambio de armas- y convierte en personas no libres, sino "dependientes", cada vez más heterodependientes (de personas y sustancias).

En segundo lugar hay que cultivar la actitud de la responsabilidad personal y colectiva. ¿Se debe reforzar el sentido de víctima del joven que se limita a acusar a la sociedad? ¿O se debe, en cambio, empujarle a reconocer que es culpa suya si se droga cuando hay tantos jóvenes que no lo hacen? No caer en el moralismo no significa renunciar a insistir en la responsabilidad personal. El joven debe ser consciente de que siempre puede reaccionar, de que puede hacer algo. Más aún: en definitiva, la salvación está sólo en sus manos. No debe en absoluto delegarla en otros. Pero esta responsabilidad personal del joven no debe hacer olvidar la dimensión social del problema. La mejor y más eficaz prevención pasa por la transformación de la sociedad, o por lo menos por un intento serio de crear un mundo mejor. La responsabilidad personal y la social (incluida la familiar) no se excluyen, sino que se integran mutuamente.

2. LAS COMUNIDADES ALTERNATIVAS. Para muchos jóvenes la salvación hoy se llama comunidad, la que, a veces, para padres y adultos es sólo un medio de liberarse de la convivencia con el toxicómano. Es-.injusto delegar todo en las comunidades; es excesiva la carga de esperanza que se pone en ellas. La comunidad es un instrumentó útil, nada más. Uno puede salvarse sin comunidad o puede seguir unido a la droga (afectivamente y, quizá bien pronto, también efectivamente) aun contando con una comunidad. La comunidad puede sólo apoyar, pero no puede sustituir la voluntad del sujeto.

Las comunidades terapéuticas deberían ser todas alternativas: alternativas a la solución médica y farmacológica (que consiste en ingerir -inútilmente- otras drogas, como metadona y psicofármacos); a la solución carcelaria o de internamiento, porque la persona está hecha para vivir en sociedad y no aislada; a la vida "de fuera", donde sólo existe el do ut des, porque ofrece la posibilidad de experimentar la belleza del compromiso voluntarista y del don gratuito (son, pues, una contradicción en sí mismas las comunidades con ánimo de lucro); a la ilusión tecnológica, que pretende ofrecer todos los bienes sin ningún mal y que corre el riesgo de ofrecer muchos males sin ningún bien (como no existe la "magia" de la droga, tampoco existe la "magia" de la sauna o de cualquier otra cosa: es la misma subcultura, pero con presentaciones de apariencias científicas y suntuosas). La vida en comunidad debería ser como la de los primeros cristianos, que ponían todo en común, vivían juntos y sé llevaban bien. Por lo menos es necesario "tratar" de hacerlo. De esta manera se reacciona contra la cultura contemporánea, para la que parece que poseer y consumir cuente más que ser y amar.

Existen varios tipos de comunidades terapéuticas, pero un denominador común une idealmente a las que pretenden trabajar en serio para ayudar a los jóvenes a resolver sus problemas existenciales. Desilusiona que algunas comunidades se parezcan más a los antiguos colegios represivos, e incluso a las cárceles de tipo B, que a las libres asociaciones de personas que se quieren y ponen todo en común. En ellas precisamente los jóvenes que se han equivocado pueden ayudar a otros a salir del túnel de la droga.

[/Corporeidad IV, 4; /Salud, enfermedad, muerte; /Suicidio].

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L. Rossi